—Así que no vas a ir a trabajar mañana…

Sivving extendió su viejo periódico NSD sobre la mesa y le pasó el betún y una media de nailon a Rebecka. Cuando ella llegó con la compra, la obligó a ir a buscar los zapatos de invierno.

—Si no les pusiste betún en primavera, hay que hacerlo ahora —le había informado cuando ella intentó resistirse—. Puede nevar en cualquier momento. Ahora es cuando hay que hacerlo: no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.

Y tuvo que irse a casa a buscar las botas de invierno calzada con sus botas de Prada. Lo que hubiera querido hacer era quedarse tumbada viendo la tele, sola.

Se sentaron cada uno en un lado de la mesa plegable en el sótano de las calderas de Sivving, cepillando el calzado.

—No —respondió sacándole brillo a la piel con la media de nailon—. Que se busquen la vida. Alf Björnfot o Von Post se pueden quedar con mis papeles.

Bella estaba tumbada de espaldas en el sofá al lado de Rebecka, durmiendo con las patas de atrás abiertas y las orejas hacia dentro.

Mocoso había tomado prestada la cornamenta de Bella y jugaba con ella a los pies de Rebecka, royendo tenaz. Hacía un ruido crujiente y áspero. Era dura pero sublime. A veces hacía una pausa y posaba la cabeza con placer en los cuernos en forma de cuenco, como si fuera un almohadón.

—Bien —replicó Sivving mientras se levantaba con esfuerzo para ir a buscar pegamento y arreglar una suela que se había despegado del zapato que acababa de limpiar y que se abría como si fuera una boca.

—En ese caso —añadió—, podrías ayudarme a meter la leña.

Rebecka asintió. En primavera habían colocado la leña nueva haciendo un montón redondo y bonito con la corteza hacia arriba, para que se secara. Había por lo menos tres metros cúbicos que ahora tenían que meter en la leñera. No le importaba e incluso le apetecía el ejercicio físico, para así acostarse por la noche con los músculos doloridos y la espalda cansada.

—¿Has cenado? —preguntó Sivving.

—Sí, en casa de Krister.

Sivving parecía muy satisfecho, aunque intentó esconderlo todo lo que pudo.

—Quizá también nos pueda ayudar con la leña —dijo como quien no quiere la cosa.

«Seguro que quiere», pensó Rebecka.

De alguna manera, Krister y Sivving jugaban a ser la familia de Rebecka. Sivving siempre necesitaba ayuda de un tipo u otro. Krister aparecía por allí un día sí y otro también a cambiar un grifo de la cocina, quitar nieve o arreglar el ordenador. Después invitaban a Rebecka a comer o le pedían que cuidara de los perros mientras ellos iban a la ciudad a comprar válvulas o un superpegamento o Dios sabe qué. Sivving parecía su padre.

A ella le parecía bien. Que siguieran así. Claro que a Måns no le gustaba. Si Krister y Sivving estaban cerca cuando Måns la llamaba, ella se alejaba de ellos. A veces decía: «Sivving y yo estamos haciendo esto o lo otro», pero no nombraba a Krister. Måns lo notaba y preguntaba: «¿Y el policía extraterrestre, está por ahí?».

¿Por qué se comportaba Rebecka de esa manera? No tenía nada que esconder. Bueno, no demasiado. A veces pensaba en las manos de Krister. En que estaba en forma. A veces pensaba que le alegraba el día.

Se dio cuenta de que había olvidado el teléfono en el coche. A lo mejor Måns había estado llamando. Debería ir a buscarlo. Daba igual. Antes nunca se le olvidaba. Se lo llevaba hasta al baño, siempre esperando que la llamara.

—¿Qué tal está Marcus? —preguntó Sivving.

—No sé. En casa de Krister jugaba a que era un perro. Parece indiferente.

Poika riepu —suspiró Sivving—. Pobre crío. El padre y la abuela muertos. No le queda nadie. Desde luego es una familia perseguida por la desgracia.

—Sí —respondió Rebecka sintiendo que algo se le movía por dentro.

—Como una culebra que nada en aguas tranquilas.

—Al padre de Sol-Britt lo mató un oso —dijo.

—Sí, a aquellos cazadores casi les dio un ataque cuando encontraron restos de Frans Uusitalo en el vientre del animal.

«Odia las casualidades», pensó Rebecka.

Cuando trabajaba como notaria en Estocolmo conoció a un policía que utilizaba esa frase como una especie de mantra. Ahora estaba muerto, pero a ella aquello se le quedó grabado. «Odia las casualidades».

«Si toda la familia fue exterminada…».

«Aunque al viejo lo mató un oso —pensó luego—. No fue asesinado». Pero la idea no se apartaba de su cabeza. Demasiadas muertes accidentales en una familia.

Sivving observaba su brillante bota con ese sentimiento de satisfacción que sólo el genuino cuidado de los zapatos puede dar.

—Mi madre decía que Hjalmar Lundbohm era el padre de Frans Uusitalo.

Rebecka dejó de frotar.

—¿Qué dices? ¿El gerente? ¿Con la maestra que fue asesinada?

—Eso es —dijo el hombre suspirando—. Mi madre decía que eran muchos los que creían que se casarían porque estaban muy enamorados. Pero no ocurrió nada.

—Porque la asesinaron.

—Sí, o porque antes se acabó la relación. No sé, después nadie habló de ello. Sé que mi madre se arrepintió de habérmelo contado. Sol-Britt lo sabía, pero tampoco hablaba nunca del tema. Me lo contó una vez cuando estaba, bueno, no del todo sobria e indignada con los hombres en general y con alguno de los suyos en particular. Joder, tuve que protegerme. Y eso que intentaba explicarle que yo ni había nacido cuando ocurrió.

Rebecka vio a Hjalmar Lundbohm delante. Las fotos del hombre que construyó Kiruna y que fue gerente de la empresa minera entre 1900 y 1920 eran las de un hombre bastante grueso con los párpados pesados. Para nada un guaperas.

—El gerente no se casó nunca, ¿verdad? —preguntó a Sivving.

—Pero no porque tuviera nada contra las mujeres. Eso es lo que yo he oído.

Sivving la miró.

—Bueno —concluyó—. ¿Nos tomamos algo antes de irnos a la cama? Y después te vas a tu casa, que mañana tienes que cargar la leña. No te olvides.

Rebecka se lo prometió.

El invierno empieza a rendirse y Hjalmar Lundbohm y la maestra, Elina Pettersson, se enamoran perdidamente.

La nieve de principios de primavera suspira y rezuma. Los carámbanos de hielo son largos como cetros. Las calles están cubiertas de barro y nieve fangosa. Los árboles se estremecen de ansiedad. En el bosque, el manto de nieve todavía tiene un metro de profundidad, pero el sol calienta. A partir de ahora nadie pasará frío durante un tiempo. Seguro que llega la bendita primavera.

Se aman como locos. Se explican uno al otro que nunca se han sentido así antes. Piensan que nadie puede haber sentido como ellos. Se llaman entre sí almas gemelas. Comparan sus manos y ven que se parecen mucho.

—Como hermanos —dicen juntando las palmas y deseando quedarse en el dormitorio del gerente para toda la eternidad.

—Cierro con llave y me la trago —dice cuando ella se levanta de madrugada para irse de allí a hurtadillas.

Y como todos los locos son descuidados.

El gerente envía a un recadero a la escuela con una nota. El muchacho llama a la puerta de la clase y entrega el sobre. Elina no puede con la impaciencia y lee en silencio para sí misma delante de la clase y se ruboriza.

«Señorita —pone—, por recomendación del doctor he llenado los calzoncillos de nieve. Apenas me ayuda».

Ella redacta una respuesta mientras el recadero espera.

«Gerente Lundbohm —escribe—, estoy dando clase. Esto tiene que acabar».

«Si alguien se hace con la nota puede creer que le digo que hacen falta más sillas en el aula», piensa.

En mayo las noches son claras y ellos se quedan despiertos hablando. Hacen el amor y charlan. Vuelven a hacer el amor. Ella puede hablar de todo con él, todo le interesa, es curioso e instruido.

—Explícame algo —le suele pedir ella—. De lo que sea.

Fuera, en la noche clara, corren las perdices sobre la nieve y se ríen como fantasmas. Los mochuelos y las lechuzas gavilanas gritan. El zorro polar llora como un niño y escucha si hay musarañas debajo de la capa dura de nieve.

A veces van a la cocina. Comen restos de pechuga de perdiz, trucha asalmonada, solomillo de reno con salsa fría y gelatina, fiambres. Pan de harina blanca. Beben auténtica leche de vaca o cerveza. El amor da hambre.

La gente de Kiruna está acostumbrada a no ver a su gerente a menudo. Va mucho de viaje por el mundo, casi siempre a Estocolmo. Al extranjero también, a Alemania, a América y a Canadá.

En verano nunca se queda en Kiruna, por ejemplo. Seguro que no aguantaría la nieve en el solsticio, pero lo peor son los mosquitos, ese tormento que chupa la sangre.

Sin embargo, en el verano de 1914 sorprende a la gente de Kiruna y se queda en la población minera todo el verano. Creen que es por la guerra. El 28 de junio son asesinados el archiduque Francisco Fernando y su esposa en una calle de Sarajevo. A partir de entonces se suceden las declaraciones de guerra. Para la mina de Kiruna aquello significa negocio. El rey de Laponia está de excelente humor.

Aunque no es sólo porque esté entrando dinero. Está enamorado. Es por eso.

Rebecka Martinsson fue andando a casa a través de la oscuridad. Iba pensando en lo que Sivving le había dicho sobre la familia de Sol-Britt. El padre, atacado y comido por un oso. El hijo, atropellado. La abuela paterna, la maestra que tenía una relación con el mismísimo Hjalmar Lundbohm, asesinada. Y Sol-Britt, atravesada con una horca hasta la muerte.

Cogió el teléfono del coche. Una llamada perdida de Måns. Había dejado un mensaje: «Hola, soy yo. Llámame si tienes tiempo».

Nada más.

«¿Qué era aquello de “si tienes tiempo”?», pensó, y sintió una mezcla de culpa, ira y necesidad de defenderse contra una acusación que él negaría haber expresado.

Rebecka podría escribir una redacción entera sobre aquel mensaje.

«Es como si me devolviera un golpe», se dijo mientras subía por la escalera.

Mocoso corría delante de ella. Se adentró en la vivienda moviendo la cola y subió hasta la planta de arriba. Siempre contento y alegre de entrar en casa o salir de ella.

«Devolver ¿qué golpe?», continuó pensando mientras oía el chisporroteo de las ramas secas de abedul que se quemaban en el hogar de la alcoba.

Se cepilló los dientes y se quitó el maquillaje. Mocoso hacía rato que se había tumbado en la cama de Rebecka.

«Porque no lo he llamado. Porque no contesto al teléfono. Debería llamarlo pero no quiero». Lo de «si tienes tiempo» le había quitado la alegría.

«Joder —pensó—. ¿Por qué no se limita a escribir “te echo de menos”?».

Escribió un mensaje: «Cansada trabajo toda tarde a dormir bn».

Después cambió lo de «bn» por «buenas noches». Pensó si añadir «te quiero», pero no lo hizo. Envió el mensaje y apagó el móvil. También desconectó el teléfono fijo.

No puso el despertador. Al día siguiente no iría a trabajar.

Su pensamiento voló hasta Carl von Post y su jefe, Alf Björnfot. Si mañana no se hacía cargo de su trabajo sería desacato laboral.

«Que se vayan al infierno», pensó indignada.

Cerró los ojos pero el sueño no quería aparecer. Mocoso tenía demasiado calor, saltó de la cama y fue a tumbarse debajo de la mesa de la cocina.

La familia de Sol-Britt. Demasiadas desgracias y mala suerte.

Al cabo de un rato palpó en busca del teléfono, lo conectó y llamó a Sivving.

—¿Cómo fue lo de la fuga? —preguntó.

—¿Qué? —respondió Sivving medio dormido—. ¿Ha ocurrido algo?

—El hijo de Sol-Britt. Atropello con fuga. ¿Cómo fue?

—¡Dios santo! ¿Qué hora es?… No se sabe. Como te he dicho, no se pudo localizar al que lo hizo. Uno de esos… Lo dejó muriendo en la cuneta. Tardaron mucho en encontrarlo. Lo habían apartado tirando de él y lo dejaron detrás de unos arbustos.

«Odia la casualidad», pensó Rebecka de nuevo.

—Oye, guapa —dijo Sivving con brusquedad—. Piensa en ello mañana. ¡Buenas noches!

Rebecka apenas había tenido tiempo de darse cuenta de que había colgado cuando el teléfono sonó y ella contestó.

Era Måns.

—Hola —dijo ella con su voz más suave. La irritación había pasado.

—Hola —respondió él con voz de peluche, cálidas mantas, taza de té y masajes en los pies.

Después se quedaron los dos callados.

¿Quién iba a empezar? Era como si entre ellos hubiera cierto cuidado, cierto orgullo. «Desde luego que yo no» o «Por qué siempre he de empezar yo». Miedo, quizá también, a que el otro no respondiera con el mismo vulnerable amor.

Måns hizo el envite.

—¿Cómo está mi amorcito? He oído las noticias. ¿No sería nadie que tú conocieras?

No había quejas porque no lo hubiera llamado, sólo cariño.

—No, pero he tenido un… día interesante. No sé por dónde empezar.

—Explícaselo todo a papá.

—Rrrr… —simuló un arrullo con estudiada aversión.

Luego se lo contó todo. El asesinato, cómo la habían apartado de la investigación, su pelea con Alf Björnfot. Él se rio de la pelea con el jefe.

—Esa es mi chica —la elogió.

Måns no dijo nada de que podía limpiarse el culo con los documentos que estaban sobre la mesa del fiscal jefe del norte de Norrland. Se mantuvo callado.

Rebecka se suavizó. Sabía que si hubiera continuado trabajando para Meijer & Ditzinger, uno de los bufetes de abogados más grandes de Suecia, ganaría el triple que ahora. Sabía que Måns opinaba que estaba malgastando su capacidad como fiscal en tierras laponas, que igual podría estar en la caja de un supermercado y que quería que se fuera a casa con él. Ella lo sabía. Pero estaba contenta de que él no lo mencionara.

—Está bien —dijo él con su voz más sexy—. Entonces te puedes venir aquí y tumbarte en mi cama a esperar a que yo llegue del trabajo. Por fin habrá un poco de orden en nuestra relación. Puedo coger vacaciones —propuso luego—. Podríamos ir a algún sitio. ¿Al Caribe? ¿Suráfrica? Tengo un amigo que vende unos viajes temáticos buenísimos a China y a la India. Puedo hablar con él. ¿Qué te parece?

—De acuerdo —respondió Rebecka.

No quería ir a ninguna parte, pero no tenía ganas de pelearse también con Måns. Una pelea al día era suficiente.

Sabía cómo era Måns. Todo sucedía muy rápido. Podía reservar un viaje al Caribe mientras hablaba con ella por teléfono. Si tenía que hablar con su amigo le daba cierto respiro. Sintió un nudo en el estómago. Ahora tocaba hacer la maleta. A sus órdenes, mi capitán. Si no, tendrían una pelea de las gordas. Hacía un momento había sido tan agradable hablar con él, y ahora, de golpe, se sentía acorralada.

—Te quiero —le dijo, aunque en realidad no lo sentía—. Ahora me voy a dormir.

«Estoy mal de la cabeza —pensó—. Paso del amor a la huida en un segundo. ¿Cómo lo aguanta?».

—Buenas noches —respondió él. La voz era otra.

No dijo que la amaba. Ella oyó cómo pensaba: «Desde luego que no se lo digo». «¿Por qué siempre tengo que ser yo?».

Y colgaron.