Rebecka Martinsson iba hacia Jukkasjärvi. Matti, el hijo de Sol-Britt, había trabajado en el taller de corte de bloques de hielo junto al Hotel de Hielo.
Allí cortaban los bloques de hielo que se utilizaban cuando construían el hotel, les suministraban los bloques a los escultores para sus obras de arte y hacían muescas en el hielo según sus deseos con máquinas especiales. Fabricaban vasos de hielo, platos de hielo, todo lo que después utilizaría el Hotel de Hielo cuando se construyera en invierno.
Era como un taller normal y corriente, el ruido era el mismo, las sierras y las brocas. La única diferencia era el frío.
«Debería haberme puesto el anorak», pensó.
Rebecka preguntó por Hannes Karlsson. Él fue quien encontró a Matti Uusitalo cuando lo atropellaron. En la poca documentación que había sobre el caso ponía que eran compañeros de trabajo.
Hannes Karlsson trabajaba junto a una pequeña sierra. Fabricaba cristales de hielo de cinco centímetros de largo.
Cuando se acercó, él apagó la sierra, se quitó las gafas protectoras y los cascos para los oídos.
—Esto será una lámpara de cristal —dijo—. Hacemos piezas con el hielo que hemos almacenado. Después los artistas y los diseñadores lo pulen. Ahora estamos esperando a que llegue el invierno, entonces construiremos el hotel. Cuando queda listo suelo ir a Björkis a trabajar allí para la temporada de esquí.
Llevaba una barba corta y oscura y todavía estaba moreno. Se veía fuerte a pesar del cuerpo delgado y fibroso. Miraba a Rebecka con descarado interés.
«Un aventurero —pensó Rebecka—. De los que van en trineo tirado por perros y baja los rápidos en canoa. Una de esas almas inquietas».
—Podemos salir de aquí —dijo él con un gesto de la cabeza que significaba que se daba cuenta del frío que ella estaba pasando—. Iba a hacer una pausa para el café.
»Fue una maldita tragedia —afirmó cuando se sentaron en la sala con una taza de café cada uno—. Hace tres años que atropellaron a Matti. Marcus tenía cuatro. Si no hubiera estado Sol-Britt… Y ahora… otra maldita tragedia. ¿Cómo está el niño?
—No puedo opinar —dijo Rebecka tras un sorbo al café. Luego continuó—: Uno de los policías se ha hecho cargo de él. Matti, el hijo de Sol-Britt, era compañero tuyo, ¿verdad?
—Sí, eso es.
—Me puedes explicar… bueno, cuando Matti… Tú fuiste quien lo encontró.
—Sí, exacto. Pero yo creía que estabais investigando el caso de Sol-Britt.
Rebecka esperó paciente.
—¿Qué puedo decir? Murió mientras daba una vuelta corriendo. Solía correr tres veces por semana desde Kurravaara hasta la ciudad. Se duchaba y se cambiaba de ropa en mi casa. Entonces yo vivía en la ciudad, y después veníamos en coche hasta aquí, hasta Jukkas. Por la tarde corría desde mi casa hasta la suya.
—¿Siempre eran los mismos días de la semana?
—Sí. Lunes, jueves y viernes.
Rebecka asintió con la cabeza dando pie a que siguiera.
—¿Qué quieres que te diga? —preguntó—. Fue un jueves. Íbamos a suministrar un pedido para el bar de hielo de Copenhague, así que no queríamos llegar tarde, me impacienté y le llamé. Conseguí hablar con Sol-Britt. Ella se inquietó porque había salido hacía mucho rato y debería haber llegado. Llamé al trabajo y dije que llegaría tarde y después fui en coche hasta Kurravaara. No había ni rastro de él. Di la vuelta y entonces le vi, porque estaba tumbado de lado. Entre los arbustos. Aún no era verano, las hojas eran pequeñas. Si hubiera sido verano no lo hubiera visto nunca. Estaba bastante alejado. ¿Por qué haces preguntas sobre eso?
—No sé, siento algo en el estómago. —Rebecka intentó hacerlo reír—. Quizá sea algo que he comido.
—Quizá yo haya comido lo mismo… A mí me pareció muy raro. En medio de una recta. Era de día y él llevaba chaleco reflectante. Claro que hay borrachos, tipos que se toman pastillas y otros que se duermen. La verdad es que le pregunté a la policía si pensaban investigar los coches de Kurravaara. Bueno, ya sabes lo que pasa en los pueblos, se sabe perfectamente qué tipos no deberían tener carné de conducir pero van por las calles medio ciegos y medio dormidos. Y que yo sepa, no hay muchos que vayan a la ciudad pronto por la mañana, a las seis y media. «Rascad un poco», dije. «¿Cuántos pueden ser?», pensé. Pero no lo hicieron. «Si tuviéramos algún sospechoso…», dijeron. Cerraron el caso. Atropello con fuga.
Se levantó a buscar más café para los dos.
—Lo cierto es que yo estuve husmeando en Kurravaara. Seguramente estaba afectado porque fui yo quien lo encontró, pero no me daba cuenta entonces. Me tomé dos días libres y Göran me dijo que no hacía falta que cogiera la baja. Todos estábamos muy angustiados y pensábamos en el niño. Todos sabíamos que Sol-Britt…
Hizo como si estuviera aguantando un vaso e hizo el gesto de beber.
—… y pensamos que no se haría cargo del chaval. Sabíamos que su madre no quería hacerlo y que Matti había pasado un infierno con ella. Él creía que querría ver a su hijo de vez en cuando, ya sabes, por lo menos una semana en verano. Pero no. Cortó con él por completo. Su propio hijo. Pero Sol-Britt sacó fuerzas de flaquezas, no sé cómo lo hizo. Cuando la Policía habló conmigo y me di cuenta de que no estaban haciendo el mínimo esfuerzo para… bueno, me senté en mi coche y fui a pasearme por Kurravaara. Le pregunté a uno que conozco allí si sabía los que empezaban a trabajar pronto y los que no pueden conducir pero lo hacen de todas formas. Vi por lo menos diez coches buscando abolladuras o alguno que estuviera recién lavado…
—¿Y?
—Nada. Así que no sé. Supongo que necesitaba hacerlo para quedarme tranquilo.
Rebecka no respondió. Se quedaron callados un momento.
«Pero si no fue un accidente… —pensó Rebecka Martinsson—. Todo el mundo sabía que él corría aquel tramo tres mañanas por semana. Si yo lo hubiera querido matar, hubiera hecho precisamente eso. Así también te evitas que husmee la Policía. Si todos creen que fue un atropello con fuga no invierten demasiado tiempo en la investigación».
—¡Hola! —dijo Hannes al final. Le pasaba una mano por delante de la cara a Rebecka—. ¿Te has ido a la luna? —dijo sonriendo.
—Sí. —Le devolvió la sonrisa—. Gracias por haberme dedicado tu tiempo. Y gracias por el café.
—¿Te ha servido de algo?
—No sé —respondió encogiéndose hombros.
Se levantó.
—¿Sabes que era pariente de Hjalmar Lundbohm? —preguntó Hannes en un intento de mantener su interés—. Era el abuelo de su padre.
—Sí, lo he oído. Y a la maestra con quien Hjalmar Lundbohm tuvo el niño, que era la abuela de su madre, la asesinaron.
—Oh, eso es más de lo que yo sabía. Oye… el viernes hacemos la fiesta de la sardina fermentada en el restaurante. El personal y nuestros amigos. Y una buena orquesta. ¿Quieres venir?
—No puedo —se lamentó Rebecka con una sonrisa—. Mi novio vendrá el viernes.
«Y si tengo mala suerte, vendrá», pensó.
Rebecka Martinsson se sentó en el coche y se puso a sintonizar una emisora de radio. Cuando oyó a los Beatles con su While My Guitar Gently Weeps, dejó de buscar. Al alargar la mano para subir el volumen llamó Anna-Maria Mella. Rebecka hizo lo contrario, bajó el volumen y respondió.
—Creo que lo tenemos —informó Anna-Maria respirando con dificultad—. Al que tenía una relación con Sol-Britt Uusitalo. Quería que lo supieras. Vamos hacia allá para un registro domiciliario y toda la parafernalia.
—Bien —respondió Rebecka.
Ella misma notó que su respuesta había sido fría.
«No es culpa suya», pensó.
—¿Cómo disteis con él? —preguntó para demostrar buena voluntad.
—Localizamos la tienda donde compró su tarjeta de prepago, Be-We:s, y vimos que la había utilizado en la ciudad durante el día y en Kurravaara por la noche.
—Uno de Kurravaara —dijo Rebecka.
—Sí —admitió Anna-Maria—. Jocke Häggroth. ¿Alguien que…?
—¡No! No conozco a casi nadie de allí.
Se quedaron en silencio. Las dos mujeres decidieron no enojarse y las dos querían también disculparse, pero no lo hicieron.
—Pensábamos cogerlo en el trabajo —continuó Anna-Maria al cabo de un segundo—. Pero Sven-Erik llamó y le dijeron que estaba en casa, enfermo.
—Enfermo. Seguro que está en casa con una angustia galopante.
—Probablemente. Bueno, ahora lo pescaremos.
—Que os vaya bien —deseó Rebecka—. Y para que lo oigas de mí misma y no en otra parte, estoy investigando un poco aquel atropello con fuga. Cuando murió el hijo de Sol-Britt.
—De acuerdo…
Parecía como si Anna-Maria quisiera decir algo más, pero se hizo el silencio de nuevo.
—Gracias por llamarme —dijo Rebecka al final.
—Claro, es lo… No, nada.
While My Guitar Gently Weeps se había acabado.
«Sin embargo, sin embargo, sin embargo —pensó Rebecka—. No va mal que me ocupe de algo».
Miró los encorvados abedules que estiraban sus enmarañadas ramas hacia el claro cielo azul, alguna que otra hoja amarilla y roja se quedaba pegada. Unas bandadas de pájaros negros salieron volando y se desplegaron en el cielo.
Rebecka marcó el número del forense Lars Pohjanen.
El Ford Escort de Anna-Maria iba como una bola loca por la carretera hacia el pueblo. Con ella llevaba a Sven-Erik Stålnacke, Fred Olsson y Tommy Rantakyrö. Iban de camino hacia el sospechoso Jocke Häggroth de Kurravaara, que vivía en las afueras del pueblo, en Lähenperä.
Los compañeros de la inspectora se miraban. Joder, qué manera de conducir.
—Puede venir alguien de frente —dijo Sven-Erik sin que ella pareciera oírle.
—¿Qué tal los chicos? —preguntó Tommy Rantakyrö a ver si reaccionaba.
¿Es que no tenía instinto maternal? ¿Quién iba a cuidar de sus hijos pequeños si se mataba?
El fiscal Carl von Post venía detrás con su nuevo Mercedes GLK.
—Tienen seis y diez —respondió Anna-Maria, que creía que hablaba de los hijos de Jocke Häggroth. El hombre era quince años menor que Sol-Britt, aunque eso no era inconveniente—. ¿Qué le pasa a la gente? —preguntó Anna-Maria a sus compañeros.
No respondió ninguno. Tenían bastante con sujetarse en las curvas.
—Yo no tendría tiempo de jugar a dos bandas. Contenta estoy de poder estar con mi marido de vez en cuando.
—Aunque no tiene por qué ser él —continuó cuando el coche se desvió saltando por el camino de tierra. Los demás, de forma instintiva, apretaron los pies contra el suelo y frenaron sin ningún efecto.