Anna-Maria aceptó las gachas de arándanos y un café en casa de Rebecka.
—Mejor si se acaban —dijo la anfitriona—. Tengo el congelador lleno de bayas.
Sonrió a Anna-Maria, que comía como una auténtica madre de familia, deprisa, tomando el café a grandes sorbos como si fuera zumo. La inspectora habló del interrogatorio de Marcus.
—No parecía afectado en absoluto —dijo moliendo una rebanada de pan seco como si fuera una trituradora—. Y como si no entendiera que su abuela estaba muerta. ¡Uf! Esto es una mierda. Luego podrías mirar en el ordenador. Pero algo tiene que haber visto u oído. Claro que sí, ¿verdad que sí? ¿Por qué si no saltó por la ventana de su habitación y se fue a la cabaña? Tiene que haber sentido miedo.
—He hablado con Sivving —dijo Rebecka—. Me explicó que Sol-Britt no tenía parientes en Kiruna, sólo una prima que está aquí, en Kurravaara, y excepcionalmente, porque su madre está en el hospital. Tendremos que hablar con ella de todos modos. Quizá Marcus pueda vivir con ella de momento. Podríamos preguntar. Sivving no sabe si tienen relación.
—¿Podrías ir tú a hablar con ella?
—De acuerdo.
Anna-Maria miró sonriendo su plato limpio de gachas e hizo un gesto de agradecimiento con las palmas de las manos al cielo.
—Gracias. No había comido gachas de arándanos desde que era pequeña.
Anna-Maria echó un vistazo a la cocina de Rebecka. Estaba a gusto allí. Las alfombras de trapos estaban sobre el suelo barnizado. La abuela de Rebecka había tejido la tela de los cojines del sofá de madera pintado de azul y el relleno eran las plumas de patos que el abuelo de Rebecka había cazado.
Los ramos de flores secas como calderones y pies de gato colgaban sobre la cocina de leña junto con las plumas de urogallo con las que Rebecka solía quitarle el polvo al mantel bordado y bien planchado de la mesa. Y las finas cortinas blancas estaban almidonadas como se hacía en los tiempos de la abuela de Rebecka.
«Cuando tienes hijos no hay tiempo de hacer estas cosas», pensó Anna-Maria.
Todos sus manteles heredados estaban sin planchar en algún armario en casa y ella tenía remordimientos de conciencia, no sabía bien por qué. En la mesa de su cocina había un hule que se había vuelto gris con las páginas de los periódicos NSL y Annonsbladet.
Miró su móvil.
—Habla con ella. Luego nos vemos con Pohjanen a las dos. Quiero saber lo que opina antes de la reunión de las tres.
Lars Pohjanen era el médico forense. Rebecka asintió. Sabía que Anna-Maria le pedía que fuera con ella para que se sintiera involucrada, no porque necesitara ayuda.
«Cada uno es como es», pensó Rebecka recordando el trato que tuvieron en una ocasión anterior, cuando Rebecka era la fiscal que llevaba el caso y Anna-Maria la jefa de la investigación.
Aquella vez surgieron algunos roces y Rebecka se había sentido desplazada. Y ahora, cuando Anna-Maria la invitaba a participar, no podía dejar de sentir cierto malestar.
«Desde luego, nunca se está contento —pensó—. Me pregunta si quiero jugar con ellos y yo me pregunto por qué: si realmente quiere que coopere o sólo lo hace para ser buena».
—Iré —responde—. Y no me des las gracias por las gachas. Mi abuela me enseñó cuando era pequeña. Por cierto —continuó mientras Anna-Maria se calzaba las botas en la entrada—, Sivving me explicó que a la abuela de Sol-Britt también la asesinaron.
—No me digas.
—Sí, sí. Era maestra en Kiruna.
El gerente Hjalmar Lundbohm sube al tren en Gällivare el 15 de abril de 1914. Está cansado y deprimido. Se siente viejo y agotado; es como si llevara una mochila en la espalda llena de gente y preocupaciones. Están los obreros comunistas, siempre con los puños al aire, agrupémonos todos en la lucha final, duras palmas golpeando la mesa, por cojones que se va a acabar la opresión.
Todos aquellos sindicalistas y agitadores a quienes despiden del aserradero en Västerbotten porque son demasiado revolucionarios se van a vivir a Kiruna. Y aquí necesitamos a cualquier hombre o mujer que soporte la oscuridad y el frío. Pero luego es él quien tiene que pelearse con ellos, agitadores, socialistas, comunistas.
En la mochila de las preocupaciones se empujan también funcionarios celosos en exceso e ingenieros arrogantes que pelean y luchan cada uno por lo suyo. Y los políticos de Estocolmo y la familia Wallenberg que, impacientes, quieren beneficios. El hierro tiene que salir de las montañas. La inversión en la vía del tren y en el municipio de Kiruna tiene que dar rendimiento.
Al fondo de la mochila están las víctimas de la mina, los heridos, los lisiados. Las viudas de los trabajadores muertos y los pequeños huérfanos que aterrados miran a los ojos de la pobreza.
Una mochila con granito. Escoria del mineral.
¿Cómo podrá contentarlos a todos? Empezando por la cuestión de la vivienda, ¿cómo va a conseguir vivienda para todos? Él quiere construir una ciudad de verdad. Kiruna no será igual que Malmberget. No puede serlo. Malmberget, la ciudad minera a cien kilómetros al sur de Kiruna, es una auténtica Klondike, la región de Canadá durante la fiebre del oro. Tugurios, alcohol y putas. Él no quiere eso. Quiere escuelas, baños públicos y buenas maneras, como en la Fordlandia de Henry Ford en América del Sur, y en la Pullman City de Estados Unidos. Hay mucho a lo que aspirar.
Para hacerlo bien y bonito, se tarda tiempo. Pero la gente debe tener un techo donde cobijarse, que viva tanta gente junta es un problema. En las viviendas, por las noches, se utiliza cualquier espacio que haya en el suelo como dormitorio. Surgen viviendas ilegales en una sola noche. Luego hay que derribarlas y allí están las mujeres con los críos a su alrededor llorando a grito pelado.
La comida es una preocupación constante. Al igual que el agua.
No tiene tiempo para ocuparse de todo. No tiene tiempo de ayudarlos a todos.
Ha tenido una reunión en Malmberget. La dirección está que arde: las minas de Kiruna disponen de muchos vagones de carga y ellos también quieren poder transportar su mineral.
Justo cuando se sube al tren pasa una brisa por la estación. Nieva un poco y el sol hace que cada copo brille como un diamante volador.
«Si pudiera pintar —piensa—. Pintar en lugar de toda esta carga».
El tren se pone en marcha jadeando. Se va a la cafetería inmediatamente.
Sólo hay una persona. En cuanto la ve, todos sus graves pensamientos salen por la ventanilla. Casi se tiene que frotar los ojos para creer que no se trata de un espejismo.
Tiene las mejillas redondas y sonrosadas, los ojos fascinantes con largas pestañas, una nariz chata y una boca pequeña, como un corazón rojo. Parece una niña. Mejor dicho, parece el cuadro de una niña. Uno de esos de colores con una niña impresa que pasa contenta por una pasarela sobre un arroyo, inconsciente de los peligros mundanos.
Pero lo más sorprendente es su pelo, rubio y ondulado. Hjalmar Lundbohm piensa que suelto debe de llegarle hasta la cintura.
Se da cuenta de que sus zapatos están bien cuidados pero gastados y que el borde del abrigo tiene cinturilla porque empiezan a verse los hilos por el uso.
Quizá por eso se atreve a preguntarle si puede sentarse con ella. Lo cierto es que le sorprende que esté allí sola. Debería estar rodeada de peones ferroviarios y mineros sedientos de mujeres. Mira a su alrededor, como si de pronto fuera a descubrir a los pretendientes detrás de las pesadas cortinas o debajo de las mesas.
Parece amable aunque reservada, y claro que le permite sentarse, pero a la vez echa una rápida mirada a todas las mesas vacías que hay en el vagón.
Siente necesidad de justificar su impertinencia de inmediato. Qué suerte que lleve puesta una camisa de obrero, parece uno cualquiera y ella no puede saber quién es.
—Cuando veo una cara nueva me gusta saber quién va a mi Kiruna.
—¿Su Kiruna?
—Bueno, no haga mucho caso de las palabras.
Se acomoda. Quiere que ella sepa quién es, por alguna razón le parece muy importante.
Alarga la mano.
—Hjalmar Lundbohm. Gerente. Soy el jefe.
Lo último lo dice con un pequeño guiño. Quiere manifestar humildad y distancia con respecto a su elevada posición.
Ella parece escéptica.
«Cree que estoy coqueteando», piensa, triste.
Pero para su alegría llega la camarera con café en ese preciso momento y ve el gesto de Elina.
—Es verdad —dice sirviendo café al gerente y rellenando la taza de Elina—. Este es el mismísimo gerente. Y si no insistiera en ir por ahí con la camisa de obrero, podría vestirse como el caballero que es. Necesitaría un cartel que le colgara del cuello.
Elina está encantada.
—¡Usted! Es usted quien me ha dado el empleo. Soy Elina Pettersson, maestra.
A partir de ahí vuelan las cuatro horas que dura el viaje entre Gällivare y Kiruna.
Él le pregunta por sus estudios y el empleo anterior. Ella le explica dócilmente que ha estudiado en una escuela privada de maestras para niños de primer nivel en Gotemburgo, que la escuela de Jönåker donde enseñaba tenía treinta y dos alumnos y que el sueldo anual era de trescientas coronas.
—¿Y estaba a gusto? —le pregunta él.
Por algún motivo se atreve a responder «regular».
Hay algo en su forma de escuchar que le invita a abrir su corazón. Quizá los ojos entornados, los pesados párpados le aportan una expresión pensativa, soñadora, que por alguna razón hace que a ella se le suelte la lengua.
Las palabras brotan de su interior sobre todo aquello gris y limitado que la ha martirizado los últimos años. Le habla de los niños, los alumnos que soñó tener desde que estudiaba. Le cuenta lo deprimida que estaba porque casi todos se mostraban poco interesados en estudiar. No se lo esperaba, creía que estarían sedientos de conocimientos y de libros, como ella cuando era niña.
Le cuenta lo del cura y el hacendado que dirigían la escuela y opinaban que la catequesis y las cuentas con el ábaco eran suficiente y no encontraban motivos para aceptar su solicitud de tener una pizarra de madera pintada con soporte, ni tizas, por un precio total de cinco coronas, para la escritura y cálculo. Tampoco le dejaron comprar tres ejemplares del libro de lectura de Selma Lagerlöf.
—¿Por qué cree usted que será diferente en Kiruna? —pregunta Hjalmar Lundbohm.
Levanta la cabeza, sonríe y encuentra la mirada de ella.
—Porque usted es un hombre diferente —responde mirándolo directamente a los ojos hasta que él los aparta y pide otra taza de café.
Es consciente del poder que ejerce sobre el hombre. Es mucho mayor que ella, así que durante la conversación, hasta el momento, no ha pensado en él en ese sentido. Pero es un hombre, él también.
Es consciente de su belleza y se ha aprovechado de ello en muchas ocasiones. Hace dos años fue su pelo y su delgada cintura los que le consiguieron un techo en las viviendas para maestros a un precio muy bajo, tras desalojar a dos criados de la zona.
Sin embargo, aquella belleza manipuladora solía ser una molestia. Era cansado tener que apartar a los pretendientes que no deseaba. Pero ahora, ver al gerente desviar la mirada, por miedo a que descubra sus pensamientos, le aporta cierta alegría interior.
Tiene poder sobre él. Él, como Rudyard Kipling dice, el rey sin corona de Laponia.
Sabe que conoce a mucha gente singular, el príncipe Eugen, Carl y Karin Larsson, Selma Lagerlöf. Y ella, ¿quién es ella? Nadie en absoluto. Pero todavía tiene juventud y belleza. Y eso le ha regalado este momento. Un corto agradecimiento a Dios le sale del corazón. Si fuera normal y corriente no estaría sentada aquí con él.
El gerente la mira de nuevo.
—Si hay algo que falte en el aula —dice—, libros de lectura o pizarras, o lo que sea, dígamelo. Personalmente.
La conversación deriva hacia la educación. Ella dice que Kiruna es una población minera, que por eso sabe que será diferente. Lo que quiere decir es que con la ley de prevención de riesgos laborales de 1912, Suecia tiene la normativa más efectiva sobre el trabajo infantil en la industria. No hay leyes que reglen el trabajo infantil en el campo.
—¿Cómo van a aprender si llegan exhaustos de trabajar? Incluso el deseo de aprender se apaga en ellos, lo he visto con mis propios ojos.
Habla luego de su queridísima Ellen Key y El siglo de los niños. Sus mejillas se encienden cuando predica el evangelio de Ellen: hasta los quince años la fuerza del cuerpo y del alma debe utilizarse para el aprendizaje en la escuela, el deporte y el juego, y esa capacidad de trabajo deberá aplicarse en las tareas de casa y en la formación profesional, pero no en el trabajo industrial.
—Y tampoco en trabajos pesados en el campo —añade bajando la vista cuando recuerda los delgados cuerpos que trabajaban como pequeñas criadas y criados para el terrateniente.
Le contagia a Hjalmar su pasión.
—Para mí, la industria y otras actividades parecidas son los medios, no la meta —opina él.
—¿Y cuál es la meta?
—La meta siempre será proporcionar la vida más rica posible para las personas.
Ante aquellas palabras ella lo mira con tanta veneración que, casi avergonzado, tiene que añadir:
—Además, los trabajadores con estudios son los mejores.
Le explica que han hecho esta observación incluso en Rusia, donde la formación aún es insuficiente. Los trabajadores que saben leer y escribir, sin excepción, tienen un sueldo más elevado que los que son analfabetos, que sólo pueden dedicarse a los quehaceres más bajos. Y el auge de la industria alemana por delante de la inglesa se debe en parte al nivel superior de estudios del pueblo alemán. Educación y educación.
Hjalmar se sentía revivir, contento como no estaba desde hacía tiempo. Aquella era la bendición de viajar. Durante varias horas no se tiene nada más que hacer que dedicarse a conocer a un semejante.
¡Y cuando es una semejante como esa! Tan bonita. Y además lista.
Las mujeres bonitas no abundan en Kiruna. Son jóvenes, es una población nueva de gente joven. Pero la vida dura las desgasta y el deterioro se marca en sus facciones, pierden las mejillas de manzana. Se visten con abrigos de hombre y chales de lana contra el frío. Las esposas de los ingenieros sí que tienen las mejillas de manzana, pero no quieren pasear ni hacer deporte como las mujeres de Estocolmo. No, en verano hay demasiados mosquitos y en invierno hace demasiado frío. Así que se quedan en casa engordando.
La conversación salta ágil de un tema a otro.
Hablan de la Mona Lisa, que, después de haber sido robada y estar desaparecida durante dos años, fue devuelta al Louvre justo antes de Navidad. Un astuto galerista en Italia engañó al ladrón para que saliera de su escondite con el pretexto de que quería comprar el cuadro.
Están contentos y de acuerdo en lo que se refiere al derecho a voto de las mujeres. Aunque ella no es una sufragista, aclara Elina, y Hjalmar bromea diciendo que la llevaría a la cárcel si lo fuera. Elina le pide que le hable de Selma Lagerlöf y su visita a Kiruna cuando escribió Nils Holgersson, y él lo hace. Comentan el obituario de Strindberg, su amargura y su entierro. Y, claro, también hablan del Titanic. Ese día se cumplen justo dos años de la catástrofe.
Sin darse cuenta han llegado. Qué sorpresa. El tren se para, se abren las puertas, la gente se amontona para coger su equipaje.
Elina tiene que volver a su compartimento.
Hjalmar Lundbohm se despide rápidamente, le desea lo mejor y le dice que por supuesto se ponga en contacto con él si tiene algún problema o si falta algo en la clase.
No se da cuenta y ya ha desaparecido.
Le sorprende. Creía que la acompañaría, por lo menos hasta el andén. Después se enoja. Si hubiera sido una dama la hubiera acompañado hasta su compartimento, le hubiera llevado la maleta, la hubiera ayudado a bajar del tren, y le habría ofrecido la mano para que se apoyara.
Cuando se encuentra fuera de la estación buscando sus dos baúles, el enojo se convierte en vergüenza.
¿Qué creía? ¿Que iban a ser amigos? ¿Qué interés podía tener él en esa amistad?
Y cómo se ha dejado engañar. Ahora, cuando lo piensa, aparecen rosas de vergüenza en su cara. Habrá pensado que era la más soberbia y egocéntrica maestra que ha conocido en la vida. Su discurso apasionado sobre Ellen Key. Él, que conocía a Key personalmente.
Un joven aparece con sus baúles en una carretilla. Son pesados, especialmente uno. Van despacio por la nieve.
—¿Lleva la señora ladrillos en la maleta? —bromea un chico—. ¿Va a construir una casa?
Otro joven aparece y dice que en ese caso se pueden ir a vivir juntos, pero ella apenas los oye.
La estación está llena de gente. Cargan y descargan. Fuera hay caballos y trineos esperando a los pasajeros, y una chica con una cafetera en una cocina de gas vende café y bollos.
En un abedul nevado canta una bandada de tordos. Es todo lo que necesita para volver a ponerse de buen humor. La vergüenza que sentía antes ha desaparecido. Es simplemente un hombre y los hay a patadas. ¡Qué bonito está todo con la nieve y el sol! Se pregunta cómo será por la noche, con la luz en la montaña de la mina y las farolas iluminadas de las calles.
Kiruna le canta por dentro. Kiruna. La palabra procede del sami de los lapones, gieron, que significa perdiz.
Hjalmar Lundbohm baja rápido del tren. Tiene prisa porque ha tenido una idea sobre dónde va a vivir la nueva maestra. Pero debe organizarse apresuradamente para que no se dé cuenta de que ha cambiado sus planes por ella.
No quiere parecer un viejo desagradable, pero desea volverla a ver. Y si consigue que su pequeño plan llegue a buen puerto, lo podrá hacer a menudo.