La señorita Elina Petersson está sentada en el despacho de Hjalmar Lundbohm armándose de valor. Él la llama la sala de fumadores y ella siempre se ha sentido a gusto en aquel lugar. Huele a cigarros y cuando hace frío siempre chisporrotea el fuego del hogar.
Una de las chicas acaba de entrar a echar leña y el fuego cruje, crepita y restalla, y pronto arderá con ganas. Las llamas se levantan hacia arriba en la chimenea. La ha construido el escultor y buen amigo de Hjalmar, Christian Eriksson. Las columnas de los lados son de piedra calcárea, una con un osezno que trepa hacia arriba y la otra con una osa que juega con sus crías. En el frontal hay tres planchas de hierro forjado con motivos del interior de una tienda de lapones. En el centro, la plancha representa una pareja sami, y las otras dos, unos niños jugando y un perro pastor de renos.
Elina sabe que cuando el fuego se acaba y sólo se queman los rescoldos con una llama lenta, es como si lo representado en esas planchas cobrara vida. Hjalmar solía sentarse delante de las brasas diciendo que aquellos eran ellos dos, junto a sus hijos, y bromeaba sobre haberse quedado tan delgado. De pronto se quedaba serio y decía que así era como quería vivir, de forma natural y libre. Y ella le hablaba de su amor por la libertad, que precisamente por eso se había hecho maestra, para poder mantenerse a sí misma y no depender de nadie.
Recuerda algo de su primera noche, cuando él le preguntó qué opinaba sobre el matrimonio y ella respondió: ¡jamás!
La libertad es sencilla cuando el amor es fuerte.
Pero ahora aquella libertad no sirve. Lo que quiere es que caiga de rodillas ante ella o simplemente diga: «¿No nos vamos a…?».
Su mirada se pasea por la pared de madera cubierta hasta media altura por un tejido de Jukkasjärvi, los muebles de caoba barnizados de rojo, la mesa con las patas hechas por un ebanista y las sillas con sus altos respaldos. Es una sala bonita. Sus amigos artistas le han ayudado a decorarla. Parece muy sencilla pero ella sabe que no es así.
En el suelo hay una piel de oso polar y una de oso pardo, una al lado de la otra. Hace poco ella estuvo tumbada encima y ahora está sentada con la espalda recta en el banco que hay junto a la pared, como si viniera de alguna asociación para preguntarle respetuosamente al gerente si puede hacer alguna aportación para su actividad.
Ella quiere vivir en aquella casa como su esposa. Quiere acompañarlo en sus viajes. Ella y el niño, porque sabe que será un niño. Quiere ver América y Canadá y, cuando ella no lo acompañe, quiere quedarse en casa a esperarle, a añorarle y sentarse en su escritorio a escribirle largas cartas mientras los niños corretean en la escalera y Flisan canta en la cocina. Eso quiere. Oh, cuánto lo desea.
Pero también es orgullosa. Nunca lo obligaría. ¿Y si él, en lugar de pedirle matrimonio, le pregunta cuánto dinero ha de pagar? ¿Qué hará ella entonces? Cuando la conversación imaginada alcanza ese punto, su cabeza deja de pensar.
Hjalmar Lundbohm entra en el despacho y le pide disculpas por haberla hecho esperar. Después la besa. ¡En la frente!
Se sienta, aunque no a su lado sino en una de las sillas que rodean la mesa de la biblioteca. La mira a los ojos, pero ella interpreta que su mirada rápidamente se fija en el reloj de pared que hay en el rincón.
El corazón de Elina se hunde. Como una piedra en el agua oscura del invierno.
Ella le pregunta si tiene mucho trabajo y él responde que sí, que realmente sí. De lo que ella quiere hablar es como un ser silencioso entre ellos.
Hablan de que la empresa LKAB suministra acero a toda la Europa en guerra. Muchos viajes, muchos negocios. Y no será más fácil con todo lo que se escribe de las peleas y disturbios en Kiruna. Los agitadores todavía están indignados después del referéndum de 1909. La gente de Kiruna quería que la catalogaran como ciudad y así la sociedad podría cobrar impuestos a la compañía minera además de poder construir la infraestructura necesaria. Pero la directiva de la empresa quería que fuera pueblo y así podrían pagar sus impuestos por la producción donde la empresa tenía su sede, es decir, en Estocolmo. En 1909 hubo un referéndum y se votó según la llamada fyrkskala, lo que significa que cuanto más se ganaba, más votos se tenían. El mismo Lundbohm tenía la cantidad máxima de votos, cien, mientras que un trabajador sólo tenía uno.
Hjalmar Lundbohm votó como querían los señores de Estocolmo, y los ingenieros y burgueses de Kiruna votaron como el gerente. Y Kiruna siguió siendo considerada un pueblo.
En ese momento se debate con pasión. Todavía.
—¡Llamarme traidor! —dice enojado a Elina, y esta le asegura que la gente sabe que en el fondo él está de su parte.
Pero hay indignación en el ambiente. Así sucede cuando hay tantos cambios que no funcionan en la sociedad, entonces hay agitación en cada esquina. Las mujeres no tienen derecho a reunión para hablar sobre el suministro de agua, y preguntan en voz muy alta cómo es posible que sólo haya doce fuentes en la población, pero veinticuatro tabernas.
Elina se arma de valor. Tiene miedo de que él en algún momento se dé cuenta. Que de pronto se excuse y le diga que le llaman las obligaciones y pierda la ocasión de hablar.
—Te echo de menos cuanto estás fuera —le dice intentando obligarse a mantener un tono de voz ligero.
—Y yo a ti —responde él.
¡Y le da una palmadita en la mano!
—Pero es que soy una persona poco constante —se disculpa.
Ella asiente porque eso ya lo ha oído antes. Es poco constante. Lo contrario de una persona de verdad. Sí, ella estaba en sus brazos cuando se lo oyó decir la primera vez. Entonces sus palabras la hicieron estallar de alegría. «No puedo —dijo entonces él—, como muchos otros hacen, seguir ciertas costumbres de vida».
Ahora sale la conversación sobre su persona de nuevo. Ella se obliga a asentir y sonreír mientras él da un discurso sobre sí mismo.
A veces trabaja mucho, dice. A veces es vago y trabaja a trompicones. Durante un período observa las exigencias de la cortesía, hace visitas y asiste a convites, responde cartas y las escribe; a veces vive una vida de ermitaño, rechaza invitaciones y descuida la correspondencia hasta el máximo. Es su naturaleza. Nunca será como la gente. Tiene que viajar, sí, pero no sólo por el trabajo, sino porque el nómada que lleva dentro es demasiado fuerte.
Ella se mira los zapatos mientras él habla. No hace mucho que estaba en sus brazos, lo besaba y le decía: «No seas nunca como la gente». La gente, el resto del mundo, era aburrida y gris. Ella y Hjalmar eran dos antorchas ardiendo en la nieve.
Ahora se da cuenta, ella es como la gente. Como las mujeres.
—¿Qué piensas de nosotros, Hjalmar? —pregunta finalmente.
—¿Qué quieres decir?
—¿Has pensado en algo más que…?
Con un pequeño gesto acaba su frase.
Ahora está presionado. Lo nota. Pero ella tiene que saberlo ahora.
—Creía que eras un alma libre que estaba contenta con lo que teníamos —dice él.
Cuando ella no responde, continúa.
—Soy un viejo. No podrás quererme.
Está muy claro quién no quiere a quién.
Ella se arma de valor.
—Ha habido consecuencias —dice.
Él se queda callado bastante rato. Entonces, durante aquel insoportable silencio, debería levantarse e irse. Porque si él todavía la quiere no dudaría, no necesitaría pensar. La estrecharía entre sus brazos.
Él se pasa la mano por la mejilla.
—Tengo que preguntarte algo.
Y ella piensa: no, no. No puede preguntarle eso. Sencillamente, no puede.
—¿Seguro que es mío?
Ella se levanta rígida. No sabe si ponerse furiosa o echarse a llorar. La vergüenza la pellizca con sus dedos de vieja. Es la gente de su pueblo quien la pellizca, le coge de su bonita blusa con sus manos rasposas. Están alrededor del ataúd de su madre y murmuran que la chica ha hecho que su madre trabajara hasta morir para que ella pudiera ir a aquella «escuela». Habla de las chicas que se han vuelto locas de tanto estudiar, que acaban en el hospital.
¿Qué se creía ella? ¿Que podría librarse de ellos? ¡Emancipada! Eso es para las herederas y para las hijas de los terratenientes. Le llegan las palabras de Strindberg. Es Jean que habla en La señorita Julia: «Oh, ese maldito criado que se sienta sobre mi espalda».
En su espalda lleva el hijo de un criado.
Hjalmar Lundbohm ha visto a aquel crío. Y a ella no la quiere. Mira qué preocupado está. Jadea como un animal enjaulado.
—Me voy —dice con toda la frialdad que puede—. Pero hay otra cosa.
Y le explica que al novio de Flisan lo han cambiado de puesto de trabajo. Dice que es injusto, pero no explica que lo ha hecho el intendente jefe Fasth, no se atreve porque la vergüenza es demasiado grande. En ese caso, él preguntaría si Fasth era el padre.
Hjalmar responde que no es asunto suyo inmiscuirse en cómo se reparte y se dirige el trabajo. Sabe que Fasth puede ser duro, pero no injusto.
Ella asiente y se va hacia la puerta. No hay nada más que hablar. Él no intenta convencerla para que se quede. Esa es la última vez que se verán, aunque no lo saben. Elina sale deprisa pero las lágrimas le ganan la carrera.
Hjalmar Lundbohm la ve irse y piensa que si él hubiera sido el único, ella se lo habría dicho.
Elina va hacia su casa y piensa:
«¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?».
«¿Qué voy a hacer?».
Maja Larsson estaba despierta. Rebecka apoyó su bicicleta en el porche a punto de derrumbarse y miró por la ventana. Allí estaba Maja, sentada frente a su compañero junto a la mesa de la cocina.
«Casi podrían ser hermanos», pensó Rebecka cuando los vio de perfil, uno a cada lado de la mesa. Maja con su pelo largo y canoso peinado en mil trenzas. Él también tenía el pelo largo, del mismo color, y de vez en cuando le caía sobre los ojos.
Llamó a la puerta. Al cabo de un momento, Maja gritó que entrara. Estaba sola en la cocina.
—Rebecka —saludó Maja haciendo un gesto para que se sentara con ella—. Y un perro. Qué agradable.
—Perdona —se excusó Rebecka—. No quería asustarlo. ¿Cómo se llama?
—Bah, no te preocupes de Örjan. Es muy huraño. ¿Quieres café? ¿O una cerveza?
Rebecka negó con la cabeza y se sentó.
—Perdona —repitió—. Perdona por haber sido tan ruda cuando viniste y me hablaste de mi madre. Es que… no sé.
—Lo entiendo. Mucho mejor de lo que te imaginas —respondió Maja sacando un cigarrillo.
—¿Cómo está tu madre?
—Mi pobre madre. Pienso que no se puede morir hasta que yo haya aprendido a diferenciar mi voluntad de mi esperanza.
—¿Qué quieres decir?
—Uf, es muy patético. Tengo casi sesenta años, pero aquí dentro… —dijo señalando con fuerza su pecho y mirándola fijamente a los ojos— siempre hay una niña que desea que su madre diga algo antes de que sea demasiado tarde.
—¿Como qué?
—Oh, algo pequeño, simplemente. Perdón, quizá. O que me quiere o que está orgullosa de mí. O algo como: «Entiendo que no fue fácil». Ya sabes. Es tan irónico. Me abandonó y se fue cuando tenía doce años porque conoció a un hombre que dijo: «Nada de niños». Dios mío, las veces que repetí que no causaría problemas. Pero ella…
Maja levantó una mano y la giró en el aire.
—Me fui a vivir con mi tía y su marido. Él era… maniático. Pegaba los adornos en el alféizar y en la mesa de centro para que siempre estuvieran en su sitio. Supongo que llegaron a un acuerdo económico con mi madre para que me cuidaran. Ella ha ido detrás del amor, de hombre en hombre, toda su vida. Y yo… Ahora ya soy vieja, pero volvía locos a los hombres. Y yo nunca me he preocupado de ellos.
Intentaba sonreír pero ya no podía. Solamente le salió una mueca.
—¿Y él?
Rebecka miró hacia el techo.
—Örjan. Vino un día a leer el contador del agua. Y se quedó. Como un perro que te encuentras.
Acarició a Mocoso debajo de la mandíbula.
—Sabe que yo no creo en el amor —continuó—. Pero la compañía es buena. Y él sabe diferenciar entre lo que quiere y lo que espera. Quiere que vivamos juntos y estar siempre unidos, pero tiene suficiente conocimiento como para no esperarlo. Me acepta como soy. Espero no cambiar de opinión. Está satisfecho, es bueno y tranquilo. Son unos atributos muy poco valorados en un hombre.
Rebecka se echó a reír.
—¿Qué? —preguntó Maja encendiendo otro cigarrillo con la colilla del anterior.
—Mi novio, bueno, no sé cómo llamarlo —respondió Rebecka—. Satisfecho, bueno y tranquilo es lo último de la lista de sus atributos.
Maja se encogió de hombros.
—Lo que es importante para mí no tiene por qué serlo para ti.
Rebecka pensó en Måns. En su inquietud cuando iba a Kiruna. Su insatisfacción. Siempre hacía «un jodido frío», o «los jodidos mosquitos». Los inviernos eran demasiado oscuros, y los veranos, demasiado claros y no podía dormir. Los perros llevaban mucho barro o eran demasiado movidos. Todo estaba demasiado vacío, demasiado en silencio. La gente era tonta y el agua del río estaba demasiado fría.
Ella sentía que siempre tenían que hacer algo cuando llegaba. Nunca podían estar tranquilos, simplemente estar.
—Debería dejar de esperar que cambie —dijo Rebecka.
—Hay que dejar que la esperanza desaparezca —admitió Maja Larsson—. Como ya he dicho: la voluntad es otra cosa. Como con mi madre. Yo quiero que haga eso, que me coja la mano y me diga que me quiere. Pero tengo que dejar de esperarlo porque no ocurrirá nunca. Y cuando deje de esperarlo, creo que seré libre.
—¿Cuánto tiempo le queda? Ni siquiera sé lo que le pasa.
—Se puede ir en cualquier momento. Tiene cáncer de hígado, pero ahora además tiene metástasis por todas partes. La alimentan con el gota a gota, pero ya casi no orina, de modo que los riñones no le funcionan. Y entonces… Necesito una cerveza. ¿Seguro que tú no quieres?
Rebecka dijo que no y Maja Larsson sacó una lata de la nevera, la abrió y dio un buen trago.
Se hizo el silencio.
—Mi madre también se fue a vivir con otro hombre —dijo Rebecka. En ese momento se dio cuenta de lo duro que parecía—: Y yo no quise acompañarla. A veces me enviaba postales. «Aquí florecen los manzanos». Y a otra cosa. «Tu hermano pequeño es lo más bonito que se pueda uno imaginar». Ni una palabra de que me echara de menos ni me preguntaba cómo estaba. Es verdad. La esperanza era lo que más me consumía.
—Es lo más difícil —dijo Maja Larsson observando su propia imagen en el oscuro cristal de la ventana—. Aceptar la realidad. Cómo son los demás, cómo es uno mismo por dentro. Una está triste, indignada, tiene miedo, está alegre y, a veces, si hay suerte, se siente ligera.
—Sí —respondió Rebecka—. Debería irme a casa para que tu pobre compañero se atreva a bajar.
Maja Larsson no dijo nada. Sonrió un poco cansada fumando el cigarrillo. Rebecka sentía que le costaba abandonar la tranquilidad que se había instalado en la cocina. Se quedaron un rato más allí sentadas.
Mujeres muertas, madres, abuelas, todas tomaron asiento en las sillas vacías alrededor de la mesa.