Krister Eriksson se despertó pronto. En la tienda hacía frío. El perro salvaje tenía su saco de invierno y él había tenido que dormir en el de verano. Tintin estaba a su lado. Se despertó cuando él se estiró y le lamió la cara. Uf, qué frío. No podía aguantarlo, tenía que levantarse.

Además quería una dosis de tabaco.

Roy estaba quieto a sus pies, pero cuando empezó a moverse los dos perros se levantaron y comenzaron a ir de un lado a otro en la pequeña tienda; se apretujaron en la entrada hasta que pudieron salir a orinar.

Krister sacó la cabeza por la obertura de la tienda. Daba gusto que aún no hubiera caído la primera nieve. Salió como pudo y miró dentro de la caseta del perro. Mientras, Roy y Tintin daban una vuelta alrededor de la casa olisqueando.

La caseta de perro era sencilla y sin calefacción. La había hecho él mismo. Delante de la entrada había tres capas de plástico que no mantenían fuera el frío pero sí evitaban que entrara el aire. Los perros podían entrar y salir sin problemas.

Apartó hacia un lado las capas de plástico. Allí estaba Marcus, durmiendo tranquilo con Vera junto a él. Krister le había puesto debajo una piel de reno y una manta extra sobre el saco de dormir de invierno.

Vera se despertó de inmediato y también salió fuera.

—No tengo remedio —les dijo a los perros.

Fue hasta el cubo de la basura, lo abrió y sacó la bolsa del día anterior. Los perros se juntaron interesados a su alrededor.

—Ya lo sé —dijo en voz alta cuando la desató y buscó su caja de tabaco prensado, que estaba un poco sucia—. Es indigno.

Los perros entraron con él en casa a desayunar. Krister se puso la deliciosa dosis debajo del labio y, aunque sólo eran las cinco menos cuarto, preparó el café de la mañana.

Sacó del congelador las moras de la temporada. Esperaba que a Marcus le gustaran. Para mayor seguridad también sacó un paquete de arándanos azules. Si preparaba creps en el horno, la confitura sería un buen relleno. Le preguntaría a Sivving y a Rebecka si querían comer con ellos. «Si se queda hoy conmigo», se recordó a sí mismo.

Hizo sus ejercicios de entrenamiento: de espalda, de piernas, de brazos y de articulaciones. Después consultó las cuentas por Internet y aspiró toda la casa. Lo hacía cada mañana porque los perros soltaban muchísimo pelo.

Vera se sentó junto a la puerta y empezó a rascarla. Quería salir. Miró el reloj. El chico podía dormir todo lo que quisiera, aunque seguro que Vera lo iría a buscar antes y para Marcus esa sería la mejor manera de despertarse.

Roy y Tintin estaban tumbados en el sofá. Esos no tenían plan de irse a ninguna parte.

Vera hacía ruido con la cola, mirándolo. Tuvo la sensación de que la perra lo entendía. Esa perra, cuyo amo él había visto asesinado, de alguna forma sabía por lo que el niño había pasado y había decidido ayudarlo.

—Necesito tu ayuda —le dijo Krister a Vera dejándola salir.

Fue hasta la ventana de la cocina, desde donde se podía ver la caseta del perro. Vera se acercaba trotando y moviendo la cola hacia ella.

Después se quedó parada delante de la entrada.

«¿Por qué no entra?», pensó Krister.

Vera dio un ladrido. Era agudo y lleno de inquietud. Después metió la cabeza en la caseta y volvió a echarla hacia atrás. Ladró de nuevo.

¿Qué le pasaba a la perra? Krister salió corriendo, en calcetines, al jardín. Cayó de rodillas delante de la caseta y apartó los plásticos de la entrada.

Allí estaba Marcus durmiendo. Dentro, junto a la puerta, ardía un hachón. El estómago de Krister se retorció de miedo. ¡Un hachón! ¿Dónde lo habría encontrado?

Lo cogió rápidamente y lo puso boca abajo en el césped. Se apagó con un corto chisporroteo. Después sacó a Marcus de la caseta con el saco y todo.

Sacudió al niño.

—¡Marcus, Marcus, despierta!

Se le acumulaban los pensamientos. Dios mío, si se hubiera movido y se hubiera prendido el saco…

No podía ni pensarlo. Él mismo había ardido cuando sólo tenía unos años más que el chico.

¿Por qué no se despertaba? Las velas en espacios pequeños eran una trampa mortal. Él lo sabía. Cada año morían varios montañistas por ese motivo, dejaban las velas encendidas en la caravana o haciendo vivac. Cocinaban dentro de las pequeñas tiendas y se dormían hasta morir envenenados con el monóxido de carbono.

—¡Marcus!

El niño estaba desmayado entre sus brazos, pero de pronto abrió los ojos y lo miró sin decir nada.

Krister se sintió tan aliviado que casi rompió a llorar.

Estaba contento de que Vera lamiera impasible a Marcus para darle los buenos días. Marcus intentaba lamerla a su vez, sin conseguirlo.

—No se pueden tener velas en una caseta de perro —dijo Krister serio—. ¡Puede prenderse fuego! ¡El aire puede acabarse! ¿Dónde lo has encontrado?

Marcus lo miró interrogante.

—¿Guau?

—¡Eso!

Krister levantó el hachón apagado y se lo enseñó al niño.

El chico negó con la cabeza.

La perra se enfadó con Krister y este miró a su alrededor.

En ese mismo momento apareció un hombre joven que parecía no venir de ninguna parte. Llevaba el pelo recogido en un moño y gafas negras estilo años sesenta. Llevaba una camisa blanca y una chaqueta demasiado ligera. Detrás de él corría una mujer igual de joven. Iba vestida con una sudadera con capucha y vaqueros anchos. Parecían de esos que ocupaban casas y tiraban piedras a la Policía Montada, observó Krister. Instintivamente atrajo a Marcus hacia sí. Se levantó y puso al niño de pie todavía dentro del saco.

—¡Krister Eriksson! —gritó el joven—. ¿Por qué duerme Marcus fuera, en una caseta de perro? ¿Es que supone un riesgo? ¿Es que no te atreves a dejarlo dormir dentro de la casa?

—¿Qué?

La mujer había sacado una cámara y hacía fotos.

Periodistas.

—Fuera de mi propiedad —dijo Krister.

Les señaló con el dedo mientras volvía la cara de Marcus hacia él.

El hombre y la mujer se pararon justo al lado del buzón. Conocían sus derechos. Necesitaban algo más que un policía extraterrestre para asustarlos. La mujer continuaba haciendo fotos mientras el hombre gritaba preguntas.

—¿Es peligroso? ¿Creéis que fue él quien mató a su abuela? ¿Es cierto que lo van a ver los psiquiatras hoy?

Krister temblaba por la ira contenida.

—¿Estáis locos? Desapareced de aquí ahora mismo.

Cogió a Marcus en brazos y llamó a Vera, que trotaba impasible alrededor de los recién aparecidos.

—¡Ven aquí! ¡Aquí, te digo!

Cómo era posible que Rebecka no le hubiera enseñado ni la orden más sencilla.

Marcus pataleaba en sus brazos, no quería que lo llevara así. Ladró a los periodistas mientras Krister lo metía en la casa.

—¡Guau! —gritó—. ¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!

Carl von Post había dormido mal. Había soñado que estrangulaba a su mujer con un fino hilo de acero. Se le había puesto la cara azul, hinchada como un globo a punto de reventar. El acero le había cortado la piel y la sangre le empezaba a salir. El sueño se había ido pero no estaba seguro de si había gritado y de si los vecinos lo habrían oído.

No entendía por qué había soñado aquellas cosas tan raras. Tenía que ser algo que había comido. ¿O se estaba poniendo enfermo? De cualquier forma, no era por la prima aquella, Maja Larsson, y lo que le había dicho de su padre y de su mujer. Descartado. Maja Larsson era una persona carente de importancia.

Carl von Post se encontraba en la puerta del despacho de Rebecka Martinsson, en la fiscalía. Alf Björnfot estaba detrás del escritorio con los documentos relativos al asesinato esparcidos ante sí. Diez sencillos documentos, en total. Cada uno de ellos significaba una media hora de trabajo.

«Es extraordinario», pensó Von Post sintiendo cómo el malestar del sueño desaparecía.

Rebecka Martinsson había reaccionado mejor, o mejor dicho, peor de lo que él esperaba. Había montado una escena como una vieja histérica. Se peleó con el jefe y después se negó a acudir al trabajo.

Ahora las cosas estaban así: él era el responsable del caso y ella se había superado en su papel de imbécil, traidora e histérica. Había que esforzarse para no ponerse a canturrear y sonreír. No, había que mostrar cara de preocupación.

—¿Mucho? —le preguntó a su jefe con un tono de voz bajo.

Alf Björnfot le lanzó una mirada irritada.

—Es profundamente lamentable que se lo haya tomado de forma tan personal —continuó Von Post, que en ese momento se sentía tan a gusto como en las navidades de su infancia—. No hay derecho que tengas que venir desde Luleå y dejarlo todo…

Su jefe lo interrumpió con un gesto de rechazo.

—Bueno, la verdad es que lo ha dejado preparado hasta el último detalle. Condenadamente bien. Ha escrito informes, comunicados, lista de preguntas, incluso ha hecho un borrador para el alegato. Simplemente se trata de leer.

La maquinaria en el interior de Von Post empezó a chirriar y los villancicos se callaron de golpe. Estaba claro que debería haber repasado el caso y metido los jodidos comunicados en la trituradora de papel. Además de retocar los informes.

—A mí me parece que todo esto es una mierda —dijo afectado—. Negarse a comparecer en el trabajo es motivo de despido. Cualquiera le haría una advertencia.

Se congratulaba a sí mismo de haber hecho de forma tan elegante la insinuación de que podría considerarse favoritismo si el jefe no le hacía la advertencia. Una advertencia era necesaria antes de despedir a alguien. No porque Björnfot fuera a despedirla, porque estaba chiflado, pero tampoco era necesario. Si le hacían una advertencia se despediría ella misma, casi podía asegurarlo.

—Le he concedido vacaciones —dijo Alf Björnfot—. Y por mi parte estoy agradecido si me perdona y no se despide. Sería muy satisfactorio para Meijer & Ditzinger hacerla socia si volviera.

«El jefe está pálido —pensó Von Post—. Enfermo. Está mal».

—Dime si hay algo que pueda hacer yo —dijo sonriendo.

En ese momento aparecieron en el pasillo Fred Olsson y Anna-Maria Mella, con la cara roja y muertos de risa.

Cuando vieron a Von Post se callaron.

Von Post los llamó para que fueran hasta allí.

—Dentro de poco lo tendremos —dijo Fred Olsson dándole un papel a Von Post.

Saludaron a Björnfot pero no fue un saludo caluroso. Anna-Maria lo miró fijamente y Björnfot respondió al saludo preocupado.

—He repasado los sms del amigo secreto de Sol-Britt Uusitalo —dijo Fred Olsson—. La última tarjeta de prepago fue activada hace dos semanas. Los mensajes enviados durante el día proceden de una estación base en Kiruna y los de la noche se enviaron desde Kurravaara. El sábado se mandó uno desde Abisko.

—Fue asesinada la noche del sábado al domingo —dijo Von Post.

—Pero en una hora se llega allí.

—Maja Larsson, la prima de Sol-Britt, le dijo a Sven-Erik que Sol-Britt tenía una relación con un hombre casado que vivía en Kurravaara —explicó Anna-Maria. Seguía sin mirar a Von Post—. Puedo hablar con el vecino de Rebecka, Sivving. Conoce a todo el pueblo. A ver si hay alguien que tenga una cabaña o algo así en la zona de Abisko.

—Hazlo —dijo Björnfot—. De inmediato.

Sonrió cansado hacia Anna-Maria. Ella se dio la vuelta, se alejó y llamó.

«Un poco de investigación no puede ser malo —pensó Von Post satisfecho—. A ver si a la enana esa también le da un ataque de histeria. ¿Habría algo más divertido?».

Björnfot se volvió hacia Fred Olsson.

—¿No habrás conseguido saber dónde se vendió la tarjeta de prepago?

—Claro que sí. En la tienda de comestibles Be-We:s.

—Ve y pregúntales si alguien de Kurravaara suele comprar tarjetas de prepago allí —ordenó Björnfot.

Se levantó de la silla y se puso la americana, dispuesto a hacerse cargo del puesto de Rebecka, es decir, a continuar la lucha contra la gente que orinaba en lugares públicos, iba en ciclomotor sin casco, ladronzuelos, conductores borrachos y contra los que destilaban en casa.

—Aquí la gente sabe de la gente —dijo.

Se quedaron callados. Desde el pasillo les llegó un «sí», un «hmm» y un «gracias, pero tengo que cortar» de Anna-Maria. Lo repitió varias veces hasta que consiguió finalizar la conversación.

Cuando entró de nuevo en el despacho se quedaron mirándola.

«Ve al grano», pensó Von Post.

—Jocke Häggroth —dijo—. No lo conozco. Sivving ha dicho que es un tipo normal. Con mujer y dos hijos en edad escolar. Trabaja como soldador en Nybergs Mekaniska. Sivving cree que el hermano de ese Jocke Häggroth tiene una cabaña en Träsket, cerca de Abisko. También hay dos más que él sabe que tienen casetas de pesca allí arriba. También tienen hijos, pero mayores. Escribí los nombres: Tore Mäki y Sam Wahlund.

—Aunque a estas alturas del año las casetas están en tierra, ¿no? —dijo Von Post.

—Saca las fotos de los pasaportes de los tres y vayamos a Be-We:s —dijo Björnfot—. A lo mejor reconocen a alguno. Si es así, lo traéis para un interrogatorio.

Anna-Maria asintió con la cabeza.

—Las tenemos —murmuró—. Ha ido rápido.

«Ha ido casi demasiado deprisa —pensó Von Post—. Pero aun así, ¡viva!».

Convocaría la rueda de prensa para la tarde. Entrar en la sala, sentarse. La presentación era importante. «Me hice cargo del caso ayer y se ha seguido de forma efectiva, lo que ha dado resultados». «No, “lo que ha dado resultados”, no. Quizá “lo que da resultados”. Más punzante».

Esperaba que fuera un padre con hijos pequeños. Eso le gustaba a la prensa. Habría buenos titulares.

Sonó el teléfono de Mella. Krister Eriksson aparecía en la pantalla. Respondió.

—Sí… Sí… ¿Qué cojones dices?

—¿El niño? —susurró Björnfot a Von Post y a Fred Olsson.

Esperaron en silencio.

Anna-Maria acabó la conversación. Con el teléfono en la mano miró a Alf Björnfot.

—Era Krister Eriksson —dijo finalmente—. Dice que alguien ha intentado matar a Marcus.