Era una casa de troncos, forrada de tablas de madera y pintada de color rojo, con restos de mina de cobre. Cerca de la vivienda había un almacén, y un granero en la misma hilera. Junto al río había una fragua también de madera.

La propiedad era herencia de la familia de Jocke pero, cuando los padres murieron, él y su mujer talaron el bosque, dividieron las tierras en parcelas y las vendieron.

«Ahí no falta el dinero», dijeron en el pueblo.

Fue la esposa quien abrió. Llevaba el pelo recogido, teñido de rubio pero con las raíces oscuras, y vestía pantalones de chándal. Los ojos muy pintados. De la escotada camiseta de manga corta aparecían tatuajes en todas direcciones: rosas, dragones y signos tribales circulares.

—Jocke está enfermo —dijo mirando por encima del hombro de Anna-Maria a las otras tres personas que salían del coche un poco doloridas—. ¿Qué queréis?

Von Post entró en el jardín y aparcó el coche bastante alejado del de Anna-Maria. Cuando salió del vehículo se arregló el largo abrigo que llevaba y se cepilló algún hilo de su bufanda con dibujo paisley.

—De todas formas tiene que salir —dijo Anna-Maria—. Y tú ponte la chaqueta y los zapatos, que vamos a hacer un registro domiciliario.

—¿Qué pasa? —dijo la mujer—. ¿Quién cojones te crees que eres?

Pero agarró una chaqueta que estaba colgada cerca y se calzó un par de botas a la vez que llamaba a su marido, que estaba dentro de la casa.

Parecía como si lo acabaran de desenterrar. La cara pálida, la barba crecida y los ojos rojos con oscuras ojeras. No dijo nada cuando vio a los policías de paisano. No parecía sorprendido.

—Queremos que nos acompañes —dijo Anna-Maria—. ¿Hay alguien más en la casa?

—No —respondió la esposa.

Su mirada iba de una a otra de las personas que estaban en su jardín. Tommy Rantakyrö entró en el granero y Fred Olsson, en el garaje.

—Los críos están en la escuela. ¿Alguien me puede explicar qué cojones está pasando?

—Tu marido tenía una relación con Sol-Britt Uusitalo —dijo Von Post—. Queremos que nos acompañe y conteste a unas preguntas. Además, registraremos la vivienda.

La mujer rio sin ganas.

—¿De qué mierda estáis hablando? ¡Estáis mintiendo! —gritó luego.

Se volvió hacia su marido.

—Diles que mienten.

Jocke Häggroth miraba al suelo.

—¿Quieres una chaqueta? —preguntó Anna-Maria.

«Maldito Von Post —pensó—. ¿Por qué se lo ha dicho?».

—Pero ¡diles que mienten! —gritó la mujer con voz chillona.

Se quedaron todos en silencio unos segundos. Después ella lo empujó en el pecho.

—¡Mírame a los ojos, malnacido! ¡Y di que mienten! ¡Di algo!

Jocke Häggroth levantó el brazo para protegerse la cabeza.

—Necesito calzado —dijo.

La esposa lo miró con repugnancia y se puso la mano en la boca.

—Voy a vomitar —dijo—. Asqueroso. Esa… vieja. ¡Oh, joder! No puede ser verdad.

Anna-Maria se acercó a coger el par de zapatos más grandes que había en el recibidor y los colocó delante de Jocke Häggroth. Este se los puso y con cuidado bajó del porche. Mella se preparó para cogerlo por si se caía.

—Lo siento —dijo sin volverse.

—¡Lo siento! —gritó la mujer—. ¿Lo siento?

Cogió una maceta de cerámica que estaba boca abajo en un plato y que utilizaban como cenicero y se la tiró a su marido en la espalda.

Él tropezó y dio un paso hacia delante para no perder el equilibrio. Sven-Erik le puso una mano en la espalda y lo llevó hacia el coche.

—Tranquila —le dijo la inspectora—. Si no tendremos que…

—¿Tranquila? —repitió la mujer.

Después salió corriendo detrás de su marido, que se dirigía al coche, donde Sven-Erik Stålnacke le mantenía la puerta abierta. Lo cogió por detrás. Se tiró encima de él y le arañó la cara. Cuando Sven-Erik la alcanzó, ella se cogió a la ropa del marido sin soltarse.

Jocke Häggroth intentaba proteger la cara de los golpes.

—¡Cabrones! —gritaba la mujer cuando Anna-Maria y Sven-Erik, en un esfuerzo conjunto, consiguieron soltarla de su esposo—. Os voy a matar… ¡Soltadme! ¡Soltadme!

—Tranquila —dijo Sven-Erik—. Si te tranquilizas, te suelto, para que estés en casa cuando vuelvan vuestros hijos de la escuela. Piénsalo.

De golpe dejó de gritar. Se relajó.

—¿Tranquilita? —preguntó Anna-Maria.

La esposa asintió con la cabeza.

Tenía los brazos caídos y justo antes de que ella cerrara la puerta del coche, le dijo a su marido:

—No vuelvas aquí. ¿Lo oyes? Nunca.

Después se fue a paso ligero hacia el nuevo Mercedes de Von Post, que estaba aparcado al lado de una carretilla.

Antes de que a nadie le diera tiempo de reaccionar, levantó la carretilla con los dos brazos por encima de su cabeza y la tiró contra el coche del fiscal. Aterrizó sobre la carrocería con un gran estrépito.

Se dio la vuelta y se fue corriendo hacia el bosque.

La dejaron correr. Von Post levantó los brazos. Se inclinó despacio sobre el coche y puso las manos encima, como si quisiera arreglarlo. Después gritó, con una voz tan tensa que se rompía:

—¡Id a buscarla! ¡Joder! ¡Cogedla!

—Ya lo haremos otro día —dijo Sven-Erik—. Tienes testigos, así que ya lo arreglaremos. Ahora vamos a hacer el registro domiciliario.

En ese momento, Tommy Rantakyrö dio un silbido e hizo un gesto con la mano para llamar su atención. Cuando los compañeros se volvieron se metió debajo del granero y volvió a salir con una horca de tres puntas en la mano.

Von Post se apartó de su coche y se enderezó.

El corazón de Anna-Maria latía acelerado. Tres puntas. ¿Cuál era la probabilidad? La mayor parte de las horcas para paja sólo tenían dos.

«Es él —pensó—. Lo tenemos».

Cuando se volvió, se encontró con la mirada de Jocke Häggroth. La miró inexpresivo y después sus ojos se posaron en Tommy Rantakyrö, que sostenía la horca.

«Frío cabrón», pensó Anna-Maria. Jocke cruzó los brazos sobre el pecho, se apoyó en el respaldo del asiento y fijó la mirada al frente.

Rebecka Martinsson estaba fumando un cigarrillo con Lars Pohjanen en el raído sofá de la sala del personal. El forense respiraba con inspiraciones cortas, como si los pulmones ansiaran que entrara aire hasta abajo, pero sin conseguirlo.

De vez en cuando le entraba una tos continua. Entonces sacaba un pañuelo doblado del bolsillo y se lo ponía en la boca. Cuando dejaba de toser, miraba el contenido del pañuelo un momento y se lo metía de nuevo en el bolsillo.

—Gracias —dijo con voz rasposa.

—Eran tus cigarrillos —respondió Rebecka.

—Por hacerme compañía —aclaró él—. Ya no hay nadie que fume conmigo. Lo consideran profundamente inmoral.

Rebecka sonrió.

—Sólo lo hago para que me hagas un favor.

Pohjanen se rio satisfecho. Después le dio su colilla y Rebecka la dejó en el cenicero. Él se inclinó hacia atrás y se puso las gafas que llevaba colgadas al cuello con una cinta.

—Así que el que fue atacado por el oso…

—Comido por el oso. Frans Uusitalo.

—Así que era el padre de Sol-Britt Uusitalo.

—Sí. Lo dieron por desaparecido en junio. En septiembre mataron a un oso y en su vientre encontraron el trozo de una mano humana. De manera que el grupo de caza llamó a más gente y buscaron por la zona. Y lo encontraron.

—Seguro que era apetitoso. Yo no hice la autopsia. Me acordaría. Tuvo que ser alguno de los compañeros de Umeå.

—Mmm, de lo que quedara de él.

Los ojos de Pohjanen se medio cerraron. Sacó de nuevo el pañuelo. Se aclaró la voz en él.

—Grrr. ¿Qué es lo que buscas, Martinsson?

—No sé, es sólo una intuición que tengo. Pienso que cuando le hicieron la autopsia partirían de la base de que había muerto de muerte natural en el bosque y que el oso lo encontró, o lo atacó… Quisiera que tú lo miraras más… detenidamente.

—Una intuición —murmuró Pohjanen.

«Martinsson tiene una intuición», pensó el forense. ¡Bah! Aunque otras veces ha tenido razón. Hace un año y medio soñó con una chica ahogada. Hizo que él hiciera pruebas del agua de los pulmones y así descubrieron que no había muerto en el río donde la encontraron y que no fue un accidente.

«Intuición —pensó levantándose las gafas hasta la frente y dejando que le resbalaran de nuevo hasta la nariz—. Utilizamos las palabras con descuido.

»Más del noventa por ciento de la inteligencia humana, creatividad y capacidad de análisis, está en el inconsciente. Y todo lo que la gente llama sentir en el estómago, es decir, intuición, suele ser el resultado de un proceso intelectual que no tienen la menor idea de haber realizado.

»Además, es lista. Incluso cuando sueña».

—Y tú quieres que yo lo haga sin…

Con la mano hizo un círculo para ilustrar las formalidades y el papeleo legal.

Ella asintió.

—Si ni siquiera trabajo —dijo—. Y probablemente mañana me despidan.

Pohjanen se rio con una risa carrasposa.

—He oído hablar de lo que ha pasado —continuó—. Siempre hay un jodido drama a tu alrededor, Martinsson. Bueno, pues lamentablemente no se puede hacer. Si lo encontraron hace más de dos meses ya estará enterrado o asado.

—Pero podrías llamar al compañero de Umeå que hizo la autopsia.

Rebecka se sacó el teléfono y se lo dio. Pohjanen miró fijamente el móvil.

—Je, je, je, está claro que hay que llamarlo ahora mismo. Las chicas de Kiruna no tenéis mucha paciencia, ¿verdad? Lo cierto es que me sorprende que Mella no haya venido ya a quitarme de las manos el acta de la autopsia de Sol-Britt Uusitalo.

—Han encontrado al hombre que tenía una relación con ella y van camino de Kurravaara para el interrogatorio.

—Ah, es eso. Bueno, vamos a ver. Aunque a los compañeros jóvenes no les hace mucha gracia que una sardina seca y vieja como yo les llame para preguntar por su trabajo. Se ponen nerviosos. Pero claro que sí. Lo haré si tú haces algo por mí.

—¿Qué?

—Me invitas a comer.

—Eso está hecho. ¿Adónde quieres ir?

—A tu casa, naturalmente. Siempre como fuera. Quiero comida casera. Y tú no tienes nada importante que hacer, ¿verdad? Puedes prepararle la comida a un viejo profanador de tumbas. —Cogió el teléfono de Rebecka y le dio un par de vueltas—. ¿Es uno de esos touch? Marca tú el número.