La prima de Sol-Britt Uusitalo se llamaba Maja Larsson. Rebecka Martinsson apoyó su bicicleta contra la leñera y miró a su alrededor.
Era la propiedad de la madre de Maja Larsson. Se notaba que una persona mayor y sin fuerzas vivía allí desde hacía tiempo. La casa estaba construida con fibrocemento de color rosa. Algunas piezas se habían desclavado, el canalón para el agua de lluvia también estaba suelto. Los marcos de las ventanas necesitaban una capa de pintura y el porche parecía haberse hundido y estaba torcido delante de la puerta de entrada. Algunos arbustos enmarañados que Rebecka supuso que eran groselleros crecían en la parte sur de la casa. Los restos de las celosías caseras para sujetar los arbustos estaban en el suelo, debajo de ellos, podridos y llenos de musgo.
Rebecka llamó con la mano porque el timbre parecía no emitir ningún sonido.
Maja Larsson abrió. Rebecka casi dio un paso atrás. Qué mujer tan guapa. Iba sin maquillar y las arrugas le daban un aspecto curtido. Tenía los pómulos altos y alzó su cuello largo y delgado cuando vio a Rebecka. Un movimiento de reina que quizá fuera lo que hizo que la fiscal retrocediera. Debía de tener unos sesenta años. Tenía el pelo totalmente cano y peinado con un montón de finas y largas trenzas como serpientes que había recogido en un gran moño; los ojos, gris claro y las cejas, espesas y rubias. Llevaba pantalones de hombre que casi le colgaban en las caderas y una camiseta de lana con cuello de pico y las coderas zurcidas.
—¿Sí? —dijo.
Rebecka se dio cuenta de que se había quedado mirándola sin decir nada. Se presentó y le explicó el porqué de su visita.
—Se trata de tu prima —dijo—. Sol-Britt Uusitalo. La han asesinado.
Maja Larsson miró a Rebecka como si fuera una cría que vendiera calendarios de Navidad. Al final dejó salir un suspiro.
—Joder. Supongo que querrás pasar y hablar. Claro, pasa.
Entró en la cocina delante de Rebecka. Esta se quitó los zapatos y la siguió. Se sentó en el sofá de madera, no quiso tomar café y sacó una libreta del bolsillo.
Maja Larsson abrió un cajón de la cocina buscando un paquete de cigarrillos.
—Tú dirás. ¿Un pitillo?
Rebecka sacudió la cabeza. Maja encendió un cigarrillo y dejó que el humo le saliera por la nariz. Se puso al lado de los fogones y tiró de una cadena que abría la ventanilla de ventilación que había arriba.
—Alguien la mató a punzadas mientras dormía.
Maja Larsson cerró los ojos y bajó la cabeza. Como si intentara asimilar lo que Rebecka acababa de decir.
—Perdona si parezco… Es por mi madre. Se está muriendo. Vivo aquí sólo para estar con ella el tiempo que le queda. Es como si ya no tuviera sentimientos dentro.
De pronto se quedó mirando fijamente a Rebecka.
—¡Marcus!
—Está bien —respondió Rebecka—. Ileso.
—¿Has pensado pedirme que me haga cargo de él?
—No sé. ¿Puedes hacerlo?
La cara de Maja Larsson se endureció.
—Vaya por Dios, me imagino que su madre se ha negado. ¿Se había hecho daño en la espalda? ¿O un escape de agua? ¿Preguntó siquiera cómo estaba el chico?
Rebecka pensó en la explicación de la madre, de cómo su compañero la abandonaría si se encargaba de Marcus. No le había preguntado cómo estaba su hijo.
—Me haré cargo de él —dijo Maja Larsson—. Claro que sí. Si no hay nadie más. Pero mi madre… Estoy en el hospital todo el día. No sé cómo voy a hacerlo. No me conoce. Como te he dicho, no vivo aquí, sólo ahora mientras mi madre… Y soy un desastre con los críos. Yo no he tenido. Dios mío. Creo que el mundo está loco. Me encargaré de él. Claro que me encargaré de él.
Rebecka abrió el bloc de notas.
—¿Quién la llamaba «puta»?
—¿Perdona?
—Alguien lo escribió en la pared encima de su cama.
Maja Larsson observaba a Rebecka, la escudriñaba. Como el zorro que se queda quieto en la linde del bosque e intenta decidir si el intruso es amigo o enemigo. Al final respondió. Su voz era baja y suave. Las serpientes plateadas se movían en su cabeza.
—Sé quién eres, Rebecka Martinsson. Has vuelto. La hija de Mikko y Virpis. Aunque no sabía qué aspecto tenías ahora. Te vi alguna que otra vez cuando eras pequeña. Rebecka, ya sabes cómo son las cosas en el pueblo.
—No.
—A lo mejor no lo sabes. Tú eres fiscal. La gente no se atreve a meterse contigo. Pero con Sol-Britt…
Sacudió la cabeza. Un gesto que significaba que no tenía ganas de relatar la historia.
—Explícate.
—¿Por qué? La gente del pueblo es diabólica, pero no creo que la hayan asesinado ellos. Y si te lo cuento, irás por ahí haciendo preguntas y yo me convertiré en una chivata y me tirarán piedras a las ventanas.
—Alguien la ha matado a punzadas —dijo Rebecka duramente—. No una. Cientos. La he visto. ¿Piensas ayudarme?
Maja Larsson se puso la mano en la nuca y miró fijamente a Rebecka.
—Tú sabrás lo que haces —dijo.
—Sí, lo sé.
—Conocí a tu madre. Solíamos ir a bailar juntas. Era guapa. Tenía un montón de admiradores. Después conoció a tu padre, se casó con él y yo me fui, así que perdimos el contacto. Sol-Britt venía a veces con nosotras, aunque era más joven, era mi prima pequeña. Se quedó preñada y tuvo a su hijo, Matti, cuando sólo tenía diecisiete años. El padre se fue antes de que el niño cumpliera el año. Ni siquiera recuerdo cómo se llamaba aquel diablo. Se fue de aquí y parece que le fue bastante bien. Empezó a trabajar en Scania como conductor de carretillas elevadoras. Y Sol-Britt encontró a otro. Después también se acabó, y luego otro. Ese bebía demasiado. Llevaba a casa a los amigos y bebían y gritaban, así que un día lo echó. No lo necesitaba. Matti tuvo que soportar en la escuela que le dijeran que su madre era una puta y una borracha.
—¿Era verdad?
—Sí. Bebía demasiado. Pero ¿sabes una cosa?, muchos lo hacen. Pero ella se convirtió en el tipo de persona que consigue que todos los putos perdedores se crean mejores que ella. Las mujeres del pueblo están a salvo. Se soporta mejor vivir con un idiota si decides que lo peor que te puede pasar es vivir sin ninguno, porque por lo menos estás mejor que otras. Además, puedes emborracharte sin remordimientos de conciencia, porque todos han decidido que Sol-Britt bebe más. Cuando anda por el pueblo después de tomar una copa, ya va borracha y resulta desagradable. Mientras que a los demás se les saluda sea cual sea el estado en que se encuentren. Sol-Britt era una de esas a quien acuden los hombres cuando están borrachos, cuando se han peleado con su mujer o los han abandonado. Entonces iban volando a su casa y ella los invitaba a café, nada más. Yo lo sé; no porque para mí tenga importancia, pero las cosas eran así. Después se iban con su mujer, el vecino o el amigo, y presumían de habérsela follado. Una puta mentira. Eso era lo que querían. Alguno que otro la llamaba puta, sí. No entiendo cómo pudo seguir viviendo aquí. No entiendo cómo tú no te has ido ya.
Rebecka miró por la ventana. ¿Nevaba? Algunos copos desperdigados volaban por el aire sin decidirse a subir o bajar.
No quería oír aquello. No quería saber nada de sus padres. Y no quería saber la verdad sobre una Kurravaara que no era la suya.
«Es más fácil mantenerse al margen ahora que soy mayor —pensó—. No necesito relacionarme con esa gente. Cuando era pequeña y los tenía en mi misma clase no había escapatoria».
—¿Alguien la amenazaba?
—A Marcus lo acosaban unos cuantos críos del pueblo. Van juntos en el autobús escolar hasta la ciudad. Y Sol-Britt habló con el director. Los padres se enfadaron como bestias. ¡Con Sol-Britt! Porque se atrevió a acusar a sus hijos. Pero ella se mantuvo en su sitio y respondió cuando Louise y Lelle Niemi se pusieron en su puerta a gritar y a buscar pelea. Hacen cosas que la Policía no puede reprocharles. Ponen las largas cuando te los encuentras en la carretera. Y sí, la llamaban puta. Murmuraban la palabra si la veían en alguna tienda de la ciudad. Marcus le pedía a su abuela que no hiciera nada porque entonces sería peor para él. El hijo de los Niemi lo empujaba hasta que se caía por la cuneta o en el montón de nieve cuando pasaba por su lado, y le quitaba sus cosas. Sol-Britt le compró tres mochilas el año pasado. Marcus decía que las había perdido, pero él es muy cuidadoso con sus cosas.
Sacó los trastos sucios del fregadero, puso el tapón y empezó a llenarlo a la vez que metía dentro platos, vasos y cubiertos en el agua espumosa.
—No sé por qué te explico esto. Son idiotas, pero no la han matado.
Fregaba a la manera antigua, notó Rebecka. Enjuagaba en un barreño de plástico, no bajo el grifo. Había que ahorrar agua caliente.
—¿Dónde viven?
—En la casa grande amarilla, en la bahía. ¿Me estás diciendo que no lo sabes? No te metas con ellos ni con su grupo. Es mi consejo si quieres seguir viviendo en el pueblo.
Rebecka sonrió de lado.
—Me he peleado con la gente antes. No suelo dejar que me asusten.
Ahora era Maja Larsson la que sonreía, también de lado. Una sonrisa rápida, fugaz, quizá asustada por algo, la pena o la muerte.
—Cierto. Lo leí. Y también lo oí, claro. Se habla mucho de ello. Mataste a dos pastores eclesiásticos, en la zona de Kurravaara.
«En alguna parte de Suecia crecen aquellos niños, que no tienen padre —pensó Rebecka—. Los que me odian».
Miró hacia su libreta vacía.
—¿Hay algo más que quieras contarme? Sobre Sol-Britt. ¿Cómo estaba últimamente? ¿Le preocupaba algo?
—No. Bueno, sinceramente, no lo sé. Tampoco lo hubiera notado. Yo intento cuidar a mi madre. La velo. Hace poco que estuvo aquí, recogiendo y limpiando.
Su mirada recorrió la cocina.
—Ahora es sólo un pajarillo. Eres igual que tu madre.
Rebecka sintió que se endurecía por dentro.
—Gracias por el tiempo que me has dedicado —dijo con voz amable sin dejar que se le notara la tensión.
Maja Larsson acabó de fregar y se volvió por completo. Rebecka sintió cómo su mirada la atravesaba.
—Vaya, vaya —dijo Maja—. Así que esas tenemos. Pero tu madre no era mala ni tu padre una víctima. Si alguna vez quieres hablar de eso puedes venir a tomar café.
—No entiendo qué quieres decir —dijo Rebecka levantándose—. Ya te llamaremos respecto a Marcus.
Miró el reloj. Era hora de ir a la autopsia.
Como siempre, en la sala de autopsias hacía frío, por lo que Rebecka Martinsson y Anna-Maria Mella no hicieron gesto alguno de quitarse los abrigos. El suave olor a cuerpos en descomposición y el olor más manifiesto de los fuertes detergentes y del alcohol de hospital, quedaban escondidos tras el humo del jefe médico forense Pohjanen.
Estaba sentado en su silla de trabajo, con un cigarrillo en una mano y el dictáfono en la otra. La silla era de metal y con ruedas pequeñas, como el esqueleto de una silla de oficina sin respaldo. Anna-Maria suponía que ya apenas trabajaba de pie. Por lo que había oído, había dejado de conducir el año anterior. Mejor, seguro que era un peligro circulando. Siempre estaba cansado y seguramente se pasaba más de la mitad de la jornada tumbado en el sofá de la sala del café. Un Pohjanen cada vez más y más pequeño, con más y más cáncer. De pronto sintió un inexplicable enojo contra él.
Bajo la bata verde abierta llevaba una camiseta con una foto de Madonna. La imagen de la musculosa cantante con sombrero de copa sobre los rubios rizos contrastaba con su propia piel sin vida. Tenía unas ojeras tan oscuras que casi eran azules.
Anna-Maria se preguntaba cómo había acabado Madonna en el cuerpo del forense. Seguro que la camiseta era un regalo de su hija o de su nieta. Se apostaría algo a que él no sabía quién era.
Sol-Britt Uusitalo estaba tumbada de espaldas sobre el banco de acero en el centro de la sala. Los guantes de látex de Pohjanen, manchados de sangre, estaban al lado del cuerpo abierto.
Un poco más alejada, Anna Granlund, la técnica forense, serraba el cráneo de otro muerto. El ruido de la sierra circular, que trabajaba a través del hueso craneal, le producía escalofríos a Anna-Maria. Saludó con la mano a Anna Granlund y esta le hizo un gesto de «acabo enseguida». Pronto estuvo lista, desconectó la sierra, se quitó las gafas protectoras y saludó en voz alta.
«Se encarga de todo —pensó Anna-Maria mirándola—. De todo menos de pensar».
—¿Fumas aquí dentro? —le reprochó Rebecka a Pohjanen en cuanto la sierra se quedó en silencio—. Te van a echar.
Pohjanen emitió un ronco «je, je» como respuesta. Todo el mundo sabía que podría haberse jubilado por enfermedad hacía muchos años, así que podía hacer lo que quisiera con tal de que se quedara un día más.
—¿Pensáis chivaros? —graznó satisfecho.
—Me gustaría que me explicaras un poco —dijo Anna-Maria mirando a la muerta.
—Sí, claro —dijo emitiendo silbidos al respirar.
Hizo un gesto con la mano para indicar que podían saltarse el obligatorio ritual, cuando ella le hacía preguntas antes de que estuviera listo. La palabrería innecesaria lo enojaba porque no lo dejaba trabajar tranquilo. Ella intentaría calmarlo y él se dejaría calmar.
—Primero pensé en una pistola de clavos —dijo—. Lo he visto dos veces y los clavos suelen desaparecer debajo de la piel. Y también sangran muy poco, igual que esto. Con la condición de que el primer disparo de la máquina sea mortal. Pero no hay clavos en las heridas, así que…
Se puso un par de guantes nuevos y sacó una bandeja con grandes trozos de piel cortada. Anna-Maria pensó que tardaría en volver a comer bacón.
—Aquí —dijo señalando— tienes el orificio de entrada en la piel externa, y mira esos pequeños derrames en la piel inferior y en el tejido que hay debajo. La herida es bastante pequeña, no hay cortes que hayan seccionado el tejido. Y mira esto: el orificio de entrada es totalmente redondo. Y profundo.
—¿Un punzón? —preguntó Anna-Maria.
—Casi.
—Clavos en una tabla —sugirió Rebecka.
Pohjanen negó con la cabeza.
Señaló el cuerpo de Sol-Britt con el índice de la mano izquierda y usó el pulgar y el índice de la mano derecha para que los dedos marcaran tres heridas en línea en diversos lugares.
—El cinturón de Orión, el cinturón de Orión, el cinturón de Orión —repitió señalando nuevos lugares—. Al principio no se ve porque hay demasiadas heridas.
—¿Qué? —preguntó Anna-Maria.
—Una horca para la paja.
Pohjanen le echó una mirada de aprecio a Rebecka.
—Sí, es lo que yo también creo.
Levantó las manos del cadáver.
—No hay heridas defensivas. Y puesto que ha sangrado poco, creo que el primer pinchazo la mató.
Rebecka frunció el ceño en un gesto apenas perceptible. Pohjanen la miró de lado y explicó:
—Si mueres, si se para tu corazón, deja de bombear la sangre a tu cuerpo. Si la sangre no es bombeada, no te sale. Jesús en la cruz, por ejemplo. Según los Evangelios los soldados les machacaron las piernas a los que crucificaron con él, pero no se las machacaron a Jesús porque ya estaba muerto. Le clavaron una lanza en un costado y le salió sangre y agua. O sea que antes no estaba muerto, sino que probablemente murió entonces. Tengo mucho que discutir sobre eso con la Iglesia. Les gustaría que hubiera dejado de respirar cuando lo dice la Biblia.
—A la Iglesia no le gusta la gente como vosotros —respondió Anna-Maria para animarlo—. Hace poco que Marie Allen descubrió en el laboratorio Rudbeck que los cráneos de santa Brígida y su hija Catalina que hay en el cofre de las reliquias de Vadstena no pertenecen a parientes.
Pohjanen rio ahogadamente pero satisfecho. Parecía un motor que no quería ponerse en marcha.
—Y además había una diferencia de doscientos años entre la edad de los cráneos —añadió la inspectora.
—Por Dios —exclamó Pohjanen—. Que le den los huesos santos a los perros.
—Parece tranquila —dijo Rebecka—. ¿Crees que dormía?
—Todos los muertos parecen tranquilos —respondió Pohjanen escueto—. Por muy dolorosa que haya sido la muerte. Antes que el rígor mortis tenga lugar, todos los músculos, también los de la cara, entran en un estado de relajación.
Algo pasó por la cabeza de Rebecka. Pohjanen se dio cuenta enseguida.
—¿Piensas en tu padre? —preguntó—. Olvida eso. Si uno parece tranquilo, es que seguramente está tranquilo. Lo cierto es que existe esa posibilidad. Bueno…, hay más heridas que son directamente mortales.
Señaló una herida entre el ombligo de Sol-Britt y el pubis.
—Esto ha pinchado las grandes venas. Aquí se cortaban los samuráis cuando se hacían el haraquiri. Tiene un derrame en la membrana del corazón y, si queréis que os lo diga ya, creo que fue la primera herida. La observé: restos de óxido, estoy casi seguro. Lo mandaré a analizar, si queréis.
—Es decir, una horca vieja —aventuró Rebecka.
—Sí. Apenas hay nuevas. ¿Se utilizan actualmente?
—Estaba tumbada en la cama… —dijo Anna-Maria.
—Sí, seguro. No quiero darle la vuelta ahora pero hay varias punzadas que atraviesan el cuerpo. Aquí, encima de la clavícula, por ejemplo. En el colchón hay los mismos orificios.
—El asesino se puso en la cama, sobre ella —pensó Anna-Maria en voz alta—. O quizá al lado de la cama. Tuvo que ser complicado.
—Muy complicado —admitió Pohjanen—. También cuando pinchas en hueso. Pero si cometes una acción de este tipo, de entrada ya es irreflexiva y tienes que tener el cuerpo lleno de adrenalina. Un estado de locura furiosa o de excitación incontrolada, de esos que no puedes parar y continúas aunque la víctima ya esté muerta. Suele significar algún trastorno psíquico.
—Iremos al psiquiátrico a ver si han soltado a algún loco —dijo Anna-Maria.
«Me podría haber mordido la lengua. Joder, joder, mira que la lengua siempre se me va. Rebecka estuvo ingresada en el psiquiátrico. Estaba tan loca que hasta le tuvieron que dar electrochoques. Tenía alucinaciones y gritaba. Sí, fue después de que Lars-Gunnar Vinsa matara a su hijo y luego se suicidara». Nunca había hablado de ello con Rebecka. Fue algo totalmente increíble. Anna-Maria ni siquiera sabía que aún le daban electrochoques a la gente. Creía que eso pertenecía al pasado, como en Alguien voló sobre el nido del cuco.
—Qué silencio —graznó Pohjanen.
En ese mismo momento sonó el móvil de Anna-Maria. Respondió aliviada de que alguien la salvara de la tensión que se había producido. Era Sven-Erik Stålnacke.
—Creía que la rueda de prensa iba a ser mañana a primera hora —dijo sin preámbulos.
—Sí —respondió la inspectora.
—Entonces, ¿por qué está Von Post hablando con un grupo de periodistas en la sala de conferencias?
Anna-Maria se guardó un «¿qué cojones estás diciendo?».
—Voy para allá —respondió, y colgó—. Esto no te va a gustar —le dijo a Rebecka.