El interrogatorio a Jocke Häggroth tuvo lugar a las cuatro y cuarto de la tarde del lunes 24 de octubre. Fuera, el cielo se contraía y empezó a nevar. Grandes copos sin prisa en el azul del anochecer.

Carl von Post y Anna-Maria Mella eran los testigos del interrogatorio. Sven-Erik Stålnacke era quien lo dirigía.

—Deja que Sven-Erik lo interrogue —le había dicho el fiscal jefe, Alf Björnfot, a Carl von Post—. Es de los que hace que la gente abra su corazón.

Estaba sentado delante de Jocke Häggroth. Los dos llevaban camisa a cuadros. Sven-Erik se rascaba su gran bigote.

—¿Estás bien? ¿Podemos empezar?

Jocke Häggroth no respondió. Con un suspiro y la lengua en una de las comisuras de la boca, Sven-Erik puso en marcha la grabadora con un corto procedimiento de control de batería y comprobó que efectivamente grababa. Se removió en la silla. Emitió algún sonido, suspiró y ladeó la cabeza para relajarse un poco.

«Igual que tener un oso en casa», pensó Anna-Maria.

—Empecemos desde el principio —dijo Sven-Erik—. ¿Me lo puedes explicar? Lo tuyo con Sol-Britt. ¿Cuándo empezasteis a veros?

Jocke Häggroth miraba hacia abajo, hacia sus manos.

—Esta primavera. Me había enfadado con Jenny. Estaría borracho. No mucho, pero… Sí, fui a su casa. No porque la conociera, en realidad, sólo nos saludábamos cuando nos veíamos en alguna parte. No podía ir a casa de nadie que conociéramos porque después hablaban y ni siquiera podía coger el coche porque había bebido demasiado. Salí a andar. No sabía adónde ir. Tenía frío porque no había cogido la chaqueta. De pronto me encontré delante de su casa. Fue una casualidad total.

Levantó la vista para mirar a Sven-Erik.

—Yo no la maté.

«Joder», pensó Anna-Maria.

—Vayamos paso a paso —aclaró Sven-Erik—. ¿Qué pasó luego?

—Sólo hablamos. Nada más. Aunque yo lo intenté. Como tenía fama…

—¿De qué tenía fama?

—Pues de que se acostaba… con cualquiera. La gente… cuenta mucha mierda.

Dejó salir el aire. Respiraba con avaricia, como si los pulmones no recibieran lo que necesitaban.

—Ay —dijo cogiéndose la barbilla.

—¿Y después? —continuó Sven-Erik.

—¿Después? Y… qué cojones sé yo de después. La siguiente vez… follamos. Y… continuamos haciéndolo a veces. No había nada más… Yo no la maté. Yo… no sé quién lo hizo.

Bufaba como un alce. Se cogía la barbilla con la mano. Había perdido el color de la cara.

—Ay —gimió de nuevo—. Ay, joder.

Anna-Maria y Von Post se miraron. Sven-Erik mantuvo la concentración en Jocke Häggroth.

—¿Qué pasa?

—No estoy bien. Joder.

Bajó la mano de la barbilla hasta el pecho y se inclinó hacia delante.

—Intenta respirar tranquilo, colega —dijo Sven-Erik—. ¿Dónde te duele?

—En la cara, aquí. —Se tocaba las mejillas y la nariz—. Oh, mierda, en mi granero.

Puso la otra mano sobre la mesa como si quisiera apoyarse. Después se cayó de la silla y se dio con la cara en el suelo.

Anna-Maria Mella y Carl von Post se pusieron de pie.

—¡¿Qué cojones has hecho?! —gritó Von Post a Sven-Erik Stålnacke.

Jocke Häggroth sudaba tanto que estaba mojado por completo.

—Llama una ambulancia —ordenó Von Post—. ¡No se puede morir, joder! ¡Una ambulancia! ¡Deprisa, hostia, hay que ponerlo en prisión preventiva!

Carl von Post caminaba rápidamente por el pasillo del hospital. Estaba furioso. Debería haber hecho él el interrogatorio. Tenía que dejar de escuchar a los demás, tenía que controlar aquella maldita comisaría.

Miraba de reojo a Anna-Maria Mella, que corría a pasitos cortos detrás de él. Abrió las puertas, pasó y después dejó que pasara ella.

«La enana —pensó mirando de reojo hacia atrás—. Hay que tener paciencia con los duendes y los gnomos».

—¿Quién la asesina y escribe puta en la pared? —gritó pulsando el botón del ascensor varias veces como si así fuera a ir más deprisa—. ¡El novio o el amante! Es la primera lección en asesinatos de mujeres. ¡Ella acabó la relación! Jocke Häggroth se indignó. Bebió hasta que el cerebro se le deshizo, cogió la horca y el proceso fue corto. Volvió a su patética granja, echó la horca debajo del granero y se fue a dormir. Eso fue lo que pasó. Un desarrollo de los hechos más que probable. Joder, si es lo que pasa siempre.

Salieron del ascensor. Dios, cómo odiaba los hospitales. A lo largo de todo el pasillo había una barandilla y alguna que otra silla junto a las puertas cerradas. Una cama vacía de hospital con ruedas y las paredes decoradas con cuadros colocados un poco más altos que los carteles con el plan de evacuación de emergencia. Pavimento de sintasol brillante verde en el que se reflejaban los fluorescentes.

Llegaron hasta la puerta cerrada con llave en la UCI. Von Post llamó al timbre sin parar para que lo dejaran entrar.

«Tiene miedo —pensó mirando a Anna-Maria—. Ahora siente un nudo en esa barriga temblorosa de madre.

»Jocke Häggroth es el más típico de los asesinos de mujeres. Aunque la horca es algo nuevo. Casi de Jocke el Inventor, la verdad; en lugar de emparedar a la vieja, aporrearla con un martillo o cortarla a trozos con un cuchillo de cocina.

»Se ponen jodidamente nerviosos. Y no digamos Stålnacke. Estaba a punto de llorar cuando llegó la ambulancia a buscar a Häggroth.

»Y tenía motivos. El morsa estaría bien jodido si se les muere Häggroth. ¡Y Mella también!».

Carl von Post se balanceaba en los talones mientras apretaba el timbre con el índice.

«Menos mal que no tengo que asumir ningún tipo de responsabilidad. He respetado su larga experiencia y me he comportado como un observador pasivo. ¡No he dicho ni pío!

»Es como no haber estado en el interrogatorio.

»Claro que si Häggroth muere sin confesar, en ese supuesto, el caso se cerraría y la manada de hienas se tiraría sobre la Policía. Se cuestionarían los métodos del interrogatorio y las circunstancias de la detención se divulgarían en todos los medios.

»Estoy rodeado de idiotas incompetentes. Ni siquiera han sido capaces de controlar a la mujer de Häggroth. ¿Cómo han podido permitir que destrozara mi coche y se fuera corriendo al bosque? ¿Cómo es posible?».

La doctora de urgencias se negó a que el fiscal o la Policía se acercaran a su paciente.

Se cuadró como un policía ruso de frontera delante de la puerta cerrada de la habitación. Se llevó la mano hasta el pelo oscuro y corto y se subió las gafas de piloto que se le habían resbalado por la nariz. Después explicó que Jocke Häggroth estaba consciente, pero que probablemente había tenido un infarto de miocardio. Nombró «morfina», «bajar el pulso», «oxígeno», «betabloqueantes» y acabó diciendo que al paciente no se le podía estresar bajo ningún concepto.

«Bollera», constató Von Post deprimido. En ese caso no funcionaba sonreír y usar una voz varonil.

«También una chica lista», pensó cuando les explicó que entendía perfectamente lo que decía Von Post. El paciente era sospechoso del brutal asesinato de una mujer. Y claro que eso le preocupaba, pero no pensaba arriesgar la vida del paciente. Tendrían que continuar el interrogatorio cuando la situación se hubiera estabilizado. ¿Cuándo ocurriría? Difícil de precisar.

Tenía el historial clínico debajo del brazo. No le llegaba a Von Post ni a la barbilla. «Médico residente», ponía en la identificación que llevaba, y los ojos de Von Post brillaron como faros.

—Quiero hablar con tu jefe —dijo.

Pero no pudo ser. El jefe estaba en Luleå y no tenía motivo alguno para dudar del juicio de su colega sobre el estado crítico del paciente.

No podía hacer más que retirarse y volver a la comisaría.

¿Cómo cojones iba a hacer un buen trabajo si todo el mundo le ponía obstáculos?

La situación no fue más agradable para Von Post cuando volvió a la comisaría. Aquella inspectora de Umeå especialista en interrogar a niños se había pasado el día tirando el dinero de los contribuyentes.

Iba de paisano. Una mujer grande con ropa de algodón, capa sobre capa, y un pelo largo canoso recogido con un palo. Alrededor del cuello llevaba una cinta de piel con una gran joya de plata y madera que Von Post supuso que servía para sacar la diosa que llevaba dentro.

El fiscal la miró y sintió que él también necesitaba un poco de oxígeno, betabloqueante y morfina.

Sólo los mejores entraban en Derecho. Y los mejores de los mejores llegaban a fiscales y a jueces. Pero cualquiera podía ser policía.

—¿Así que no vio nada? —preguntó Von Post.

—No recuerda nada —respondió ella—. Me atrevo a pensar que realmente ha visto o ha oído algo espeluznante. En su explicación hay una laguna que lo indica. ¿Por qué se despertó? ¿Cómo llegó a la cabaña del bosque? ¿Por qué salió por la ventana?

—Conozco esas lagunas —dijo Von Post controlándose—. Por eso te trajimos aquí. Tienes que poder llegar a ese recuerdo. Con hipnosis o lo que sea. ¿No es ese tu trabajo? Te hemos traído aquí en avión. ¿Qué cojones hemos pagado?

—Mi trabajo es hablar con el chico. Ya lo he hecho. Pero no explica nada de la noche del asesinato. No puede. O no quiere. Y de ninguna manera se le va a hipnotizar.

—¿Y cuándo lo vamos a interrogar?

—Puedes interrogarlo todo lo que te plazca. Pero si quieres que diga lo que ha visto, deja que se sienta seguro. Está en casa de ese policía que se ha hecho cargo de él, Krister Eriksson, y por lo visto juega a que es un perro. Eriksson me ha dicho que podía cuidarle durante un tiempo. Eso es estupendo. Tengo entendido que el chico no tiene a nadie más. Cuanto más seguro se sienta, más posibilidades hay de que hable. No suele salir todo de una vez, sino algo aquí y algo allá. Y no saldrá como nos esperamos y casi nunca cuando se habla de lo ocurrido, sino cuando esté haciendo otra cosa completamente distinta.

—Magnífico —dijo Von Post—. Hemos pagado por un buen consejo. ¡Brillante! ¡Maravilloso! Sería fantástico si alguien en alguna ocasión pudiera hacer el trabajo por el que se le paga.

La inspectora abrió la boca pero volvió a cerrarla. Sacó su teléfono y lo miró.

—Tengo que irme al aeropuerto —dijo observando la nieve que caía—. Mejor llegar pronto, está lejos. Anna-Maria me lleva.

Von Post no respondió. ¿Por qué iba a hacerlo?

«Dame una persona que funcione normalmente y que entienda lo que se le dice», pensó.

—Ese fiscal —dijo la colega de Umeå a la inspectora Mella en el coche camino del aeropuerto— no es un tipo agradable.

Hänen ej ole ko pistää takaisin ja nussia uuesti —respondió Anna-Maria serena.

—No entiendo el finlandés. ¿Qué significa?

—Bueno… pues que no es un tipo agradable. Dios mío, cómo nieva. Veremos si cuaja.

Las escobillas iban de un lado a otro y la luz del coche se reflejaba en cada uno de los copos. Era como tener una pared blanca delante, no se veía nada.

Nieva. Es el 14 de abril de 1915 y los copos descienden desde un cielo gris de invierno. Hjalmar Lundbohm tiene una visita de categoría. Es la esposa de Carl Larsson, Karin, que ha ido hasta allí con el matrimonio Zorn, el arquitecto Ferdinand Boberg y su esposa y los escultores Christian Eriksson y Ossian Elgström.

Carl Larsson nunca ha estado en Kiruna pero Karin sube a veces con artistas o escritores. Los viajes a Kiruna animan.

El gerente Lundbohm ha organizado una carrera de renos para los invitados. Todos llevan gorros de lapón y conducen trineos típicos, los ackja. El tiempo podía haber sido mejor. El gerente hubiera deseado un radiante sol de invierno sobre la deliciosa Kiruna cubierta de nieve, pero ni siquiera él puede hacer nada con el clima.

Sin embargo, la organización es espléndida. Los renos corren a lo largo de la calle Bromsgatan; los invitados gritan y animan a sus animales.

Johan Tuuri y otros lapones ayudan y a veces tienen que correr al lado para que los animales sigan el camino adecuado.

Karin Larsson gana. Se ríe hasta que se le saltan las lágrimas y el fotógrafo Borg Mesch la inmortaliza, totalmente encantadora, con el gorro ladeado y un joven y orgulloso sami junto a ella. Los renos pertenecen a su familia y él ha ido esquiando, gritando al lado de los animales durante toda la carrera.

Anders Zorn se ha caído de su trineo para niños y le dan el premio improvisado de El Muñeco de Nieve del Día.

Tienen mucho calor, están alegres y hablan a gritos. Corren unos detrás de otros, se empujan para que los demás se salgan del camino hecho en la nieve y, cuando eso ocurre, se hunden hasta la cintura. Intentan hacer una guerra de bolas de nieve pero la temperatura está por debajo de cero y la nieve no se deja moldear. Por el contrario, se tiran nieve encima hasta que todos acaban cubiertos de la cabeza a los pies.

Sí, el gerente Lundbohm tiene motivos para estar satisfecho cuando vuelven a su casa para tomar un ponche caliente, cambiarse de ropa y comer.

Sin embargo, algo le encoge el estómago. Es la sensación de que un día le permiten jugar con ellos pero otro día no, y eso le molesta.

No pertenece a esa clase social por completo. Y lo sabe. Es un invitado querido y al que le dan la bienvenida, pero a las fiestas realmente importantes no lo invitan.

Por ejemplo, la pareja Zorn organizó un baile de disfraces el fin de año pasado y él no estaba entre los invitados. Cuando hacen fiestas en verano en la isla de Bullerö a él nunca le preguntan si quiere asistir.

Mira a Karin Larsson, que ríe y se coge del brazo de Emma Zorn, y se le pasa por la cabeza la idea de estar casado con una de esas mujeres: sociable, artista, alegre, bonita y de buena familia…

Justo cuando mira a Karin Larsson y lo piensa, se encuentra con Elina y Flisan.

Hjalmar Lundbohm mira a Elina y realmente le aterra su presencia. Qué ropa lleva.

Se avergüenza un poco por su aspecto. Pero también por él mismo. Por no haberse puesto en contacto con ella. Es que ha tenido mucho que hacer. Debido a la guerra ha viajado a Estados Unidos, Canadá y Alemania, para visitar la empresa Kruppverken. Gestionar esas lealtades exige lo suyo. Ha conseguido que los barcos de mineral que volvían a Estados Unidos trajeran tocino salado americano para los trabajadores de Kiruna.

Hizo frente al Gobierno sueco cuando intentaron confiscar los transportes de comida para asegurar el suministro de tropas de la reserva. No ha habido mucho tiempo para Elina. Se ven cuando está en Kiruna, pero no siempre. Algunas tardes, algunas noches, pero de lo que él tenía ganas era de dormir.