El fiscal jefe Alf Björnfot miró la pantalla de su teléfono. Rebecka Martinsson. Maldijo para sí mismo. Debería haberla llamado. El primer impulso fue no contestar, pero no era su estilo.

—Hola, Rebecka —respondió—. Joder…

—¿Pensabas llamarme? —lo interrumpió.

—Sí —respiró hondo—. Pero es que se me ha pasado el día volando. Ya sabes lo que ocurre a veces.

«No pedir comprensión», se ordenó a sí mismo.

—Pues empieza a hablar —le dijo Rebecka con una voz engañosamente tranquila—. Porque yo no sé qué decir.

—Bueno —empezó—. Es que Carl von Post vino a hablar conmigo… Bueno, se ofreció a hacerse cargo de la investigación. La víctima vivía en Kurravaara y tú también, así que… ¿Lo entiendes?

—No.

—Venga, Rebecka. Todos os conocéis en el pueblo. Antes o después surgiría una situación de recusación.

—Pero ¿sí puedo dedicarme a otros delitos en Kurravaara como exceso de velocidad de las motos de nieve, robos de motores de barco, allanamientos?

—Este asesinato es muy interesante para los medios de comunicación. Y nos comerán crudos a la mínima falta. Lo sabes.

Se hizo el silencio.

—¿Hola? —dijo Björnfot finalmente.

—Es mejor que no diga nada —respondió Rebecka.

Parecía triste y él hubiera preferido que estuviera indignada.

—¿Qué querías que hiciese? —preguntó.

—Quizá que confiaras en mí. Confiar en que yo misma me hubiera apartado del caso si hubiera surgido riesgo de recusación. Como en cualquier otro caso. No acobardarte porque la prensa estuviera encima. Era mi asesinato y tú simplemente se lo das a otro sin ni siquiera llamarme.

Alf se pasó la mano por la cara intentando amortiguar el ruido de su respiración. Lo único que consiguió fue respirar como si fuese una ballena.

«¿Por qué no la he llamado?», se preguntó a sí mismo. Era la mejor fiscal que tenía, muy superior a los demás. Y le había pedido personalmente que trabajara para él.

Von Post había ido a verle. «Ahora me toca a mí», le había dicho. Después sacó lo del peligro de recusación y le pareció razonable. Además, humildemente le dijo que el jaleo tributario en el que los estaba ayudando lo superaba. Y propuso que Rebecka se hiciera cargo de eso. «Algo para que hinque bien los dientes —había dicho Von Post—. No hay nadie que sepa más de derecho tributario que ella».

Y él había aceptado. Pero ¿por qué no se le pasó por la cabeza llamarla inmediatamente? Quería evitar conflictos con Von Post. Quería darle algo que roer y seguro que a Martinsson no le importaría demasiado. Pensó que le resultaría divertido trabajar en aquel embrollo tributario. Von Post siempre estaba insatisfecho. Había pensado que… En realidad no había pensado nada.

—Pues ahora las cosas están así —dijo.

Parecía molesto. Se dio cuenta e intentó cambiar de tono:

—Pero oye, tengo un lío tributario en Luleå y necesitaría que alguien competente lo mire. ¿Qué dices?

En cuanto oyó sus propias palabras se arrepintió.

—Tienes que estar de broma —dijo Rebecka despacio—. ¿Es que no tienes vergüenza? No, no voy a lavar tus trapos sucios, pero me quedan siete semanas de vacaciones, así que me las tomo a partir de este momento. Tú o Von Post podéis haceros cargo del homicidio y coger los documentos que hay sobre mi mesa.

—No puedes…

—Atrévete a negármelo —gruñó Rebecka—. Porque si fuera así dimitiría.

Björnfot estaba indignado.

—¡No seas niña! —gritó.

—No soy niña —rugió ella—. Soy una persona adulta, enfurecida y jodidamente decepcionada. Cobarde. ¿Quién iba a pensar que ibas a mamársela a Von Post?

Le faltaba el aire. Era como si tuviera una cinta de acero alrededor del pecho.

—¿Qué…? Eso es… ¡Voy a colgar! —le gritó Alf—. Llámame cuando te hayas calmado. —Y cortó la comunicación.

Tiró el teléfono sobre la mesa. Durante un momento se lo quedó mirando. Esperaba que volviera a llamar. Entonces le diría que tuviera cuidado con lo que decía.

—Ándate con ojo —le gritó al teléfono, amenazando con el dedo.

Se sentó y estuvo ojeando papeles. No podía recordar qué estaba haciendo antes.

«¿Quién se cree que es? ¿Cómo se atreve?».

La directora administrativa entró para preguntarle sobre el plan de trabajo de la semana siguiente. Cuando lo hubieron repasado ya había transcurrido media hora y la indignación había desaparecido. Se secó la frente con un pañuelo y se sentó en el borde de la mesa.

Deseaba volver a estar enojado, pero con la tranquilidad vino la reflexión y le puso un espejo delante. No estaba contento con lo que veía.

No debería haberle dado el caso a Von Post. No lo había pensado bien. Simplemente dijo: «Sí, sí, estoy de acuerdo». Y ahora, allí estaba, con el culo al aire. «A lo hecho, pecho». Pero no quería que Rebecka estuviera enfadada con él.

—No ha estado bien —se dijo a sí mismo en voz alta.

Se apretó la nariz y sacó el aire por la boca.

—Y no es necesario verlo desde ninguna jodida perspectiva de género.

A las diez de la noche del primer día en Kiruna, se presenta el gerente Hjalmar Lundbohm.

—He visto que había luz —dice excusándose, y Flisan, después de hacerle una reverencia, lo invita a pasar.

Ella y Elina se han lavado con la última agua que había en la olla. Flisan ha frito tocino americano con una salsa de cebolla divina para los hombres que han construido la librería de la habitación. Elina se siente abrumada por todas las cosas que han ocurrido, es como si hubiera transcurrido una semana desde que bajó del tren avergonzada después de que Hjalmar Lundbohm desapareciera con un seco adiós.

Ahora desearía haberse puesto una blusa más elegante, pero no esperaba que apareciera.

Naturalmente, el señor Lundbohm trae un recado. Quiere comunicar que al día siguiente ofrecerá una cena. Flisan parece sorprendida porque sólo la avisa antes cuando va a asistir mucha gente, y no siempre. Hace de nuevo una reverencia y, de reojo, mira de forma interrogativa a Elina.

—La señorita Pettersson quizá esté acostumbrada a tener vivienda propia —dice el gerente Lundbohm—, pero en Kiruna no tenemos para todos, así que las compartimos.

«Dios me libre de volver a vivir sola», piensa Elina, pero en voz alta dice:

—Seguro que estaremos bien. ¿Quiere el señor un café?

El gerente sí quiere café, si es que no tienen nada más fuerte a que invitarle.

Y se toman el café sentados en cajas de madera. Elina se da cuenta de que a él no le importa. Un hombre como él come comida de lapones en plato de madera un día y al día siguiente comparte ágape con el príncipe pintor.

Admira las alfombras de trapos y comenta que ha quedado muy acogedor. Se sienta en el sofá de la cocina y Flisan dice que al día siguiente pintarán y empapelarán. La librería la pintarán de azul, anuncia.

—¿Qué van a poner allí?

—Libros, ¡naturalmente!

Señala el baúl.

—La nueva maestra tiene una biblioteca completa.

El señor Lundbohm mira con detenimiento a Elina. Después pide encarecidamente ver la biblioteca.

A Elina le tiemblan las manos, pero ¿qué elección tiene? Y al mismo tiempo quiere demostrar quién es.

Cuando Flisan ve todos aquellos libros tiene que sentarse.

—Es una locura —exclama—. ¿Los has leído todos?

—Sí —responde Elina con una pizca de cansancio en la voz—. Algunos, varias veces.

Hjalmar Lundbohm se saca unos quevedos del bolsillo.

—Veamos —dice con autoridad, y Flisan va sacando libro tras libro del baúl. Están muy bien empaquetados entre toallas blancas y papel de seda. Flisan se ocupa del papel, lo dobla con cuidado y va formando un montón. Hjalmar lee los títulos en voz alta.

Elina está callada dejándolos hacer. Hay muchos sentimientos en su interior. Muchas voces.

«Estoy cansada, eso es todo», piensa cuando de pronto el llanto quiere aparecer y se le forma un nudo en la garganta.

Voces. Son las mujeres del pueblo que le dicen a su madre que su hija se va a volver loca de tanto leer. Que no es bueno. Dicen que es una holgazana porque se sienta a hacer los deberes. Le quitan el lápiz de la mano para que ayude a su madre a fregar los platos. Pero su madre le apoya la mano en la espalda y hace que no se levante, y le vuelve a poner el lápiz en la mano. Y dice: «La chica que estudie. Mientras tenga fuerzas que estudie». Su maestra se sienta en la cocina de casa y habla con su madre. «Si Elina sigue estudiando, yo pagaré lo que cueste. No tengo hijos a quienes mantener».

El gerente saca los libros, comenta los que ha leído y pregunta por los que no.

Elina explica. Lo hace de forma sencilla. ¿Cómo le va a decir a un hombre como aquel que los libros pueden salvarle la vida a uno? Seguro que él siempre ha tenido a mano el teatro, la literatura, los estudios y los viajes.

Se anima. Se siente ella misma y cuando coge sus libros se le llena la cara de alegría.

También se ha sentado en el sofá y él ya tiene un montón de libros sobre las rodillas. Lamentablemente, también hay otro montón entre ellos.

Son libros para niños, claro, Huckleberry Finn y Tom Sawyer. Tanto ella como el señor Lundbohm prefieren Las aventuras de Huckleberry Finn a La isla del tesoro y El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, aunque este último no es adecuado para niños, advierte Elina, y le explica la historia a Flisan, que tiene escalofríos del agradable terror. Elina saca Frankenstein, de Mary Shelley, y dice que se lo leerá en voz alta por las noches.

Hjalmar Lundbohm lee algunos párrafos de La llamada de la selva y El lobo de mar, de Jack London. Kim, de Kipling, está envuelto en una toalla junto a Gitanjali, la ofrenda lírica del poeta hindú y premio Nobel Rabindranath Tagore.

Hay novelas inglesas, alemanas, y libros de Lagerlöf, Key y Strindberg.

Hjalmar Lundbohm y Elina dejan que los libros se sitúen entre ellos. A veces los dos cogen el mismo. Otras, ella se inclina y lee el mismo texto que él. Huele a jabón.

«Seguramente se aseó antes de la visita —piensa—. ¿Hace eso cuando va a casa del ama de llaves para informarle de la cantidad de invitados que habrá en la cena?».

Flisan prepara más café y como por arte de magia saca un queso especial. Lo típico es poner un trozo dentro de la taza y azúcar en polvo. Después de tomar el café, comen el queso de las tazas, un queso que les hace rechinar los dientes cuando lo mastican.

En el fondo del baúl hay libros envueltos en papel marrón y atados con cordón.

—Porque los títulos no son apropiados para los ojos del empresario —explica Elina con el cuello estirado.

—Pues veamos cuánto soporta el empresario —dice Lundbohm riendo, y abren los paquetes, uno tras otro.

Primero aparece El Penuskaftet, de Elin Wägner.

—Wägner y Key… —dice Hjalmar Lundbohm.

—Sí —responde Elina—. Y Stella Kleve.

Los dos saben lo que piensa el otro. La maestra simpatiza con los escritores que consideran que el amor es más importante que el certificado de matrimonio.

«Se gasta el dinero en libros —piensa él—. Por eso lleva unos zapatos desastrosos y un abrigo tan desgastado».

Desea comprarle ropa. Una bonita blusa, con puntillas.

En el siguiente paquete está Stänk och flikar, de Fröding. Es natural que aquel libro de poemas esté envuelto en papel marrón. A Fröding incluso lo procesaron por aquellos versos tan atrevidos.

Elina adora a Fröding. ¿Cómo puede haber alguien que opine que es inmoral? Es soledad y ansias de amor y cercanía. Cuando se quedaba sola en su clase, ¿cuántas veces la consoló Fröding? Él siempre estaba separado del resto, siempre excluido.

—No debería haber muerto —dice.

Y Hjalmar Lundbohm cierra los ojos y recita:

Me puse a beber

de la mañana a la noche

busqué por todas partes

con alcohol y mujeres.

Se hace el silencio. Elina no puede decir ni una palabra. Un hombre que cita a Fröding. Y lo ha hecho con la adecuada moderación de la voz, sin demasiado sentimiento. El texto habla por sí mismo. Ha marcado una pequeña pausa entre «busqué» y «por todas partes», de manera que parecía que él mismo escribiera el poema, buscara las palabras, lo buscara todo, todo lo que ella también buscaba; todo lo que aliviara la fiebre que a veces sufría, aquella inquietud, la soledad.

Hjalmar Lundbohm está sentado con los ojos entornados como si estuviera soñando.

«Quisiera besarle», piensa sorprendida por el deseo de su corazón.

De inmediato se dice a sí misma que aquello son tonterías. Acaba de conocerlo. Es mucho mayor que ella. Y está gordo. Pero cuando mira aquellos pesados ojos medio cerrados y la boca que acaba de hacer un gesto de dolor cuando, con su tranquila y suave voz, ha dejado que otro pusiera palabras a su anhelo, entonces ve a un joven en él, sí, un chiquillo. Quiere aprender a conocerlo. Todas sus edades. Quiere saberlo todo. Besarlo. Poseerlo.

—¡Por Dios! —exclama Flisan—. «Busqué por todas partes con alcohol y mujeres». Bueno, es justo como mi Johan Albin antes de conocerme. Pero ya no bebe. ¡Yo también tengo libros!

Saca su aportación para la estantería de uno de sus arcones.

Hjalmar Lundbohm vuelve a la vida y resopla satisfecho cuando lee títulos como Tras las cortinas echadas y El dulzor del pecado.

Se pone los quevedos en su sitio, busca un texto al azar y después lee:

—«Leopold puso su brazo sobre ella y dejó que la rosa blanca deshiciera sus cientos de pétalos sobre su cuello. Amiga mía, le susurró mirándola a los ojos como si la acariciara, mientras miraba hacia arriba. Después la besó con un beso largo y ardiente».

Ahora es Flisan la que cierra los ojos y escucha como si estuviera en la iglesia.

—¡Maravilloso! —exclama cuando él ha acabado de leer.

Hjalmar Lundbohm sonríe entretenido.

—Vaya —dice Elina—. ¿El gerente sonríe con las novelas de amor y de criadas? Porque yo también tengo bastantes de esa clase.

Abre varios paquetes envueltos en papel marrón que contienen novelas de veinticinco céntimos y de una corona. Hay novelas de detectives, de Sherlock Holmes y Nick Carter y, como es lógico, libros del héroe de las regiones salvajes suecas, el detective Leo Carring, de Duse. Hay novelas de aventuras, románticas, de tierras lejanas, de misterio y de amor, de la autora más leída de Suecia, Jenny Brun.

El aire se llena de bailes, herencias, venenos, criadas que se convierten en damas de la alta sociedad, fantasmas, antros de opio, vidas de buscadores de oro, piratas, profanadores de tumbas, amores traicionados, amores prohibidos, esperanzas truncadas, fraudes, venganza, jeques del desierto, seductores, extranjeros misteriosos, reos inocentes, hipnotizadores, persecuciones en coche, osos polares, tigres asesinos, médicos encantadores, ladrones sin escrúpulos, islas desiertas en el Pacífico, expediciones al Polo Norte, peligros, dudas y finales felices.

Leen en voz alta los textos de la contraportada y admiran las elegantes tapas.

—¡Cuánta literatura inmoral! —exclama Hjalmar Lundbohm sonriendo a Elina.

Ella baja la cabeza y admite que está perdida para siempre.

En ese momento, Flisan bosteza sonoramente. Hjalmar Lundbohm se pone de pie de golpe, como si la chica hubiera tocado una trompeta.

—Vendré a inspeccionar el resto de los libros dentro de poco —dice con una autoridad fingida y señalando los paquetes marrones que siguen en el fondo del baúl de Elina.

Al otro lado de la ventana ha empezado a nevar de forma perseverante.

—¡Otra vez! —exclama Flisan.

Hjalmar se despide, y Flisan y Elina preparan el sofá cama. Cuando han puesto los edredones se meten dentro.

—Tengo que decir que sabes limpiar y reír —murmura Flisan al oído de la maestra—. Eres una auténtica respuesta a mis oraciones.

Después se quedan las dos dormidas.

Hjalmar Lundbohm va andando hasta su casa bajo la nieve. No hay nadie fuera. Se siente extrañamente de buen humor. Hacía tiempo que no estaba tan a gusto. Con su propia ama de llaves y la nueva maestra.

Pronuncia su nombre en voz alta. Qué infantil. No lo ha oído nadie. Los danzantes copos de nieve absorben su voz.

—Elina —dice.