—Rebecka Martinsson me ha dicho que tenía que hablar contigo.

Krister Eriksson había ido a la comisaría. En el pasillo, Marcus jugaba con Vera a ser un perro salvaje; Von Post, Krister Eriksson y Anna-Maria Mella hablaban en voz baja en el despacho de la inspectora.

—No sé por qué tuviste que llamar a Rebecka Martinsson —bufó Von Post—. Yo dirijo esta investigación.

—Da igual. Aquí está el hachón —respondió Krister mostrando el hachón en una bolsa de papel—. Pensé en las huellas dactilares…

—Podría ser que el chico metiera el hachón en la caseta y lo encendiera —dijo Von Post.

A su pesar, cogió la bolsa de papel.

—Yo no tengo hachones en mi casa. ¿De dónde lo habría sacado? ¿Y dónde están las cerillas? Alguien lo ha puesto en la caseta de los perros mientras yo estaba dentro de mi casa.

—También ha sido una idea brillante… dejarlo dormir en la caseta de los perros —dijo Von Post cáustico—. Dentro de media hora también veremos eso en los periódicos. «La Policía de Kiruna guarda a un niño traumatizado en la caseta del perro».

Krister no dijo nada.

—Entonces el niño ha visto algo —dijo Anna-Maria cogiéndole la bolsa a Von Post—. ¿Por qué, si no, querría alguien matarlo? Esto es importante. A la una y veinte voy al aeropuerto a recoger a la compañera de Umeå especialista en interrogatorios con niños.

—Estupendo —exclamó Von Post secándose la palma de la mano en el pantalón—. ¿Te haces cargo de él hasta entonces? —dijo mirando a Krister Eriksson y señalando con la mano hacia el pasillo donde Marcus hacía un momento corría en círculos.

Krister Eriksson asintió con la cabeza.

Dejó a sus compañeros y salió al pasillo. Vera y Marcus habían desaparecido. Sintió cierta inquietud y apresuró el paso. En uno de los despachos vacíos estaba el niño sentado debajo del escritorio. Vera se había tumbado sobre la alfombra.

Krister se agachó.

—Hola —dijo suavemente—. ¿Qué tal?

Marcus no respondió ni tampoco lo miró a los ojos.

—¿Qué le pasa al perro salvaje? —preguntó—. ¿Tiene hambre o sed?

—El perro salvaje tiene mucho miedo —dijo Marcus, en voz baja—. Se ha escondido.

—Vaya —susurró Krister, y pidió a los dioses sabiduría y tacto—. ¿Por qué tiene tanto miedo?

—Todos en su familia de perros están muertos. Unos cazadores los persiguieron y les dispararon e hicieron agujeros para atraerlos y había otras trampas, ellos…

—¿Sí?

Marcus se quedó callado.

—De acuerdo —dijo Krister al cabo de un momento—. ¿Hay algún sitio donde el perro salvaje esté seguro?

Marcus asintió con la cabeza.

—Contigo y con Vera no tengo tanto miedo.

—Qué suerte que yo esté aquí —susurró Krister acercándose—. ¿Crees que el perro salvaje se atreve a saltar a mis brazos?

El chico le alargó los brazos.

«Qué se puede hacer», pensó Krister levantando a Marcus. El niño le rodeó el cuello y Eriksson se levantó.

«¿Qué hace uno con una persona tan pequeña que no tiene a nadie en la vida?». Apartó la ira contra la madre del niño que no quería hacerse cargo de él. «No sé nada de ella —se dijo a sí mismo—. Las cosas no se arreglarán aunque yo me enfade».

Se sentó en la silla del despacho con el niño en las rodillas. Enseguida notó mojados los muslos. Había una mancha de humedad encima de la alfombra de debajo del escritorio.

—Perdón —dijo Marcus.

—No importa. —Krister tragó saliva—. Son cosas que pasan. Ven aquí. Te puedes apoyar en mí si quieres. Nos vamos a quedar sentados un ratito y después iremos a buscar ropa limpia. Te llevaré en brazos hasta el coche si tú quieres.

Krister apoyó la mejilla sobre el pelo de Marcus.

«No debes tener miedo, perrito —pensó—. Te lo prometo».

—Eres fuerte. Me puedes llevar —susurró Marcus—. Así los cazadores no verán nada.

—No, no verán nada de nada.

Krister sintió cómo se le humedecían los ojos.

—Te lo prometo. No debes tener miedo. Porque yo soy muy fuerte.

Rebecka estaba sentada a la mesa de su cocina y escribía en la parte trasera del sobre de un recibo que estaba en el montón de correo sin clasificar. Había hablado con Krister por teléfono. Él estaba convencido de que no había sido Marcus quien había cogido el hachón y lo había encendido.

—¿Sabes por qué? —le había preguntado—. Porque, ¿de dónde habría sacado el hachón y las cerillas? Pero sobre todo porque yo le había puesto una manta encima cuando dormía. Un crío tan pequeño no puede volver a entrar en el saco y colocarse la manta encima bien puesta. Cuando yo asomé la cabeza en la caseta y lo saqué seguía igual de tapado.

«Odia las casualidades —pensó Rebecka—. Tenía que parecer un accidente. Otro accidente más».

Dibujaba sobre el recibo, hizo círculos, escribió nombres y puso cruces sobre los muertos.

Hjalmar Lundbohm era el abuelo paterno de Sol-Britt. La abuela paterna, la maestra de escuela, fue asesinada. Al padre de Sol-Britt lo atacó un oso hacía unos meses. Ella fue asesinada. Su hijo, atropellado por alguien que se dio a la fuga hacía tres años. Y ahora parecía que alguien intentaba matar a su nieto Marcus.

Lo que parecía más lógico era que quien asesinó a Sol-Britt sabía que el niño había visto algo. Algo que aún no había explicado. De otra forma, se habría corrido la voz. Que el padre de Sol-Britt muriera y que su hijo tuviera un accidente no tenía nada que ver con esto. ¿Por qué iba a tener que ver?

«La gente muere —pensó—. Todos morimos, antes o después».

Rebecka puso el dedo dentro del círculo en el que había escrito el nombre de Sol-Britt.

«De todas formas voy a investigar ese atropello —pensó—. No tengo otra cosa que hacer».

Octubre de 1914. La guerra engulle hierro y acero. El frío del otoño muerde fuerte en las montañas. Las hojas dobladas de los abedules se vuelven amarillas y las turberas, rojas.

Se han acabado las clases por hoy y Elina se da prisa en ir a casa de Hjalmar Lundbohm. Ha estado mucho tiempo de viaje pero ya ha vuelto a Kiruna. Se esfuerza en no correr cuando pasa por la calle Iggesundsgatan.

Lo ha echado mucho de menos, pero él ni siquiera le ha escrito.

«El corazón de las personas es una cosa rara», piensa.

En ese momento se da cuenta de que se ha olvidado la chaqueta en el aula. «¡Cabeza hueca!», se dice a sí misma.

Dos corazones buscan el amor. Lo encuentran. Se zambullen. Aman. Se unen casi al momento. No soporta el pensamiento que la acompaña: que ha conocido a otra. Ha comido de su amor hasta saciarse, se ha echado a dormir, se ha despertado y ha salido por ahí con hambre en busca de otra que no es ella.

«Tampoco tiene por qué ser así —piensa—. Puede haber muchos otros motivos».

El mundo entero se rearma. El gerente Hjalmar Lundbohm exporta hierro a Estados Unidos y a Canadá, y naturalmente a la fábrica de armas más importante de Europa, Kruppverken, de Alemania. Suecia es neutral y vende a cualquiera que pague. Seguro que trabaja día y noche. Ha estado fuera desde el 14 de agosto. Ese día las campanas de la iglesia tocaron todo el día, como en todas las ciudades suecas. Una declaración en favor de la guerra, porque Suecia estaba dispuesta a defenderse de posibles ataques. Las sirenas de la mina también sonaron desde la mañana hasta la noche. Algunos llamados a filas subieron al tren a la vez que Lundbohm. El llanto de las mujeres y de los niños se mezclaba con el repiqueteo de las campanas y el sonido de las sirenas. Elina bajó hasta allí para despedirse. Él estaba de buen humor. Le dijo que seguramente estaría fuera durante bastante tiempo, pero cuando vio la mirada de ella le prometió que le escribiría. Lo prometió.

Ni una línea. Primero pensó que no era tan raro. Había gente que ya llamaba a la guerra «guerra mundial». Después pensó que si él la echaba de menos, la amaba, en ese caso no podría hacer otra cosa que escribirle por la noche en lugar de dormir. Después pensó que podía irse al infierno. ¿Quién se creía que era? ¿Y por qué él? Había otros. Cada día había cartas en la puerta de su vivienda, todas de pretendientes que querían invitarla a tomar café o a dar un paseo.

Cuando vuelva a Kiruna se paseará con otro del brazo. Y si quiere verla, que se quede sentado, porque estará ocupada preparando las clases.

Ha intentado apartarse de las tribulaciones, ha ido a diferentes reuniones de asociaciones y también ha leído, claro. Flisan suele querer que le lea en voz alta, «siéntate y lee para mí, mientras yo friego», le dice. Incluso la ha acompañado al club de las sirvientas y a las reuniones del Ejército de Salvación para escuchar música de cuerda.

Flisan está contenta con la compañía. Su novio, Johan Albin, adora a Flisan, pero no la acompaña a la iglesia o al club de las sirvientas, ahí está el límite, dice él.

Y eso es lo que ha ocurrido con los firmes propósitos y por ahí va ella sin chaqueta.

Es como en las Escrituras. Ella es como la mujer del Cantar de los Cantares. La que va dando tumbos por la ciudad buscando a su amante, aunque el guarda de la ciudad le pega y se burla de ella. «Me levantaré ahora, y rondaré por la ciudad; por las calles y por las plazas. Buscaré al que ama mi alma». Una y otra vez dice: «Estoy enferma de amor».

Eso es. Ese amor. Una enfermedad de la sangre.

Aminora la marcha cuando se acerca a la casa de Hjalmar Lundbohm. Siente una palpitación cuando lo ve. Como al velar la trucha, un rápido movimiento que le recorre todo el cuerpo. Es un amor traicionero el que vive en ella, el que la hace palpitar de ese modo. Después siente otra palpitación, pero ahora de miedo, porque allí está el intendente jefe Fasth hablando con el gerente. No ha visto a Fasth desde la cangrejada. Después se lo explicó a Flisan y ella la avisó: «Mantente lejos de él, hazme caso, es peligroso». Un poco más alejado está Johansson, el director de la guardería, esperando que le toque hablar con el gerente.

Fasth la ve primero, porque Hjalmar está de espaldas. Ella anda lo más tranquila que puede hasta ellos y no inclina la cabeza hasta que está justo a su lado.

Lundbohm exclama: «¡Señorita Pettersson!». Los tres hombres rozan el ala de sus sombreros, bueno, Johansson no, el de la guardería lleva aquel día un gorro de lana en la cabeza, pero se lo estira con cierta torpeza. Los ha dejado atrás y su ingrato corazón sigue batiendo y brincando de amor y de miedo.

En aquel momento tiene que esforzarse para no salir corriendo.

«No corras —le dice firme a su cuerpo sintiendo sus miradas en la espalda—. No corras. No corras».

La mirada del intendente Fasth va de Elina al gerente. Con que así están las cosas. Ahí va desfilando como una ramera sin chaqueta ni abrigo para enseñar su estrecha cintura y su exuberante pecho. Y ese pelo largo y rubio. Pero el gerente se queda allí delante de Fasth esperando a que siga hablando. ¿Es posible que la historia haya acabado? En ese caso, no hay más que seguir adelante. Cuando el lobo y el oso se han hartado, le toca el turno al cuervo y al zorro.

«Corre, conejito —piensa dejando que la mirada acompañe el movimiento de la cintura y baje hasta las nalgas—. Corre, corre».

Al atardecer llega un chico con un mensaje para Elina.

«Queridísima Elina —pone—. Pasaste de largo deprisa y no me dio tiempo ni de saludarte. La guerra quizá te ha apartado de mí. Quizá tus pensamientos se han enfriado e incluso has conocido a otro. Si es así, de todos modos quiero ser amigo tuyo y como amigo quiero invitarte a cenar esta noche. ¿Puedes? ¿Quieres? Tu H.»

Lo único que ve es «Queridísima». Lee la palabra queridísima una y otra vez. Después corre hacia su casa. Sí, enferma de amor. Antes del postre ya están en la cama.

Ella no pregunta: ¿me quieres?, ¿todavía?, ¿qué va a pasar con nosotros? Pero lo mira. Él se queda dormido como si alguien le hubiera dado un golpe en la cabeza. Si por lo menos hubieran hablado un poco, como solían hacer. Si le hubiera susurrado que la amaba y después se hubiera quedado dormido en sus brazos con el sueño profundo de los niños. No, le da la espalda y se duerme de repente. Elina se levanta y se lava el bajo vientre. Vuelve a la cama. Se queda mirándolo un rato. ¡Mira que dormirse!

Los pensamientos son como la arenilla. Respira arenilla cada vez que entra aire en su cuerpo. Dentro de poco toda ella será simplemente un montón de escoria gris de la mina. No la ama. No significa nada para él.

Al final, se viste y se va a su casa en mitad de la noche. Mientras, él sigue durmiendo.

Se ha formado hielo en Luossajärvi. A esas horas, se hace grueso deprisa. Cruje y retumba. Los lapones tienen una palabra especial para eso, jamidit, cuando el hielo canta, brama, sin que nadie pase por encima.

A lo largo del camino a su casa, el hielo aúlla en los oídos de Elina. Llora sin parar, se queja y se rompe.

—Bastante segura —dijo Marianne Aspehult, de la tienda Be-We:s, señalando la foto del pasaporte de Jocke Häggroth—. En realidad, completamente segura. Suele venir a comprar aquí pero no recuerdo si ha comprado alguna tarjeta de prepago.

Anna-Maria Mella recorre la tienda. Es muy acogedora, no había puesto los pies allí antes, aunque hace una eternidad que existe.

Marianne Aspehult miró las fotos de los dos hombres que Sivving había dicho que pescaban arriba, por la zona de Abisko.

—Claro que estos quizá también han venido a comprar alguna vez, aunque yo no lo recuerdo. La verdad es que creo que… no.

Anna-Maria asintió con la cabeza.

—Gracias —dijo.

—Tengo que preguntar una cosa —dijo Marianne Aspehult—. ¿Tiene esto algo que ver con el asesinato de Kurravaara?

Anna-Maria sacudió la cabeza en forma de disculpa.

—Claro —respondió Aspehult—. Coge golosinas si quieres, o el periódico.

«La gente es tan agradable —pensó Anna-Maria cuando abandonó la tienda—. Voluntariosos y buenos. La mayor parte no se dedica a matar a su prójimo».

Después llamó a Von Post. Había llegado el momento de ir a buscar a Jocke Häggroth para un interrogatorio.