Sivving no podía estarse quieto. Mecía su peso de un lado a otro y mantenía la mirada en el bosque.
—Lo encontrarás —le dijo a Krister Eriksson—. Estoy seguro.
Seguían en la parte delantera de la casa de Sol-Britt Uusitalo. Los técnicos y el forense estaban de camino. Krister miró de reojo a Rebecka. Todavía hablaba por teléfono.
Habían buscado al niño. En su habitación del piso de arriba estaba la cama revuelta. Habían mirado en la leñera y en el viejo almacén, y rodearon toda la casa. Le llamaron, pero Marcus no aparecía.
Krister Eriksson emitió un sonido como respuesta. Le puso el chaleco de trabajo a Tintin. Sivving se fue detrás de él.
Krister estaba acostumbrado. Siempre había gente andando a su alrededor: padres de niños desaparecidos en el bosque, niños adultos cuyos padres seniles habían salido a andar y habían desaparecido, compañeros. Todos los que iban con él querían un final feliz. Él y Tintin eran su esperanza.
Pero Tintin no sabía qué era la intranquilidad ni la indecisión. Gemía de ganas de salir, contento por empezar a trabajar.
Krister se sintió afectado de golpe. No quería encontrar muerto al niño. Podían haber pasado tantas cosas… La imaginación le daba muchas alternativas al final feliz: alguien lleva al niño hasta un coche. Él se agita en los brazos del agresor. Tiene una herida sangrante en la cabeza y un trapo dentro de la boca. Otro escenario: un loco mata a punzadas a una mujer en su cama. El niño se despierta, le pinchan a él también pero en la oscuridad consigue huir. Anda un rato, muere solo en el bosque.
Tendría que haber ido al bosque con Rebecka y los perros, era uno de los últimos días del año que se puede pasear por el bosque. Dentro de poco llegaría la nieve.
De todas formas, se habían sentido aliviados al no encontrar al niño pinchado hasta la muerte en su cama. En el suelo había un jersey gastado y negro con un dibujo. Seguramente lo llevaba puesto el día anterior. Krister dejó que Tintin lo oliera bastante rato, después le dio la orden de búsqueda. Empezaron dando una vuelta a la casa por fuera. La correa iba tirante. Al llegar a la parte de atrás la perra fue hacia el campo, el hocico rozando la hierba debilitada de otoño. Corrió a través de los rojos serbales y se adentró en el bosque, bajó al arroyo, subió de nuevo y pasó al lado de una vieja bañera medio enterrada entre el musgo. Dejaron atrás un montón de tablas tapadas con un toldo verde.
Luego levantó el morro. Las huellas olfativas en el aire siempre eran frescas. Tenían que estar cerca. Lo llevó hasta los pinos, por un sendero estrecho, desde donde ya no se veía la casa.
Y allí, un poco más allá, había una cabaña. Si se le podía llamar así. La penosa construcción estaba hecha con planchas de conglomerado pintadas con el rojo de las minas de cobre y el techo era de cartón alquitranado. La ventana se había roto hacía tiempo y estaba tapada con plástico transparente de los que se usan en las obras.
Krister tardó un segundo. Tintin tiraba de la correa gimiendo.
Había encontrado a niños muertos antes. Recordaba a una niña de doce años que se había suicidado. Fue por la zona de Kalix. Cerró los ojos con fuerza para apartar su imagen: estaba sentada junto a un árbol, parecía que estuviera durmiendo porque la cabeza no había caído de lado.
Tintin la encontró después de buscar durante tres horas. Y dado que a Tintin no le gustaban las golosinas para perros y tampoco comía en exceso, la premió como siempre lo hacía cuando llevaba a cabo un trabajo satisfactorio, jugando con ella. Era el mejor premio que le podían dar. Y era importante que viviera como algo placentero que la búsqueda tuviera éxito.
La niña muerta seguía sentada junto al árbol mientras Krister jugaba con Tintin y le decía: «Chica lista. Ahora sí que voy a pillar a mi chica lista».
Llegaron dos compañeros. Vieron a la niña muerta y después miraron a Krister como si no estuviera en sus cabales. Krister cogió a Tintin de la correa y se fue de allí. No intentó explicar nada. ¿Por qué iba a hacerlo? De todas formas no lo hubieran entendido. Pero se habló bastante de él en Kalix.
El niño estaba en la cabaña. Casi seguro. Tintin gemía y tiraba de la correa. Quería ir hasta allí. Estaba claro. Tenía que entrar a ver.
En el suelo había un colchón viejo floreado. En una mesa pequeña, un montón de latas vacías. Alguien solía beber cerveza y manosearse allí dentro. Pero ahora en el colchón había un pequeño cuerpo con un viejo y sucio edredón y varias mantas encima.
—¡Bien, bonita! —alabó a Tintin.
La perra giró sobre sí misma, a punto de explotar de orgullo.
Krister levantó las mantas y el edredón. Con cuidado, le puso la mano en el cuello. La piel estaba caliente. Notó el pulso. Vio el jersey blanco y los pies descalzos. No había sangre. Parecía ileso.
El alivio fue tan grande que Krister se puso a temblar, sentía escalofríos. Estaba vivo.
En ese mismo momento el niño abrió los ojos lleno de espanto y miró fijamente a Krister.
Después dio un grito horrible.
Sivving dio otra vuelta alrededor del coche, arrastrando su lado paralizado.
«Dentro de poco se caerá —pensó Rebecka— y yo no podré levantarlo».
—¿Por qué no te sientas? —le dijo.
—Se nota que no ha tenido un compañero desde hace tiempo —dijo Sivving, que no parecía escucharla—. Mira la valla. En invierno la nieve la hará caer. ¿Cómo crees que le va? —Señaló con el brazo hacia el lugar donde Krister había desaparecido con Tintin.
Rebecka miró la valla que se balanceaba de un lado a otro. Los postes se habían podrido. No dijo nada respecto a que su valla estaba recta a pesar de la ausencia de un habilidoso hombre en la casa y tampoco mencionó que había unos cuantos solterones en el pueblo cuyas vallas se habían rendido hacía tiempo.
—¿Dijiste que a su hijo lo atropellaron? —preguntó.
—Sí, Dios mío —respondió Sivving, y se detuvo un momento—. Pobre chiquillo. Primero se va su madre a Estocolmo. Después atropellan a su padre. Y ahora a su abuela…
—¿Cómo lo atropellaron?
—No lo saben. Fue uno de esos que se dan a la fuga. Creo que me voy a sentar un rato. ¿Puedo? ¿No habrá un montón de huellas que…?
—Te puedes sentar en el coche. Echaré el asiento del conductor hacia atrás y podemos dejar la puerta abierta. Y podrías explicarme lo que sabes de Sol-Britt.
Sivving se sentó mientras se secaba la frente. Rebecka sentía la necesidad de hacer lo mismo.
—Bueno, la muerte de su hijo. A veces pienso que pudo haber sido alguien del pueblo. Se sabe que este y aquel conducen borrachos, les entra el pánico y huyen. O quizá ni siquiera se den cuenta.
Bella y Mocoso se movían inquietos dentro de la jaula; les habían dicho que iban a ir al bosque. Vera estaba tumbada en el asiento de atrás, suspirando.
—Y el padre de Sol-Britt el otoño pasado —continuó Sivving—. Aquello fue otra historia. Pero ya la habrás oído.
—No.
—Claro que sí. Lo atacó un oso. Oh, Dios mío, ¿cuándo fue? Mi memoria falla, ya sabes. ¡A principios de junio! ¡Salió en el periódico! Era viejo y creyeron que se había perdido. Lo buscaron pero no lo encontraron. Hará sólo un par de meses, cuando mataron un oso en la zona de Lainio. Se había comido a un perro que estaba atado y en la barriga del oso encontraron un trozo del hombre, Frans Uusitalo, el padre de Sol-Britt. El oso se lo había ido comiendo durante el verano.
—Sí, lo leí en la prensa. ¿Era el padre de Sol-Britt?
Sivving la miró acusador.
—Estoy seguro de que te lo he explicado pero lo has olvidado.
Se quedó callada un momento. Dejó escapar los pensamientos. Recordaba a un hombre atacado por un oso en Lainio. Cuando encontraron el hueso de una mano dentro del animal, buscaron por la zona. Al final encontraron el cuerpo, o lo que quedaba de él.
De vez en cuando, los osos atacaban a la gente, si se interponían entre una hembra y sus crías. O si tenías un perro idiota que se ponía a perseguir al oso y luego volvía con el oso en los talones, buscando protección al lado de su dueño.
—Y a su madre —continuó Sivving—. Es decir, la abuela de Sol-Britt. También la asesinaron.
—¿Cómo?
—Era maestra en Kiruna. ¿Cuándo fue eso? Sería justo antes de la Primera Guerra Mundial. Fue maestra de mi tío. Dulce como un caramelo, decía siempre. Buena con los niños. Tuvo un hijo aunque no estaba casada, el padre de Sol-Britt, al que atacó el oso. Cuando el niño apenas tenía unas semanas, la asesinaron. Una historia terrible. La mataron a golpes en su propia aula, una noche de invierno. Pero hace mucho tiempo de eso.
—¿Quién la mató?
—Tampoco se supo nunca. Su amiga cuidó del chiquillo y lo educó como si fuera propio. No era fácil en aquellos tiempos.
Lo último lo dijo como un reproche.
Rebecka pensó en la madre de Sivving, que pronto se quedó viuda y tuvo que sacar a los niños adelante ella sola.
«Sé que yo vivo bien —pensó—. Podría tener hijos y no nos faltaría de nada. Tendrían un techo bajo el que vivir, el estómago lleno e irían a la escuela. No tendría que abandonarlos».
Miró al anciano. Sabía que había luchado frente a frente con la pobreza. A veces decía: «Igual podríamos haber acabado en un orfanato».
«No todo era mejor antes», se dijo Rebecka.
15 de abril de 1914. La maestra de escuela Elina Petersson va en el tren procedente de Estocolmo; se dirige a Kiruna. El viaje dura treinta y seis horas y veinticinco minutos, según el horario, aunque van retrasados por culpa de la gran cantidad de nieve que hay en la vía. Ha pasado dos noches en el tren y le duele el trasero de haber ido sentada durmiendo, pero dentro de poco llegará a su destino.
Cuando mira a través de la ventanilla ve un sotobosque aplastado por la nieve. Pantanos y lagos cubiertos de nieve. Los rebaños de renos, que miran con los ojos muy abiertos pero al parecer sin miedo, observan el tren chirriante, jadeante, humeante. De vez en cuando deben desenganchar los vagones y la máquina tiene que echar marcha atrás para tomar impulso y que el quitanieves de la máquina pueda quitar la nieve de la vía.
Cuánta nieve y cuánto bosque. Suecia es increíblemente larga. Nunca antes había estado tan al norte. Nunca nadie que ella conozca ha estado tan al norte.
El sol calienta a través del cristal. Destellos hechos con algún cristal se posan sobre los asientos tapizados y corren por la felpa de los dibujos verdes y azules. La luz es tan fuerte que apenas se pueden abrir los ojos, pero no quiere bajar la cortina. Es todo tan bonito.
Se siente libre. Acaba de cumplir veintiún años ¡y va camino de Kiruna! El lugar más moderno del mundo. Ella pertenece a eso, a los tiempos modernos.
En sólo unas décadas, Suecia ha resucitado de la miseria. No hace mucho que las vacunas, la paz y las patatas hicieron que aumentara la población de forma explosiva. Con toda la cantidad de pobres que había. Ahora que ya no se morían tiraban adelante. Tenían hijos descalzos con las mejillas hundidas. ¿Y qué iban a hacer? ¿Continuar escarbando en las acequias o trabajar como criados? No. El pasado siglo no había dejado lugar para ellos. Las ciudades todavía eran ridículamente pequeñas. La gente se iba de Suecia. La juventud, la fuerza y los sueños emigraban a América. Las autoridades, desarmadas, predicaban a favor del patriotismo con la actitud de quien se conforma con poco.
El alzamiento contra la miseria empezó como suele suceder entre los pobres, con los recursos naturales: el mineral, el bosque. Y después, cuando entraron en el siglo XX, apareció la genialidad industrial en serio. Se registraron patentes e inventos, se constituyeron sociedades anónimas, una tras otra.
Actualmente, la gente se va a las ciudades. Allí fabrican masa de papel, teléfonos, balas, máquinas para la agricultura, llaves inglesas, llaves para tubos, dinamita, cerillas. La nueva Suecia empieza a ser rica.
Estira la espalda y piensa que va a ir a la cafetería. Tiene que moverse un poco. Pronto, pronto estará en Kiruna.
Sólo esta población tiene electricidad, iluminación en las calles y en las viviendas. Hay baños públicos, salas de música y una biblioteca.
Mira la nieve iluminada por el sol y sonríe. Siente la sonrisa extraña en su cara. Se pone los dedos en la boca y la nota. Ahora, por primera vez, cuando ha dejado la zona rural tras de sí, ha dejado Jönåker, se da cuenta de que ha estado triste durante dos años.
Es como despertar de una pesadilla y apenas poder recordar sobre qué era. Va a olvidarse de la escuela del pueblo, de todos aquellos niños hijos de colonos, peones, mozos, sirvientes, criadas y jornaleros. Aquellos que saben que no podrán continuar los estudios cuando se acaben los seis años de enseñanza obligatoria: no se puede abandonar al padre, la madre y los hermanos pequeños. Algo se ha apagado en ellos, se les ve en los ojos. Cuando llueve o nieva fuera, el aire en la clase se vuelve más pesado por el olor de sus ropas, de pocilga, suciedad y acidez de la lana.
Luego están los hijos de los hacendados. Ahora se pueden ir a paseo. Gordos y sanos, ya pequeños patronos, hacen lo que quieren contra los compañeros de clase y contra la maestra, porque son los amos del pueblo, de los bosques y de los campos de alrededor. La maestra, que quiere conservar su puesto, trata bien al muchacho. Le pone buenas notas si no quiere quedarse sin regalo de Navidad: una barrica de centeno, jamón, embutidos y forraje para sus propias vacas. ¡Fuera los recuerdos de los terratenientes!
Y el cura del pueblo. ¡Ya no tendrá que aguantarlo!
«¡Que se queme en el infierno!», piensa, cáustica.
Además era el presidente de la junta directiva de la escuela. Se enfrentaron nada más conocerse. Ella había defendido la reforma de la ortografía y tenía la cabeza llena de las ideas de Ellen Key. Él opinaba que Key era inmoral; Selma Lagerlöf, dañina; Strindberg, un perdido, y Fröding, un escritor de literatura sucia. Se le llenaban los ojos de lágrimas cuando los niños cantaban las canciones populares del verano, pero apenas podía apartar la vista de sus pechos. Si se quedaba a solas con él en una sala, no se sabía nunca dónde acabarían sus dedos. Pasaba a menudo por la escuela cuando los niños se habían ido a casa. Era una auténtica carrera alrededor de la tarima, ella delante y él detrás.
En Kiruna sería diferente. Elina tenía la cabeza llena de sueños. Su corazón repleto de esperanza latía al mismo ritmo que las traviesas de la vía.
Ella es como una casa limpia en primavera. El suelo está fregado. Huele a jabón, a aire y a sol. Las ventanas y las puertas están entreabiertas y las alfombras de trapos están colgadas a secar entre los abedules.
Está preparada para enamorarse. Y en Gällivare él sube al tren. El hombre al que le entregará su corazón.
El chico gritó así por miedo. Tintin ladró.
Krister ordenó al perro que se callara, salió de la cabaña y se puso al otro lado de la puerta para que el niño no pudiera verlo desde dentro.
—Perdona —dijo—. ¿Te has asustado? Ya sé que tengo un aspecto bastante repugnante.
El chico dejó de gritar.
—Me quedaré aquí fuera —continuó Krister—. ¿Me oyes?
No obtuvo respuesta.
—Te voy a explicar por qué tengo este aspecto. Cuando era pequeño mi casa empezó a arder. Cuando llegué de la escuela estaba en llamas. Mi madre estaba dentro de la casa y corrí porque sabía que estaba durmiendo. Entonces me quemé mucho. Por eso no tengo orejas ni nariz ni pelo y la piel rara. Pero por dentro soy bueno. Y soy policía y te he estado buscando con mi pastor alemán Tintin, porque estábamos intranquilos por si te había pasado algo. ¿Te dan miedo los perros?
Silencio.
—Porque si no tienes miedo, quizá Tintin pueda pasar a saludarte. ¿Vale?
Todavía sin respuesta.
—No sé si dices sí o no con la cabeza porque no puedo verte. ¿Crees que puedes contestarme con la voz?
—Sí.
Su voz era débil.
—Sí, Tintin puede entrar.
—Sí.
Krister soltó a Tintin, que se metió en la cabaña pero volvió enseguida.
«Maldita perra —pensó—. Podrías haberte quedado ahí dentro».
—Vaya, qué rápida es —dijo—. ¿Te ha dado tiempo de acariciarla?
—No.
—Es una de esas perras que casi sólo se preocupa de su amo. Y ese soy yo. Pero conozco a otra perra que te gustaría. Se llama Vera.
—La conozco. Suele venir a vernos a mí y a la abuela, y la abuela le suele hacer creps y después, cuando Vera se los ha comido, se va a casa. Es la perra de Sivving.
—Sivving a veces la cuida, es verdad, pero en realidad es la perra de Rebecka. ¿Sabes quién es? No. A veces yo también la cuido.
Krister se echó a reír.
—A Vera, quiero decir.
—Puedes entrar si quieres. No te tengo miedo.
—Entonces, allá voy. Uf, qué estrecho es esto. Tintin, muévete. Muy bien, eres muy lista. Te ha estado buscando desde la casa y ahora se siente muy orgullosa.
—Tiene una lengua muy suave. Antes también teníamos perro.
En la cabaña olía a moho. Era el momento de irse.
—Mmm, ¿tienes frío? No llevas zapatos ni calcetines. ¿Viniste corriendo descalzo?
El niño se puso serio de pronto. Asintió con la cabeza como respuesta. Mantuvo la mirada fija en las orejas blandas de la perra que seguía intentando acariciar.
—Estaría bien si lo pudieras explicar después, pero ahora me gustaría llevarte en brazos hasta mi coche. Está aparcado al lado de vuestra casa. Quiero que te pongas un poco de ropa. Sivving está allí. Y a él lo conoces.
—¿Puedo jugar con Vera?
—Si quieres…
«Aunque no es una vieja a quien le guste jugar —pensó Krister—. Debería ser un labrador. Un perro tonto y alegre que se queda quieto cuando los críos quieren montarse encima».
Le puso al chico su chaqueta y sus calcetines. Marcus contestaba a las preguntas, pero evitaba mirarlo directamente a los ojos.
Krister Eriksson tocaba a otras personas muy pocas veces. Lo pensó cuando levantó al chico y lo llevó en brazos a través del bosque, de los serbales y del campo hasta la parte delantera de la casa. Al cabo de un rato, el pequeño cuerpo empezó a temblar, entraba en calor. El niño rodeaba con sus brazos el cuello de Krister y no pesaba en absoluto, respiraba contra la mejilla del hombre y las vértebras se le notaban debajo de la piel.
Krister sofocó el impulso de apretarlo contra sí, fuerte, como un intranquilo padre hubiera hecho.
«Vale ya —se dijo—, esto es trabajo».
En el jardín, Sivving salió del coche con mucho esfuerzo, dio gracias a Dios en voz alta y parecía que se iba a echar a llorar de alivio. Rebecka también estaba allí y le sonrió rápido mirándole a los ojos. Ella también quería llorar y no entendía por qué; sería por el descanso que suponía haber encontrado a Marcus con vida.
—¿Qué le pasó a tu madre cuando se quemó vuestra casa? —susurró Marcus en su oído cuando Rebecka desapareció dentro de la casa para ir a buscar zapatos y ropa.
—Oh —dijo Krister dudando un segundo—. Murió.
—Allí está Vera.
El chiquillo señaló hacia la linde del bosque desde donde Vera venía contenta.
—Tuve que dejarla suelta un rato —dijo Rebecka.
Vera llegó trotando hasta Krister. Llevaba algo en la boca.
—¿Qué es esto? —preguntó el hombre.
Después se echó a reír, pero enseguida se calló. «Reírme cuando la abuela de Marcus…».
—¿Qué pasa? —preguntó Rebecka.
—Vera, que ha encontrado la caja de tabaco que tiré antes.
«Y lo necesito —pensó—, pero será el último».