Flisan y Elina han ido al bosque a buscar leña. Tienen que aprovechar ahora antes de que haga calor y la nieve del camino se ablande y sea imposible pasar por encima.

Llevan puesta la ropa más sencilla que tienen. Uno de sus huéspedes le ha dejado a Elina una chaqueta vieja de piel que le llega hasta las rodillas, y lleva un pañuelo en la cabeza atado en la barbilla como una vieja. Flisan lleva puesta una chaqueta de punto que prácticamente se cae a pedazos.

Han serrado leña y van llenas de serrín y restos de madera. La parte inferior de sus faldas está rígida y pesada por la nieve.

Juntas tiran del trineo cargado de leña.

Elina mira la elegante compañía y quiere que se la trague la tierra.

Flisan hace una reverencia.

—Buenos días, señorita Flisan —grita el arquitecto Boberg, que tiene una increíble memoria para los nombres y las caras—. ¿Vas a prepararnos tu fantástico solomillo de reno ahumado esta noche?

—Vaya, lo recuerda —responde Flisan con una sonrisa.

No se siente avergonzada en absoluto por el aspecto que tienen ella y Elina. Sólo la maestra querría morirse allí mismo.

Y Hjalmar Lundbohm ni siquiera mira a Elina.

Flisan responde que aquella noche tendrán que arreglárselas sin sus dotes culinarias.

—Es que libro y el gerente ha encargado comida y personal del restaurante Östermalmkällaren de Estocolmo. De manera que tendrán ustedes una cena de lo más elegante.

—Pues parece que trabajas mucho cuando tienes fiesta —comenta Boberg.

Flisan explica que han ido a buscar leña, no sólo para ellas. Ya que tenían que ir, han cogido también un poco para los vecinos y así se ganan siete coronas.

Las mejillas de Elina sacan humo.

—Estoy destrozado —bromea Boberg—. ¿Es que no vamos a poder disfrutar de tu encantadora presencia esta tarde? ¿Tengo que cenar comida de Estocolmo cuando he venido hasta aquí? Si te lo pido de buenas maneras, ¿vendrás a hacernos pastel de calostros con bayas de postre?

—Lo siento con todo el dolor de mi corazón, pero esta noche voy al baile con mi novio.

Todos se echan a reír menos Elina y Hjalmar Lundbohm, aunque nadie lo nota.

—Pues adiós, chicas —dice Anders Zorn, a quien se le ha metido nieve en el cuello y está deseando tomarse el prometido ponche.

El grupo sigue su camino, Karin Larsson y Emma Zorn se despiden con un gesto de la mano hacia Elina y Flisan, que devuelven el saludo como si fueran niñas pequeñas. Elina cree haber entendido que Karin Larsson dice «qué monada» y alguno de los hombres hace un comentario que ella no llega a oír aunque todos se echan a reír.

Elina siente vergüenza y cólera, y no lo oculta mientras mete la última leña en casa. También está furiosa con Flisan, aunque no puede explicar por qué.

Cuando su amiga le pregunta qué le pasa, responde:

—Por lo menos podía haberme presentado.

—¿Como qué? —responde Flisan.

Flisan no juzga y no dice nada, pero considera que Elina es una ingenua. Iniciar una relación con un pájaro de altos vuelos. Ella siempre se ha defendido de los hombres que tienen demasiado o demasiado poco dinero. Al final ha elegido a un trabajador de la misma clase social que ella. Uno que se cuida y no bebe. Con quien tener un futuro en común. El gerente no es malo, pero como empresario. Aquello traerá lágrimas, bien lo sabe ella.

Se quedan en silencio el resto del camino. Por la noche, Flisan sale a bailar con su Johan Albin, pero no consigue pasárselo bien.

Los invitados del gerente se van, pero él no se pone en contacto con Elina.

Flisan intenta llevarla a la iglesia baptista y a una conferencia sobre frenología que Borg Mesch da en la Casa del Pueblo, pero a Elina no le apetece.

—No puedes limitarte a leer —le dice Flisan con sincera intranquilidad.

Al cabo de cuatro días llega un recadero con una nota del gerente. No dice nada de verla sino que le escribe para decirle que tiene que salir de viaje urgentemente. Dice que la añora, pero eso no es un consuelo. No utiliza ninguna de las antiguas palabras de amor: «gazapo», «duende», «mi zorrilla». No, sólo «te añoro». Pero si la añorara se hubieran visto. Aquella verdad es afilada como un cuchillo.

¿De qué sirve que Kiruna esté llena de hombres jóvenes? Está enamorada. Es otra Elina quien va a la escuela cada día, otra la que sonríe y habla y se comporta como solía hacerlo antes.

La auténtica Elina lee Jane Eyre y Cumbres borrascosas y llora en cuanto se queda sola.

Él vuelve en mayo. De nuevo recibe una nota. Lo mismo de siempre. Quiere verla. Mil veces ha querido negarse pero el corazón la traiciona. De alguna manera cambia el argumento. Hace que lo correcto sea encontrarse con él. Se lava el pelo. Se pone talco. Plancha la blusa bonita.

De inmediato está en sus brazos y no existe ni el ayer ni el mañana. No tiene fuerzas para preocuparse, sólo quiere sentirlo junto a su piel. Él parece tener la misma hambre que ella. Es como al principio.

—¿Estás enfadada conmigo? —le pregunta cuando la tiene entre sus brazos.

Ha encendido un puro que comparte con ella y le da una calada.

—No —responde—. ¿Por qué iba a estarlo?

—Debería haberte presentado a mis amigos —dijo—. Estaba tan sorprendido. No me esperaba encontrarnos así en la calle.

Ella está a punto de decir «incluso deberías haberme invitado» y «qué soy para ti en realidad», pero se calla, no quiere peleas. Sólo quiere dormir en sus brazos.

A medianoche se despierta con un apetito feroz. Va a la cocina y entra en la despensa. Se come dos huevos cocidos fríos, un plato de leche ácida, dos bocadillos, trucha ahumada del día anterior y unas albóndigas que hay en un plato.

Después descuelga la sartén de hierro de un gancho que hay en el techo y se sienta en un taburete a chuparla. El hierro negro, brillante y engrasado.

Eran casi las tres de la tarde. Empezaba a anochecer y nevaba sin parar. No hacía día de excursiones pero Rebecka Martinsson y el forense Lars Pohjanen querían ir a toda costa hasta Lainio a buscar la camisa.

Él se ofreció para conducir. No lo había hecho desde hacía un año y le hacía ilusión. Rebecka le dijo con firmeza que no podía ni levantarse de la silla sin ayuda, de modo que la conducción quedaba descartada.

Finalmente se pusieron de acuerdo en tomar un taxi. Les iba a salir caro, pero si lo pensaban bien… Sí, no había nada que pensar, llamaron y lo pidieron. Pohjanen prometió pagar el viaje de su bolsillo si Rebecka lo invitaba a cenar cuando volvieran.

Llegó el taxi y el viaje duró algo más de una hora.

Aunque los llevó casi hasta la misma puerta, acabaron completamente mojados en el corto trayecto al aire libre. La nieve se pegaba en el pelo y se metía por el cuello, se fijaba en las pestañas y entraba en los ojos. El hombre que abrió se encontró ante dos muñecos de nieve. No aceptaron el café, y el recogedor de bayas se fue a buscar inmediatamente la camisa en su bolsa de plástico. Les dio otra bolsa extra por si empezaba a oler en el coche. Le agradecieron la ayuda y volvieron corriendo al taxi.

—Tiene que ser algo importante de verdad —comentó el taxista observando con sospecha por el espejo retrovisor la bolsa de plástico atada. Un viaje largo de ida y vuelta y con aquel tiempo.

Pero Rebecka y Pohjanen ya se habían quedado dormidos en el asiento de atrás. No se despertaron hasta que llegaron a Kurravaara.

Pohjanen le entregó al taxista la tarjeta de crédito.

Los dos tenían un hambre feroz. Mocoso se puso contento al verlos y luego se apostó delante del hogar.

Rebecka frio palt, un plato hecho con sangre de cerdo, que comieron con mantequilla ligera y confitura de arándano rojo. Bebieron leche para acompañar.

Después extendieron unos periódicos sobre la mesa, sacaron las botellas de plástico de nuevo y se concentraron en recomponer la camisa rota del fallecido Frans Uusitalo.

En Lainio, el recogedor de bayas empezó a tener remordimientos. Durante meses había guardado la camisa en el garaje. A los policías que quisieron escucharle, les dijo que la había encontrado. Y ahora, ¿qué es lo que había hecho? Había entregado la camisa ensangrentada y rota a una mujer y a un hombre que habían aterrizado en taxi en su jardín. Lo cierto es que la mujer olía de maravilla, eso era verdad, pero se tambaleaba sobre sus botas de tacón, y el viejo medio muerto que la acompañaba… ¿Cómo podía estar seguro de que eran una fiscal y un forense? No le enseñaron carné alguno que los identificara.

¿Y si con la borrachera perdían la camisa? En ese caso, allí estaba él con el culo al aire. ¿En qué cojones estaba pensando?

Tardó un par de horas pero al final se levantó del sofá que estaba delante del televisor y llamó a la Policía de Kiruna.

Una mujer respondió en un cantarín sueco finlandés.

Quería que le dieran un recibo, por la camisa. Era lo mínimo que se podía pedir.

Sonja, de la centralita, pasó la llamada al fiscal del distrito, Carl von Post.

Finales de mayo de 1915. La señorita Elina Pettersson va a casa desde el pabellón de música donde han pasado la película no apta para menores de Isaac Grünewald sobre el onestep.

Los críticos consideran que el baile es horrible, que esa forma moderna de bailar es para hacer de la danza algo diferente a una expresión de alegría sana y natural. Todo aquel que sienta responsabilidad sobre los jóvenes, y exija cultura y refinamiento también en las diversiones, debe apartar ese «juego de apareamiento» de los círculos familiares.

Isaac Grünewald, que en su respuesta cinematográfica baila con su mujer, lo defiende a capa y espada. Es el baile de la juventud, dice. Igual que el tango. Y tiene claro que todo lo nuevo es inmoral y antiestético, no faltaría más, pero se pregunta: ¿no es tremendamente inmoral el arte moderno?

Elina camina simulando los pasos del baile. Es tiempo de deshielo y el suelo no puede absorber toda el agua, con lo que la calle se convierte en un río de barro.

Las noches son frías todavía, así que por las mañanas se anda mejor, con el hielo crujiendo bajo los pasos sobre el barro helado. Sin embargo, durante el día, el sol quema como una llama. Pone los zapatos en la cocina con paja y papel de periódico dentro para que se sequen, aunque por la mañana aún están húmedos y los bajos de la falda, embarrados. Los huéspedes huelen a establo y entran sucios, por lo que Flisan está que se tira de los pelos.

No suele volver a casa sola, pero nadie iba en la misma dirección. Pensó que aún había luz y el camino era corto. Sentía que era una tontería pedir que alguien la acompañara y no le había explicado a nadie más que a Flisan las insinuaciones del intendente jefe. La gente hablaría y eso, al final, se volvería en su contra. Siempre es así. En especial con un hombre como aquel.

Cuando pasa el cementerio oye unos pasos que se acercan veloces por detrás.

Cuando se vuelve, tiene ya encima al intendente Fasth. El miedo le recorre la espalda.

No se ve a nadie. Sólo él y ella. Acelera el paso. Camina por encima de los charcos sin preocuparse de la falda ni de las botas.

—Señoriiiiita Pettersson —dice—. ¿Por qué tanta prisa?

Le pasa la mano por la cintura y le dice que sea amable, que él es quien le paga el sueldo, ya lo sabe.

Ella intenta responder que es la empresa la que lo hace y el señor Lundbohm.

De ninguna manera Lundbohm se preocupa de esas cosas, le explica. En especial ahora. Precisamente hoy habló por teléfono con el gerente y parecía divertirse con una chica nueva en Estocolmo. ¿No pensaría que ella era algo especial para él? No. Además, ¿no es de esas emancipadas? Si le pica algo, él la ayudará.

La coge de la muñeca para que se pare y la obliga a ponerle la mano en el bulto de los pantalones. Su cara está roja como un trozo de carne.

—Siente —jadea—. Esto te va a…

En ese momento alguien grita:

—¿Qué pasa ahí?

Gracias, Dios mío, por allí aparece el novio de Flisan, Johan Albin, junto a un compañero. Aceleran el paso hacia Elina, que está en una postura de trampa para osos. Fasth aún no la ha soltado de la muñeca y su puño parece de acero.

—¿Qué pasa? —pregunta Johan Albin cuando llegan hasta Fasth y Elina.

Elina no puede pronunciar ni una palabra, pero sí Fasth.

—Idos de aquí, chicos —dice sin soltar a Elina con la mirada—. La señorita y yo estamos hablando tranquilamente. Fuera —añade cuando ve que los chicos siguen allí.

Los dos hombres dan un paso hacia delante.

—El que se va a ir eres tú —replica el novio de Flisan—. Sólo te lo digo una vez, después hablarán los puños.

—Toda vuestra —contesta—. Le pica el coño, me lo ha asegurado.

Después se va de allí tan tranquilo, sin prisa.

Los dos hombres y Elina se quedan callados. Cuando el intendente jefe ya está fuera de su vista, Johan Albin dice:

—No llores, Elina. Te acompañaremos a casa.

—Gracias —gime ella.

—No me des las gracias. A mí no me caen bien los jefes.

Mientras caminan, Johan les explica su historia al compañero y a Elina. Esta ya se la había oído a su amiga, pero no dice nada, no quiere que él piense que Flisan ha traicionado su confianza. Los hombres no entienden que las mujeres se cuentan las cosas. De sí mismas y de la gente a quien aman.

Les habla de sus padres, que eran campesinos pobres en las afueras de Överkalix.

—Mi padre sabía de animales y de plantas para curarlos. Y a las personas también, aunque de eso no se hablaba. Paraba la sangre y cosas así. También era bueno con los partos difíciles. Podía ayudar a parir terneros, potros y niños. ¡Eh, cuidado! Vamos, Heikki, la levantamos en volandas. ¿Cuándo van a hacer acequias de verdad por aquí? Bueno, a veces no los sacaba enteros, como cuando los terneros eran demasiados grandes o estaban muy mal colocados. Eso es un trabajo del infierno, romper el ternero dentro de la vaca sin dañarla y sacarlo. Aunque hay que hacerlo. Si una familia perdía la vaca, se hundía. Sólo entonces bebía, después de aquello…

Sacudió la cabeza.

—Solían pagarle el trabajo con aguardiente. Entonces se buscaba un pajar y bebía hasta que se desmayaba y sólo volvía a casa cuando estaba otra vez sobrio.

Heikki se esfuerza en no decir voi helvetti.

—Pero qué tiene eso que ver con los jefes… —dice Elina que, aunque ya lo sabe, quiere animarle a seguir con la historia.

—Tenían un capataz, era alemán, y vivía en la zona. Le chiflaban las laponas jóvenes.

—Ya sabes —le dice Heikki a Elina—. Carlos XII tenía soldados alemanes en su ejército. Después de la guerra no pudieron volver a su país, ya que habían luchado contra sus paisanos, así que se vinieron aquí a hacer lo que sabían hacer.

—Eran capataces y verdugos —dice Johan Albin—. Y sus hijos fueron capataces y verdugos. Y los hijos de sus… De todas formas, las chicas laponas de once o doce años se lo permitían. Pero cuando se quedaban preñadas, sus cuerpos no estaban preparados para parir y llamaban a mi padre. A dos niñas no las pudo salvar. Murieron en sus camitas. Y entonces, después de la segunda…

Han llegado a casa de Elina y Flisan. Elina les pide que la acompañen arriba. Tienen que preparar comida para los huéspedes, así que habrá suficiente para dos más. Es lo mínimo que puede hacer.

Flisan llega enseguida. Trae un cubo con pescado. Para cenar habrá salmón con salsa blanca.

Le cuentan lo que le ha pasado a Elina y ella escucha mientras les quita la cabeza a los salmones, los descama y los vacía como si fuera el intendente jefe quien estuviera sobre la madera de cortar.

Después Johan Albin continúa su historia sobre el capataz de su infancia.

—Cuando la otra chica murió, mi padre no aguantó más. Una tarde de primavera cogió a aquel capataz y lo castró como se castra un caballo. Primero lo tiró al suelo y lo mantuvo quieto clavándolo a través de la ropa a la puerta del establo. Le hizo un corte y le dio la vuelta a la bolsa para que salieran las pelotas.

Aprieta el puño y por un momento no puede continuar. Flisan tiene las manos ensangrentadas del pescado, pero quisiera abrazarlo.

—El capataz sobrevivió, pero a mi padre lo condenaron a cinco años de cárcel. Al cabo de dos murió de tisis. Éramos cinco hermanos y yo tenía seis años. Nos dieron en adopción a todos. Yo acabé en una familia finlandesa de carboneros, pero sólo lo soporté durante un año. Después huí siguiendo la vía del tren. Empecé a trabajar como aprendiz poniendo los raíles. Iba con cubos de clavos torcidos hasta la forja y volvía con los clavos rectos. Nunca pude ir a la escuela ni nada parecido. Al final, acabé aquí. Lo dicho, no me gustan los jefes.

Cenan en silencio. La pobreza golpea en el bosque, en las afueras de la población que vive de la mina. Dispuesta a hacerse con el que pierde un brazo, un marido o su virtud.

La virtud, sí. Elina siente cómo aumentan los bocados crecen en su boca, pero no se imagina nada. Ni siquiera se le pasa por el pensamiento.