«We meet again», pensó el fiscal de la Audiencia, Carl von Post, cuando vio a la inspectora de Policía Anna-Maria Mella y a Rebecka Martinsson salir de sus coches. «Jodidas mentecatas».
Rebecka Martinsson. Unos años atrás vino a la ciudad y se entrometió en su investigación de la muerte de Viktor Strandgård. En cuanto bajó del avión se creyó que era alguien. Una abogada de éxito del bufete Meijer & Ditzinger, como si eso significara algo. Su novio era socio de la empresa, así que él se dio cuenta enseguida de cómo había conseguido el trabajo. Pero los medios de comunicación, aquellos jodidos periodistas, enseguida la adoraron. Después de que se aclarara la muerte, hablaban de ella en todos los periódicos. Y a él lo presentaban como al idiota que encarceló a la persona equivocada. Creía que se libraría de ella después, pero nada de eso. Por el contrario, se había quedado a vivir allí y empezó a trabajar como fiscal. Ella y aquella policía enana, Mella, se tropezaron con la investigación del asesinato de Wilma Persson y Simon Kyrö. Fue un milagro que atraparan al asesino. Pero la prensa, de nuevo esos malditos periodistas, la describieron como una Modesty Blaise.
Y él, año tras año, había tenido que dedicarse a perseguir a conductores borrachos, ladrones de motos de nieve y casos de violencia doméstica. Un único asesinato. Un hombre de Harads que mató a su hermano un sábado por la noche.
Carl von Post seguía en la fiscalía de Laponia y era por culpa de ellas, la jodida Modesty Blaise y aquella policía que llevaba cogida de una correa. Era más difícil que hubiera una bola de nieve en el infierno que él consiguiera un puesto en un bufete de abogados importante de Estocolmo. Pero había tomado una decisión y las cosas iban a cambiar. Le había llegado el turno de estar en el candelero y de que escribieran sobre él. Una muerte espectacular como aquella era justo lo que necesitaba. Ella no. Había conseguido que le dieran el caso a él y aquellas dos estaban fuera, se lo notificarían dentro de poco.
Carl von Post se volvió hacia los periodistas reunidos. Todos tenían un ojo puesto en sus iPhones, mirando el Twitter y el Flasback a la caza de algo especial. Conectaron los micrófonos. Los periódicos vespertinos Expressen y Aftonbladet habían enviado a sus freelance de la zona. Los reporteros de la prensa local NSD y Norrbottens-Kuriren esperaban en el pasillo un poco alejados, intentando localizar a alguien conocido. Los hombres de la nacional SVT y TV4 iban de un lado a otro con sus gigantescas cámaras. También había gente a la que no había visto nunca y todos le pedían de forma aduladora hablar con él más tarde.
—Cinco minutos —dijo haciendo un gesto hacia las filas de sillas de la sala de conferencias, y salió apresurado para hablar con Rebecka y Anna-Maria sin que los demás lo oyeran.
Anna-Maria Mella fue al encuentro de Carl von Post. Él aminoró el paso, no quería parecer agobiado, pero ella había visto a través de la puerta de cristal cómo se dirigía correteando hacia la salida. Rebecka se quedó algo rezagada.
—Hola —saludó Von Post sonriendo—. Qué bien que hayáis llegado. He oído que habéis estado con el médico forense. Quizá podríamos hacer una corta presentación de lo que ha dicho, porque…
—¿Sabes una cosa? —lo interrumpió Anna-Maria—. Estoy a punto de que me dé un infarto. Así que si no dices una palabra que me pueda tranquilizar…
—¿Qué quieres decir?
—¡Lo que oyes!
Anna-Maria levantó los brazos y después se sujetó la cabeza con las manos como para evitar que explotara.
—Has convocado a la prensa ahora. Yo ya lo había hecho y estaba previsto que la rueda de prensa fuera mañana a las ocho.
Von Post cruzó los brazos.
—Siento que todo haya ido un poco demasiado deprisa. Naturalmente tendría que haberte comunicado que lo habíamos cambiado. Soy el jefe de la investigación y considero que cuanto antes hablemos con la prensa, mejor. Si no, ya sabes lo que pasa: se originan filtraciones a cambio de dinero. Además, se inventarían cualquier cosa para vender ejemplares.
—No necesito que me enseñes a tratar a la prensa. ¡Jefe de la investigación! Rebecka es quien la dirige.
Von Post miró a Rebecka, que había llegado hasta ellos y estaba al lado de Anna-Maria.
—No, ella no —dijo fríamente—. Lo ha decidido Alf Björnfot.
Alf Björnfot era el jefe de la fiscalía. Cuando Rebecka se mudó a Kiruna y dejó su trabajo de abogada en Estocolmo, fue quien la convenció para que empezara a trabajar para ellos.
Anna-Maria abrió la boca para decir que no lo aceptaba, pero la cerró. Estaba claro que Von Post no iba a ir allí a hacerse cargo de la investigación por iniciativa propia. No era idiota. O, bueno, sí que lo era, pero no ese tipo de idiota.
Rebecka asintió pero no dijo nada. Durante unos segundos se hizo un silencio que Von Post rompió.
—Estás demasiado cerca de la víctima, sencillamente. Alf me pidió que me ocupara.
—Yo no la conocía —respondió Rebecka.
—No, pero vivíais en el mismo pueblo, antes o después saldrá alguien en la investigación que conozcas. Es delicado. Tienes que entenderlo. Björnfot no puede dejarte gestionar esto. Hay riesgo de recusación.
La miró. Ella no hizo el mínimo gesto.
«Seguro que está un poco mal de la cabeza —pensó Von Post—. Un poco trastornada».
Rebecka se mantuvo inexpresiva. Le dolía la frente por el esfuerzo, pero estaba casi segura de que no se notaba nada. La habían apartado como si fuera basura. Y Alf ni siquiera la había llamado.
«No demuestres que estás dolida», se ordenó a sí misma. Eso era justo lo que él quería. Se alimentaría de la herida en su amor propio como un carroñero.
—Es que lo tienes un poco intranquilo —continuó Von Post con voz suave—. Has estado enferma y un caso como este podría ser desgarrador.
Ladeó la cabeza mirando a Rebecka.
«No contestes», pensó ella.
Von Post suspiró resignado y miró su iPhone.
—Tenemos que empezar —dijo—. ¿Qué ha dicho el forense? Versión corta.
—No tengo tiempo —respondió Rebecka—. He de ir a buscar a los perros.
Pero no se movió del sitio. Se quedó allí inmóvil.
—No ha dicho nada —respondió Anna-Maria—. No le había dado tiempo de empezar.
Las dos mujeres se cruzaron de brazos. Se quedaron quietas un momento, después Rebecka los bajó, se dio media vuelta y se fue.
Von Post la observó mientras se sentaba en el coche.
«Vaya, vaya. Ya me he quitado a un negrito de encima», pensó.
Apenas pudo reprimir una sonrisa.
«Ya sólo me queda un negrito más. Y que no se crea que va a hacer lo que le dé la gana».
—No tengo tiempo de cháchara, Mella —dijo en voz baja—. Dime lo que ha dicho el forense o abandona la investigación.
Anna-Maria lo miró con desconfianza.
—Lo digo en serio —continuó sin apartar la mirada—. Un policía que no mantiene informado al fiscal que lleva la investigación tiene graves problemas de colaboración. Y en ese caso te prometo que conseguiré que te pasen a tráfico. Que sepas que suelo dejarle mi piso en Riksgränsen al jefe provincial de la Policía.
La miró con las cejas levantadas. ¿Qué hacía?
—Es que no tenía nada que decirnos —insistió Anna-Maria.
Sus mejillas estaban encendidas.
—Probablemente le hayan clavado una horca. La muerte ocurrió rápidamente. Muchas punzadas sin ninguna consideración. O cortes. No se sabe qué son.
—Bien —respondió Von Post dándole una palmadita en el hombro—. Pues vamos. Es hora de dar una rueda de prensa.
—¿Hay siempre tanta nieve?
La señorita Elina Pettersson observa Kiruna desde el asiento del coche de caballos. Va sola porque el conductor se ha bajado y dirige a pie los animales, cuyo vaho por el esfuerzo se ve en el aire.
—No —responde—. Siempre hay mucha, pero esta vez ha habido tormenta durante tres días. Esta mañana cambió de pronto el tiempo y ahora está tranquilo y hace calor. Debería acostumbrarse. Esto son las montañas. El tiempo varía muy deprisa. El solsticio de verano pasado los jóvenes nos fuimos a bailar a Jukkas. Hacía calor y se estaba bien. Las hojas acababan de salir. A eso de las ocho de la tarde empezó a nevar.
El muchacho se echó a reír con el recuerdo.
Se posa como un grueso edredón de plumas sobre la ciudad. Las casas tienen largas faldas blancas. La nieve se acumula hasta bastante altura. En los tejados, los críos quitan la nieve con todas sus fuerzas. Sólo tienen su cuerpo y los resistentes zapatos de invierno.
—Si no, al deshacerse la nieve se hunde el tejado —comenta el joven cochero.
Parece que las farolas lleven gorros rusos. La montaña de la mina está bajo la nieve blanda y podría ser cualquier otro monte. Las ramas de los abedules se inclinan hacia el suelo por el peso que soportan y forman unas puertas de cuento que brillan a la luz del sol. Elina queda deslumbrada porque es difícil mirar hasta con los ojos entornados. Ha oído decir que te puedes quedar ciego por la nieve. ¿Será esto lo que quieren decir?
—La señorita deberá esperar en la escuela —anuncia el cochero—. Después vendrá alguien a buscarla. Dejaré sus cosas en el coche y más tarde se las llevaré a su domicilio.
Allí se queda, sentada en el aula de la escuela. Es domingo y está completamente desierta. Una quietud extraña. Los rayos de sol que entran por la ventana levantan un fino velo de polvo.
Hay una pizarra, estupendo, y muchas láminas, motivos de la Biblia, mapas, flora y fauna. De inmediato se oye a sí misma explicando las historias más interesantes del Antiguo Testamento, David y Goliat, claro está, Moisés en la cesta, la valiente reina Ester. Se pregunta cuántos animales y plantas habrá allí arriba. Como es lógico, los niños prensarán plantas y aprenderán la flora y la fauna local. Hay un órgano y en la pared cuelga una guitarra.
Quisiera saber cuánto tiempo deberá esperar porque tiene hambre de verdad. No ha comido nada más que los bocadillos que llevaba para el viaje y eso fue el día anterior, a eso de las dos; dentro de poco hará veinticuatro horas.
Oye la puerta de entrada y cómo alguien se sacude la nieve de los zapatos en el pasillo. Después se abre la puerta de la clase y entra una mujer de su misma edad. No, seguramente más joven, supone Elina. Le había engañado su cuerpo redondo, el abultado pecho y las caderas voluminosas. Ahora parece una ovejita, pero seguro que la chica que tiene delante se convierte en una auténtica matrona. Pero es bonita. Elina piensa que se parecen, la nariz chata y las mismas mejillas redondas. Aunque la mujer que tiene delante es morena. Sus ojos marrones están llenos de curiosidad y esperanza. Mira a Elina como si esperara que le diera una buena nueva.
—¿La señorita Elina Pettersson?
Le estrecha la mano. La tiene un poco roja y seca, la piel dura y las uñas muy cortas. La mano de una trabajadora.
«Como las de mi madre», piensa Elina, y se avergüenza de su suave mano de señorita.
—Soy el ama de llaves del señor Lundbohm, el gerente, Klara Andersson. Me puedes llamar Flisan. Quiero decir que no vale la pena que seamos demasiado formales puesto que vamos a compartir vivienda. ¡Ven!
Coge a Elina del brazo y la lleva fuera, donde está la nieve y la luz del sol. Sus pasos son rápidos, Elina casi tiene que correr. Flisan habla contenta como si se conocieran desde siempre.
—¡Por fin! ¡Qué ganas tenía! Le había dicho cien veces al gerente que quería tener algo propio. He dormido en la habitación de las criadas de su casa hasta ahora. ¡Y con tantos invitados siempre! Artistas, hombres de negocios, capataces de la mina y esos locos aventureros empeñados en subir a las montañas, y que luego se pierden y hay que ir a rescatarlos. Primero hay que hacer la comida y encontrar la bebida apropiada. A cualquier hora, del día o de la noche. La pobre madre del gerente hizo un buen trabajo mimándolo cuando era pequeño. Luego por fin te tumbas en la cama sabiendo que tienes que levantarte para volver a hacer de esclava al cabo de unas pocas horas, pero entonces aparecen los invitados borrachos, rascando y gruñendo como perros delante de tu puerta. ¡Uf! ¡Qué viejos! Tengo el pestillo echado pero no puedo dormir. Bueno, el gerente, no. Él nunca… Es igual, ahora tendré algo propio.
Balancea una llave delante de Elina.
—Seguramente estarás acostumbrada a tener tu propia vivienda, pero en Kiruna no hay para todos. Aquí tienes que compartir.
Le aprieta el brazo.
—Y yo compartiré contigo muy a gusto. ¡Lo he notado enseguida!
La vivienda es la C12, abreviatura de casa número 12. Tiene el tejado muy inclinado. Apenas se ve que las paredes son verdes porque está cubierta de nieve y hielo. Las planchas del tejado son rojas, le explica Flisan.
—Espera y verás, en verano brilla al sol de medianoche. ¡Es tan bonito!
El piso tiene cocina y una habitación en la parte de arriba. No hay muebles y el suelo es sencillo, de tablas.
—¡Una cocina! —exclama Flisan—. ¡Una cocina de verdad con horno!
Inspecciona la cocina marca Husqvarna. Los anillos están enteros, la trampilla de la ceniza también. Y hay dos fogones.
Flisan se vuelve hacia Elina con una gran sonrisa.
—Podemos hacer pan cada mañana y vendérselo a los trabajadores. Y, si dormimos aquí, podemos alquilar la habitación. Allí dentro hay lugar para cuatro. Durante el día podemos poner los colchones de pie, y tendremos una mesa plegable con dos sillas, para que puedas leer y trabajar, o recibir alumnos. Los realquilados no llegan hasta las ocho o las nueve de la noche, un poco antes si comen aquí; eso nos haría ganar algo más de dinero. Sólo con el desayuno ganaríamos ocho coronas a la semana y además, la venta de pan.
Cuando Elina oye toda aquella verborrea sobre pan, desayunos y cenas, se ve obligada a sentarse en el cajón de la leña porque está desfallecida por el hambre. Flisan se da cuenta enseguida de lo que pasa.
—¡Qué tonta soy! —exclama, y coge la cabeza de Elina entre sus manos y la besa en la frente—. Debería haberlo entendido.
Le ordena a Elina que no se mueva del sitio. Volverá dentro de un momento.
Mientras Flisan está fuera, Elina sigue sentada y siente cómo la dicha le llena todo el cuerpo. Es como si el sol de principios de primavera corriera por sus venas, una corriente de oro. Siente que ha hecho una amiga. Una amiga bonita, alegre e indómita, que se ha ido volando porque ella «tiene que llevarse algo a la boca».
Elina mira a su alrededor. Ahí pueden poner un sofá cama. Faltan alfombras en el suelo y tienen que pintar las paredes, blancas, claro está, sencillo y con gusto, como recomienda Ellen Key. Y en verano, geranios en las ventanas.
Piensa en todas las noches solitarias y los domingos de los últimos tres años. Nunca más.
Flisan vuelve. Con ella va una joven sirvienta que la ayuda con lo que trae. Artículos de limpieza: delantales, cubos, trapos, jabón, una olla grande para calentar agua y cepillos. Desempaqueta unos bocadillos para Elina y un trozo de carne de reno secada y salada. Con un cuchillo corta la carne casi negra en lonchas delgadas.
—Tiene un sabor extraño si no se está acostumbrado, pero reconforta. Prueba y verás. Tú llevas puesta la ropa de viaje, pero pienso que si limpio…
Y Elina se echa a reír. Flisan cree que es una señoritinga que no sabe cómo se limpia una casa. La ropa se puede lavar. ¡Que le pase un delantal y sabrá lo que es bueno!
Flisan también se echa a reír y dice que todavía no conoce a nadie que la supere limpiando. La criada se encargará del gerente esta tarde. Ha hecho un asado y no esperan invitados, así que Elina y ella pueden limpiar y restregar hasta medianoche si quieren.
Se ponen manos a la obra. Sólo es una cocina y una habitación, y con la ayuda de la joven criada lo hacen en un momento. Llenan la cazuela con nieve del jardín interior y la ponen a calentar. Limpian las paredes, las puertas y el techo con un cepillo de palo largo, friegan el suelo de rodillas con uno de raíces, y una vecina sube para decirles de buen humor que está lloviendo en el piso de abajo y que a ver si pueden usar menos agua. Después lo aclaran con varios cubos de agua limpia y lo secan todo con muchos trapos. Restriegan los cristales con papel de periódico. Del suelo y de la cazuela sale vapor de agua, la pequeña vivienda se ha convertido en una sauna. Dejan las ventanas entreabiertas y el aire fresco se mezcla con el olor a jabón. Cantan a pleno pulmón salmos y canciones pegadizas sobre casamenteras, amores desgraciados y niños pobres que mueren de una cosa u otra.
Por la tarde llegan dos hombres con los muebles de Flisan, un sofá cama, como el que se ha imaginado Elina, cobertor, edredón y almohadas, una mesa plegable pequeña, dos sillas sencillas, una cómoda y una palangana con su jarra. Un montón de alfombras de trapo y manteles. Dos arcones con un poco de todo.
Flisan y Elina están sentadas en la caja de la leña cada una con un tazón de café. Les duelen todos los músculos del cuerpo de tanto cargar peso y limpiar. Sobre la piel tienen una ligera capa de sal, de sudor evaporado.
Las dos se ríen socarronas de los hombres que suben los muebles, marcan su posición con la cabeza, se apartan el pelo de la cara, invitan a café y galletas, y en un momento los hombres han ido a buscar tablones de madera y les construyen dos caballetes que hacen de patas de banco para que se sienten los realquilados cuando desayunen y todo pueda ponerse debajo del sofá cama cuando no se utilice.
Al bajar lentamente por la escalera, los hombres se encuentran con el joven cochero y un compañero que arrastran los baúles de Elina.
El baúl grande apenas cabe por la escalera y los chicos pierden el equilibrio y están a punto de que se les caiga encima. Los hombres se dan la vuelta y echan una mano.
—¿Qué es lo que llevas dentro? —pregunta Flisan.
Todos se quedan mirando a Elina.
—No hacía falta que trajeras hierro —dice uno de los hombres—, aquí tenemos una montaña llena.
—Son libros.
Flisan abre unos ojos como platos.
—¡Libros! ¡Por el amor de Dios! ¿Dónde los vamos a poner?
—Yo había pensado ponerlos en una estantería.
Flisan mira a Elina como si hubiera propuesto tener tigres y elefantes en el piso. ¡Una estantería! Esas cosas sólo las tenían los señores.
Los hombres se echan a reír prometiendo volver con tablas y clavos. Entonces Flisan les promete que los invitarán a comer, que seguramente ya han oído hablar de sus habilidades culinarias. Elina, ausente, asiente sin poder apartar la vista del baúl.