La inspectora Anna-Maria Mella estaba en el dormitorio de Sol-Britt Uusitalo junto a la fiscal Rebecka Martinsson y los compañeros Tommy Rantakyrö, Fred Olsson y Sven-Erik Stålnacke. Habían estado acordonando la parcela.
—Dentro de poco vendrá la gente del pueblo —dijo Sven-Erik Stålnacke—. Y dentro de diez minutos, quizá un cuarto de hora, habrán llegado los periodistas locales. Y los vespertinos también. Enviarán a los que estén más cerca. Dentro de una hora podremos leer noticias sobre el asesinato en la Red.
—Ya lo sé —respondió Anna-Maria—. Que Krister se lleve al niño de aquí. Estaría bien que se hiciera cargo de él.
«Krister podrá estar en los interrogatorios después —pensó—. Para que el niño se sienta seguro».
—¿Lo harás tú? —preguntó Sven-Erik—. Quiero decir hablar con el chico.
—Si ninguno de vosotros quiere hacerlo.
Los compañeros sacudieron la cabeza.
—No ha sido el niño —aventuró Tommy Rantakyrö—. Eso sólo ocurre… en otra parte.
Anna-Maria Mella no respondió.
Miraron el cuerpo agujereado y ensangrentado de Sol-Britt y las letras de la pared.
«Todas esas punzadas —pensó Anna-Maria—. ¿Podría hacerlas un niño de siete años? ¿Sabe escribir “puta”? ¿Sabe qué significa? Imparcialidad. Imparcialidad», se dijo para acabar el pensamiento.
La inspectora suspiró.
—Muy bien —dijo—. ¿Quién la llama puta? ¿Quizá alguien del pueblo? ¿La han amenazado? ¿Hay alguna vieja llama que aún humea? ¿O nueva? Sven-Erik: ¿vas tú al pueblo? No hay vecinos a la vista, pero habla con los que viven a lo largo de la carretera. ¿Han visto o han oído algo? Habla también con sus compañeros de trabajo. ¿Quién la ha visto viva últimamente? ¿Ha ocurrido algo especial? Bueno, ya sabes.
El espeso bigote de Sven-Erik se ladeó. Sabía qué había que hacer y no tenía ninguna objeción al respecto.
«Perfecto —pensó Anna-Maria—. Sven-Erik trabaja bien con la gente. Se acomoda en sus cocinas, toma café con ellos y hablan de todo un poco. Hace que sientan que es un pariente de visita». Cuando lo pensó mejor se dio cuenta de que casi era un pariente: de una manera u otra era pariente de todos o había ido a la misma escuela o recordaba sus éxitos deportivos de la juventud.
No faltaba mucho para que Sven-Erik se jubilara. Entonces, ella sería la mayor del grupo. Le parecía imposible incluso imaginárselo. Hacía poco que sólo tenía veinte años, la misma edad que Tommy Rantakyrö. Él era ahora el más joven del grupo, con un trozo de tabaco prensado, grande como el tronco de un abedul, bajo el labio; inquieto como un adolescente que no puede estar tranquilo, hablando siempre con los demás y el último en obtener una tarea, esperando hacer el trabajo sucio, y a menudo era eso lo que le encargaban.
—Fredde —continuó Anna-Maria dirigiéndose a su compañero Fred Olsson—. ¿Qué vas a hacer?
—Entradas y salidas —respondió rápido—. Los sms. Ordenador. Aquí y en el trabajo, supongo. ¿Vale si me doy una vuelta y busco su móvil?
—Hay un bolso abierto en el recibidor; mira allí. Los técnicos tendrán que aceptarlo: no tenía el teléfono al lado de la cama pero no hemos estado rebuscando por todas partes. Si lo hiciéramos, se volverían locos.
Fred Olsson fue a la entrada y al cabo de un momento volvió con un móvil en la mano.
—Voy a ver qué encuentro —dijo.
—Qué raro que los cajones de la cocina estén cerrados y los armarios abiertos —observó Sven-Erik—. Como si hubieran buscado algo. Algo grande.
—¿Con lo que le pincharon? —quiso adivinar Fred Olsson.
—Tommy —dijo Anna-Maria—. ¿Hablarás tú con el profesor de Marcus? Y con el director y el personal. Y los de extraescolares también, si es que iba después de la escuela.
Rantakyrö hizo un gesto de desagrado.
—¿Qué les pregunto?
—¿Cómo está el niño? ¿Es equilibrado? ¿Corría peligro? ¿Está… estaba bien en casa? Tenemos que ponernos en contacto con su madre.
—Seguro que Sivving sabe cómo se llama. Puedo ponerme en contacto con ella —se ofreció Rebecka.
—Bien. Hazlo directamente. Dentro de nada la llamará algún periodista. ¿Qué más ha dicho Sivving de Sol-Britt?
—Trabajaba en el Vinterpalatset sirviendo desayunos. Esta mañana no apareció por el trabajo, por eso Sivving quiso venir aquí. Antes tenía problemas con el alcohol, pero después de que su hijo muriera, hace tres años, dejó de beber y se hizo cargo del niño. La madre de Marcus vive, pero en Estocolmo, tiene una nueva familia y prefiere no hacerse cargo del chiquillo.
—¿Qué le pasa a la gente? —explotó Sven-Erik—. ¿Qué clase de madre abandona a su hijo?
Anna-Maria se quedó callada y se hizo un silencio total en la cocina. La madre de Rebecka había abandonado a su familia cuando Rebecka era pequeña. Después la atropelló un camión. Nunca se supo si fue un accidente.
Parecía como si Sven-Erik pensara en lo mismo. Permaneció unos segundos sin saber qué decir. Sven-Erik se aclaró la voz.
Era como si Rebecka no hubiera oído nada. Miraba a través de la ventana. En el jardín, Marcus jugaba con una pelota de tenis. Llamaba a Vera para que fuera a buscarla. Inútil, naturalmente. Vera nunca había jugado a hacer el mono. Allí se quedó, mirando la pelota, hasta que Marcus se rindió y la fue a buscar él mismo para tirarla de nuevo. Corría y tiraba la pelota, una y otra vez. A veces Krister corría. Sólo Vera se quedaba quieta.
—Ese chico —dijo Rebecka señalando a Marcus—. ¿Se da cuenta de que su abuela está muerta?
Todos miraron al niño.
«Frente a la pena, los niños pueden estar muy afectados o nada en absoluto», pensó Anna-Maria.
Lo había visto antes. Llorar por la madre muerta y al instante estar inmersos en una película de dibujos animados.
—Sí —respondió Anna-Maria finalmente—. Seguramente sí.
Anna-Maria había hecho un curso de interrogatorios a niños y en alguna que otra ocasión había hablado con los niños cuando los sospechosos habían atacado a la familia. Aquello era especial, pero no le parecía demasiado difícil. En su propia casa deberían saber lo tranquila y paciente que podía ser.
«Sólo en casa hago preguntas capciosas y no obtengo respuesta», pensó con una sonrisa ladeada.
—Nos vemos a eso de las tres en comisaría —decidió—. La rueda de prensa es obligatoria, pero la haremos mañana a primera hora, a las ocho. ¿Queda claro? No antes. Tommy, ¿vas tú a la ciudad a buscar la cámara de vídeo? Tengo que hablar con Marcus antes de que… cuanto antes.
—¡Mira! —dijo Rebecka—. Mirad la perra. Está jugando.
Fuera Vera trotaba a buscar la pelota y la dejaba a los pies de Marcus.
—Eso no lo ha hecho nunca —les informó la fiscal.
Después añadió, como para sí misma:
—Por lo menos, no conmigo.
«Es uno de esos chicos a quien acosan en la escuela —pensó Krister cuando Anna-Maria puso en marcha la cámara de vídeo—. Como yo, pero en guapo».
Marcus era bajo para su edad, tenía el pelo rubio y largo, con la cara pálida y sombras oscuras encima de los lagrimales. Pero iba limpio y llevaba las uñas cortas. En la cómoda de su habitación, la ropa estaba planchada y doblada. La despensa y la nevera estaban llenas de comida de verdad. Y en la cocina había fruta en una fuente. Sol-Britt sí se había hecho cargo de su nieto.
El niño estaba ahora en el sofá de la cocina de Rebecka. Vera estaba tumbada a su lado dejándose acariciar. Krister se había sentado enfrente y miraba con una sonrisa extraña.
«Vaya perra», pensó.
Si hubieran sido él o Rebecka quienes la acariciaban, Vera se hubiera ido al cabo de un momento.
—¿Sabes? —le dijo a Marcus—. Fui con Vera a ver a unos amigos en Laxforsen, hace un tiempo. Tenían una gata que había tenido crías y no se había apartado de ellas ni un segundo. Estaba delgada porque apenas le daba tiempo para comer. Pero cuando fui con Vera, se fue y le dejó las crías. Los gatitos se le subieron encima y le mordían las orejas y la cola.
«Y le chuparon tanto los pezones que le hicieron daño —pensó—. Pobrecita».
—La gata estuvo fuera una hora entera —continuó—. Seguro que se llenó la barriga de ratones. Confiaba en Vera.
«Las crías de gata y los niños solos —pensó—. Con esos tiene paciencia».
—Vamos a empezar —dijo Anna-Maria—. ¿Puedes decirme cómo te llamas y cuántos años tienes?
—Me llamo Marcus Elias Uusitalo.
—¿Y cuántos años tienes?
—Siete y tres meses.
—Muy bien, Marcus. Krister y Tintin te encontraron hoy en una cabaña del bosque. ¿Puedes explicar cómo llegaste hasta allí?
—Fui andando. —Marcus se arrimó aún más a Vera—. ¿Va a venir mi abuela a buscarme?
—No, tu abuela… ¿No sabes qué le ha pasado?
—No.
Anna-Maria miró a Krister en busca de ayuda. ¿No se lo había explicado? ¿Nadie se lo había explicado?
Krister asintió imperceptiblemente con la cabeza. Claro que sí, claro que lo había hecho. Simplemente tenía que tener paciencia. Apenas le había dado tiempo a sentarse. Debería hablar de alguna otra cosa un rato.
—Tu abuela está muerta, cariño —dijo Anna-Maria—. ¿Sabes qué significa?
Marcus la miró serio.
—Sí, como papá.
Anna-Maria se quedó en silencio un instante. Parecía insegura. Miraba al niño con los ojos entornados.
Él parecía tranquilo, relajado, acariciaba las suaves orejas de Vera.
Anna-Maria sacudió ligeramente la cabeza.
—Es bonita —dijo.
—Sí —respondió Marcus—. Suele comer panecillos en casa, con mi abuela. Una vez fue conmigo en el autobús hasta el colegio, se subió aunque no tenía billete, pero los perros no lo necesitan. Se sentó a mi lado. Nadie se metió conmigo aquella vez. Ni siquiera Willy. Todos querían acariciarla. Y mi señorita, aunque era una suplente, llamó a mi abuela. Y la abuela llamó a Sivving y Vera se fue en taxi hasta su casa. No fue muy caro, porque Sivving tiene servicio de taxi por invalidez. Pero mi abuela dice que sólo Vera ha ido en taxi con ese servicio.
—Explícame qué pasó cuando fuiste a la cabaña del bosque.
«Todavía va demasiado deprisa», pensó Krister intentando inútilmente establecer contacto visual con Anna-Maria.
—Nosotros también teníamos un perro —dijo Marcus—. Pero desapareció. Quizá lo atropellaron.
—Mmm. ¿Cómo llegaste hasta la cabaña, Marcus?
—Fui andando.
—De acuerdo. ¿Sabes qué hora era?
—No. Aún no sé leer el reloj.
—¿Estaba oscuro o era de día?
—Oscuro. Era de noche.
—¿Por qué fuiste a la cabaña de noche?
—Yo…
Se interrumpió, parecía sorprendido.
—… no sé.
—Piénsalo. Yo esperaré mientras tú piensas.
Se quedaron un buen rato en silencio. Krister acariciaba a Marcus en el brazo. Marcus se había tumbado sobre Vera, le susurraba algo en la oreja. Se había olvidado de la pregunta.
—¿Por qué no llevabas zapatos? ¿Ni chaqueta?
—Se puede saltar por la ventana. Llegas hasta el tejado de la puerta de la parte de atrás. Y después bajas por la escalera.
—¿Por qué no llevabas zapatos?
—Los zapatos están en el recibidor.
—¿Por qué saltaste por la ventana? ¿Por qué no saliste por la puerta?
El niño se quedó de nuevo en silencio. Al final, sacudió ligeramente la cabeza.
«Hora de rendirse», pensó Krister.
¿No lo recordaba? Las preguntas se acumulaban en la mente de Anna-Maria. Querían salir todas a la vez. ¿Por qué te despertaste? ¿Qué viste? ¿Oíste algo? ¿Reconocerías…?
Y allí estaba, acariciando al perro. Impasible. La inspectora no sabía qué hacer.
—¿Recuerdas algo? Lo que sea. ¿Recuerdas cuándo te acostaste?
—La abuela dice que me tengo que acostar a las siete y media. Todas las noches. Da igual lo que echen en la tele. Siempre me tengo que ir a dormir muy temprano.
«Tengo que dejarlo ahora —pensó Anna-Maria—. Estoy demasiado ansiosa. Dentro de poco se inventará algo. En el curso lo decían constantemente: que los niños quieren ser tus amigos. Dicen cualquier cosa para que te quedes contenta».
—Me despierto cuando viene alguien —le dijo Marcus a Krister—. Cuando tú y Tintin llegasteis, me desperté casi enseguida. ¿Crees que anduve mientras dormía?
«Hace un momento recordaba que salió por la ventana —pensó Anna-Maria—. Esto no funciona. Lo echaré todo a perder. Tenemos que traer a un profesional».
—Se da por terminada la conversación con Marcus Uusitalo. —Y apagó la cámara.
—Vamos a llamar a tu mamá —le dijo a Marcus—. Claro que vive en Estocolmo y eso está lejos. ¿Hay algún adulto que viva cerca y que tú conozcas bien para poder quedarte con él?
—Mi mamá nunca quiere hablar conmigo. ¿No puedo ir a casa de mi abuela?
Anna-Maria y Krister se miraron.
—Es que… —empezó a decir, pero se interrumpió y no acabó la frase.
Krister le pasó el brazo a Marcus por el hombro.
—Oye, colega —dijo—. ¿Vamos tú, yo y Vera y Jasko…?, es el perro de Rebecka… Jasko… Aunque ¿sabes cómo le llamamos? ¡Mocoso! ¿Nos vamos todos a mi casa con mis perros a desayunar? ¿No tienes mucha hambre?
Marcus salió corriendo al jardín con los perros. Krister Eriksson lo siguió y en la puerta se encontró con Rebecka. Casi se chocan. Ella dio un paso atrás y sonrió; él tuvo que esforzarse para no tocarla. Los perros saltaban a su alrededor para saludarla.
—He hablado con su madre —informó la fiscal.
—¿Y?
El viento buscó cobijo en el porche mientras le levantaba unos mechones de pelo a Rebecka. Sus ojos eran del mismo color del cielo gris y el de la hierba seca del otoño. Krister tuvo que contenerse. El corazón le latía más deprisa.
«Tranquilo —se dijo a sí mismo—. Puedo mirarla. Nos estamos haciendo amigos. Me tengo que conformar con eso».
Rebecka dejó escapar un bufido, la clara señal de que la conversación había sido difícil.
—¿Qué quieres que te diga? Naturalmente le ha horrorizado lo ocurrido, pero me ha dejado claro que no está en situación de que Marcus vaya a vivir con ella. ¿Te das cuenta? Dice que tiene problemas con su compañero, que la abandonará si se ve obligada a hacerse cargo de Marcus. Que en estos momentos el tipo apenas puede con sus propios hijos. Es un egoísta de mierda. Tiene problemas en el trabajo y que por eso hay que comprenderlo. Que yo debo comprenderla a ella. Que ella nunca piensa en sí misma, que no es eso y bla, bla, bla.
Rebecka hizo un gesto. Cerró la boca. Entornó los ojos hacia un lado.
—¿Estás bien? —preguntó Krister.
—No se trata de mí —respondió ella.
«Ahora», pensó Krister, y su mano fue a acariciarla. Primero la mejilla, después la oreja. Después el pelo.
Rebecka no se apartó. Parecía que quería llorar. Luego se aclaró la voz.
—¿Está Anna-Maria?
Asintió. Quería abrazarla. Poner sus labios sobre su piel. Oler su pelo. Había una corriente eléctrica entre ellos. ¿Era posible que ella no la sintiera?
—¿Conseguisteis algo?
Krister negó con la cabeza. Con un esfuerzo recuperó la voz:
—Me lo llevo a casa —dijo—. No sabía cuándo volverías, así que cogí a Vera y a Mocosillo. Al niño le gusta Vera, se siente seguro. No pienso dejarlo en casa de un desconocido. Anna-Maria va a traer a un profesional para que hable con él. Hasta entonces estará conmigo y con los perros.
—Muy bien —sonrió Rebecka—. Muy bien.