El río de otoño seguía hablándole de la muerte. Pero de otro modo. Primero era negro y le decía: puedes acabar con ello, puedes correr sobre el delgado hielo tan lejos como seas capaz hasta que se rompa. Ahora el río le dice: tú, niña mía, sólo eres un parpadeo. Eso era un consuelo.
La fiscal del distrito Rebecka Martinsson dormía tranquila de madrugada. Ya no se despertaba como cuando la atacaba la angustia por dentro, la removía, la arañaba. Se acabaron los sudores, las palpitaciones.
No estaba ante el espejo del baño mirando sus negras pupilas, queriendo cortarse el pelo o prender fuego a algo, a sí misma.
Por el contrario, decía: «Todo está bien». A sí misma o al río, a veces a alguien que se atrevía a preguntárselo.
Estaba bien. Se ocupaba de su trabajo, limpiaba la casa. No tenía siempre la boca seca ni le salían sarpullidos por las medicinas. Dormía por la noche.
Incluso a veces se reía. Mientras, el río seguía bajando como había hecho generación tras generación, y así seguiría mucho tiempo después de que ella desapareciera.
Precisamente ahora, en una corta bocanada de vida, podía reírse y mantener limpia su casa, trabajar y fumarse en su porche un cigarrillo al sol. Llegaría un momento en que no sería nada.
—¿No es cierto? —preguntó el río.
Le gustaba tener la casa limpia. Conservarla como en tiempos de su abuela. Dormía en la hornacina, en el barnizado sofá cama. En el suelo había alfombras de trapos tejidas por su abuela. Las bandejas colgaban en la pared de una cinta bordada.
La mesa de alas abatibles y las sillas, todo pintado de azul, estaban gastadas donde las manos habían descansado, donde los pies se habían apoyado. En el estante de la pared se apretaban el sermonario de Laestadius, el libro de salmos y treinta años de viejos ejemplares de las revistas Hemmets Journal, Allers y Land, las dos primeras para mujeres, la última de agricultura. En el armario de la ropa de cama había desgastadas sábanas planchadas.
A los pies de Rebecka dormitaba su cachorro Jasko. Se lo había regalado el policía Krister Eriksson hacía un año y medio. Un bonito pastor alemán. Dentro de poco un chico mayor, por lo menos eso era lo que él creía. Levantaba la pata tan alto cuando orinaba que casi perdía el equilibrio. Cuando dormía soñaba que era el rey de Kurravaara. Se le movían las patas al soñar que corría detrás de aquellos irritantes roedores que ocupaban su tiempo con tentadores olores pero que nunca se dejaban atrapar. Gruñía y la boca se le movía cuando los cogía por el lomo con un sonido de algo que se rompe. Quizá soñaba también con todas las hembras de la zona, que respondían a las cartas de amor que les dejaba al orinar en cada hierba a lo largo del día. Pero cuando el rey de Kurravaara se despertaba no era más que Mocoso, y las hembras no aparecían.
El otro perro de Rebecka nunca se tumbaba en su cama, tampoco en sus rodillas como solía hacer Mocoso. La hembra Vera —una mezcla de razas— se dejaba acariciar un momento, pero nunca aceptaba largas demostraciones de ternura.
Dormía bajo la mesa de la cocina. No estaban claras ni la edad ni la raza. Antes había vivido con su amo en medio del bosque, un hombre solitario que se hacía su propio aceite contra los mosquitos e iba desnudo en verano. Cuando lo asesinaron, la fiscal Martinsson la acogió; iban a sacrificarla, Rebecka no pudo soportar la idea y Vera la acompañó a su casa y allí se quedó.
De todos modos, no era exactamente así. La perra iba y venía según le apetecía, y hacía que Rebecka tuviera que salir a buscarla por la carretera que llegaba hasta el pueblo o a través de los patatales, hasta el embarcadero.
—No sé cómo dejas que se vaya por ahí —le decía su vecino Sivving—. Ya sabes cómo es la gente. Acabarán disparándola.
«Protégela —pedía entonces Rebecka a un Dios en el que a veces tenía esperanzas—. Y si no lo haces, que sea rápido. Porque no puedo impedirle que se vaya, no puedo, no es mía».
Las patas de Vera no se movían cuando dormía, no corría en sueños detrás de los atractivos olores. Lo que Mocoso soñaba, ella lo hacía cuando estaba despierta. En invierno oía los ratones de campo debajo de la nieve, metía el hocico y los atacaba como hacen los zorros, o se daba impulso y los mataba a pisotones con las patas delanteras. En verano saqueaba sus madrigueras, se comía las desvalidas crías y también el estiércol de los campos. Sabía qué tierras y qué casas debía evitar, por allí pasaba deprisa, al lado de las acequias. Y sabía dónde la invitaban a bollos de canela y a carne de reno.
A veces se quedaba quieta mirando fijamente hacia el noreste, y a Rebecka se le ponía la piel de gallina. Porque allí estaba su antigua casa, donde el río, arriba, en Vittangijärvi.
—¿Lo echas de menos? —le preguntaba entonces Rebecka. Y se sentía agradecida de que sólo el río la oyera.
La perra se despertó y se sentó en el suelo junto a la cabecera de la cama, mirando a Rebecka. Cuando esta abrió los ojos, Vera empezó a dar golpes con el rabo contra el suelo, animándola.
—Bromeas —suspiró Rebecka—. Es domingo. Estoy durmiendo.
Se tapó la cabeza con el edredón. Vera apoyó la suya en el borde de la cama.
—Vete —ordenó Rebecka bajo la ropa, aunque sabía que era demasiado tarde, ya se había despertado por completo—. ¿Quieres salir a hacer pis?
Cuando oía la palabra «pis», Vera solía ponerse junto a la puerta. Pero hoy no.
—¿Es Krister? —preguntó Rebecka—. ¿Está Krister de camino?
Parecía que Vera supiera cuándo Krister Eriksson se sentaba en el coche en la ciudad, a quince kilómetros de distancia del pueblo.
Como respuesta a la pregunta de Rebecka, Vera salió trotando hasta la puerta y se tumbó a esperar.
Rebecka cogió la ropa que estaba en una silla al lado del sofá cama y la metió un momento debajo del edredón antes de vestirse. La casa estaba helada después de la noche y era insoportable levantarse y ponerse la ropa tan fría.
Sentada en el váter, los dos perros se colocaron delante de ella. Mocoso le puso la cabeza sobre las rodillas para que le rascara.
—Vamos a desayunar —dijo Rebecka alcanzando el papel higiénico.
Los perros salieron corriendo hasta la cocina. Pero al llegar a sus cuencos pareció que se dieran cuenta de que la hembra alfa se había quedado en el baño y volvieron hasta ella. Rebecka había acabado y, tras tirar de la cadena, se lavó deprisa las manos con el agua fría del grifo.
Después de desayunar, Mocoso volvió al calor de la cama.
Vera se tumbó sobre la alfombra de trapos junto a la puerta de entrada, puso su delgado hocico sobre las patas y dejó escapar un profundo suspiro de melancolía.
Diez minutos más tarde se oyó el ruido de un coche que entraba en el jardín.
Mocoso saltó disparado de la cama, de tal manera que el edredón salió volando. Se metió debajo de la mesa de la cocina, fue hasta Rebecka, luego hasta la puerta y deshizo el mismo camino otra vez. Arrugó las alfombras de trapos, resbaló por el barnizado suelo de madera y volcó las sillas de la cocina.
Vera se había levantado y esperaba paciente a que la dejaran salir. Movía la cola de alegría pero sin aspavientos.
—Es que no entiendo lo que queréis —dijo Rebecka fingiendo inocencia—. Tenéis que hablar más claro.
Mocoso gemía, aullaba y miraba la puerta pidiendo algo. Fue hacia allí y volvió de nuevo hasta Rebecka.
Esta se dirigió a la puerta infinitamente despacio, a cámara lenta. Miró de nuevo a Mocoso, que temblaba y ladraba de excitación. Vera se sentó a esperar qué pasaba. Entonces Rebecka le dio la vuelta a la llave y abrió la puerta. Los perros salieron corriendo por la escalera.
—Vaya, eso es lo que queríais —dijo riendo.
El policía e instructor canino, Krister Eriksson, aparcó su coche delante de la casa de Rebecka Martinsson. En la distancia había visto luz en las ventanas de la cocina en el piso de arriba y sintió una gran alegría.
Abrió la puerta del coche en el mismo momento en que los perros de Rebecka salían afuera corriendo.
Primero llegó Vera moviendo los cuartos traseros. Doblaba el lomo loca de contento.
Los dos perros de Krister, Tintin y Roy, eran dos bonitos pastores alemanes de pura raza muy trabajadores y disciplinados. Sus compañeros de la ciudad hablaban de los perros de Krister. Mocoso era hijo de Tintin. Sería precioso.
Y luego estaba Vera, un perro de campo. Delgada como un clavo, una oreja tiesa y la otra doblada y una mancha negra alrededor de un ojo.
Al principio Krister había intentado educarla. Sit, le decía. Ella lo miraba a los ojos y ladeaba la cabeza: «Si entendiera lo que me quieres decir… Pero no me voy a comer esa golosina de hígado». Estaba acostumbrado a que los perros lo obedecieran. Pero a Vera ni siquiera podía sobornarla.
—¡Hola, gamberra! —dijo estirándole de las orejas y acariciando la delgada cabeza—. ¿Cómo puedes estar tan flaca con lo que comes?
Se dejó acariciar, pero sólo un poco. Después cedió el sitio a Mocoso, que se movía entre las piernas de Krister como si tuviera el cuerpo lleno de hormigas y hacía ochos mientras corría. No se estaba quieto y Krister no podía acariciarlo. Se tumbó rendido y se puso de nuevo de pie, volvió a correr entre las piernas del hombre y se tumbó de nuevo de espaldas, dio vueltas, corrió a buscar una piña con la que quizá pudieran jugar, la dejó a los pies de Krister, le lamió la mano y finalmente se tumbó con un gran bostezo para dejar salir todos aquellos sentimientos que lo desbordaban.
Rebecka salió al porche. La miró. Qué guapa. Los brazos cruzados y los hombros subidos hasta las orejas para mantener el calor. El contorno de sus pequeños pechos se dibujaba debajo de la camiseta de estilo militar. El pelo largo y oscuro despeinado de recién levantada.
—¡Hola! —la saludó—. Qué bien que te levantes temprano.
—Qué gracia, temprano —le respondió Rebecka—. Es esa perra. Estáis en connivencia de alguna manera, me despierta cuando estás viniendo hacia aquí.
Krister se echó a reír. La alegría y el dolor cogidos del brazo. Ya tenía novio, el abogado de Estocolmo.
«Pero soy yo el que va al bosque con ella —pensó—. Soy yo quien quita la nieve de su jardín y le cuida los perros. Cuando se va con él, claro. Pero es igual. Tomo lo que me dan —se dijo como si fuera un mantra—. Tomo lo que me dan».
—Bien hecho —le susurró a Vera—. Debes despertarla. Y al abogado le puedes morder en la pierna.
Rebecka miró a Krister y sacudió un poco la cabeza, sorprendida. No le había dicho abiertamente que estaba enamorado de ella, tampoco la presionaba. Pero siempre se permitía mirarla largo y despacio. Sonreía y la observaba como si fuera un milagro. Sin preguntar primero, iba a su casa y la llevaba al bosque. Si no estaba Måns, naturalmente. Cuando estaba, se mantenía alejado por completo.
A Måns no le gustaba Krister Eriksson.
—Parece un marciano —solía decir.
—Sí —respondía Rebecka.
Porque era verdad. Una grave quemadura le había desfigurado terriblemente cuando Krister era joven. No tenía orejas, la nariz era un agujero en la cara y la piel un gran mapa rosa y marrón.
«Sin embargo, tiene un cuerpo fuerte y flexible», pensó ella mientras Mocoso le lamía la cara al hombre. Los perros sabían qué tacto tenía aquella piel.
—Sólo para que lo sepas —dijo sonriendo dulcemente—, ayer se pasó toda la tarde en el montón de estiércol de Larsson escarbando entre la mierda de vaca seca y se comió los gusanos blancos que había dentro.
—¡Aggg! —dijo asqueado Krister cerrando la boca e intentado apartar a Mocoso.
Vera levantó la cabeza, miró hacia el camino y dio un ladrido.
Los perros de Krister también empezaron a ladrar dentro del coche. Todos menos ellos hacía rato que se lo estaban pasando bien.
Al cabo de unos segundos vieron al vecino de Rebecka, Sivving, junto a los buzones.
—¡Hola! —los saludó—. Hola, Krister, me pareció oír tu coche.
—¡Por Dios! —murmuró Rebecka—, hace un momento tenía yo una apacible mañana de domingo.
Vera fue trotando a saludar a Sivving. Él andaba todo lo deprisa que podía, que no era mucho. La parte izquierda de su cuerpo no quería acompañarlo del todo y arrastraba el pie mientras el brazo le colgaba sin fuerza al lado.
Rebecka vio que Vera le quitaba un guante a Sivving y daba una vuelta a su alrededor, tan despacio y tan cerca que él consiguió cogerle de nuevo el guante.
—¡Maldito perro! —le oyó decir con una voz llena de calidez.
«Pues conmigo no juega nunca», pensó Rebecka.
Sivving llegó hasta ellos. Todavía era un hombre grande, alto; una persona que inspiraba respeto, con el pelo blanco y despeinado como la bola de un diente de león.
—¿Podríamos ir a ver a Sol-Britt Uusitalo? —preguntó sin rodeos—. He prometido ir a comprobar si le pasa algo. Me han llamado de su trabajo intranquilos. Vive por Lehtiniemi.
A Rebecka no le gustó aquello.
«Siempre me involucra en algo —pensó—. Le promete cosas a la gente y después viene a casa pronto por la mañana, aunque sea domingo».
Krister abrió la puerta del copiloto.
—Entra —le dijo a Sivving echando hacia atrás el respaldo para que al anciano le resultara más fácil sentarse.
«Es buena persona —pensó Rebecka—. Bueno y considerado». Sintió remordimientos de conciencia.
—Ann-Helen Alajärvi, ya sabes quién es, la hija de Gösta Asplund —dijo Sivving mientras luchaba por pasar el cinturón de seguridad por encima de su gran barriga—. Trabaja sirviendo desayunos con Sol-Britt en el Vinterpalatset. Me llamó intranquila. Sol-Britt debería haber llegado al trabajo a las seis de la mañana. Le prometí ir a ver qué pasa. Quería salir con Bella, y entonces vi que llegaba Krister. Iría bien que tú también vinieras, Rebecka —añadió—. Por si es necesario forzar la cerradura.
Los miró satisfecho. Una fiscal y un policía.
—Las cosas no funcionan así —dijo Rebecka.
—Claro que funcionan así —respondió Krister riendo—. Rebecka se sube al tejado y se mete por la ventana y yo me abalanzo contra la puerta.
Se dirigieron a Lehtiniemi.
—¿Conoces bien a Sol-Britt? —preguntó Krister.
Rebecka iba sentada en la parte de atrás con Vera y Bella, la hembra braco alemán de Sivving. Mocoso tuvo que compartir jaula con los perros de Krister.
El coche olía a perro, y además a Bella, que se mareaba, le caían unas largas hileras de baba.
—En realidad, no —respondió Sivving—. Es más joven que yo. Vive un poco lejos. Pero como siempre ha vivido aquí, nos saludamos cuando nos vemos. Hace un tiempo tenía problemas con el alcohol, no era extraño que a veces faltara al trabajo. Los compañeros lo sabían. Un día apareció en mi porche y me pidió que le prestara dinero. Me negué, pero le dije que la invitaba a comer si quería. No quiso. Bueno, pues hace tres años atropellaron a su hijo y murió. Tenía treinta y cinco años, trabajaba en una fábrica de Jukkasjärvi donde cortan el hielo en bloques. Una promesa del esquí cuando era joven, incluso ganó una competición regional a los diecisiete. Dejó huérfano a un niño, de unos tres o cuatro años. ¿Cómo se llama…?
Sivving se quedó callado sacudiendo la cabeza, como para que le saliera el nombre del chiquillo. No podían continuar sin recordar aquel nombre.
«Dios santo, lo que habla…», pensó Rebecka mirando por la ventanilla.
Al final se acordó:
—¡Marcus! Eso es otra historia. La madre se había ido a vivir a Estocolmo hacía mucho tiempo. Tenía otro compañero y dos críos más con él. Fue rápido. Se marchó cuando Marcus acababa de cumplir un año, y fue a vivir directamente con el nuevo novio; enseguida tuvo los otros hijos, así que no tenía mucho interés en hacerse cargo de su primer chaval. Sol-Britt estaba indignada, aunque contenta de que Marcus se quedara con ella. Y fue como volver a empezar. Iba a las reuniones de Alcohólicos Anónimos y dejó de beber. Cuando llamó Ann-Helen esta mañana le pregunté si creía que Sol-Britt había recaído. Pueden suceder muchas cosas. También resbalarte con la alfombra y darte con la cabeza en la mesa. Pueden pasar días antes de que alguien te encuentre.
Rebecka no dijo: «La verdad es que por eso mismo voy a verte por lo menos una vez al día». Se dio cuenta de que Krister le echaba una mirada rápida a través del espejo retrovisor.
—Ya. ¿Has cogido moras del pantano este año? —preguntó el policía.
—Parece ser que este año nadie ha encontrado nada. Hay pocos insectos. Tengo localizadas algunas turberas por Rensjön, donde suelo ir. Allí siempre hay. Pero no, este año no. Anduve varias horas y apenas llené el culo del cubo. Pero hay como una pista de osos a lo largo del lago. Estuve por esa zona hace unos cuatro años porque pensé que en aquel camino debería haber, pero no encontré ni una sola baya. Y este año, cuando no había moras en ninguna parte, pensé en ir a ver si había alguna por allí. ¡Y estaba lleno! Era como una alfombra. No tenía más de quince metros de ancho y cien de largo, pero estuve cogiendo durante dos horas y conseguí siete u ocho litros.
—¡Guau! —exclamó Krister impresionado.
Rebecka aprovechó para dejar volar los pensamientos. Le gustaba que Krister se mostrara contento e interesado para que Sivving hablara cuanto quisiera. Lo hacía más por eso que porque los perros necesitaran pasear.
—Claro que con este brazo no es fácil —continuó Sivving—. Antes sí, cuando Maj-Lis y yo íbamos a buscar bayas en Pauranki. Puede que fuera en el noventa y cinco: en ocho horas cogí ciento cincuenta y cinco litros de arándanos azules. Crecían por todas partes. En las lindes de las turberas, en el campo seco y en los claros donde habían talado. Había tantos que las ramitas se doblaban. Primero sólo se veía lo verde y tenías que levantar las ramas para cogerlos. Unas bayas enormes que habían recibido mucho sol y estaban muy dulces. ¡Aquí es! No es necesario que metas el coche en el jardín. Párate ahí mismo.
«Por fin», pensó Rebecka.
Sivving señaló una casa al lado de la carretera. Tenía dos plantas y era de madera pintada de amarillo. Construida en la primera mitad del siglo XX, en la parte delantera había un balcón de hierro, encima de la puerta principal. Estaba en tal estado que no parecía habitable. No había porche; dos trozos de tarima de madera, uno sobre otro, hacían de escalón hasta la puerta. Probablemente habían derribado el viejo porche y no volvieron a levantarlo. No había césped, la casa estaba sobre una especie de delicado prado que crecía sobre la tierra arenosa. Un reloj de sol y un mástil cuya pintura se había desconchado parecían abandonados en el centro del jardín. En un tendedero estaba tendida una funda de edredón helada y el almohadón, testigos de que habían empezado las noches frías.
—Me pregunto si no fue ese mismo año cuando cogí tantas moras —continuó Sivving, de buen humor con los recuerdos de las bayas y poco dispuesto a acabar la historia—. Salí a finales de otoño. Debían cogerse bien avanzado el día porque el frío de la noche ya había empezado y por la mañana las bayas estaban heladas.
Rebecka se removió en el asiento. A ver si iba a ver a Sol-Britt de una vez y se podían ir al bosque después.
«Tiene que llegar al final de la historia —se dijo a sí misma—. Deja que acabe».
—Un día cogí veinticuatro litros —continuó Sivving—. Le di dos litros a la hermana de Maj-Lis, la de Pajala. Tenía unos familiares finlandeses de visita. Estaban muy satisfechos porque habían recogido cinco litros. Gunsan dijo: «Conozco a uno que ha cogido veinticuatro». Sitä ei voi, dijeron. «No puede ser». «Este puede», respondió Gunsan.
Se interrumpió y observó la casa. Estaba todo en silencio.
—Bueno, voy a entrar a ver —dijo después—. Me esperáis, ¿verdad?
Sivving abrió la puerta de la casa sin llamar, como era costumbre en el pueblo.
—¡Hola! —gritó sin obtener respuesta.
El recibidor daba a la cocina. Estaba todo ordenado y limpio. El fregadero metálico relucía. Había un pequeño trapo con un jarrón vacío encima. La vajilla recogida. Las baldosas blancas estaban decoradas con pegatinas de cuatro frutas y flores amarillas y marrones que se repetían.
Se quedó un momento de pie y pensó en su mujer, Maj-Lis. Ella tampoco hubiera dejado ni siquiera un vaso en el fregadero. Todo debía hacerse hasta el final. Secarlo con el trapo y guardarlo en el armario.
Cuando fregaba él, por mucho cuidado que pusiera en ello, ella siempre tenía que ir detrás con un trapo para acabar el trabajo.
«No es lo mismo sin Maj-Lis», se dijo.
Nunca había imaginado que ella moriría antes que él. Tenían la misma edad. Todas esas malditas investigaciones dicen que las mujeres viven más que los hombres. ¿Por qué tuvo que ser Maj-Lis la excepción? Cuando murió, él planchó todos los trapos y puso ramas y flores en jarrones por toda la casa. Brezo, romero silvestre y calderones. Pero dio lo mismo. Daba lo mismo por mucho que él limpiara. La casa no volvió a estar viva, era como si no quisiera. No quería venderla pero tampoco soportaba vivir en aquel vacío, así que el sótano de la caldera, debajo de la vivienda, había sido la mejor solución.
«Menos que limpiar», les decía a los que preguntaban. ¿Cómo podía explicarle a la gente lo que él mismo no entendía?
Miró detenidamente la cocina de Sol-Britt: cortinas recogidas a los lados, detalles decorativos y muchas macetas en los alféizares de las ventanas. Pero las puertas de todos los armarios de abajo estaban abiertas.
«Qué extraño», pensó. Su cabeza buscó una explicación: igual había oído roer a un ratón e intentó localizarlo. O había estado buscando algo. Algún detergente que no encontraba.
La puerta del dormitorio estaba entreabierta. No se oía nada. ¿Debía entrar?
—¡Hola! —volvió a gritar—. ¡Sol-Britt!
Dudó. Entrar en el dormitorio de una mujer sin ser invitado… Igual estaba durmiendo la borrachera.
Ebria, medio desnuda, sin conocimiento. Él no la conocía y, aunque Ann-Helen creía que no, podría haber sufrido una recaída y entonces…
No le gustó la idea. Mejor que entrara Rebecka. Ella era mujer.