—¿Cuándo tienes que estar de vuelta? —preguntó Rebecka.
No pudieron localizar al compañero de Umeå, pero Pohjanen había dejado el número de Rebecka y le prometieron que la llamarían en cuanto pudieran. Iban camino de Kurravaara.
—¡Bah! Mañana.
—De acuerdo —dijo ella.
Aparcaron el coche delante de su casa de fibrocemento.
Pohjanen salió del vehículo como pudo, se apoyó en él y encendió un cigarrillo.
—Aquí vives bien —dijo admirando la vista sobre el río, azul como una joya bajo el frío sol de otoño.
Rebecka volvió de la casa con una caña de pescar en el hombro y una vieja silla bajo el brazo.
—Deja de fumar y ven —dijo—. Vamos a bajar hasta la playa.
Cuando llegaron puso el abrigo sobre la hierba helada y montó una cucharilla de pescar en la caña.
—Si no pescamos nada, tengo carne de reno en el congelador.
—Si fuera más joven te cortejaría.
Se dejó caer en la silla y encendió otro cigarrillo. Cerró los ojos ante el sol bajo que enviaba una luz rosada sobre el río, los árboles y las casas del otro lado.
Rebecka le puso una manta sobre las piernas. Mocoso se había echado a sus pies y suspiraba aburrido.
Pohjanen llevaba consigo una bolsa del supermercado muy usada con sus pertenencias. Un jersey extra, cigarrillos, carpetas y papeles. También una botella de plástico.
—¿Quieres un poco? —le preguntó a Rebecka.
Ella sonrió sorprendida.
—¿Qué es eso? —preguntó—. ¿Alcohol de farmacia?
—Te importa un bledo.
—Claro que sí —dijo ella con agrado.
—Nada de claro que sí. Prueba.
Ella recogió hilo y fue hacia la leñera. Cuando volvió llevaba una botella y dos vasos, todo de plástico.
Pohjanen no pudo esconder su entusiasmo.
—Joder, moza —dijo—. Tú eres fiscal. ¿Es que destilas?
Ella sacudió la cabeza y él no preguntó más. Se sirvieron el uno al otro.
Rebecka opinó que el alcohol de médico no estaba mal. Pohjanen explicó que el secreto consistía en mezclarlo con agua y ponerlo en un baño de ultrasonidos, para romper las uniones entre las moléculas del agua y que se mezclara con el etanol.
Él a su vez bebió de su vaso y admiró el destilado de Rebecka. Ella le explicó que lo importante era mantener alta la temperatura, tanto en el fuego como en el enfriamiento en el alambique.
Pohjanen asintió y alargó la mano con el vaso para que le sirviera más.
Cuando sonó el teléfono la caña de Rebecka se movió. Mientras Pohjanen hablaba con el compañero de Umeå, ella sacó tres percas y una trucha.
Si al forense de Umeå le molestó que le preguntaran por una autopsia que había hecho, no se notó. Todo lo contrario, les echó un cable.
Era Lars Pohjanen quien preguntaba. No había un forense en toda Suecia que no hiciera lo imposible para proporcionarle lo que él pidiera.
—Lo recuerdo muy bien —dijo—. Espera, voy a ver en el ordenador… Lo enterraron hace un mes. Pero creo que tengo un hueso, si es lo que quieres. Bueno, me refiero a… ¿Sabes?, el viejo tenía más de noventa años, pero estaba completamente sano. Cuando lo fuimos a identificar, la Policía no consiguió encontrar ni una radiografía. Nunca había estado en el hospital y no tenía dientes desde hacía veinte años, así que identificarlo con alguna radiografía de la boca tampoco era demasiado factible. Yo corté un trozo de fémur para enviarlo a una prueba de ADN, pero estaba un poco dañado, tenía un aspecto raro. Lo metí en el congelador y envié otro trozo al Laboratorio Estatal de Criminalística.
—¿Estaba muy dañado?
—Quizá por el oso, no sé. ¿Quieres el hueso?
—Sí, gracias, sería muy amable por tu parte. Y, por cierto, no necesitas hacer anotaciones en ningún registro.
—Mmm, muy bien. Oye, no sé si será interesante para ti, pero uno de esos locos del grupo de caza que lo localizó encontró la camisa del viejo por ahí unas semanas después y llamó aquí para preguntar si la queríamos. Yo le dije que se la podía dar a la Policía, creí que sería mejor que la tuvieran ellos, aunque en general son unos jodidos manazas.
Pohjanen y el compañero de Umeå se rieron a carcajadas, como dos divertidas urracas en la copa de un pino.
Rebecka se dio la vuelta encima de la piedra donde estaba haciendo equilibrio con sus bonitas botas. Mocoso levantó la cabeza y dio un ladrido.
—De todas formas es muy raro —le dijo Rebecka a Pohjanen. Mantenía en su mano la cuarta o quinta copa de alcohol de farmacia—. ¿No son condenadamente extrañas todas esas muertes en la misma familia? —Dio un sorbo y señaló la cocina con la copa—. Así es como se cuecen las patatas de aquí, las del tipo almendra. ¡Así! Se ponen en agua fría y justo cuando empiezan a cocer, se sacan del fuego y se dejan reposar media hora. Si no, se rompen. Esa patata es pequeña pero delicada.
Dejó la copa y escuchó cómo sonaba la mantequilla en la sartén de hierro. Cuando puso el pescado a freír, sacó la olla de las patatas.
—Lo único que es raro —dijo Pohjanen, a quien se le trababa la lengua—, lo único que es raro de verdad es que no te hayas casado hace tiempo.
Rebecka asintió varias veces con la cabeza y quitó el agua de las patatas. Después añadió un poco de sal, pimienta y una pizca de gelatina de grosella en la salsa de morillas. Pohjanen fue trabajosamente hasta la nevera y abrió dos cervezas.
—Tendrás que coger un taxi —dijo Rebecka—. O dormir en el sofá.
Se sentaron uno frente al otro.
—Pero si duermes aquí, tienes que prometerme que no te morirás.
Pohjanen volvió a llenarle la copa de aguardiente. El alcohol de farmacia se había acabado pero el de Rebecka todavía estaba a medias. El forense asintió.
—Esa camisa… —dijo Pohjanen chafando las patatas para mezclarlas con la salsa.
No se molestó en pelarlas, igual que ella.
—… tendríamos que verla. Me pregunto si la Policía aún la guarda.
Se acabaron todo el pescado. Pohjanen aún seguía comiendo patatas con salsa cuando Rebecka Martinsson se animó a llamar a Sonja, de la centralita, para preguntarle por la camisa que había sido encontrada en el bosque. Cuando Sonja le devolvió la llamada, también Pohjanen había acabado de comer. Se habían sentado delante del hogar con una cerveza cada uno. El aguardiente estaba sobre la mesa.
—¿Has llorado? —preguntó Sonja—. Tienes una voz muy rara.
—No, qué va —aseguró Rebecka—. Me siento de maravilla.
«Hora de hacer café fuerte», pensó.
Sonja les explicó que no fue nadie del grupo de caza quien había encontrado la camisa, sino uno de Lainio que había salido a coger bayas. Como en septiembre habían cazado al oso y también localizado a Frans Uusitalo, había mucha gente que se paseaba por la zona por simple curiosidad. Y uno de ellos, el de las bayas, encontró la camisa y se puso en contacto con la Policía.
—¿La tenéis… tenemos… todavía? —preguntó Rebecka.
—No —respondió Sonja—. Aquí no queríamos aquella camisa asquerosa, sólo faltaría. Pero tengo el número del de las bayas. Te lo puedo mandar por sms, si quieres.
—¡Estupendo!
—¿Seguro que estás bien? ¿Estás resfriada?
Pohjanen y Rebecka se apostaron a papel, piedra, tijera quién llamaba al de las bayas. Como no se ponían de acuerdo en si tenían que mostrar la mano antes o después de tres, tardaron un rato. A veces, Pohjanen enseñaba su mano incluso antes de que Rebecka empezara a contar. Cuando ella comenzó a hacerlo en finlandés, él no abrió la mano.
Al final fue Rebecka quien llamó. Mientras tanto, Pohjanen le tiraba una pelota de tenis a Mocoso, por lo que las alfombras y las sillas tampoco paraban quietas.
—Lo quería ver con mis propios ojos —le dijo el hombre a Rebecka—. Y a la vez aproveché para ir hasta una turbera cercana para ver si había arándano rojo pequeño. El año pasado vendí arándano rojo, del normal y del pequeño, por catorce mil coronas.
Se quedó callado. De pronto se dio cuenta de que estaba hablando con un servidor de la ley. No había incluido aquel dinero en la declaración de la renta, y acababa de meter la pata.
—No te preocupes —dijo Martinsson—. Me lo creeré cuando lo vea. ¡Aunque es impresionante! Y también encontraste la camisa.
—Sí —dijo el hombre respirando aliviado y pensando que también había fiscales divertidos—. Tenía bolsas de plástico para las bayas, así que cogí un palo y la metí en una. Después llamé a la Policía y pregunté si la querían, pero no estaban interesados. Me dijeron que se la diera a los de la forense. Y, bueno, también llamé. Fue más difícil hablar con ellos que con la compañía de teléfonos, pero al final me dijeron que se la diera a la Policía. Si te soy sincero, son todos unos principiantes.
Volvió a quedarse callado.
—Sí, eso sí que lo mantengo —dijo al final con cierto desprecio en la voz.
—¿No la tendrás todavía? —preguntó Rebecka.
—Pues claro que sí —respondió malhumorado—. Tanto la Policía como los forenses saben que tengo la camisa, en cualquier momento pueden venir a por ella. Lo mejor será que vaya a buscarla, ¿no? Está en una bolsa en el garaje. Olía mal y los perros se ponían nerviosos.
Rebecka se levantó sintiendo que las piernas no la aguantaban del todo.
—No la toques —dijo—. Ahora voy.
¿Cómo se protege una de los hombres? El intendente jefe Fasth es como un depredador, como el lobo. Y la única ayuda contra el lobo es mantenerse unidos. En cuanto te quedas solo, eres presa fácil.
Elina ya no va ni vuelve sola de la escuela. Siempre procura que la acompañe un niño o una niña y que le lleve los libros a la señorita hasta casa, para que Fasth no la encuentre nunca sola en clase o de camino a casa cuando se acaba el día. Por la mañana hace lo mismo y va a buscarla alguno de los alumnos.
Un día, cuando llega a casa, Fasth está en la escalera. ¿Cuánto tiempo ha estado esperándola? Ha abierto una carta que es para ella que alguien ha dejado allí. Sin rubor ninguno la lee y después se la da. Ella tiembla cuando toma el papel escrito a mano. De inmediato ve por la letra que no es de Hjalmar Lundbohm y su vista se fija rápido en «Señorita Pettersson, no sabe usted quién soy, pero…».
—Señorita Petersson —la saluda—. Por lo visto, uno tiene que hacer cola.
Después ve al niño que ella tiene a su lado.
—Vete corriendo a casa —le ordena el hombre al chiquillo.
Pero Elina lo coge de la mano y no lo suelta.
—Arvid no va a ningún sitio —dice—. Tiene que repasar… la lectura en voz alta.
Y pasa con esfuerzo por delante del intendente con el pobre crío de la mano, completamente pálido. Cuando empieza a subir deprisa la escalera, Fasth le da una palmada en el trasero.
—Antes o después, señorita —dice detrás de ella.
Arrastra de forma exagerada la palabra señorita. La descompone hasta que no significa más que soltera y fulana.
—Señoriiiiita Pettersson.