24 DE OCTUBRE

La ira invadía los sueños de Rebecka Martinsson hasta que se despertó. En el móvil eran las cinco, pronto, pero no media noche.

«Puedo levantarme cuando quiera —pensó—. Y dormir un poco la siesta. No voy a ir al trabajo. Que se vayan al infierno».

Su jefe, Alf Björnfot, simplemente la había apartado de la investigación y se la había pasado a Von Post. ¿Qué creía? ¿Que iba a sonreír, lamerse la herida en silencio y, obediente, hacerse cargo de sus putos casos fiscales? ¿Se creía que estaba mal de la cabeza?

«No pienso volver», se dijo.

Mocoso estaba acostado a los pies de la cama respirando ruidosamente. Cuando ella se movió se despertó y dio unos cuantos golpes con la cola. Nunca se despertaba enfadado. Ella decidió que lo mejor sería levantarse y encender la cocina.

El perro corrió hasta la puerta. Quería orinar.

—Sí, sí —le dijo poniéndose los zapatos. Fuera estaba oscuro como sólo lo está a finales de otoño, justo antes de que caiga la primera nieve. La descomposición del negro absorbía el débil brillo de la luna y de las luces de todas las casas del pueblo, donde la gente vivía sus vidas, donde todo continuaba como siempre, a pesar de lo que había ocurrido. El río, un poco más allá, callado y con la tranquilidad del otoño. Los barcos y los embarcaderos ya no estaban en el agua, cualquier noche se formaría el hielo.

Mocoso desapareció en la oscuridad y Rebecka se sentó a la débil luz de la lámpara del porche. Tenía ganas de fumar y se sentía inquieta.

«Dime qué debo hacer —pensó—. ¿Adónde voy?».

De pronto oyó ladrar al perro. Una mezcla de ladrido y gruñido. Miedo, defensa, aviso. Oyó cómo iba de un lado a otro. Luego una voz:

—Hola, Rebecka. Sólo soy yo, Maja.

Una linterna se encendió más allá en el almacén.

—Tranquilo, perrito. ¿Te he asustado? No soy peligrosa.

Mocoso siguió corriendo y ladrando hasta que Rebecka lo llamó para que volviera a su lado. Fue con él hasta la luz de la linterna. El perro Gruñía desde el fondo de la garganta. La gente que en medio de la oscuridad se metía en su territorio no era de fiar.

—Sólo soy yo —dijo Maja Larsson de nuevo alumbrando su propia cara, que apareció pálida con oscuras ojeras alrededor de los ojos, como un fantasma.

Bajó la linterna y el haz de luz cayó sobre un montón de colillas en el suelo. El olor de humo frío se mezcló con los olores de putrefacción orgánica del otoño.

«¿Cuánto tiempo lleva aquí?», pensó Rebecka.

—Perdona —dijo Maja—. No quería asustarte.

Saludó al perro y dejó que le lamiera las manos.

—¿Es por mi culpa? Que te apartaran del caso.

Rebecka negó con la cabeza. Entonces se dio cuenta de que no podía verla.

—No —respondió.

Maja había apagado la linterna, se la metió en el bolsillo y encendió un cigarrillo.

—He pensado en ti —continuó Maja.

Su voz era profunda y afónica de manera agradable. Una auténtica voz de la noche, adecuada para la oscuridad.

Rebecka había soltado a Mocoso y lo oía escarbar por los alrededores.

—He pensado en tu madre. Es como si la tuviera delante todo el tiempo. Ahora también. He soñado con ella y tuve que venir aquí a esperar a que te despertaras. Supuse que soltarías a los perros por la mañana. Perdona que no te dijera que Sol-Britt tenía una relación. No sé quién es. Aunque debería haberte dicho algo. Seguramente no quería verme implicada.

—No te preocupes. De todas formas me hubieran apartado del caso.

—Ese fiscal es un cerdo. Le trae al pairo quién asesinara a Sol-Britt. Sólo quiere…

—Sí.

—Tu madre…

—Lo siento —la interrumpió Rebecka con la voz dolida—. Seguro que no es nada malo, pero no quiero saber nada de ella.

Se obligó a guardar silencio. Le dolía la garganta.

«¿Qué es lo que pasa?», pensó

—Si me dejas explicarte —insistió Maja Larsson en voz baja—. Dame cinco minutos y después te dejaré tranquila. Así ella a lo mejor me deja tranquila a mí.

Rebecka continuó callada.

—Tu madre… —empezó a decir Maja—. Sé lo que dicen de ella en el pueblo. Vino aquí guapa y maquillada y de la ciudad. Se juntó con tu padre. Se cansó de él. Te cogió y se volvió a Kiruna. Dicen que fue culpa suya que él empezara a beber, ya lo habrás oído. Después se marchó a vivir a Åland tras un nuevo amor y a ti te dejó aquí. Tuvo otro hijo con el nuevo y después se mató con el coche.

—No —dijo Rebecka con la voz rota—. La atropellaron. Ella no iba en el coche…, sólo apareció…

—Sí. Y tu hermano pequeño también. Ella lo llevaba en el cochecito.

—Aunque yo no llegué a conocerlo, así que…

—Te voy a contar una cosa. La gente dice que tu padre, antes de que conociera a tu madre, era demasiado bueno. Pero la verdad es que era demasiado débil. Y no es lo mismo. Por ejemplo, a veces trabajaba para un transportista de Gällivare y cuando llegaba el momento de cobrar, entonces abrían el almacén de herramientas de una obra en la que trabajaban y de allí podía coger lo que quisiera, en lugar de cobrar. Ni siquiera eran cosas de su propiedad. Mikko también se daba cuenta. Hacían que robara mientras ellos se quedaban mirando. Joder, lo mal que se sentía por aquello. Pero no era capaz de hacerles frente. A veces le prometían alguna chatarra de coche que valdría tanto si él hacía esto o lo otro. Tu padre no sabía arreglar coches, así que en el jardín había un par de Citroëns oxidándose. Tu abuela suspiraba porque ella sólo era fuerte dentro de casa; traspasada la valla no podía hacer nada. También le pagaban en diésel. El transportista podía desgravarlo pero a tu padre se lo pagaba a precio de distribuidor. Así que olvídate de impuestos y también de pensiones.

Maja encendió otro cigarrillo con la brasa del que estaba fumando. Un poco alejado, Mocoso escarbaba como un loco, junto al camino del almacén, desde donde lo oyeron gemir de emoción. Seguramente algún ratón de campo que ya estaría a mil kilómetros de allí pero su olor era fresco y totalmente irresistible.

—Cuando entró como socio en la empresa de Sven Vajstedt —continuó Maja—, Sven tenía una Retro y tu padre consiguió un préstamo para comprar un volquete. Sven tenía buen pico y conseguía los trabajos. Los gastos se repartían jodidamente bien pero la mayor parte de los ingresos se quedaban en el camino, en casa de Svenne. Tu madre paró todo aquello. Consiguió que tu padre y el volquete dejaran la empresa y así pudo trabajar para sí mismo. Ella hacía las facturas y sólo aceptaba dinero como pago. También le buscaba trabajo, pero la firma era de tu abuela y de tu padre y el dinero se gastaba todo en la finca. Entonces empezaron a aparecer los primeros vuelos chárter. Tu madre quería viajar pero ni hablar. Ir al extranjero, ¿para qué?

Rebecka callaba, tensa. Maja se echó a reír.

—A ella le gustaba bailar y lo cierto es que se conocieron en el baile, pero después él dejó de ir. Y eso de que empezó a beber cuando ella se fue, la verdad es que ya bebía demasiado antes también.

—No sé qué quieres de mí —dijo Rebecka con un nudo en la garganta.

Mocoso volvió hasta ellas y se sentó junto a su ama con un profundo suspiro. Quería desayunar.

Maja pisó la colilla.

—Necesitaba decírtelo. Mi madre se está muriendo y a veces quiero que todo pase muy deprisa. Vine a Kurravaara para estar con ella y tengo todos los motivos del mundo para estar indignada, y tú también. Pero la vida pasa demasiado deprisa. Adiós.

Se fue como un alce. Desapareció en la oscuridad. A Rebecka no le dio tiempo de responder. Tampoco pudo. La voz se le había quedado pegada a la garganta.

«¿Qué es lo que pasa? Ese capítulo está cerrado. No estoy bien de la cabeza —pensaba mientras entraba de nuevo en la casa—. ¿Por qué me he venido a vivir aquí?».

En aquella casa veía a su padre constantemente. El lugar junto al marco de la puerta donde solía ponerse cuando se quitaba las botas. Su madre inclinada sobre un ejemplar de la revista Allers en la mesa de la cocina. La abuela que andaba deprisa por el jardín, siempre ocupándose de algo: niño o animal, hombres que hacían una pausa, el vecino con ganas de tomar café.

«Si alguien pudiera abrazarme hasta que se me pase», pensó.

Quizá debería llamar a Måns. No, no. Ni siquiera podía hablar. ¿Iba a llamarle para hiparle en la oreja?

«Tampoco sería de ayuda —pensó—. No puede ayudarme. Los que importaban están todos muertos».

Cogió el teléfono. Tenía un mensaje. Era de Krister.

«Llámame en cuanto leas esto —ponía—. Es por Marcus».

El sábado 8 de agosto de 1914, el gerente Lundbohm celebra una cangrejada. Traen vivos los cangrejos desde el mercado de Östermalmshallen de Estocolmo, en cajas de madera llenas de hielo y serrín. Flisan mira en el libro de cocina Hemmets kokbok cómo se cuecen los cangrejos y hace que las chicas, con espanto, los metan vivos en la olla más grande de cobre que hay y vean aquella muerte diabólica y cómo enrojecen junto con el eneldo. Luego los coloca en una fuente grande con hielo picado.

Elina es una invitada. Ha comprado por correo una rosa de terciopelo para anudársela debajo del cuello y un largo collar de perlas.

El gerente ha invitado a la gente que es importante para el pueblo. Sus esfuerzos serán ahora aplaudidos y ellos, animados a seguir. Da un discurso de bienvenida y los llama amigos. Hace menos de una semana que Su Majestad el Rey decidió que Suecia observaría una neutralidad total, así que la gente ya no se reúne por las tardes para saber más, exigir datos o divulgar rumores. La guerra será corta, todo el mundo con sentido común está de acuerdo. Y Kiruna, bueno, toda la Suecia neutral, dice el gerente, puede ganar dinero con la guerra. Igual que en la guerra de Crimea.

Una treintena de invitados se hace sitio en la larga mesa del comedor. Están los presidentes del consejo escolar y la casa de la Caridad. El jefe guardagujas de la zona norte discute con el farmacéutico de la ciudad el absurdo acaparamiento de comida, alimentos ahumados y salados, conservas y macarrones. Y harina, sobre todo de harina. Ni siquiera durante la gran huelga se vio tanta locura.

El delegado del Gobierno, Björnfot, está allí con su sombría esposa, cuyo silencioso odio hacia Kiruna crece en su cuerpo como un tumor. Elina intenta hablar con ella pero enseguida se rinde.

El jefe de la Policía rural, que es un conquistador, bromea con Elina todo el tiempo. A la vez le da las cáscaras y las cabezas de los cangrejos a su perro, que durante el postre vomita en la piel de oso del gerente.

El lapón Johan Tuuri se ríe a gusto diciendo que nunca ha comido algo así, juega con las pinzas y hace un pequeño espectáculo de pelea con dos cangrejos como protagonistas.

El párroco protestante no cierra el pico y se llena con rapidez la copa de aguardiente mientras el cura de la compañía se queja del estómago y se limita a la cerveza.

El médico está cansado y parece que vaya a quedarse dormido en la silla, pero con la música resucita de entre los muertos y demuestra ser un as con las canciones de Bellman.

Los ingenieros de la mina no saben hablar de otra cosa que de la montaña. Es como si la obsesión por el mineral creciera cuanto más bebían.

Algunos comerciantes y un transportista también han sido invitados.

La asociación de orquestas se encarga del entretenimiento, y a los músicos les dan una copa en la cocina cuando hacen una pausa.

El intendente jefe de la mina, Fasth, y mano derecha de Hjalmar Lundbohm, le dedica un discurso al gerente. A esas alturas, el gorrito de papel con cangrejos se le ha resbalado hacia la nuca y el babero de colores está en la fuente de la comida.

Fasth no es un hombre sumiso. La comida grasa y la bebida fuerte han formado su constitución y su genio. La cabeza y el tronco son dos esferas, una pequeña encima de otra más grande. No tiene el temple de la mujer del delegado ni tampoco está cansado y rendido como el médico. No, el intendente jefe es áspero como el chirriante, cortante e inexorable invierno. Es duro como el hierro de la montaña. Opina en secreto que el delegado y el gerente Lundbohm son débiles. Él no tiene problema ninguno en poner en jaque a la gente: no se priva de desahuciar, despedir, liberar, echar o embargar. El miedo en los ojos de los pobres lo deja frío.

A pesar de su corta estatura, es físicamente fuerte. Pocos le superan haciendo un pulso y de los presentes sólo el delegado y el jefe de Policía.

En estos momentos está resoplando el discurso de agradecimiento y su amargado carácter le hace recordar que si no fuera por él el gerente no estaría allí.

Uno de esos jodidos que se creen amigos de la gente y a los que les gusta relacionarse sobre todo con pintores, maricones y marimachos como Lagerlöf y Key, vaya una mierda.

Y todos esos viajes. El gerente ya se puede ir a cualquier parte del mundo e instruirse, mientras él, Fasth, vela para que la ciudad funcione, ata corto a los trabajadores y pone a la gente en su sitio. Para que salga el hierro.

Y esa maestra de escuela que está sentada al otro lado de la mesa. Mientras habla, su mirada se posa en sus pechos y en su cintura. Es un coño bonito, sí que lo es, pero con demasiadas ideas en la cabeza. Él se las sacaría si tuviera la ocasión. Durante la fiesta ha visto intercambiar miradas entre el gerente y la maestra. Así que esas tenemos. ¿Qué es lo que ve ella? Dinero, está claro. Mañana mismo controlará el sueldo que tiene, no faltaría más.

Flisan ordena a las chicas quitar la mesa y después sirven pastel de manzana caliente con nata. Las manzanas no crecen allí tan arriba, también han llegado en cajas de madera para el gerente, cada manzana envuelta cuidadosamente en papel de periódico.

Flisan está en el quicio de la puerta y ve al intendente jefe mirar a Elina. Es una mirada embotada, con los ojos medio cerrados. Tiene la boca abierta y algo de ave rapaz. Como un sapo de verano entre los juncos. Dispuesto, preparado.

Cuando pone la tarta de manzana en el plato de Elina, le susurra algo rápido en el oído.

«Haz como que tienes que salir y ven a la cocina».

Piensa decirle a Elina que se vaya a casa de inmediato. El intendente jefe no es de fiar. Además, ha bebido en exceso. Es peligroso para las mujeres.

Pero Elina no va a la cocina. El aguardiente la ha puesto de buen humor y tiene ganas de hablar. Quizá ni siquiera ha oído lo que le ha dicho Flisan porque a estas alturas los invitados hacen mucho ruido.

Cuando llega la hora del coñac en el salón, la mayor parte de las señoras se va a casa, pero Elina se queda. Fasth apenas se despide de su mujer cuando esta le agradece al gerente la alegre velada y se marcha. La esposa no se esfuerza en llevarse a su marido consigo. Quizá le parezca agradable estar sin él, quizá se sienta aliviada si él puede dar rienda suelta a sus necesidades viriles entre las piernas de otra.

Flisan friega y va de un lado a otro con bayetas y trapos como una posesa para estar lista cuando el último invitado se vaya a casa.

Sin embargo, cuando Elina se va, Flisan todavía no ha acabado. Las copas de coñac y la fuente de bombones están todavía fuera y aún tiene que fregarlas y guardarlas cuando los últimos invitados ya están en el recibidor agradeciendo a su anfitrión la magnífica velada.

Flisan ve al intendente Fasth coger del brazo a Elina y decirle al gerente Lundbohm que él personalmente la acompañará hasta su casa.

Al otro lado de la puerta, la toma del brazo con autoridad y se la lleva antes de que los demás invitados puedan abrir la boca.

Elina se siente a disgusto. Nota el brazo como sujeto a un tornillo de banco de trabajo, y el intendente parece no darse cuenta cuando ella tropieza porque él anda demasiado deprisa. La clara noche de verano ha pasado y está sola con aquel hombre que huele a alcohol y que casi la lleva a rastras.

Cuando han pasado la tienda de ultramarinos Silfverbrand, en la calle Iggesundsgatan, la mete sin previo aviso en el patio interior. Está oscuro como un saco de carbón, sólo una débil luz de luna cae sobre barricas, carretillas, un carro y las cajas vacías de la tienda.

Fasth la presiona contra la pared de la leñera.

—Venga —balbucea cuando ella intenta protestar—. No te hagas la estrecha…

Le coge fuerte los pechos.

—No disimules. Bien que te tiras a Lundbohm… y seguro que a otros muchos.

Su boca babea sobre la cara de Elina y ella intenta volverla hacia un lado. La mano sobre los pechos presiona cada vez más, y con el cuerpo la sujeta fuerte contra la pared.

—Cuando pruebes a un hombre de verdad, luego no querrás otro.

Le coge la barbilla y pone su boca sobre la de ella metiéndole su gruesa lengua.

Entonces ella le muerde el labio y siente el sabor a sangre explotar en su boca.

Él maldice y se lleva a la boca la mano con la que le apretaba los pechos. Ella coge aire y grita a todo pulmón:

—¡Suélteme!

Grita tan fuerte que seguro que despierta a la gente que duerme por los alrededores.

De su grito recibe una inesperada fuerza y aparta a Fasth a un lado. Está borracho y quizá por eso a ella le da tiempo de librarse de él antes de que recupere el equilibrio.

Sale corriendo del patio como una perdiz perseguida. Detrás de ella oye su voz:

—¡Puta!