25 DE OCTUBRE

Krister Eriksson se despertó antes de que sonara el despertador. Alargó la mano para coger el ordenador que estaba al lado de la cama. Tanto en la edición digital de Aftonbladet como en la de Dagens Nyheter se decía que la Policía de Kiruna dejaba que un niño traumatizado durmiera en la caseta de un perro.

No mencionaban en absoluto que él había dormido enfrente en una tienda de campaña.

Se levantó y fue directamente a la cocina, abrió el armario que había debajo del fregadero y hurgó buscando la caja de tabaco en el cubo de la basura. La abrió y observó el contenido con desánimo.

Mierda de periodistas malnacidos. ¿Y por qué había puesto agua dentro de la cajita? Vació con cuidado el contenido sobre un papel de cocina y lo puso en el microondas. Al cabo de treinta segundos al máximo, el tabaco prensado se podía utilizar de nuevo, aunque ya no era de la mejor calidad.

—No te chives —le dijo a Vera, que opinaba que era hora de desayunar—. Si no, no la podré besar nunca.

A la hora de comer la técnica forense del Laboratorio Estatal de Criminalística llamó a la Policía de Kiruna y les informó de que había sangre en la horca y era de Sol-Britt Uusitalo.

—Estupendo —exclamó Von Post excitado—. ¿Qué hay de Jocke Häggroth?

La técnica forense explicó que no habían encontrado huellas ni pelo. Quedaba el ADN, pero tardarían un tiempo. La sangre era una prueba más fácil y se había mantenido bien con el frío. Le aseguró que daban prioridad al caso y acabó la conversación.

«Mataré a todos los que se pongan en mi camino», pensó Von Post mientras se tomaba su café frío y salía directo hacia el hospital.

El primero que se puso en el camino del fiscal del distrito fue la doctora residente. El estado del paciente era todavía crítico. Carl von Post fue hacia ella con pasos estudiados y decidió hablar en voz baja. Las ayudantes de enfermería pasaban de largo, unas con zapatillas de la marca Birkenstock y otras con Crocs. Se dio cuenta de que todas eran muy jóvenes.

Un agente uniformado estaba de guardia en la puerta de la habitación de Häggroth siguiendo su conversación con interés.

Von Post aclaró la situación a la doctora. Tenía pruebas técnicas que podían hacer confesar a Häggroth. Después lo intentó por la vía sentimental.

—Hay un niño de siete años que ha perdido a la única persona que le quedaba —dijo.

Explicó que el pequeño Marcus había presenciado el brutal asesinato pero lo había reprimido.

—No quiero que lo presionen para que recuerde lo que no quiere recordar —continuó Von Post con voz temblorosa—. Con todos los respetos, prefiero arriesgar la salud del asesino.

La doctora residente seguía escuchando.

—Y personalmente creo que es una presión mayor para Häggroth no decirle la verdad. Ya sabes que tenía una relación con la víctima. Se sentirá mejor si puede confesar. No soy psicólogo, pero hablo por experiencia.

Después amenazó, esta vez con guantes de seda.

—Es la sensación mediática del momento, lo he visto en los titulares.

Ella asintió.

—Han intentado entrar aquí —dijo la doctora—. Uno me ofreció dinero.

—Dentro de poco sabrán que tenemos al asesino… Y si se enteran de que no lo hemos interrogado…

«Se comerán tu hígado, querida —pensó Von Post—. Y yo seré camarero en el festín».

Von Post juntó las manos en un gesto que señalaba que en ese caso él no podría protegerla.

—Dame un cuarto de hora —pidió—. Puedes estar presente y puedes interrumpir en cualquier momento. Te agradecería que estuvieras presente, me sentiría más seguro.

—De acuerdo —dijo—. Estaré presente. Un cuarto de hora.

Jocke Häggroth estaba solo en una habitación del segundo piso, de manera que podían hablar sin ser molestados.

Von Post puso una silla al lado de la cama y se sentó. Al otro lado de la ventana lucía el sol sobre una Kiruna deslumbrante. Miró a la doctora, que se había situado un poco apartada mirando todo el tiempo los monitores en los que se veían el pulso, la frecuencia cardíaca y la tensión arterial.

Häggroth parecía destrozado, blanco como la muerte, con el pelo ralo pegado al cuero cabelludo por el sudor, y el maravilloso camisón de talla única del hospital. Sobre las piernas tenía una manta de algodón y alrededor de la muñeca una pulsera de hospital que le quedaba grande. En un brazo tenía puesto el gota a gota, cuya bolsa colgaba de un soporte.

Von Post puso en marcha la grabadora y la colocó sobre su rodilla.

—Yo no lo hice —dijo Häggroth desanimado—. Y tengo…

—Sí, sí —lo interrumpió Von Post—. Lo que pasa es que la horca que encontramos en tu granero está llena de sangre de Sol-Britt Uusitalo.

«La verdad es que quisiera preguntarle otras cosas —pensó Von Post—: ¿qué cojones pensaste? ¿Por qué no la tiraste al río? ¿Cómo puedes ser tan tonto?».

No se atrevía a mirar los monitores y esperaba que las curvas se controlaran. Aguardó un momento, pero luego se inclinó hacia la oreja de Häggroth y le dijo en voz baja:

—Encontraremos tus huellas. Tardaremos un poco, pero tendremos huellas, pelo, una gota de sudor, una fibra de tu pantalón. Sólo necesitamos…

Restregó el pulgar contra el índice.

—… átomos. ¿Entiendes lo que digo? ¿No me lo vas a contar? Creo que te sentirías mejor.

—Mientes —susurró Häggroth—. No sabía siquiera que hubiera una horca allí, sería de mi abuelo…

Se mordió el labio. Después volvió la cabeza hacia el otro lado. Cuando su cuerpo empezó a temblar, Von Post se dio cuenta de que estaba llorando.

—Venga —dijo torpemente.

«Que no se ponga a hacer el tonto y la doctora empiece a quejarse».

—Los niños —gimió Häggroth.

—Sí —dijo Von Post—. Lo entiendo.

Dejó de llorar y la doctora, que estaba en la esquina, empezó a carraspear y a moverse.

—Tiene que descansar —dijo.

Von Post maldijo en su interior y apagó la grabadora.

—Fui yo —dijo Häggroth de pronto.

Von Post la puso de nuevo en marcha de inmediato.

—Perdona —dijo—. ¿Qué has dicho?

—Fui yo. Yo la maté.

Después dio un gemido y la doctora se colocó a su lado.

—Es suficiente —dijo—. Tendréis que seguir con el interrogatorio más tarde.

Von Post salió volando de la habitación y del edificio, miró hacia los árboles vestidos de nieve y hacia el cielo azul y frío.

«Rueda de prensa —pensó con júbilo—. Tenemos la confesión. Y fui yo quien se la sacó».

Carl von Post se sentó en el coche y fue por la calle Hjalmar Lundbohmsvägen hacia la comisaría de Policía. Cuando la nieve acababa de caer, la verdad es que Kiruna era muy bonita.

La montaña de la mina había pasado de ser un montón de grava a una montaña escalonada vestida de blanco. Las hileras de casas de madera de color amarillo parecían sacadas de un libro de Astrid Lindgren.

Se miró con rapidez en el espejo antes de salir del coche. En su cabeza ya habían cobrado forma unos cuantos buenos oneliners. La rueda de prensa resultaría brillante.

Martinsson podría volver al trabajo. Bienvenida, bonita. Te puedes dedicar a acusar a borrachos al volante y a los que conducen demasiado deprisa. Me da lo mismo.

Recordó la primera vez que tuvieron algo que ver. Entonces era una maldita niña mona de Meijer & Ditzinger. El abrigo que llevaba costaba lo mismo que el sueldo de él de un mes entero. Ahora las cosas se inclinaban a que acabaría sus días sola, en su casa del pueblo, comida por sus perros.

Cuando entró en la comisaría encontró en el pasillo a Anna-Maria Mella, Sven-Erik Stålnacke, Tommy Rantakyrö y Fred Olsson.

Algo iba mal. Lo vio en sus ojos. Serios y agobiados.

—¿Dónde tienes el móvil? —preguntó Anna-Maria.

—¿Qué? Lo apagué y me he olvidado de volver a conectarlo. Estaba en el hospital y…

—Lo sabemos. Acaban de llamar. Häggroth se ha tirado por la ventana.

El estómago de Von Post se encogió de miedo.

«Ha sobrevivido —pensó—. Sólo era un segundo piso».

Cuando observó a sus compañeros se dio cuenta de que no había sido así.

—¿Cómo ha sucedido? —preguntó.

Todos miraron al suelo y después a él.

—De cabeza —respondió Anna-Maria Mella—. Cayó al asfalto justo delante de urgencias.

Flisan y Elina están tumbadas en el sofá cama de la cocina. Es medianoche, aunque el sol no se pone y fuera está claro, como si fuera mediodía.

Susurran mientras los huéspedes roncan y ventosean en la alcoba. Elina no deja de llorar.

—Tienes que poder hacer algo —le dice a Flisan—. Algo para sacármelo.

El corazón de Flisan se encoge cuando Elina habla así. Su Dios no se preocupa de si ella y Johan Albin se acuestan juntos. Está casi segura. Y Cristo comparte sus opiniones: ser responsable de la casa, no beberse el sueldo, ser justo y tener compasión. Pero también está de acuerdo en que no se le puede quitar la vida a nadie.

—Lo superaremos —le susurra a Elina—. Podemos irnos de Kiruna, tú, yo y Johan Albin. Si quieres, nosotros podemos adoptar al niño. Así podrías seguir trabajando como maestra. Podemos vivir juntos los cuatro. O tú puedes ser su madre y nosotros te ayudamos con él. Hay otros trabajos, ya lo sabes.

Abraza a Elina y le susurra que todo se arreglará, todo se arreglará, se arreglará.

Y Elina no lo hace, no se saca el niño que crece en su vientre. No es capaz. Esconde su estado todo el mes de julio. En vacaciones no le pagan el sueldo.

En agosto se le comunica, como esperaba, que el municipio ha empleado a una nueva maestra que ocupará su puesto.

Acompaña a Flisan, que trabaja como una posesa en verano y otoño. No mucho en la vivienda del gerente, porque Lundbohm está de viaje. Pero los servicios de Flisan son muy demandados. Sabe blanquear sábanas y cortar leña. Flisan es quien le insiste para que la acompañe. Elina puede ayudarla con faenas que no requieran mucho esfuerzo. Además, ¡Elina sabe leer!

Mientras Flisan les hace dobladillos a las toallas o cambia las cortinas de las esposas de los ingenieros, Elina lee en voz alta Oliver Twist, de Dickens, o Emma, de Jane Austen.

Flisan y sus chicas están de acuerdo en que las historias son tan tremendamente interesantes que trabajan todo el día y hasta se olvidan de comer. ¡Y cómo lee Elina! Es como estar en el teatro.

¡Los libros! Alivian el sufrimiento de Elina. Cuando lee no piensa en Hjalmar o en el futuro.

El niño se estira en su interior y presiona la cabeza contra su estómago, tan fuerte que tiene que cogerse las costillas. Y da tales patadas que se ven bultos en su vientre.

Las esposas de los ingenieros y las demás maestras no la saludan cuando se la encuentran por la calle, pero en Kiruna vive sólo gente joven, trabajadores que tienen hijos constantemente. Hay muchas barrigas gordas y no todos están casados. Hay otros a quienes saludar y con quien hablar. Se puede ir a reuniones políticas y a conferencias, e incluso ir al Ejército de Salvación con Flisan a escuchar música de cuerda sin ser señalada con el dedo.

«Todo irá bien», se dice Elina a sí misma y al hijo que lleva dentro.

Flisan mantiene firme su invencible buen humor.

—Puedo trabajar por tres, ya lo sabes —le dice.

Y se ríe, aun cuando Elina se derrumba desanimada y Johan Albin vuelve a casa de la cantera con sangre en los oídos. Se ríe y hace broma echando de la cocina la sombra del intendente jefe.

El 3 de noviembre, Elina Pettersson pare un niño en casa, en la cocina. La comadrona le da una palmada en las nalgas y pronuncia la palabra «magnífico» y «guapo como su madre».

Han decidido que se llamará Frans, y Elina piensa que en el registro de la iglesia deben poner Frans Olof. Hjalmar Lundbohm se llama Olof de segundo nombre y los ángeles saben leer todas las líneas, ven lo que es importante y no se fijan en la odiosa palabra «ilegítimo».