Rebecka Martinsson llamó a la puerta de Krister Eriksson. Vivía en una casa de color marrón de tres dormitorios, en Hjortvägen. Qué bien que se hubiera hecho cargo de Marcus. Se preguntaba cómo le habría ido. Un coro de aullantes perros se oyó dentro de la casa.

Entró y se puso en cuclillas para saludar a los perros. Tintin se colocó patas arriba y se dejó acariciar el pecho a la vez que le gruñía y levantaba un poco el belfo superior al joven Roy, para que entendiera que tenía que esperar su turno. A sus ojos, Mocoso era sólo un cachorro insignificante, así que ni se preocupaba de él mientras este daba vueltas alrededor de Rebecka, se paraba e intentaba de vez en cuando lamerle la cara. Su ama, su bonita ama, ¿dónde había estado tanto tiempo? Vera la saludó deprisa pero enseguida volvió a la cocina. Rebecka la siguió. Allí estaba Krister friendo carne de reno en una sartén.

Marcus llegó andando a gatas.

Llevaba un jersey en el que se veían las marcas de haber estado doblado. «Recién comprado», pensó Rebecka.

El pelo rubio del chico le caía sobre los ojos. Tenía los brazos y las piernas muy delgados.

«Los críos son difíciles. A un adulto le preguntaría cómo está, si hay algo que pudiera hacer para ayudarle. Le daría el pésame. Pero ¿qué se le dice a un crío que aparece andando a cuatro patas?».

—Hola, Marcus —dijo finalmente.

El niño imitó un ladrido como respuesta.

—¡Pero bueno! —le dijo Rebecka a Krister—. ¿Tienes otro perrito?

—Pues sí —dijo Krister riendo—. Es un perro salvaje que Vera ha encontrado en el bosque. ¿Verdad que sí?

—¡Guau! —respondió Marcus asintiendo.

—Aunque todavía no tiene nombre —continuó Krister—. ¿A ti qué te parece?

Rebecka le rascó la cabeza a Marcus y le acarició la espalda.

«Qué suerte —pensó—. Por lo menos a los perros los entiendo».

El niño fue a gatas hasta la sala de estar y volvió con una pelota de tenis. Era demasiado grande para poder llevarla entre los dientes, así que se la aguantaba en la boca con una mano.

—Perro bonito. ¡Suelta!

Rebecka le tiró la pelota de tenis. Mocoso y Marcus salieron corriendo a buscarla.

Aceptó quedarse a cenar. Reno fileteado con salsa de arándanos rojos, puré de tomate y salsa marrón. Marcus se comió la comida en un bol que le pusieron en el suelo. Vera estaba sentada a su lado esperando paciente para dar cuenta de los restos.

Después de la cena, Marcus desapareció en el jardín cercado con tela metálica. Krister preparó la cafetera y mientras salía el café se puso a fregar.

—Le gusta estar en la caseta del perro que hay fuera —dijo—. He pensado que si quiere ser un perro, si se siente seguro así, pues que lo sea.

—Seguramente le irá bien. Mañana vendrá una policía de Umeå que es buena interrogando a los niños. A lo mejor consigue que recuerde.

—¿Quién se va a hacer cargo de él? ¿Lo habéis decidido?

—La prima de su abuela, Maja Larsson. Vive en Kurravaara de momento. Su madre está en el hospital. Le di tu número de teléfono.

Krister Eriksson asintió.

—Puede quedarse aquí. Un perro más o menos… Pero oye, he oído algo de Von Post.

Rebecka rompió con las uñas unas migas de pan seco que quedaban en la mesa.

—Me han apartado del caso.

—¡Vaya! ¿Por qué?

—Dice que es porque tiene miedo de que surja alguna situación de recusación puesto que vivimos en el mismo pueblo. Pero yo creo que Von Post tenía muchas ganas de hacerse con el caso. Y que Alf simplemente…

Acabó la frase encogiéndose de hombros.

—¿Has hablado con él?

—Muy poco.

Dejó que Krister le pusiera una taza y le sirviera café antes de añadir:

—Le llamé mamón.

Él se echó a reír.

—Qué bien que no te dejaras llevar por las emociones.

Rebecka sonrió y sopló en su café.

—No se pueden tomar las cosas de forma personal —dijo con voz amable—. Le puse un nombre a su comportamiento e intenté verlo desde su perspectiva.

—De mamón.

Krister miró a Rebecka. La había puesto de buen humor. Le gustaría hacerlo siempre. Hacer travesuras cuando estuviera abatida. Sonreía con la boca abierta. Le podía ver la lengua. Sus labios rojos. Sin previo aviso vio ese tipo de imágenes en su cabeza. Tuvo que volverse y empezó a recoger la vajilla. «¿Tiene que estar moviéndose todo el rato, sacudir la cabeza y subir los hombros de manera que los pechos se le muevan debajo del jersey?».

—No sé lo que me pasó —dijo ella—. Me indigné tanto… Y ocurrió todo muy deprisa, pero ahora…

Se encogió de hombros y parecía triste y cansada.

—No es tan raro, me parece a mí —respondió Krister—. Uno tiene el derecho de sentirse herido y enojado si le tratan mal.

—Sí, no pienso ir allí mientras estén investigando el asesinato. Me cojo todas las vacaciones que me pertenecen.

Dio unos sorbos a su café y repiqueteó en la taza con la uña.

—¿Qué crees que le pasó? —preguntó ella.

—No sé —respondió Krister en voz baja, como si Marcus pudiera oírlos aunque estaba fuera—. Todas esas punzadas sin control. Quizá alguien del pueblo a quien se le fue la cabeza. Sol-Britt era una persona al margen de la sociedad. Se hablaba de ella y así puedes acabar siendo víctima de un loco. Uno de esos que matan a la gente famosa o a la que un pueblo llama «puta».

—Culpa —murmuró Rebecka—. Si el pueblo entero ha hablado de Sol-Britt Uusitalo como la puta del pueblo y la han señalado con el dedo, y a uno le da un ataque y la mata con una horca, ¿de quién es la culpa? ¿Del pueblo? ¿Mía? ¿Mía que vivo allí y he elegido no saber nada y no ver nada?

Eriksson no contestó. La mirada de Rebecka se había quedado fija en el fondo de la taza de café, como si fuera a encontrar la verdad allí. Después reaccionó. «¡Joder!». Tenía que ir a hacerle la compra a Sivving. Le dio ánimos y le agradeció la cena.

Se fue llevándose a Mocoso pero dejó a Vera para que hiciera compañía a Marcus.

Krister Eriksson se quedó de pie en la cocina. Se sentía como si le hubieran dado la vuelta, lo de dentro para fuera, como siempre cuando ella entraba y salía de su existencia. Se preguntó si el perrito salvaje querría un poco de helado como postre.

Anna-Maria Mella estaba sentada en su cocina masticando un crep frío. Los cubiertos estaban apartados a un lado del plato, sin tocar, y se comía el crep como si fuera un bocadillo. Ni siquiera se molestó en calentarlo en el microondas. Robert y los niños habían estado todo el día en casa de su cuñada, así que podía pensar tranquila.

Pensó: «Esto es una mierda».

Apoyó los codos en la mesa. La confitura de arándanos rojos goteaba en el hule. Lo limpió con el índice y se lo chupó.

¿Debería haberle dicho a Von Post que se fuera al infierno? ¿Debería haberle sido leal a Rebecka?

Se dio cuenta de que no tenía a nadie a quien preguntar.

A Robert, ni hablar. Sabía lo que le diría: «Espera, no fuiste tú quien apartó a Rebecka del caso. ¿Por qué ibas también a apartarte porque se lo hubieran dado a otro? Tú tienes que hacer tu trabajo. No veo dónde está el problema».

Algunos podían hablar con su madre. Ella, nunca. Sus padres vivían en Lombolo y se veían como mucho una vez al mes. A Jenny y a Peter ya no podía obligarles a ir, así que casi nunca veían a sus abuelos. Su madre tampoco mostraba mucho interés. Le gustaban los bebés, eran ligeros y buenos. Por el contrario, los mayores eran pesados, gritaban y corrían por todas partes. En especial, los críos de su hija. Su hermano vivía en Piteå. La madre de Anna-Maria siempre le hablaba de sus otros nietos, lo bien que les iba y lo buenos, tranquilos y listos que eran. Y el padre de Anna-Maria…

Suspiró. Su padre salía de paseo y sabía el tiempo que iba a hacer. Era su vida. ¿Por qué vendieron la casa? Cuando la tenían él aún podía dedicarse a ella y al jardín. Ahora sólo andaba por ahí. Le molestaría que Anna-Maria se pusiera a hablar de los problemas en el trabajo.

«Y no tengo amigas —pensó vaciando el lavavajillas—. Pero ¿es culpa mía? —Levantó el tenedor en el aire antes de meterlo en el cajón—. Trabajo todo el día y tengo cuatro hijos. ¿Cómo voy a tener tiempo para las amigas? O ganas. Si alguna vez planeamos ir a tomar una cerveza al Ferrum o ir a entrenar juntas, seguro que los críos se ponen enfermos. La gente se cansa y se va al cine con otros».

Anna-Maria cerró el lavaplatos y cogió un trapo del fregadero para secar algo.

La cocina estaba bastante recogida. Cierto que el trapo olía a pañal viejo, pero no había nada que fregar, aparentemente no había focos de suciedad.

Si la familia se fuera a visitar a los parientes más a menudo podría estar en casa y tenerlo todo arreglado y recogido.

Jenny entró en la cocina. Cogió un vaso de agua y una manzana y se apoyó en la encimera.

—¿Qué tal te ha ido? —preguntó Anna-Maria.

—Bien —respondió Jenny con aquella voz ligera con la que indicaba que no era momento de conversaciones.

«Le podría preguntar a ella —pensó Anna-Maria—. Si me atreviera».

Seguramente Jenny se sentiría decepcionada. Pensaría que su madre debería haber tomado partido cuando habían pasado por encima de una compañera a la que apreciaba.

«Es joven —la disculpó Anna-Maria mentalmente—. Todo es blanco o negro. Y a lo mejor tiene razón. Seguramente tiene razón».

Jenny de pronto la miró fijamente.

—¿Qué tal estás tú, mamá? Louise ha escrito en Facebook que hoy te había visto por la tele.

Sin avisar abrazó a Anna-Maria. La manzana en una mano y el vaso de agua en la otra.

—Necesitas un abrazo —dijo con la boca sobre el hombro de su madre.

Anna-Maria se quedó de piedra. Mantenía el trapo sucio todo lo lejos que podía, para que el olor no espantara a Jenny y se fuera.

La vida pasaba tan jodidamente deprisa. Era un corredor de cien metros que se reía de ella.

Hace poco, Jenny estaba en sus brazos, mamaba de su pecho. ¿Quién era aquella joven maquillada de piernas largas?

«Tiempo, para», pidió Anna-Maria, y cerró los ojos.

Pero el momento había pasado. Le sonó el teléfono en el bolsillo y Jenny la soltó y desapareció de la cocina.

Era Fred Olsson.

—El teléfono de Sol-Britt Uusitalo —dijo sin rodeos.

Parecía que tuviera comida en la boca.

—Lo he repasado. También he recuperado sus sms borrados. Creo que te gustará verlos.

La ciudad era como una silueta negra contra un cielo gris grafito, con las imponentes terrazas grises de la montaña de la mina, el campanario del ayuntamiento que parecía un esqueleto y la iglesia de tres lados, una cabaña lapona de las alturas.

Llamaron a la puerta en casa de Krister Eriksson.

—Maja Larsson —dijo la mujer alargando la mano.

Krister se la estrechó.

—Soy la prima de Sol-Britt Uusitalo —aclaró—. Venía a buscar a Marcus.

Era guapa. De unos sesenta, adivinó. El pelo recogido en mil trenzas de plata.

Se dio cuenta de que no reaccionaba ante su aspecto. Algunas personas se quedaban mirándolo fijamente a los ojos mientras hablaban para que su mirada no se posara en su piel quemada o en sus orejas en forma de mejillón. Cuando apartaba la vista o estaba ocupado con alguna otra cosa, no podían quitarle los ojos de encima.

En Maja Larsson no observó nada de eso. Lo miraba como su hermana o la gente que lo conocía tanto que había olvidado que tenía un aspecto diferente.

—¿Quieres comer? —preguntó cuando llegaron a la cocina—. Todavía queda algo y te lo puedo calentar en el micro.

Aceptó y comió. Parecía cansada. Por un momento, Krister creyó que se iba a quedar dormida en la mesa de la cocina. Parpadeaba despacio, como los niños.

—He oído que tu madre está enferma —dijo él—. Puedo hacerme cargo de Marcus si quieres.

Lo miró con agradecimiento.

—A lo mejor podríamos compartirlo un poco —propuso ella.

Después de comer fueron juntos hasta la caseta del perro. Estaba oscuro pero Marcus se había agenciado mantas, una linterna y tebeos. Vera también estaba dentro. Cuando Krister le pidió que saliera obtuvo como respuesta un intenso ladrido y no era de Vera.

—Es un perro salvaje —explicó Krister.

—¿Es peligroso?

—No, creo que es bueno.

Por mucho que lo intentaron no consiguieron que el perrito salvaje saliera fuera. Gruñó y aulló como respuesta a sus ofrecimientos.

—Es que no me conoce —dijo Maja en voz baja—. Seguramente aquí se siente seguro. Quizá viera cuando Sol-Britt…

—Se puede quedar —susurró Krister.

—¿Seguro? Gracias.

Maja dijo en voz alta:

—Aunque sea bueno creo que no me atrevo a llevarme a ese perrito salvaje conmigo. Quizá podría venir mañana y jugar un poco con él.

—¿Qué dices tú, perrito salvaje? —preguntó Krister. ¿Te parece bien?

—¡Guau! —se oyó desde dentro de la caseta.

Maja dio las gracias por la cena y él respondió que no había nada que agradecer, que había sobrado porque Rebecka no había comido mucho.

Ella le sonrió brevemente.

«Una de esas personas que saben leer a la gente —pensó él cuando la mujer se hubo ido. Se sintió un poco descubierto—. Se habrá dado cuenta de que quería explicarle que Rebecka ha estado aquí».