26 DE OCTUBRE

Cambió el tiempo y subió la temperatura. La nieve se derretía y un cielo gris se había posado sobre el paisaje sucio.

Jenny Häggroth estaba tumbada en una litera en la celda mirando el techo. Durante el interrogatorio mandó a la Policía al infierno. Además les dijo que si hubiera sabido que Jocke le era infiel, no hubiera matado a Sol-Britt, hubiera matado a su marido.

Leif Silbersky no la interrumpió. Casi no dijo nada en todo el interrogatorio. Se lo guardaba para después.

Más tarde, el abogado estrella se presentó ante la prensa. Eligió hacerlo en el hotel Ferrum.

Alf Björnfot se mantenía un poco alejado. Él había decidido sustituir a Rebecka Martinsson. Escuchaba con atención cuando Von Post se quejaba de compañeros, abogados, sospechosos y periodistas. En los medios salían en grandes titulares: «Errores tremendos de la Policía», «Los niños se han quedado huérfanos», «¡Inocente acusado se quita la vida!».

«El tiempo y la investigación del asesinato —pensó Björnfot poniéndose la chaqueta—. Todo una puta mierda».

A las ocho de la mañana, Krister Eriksson dejó a Marcus en la escuela.

—Estaré aquí esperándote cuando salgas —se despidió.

Se quedó sentado un rato en el coche viendo al niño correr por el patio del colegio. Tres muchachos mayores lo vieron y se fueron hacia él, pero Marcus ya había entrado en la escuela cuando los mayores lo alcanzaron.

«Problemas», pensó Krister Eriksson.

Dos niñas pasaron al lado del coche y él bajó la ventanilla.

—¡Hola, perdonad! —gritó—. No tengáis miedo. Me quemé cuando era pequeño. ¿Sabéis quién es Marcus Uusitalo? Va a primero.

Las niñas se mantuvieron alejadas, pero sí, sabían quién era. ¿Por qué?

—Han matado a su abuela —dijo una de ellas.

—Sí, ya lo sé —respondió Krister—. Soy policía. Los perros que van detrás en la jaula son míos. Esta que está a mi lado, Vera, es una simple civil. Escuchad, ¿sabéis si alguien se mete con él en la escuela?

Las niñas dudaron un segundo.

—Síii, Hampus y Willy y algunos que van a tercero A. Pero no digas que te lo hemos dicho nosotras.

—¿Qué le hacen?

—Lo empujan y le dan patadas. Lo insultan. También le quitan el dinero si lleva algo. Una vez lo obligaron a comer arena.

—¿Quién es el jefe?

—Willy.

—¿Cómo se llama de apellido?

—Niemi. ¿Lo vas a meter en la cárcel?

—No.

«Pero me gustaría», pensó Krister mientras se iba.

Hay una tumba familiar en la zona de Katrineholm. Allí están enterrados los padres de Elina y un hermano menor.

Flisan se despide del ataúd en la estación de tren. Es uno de los días más fríos. La nieve cruje y rechina. Por todas partes donde el calor corporal sale de la ropa, se forma hielo; en las cejas, en la bufanda cerca de la boca, en el extremo de las mangas del abrigo.

Cuando los hombres levantan el ataúd y lo meten en el vagón de mercancías, Flisan llora sin consuelo y el aire frío produce dolor si lo inspiras deprisa. Las lágrimas se convierten en hielo en sus mejillas. Johan Albin tiene que sujetarla para que no se caiga al suelo.

No hay mucha gente porque el funeral se celebró a principios de semana, donde el Ejército de Salvación. No cupieron todos. El brutal asesinato de la maestra esparce dolor y abatimiento en Kiruna. Ha salido en los periódicos nacionales.

Cierran la puerta del vagón. Flisan no para de llorar. Los pies le duelen por el frío.

—Venga, mi amor, vamos a casa —dice Johan Albin al final.

Y la obliga a volver. Pero allí está el baúl de Elina, sus libros, su ropa lavada y planchada y tan bien zurcida que parece nueva. El llanto la ataca aún con más fuerza.

Cuando Johan Albin le prepara café, con unos cuantos panecillos secos y una niña de unos doce años llega con Frans de casa del aya, se calma.

Lo toma en sus brazos y él la mira directamente a los ojos y aprieta con su pequeña mano uno de sus dedos.

—Pienso cuidarlo —le dice a Johan—. Elina tiene una hermana, pero ella no puede hacerlo.

Johan Albin escucha mientras moja el pan seco en el café caliente.

—Sólo me tiene a mí en el mundo —continúa—. Si quieres romper nuestro compromiso no te lo reprocho. Tú no has hecho la promesa de cuidar a ningún niño. Ya me las arreglaré, lo sabes.

Le sonríe valiente.

Johan Albin deja su taza de metal y se levanta. Flisan se olvida de respirar. ¿Se va a ir?

No, se sienta a su lado en el sofá de la cocina y la abraza, a ella y al niño.

—No dejaré que te vayas nunca —dice—. Aunque traigas a casa veinte críos. Claro que te las arreglarías, pero yo no puedo vivir sin mi Flisan.

Llora y ríe al mismo tiempo. Johan Albin se seca rápido debajo de los ojos. A él lo regalaron como niño pobre que era. Es mucho lo que recuerda en ese momento.

No oyen los pasos de la escalera y los dos dan un respingo cuando llaman a la puerta.

Es Blenda Mänpää, la criada de la casa del intendente jefe. Está seria y no acepta el café que le ofrecen.

—Tengo que hablar contigo —le dice a Flisan—. De Elina y Fasth.

Hace un día gris. Rebecka se tomaba su tercera taza de café de la mañana mirando triste hacia fuera, a lo que tenía que ser el invierno. Mocoso se puso a ladrar y enseguida se oyeron pasos en la escalera.

Era Alf Björnfot.

Rebecka sintió cómo la furia se apoderaba de ella.

—¿Podemos hablar? —pidió él.

Lo invitó a entrar encogiendo los hombros y se sentaron a la mesa de la cocina. Mocoso saltó y se sentó en las rodillas de Björnfot.

—¿Crees que eres un perro faldero? ¡Cómo pesas! —exclamó Björnfot—. Rebecka, mi mujer dice que no soy bueno pidiendo perdón, pero déjame que lo haga. Estuvo mal que te apartara del caso, pero ya sabes, Von Post va por ahí insatisfecho año tras año y quería hacerse cargo de esta investigación. Lo hice sin pensar. Creía, esperaba, que no te importara.

Para su sorpresa, Rebecka descubrió que la furia desaparecía y se deshacía el nudo del estómago.

—Joder —dijo en un tono de voz que significaba que estaba perdonado—. ¿Quieres café?

—Estamos pendientes de descubrir alguna huella de Jenny Häggroth en la horca —dijo Alf Björnfot después de tomarse el café con unas galletas—. Pero no está claro que podamos condenarla.

—No —respondió Rebecka—. La horca ha podido estar al alcance de cualquiera en su granero. Y es natural que haya huellas de ella, puede haberla usado. Tenemos que conseguir sus huellas en casa de Sol-Britt Uusitalo. Por cierto, Von Post cree que intento sabotear su investigación.

—Sí, ya lo sé —respondió Björnfot—. También he hablado con Pohjanen y sé lo que habéis estado haciendo y que alguien disparó al padre de Sol-Britt Uusitalo. El laboratorio ha comunicado que fue una bala lo que hirió aquel hueso que había en el congelador del forense de Umeå.

—Tuvimos suerte; pero también se veía en la camisa. ¿Te lo contó?

—Sí. El oso no lo atacó, sino que lo dejaron en el bosque y el oso se lo comió. ¿Qué ocurriría?

Rebecka sacudió la cabeza.

—Parece improbable, pero es como si alguien quisiera matar a toda la familia; ¿quién podría odiarlos tanto? Cierto que Sol-Britt no era muy popular, pero no la odiaban, más bien la despreciaban. Ahora finjo que no miro mientras tienes al perro en las rodillas y le das galletas. ¿Verdad, Mocosillo? Puedes irte con el señor Björnfot a su casa y sentarte en su bonito sofá y comer chucherías.

—Una galleta no es casi nada.

—Que sepas que para él diez galletas son casi nada.

—Quizá sea alguien que odia a la familia de Hjalmar Lundbohm —comentó Alf Björnfot intentando beberse el café a pesar de que Mocoso cambiaba de postura en sus rodillas y le daba con sus grandes patas para que lo rascara—. Frans Uusitalo era el hijo de Hjalmar Lundbohm. Ya lo sabías, ¿no?

—Sí. Sivving controla esas cosas. Pero ¿quién odiaría tanto a Lundbohm? Parece improbable.

—No sé, pero siempre hay gente loca. Y Hjalmar Lundbohm no fue un santo, como muchos creen. Por ejemplo, sé que Venetpalo, un dinamitero de la mina, descubrió mineral en Tuolluvaara. Se lo dijo a Hjalmar Lundbohm y a este le faltó tiempo para solicitar los derechos de explotación a su nombre. Después Lundbohm le cedió los derechos a una empresa privada donde también era el director y gerente de la mina. A Venetpalo no le dieron nada. Seguro que te puedes amargar por algo menos importante.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Mi bisabuelo era delegado del Gobierno en Kiruna a principios del 1900. Así que unas cuantas historias han pasado de padres a hijos. Además, recuerdo que hace unos años algún Venetpalo escribió una carta al director del NSD sobre la mina de Tuolluvaara. Una historia un poco injusta, de esas que al final pueden descontrolarse. Por lo menos eso fue lo que pensé entonces.

—Sí —respondió Rebecka—, la amargura puede arrastrarse a lo largo de las generaciones. Puedo hablar con ese pariente. No es ni siquiera un trozo de paja, pero no tengo otra cosa que hacer.

Björnfot la miró desarmado.

—¿Así que no vuelves al trabajo?

—Dentro de seis semanas —dijo—. Con la condición de que para entonces Von Post haya vuelto a Luleå.

En la comisaría de Kiruna entran dos mujeres muy abrigadas. Se sacuden la nieve y se quitan los chales. Son Flisan Andersson, el ama de llaves del gerente, y Blenda Mänpää, la criada del intendente jefe Fasth.

El delegado del Gobierno, Björnfot, está sentado e inclinado sobre su mesa. Escribe los acontecimientos de la semana en un diario. Levantar actas y escribir los interrogatorios no es una de sus ocupaciones favoritas, pero hoy debe hacerlo. Fuera caen los copos de nieve a la luz de las farolas eléctricas.

Es un hombre ancho de hombros y bastante fuerte. Con una barriga respetable y unos puños como palas de pan. «Capacidad diplomática y fuerza física», es lo que la compañía minera, que paga el sueldo de la fuerza policial de la ciudad, busca en los representantes de la ley. Es decir, capacidad para apartar a los alborotadores. Porque de esos hay muchos en la ciudad. Socialistas y comunistas, agitadores y representantes de los sindicatos. Ni siquiera se puede confiar en los religiosos: los laestadianos y los de las iglesias libres siempre a punto del éxtasis y de la locura. Y los hombres jóvenes, peones ferroviarios y mineros, críos, influidos por unos y otros. Lejos de sus padres, se gastan el dinero en alcohol y acaban como acaban.

La única celda está vacía. Cuando hace tanto frío, la gente bebe en casa y no está fuera peleándose. El delegado deseaba con todas sus fuerzas que hubiera alguien en la celda. Habían pasado ocho días desde el asesinato de la maestra, Elina Pettersson, y nadie había visto nada. Nadie sabía nada.

El bedel la encontró por la mañana cuando entró a encender el hogar de la clase y quitar la nieve del jardín. Había empezado a nevar de nuevo por la noche, así que fuera no había huellas.

La nieve que las dos mujeres no han conseguido quitarse se deshace en su ropa y pronto estarán mojadas. Sus mejillas arden. La comisaría está equipada con un gran hogar y el delegado mantiene vivo un buen fuego.

Flisan toma la palabra.

—Es por lo de Elina Pettersson —dice sin rodeos, y le da un empujón a Blenda Mänpää—. Explica lo que me dijiste.

—Trabajo en casa del intendente jefe Fasth —dice Blenda Mänpää—. Es muy pesado con las chicas. Siempre trabajamos de dos en dos cuando él está cerca. Ni siquiera entramos solas a encender el hogar si él está en el salón.

—Vaya —responde el delegado Björnfot sintiendo un desagrado general.

—Pero después del asesinato de la señorita Pettersson, se ha tranquilizado como nunca. No nos toca, ni siquiera una palmada en el culo. Es como si estuviera… harto. Harto y satisfecho. ¿Lo entiende?

—No —responde el delegado Björnfot, aunque una pequeña voz en su interior le dice que lo entiende muy bien—. Esta es una acusación muy seria —advierte después—. Muy seria.

—Sí —replica airada Flisan—. Es muy seria. ¡Explica lo otro!

—Al día siguiente del asesinato una de las criadas jóvenes fue a limpiar las cenizas del hogar del dormitorio del intendente —relata Blenda Mänpää—. Entre las cenizas había un trozo de la manga de una camisa. Dígame si no es raro. ¿Por qué iba alguien a quemar su camisa?

El delegado del Gobierno Björnfot se queda sentado y callado con la mano sobre la boca mientras mira a las dos mujeres. Es un gesto muy extraño en él.

—Y además —continúa Blenda Mänpää—, cuando se cambia de camisa suele dejarla en el suelo. Aquel día se puso una camisa nueva, pero no mandó ninguna a lavar. Así que estaba claro que la camisa del día anterior era la del hogar. ¿Lo entiende?

Björnfot asiente con la cabeza. Lo entiende demasiado bien.

Flisan Andersson lo mira fijamente como si quisiera prenderle fuego al mundo. Blenda Mänpää se muerde los labios y apenas se atreve a mirarlo a la cara. Ha sido necesaria mucha valentía por parte de la chica para ir hasta allí. El intendente jefe Fasth es el hombre más poderoso de Kiruna. Sí, aparte del gerente, por supuesto, pero este casi siempre está de viaje.

La compañía minera es la propietaria de todo. La empresa ha construido la ciudad y la iglesia. La empresa paga a las fuerzas de seguridad, al cura y a los maestros. Y el intendente jefe Fasth es la empresa.

Al final Björnfot se quita la mano de la boca.

—Quiero hablar con ella —dice—. La chica que vio la manga de la camisa en el hogar.