ADDENDA

¡Por fin en suelo francés! Tengo que decir algunas palabras antes de cerrar esta carta sobre la última etapa del viaje. Esto lo dirijo a todo el mundo…

En el instante en que partimos de Plymouth sentí una gran calma. El propio Plymouth es un sedante para los nervios. Inglaterra misma llega allí a una noble resolución, donde la tierra termina. Adelante el mejor de sus pies, y este pie no tiene bota ni espuela. Es verde y suave, ensoñador, soñoliento. La tierra parece respirar como en el mismo amanecer del tiempo. ¡Con sólo que no fuésemos ingleses! Ya se mueven en torno nuestro los funcionarios de aduana, los changadores y qué sé yo cuántos más. Se desplazan lenta, suavemente, sin ostentación, con esa irritante eficiencia serena que siempre distinguió a los ingleses. En el acto mismo siento odio hacia ellos. No realmente odio, sino aborrecimiento. Parecen ostras animadas. Noto la dura caparazón que oculta la carne floja: noto su imperturbable posesividad. ¡La ostra que intentó tragarse al mundo! Hay algo de ridículo en ellas: parecen subhumanas. Miro los buques de guerra anclados, las fábricas, los tanques de gas, el faro. Existen y, por lo tanto, doy por sentado que los hicieron los ingleses. No puedo pensar en los ingleses como algo que no sea seres capaces de actos horribles y brutales, y piratas; ¡y tan diabólicamente serios! ¿sabes? ¡Pero que se vayan a la mierda! Yo no bajo aquí…

¡Bolonia! ¡Los franceses! Viene con el alijador: un clamor, una estridencia, una anarquía, una conmoción nerviosa que la ocasión no justifica en absoluto. Nadie sabe qué ocurre, sobre todo los franceses. Aun antes de que un francés ponga sus pies en el barco ya hay confusión y caos, tales como sólo puede producir la lógica más inteligente. Es algo tónico y refrescante; en el acto mismo se regocija la mente. Ahora no importa lo que pase: algo está ocurriendo, ¡eso es lo que interesa! Nos dirigimos trabajosamente al muelle en medio de la agitación y el parloteo. Casi podrías suponer que nuestra llegada los ha sorprendido. Nada sale bien. Nada está listo. O así parece. Es el estilo francés… ¡y me encanta! Están de pie mirándome como si se hubiese cometido un error enorme, como si hubiesen enviado el lanchón a buscar un cargamento de ganado o de hortalizas y de pronto… ¡ah! he ahí un barco lleno de turistas cargados de equipajes costosos. ¿Qué se puede hacer? Como quiera que sea, huelen las propinas inminentes. Me da la impresión de que los veo chupándose los labios. Tal vez sea mi imaginación.

Estoy de pie en la borda, disfrutando en silencio el alboroto, los errores y la confusión, cuando de pronto oigo que un oficial le grita a un hombre que está en el desembarcadero, el que dirige la grúa que está por pasar sobre nuestras cabezas. Lo oigo decir que la grúa debe ajustarse de forma que «coincida», etc. Esta palabra coincida, saliendo de los labios de ese hombre, me produce la satisfacción más intensa. ¡Tiene un sonido tan sutil y civilizado! ¡El idioma! En el acto estoy en un mundo matemático, un mundo en que las cosas se ordenan euclidianamente… y por sobre todo, con justicia. ¡Confusión y lógica! Apenas una contradicción superficial. Fundamentalmente no hay contradicción. Para ese equilibrio perfecto que representa la persona francesa debe haber un caos externo con el cual hagan juego exacto un orden y una precisión internos tanto más maravillosos cuanto que son puramente autónomos, que cada uno lo crea por sí mismo.

Cuando el tren que coincidió con el barco llega a Creilly estoy convencido de que nos encontramos en Francia. La región costera me infunde una sensación de duda; pero la estación de Creilly es francesa fuera de toda duda. Se está desmoronando; jamás la repararon ni pintaron desde el día en que se la erigió. Trae a mi cerebro recuerdos de hoteles en que habité durante mi larga permanencia en Francia: las sillas que se mantenían armadas con tiras de cuero, el papel de las paredes hecho trizas, la alfombra de la escalera llena de remiendos, los cristales rotos de las ventanas, los armarios que nunca pueden cerrarse con llave, las toallas gastadas y tan finitas como papel de seda… Luego, en el camino a la Opera, esta sensación se apodera de mí otra vez. Están demoliendo un edificio: veo la pared medianera, tiras de papel blanco y azul, flores en série, la marca negra de la chimenea, el diseño de la escalera. Un poco más allá el nombre de un hotel colgado en la fachada con letras doradas de treinta centímetros de alto, un nombre que sólo los franceses son capaces de inventar: Hôtel d’Egypte et de Choiseul. ¡Choiseul! Significa una calle y un restaurante, y siempre al atardecer o en la noche; inmediatamente después una taza de café de Brasil, gota a gota, con tazas de latón y pasteles a elegir en el mostrador. Choiseul… me recuerda a Fustel de Coulanges, la callecita contigua al Val-de-Grâce. Choiseul… me recuerda que nunca debo hacer a Fred una pregunta que exija respuesta precisa. Lo fastidia. Por eso nunca pregunté quién o qué es Choiseul: una calle y un restaurante hacia el anochecer, e inmediatamente después una taza de café brasileño, gota a gota…

Ahora aquí, junto a mi hombro, tengo un libro que elegí con sólo un vistazo: Bubu de Montparnasse. La curiosa edición francesa, con ilustraciones de estilo antiguo. Sostener este libro en mis manos es como abrazar a un viejo amigo. Paso las hojas distraído: parece que los árboles estuviesen perdiendo sus hojas. Veo el Sena, los embarcaderos, las calles estrechas y tortuosas con la palabra HOTEL destacada y, por supuesto, hombre de saco y sombrero hongo, inclinado un poco, con el bigote caído. El año fue 1890 más o menos, época astrológicamente muy importante, tal como acaba de explicarme Eduardo. Yo nací en esa época de la gran conjunción: ¡la de Plutón y Neptuno! Mi vida entera está rodeada por una pequeña castaña que se desprendió de un árbol durante los años inmediatamente anteriores al amanecer de un siglo nuevo. Ahora estoy en Louveciennes. Súbitamente se han apagado las luces. Es probable que en París estén apagadas también. La puerta ya no cierra, las bisagras están oxidadas, el asiento del inodoro está rajado y se le ha saltado la pintura, las paredes del comedor están cubiertas de moho. Aquí la menor falta de cuidado es costosa, ruinosa. Las cosas se deterioran con mayor rapidez que en Estados Unidos. Deterioro físico. Pero el alma se expande. En forma constante y paulatina, como la marca del termómetro que sube, se expande el alma. Las cosas se pudren y en esta rápida podredumbre el yo se entierra como una semilla y florece. Cesa la sensación de paredes secas, de cortantes divisiones, de fractura y cisma, aquí el cuerpo se convierte en la planta que es, desprende su propia humedad, crea su propio ambiente, produce una flor. Ahora una flor nueva cada día. El yo está firmemente arraigado, el suelo con su buen abono. En vez de un millón de paredes que se elevan en forma de torres, sólo una gran pared, la muralla china que los franceses han construido con su propia sangre. Dentro de esta muralla, una seguridad y una serenidad que Norteamérica no conoce. Allá una lucha cotidiana para reparar los diques; cada día nace uno nuevo, una criatura que debe madurar al anochecer y morirse.

¡Norteamérica! ¡Qué lejos pareces ahora! La distancia no lo explica. Hay algo más. Cuando pienso en Nueva York pienso en un niño gigantesco que juega con potentes explosivos. No tan nuevos como inhumanos. Toda la experiencia no significa nada. Uno se despierta de mañana para contemplar un continente virgen que no ha conocido historia. Un salto limpio, sin tradición, de la barbarie a la demencia de la civilización. Una civilización externa, visible en perillas, bulbos, soportes, perchas, tornillos, poleas, acero, cemento… Cómo o por qué se erigió un rascacielos carece en absoluto de importancia. Está ahí… ¡eso es lo que importa! ¡Hechos! ¡Hechos! Te pegan en el ojo, te tiran redondo al suelo, te pisotean. Caminas entre hechos día tras día. Duermes con hechos. Comes hechos. Supongamos que durante una noche todas las maravillas de Egipto, China, Cartago, Roma y Babilonia se desenrollaran y se dejasen tendidas en la calle. Suponiendo que nadie supiese de dónde provenían, cómo llegaron allí, qué significaban. ¡Eso es Nueva York! Es el interior de un reloj que funciona perfectamente en un caos increíble. Nadie jamás ha estado fuera de él, mirándolo desde fuera. No hay quién sepa qué es un reloj. El reloj marca el tiempo a la perfección. ¿Qué clase de tiempo? Pregunta que ningún norteamericano se formula. Es la hora… o más bien es un reloj. ¡O un mecanismo que se asemejaría a un reloj si en la conciencia de los norteamericanos hubiese algo capaz de imaginar un reloj! Pero no hay nada…

Mirando ahora el Bubu de Montparnasse acude a mi memoria la imagen del bulevar Sébastopol tal como se fijó en mi retina durante un paseo en taxi. Saliendo de la Gare du Nord no había advertido la dirección que tomábamos. Casi no miré París. De pronto me di cuenta de que estábamos en el bulevar Sébastopol. Me fije deliberadamente en las tiendas, en las multitudes, en los hombres y mujeres individualmente. Eran las últimas horas de la tarde y el cielo estaba cubierto. Toda la calle está grabada en mi vista con tonos sombríos. No es el cielo cubierto el que lo motiva; es algo que está en el cielo, algo imperecedero, un efluvio permanente emanado de cada ciudadano y de sus antepasados desde las tumbas. El bulevar Sébastopol es casi negro. Un negro hollín y no el negro egipcio fulgurante que reflejan las entradas de los rascacielos. Miro la gente de las aceras. Son negros también. Negros y decrépitos. Están andrajosos, como la pared desmantelada, sucia de hollín de chimeneas y llena de flores descoloridas. Sólo estamos a la mitad de la tarde y ya están negros. Así han estado desde la mañana. Negros se acostarán. Negros se despertarán. El cielo seguirá cubierto, volverá a llover, y habrá mostradores de ocasiones en la calle y pequeños bolsos negros en que llevar las cosas compradas. Caminarán con un pie calzado y otro descalzado. Un sou tendrá importancia, se lo contará cuidadosamente, aunque tenga un agujero. Nada se tirará al arroyo; ni siquiera una cáscara de banana. Este hombre pedirá fuego; a fin de ahorrarse un fósforo. Mañana la situación habrá empeorado. Pero nadie soñará en decir: «¡Afuera todo eso! ¡Arrásenlo por completo!» Ninguno se atreve a soñar en una vida totalmente nueva, nueva desde el principio mismo. Nadie sueña en una vida sin polvo, sin pobreza, sin pesar, miseria, enfermedad, muerte, desastre. Todos estos elementos fluyen ahora por la calle en un río negro, una cloaca de desesperación que corre por el mundo terrenal donde vagan intranquilos los fantasmas y los antepasados. Tan cerca están los hombres de debajo, que los pies de los de arriba les rozan las cabezas. Las sepulturas rebosan, los muertos son despedidos del interior, como si las sepulturas los vomitasen. En algún lugar del borde hay una pérdida. Por esta rajadura del mundo subterráneo sale un vapor gris que convierte al mundo vivo, a los hombres vivientes, en negro hollín. El pasado resuella pesadamente bajando por nuestros cuellos. Revolotea y palpita como una capa que oculta a un hombre que se ahoga.

Entre esto y Nueva York yace el océano. El océano es un espacio libre entre lo viejo y lo nuevo. Cuando tomas un barco das un salto incalculable. Si en lugar de una semana, el viaje durase un mes, el propio barco, para no mencionar a los pasajeros, se desintegraría. Llegaríamos a Bolonia o a Nueva York, como una carga de hortalizas echadas a perder. Nadie podría volver a reconstruirse. Un viaje de muerte sin beneficio de transfiguración.

Avanzando por el bulevar Sébastopol al caer la tarde me siento algo echado a perder. Traigo a París mi cadáver un tanto putrefacto. Todavía no he encontrado mi alma…

Sólo hacia la medianoche, sentado en la casa de Roger, vuelvo a ser yo. Estamos sentados frente a la ventana abierta. El cuarto está casi vacío de muebles. Miro la ciudad de París… con dos ojos claros. Sólo el espacio que abarca una ventana; pero es París. Ahí también debe estar el bulevar Sébastopol. Tal vez una de esas calles flexibles, rasgadas, que salen errantes del follaje denso que está más acá del bulevar Sébastopol. Tal vez pululen los mismos hombres y mujeres. Tal vez estén harapientos. Tal vez no tengan calzado. Aun si lo que digo ocurriese, ya no podría ser verdad. ¡Ahora, no! El objetivo está corregido. Ahora veo bien. No ya nada que sea externo: ni las paredes, ni la ropa, ni el cuerpo mismo. Veo un glóbulo enorme que nada en la sangre del animal grande que se llama HOMBRE. Este glóbulo es París. Lo veo redondo y pleno, siempre y el acto el mismo glóbulo. Si, cerrando la persiana, a través de la más insignificante rajadura diviso la espalda de un hombre, veo la forma y el sitio en que éste se vincula con el glóbulo total. Que se yerga o que se agache, siempre será una espalda, la espalda de un hombre. Su espalda nunca se abrirá paso hacia el interior del glóbulo. El glóbulo se extenderá y expandirá, pero no se romperá. El glóbulo es siempre más fuerte que una espalda de hombre, más fuerte que el hombre mismo, más fuerte que diez millones de hombres que hagan fuerza a un mismo tiempo y en el mismo lugar todos ellos.

Estamos sentados en el pequeño estudio, ante la ventana abierta. El tren avanza bufando… el cinturón que circunda París. No ruge ni silba al pasar. Bufa únicamente. A través de un éter opaco parece moverse, a través de una atmósfera elástica que es la misma tanto arriba en lo alto del puente como en lo hondo de los pulmones. Una atmósfera en todas partes: tan difícil para la locomotora como para los pulmones humanos. La ciudad palpita en el calor del verano. El propio glóbulo parece estar encogiéndose. En nuestras espaldas sentimos caliente el aliento de la ciudad. Héme aquí en una habitación, con viejos amigos. Todo lo siento cercano, permeable, tangible, viviente y respirando. Siento la amistad misma, la esencia de la amistad que escapa despacio por la botella tapada, que se eleva hacia la envoltura del gran glóbulo que se encoge. Siento la cordialidad del vino y del alfanje cincelado que se yergue en un rincón junto a la ventana. Ahora digo lo que jamás dije en Estados Unidos: experimento una profunda satisfacción.

Hace un momento, cuando toqué el libro, advertí que esta profunda satisfacción no me había abandonado. Hasta entonces jamás había tocado libro de esa manera. Me parece estar tocando un viejo amigo. ¿Un amigo? Sí, repentinamente se abre paso en mi conciencia esta verdad: ¡estoy tocando a mi viejo amigo, el bulevar Sébastopol! ¿Cómo se entiende entonces que no haya reconocido en el acto a mi viejo amigo? ¿Es que el taxi estaba fuera del glóbulo, intentando en vano perforar su envoltura? ¿Estaba la envoltura posesionándose de todo, más y más, hasta parecer que nos ahogaba una etérea oscuridad? ¿Dónde estaba yo entonces? Ahora me encuentro dentro del glóbulo. Lo comprendí de pronto, sentado frente a la ventana abierta en el estudio de Roger. Entré por ósmosis. Me filtré entre las últimas horas de la tarde y la medianoche. Dentro… ahora lo sé. Sentado junto a la ventana, aquel primer vistazo lanzado al exterior, tal vez fue entonces, en ese preciso instante, cuando conseguí penetrar, introducirme totalmente, cuerpo y alma, el hombre total.

No puedo menos de volver a pensar en Estados Unidos. Ahora recuerdo una noche, en Nueva York, estando todos borrachos, cuando de pronto alguien soltó esta frase memorable: «¡pero todo el arte grande es local!» Es posible que nadie sea capaz de conocer en Estados Unidos lo que significa una frase como ésa. Para ser local debe haber un sentido de lugar, y debe hacer un conjunto al cual se refieren las partes. Estados Unidos parece nuevo porque jamás hay un punto de comparación. ¡En realidad no existe Estados Unidos! Hay tan sólo millones de cosas desconectadas una de otra, salvo como una parte de una máquina se relaciona con otra. A las partes mismas nada parece nuevo; sólo un reloj viejo que ha dejado de marchar puede contemplar maravillado una pieza nueva y movible.

Ayer tuve que caminar por la rue Bonaparte. Me detuve en un bistrot para preguntar la dirección de un cierto hotel. En el escritorio, la misma mujer que me saludó años ha. Pareció reconocerme. Yo parecí reconocerla. Sí, la recordaba bien, la recordaba de cuando tenía la barriga hinchada, cuando se reía tan de buena gana que temí que se le reventase un vaso sanguíneo. También recuerdo que concedía crédito a los estudiantes… y todavía reía de buena gana. Ahora, aunque pareció reconocerme, no me dirigió una sola palabra. Sólo aquella sonrisa ancha que tenía para todos ¡y que te pudras si estiras la pata mañana! ¡Me gusta! ¡Eso es francés!

Apenas hace un rato, caminando por el camino, me crucé con un hombre que estaba parado en un campo. Empuñaba una azada y estaba entreteniéndose con ella. Parecía solo y completo, una especie de chino del más bajo estrato social. Estaba a un lado del cerco y yo en el otro. Si me hubiese caído muerto allá en el camino, él habría seguido con su trabajo de azada. Creo que me hubiese metido en el hoyo hecho con ella. Bueno, de todos modos ¡me gusta! Casi lamento no haberme caído muerto… y haberlo comprobado.

Esto trae a mi memoria Mannheim, el día en que se puso a hablarme de China. Recuerdo sus palabras iniciales: «muy cruel». En esto he pensado mucho durante el viaje. He pensado en mis paisanos que son tan hospitalarios, tan francos y generosos, tan «sin rencor», como dice Keyserling. Sí, son todo eso, pero también son crueles, mil veces más crueles que los chinos. Son los torturadores más inhumanos que el mundo ha conocido. Son crueles en la forma en que son crueles los niños. Pasan por encima tuyo para alcanzar un juguete nuevo…

Pasando por el León de Belfort observé el final de una pelea. Un hombre se asía de un taxi y gritaba al conductor. Estaba rojo de ira. Por detrás de su rabia (y la veo ahora con tanta claridad como si estuviese pintada en una bandera grande), está la palabra JUSTICIA. Jamás en Estados Unidos hubiese presenciado esa clase de ira. He visto peleas violentas, la brutalidad más repugnante, pero nunca la ira blanca de la justicia ultrajada. La palabra es desconocida, así como la sensación que la acompaña. La justicia obstruiría el tráfico. La justicia atascaría la máquina. ¡Luego, afuera! Me alejé sin molestarme en averiguar la causa de la pelea. Aquí es una pelea clásica, y la causa es lo de menos. Pero vi flamear la bandera… ¡y eso era lo importante!

Junto con la Justicia está la filosofía, y eso es lo que nos sirvieron en la cena esta noche. Esta noche tuve otra vez la sensación de estar hablando sensatamente. Me encontraba sentado en el comedor enmohecido hablándole a Anaís; Amelia, la idiota, corría de un lado a otro buscando pimienta. Supongo que en Nueva York yo también he debido hablar bien… de cuando en cuando. Pero nunca de este modo. Para hablar bien uno debe tener un auditorio comprensivo. Debe sentirse incitado a hacerlo. Como quiera que sea, estábamos sentados en el gran glóbulo, Anaís y yo, y nos bastaba con alargar las manos: todas las cosas de valor estaban a nuestro alcance. Amelia corría para acá y para allá: era como un ángel que trae temas nuevos en una fuente de oro. Amelia me trae toda una abundante fuente de pasado. Está ahí mismo, en la cocina… el pasado. No hace falta teléfono ni radio. No hace falta frigidaire. Al pasado no le hace falta hielo. Basta con curarlo y colgarlo donde le dé el viento. ¿Quiero yo reexaminar mi vida? Está ahí en la cocina y Amelia me la traerá en una fuente, junta con la pimienta.

Pedí a Amelia qué trajese a mi viejo amigo, el Dr. Larsen. De los amigos que yo tuve en Norteamérica, fue el único que tenía la posibilidad de convertirse en una eminencia humana. Amelia lo trajo, junto con la pimienta. Ahora lo tenemos sobre la mesa, un pavo acabado de asar, y Anais le pone un corcho en la boca, el corcho que compró en Nueva York, en una tienda de cinco y diez centavos. Apenas el corcho está bien metido en la botella, las burbujas suben desde el fondo. Estamos poniéndole el corcho al Dr. Larsen. Las palabras suben desde el fondo en burbujas. Sé lo que dicen sus boques, pero no lo oigo. Tal vez diga: «tener las manos limpias»… «los cimientos de la revolución»… «¡que venga la guerra!» Sus palabras están aprisionadas en la botella. Doctor, quiero que ahora me escuche. En algún lugar, usted tiene una pérdida. Hasta que se la repare jamás podrá convertirse en el gran ser humano que ya es. Se ha tragado el mundo entero y, si pudiera retenerlo así sólo un momento, una media hora, por ejemplo, usted sería grande, inmenso, colosal. Pero esa pérdida… ¡tiene que descubrir dónde está! Se está vaciando gota a gota. Todos los días sacrifica un millón de palabras. Sí, doctor, usted es un matadero de palabras. ¡Un matadero! Todo lo que dice sobre el mundo está bien. Correcto en todo. Pero hasta que se repare la pérdida, no cambiará ni un ápice. Está acostado en cama escuchando su propio corazón. Dice que su corazón anda mal, que un día puede fallar. Yo afirmo que miente. Su corazón enfermo es una excusa y nada más. Usted explota el corazón enfermo en nombre de la revolución. Antes del accidente automovilístico usted estaba en marcha. No daba descanso a las piernas socorriendo enfermos. Bastaba su presencia para curar a sus pacientes. La gente sentía su compasión, su amorosa curiosidad. Ahora usted dice que la compasión no sirve de nada… quiere esparcir inteligencia. Ahí es donde comete un grave error. Sé que le gustaría oponer alguna objeción, pero no voy a permitírselo. He puesto el corcho y pienso dejarlo. Mire, en la otra habitación hay una biblioteca. Miles de libros… y ninguno que lo pueda curar. Es curioso; estaba pensando en eso hace un momento, de pie frente a un libro cuyo título me llamó la atención: «Un Malade Immortel». Pensé en usted, en la revolución, en todo el pueblo de Estados Unidos que ahora se agosta en la agonía de una bendición como jamás tuvo el género humano. Doctor, despreocúpese de la difusión de la inteligencia. El mundo es bastante inteligente; más aún, demasiado inteligente. Un poco más de compasión, eso es lo que se necesita. Es mejor estar equivocados, es mejor ser injustos, que volver la espalda a la compasión. Hace un momento, como dije, rondaba en un sentido y otro, mirando fugazmente los títulos de los libros. Para mí son viejos amigos, y la mayoría de ellos jamás los he abierto. La mayoría de ellos jamás los abriré, estoy seguro. Pero elegí un libro, ¿no? Elegí Bubu. Y leí algunos párrafos tomados al azar… lo suficiente para que me dure el resto de mi vida. Estoy seguro que si usted tuviese Bubu en la mano dejaría de andar en taxis y a pie recorriendo las calles todo el día. Aquí le quiero enseñar una ilustración del libro. ¿Ve ese barquito que pasa bajo un puente? Es un bateau mouche, y el puente es el Pont au Change. En esta misma página dice: «Sommes-nous à Paris? Nous sommes en haut des airs, dans un pays de l’eau, mais dont l’air gronde comme des voitures qui roulent». Es la hora del crepúsculo y Maurice y el Gran Jules pasan por frente a un bistrot. El Gran Jules se recuesta en Maurice, que es Bubu de Montparnasse. ¿Y dónde está Montparnasse? Eso no importa… Bubu sigue vivo, y el año 1890 tiene algo que ver con él. Nadie puede arrancarlo del calendario ¡Es un año sabático!

Te digo todo esto porque durante la comida discutimos acerca de la misión del médico. Igual que todas las otras cosas que pertenecieron al mundo humano, el médico desaparece rápidamente. ¡Otra vez los altos edificios! No hay manada que cuidar, no hay rebaño de que preocuparse. No tiene órbita y por lo tanto carece de lazos. No tiene obligaciones ni simpatía. No se molesta ya en curar… lo único que le interesa es explotar sus teorías particulares. Le interesa la teoría de la medicina, no el arte terapéutico. Médico grande fue el doctor de la familia que no distinguía su culo de su codo, pero siempre acudía con su maletín y algunas píldoras, y cuando te posaba la mano en el pulso ya te sentías mejor. El charlatán moderno ni siquiera es capaz de curar a su propio hijo. Nadie tiene fe en él, ni él la tiene en sí mismo. Resucita gente y lo escupen a los ojos. Muere por exceso de trabajo en la flor de la vida. Su vida se consume en un vacío, de modo que al morir no deja nada que limpiar. Yo no podría ofrecer una sola prueba de esto, salvo que es así… ¡un hecho!

¿A qué viene esto? ¡Ah, sí! La compasión. Caminando por la rue Bonaparte el otro día, por mucho que parezca ilógico, recapturé el espíritu de la cuestión. Cuando andas por esta calle sabes que lo que los intelectuales dicen todo es mierda: que el arte está muerto, que no hay público, etc. Esta pequeña calle es prueba de lo que digo. Cualquier cosa que se diga en ella es mentira. Esta calle te permite vivir. El día en que camines par ella comprenderás de qué hablo yo siempre. Ese día la pérdida que tienes a un costado, o lo que sea, cesará. Te lo garantizo. De lo contrario, sería mejor que te pegases un tiro. Esto es lo último que digo a ti y a Estados Unidos. Schöne Grüsse!

Bueno, Fred, ¿qué tal ha estado? Voy a parar aquí y dejar que me llenes de alabanza, como si fuese caca. Cuéntales el genio que soy yo… mandado de Norteamérica.