Fred Olsson se acomodó en el sillón de las visitas de la inspectora Mella y les dio un informe a ella y otro ejemplar a Von Post. El fiscal se había sentado en el borde de la mesa.

—Estos son los sms borrados que he recuperado del teléfono de Sol-Britt Uusitalo. He marcado los que considero que pueden ser interesantes. Quizá pueda recuperar más pero, en ese caso, tenemos que enviar el teléfono a Ibas.

—¿Qué es eso? —preguntó Anna-Maria moviendo su silla para poder ver a Fred Olsson. Carl von Post le tapaba la vista.

—La empresa especializada en recuperar datos. En la guerra de Iraq hubo unos que destrozaron un disco duro con disparos de un fusil de asalto AK5a. Lo atravesaron tres balas. Los militares lo enviaron a Ibas y consiguieron salvar el noventa y nueve por ciento de la información que contenía.

—¡Guau!

—Aunque no había nada de interés. La simulación de un vuelo y cosas así. Desde luego no valía la pena las tres mil coronas que tuvieron que pagar por ello.

—Bien —dijo Carl von Post—. Es extraordinario tener a alguien que sea el timón del grupo I+D. ¿Has pensado pedir el puesto de informático forense del Laboratorio Estatal de Criminalística?

Fred Olsson intercambió una rápida mirada cómplice con Mella. Después se concentró en el informe y no respondió.

«Deberíamos ser mejores actores —pensó Anna-Maria—. Sonreír en lugar de quedarme callada y de morros. Entonces estaríamos en la Dirección General de la Policía, o por lo menos habríamos llegado a Luleå».

«Ven si te apetece», había escrito Sol-Britt a alguien. «Marcus ya duerme». «No puede ser. Maja aquí». «Mmm, puedes probar conmigo». «Yo también». «Besos y buenas noches».

En el buzón de «recibidos», su interés se fijó en cuatro mensajes. «Puedo pasar por ahí», «Ansiedad. ¿Estás sola?», «Está completamente loca. ¿Puedo ir a verte?», «¿Follamos?».

—Así que tenía un hombre. ¿Quién los ha enviado? —preguntó Anna-Maria.

Fred Olsson se encogió de hombros.

—Es un número de Telia. Lo he buscado pero pertenece a una tarjeta de prepago. Y no está registrada, así que…

Volvió a encogerse de hombros.

—Hay una forma —dijo después—. Se puede rastrear desde qué torre se han enviado los mensajes. Así sabremos dónde estaba dentro de un radio de dos kilómetros. Si los sms han sido enviados desde Lombolo por la noche, podemos deducir que vive por allí. Si los ha enviado desde la mina durante el día, bueno, entonces se puede suponer que trabaja allí.

—Bien —exclamó Von Post—. Buen trabajo.

—Y creo —continuó Fred Olsson sin apartar la vista de Anna-Maria— que Telia distribuye tarjetas de prepago por series a los vendedores. Podríamos saber quién ha vendido la tarjeta y cuándo se activó.

—Quizá alguien recuerde algo —dijo Anna-Maria asintiendo conforme.

Von Post estaba de acuerdo.

—Pero este —dijo Anna-Maria señalando un sms— lo envió anteayer. A su prima Maja Larsson.

«Tengo que dejarlo, no funciona», ponía.

Von Post se levantó.

—¿Verdad que Martinsson habló con Maja Larsson?

—Sí —admitió Anna-Maria.

—¡Y no consiguió saber que había un amante en alguna parte! ¡Y que Sol-Britt probablemente lo había dejado! ¿Qué cojones hacían? ¿Tomar café?

«Puede —pensó Anna-Maria con tristeza—. Dios, cuánto café se toma».

—Vamos a ir allí —ordenó Von Post—. ¡Ahora!

Anna-Maria tardó medio segundo en entender que se refería a Maja Larsson y no a Rebecka Martinsson.

—¿A quién quieres enviar? —preguntó.

—Quiero hablar con ella personalmente. Y sería mejor que vinierais todos.

Anna-Maria se levantó. Eran más de las once de la noche. Maja Larsson quizá se hubiera ido a dormir. Sacar a la gente de la cama hacía que tuvieran miedo, a veces se volvían agresivos. La Policía era el enemigo.

Pero Sol-Britt Uusitalo tenía una relación y Maja Larsson lo sabía.

«Siempre alguien que conocen —pensó Anna-Maria abatida—. Un hombre cercano. Alguien a quien aman locamente».

Fred Olsson paseó la mirada.

—¿Tengo que acompañaros? —preguntó.

En su segundo día en Kiruna, la maestra Elina Pettersson se pone su mejor blusa y se convence a sí misma de que lo hace porque es su primer día en la escuela. Va a conocer a sus alumnos y a las otras dos maestras. Aunque piensa en el señor Lundbohm cuando se pellizca las mejillas para que le salgan los colores y se muerde los labios para que estén rojos.

Pero él no aparece en todo el día. Tampoco por la noche para inspeccionar el resto de sus libros envueltos en papel marrón.

Tampoco al día siguiente. Ni al otro.

Pasan casi dos semanas.

Elina no puede dejar de pensar en él. Se prohíbe a sí misma hacerlo pero no lo consigue.

Piensa en él cuando les lee a los niños Las aventuras de Huckleberry Finn y se ríen a carcajadas o cuando se quedan con la boca abierta cuando les explica el misterio de la desaparecida expedición en globo del ingeniero Andrée. En esos momentos piensa que sería una buena ocasión si entrara en la clase y dijera: «No, no, no quiero molestar», la animara a seguir el relato y se sentaran juntos con los niños un rato.

Piensa en él cuando el sol brilla sobre la nieve y tiene un puñado de jóvenes trabajadores detrás que quieren invitarla a tomar café y llevarle los libros. Entonces debería venir andando desde el otro lado y ver que no estaría sola si no quisiera. ¡Si es que se creía eso!

Piensa en él cuando está con Flisan y apaga la luz por la noche, entonces siente como un pequeño peso en el corazón. Meterse en la cama con Flisan no es nada interesante aunque se lo pasan muy bien. Siente como la acosa la ansiedad y se queda despierta y nota la cálida respiración de Flisan sobre la piel, como un recordatorio, un golpe en la puerta de su deseo. Lo desea a él.

Intenta concentrarse en el trabajo. Los críos son bastante pobres aquí también.

«Ellen, Ellen —pide Elina a su Ellen Key—. ¿Cuándo vivirán mejor estos niños?».

Aunque en Kiruna todos llevan zapatos para ir a la escuela. Se los procura la casa de la Caridad. Como es lógico, la clase huele mal, a suciedad, a lana húmeda y a la acidez de la piel de reno del calzado, pero no huele a establo. Y las ventanas se pueden abrir cuando luce sol y entra aire fresco en la clase.

Consiguen cuatro realquilados y empiezan a hacer pan por la mañana que venden a los mineros. Flisan nunca parece cansada. Es la que despierta a Elina con una taza de café cuando ya ha puesto la masa a crecer.

—Aún no son ni las cinco y ya somos diez coronas más ricas —le dice mientras, sentadas en el borde de la cama, mojan el pan del día anterior en el café caliente.

Elina se esfuerza por no parecer demasiado interesada en el trabajo de Flisan. De todas formas, se entera de lo que el gerente ha comido cada día. Por lo que parece, sólo lo visitan hombres.

Se pregunta si no sintió nada cuando sus manos se rozaron, si sólo ella sintió como una corriente vibrante.

El amor es como un nudo corredizo. Primero está suelto alrededor del cuello, después, cuanto más lejos está, más aprieta. Si hubiera caído rendido a sus pies, si la hubiera cortejado sin cesar. En ese caso no pensaría en él a cada momento.

«Hombres indecisos —piensa indignada—. De esos hay a montones».

Casi dos semanas después de la noche con los libros, aparece en la puerta de su clase. Los alumnos se han ido a casa y se siente sinceramente sorprendida de verlo.

—Pero ¡si es el señor gerente! —exclama esbozando una ligera sonrisa en su cara. La sonrisa perfecta para un profesor superior, un presidente del consejo escolar, un director o para el gerente de una mina.

Después se queda callada porque el corazón le empieza a palpitar fuerte en el pecho, aunque se esfuerza para tranquilizarse. Él lleva un paquete cuadrado de papel marrón bajo el brazo.

—Tengo un regalo para usted —le dice dándoselo.

—Gracias —responde ella, y se le olvida representar el papel de indiferente. Deja libre el corazón para que galope. Pestañea sin rubor—. ¿Es seguro abrirlo aquí?

—Yo no lo haría —responde él sonriendo como un niño—. Quizá le apetecería tomar una copa de oporto en mi casa y abrirlo tranquilamente.

Acepta y van uno al lado del otro hacia la zona de la empresa. Cada vez que se rozan, ella tiembla. Es casi insoportable.

La vivienda del gerente es una sencilla casa de madera y piedra con un anexo bastante nuevo.

—Al principio era demasiado humilde —explica—. Pero yo lo quería así. Tenía que estar en armonía con la naturaleza y las casas de los trabajadores.

Sí, sabe que él es así. Esa humildad. Ya ha oído hablar de ella en Kiruna. Que el gerente va por ahí con camisa roja de obrero y lo confunden con uno cualquiera cuando los señoritos vienen a la ciudad. La manera como se relaciona con los lapones y con la gente en los cafés. También ha oído que tiene un gran corazón, pero también sabe que la vivienda le recuerda a la finca de Anders Zorn y la de Carl Larsson Sundborn, porque los dos pintores han aportado consejos para el anexo.

«Esa es la humildad», piensa.

Es un auténtico esnob, aunque intenta por todos los medios que parezca que no se preocupa de lo externo. Pero a ella le gusta así, esa debilidad de su carácter lo hace más humano, la llena de ternura. ¿Quién ama la perfección? No, el amor quiere cuidado y el cuidado necesita los errores del amado, necesita heridas, fragilidad. El amor quiere sanar, y la perfección no tiene necesidad de cura. No se puede amar la perfección, simplemente adorar.

La invita a pasar a su despacho. Hablan ante el hogar; en una bandeja hay un poco de fiambre cortado, carne de reno ahumada y pechuga de perdiz. Es extraño pensar que es su Flisan o alguna de las criadas quien lo ha preparado y lo ha llevado hasta allí.

Comen y él le pregunta cómo se siente y cómo ha sido su experiencia esas primeras semanas en tierras laponas.

Después llega el momento de abrir el paquete. Desata el cordel con maña, abre el papel marrón y luego coge entre sus manos Die Traumdeutung, de Sigmund Freud.

Sí, ha oído hablar de él. Nuestros sueños no son mensajes de los antepasados o de los dioses, sino que descubren nuestros deseos prohibidos.

Ella sabe que tiene muchos seguidores. Y quizá aún sean más los que lo rechazan por considerarlo un judío obsceno.

Los deseos prohibidos se refieren al sexo. No se atreve a abrir el libro mientras él está allí delante.

—Gracias —dice—. ¿Cómo sabía que hablaba alemán?

—En su baúl estaba Goethe.

«Sí, es cierto», piensa. Tiene mucho calor. Quizá sea el fuego del hogar. Y el vino.

Se echa a reír. Vuelve a darle las gracias y de golpe da un beso a la cubierta del libro.

—Mira por dónde. Un deseo prohibido —murmura él mirándola con ojos entornados y soñadores.

Ella deja el libro sobre la mesa.

«Soy yo la que debe hacerlo», piensa arrogante.

Da un paso hacia él.

«Soy demasiado joven, demasiado bonita. Él nunca se atrevería».

Le pone los brazos alrededor del cuello, lo besa, se aprieta contra él.

Durante un segundo entero él no hace nada y ella tiene tiempo de pensar: «Dios mío, me he equivocado, él no quería».

Entonces los brazos de él le rodean el cuerpo. Su lengua busca dentro de la boca de ella. Respiran y ya sudan.

Ella es muy feliz. Tiene que apartarlo un momento y echarse a reír. Cuando ríe siente que podría estar llorando. Porque él la desea, porque los dos quieren lo mismo. Todo es bello y como tiene que ser.

Se desnudan uno al otro, o por lo menos se desabrochan. Para que quizá suceda lo que tiene que suceder, sueltan botones y cintas con destreza. Arriba la falda y abajo los pantalones.

Él ya le ha puesto los dedos índice y corazón en el sexo. Ella está sentada en el borde del escritorio y con alguna parte lejana de su cabeza piensa que no quiere mancharse la falda de tinta porque no puede comprarse otra.

Después deja de pensar. Cuando él la penetra, es más potente de lo que esperaba. La mira a los ojos todo el tiempo, sin apartar la vista, sienten de verdad. Es realmente amor.

Ella es hábil. Tanto que, después, cuando él, agradecido, apoya la frente en su hombro, tiene que apartar de la cabeza la pregunta: ¿dónde ha aprendido todo eso, quién se lo ha enseñado?