Carl von Post se ha vuelto loco.

—¡Me voy a volver loco! —le grita a Sonja, de la centralita.

Cuando presionó un poco a Sonja, consiguió saber que Rebecka, además de haber ido a buscar la camisa que llevaba el padre de Sol-Britt Uusitalo, le había pedido que le buscara el expediente del atropello con fuga en el que perdió la vida el hijo de Sol-Britt.

—¡Me cago en la puta! —gritó corriendo hacia Alf Björnfot, que estaba en el despacho de Rebecka redactando sentencias sin parar tras los informes del día—. ¡Ella! —dijo con una voz que le temblaba por la emoción—. ¡Ella, Rebecka Martinsson! Se está involucrando en el caso.

Alf Björnfot se bajó las gafas por el tabique nasal y miró a Von Post. Después se las volvió a subir a la frente y corrigió su escrito mientras Von Post hacía una exposición rica en palabras y en voz bastante alta.

—Esto es un caso para la sección de personal de la Fiscalía General —finalizó Von Post—. ¡Tiene que ser trasladada!

—Si te he entendido bien —dijo Alf Björnfot—, no es en tu investigación en la que se ha involucrado. Está revisando dos accidentes. Si resulta que son parientes de la víctima…

—No estoy de acuerdo —jadeó Von Post—. No puedes apoyarla y lo sabes. El fiscal general…

Alf Björnfot levantó las manos en un gesto de «me rindo».

—Hablaré con ella.

Von Post no pudo ni responder. Estaba tan furioso que se le había quedado la cabeza vacía.

Aunque una cosa era cierta. Él también hablaría con Rebecka. Tenía unas cuantas cosas que decirle.

Rebecka Martinsson y Lars Pohjanen se habían puesto unos guantes de látex y habían montado el rompecabezas de la camisa rota a jirones. Estaba casi entera, sólo faltaba media manga y un trozo de la espalda.

—¡Vaya garras! —dijo Pohjanen con admiración en la voz mirando los bordes del tejido—. Es como si la hubieran cortado con unas tijeras afiladas.

Levantó la parte delantera y la mantuvo frente a la lámpara. Tenía manchas de color marrón, de tierra y de sangre, pero en el centro había un agujero.

—¿Qué te parece esto? —preguntó.

Rebecka Martinsson observó el orificio.

—No sé —dijo mientras su corazón latía un poco más deprisa—. ¿Qué crees tú?

—¿Yo? —respondió Pohjanen despacio—. Creo que es el agujero de una bala. Es lo que yo creo. Y también creo que vamos a enviarlo al laboratorio y pedirles que miren si encuentran restos de pólvora y metal.

—El oso no lo mató —dijo Rebecka—. Se lo comió, pero no lo mató.

Pohjanen le echó una mirada que ella no supo interpretar del todo.

—Tú y tus sueños —dijo finalmente.

Después sacudió la cabeza.

—Estoy…

—… borracho como una cuba —añadió Rebecka—. ¿Qué me dices, nos vamos a la sauna?

El abuelo de Rebecka y sus hermanos construyeron la sauna de madera junto a la playa del río. Estaba pintada del rojo de las minas de cobre de Falun. En la parte de fuera tenía como un pequeño porche con bancos en los que cabían dos personas en cada lado. En la entrada, donde se cambiaban, un hogar. Le seguía un lavadero, con cubos, cazos y palanganas. Y al fondo, lo más sagrado, la sauna, de leña, claro está, con ventanas que daban al río.

Tanto Pohjanen como Rebecka Martinsson habían crecido en una zona donde desde tiempos prehistóricos hombres y mujeres se sentaban juntos en la sauna sin pudor ninguno. El cuerpo, con toda su fragilidad, marcado por la edad y los partos, no necesitaba avergonzarse en la sauna. Las redondeces de los jóvenes en su sitio o las pieles como flores ajadas no temían miradas equivocadas en la sauna.

Rebecka metía agua y hacía fuego mientras Pohjanen maldecía de satisfacción, bebía cerveza y calentaba su achacosa figura delante de las brasas del hogar.

Después entraron. Rebecka aguantaba mejor el calor y se sentó arriba del todo. La sal del sudor les caía sobre los ojos, el agua crepitaba cuando salpicaba las piedras y entonces el vapor llegaba hasta el techo.

Hablaron de todo lo que la gente habla en una sauna. Que deberían haber cogido alguna rama de abedul para fustigarse pero era difícil en aquella época del año, porque debía tener hojas. Que era la única manera de quedar bien limpio, vaya porquería meterse en la bañera y lavarse con la propia suciedad. Hablaron de las saunas de humo y de los viejos parientes que de verdad aguantaban el calor en una sauna auténtica, de las experiencias de la niñez en la sauna y de qué invento del demonio era eso del generador eléctrico.

Se rascaron con las uñas y observaron los restos de piel grisácea que les quedaba debajo. Hundieron la cabeza suspirando de satisfacción y dolor cuando Rebecka echó agua sobre las piedras y el primer vapor encontró sus pieles. Rebecka sopló su mano y se extrañó como siempre de notar lo caliente que se ponía el lugar donde se soplaba.

Dos veces salió Rebecka a la oscuridad y a la tormenta de nieve a bañarse en la fría agua del río. Pohjanen no quiso hacerlo pero se mostró dispuesto a bañarse en el hielo abierto si lo invitaba a un baño para Navidad. Mocoso, que había estado tumbado delante del hogar en la entrada de la sauna, se desperezaba, salía con ella, le ladraba inquieto y perseguía frustrado los copos de nieve hasta que al final se metía en el agua detrás de ella.

—¿Qué les pasa a los perros? —dijo riendo Pohjanen cuando Rebecka, seguida de Mocoso, entró de nuevo al calor de la sauna—. ¿Por qué siempre se tienen que sacudir el agua cerca de las personas?

Cuando creyeron que ya habían estado suficiente tiempo en la sauna salieron y corrieron todo lo deprisa que pudieron hacia la casa.

Rebecka observó la delgada espalda del hombre.

«Espero que vengas a bañarte antes de Navidad —pensó—. Por favor, sigue vivo hasta entonces».

En el mismo momento en que Pohjanen ponía la mano sobre la manilla de la puerta, entró Carl von Post en el jardín. En camisa. Señaló a Rebecka con el dedo y gritó:

—¡Joder, Martinsson, joder!

Rebecka no dijo ni una palabra. Bajó las manos y dejó los brazos caídos al lado del cuerpo. La nieve se posaba como musgo pegajoso sobre su pelo mojado. Pohjanen estaba en el porche, pero el balcón no ofrecía mucho cobijo.

—¿Es que crees que no sé lo que estás haciendo? —vociferaba Von Post—. Sabes que hemos cogido al asesino, pero si no tenemos pruebas sólo será un caso basado en indicios. Y ahora me boicoteas intentando encontrar motivos alternativos…

—No he encontrado ninguno…

—¡Cierra el pico! Si existe la más mínima sospecha de que alguien pretende asesinar a toda su familia, al hijo y al anciano padre, en ese caso no podremos condenar a Jocke Häggroth y tú lo sabes. Intentas encontrar motivos alternativos, sospechosos alternativos, sólo para que yo no lo consiga. Estás dispuesta a dejar libre a un asesino con tal de fastidiarme. Es tan rastrero que… tan enfermizo. Joder, estás enferma —dijo levantando de nuevo el índice.

Pohjanen dio un vacilante paso hacia delante.

—Tranquilízate, muchacho. Entra a tomar una copa y te diremos lo que hemos encontrado. No es ningún secreto.

Tanto Rebecka como Von Post miraron a Pohjanen como si hubiera propuesto arreglar un matrimonio, o que cantaran juntos We Shall Overcome.

—¡Estás loca! —escupió Von Post como respuesta—. Crees que puedes machacarme, Martinsson, pero no eres consciente de la situación en la que te encuentras. Conozco a la jefe de personal de la Fiscalía General y le voy a decir que eres un riesgo para la seguridad de la investigación. Un peligro para ti misma. Todo el mundo sabe que acabaste en el psiquiátrico. Y ahora, en este momento tan delicado, estás a punto de romperte. Tengo miedo de que abuses de los medicamentos que tenemos a nuestra disposición. Así que la sección de personal hará que los de Previa te investiguen, la empresa que lleva el tema del bienestar de los empleados. Y es un tema humillante en extremo. Algo parecido a la Inquisición. Después te darán un puesto donde no puedas hacer daño, algún cargo en la unidad judicial de la Policía. Apelaciones de multas de tráfico y concesiones de permiso de armas.

Se quedó callado. Respiraba con fuerza. Jadeaba como si hubiera subido una cuesta corriendo.

Mocoso movía la cola delante de él y le dejó una piña a los pies. Era su misión en la manada, cuando había riña en el aire: distraer, hurgar hasta conseguir una piña y proponer un juego divertido. El payaso inofensivo de bajo rango de la clase.

Von Post miraba con odio la piña. Después levantó la mano como para apartar a Mocoso. El perro cogió la piña y se la acercó un poco más. Miró hacia arriba y estiró las orejas como para decir: «¿No es irresistible?». Pohjanen dejó salir un ruido afónico. Sólo los que lo conocían sabían que se trataba de una corta risa.

—¡Joder, estáis locos! ¡Estáis todos locos!

Volvió al coche sin quitarse la nieve de los zapatos y se fue.

—Vaya tipo —dijo riendo Pohjanen cuando el fiscal había desaparecido de su vista.

Abrió la mano y dejó que Mocoso le diera la piña. Luego la tiró unos metros más allá.

—Un buen ejemplar de psicópata. Pobres de nosotros cuando un tipo como ese debe dirigir la lucha contra la delincuencia.

Rebecka miró a Mocoso, que salía en busca de la piña.

Pensaba en Carl von Post. Había mirado fijamente al perro y parecía como si quisiera matarlo allí mismo.

—El perro —le dijo a Pohjanen cuando llegaron a la cocina y encendieron el hogar—. El perro de Sol-Britt Uusitalo. Cuando leí el interrogatorio que Anna-Maria le hizo a Marcus, él no dijo ni una palabra de la noche del asesinato. Era como si no entendiera de lo que le hablaba. Pero dijo que su perro había desaparecido.

—¡Vaya!

Rebecka sacó con esfuerzo el teléfono y llamó a Sivving. Contestó tan deprisa que parecía haber estado esperando a que sonara. Ella sintió remordimientos de conciencia. Debería haberlo invitado también a la sauna.

—Oye —dijo—. Sol-Britt Uusitalo tenía un perro. ¿Sabes cuándo desapareció?

—Sí. Puso carteles. ¿Cuánto tiempo debe de hacer? Ni siquiera un mes. Te lo dije. Ata a Vera. Hay gente para todo. Algunos atropellan a los perros a propósito si se les presenta la oportunidad.

—Gracias —le interrumpió Rebecka—. Te llamo luego.

—¿Has bebido? Pareces contenta.

—Qué va —respondió Rebecka colgando antes de que Sivving continuara.

—Desaparecido desde hace un mes —le dijo a Pohjanen—. Si me propongo entrar en casa de alguien y matarlo, haría lo posible para que no hubiera perros allí.

Pohjanen asintió.

—Está claro —respondió—. Esas organizaciones que roban en todas las casas de una calle por la noche, entran cuando la gente está durmiendo. Y siempre se saltan las casas que tienen perro.

—Si realmente fue Jocke Häggroth quien lo hizo —dijo Rebecka—, si hubiera sido él, no fue una idea repentina.

Al día siguiente de lo ocurrido con el intendente jefe Fasth, Elina llega a casa hacia las tres. Flisan y Johan Albin están sentados a la mesa. Los huéspedes todavía están en el trabajo. Johan Albin está cabizbajo y Flisan lo coge de las manos. Flisan mira a Elina seria. Johan Albin tiene los ojos fijos en la mesa.

—¿Qué pasa? —pregunta Elina—. ¿Qué ha ocurrido?

Johan Albin sacude la cabeza, pero Flisan se lo explica.

—Es Fasth —aclara—. Ha despedido a Johan.

—No me ha despedido —replica este.

—No, no se atreve, por el sindicato. Hay mucho descontento en estos momentos y Johan Albin es popular. Pero Fasth lo va a trasladar. Era cargador y ganaba seis coronas por hora. Fasth ahora lo ha puesto de picapedrero. ¡Tres coronas por hora! Con eso no se puede vivir, y nosotros que estamos ahorrando para el futuro…

—Vaya trabajo —dijo Johan—. No pagan nada por hacerlo. Y a Heikki lo han puesto a vaciar las letrinas de los barracones donde hacemos las pausas.

Elina ni siquiera entra en la cocina. Sigue de pie en el recibidor.

Picando piedras. Máquinas del infierno que aplastan el mineral y lo convierten en piedras pequeñas. En la mina no hay trabajo peor. Los hombres se quedan sordos por el ruido de la gigantesca broca que rompe las piedras y las vomita en el vagón de mineral que está debajo. Los pulmones se vuelven negros con el polvo. Además, es peligroso. Los picapedreros van con las barras de hierro a separar las piedras de los bloques que se encallan en la broca. Las barras pueden también encallarse y expulsar al trabajador con las piedras rotas o romperlo a trozos. Puede ocurrir en menos de un segundo.

—Lo siento —se excusa—. Es por mi culpa.

Johan Albin vuelve a sacudir la cabeza, pero ni él ni Flisan le llevan la contraria.

La cara de Flisan, que siempre está alegre, está ahora llena de inquietud. Mira a Elina con una mirada firme.

—Tienes que hablar con el gerente.

Elina palidece.

Flisan se levanta y llega hasta ella. Le arregla el pañuelo que Elina lleva alrededor del cuello y le acaricia la mejilla.

—Tienes que hablar con él… de todas formas. ¿No? —le dice en voz baja mientras le mira el pecho y el vientre.

Elina asiente sin palabras. Claro. Dos mujeres que duermen en el mismo sofá cama, ¿qué se pueden esconder la una a la otra?

—No hay nada que pensar o de qué preocuparse —continúa Flisan—: está en casa. Adelante.

«¿Qué voy a hacer?», piensa Rebecka Martinsson.

Pohjanen y Mocoso se habían quedado dormidos en el sofá, dentro de la alcoba. El fuego se iba apagando y las brasas de los últimos trozos de leña iluminaban de rojo la oscuridad.

Von Post había conseguido asustarla. En serio. Rebecka no soportaba la idea de que Previa la investigara. Una mediocre chiflada. «¿Cómo estás en realidad, Rebecka?». Y algún pobre diablo del sindicato de su lado. Nunca. En ese caso dimitiría mañana mismo.

¿Y qué haría? Todos creían que el trabajo en el bufete de Estocolmo siempre iba a ser una alternativa. Måns también lo creía.

«Pero entonces, me muero», se dijo.

Sólo pensar en el bufete la aterraba. La tensión entre los abogados en prácticas, la presión de los socios, de los que tenían niños y no conseguían llegar a todo. Todos se sentían mal. Pero sólo importaban las apariencias y el dinero.

«Quiero seguir aquí», pensó con firmeza.

Le invadieron las ansias de hablar con alguien. Se sorprendió a sí misma. ¿Con quién podía hablar de aquello? Todavía tenía una amiga en el bufete, Maria Taube. Pero no, Maria pronto sería socia. Estaba adaptándose. Era una de ellos. No entendía qué hacía Rebecka en la fiscalía de la tierra de los lapones.

Rebecka se puso la chaqueta y bajó la escalera. Mocoso se despertó e insistió en acompañarla.

Después se fue en bicicleta a casa de Maja Larsson. Ya no nevaba, pero había una buena capa sobre la que era difícil pedalear; a veces las ruedas resbalaban, pero no tuvo problemas.

Mocoso iba de un lado para otro, alegre como un tonto con toda aquella nieve.