En el camino, Rebecka y Krister habían salido del coche. Los perros estaban tranquilos. Dentro de poco podrían correr por el bosque.

Krister se sacó del bolsillo una cajita de tabaco prensado. Apretó un pellizco y se lo metió debajo del labio superior. Vio un ligero desagrado en la mirada de Rebecka.

—Ya lo sé… —dijo.

—Haz lo que quieras —dijo sonriendo—. No es asunto mío. Lo probé una vez y creo que nunca me he sentido peor.

Krister guardó la cajita de nuevo en el bolsillo. Después volvió a sacarla.

—Puedo dejarlo —proclamó.

—¿Por qué?

Miró hacia la pendiente.

Ella se quedó callada y miró también al mismo lugar. Después él sonrió de nuevo y señaló su labio.

—Mi última dosis.

Cogió la cajita de tabaco y la lanzó al fondo del bosque.

Sivving salió de la casa.

—¡No está en la cocina! —gritó volviendo la cabeza hacia la casa—. Y no he querido entrar en el dormitorio. A lo mejor está durmiendo y se despierta de golpe con un hombre allí dentro. Para qué asustarla. ¿Qué decís vosotros? ¿Os parece que entre?

—Su coche está aquí —le dijo Rebecka a Krister.

Se miraron el uno al otro. No era nada extraño que la gente respirara por última vez mientras dormía.

Tintin soltó un ladrido penetrante y empezó a arañar la jaula.

—Bueno, entraré yo —decidió Rebecka.

Krister Eriksson la cogió del brazo:

—¡Espera! —le dijo mirando a Tintin.

El perro estaba de pie. El hocico iba de un lado a otro. Dio otro ladrido y volvió a arañar la jaula.

—Está marcando —dijo en voz baja—. Aquí huele a muerto. Ha venido de golpe. El aire es como un lago de sangre.

—¡Sivving! Iremos Krister y yo —gritó Rebecka—. Espera. No entres en la casa.

Rebecka entró con Krister Eriksson pegado detrás de ella. Gritó ¡hola!, pero todo estaba en silencio. Los armarios abiertos eran como bocas queriendo decir algo pero no pronunciaban ni una palabra.

«Un infarto —pensó Rebecka cuando iba hacia el dormitorio—. Se ha caído y se ha dado en la cabeza. Y si no está muerta, quizá está inconsciente».

Sol-Britt Uusitalo estaba tumbada de espaldas, en su cama. Tenía la cabeza vuelta hacia un lado, los ojos y la boca abiertos. Se le veía media lengua y un brazo le colgaba fuera de la cama.

Sólo llevaba puestas las bragas. El edredón estaba en el suelo, al lado de la cama. El cuerpo tenía puntos marrones de pequeñas heridas.

—Pero qué… —empezó a decir Rebecka.

Krister Eriksson entró y puso un dedo en el cuello de la mujer para cerciorarse. Algunas apáticas moscas abandonaron el cuerpo y se posaron en el techo. Krister le hizo un gesto de asentimiento a Rebecka.

Esta observaba el cuerpo de la mujer muerta. De algunas heridas le salían hilillos de sangre seca. Buscó en su interior algo que se pareciera a la indignación, al horror.

Pero no sintió nada.

Miró a Krister; estaba serio pero tranquilo. Sólo en televisión los policías vomitaban en el lugar donde encontraban el cuerpo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó ella escuchando su fría voz—. ¿Alguien la ha pinchado?

—¡Hola! —gritó Sivving desde fuera.

—¡Está aquí! —respondió Rebecka—. No entres.

—Mírale la cara —recomendó Krister Eriksson inclinándose sobre la mujer—. La mandíbula. Es como si alguien le hubiera arrancado la piel.

—Tenemos que irnos —dijo—. Y llamar a los técnicos y al forense.

—Mira la pared —dijo Krister.

Alguien había escrito, encima de la cabecera de la cama, PUTA en grandes letras negras.

Rebecka se dio la vuelta para salir. Sivving estaba al lado de la puerta de entrada lleno de intranquilidad.

—¿Qué ha pasado?

—Oh, Sivving —dijo Rebecka.

Alargó el brazo para tocarlo pero se arrepintió a mitad del movimiento y dejó caer la mano.

Así se relacionaba con él. Sus padres estaban muertos, su abuela también. Él era la persona más cercana que tenía en el mundo, pero nunca se tocaban, no era su manera de ser.

En ese momento sintió que debería haber convertido la caricia en un hábito.

«Podría haberle rozado como la abuela hacía conmigo —pensó—. Como de pasada: una rápida palmada o una caricia cuando pasaba por la cocina; cuando me ayudaba con la cremallera o a ponerme las manoplas; cuando me quitaba la nieve en el porche».

Si lo hubiera hecho con Sivving quizá no se sentiría tan mal ahora. Deseaba cogerle la mano, pero no era capaz.

—¿Qué es lo que ha ocurrido? —preguntó Sivving—. ¿Ha pasado algo terrible? Está muerta, ¿verdad?

Krister había aparecido detrás de Rebecka. Miraba a Sivving.

—¿No dijiste que vivía con su nieto? —dijo en voz baja—. Marcus, se llama así, ¿no?

—Sí —respondió Sivving—. ¿Dónde está? ¿Dónde está el chico?

La inspectora de Policía Anna-Maria Mella miraba sorprendida a Gustav, su hijo pequeño. Parecía mentira que cupieran tantas palabras en un cuerpo tan pequeño. Empezaba a parlotear en cuanto abría los ojos por la mañana.

Estaba en la puerta del dormitorio de sus padres hablando mientras ella buscaba unos pantis en la cómoda.

Era el cumpleaños de la hermana de Robert, Junosuando. Pensaba ponerse falda. ¿Cómo era posible tener un cajón de la cómoda lleno de pantis y ningún par entero?

Además, la falda le iba estrecha. Apenas unos kilos marcaban tanta diferencia. Antes le quedaba bien en las caderas; ahora la cinturilla se le subía hasta debajo de las costillas en cuanto se movía. Le quedaba demasiado corta y enseñaba medio muslo.

«Como un pollo cebado», pensó mirándose abatida en el espejo.

—Mamá, ¿sabes una cosa? El hermano mayor de Malte tiene el Zelda Legend of the Hourglass. Y yo y Malte pudimos ver cómo jugaba y ha llegado muy lejos. Hay una cueva, y luego hay una puerta y ¿sabes qué se tiene que hacer para entrar por la puerta? ¡Mamá! ¿Lo sabes?

—No.

—Se tiene que hablar con un cartel y después se tiene que escribir allí, aunque no me acuerdo de qué se tenía que escribir, le preguntaré a Malte, y entonces… ¿Me escuchas?

—Mmm.

—Entonces se abre la puerta y se pasa por un puente y allí hay una espada. ¡Oh, lo que me gustaría tener una Nintento DS! ¿Me la puedes comprar?

—No. Vete a tu habitación y vístete. La ropa está en la silla.

«Agujeros en el talón —pensó tirando otro par al suelo—. Tengo los talones tan duros y con tantas grietas que agujereo los pantis».

Gustav todavía seguía en el dormitorio. Aunque ahora estaba andando a cuatro patas.

—Mira, puedo ponerme boca abajo, mírame cuando…

—Escúchame, muchachito. ¡A tu habitación! Y ponte la ropa. ¡Ahora!

Gustav se fue cabizbajo a su dormitorio.

«Estos —se dijo inspeccionando contenta un par de pantis con las manos—. ¡Están enteros!».

Empezó a ponérselos. Cuando se los pasó por el trasero se hizo una carrera. El siguiente par también estaba roto. Y otro más se rompió cuando ya lo había subido hasta las rodillas.

Se puso a hurgar en el cajón. Bragas, calcetines gruesos, pantis, todo mezclado. El polvo la hizo estornudar.

—¡Joder! —exclamó.

—¿Qué pasa? —preguntó su marido, Robert, que entró recién duchado.

—Se me ha escapado el pis —dijo Anna-Maria sentándose en el borde de la cama—. He estado buscando en el polvoriento cajón de los calcetines, he estornudado y se me ha escapado. Soy un desastre.

—¿Mucho?

—No, ¿qué creías? Sólo unas gotas. Pero aun así. Me rindo. Había pensado ponerme falda porque tus hermanas siempre van tan arregladas… Pero voy a por unos pantalones y una compresa de las de astronauta.

—Cariño. Ven aquí que lo vea.

—Escúchame bien: si me tocas ahora, saco mi pistola.

Se levantó y extrajo un par de bragas de algodón y unos calcetines de invierno del cajón, se los puso, y luego unos vaqueros, todo en treinta segundos.

«Me da lo mismo —pensó—. Tampoco puedo competir con ellas».

Asomó la cabeza en la habitación de Gustav. Estaba haciendo el pino en la cama.

—Pero ¡vístete! No pienso insistir. Vístete, vístete, vístete. ¿Cuántas veces…?

—Sólo una vez, porque tengo que ganar a Lovisa en la escuela, porque tenemos una competición a ver quién puede estar más rato boca abajo y ella sólo quiere competir y competir porque yo la gano siempre. Dice que su récord es de treinta segundos. Jo, es muy difícil hacerlo en la cama porque es muy blanda. Quita el edredón y la almohada. Mamá, ¿me escuchas? Quita…

—Ten, ponte el jersey antes de que me enfade.

Anna-Maria cogió a su hijo y le puso el jersey por la cabeza. Debería haberlo planchado. Y qué pelo tan largo llevaba, la madre de Robert se lo diría. Debajo del jersey, Gustav seguía hablando sin parar.

—Pero, mamá, ¿tú crees que el récord de Lovisa es de treinta segundos…? Si en la escuela no puede hacer el pino ni tres segundos. Y mamá, ¿sabes? ¿Has visto mi carta para Papá Noel?

—Mil veces. Y todavía falta mucho para Navidad. Ponte los calcetines.

—Pero ¡si no la has visto! Ayer escribí muchas cosas. Y se puede comprar todo por correo, en Ellos punto com. Aunque no es mi lista de Lego. También tengo una lista de Lego. ¡Ay, mis cejas! ¡Ayyy!

—Perdona.

La cabeza del crío apareció por el jersey. Lo ayudó también con los brazos.

—Me gustaría tener muchos Legos. Por ejemplo…

—¡Aquí! En mi lista está que te pongas los calzoncillos y los calcetines.

—¿Qué? ¿Es todo lo que quieres para Navidad? De acuerdo. Pero, mamá, todavía me gustaría ir a Ullared. Linus, de mi clase, ha estado allí y hay muuuchas cosas que se pueden comprar. ¿Y sabes cuántas señales de tráfico ya me sé? Quizá cien. Por ejemplo la que es azul, redonda y con una flecha dentro. Es muy fácil. Lo entendí enseguida. No he necesitado preguntártelo a ti ni a papá. Signicica que se tiene que ir por allí, es decir, hacia donde va la flecha. Y si hay flechas en un círculo redondo ¿sabes que signicica?

—¡Pantalones, ya!

—Sí, ya me los pongo. ¡Signicica glorieta!

—Se dice significa —aclaró Peter, que pasaba por delante de la habitación de su hermano pequeño camino de la cocina.

Anna-Maria le puso los pantalones a Gustav y lo llevó hasta la cocina mientras él explicaba el significado de más señales de tráfico y daba lecciones del arte de la espada que Link recibe de Oshus cuando sale de la cueva. Lo aparcó delante de un plato de leche ácida y cereales y una tostada, y de espaldas a su hijo, le hizo un gesto a su marido de haz-el-favor-de-hacerte-cargo-de-él-antes-de-que-yo-haga-una-barbaridad. Robert ya estaba sentado a la mesa desayunando con la mirada fija en el semanario de anuncios Annonsbladet.

Su hija Jenny, de dieciséis años, estaba sentada inmersa en su libro de física. Anna-Maria hacía tiempo que había perdido la esperanza de poder ayudarla con los deberes del colegio; la puntilla fue un examen de geometría euclídea.

Peter, el de once, miraba su plato de leche con expresión de víctima.

—No tengo cuchara —se quejó.

—Pero a lo mejor tienes piernas —replicó Anna-Maria echándose café en la taza. Luego se sentó, cansada.

—Mamá, ¿sabes una cosa? —empezó Gustav, que había estado callado cinco segundos porque Anna-Maria le había metido una cucharada de leche en la boca.

—¿Puede hacer alguien que se calle? —preguntó Jenny—. Intento estudiar. Mañana tengo un examen.

—Te callas tú —respondió Gustav furioso—. ¡Me has interrumpido!

—Te prohíbo que hables conmigo —dijo Jenny tapándose los oídos.

—Si me regaláis el Lego del halco numeleo para Navidad estaré callado un mes entero. Mamá, ¿me lo compraréis?

—Se llama Halcón Milenario, tonto —le dijo Peter—. Mamá, ¿sabes lo que cuesta? Cinco mil novecientas noventa y nueve coronas.

—Venga ya —respondió Anna-Maria—. ¿Quién compra un Lego por seis mil coronas? No puede ser.

Peter se encogió de hombros.

—¡Tú sí que eres tonto! —gritó Gustav.

Peter hizo una serie de gestos con los dedos. Entre otros había una peineta y juntos significaban: es lo que hay y si no…

—Vale ya —gritó Gustav casi llorando—. No me hagas eso, ¡tonto gordo!

—Pero ¿podéis callaros? —gritó Jenny—. ¿Sabéis qué? No voy con vosotros. Tengo un examen mañana. ¿Podéis entenderlo?

Gustav le dio un empujón a su hermano. Le salían brillantes lágrimas de los ojos. Peter se reía burlón y Gustav empezó a darle puñetazos.

—¡Ay! —gimió Peter con voz aguda y estudiada.

Robert levantó la vista del periódico.

—Metedlo todo en el lavaplatos —dijo, al parecer inmutable ante la guerra mundial que acababa de iniciarse.

Jenny se levantó, cerró de golpe el libro y gritó:

—¡Ya voy!

En ese momento empezó a sonar el teléfono de Anna-Maria. Estaba en alguna parte, pero ¿dónde? Se oía no muy lejos.

—¡Por favor, callad! —gritó—. ¿Puede alguien encontrar mi teléfono?

Se levantó y escuchó hasta llegar a un montón de ropa que había en la silla del recibidor, una silla antigua con un armarito debajo donde se guardaba paja para los zapatos.

El silencio reinaba en la cocina. Su familia la miró. No fue una conversación larga.

—Sí —dijo—. ¡Joder! Ahora voy.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Jenny—. Venga, mamá, sabes que no se lo contamos a nadie.

—¿Ha muerto alguien? —preguntó Gustav—. ¿No será nadie que yo conozca?

—No es nadie que tú conozcas —respondió Anna-Maria.

Se volvió hacia Robert.

—Tengo que irme. Id…

No acabó la frase, pero con un gesto de la mano abarcó el desayuno, el jaleo de la cocina y los niños, la familia de Robert y el viaje en coche con todos los críos Junosuando de ida y vuelta.

Notó el rubor que aparecía en sus mejillas.

«Un arma punzante y fina», pensó.

El corazón le latía intranquilo en el pecho.

Muchas punzadas. Quizá cien. ¡Y ha tenido que ser en Kurravaara!

—Dadle recuerdos a Ingela —les dijo a los niños.

Se volvió hacia Robert y bajó la comisura de los labios para intentar hacer una convincente mueca de desilusión.

—Y a la abuela —continuó—. De verdad que…

—No sigas —respondió Robert.

La atrajo hacia sí y la besó en el pelo.