Måns Wenngren cortó la conversación con Rebecka. Estaba inquieto y en absoluto cansado. Si tuviera a alguien con quien salir iría al Riche a tomarse un vodka martini.

Se arrepintió de haber llamado.

«No debo demostrar tanto interés. Intentar amarla es como apretar un puñado de arena. Maldita seas», pensó mirándose al espejo.

¿Perro viejo? ¿Vejestorio? Debería bajar hasta el Riche a tomar una copa, sólo para sentarse a ver chicas guapas. Joder, no pensaba quedarse solo en casa viendo Mad Men.

Rebecka miró desanimada el teléfono.

«Basta al día su propio mal», dicen las Escrituras.

En el teléfono sonó un pitido. Creía que era un sms de Måns, pero era de Krister.

—El perrito salvaje, Roy y, lo creas o no, Vera, están dentro de casa rayando el parqué. Tintin propone que los de la protectora de animales se hagan cargo de los demás. Espero que el perro salvaje sea domesticado pronto.

El desánimo salió huyendo de ella.

Vio ante sí a Vera, a Marcus y a Roy persiguiéndose uno a otro por el salón de Krister, mientras Tintin se quedaba sentada en la cocina mirando a su amo con pesar.

«Marcus está bien allí. Krister vale. Es bueno y divertido y…».

Se quedó dormida con el teléfono en la mano.

El fiscal del distrito, Carl von Post, y los inspectores de Policía Anna-Maria Mella, Sven-Erik Stålnacke, Fred Olsson y Tommy Rantakyrö fueron a Kurravaara para interrogar a Maja Larsson.

Carl von Post había explicado por qué tenían que ser tantos. No se trataba de asustar a nadie, pero esta vez Maja Larsson no se iba a salir con la suya guardando silencio o mintiendo. Por eso tenían que ser varios, por eso tenía que ser en su casa.

«Menuda mierda —pensó Anna-Maria—. La quiere asustar y además le gusta tener público. Su personalidad exige precisamente actuar de esta manera. Un jodido carroñero.

»Es uno de esos que se vanagloria del trabajo que han hecho los demás, que se cambia de chaqueta para salvar el pellejo. Si te adula, sospechas al momento porque seguro que quiere algo. Además se cree emocionalmente competente».

Sabía cómo se llamaban sus hijos y siempre preguntaba por ellos. A ella no le gustaba responder a su falso interés. Se sentía una vendida cuando le explicaba que Jenny montaba a caballo o cómo le iba a Peter en la escuela.

Ahora había decidido aprovechar los quince kilómetros que había hasta el pueblo para darles un curso intensivo de interrogatorio.

—Es muy importante crear confianza en casa del testigo. Tiene que confiar en quien lleva el interrogatorio.

«Vaya por Dios», pensó Anna-Maria.

—El interrogador experto lo ve todo, por ejemplo, la expresión corporal.

Alguien emitió un «hmm» desde el asiento de atrás. Sven-Erik Stålnacke se sonó.

—Una conversación abierta. Eso es lo que pretendemos, en lo que trabajamos. No hacemos preguntas directas, damos un rodeo. De esa manera, un interrogador experto consigue… saberlo todo.

Ahora era Fred quien parecía tener algo en la garganta.

«Gracias Dios mío porque hay oscuridad dentro del coche», pensó Anna-Maria mientras asentía con otro «hmm».

Maja Larsson abrió la puerta abrazando un montón de ropa sucia. Las mil trenzas le rodeaban el cuello.

«Guapa que llama la atención», pensó Anna-Maria Mella, a quien le faltaba poco para cumplir medio siglo y nunca ningún hombre se había vuelto para mirarla.

Maja tampoco parecía asustada por el fiscal y todo su cortejo.

—¿Va para largo? —preguntó cansada—. ¿Puedo meter esto en la lavadora?

—Bueno —empezó diciendo Von Post, pero ella ya había desaparecido camino al baño. Al cabo de un momento se oyó una lavadora que se ponía en marcha.

Anna-Maria se dio cuenta de la expresión irritada de Von Post cuando vio que ella y sus compañeros se quitaban los zapatos en el recibidor. Él entró calzado.

«Es de gente de campo quedarse en calcetines —pensó Anna-Maria—. En la clase alta siempre hay alguien que limpia lo que uno ensucia».

—¡Örjan! —gritó Maja Larsson yendo hacia la escalera—. La Policía está aquí.

Al final de la escalera apareció un hombre de unos sesenta años. Anna-Maria no le veía mucho más que el pelo, por lo que intuyó que no era calvo. Observaba al grupo que había abajo en el recibidor.

—¿Qué cojones has hecho, robar el Banco Nacional?

Maja Larsson se encogió de hombros ligeramente.

«Que viva la confianza y la conversación abierta», pensó Anna-Maria muerta de vergüenza y deseando que la tierra se la tragara.

Ella y sus compañeros siguieron a Von Post hasta la cocina. Iban despacio. Todos intentaban ser el último, que no hubiera sitio dentro y tener que esperar fuera. Los peores de la clase.

Una vez dentro de la cocina los compañeros se miraron unos a otros. Von Post y Maja Larsson se habían sentado cada uno a un lado de la grabadora que él puso entre los dos.

«No me puedo sentar ahí —pensó Anna-Maria—. Demasiado cerca. ¿Cómo puede ser tan pequeña esta cocina?». Al final decidió unirse a los compañeros. Estos ya estaban en fila a lo largo de la encimera. Allí estaban cambiando el peso del cuerpo de un lado a otro, aclarándose la voz, observando los flecos de la alfombra y sin saber qué hacer con las manos.

—Bueno, Maja Larsson —empezó diciendo Carl von Post con voz firme—. Cuando Rebecka Martinsson habló contigo no le dijiste que tu prima Sol-Britt tenía una relación. ¿Lo puedes explicar ahora?

Maja Larsson se quedó callada unos segundos que parecieron una eternidad. Después encendió un cigarrillo y le dio dos caladas antes de responder.

—Creía que ella era la fiscal que llevaba el caso.

—Ya no. Y yo creía que querías colaborar con nosotros. Tu prima ha sido asesinada. No sé, pero es un poco raro que parezca que no quieres ayudar a la Policía.

«Dios se apiade de nosotros», pensó la inspectora Mella.

—Pareces joven —dijo Maja Larsson—. ¿Cuántos años tienes?

—Cuarenta y cinco. Entenderás que queremos hacer un buen trabajo.

Von Post se inclinó hacia delante y puso su mano sobre la mesa en la parte de Maja. Ella se echó hacia atrás.

—¿Con quién tenía una relación?

—Pareces más joven. Mucho más joven.

Maja balanceó un poco la cabeza formando ochos, observando la cara de él.

—No te has operado pero utilizas Restylane, ¿verdad?

Von Post quitó la mano y dirigió la mirada hacia la fila de policías.

—No, la verdad es que no, pero…

—No pasa nada. Está bien preocuparse del aspecto. ¿Por qué no iba un hombre…? En especial si uno quiere salir bien en los medios de comunicación. Joder, vaya uñas. Si tuviera dinero también me haría la manicura en algún salón.

Von Post abrió la boca y la cerró de nuevo. Al final preguntó:

—¿Por qué mentiste?

—¿He mentido?

—No dijiste que Sol-Britt tenía un amante. Porque Rebecka te lo preguntaría…

Anna-Maria respiró hondo sin hacer ruido. Sabía qué intentaba pescar La Peste, como lo llamaban. Quería que Maja Larsson dijera que no había mentido, que Rebecka no se lo preguntó. Buscaba sacar a la luz el error de Martinsson. De pronto se dio cuenta de por qué Von Post quería el interrogatorio grabado y pasado a máquina. Quería que todos leyeran en el documento que Rebecka lo había hecho mal.

Maja Larsson se quedó callada.

—Uf —dijo finalmente.

Carl von Post levantó interrogante la ceja.

—La verdad es que te empujan las maldades, ¿no? Mi prima está muerta porque la asesinaron a pinchazos. Mientras, tú quieres ser famoso y putear a una compañera. Quieres que diga…

Miró hacia el lado, a Anna-Maria y a sus compañeros.

—¿Qué ha hecho para que apartaran a Martinsson de la investigación? Me gustaría saberlo.

Nadie respondió. Von Post se reclinó contra el respaldo de la silla y cruzó los brazos sobre el pecho, como para poner de manifiesto que no se dejaba provocar, que tenía todo el tiempo del mundo, que podían quedarse sentados hasta que saliera el sol si hacía falta.

—También llevas ropa cara —dijo—. Sólo hay que ver esos zapatos que no tienes la delicadeza de quitarte cuando entras pisando las alfombras hechas por mi madre. Un poco excesivo para el sueldo de un fiscal. Es decir que tu esposa gana más que tú. Y claro, entiendo que eso no guste a los de tu clase. Me imagino que o la pegas o te follas a alguien en el trabajo sólo porque la odias y estás indignado por lo injusta que es la vida.

La cocina se quedó en un silencio total, tanto que parecía que el reloj de pared retumbara. Todos sabían que la mujer de Von Post trabajaba en un banco y ganaba mucho más que él. Además, todo el mundo sabía también que tenía por costumbre ligar con las jóvenes aspirantes a fiscal, notarias de los tribunales y alguna que otra testigo. Fred se observaba las muñecas y Sven-Erik se había llevado una mano al bigote.

La voz de Maja Larsson cortaba como un cuchillo.

—Me apuesto algo a que tu padre tenía el mismo trabajo que tú. Pero más éxito, ¿verdad? ¿Abogado? O quizá médico jefe.

Von Post estaba pálido. Su padre era diputado.

—¿Te niegas a responder a mi pregunta?

—Sé que estaba con alguien, pero no sé con quién. ¿De acuerdo? No nos teníamos tanta confianza.

—Te mandó un sms.

—Sí, me decía que lo iba a dejar. Y yo no contesté. Se decía mucha mierda de ella, pero no sé más que eso. ¿Te he provocado tanto que me vas a detener por ese motivo?

—No me has provocado —dijo Von Post. Su voz denotaba cansancio.

—Bien, entonces podéis iros de aquí y dejarme en paz. Mañana por la mañana tengo que ir a darle el desayuno a mi madre moribunda. No puede tragar y tarda una barbaridad. El personal no tiene tiempo para eso.

Subieron rápidamente al coche pero apenas habían salido del jardín Sven-Erik Stålnacke gritó:

—¡Joder! ¡Para! Tengo que cagar. Joder, qué apretón. Para, si no me lo hago en el asiento.

Salió corriendo y se fue hacia la casa.

Los compañeros miraban por el espejo retrovisor y vieron que Maja Larsson abría. Tardó un segundo y se hizo a un lado para dejarle pasar.

Sven-Erik se sentó encima de la tapa del váter. No tenía ninguna necesidad. Al cabo de un par de minutos vació la cisterna. Después la vació de nuevo. Se lavó las manos y salió. Maja Larsson y su compañero estaban sentados junto la mesa de la cocina. Hizo un gesto con la cabeza y le dijo a la mujer:

—Tenías razón en todo lo que has dicho.

Ella hizo un gesto con la cabeza, como diciendo que no le importaba y apagó el cigarrillo en el interior de la tapa de un tarro, echó la colilla dentro del tarro de cristal y lo tapó.

—Hizo que apartaran a Rebecka de la investigación. Y nosotros no pudimos decir ni pío. De todas formas, perdona por todo esto…

Hizo un gesto abarcando la cocina.

—Quiero que sepas que realmente queremos coger a quien lo hizo.

A ella le tembló la boca e hizo un movimiento rápido para volver la cara.

—Gracias por dejarme usar el baño. Esto de hacerse viejo es un fastidio. Primero no vas durante una semana y después… Bueno, adiós.

—Espera.

Ella continuaba con la cara vuelta cuando dijo:

—Iba con un hombre casado del pueblo. Ya sabes, a veces tienes que ir con cuidado cuando hablas con la Policía porque de repente tienes a los críos tirando piedras a tu ventana. Seguramente pensarás que soy lamentable. ¿Qué importancia tiene con quién se acostaba? Está muerta. No va a resucitar. Y ese jodido petimetre quiere hacer carrera a su costa. ¿Es que van a poner en los periódicos con quién se acostaba? Mierda.

—¿Quién era?

—No lo sé. Sólo sé que trabaja en la ciudad pero vive aquí en el pueblo, está casado y tiene hijos.

—Joder, lo que has tardado —dijo Tommy Rantakyrö a Sven-Erik cuando por fin volvió al coche.

—Sí, ya —respondió Sven-Erik abrochándose el cinturón—. Pero ahora peso tres kilos menos. He tenido un paro total del sistema durante una semana entera y se pone en marcha justo ahora. Me he quedado tan a gusto que hasta me han entrado ganas de bautizarlo.

Carl von Post arrancó tan deprisa que la grava golpeó los bajos del coche.

Anna-Maria miró de reojo a Sven-Erik. Él encontró su mirada y asintió con un gesto imperceptible.

Krister Eriksson estaba solo en su cocina con la caja de tabaco prensado en la mano.

—Voy a dejarlo —anunció a los poderes del universo—. Ya está bien. Se acabó.

Tiró la caja a la basura. Cerró con un nudo la bolsa y salió a dejarla en el contenedor que había junto al aparcamiento.

Dentro de la casa, Marcus no podía estarse quieto. Iba a gatas y jugaba sin parar con los perros. Krister Eriksson lo dejaba tranquilo. Cuando se acostaba aparecía el miedo y el terror. A los adultos también les pasaba. Por la mañana el niño podría dormir todo lo que quisiera.

Ya eran más de las once cuando llegó arrastrándose hasta Krister y le dijo que el perro salvaje estaba cansado.

Se cepillaron los dientes, a pesar de que los otros perros no necesitaban hacerlo. Después, el perro salvaje se negó en redondo a dormir en la cama.

—El perro salvaje quiere dormir en la caseta —explicó.

De manera que Krister montó la tienda de campaña de invierno delante de la caseta del perro, en el jardín.

Después Krister y Marcus se sentaron en la caseta con una linterna. Vera, Tintin y Roy se metieron como pudieron con ellos. Los perros estaban encantados con la compañía y con las pieles de reno que Krister había puesto en el suelo. Olía a perro de forma agradable y al olor ácido de la piel de reno.

Krister leyó en voz alta un fragmento de El Principito, alumbrando las imágenes con la linterna.

—El Principito tuvo un zorro —dijo Krister—. Como yo te tengo a ti, perro salvaje.

«—Mi vida es muy monótona. Cazo gallinas y los hombres me cazan a mí. Todas las gallinas se parecen y todos los hombres son iguales; por consiguiente, me aburro un poco. Si tú me domesticaras, mi vida estaría llena de sol. Conocería el sonido de unos pasos diferentes a todos los demás. Los otros pasos hacen que me esconda bajo la tierra; los tuyos me harían salir de la madriguera como si fueran música».

—¿Me dejas ver al zorro? —pidió Marcus.

Krister buscó una página y Marcus puso el dedo encima de la imagen del zorro.

—Sigue —pidió.

«—Y además, ¡mira! ¿Ves allá abajo los campos de trigo? Yo no como pan y por lo tanto el trigo es para mí algo inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada y eso me pone triste. ¡Pero tú tienes los cabellos dorados…!».

—Tú no tienes pelo —dijo Marcus.

—No, pero tú sí —respondió Krister liberando una mano para acariciarle el pelo al niño.

«No te encariñes», ordenó firmemente a su corazón cuando pasó la mano por el suave pelo. Siguió leyendo.

«—¡Pero tú tienes los cabellos dorados y será algo maravilloso cuando me domestiques! El trigo, que es dorado también, será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo…».

Marcus miró la imagen del zorro otra vez. Después pasó las hojas hasta el lugar donde estaba el texto.

«—El zorro se calló y miró un buen rato al Principito:

»—Por favor…, domestícame —le dijo.

»—Bien quisiera —le respondió el Principito— pero no tengo mucho tiempo. He de buscar amigos y conocer muchas cosas.

»—Sólo se conocen bien las cosas que se domestican —dijo el zorro—. Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho en las tiendas. Y como no hay tiendas donde vendan amigos, los hombres ya no tienen amigos. ¡Si quieres un amigo, domestícame!».