Querido Fred:
Tomaré probablemente el «Champlain», el mismo barco con que llegué, porque es francés y porque zarpa un día antes de lo necesario. Llevaré las medias para Maggy… y cualquier otra cosa que se me ocurra. Todavía no me he decidido en cuanto a ir a la Villa Seurat, pero el Hotel des Tarrasses me conviene hasta en sus más mínimos detalles, porque está en el 13° «arrondissement» y no hay églogas. Fíjate bien que esté mi bicicleta. ¡Cómo voy a usarla! ¿Y por dónde anda mi fonógrafo? Llevaré algunos famosos éxitos de jazz, las canciones canturreadas y desfallecientes interpretadas por los tipos que no tienen testículos. La canción popular de moda es: «I Believe in Miracles» (Creo en milagros). ¡Milagros! ¡Qué norteamericano! Bueno, mierda… te lo explicaré detalladamente cuando nos veamos y tenga a mano una buena botella de vino, un vino suave y caro. Aquí no hay nada más que productos de vendimias californianas o tintos gringos, que son asquerosos. No hay más remedio que «alkalizarse» todos los días… También esto te lo explicaré más adelante.
En resumen, Joey, ¿qué vamos a hacer para vivir, eh? Ya pueden darme vuelta, que no saldrá la solución. Pero de todos modos pienso que viviremos. Como quiera que sea, voy… El judío que editó mi «Glittering Pie» en aquel revolucionario Programa de Baile se vengó de mí titulándolo: «Vine, vi, escapé». Los expatriados son mala palabra para los norteamericanos, en especial para los comunistas. Me he hecho odiar de todo corazón en todas partes, salvo entre los estúpidos gentiles que viven en los alrededores y le meten con gran entusiasmo a la bebida los fines de semana. Con estos individuos canto, bailo, silbo, me divierto la noche entera. No tengo nada en común con ellos, aparte del deseo de divertirme. Saber divertirse es cosa desconocida aquí. Por lo general todo se reduce a hacer mucho ruido. En Manhasset, una noche Emil y yo, bailamos el cake-walk tal enérgicamente que Emil se dislocó un testículo. Fue una noche maravillosa en que la borrachera nos dio serenidad. Al finalizar la velada me senté al piano y, aporreando todas las teclas equivocadas, ejecuté como sólo podría hacerlo Paderewski si estuviese borracho. Destrocé algunas teclas y me rompí todas las uñas de los dedos. Me llevé a la cama un sombrero mejicano de casi un metro de ancho. Por la mañana me encontré en el dormitorio del chico y a mi lado tenía una máquina de escribir de goma dura en la cual no pude escribir, borracho como estaba. Hallé también un rosario y un crucifijo, dados como premio por la Sociedad de la Medalla Milagrosa, de Germantown, Pensilvania. Comportaban «indulgencias para una muerte feliz y el camino de la cruz».
He tenido muchísimas experiencias curiosas, pero pocas alegres. Cuando llegue de vuelta a París recordaré las noches pasadas sentado en canapés de estudios donde todos halaban pomposa y despiadadamente acerca de las condiciones económico-sociales… con intervalos crueles de Proust y Cocteau. (¡Hablar de Proust o Joyce hoy en Estados Unidos es estar completamente al día! Algunos preguntan melifluamente: ¿Qué es toda esa charla insulsa sobre surrealismo? ¿Qué viene a ser? A lo cual yo generalmente contesto que surrealismo es cuando uno mea en la cerveza de su amigo y éste la bebe equivocado).
Conocí a William Carlos Williams la otra noche y pasé el rato más extraordinario con él en la casa de Hiler. Llegó Holty con dos cuñados, uno de los cuales tocó el piano. Todos se mamaron, inclusive Lisette. Justo un momento antes de que todos perdieran el conocimiento, alguno gritó: «¡todo arte es localista!», lo cual precipitó un alboroto. Desde ahí en adelante nada es claro. Hiler estuvo sentado en calzoncillos, con las piernas cruzadas y tocando «Believe it, Beloved» (Créelo, amado), otro éxito de la temporada. El portero vino y armó un escándalo; había sido aviador de las tropas de Mussolini. Llegaron después las Hermanas Dockstadter, que escriben para revistuchas infames. Más tarde apareció Monsieur Bruine, que ha vivido 39 años en Estados Unidos y parece exactamente un francés. Está enamorado de una rubia deslumbrante de los Vanities. Desgraciadamente, ella se emborrachó a tal extremo que le vomitó encima mientras la tenía sentada en sus rodillas. Ahora está curado de ella.
Menciono estos pequeños detalles porque sin ellos la escena norteamericana es incompleta. Por todas partes hay borrachera y vómitos, o roturas de ventanas y fracturas de cabezas. Recientemente, en dos ocasiones me he salvado por poco de que me partiesen el cráneo. La gente anda por las calles de noche achispada y buscando bronca. Se te aparecen inesperadamente y te invitan a pelear… sólo por el divertido hecho de pelear. Debe ser el clima… y la máquina. Las máquinas los están enloqueciendo. Ya nada se hace a mano. Hasta las puertas se abren mágicamente: al acercarte, pisas un pedal y la puerta se abre para que pases. Es alucinante. Están además los específicos. Laxantes para el estreñimiento (todo el mundo está estreñido) y Alka-Seltzer para disipar los vapores de las borracheras. Todos se despiertan con dolor de cabeza. Para el desayuno se toma un Bromo-Seltzer, con jugo de naranja y panecillos de maíz tostado, por supuesto. Para empezar bien el día tienes que alkalizarte. Esto se lee en todos los trenes del subte. Conversaciones a toda presión, acción rápida, dinero al contado, vivir hipotecados hasta los ojos, la prosperidad al doblar la esquina (¡está siempre al doblar la esquina!), no te preocupes, sigue sonriendo, créelo querido, etc., etc. Las canciones son maravillosas, sobre todo las letras. Delatan la incurable melancolía y optimismo de la raza norteamericana. Desearía ser extranjero y recibir todos estos mensajes sin estar preparado en absoluto. Hay una canción excelente que dice: «The Object of my Affection is to change my Complexion…» (El propósito de mi cariño es cambiarme la complexión…). También la llevaré.
En varieté escuché el domingo por la tarde a la gitana Rose Lee cantando «Give Me a Lay!» (Métete conmigo en la cama). Tenía un lei hawaiano en las manos, y hablaba de lo que significaba una buena «lay» (encamada), y como hasta mamá se alegraría de que le hicieran eso de cuando en cuando. Decía que no tendría inconveniente en que le hiciesen ese en el piano, o en el suelo. Una encamada al estilo antiguo, si viene el caso. Lo curioso del asunto es que la sala estaba casi vacía. Después de la primera media hora uno se levanta como quien no quiere la cosa y se pasa a los asientos buenos de las primeras filas. Las mujeres que trabajan en cueros hablan con sus clientes mientras hacen el número. El golpe de gracia llega cuando, luego de haberse despojado hasta del último pedazo de trapo de su ropa, les queda tan sólo una faja estrellada de la que cuelga delante una hoja de parra, a veces una barbita de mono, lo cual es divertidísimo. Al ir hacia los costados, sacan los trastes para afuera y se descorren la faja. A veces apagan las luces del escenario y ofrecen una danza del vientre con pintura luminosa. Es lindo ver los ombligos brillando como luciérnagas o como una refulgente moneda de medio dólar. Mejor aún es verlas sosteniéndose las tetas, sobre todo cuando esas tetas están llenas de leche. Luego por un parlante la voz de un idiota ruge: «¡Den una mano a las damitas, por favor!» O «ahora, señoras y señores, vamos a presentar a ustedes la más encantadora personalidad, recién llegada de Hollywood, la señorita Chlorine Duval del Casino de París». La tal Chlorine Duval es por lo general aerodinámica, con cara de ángel y una vocecita débil y aguda que apenas traspone las candilejas. Cuando abre la boca, ves que es medio imbécil; cuando baila, ves que es ninfomaníaca; cuando te acuestas con ella ves que es sifilítica.
Anoche fui al Hollywood Restaurant, una de esos colosales cabarets de esparcimiento en que te cobran un dólar y medio, sans vin, sans pourboire. Sin el menor entusiasmo observas una ristra de potrancas deslumbrantes, cincuenta o más, las rameras más espléndidas del país, vacías como una cáscara de maní quebrada. Es una especie de salón de baile enorme, donde miles de personas comen al mismo tiempo, tomando como condenados, tragando bebida como bestias. La mayoría de ellos están como petrificados, con ojos que parecen escapárseles de las órbitas. Generalmente son de edad algo avanzada, calvos, estúpidos. Acuden a oír sentimentaloides canciones populares cantadas por sirenas que ya están envejeciendo. Sophie Tucker, la nota sensacional de la velada, se refiere cantando a un maricón con el cual se casó por error. Cuando dice: «¡Que te rompan el traste!», él responde: «¡Ahí me las den todas!». Sophie está muy gorda ahora y tiene venas azules, engalanadas con brillantes de 36 kilates. La anuncian como «La última matrona judía de sangre caliente». Una variedad que Estados Unidos no produce más. Las nuevas son perfectas; altas, de cintura larga, pechos opulentos y cabezas huecas. Todas cantan con micrófonos, aunque sin ellos se las oiría exactamente igual. Hay un bullicio ensordecedor que, sin vino en el cuerpo, enferma y marea. Todas saben gritar. Les encanta. Se les desarrollan voces aguardentosas, duras, agrias, desvergonzadas. Hacen juego con las caras de bebés, los gestos automáticos, las acongojadas canciones de cuna. Una función colosal que debe costar una fortuna y lo deja a uno absolutamente frío, a pesar de los bustos excelentes que he mencionado hace un momento. Creo sinceramente que una pobre francesa enjuta y contrahecha que apenas tuviese una onza de personalidad sería la sensación. Tendría lo que los norteamericanos nombran siempre y nunca logran: tendría «ese algo». A Norteamérica le falta ese algo. Puedes pensar quizás que estoy amargado contra mi propia patria, pero que Dios me perdone si insisto en que ESE ALGO es lo que realmente le falta al país «Ellos» y «ese algo» van juntos, ¿me entiendes?
Y ahora, Joey, voy a contarte algo más de mis noches de soledad en Nueva York, la forma en que ando Broadway arriba y Broadway abajo, entrando en calles transversales y saliendo de ellas, mirando vidrieras y puertas, preguntándome siempre cuándo sucederá el milagro y si sucederá. Y nada pasa nunca. La otra noche entré en un salón de lunch al paso, un infame salón de la parte Oeste de calle 45, frente a la Blue Grotto. Un buen ambiente para «Los asesinos». Conocí algunos pájaros de cuenta bastante pendencieros, todos de cutis cetrino y de peludas cejas. Caras que parecen cráteres hundidos. Ojos dementes y taladrantes que lo perforan a uno y lo estudian como si fuese carne de caballo. Había unas cuántas putas de la Sexta Avenida junto con algunas de las coristas más sorprendentemente hermosas que has visto alguna vez. Una de éstas se sentó a mi lado. Era tan bella, tan fascinante, tan fresca, tan virginal, tan ofensivamente Palmolive en todos los aspectos que me dio vergüenza mirarla resueltamente a los ojos. Sólo le miré los guantes, que eran porosos, hechos de fina seda. Tenía cabello largo y trenzas sueltas ondeantes que le caían casi hasta la cintura. Estaba sentada en un taburete alto y pidió un sandwich minúsculo con un cafecito en un recipiente especial, que se llevó a su sitio para mordisquearlo con gran deleite. Al parecer, todos los tipos de avería la conocían: la saludaban muy familiarmente, pero respetuosamente. Podría haber sido «Miss América, 1935». Te aseguro que era un sueño. La miré furtivamente mediante el espejo. No se me ocurría pensar que alguien se acostase con ella como no poseyese una varita mágica. Tampoco podía suponer que hiciese de bailarina profesional. Ni la imaginaba capaz de comerse un enorme bife jugoso con hongos y cebollas. Ni yendo al cuarto de baño, a menos que fuese para aclararse la garganta con unos carraspeos. Me parecía imposible que tuviese vida privada. Sólo puedo figurármela posando para una tapa de revista, erguida perpetuamente con su cutis Palmolive y sin sudar jamás. Me gustan más los «gangsters». Estos chicos van a todas partes en aeroplano y trenes platinados y aerodinámicos, más ligeros que el aire, con aire acondicionado. Son los únicos que en Estados Unidos gozan de la vida, mientras se puede. Los envidio. Me gustan las camisas que usan, las corbatas chillonas y los cortes de pelo llamativos. Vienen fresquitos del lavadero y matan vestidos con lo mejor.
Lo contrario de esto es la vida suburbana. Manhasset, por ejemplo. La cuestión es descubrir la manera de pasar el tiempo los fines de semana. Los que no juegan al bridge inventan otras formas de diversión, como ver mediante agujeros en las paredes, mujeres desnudas entregadas a sus cosas íntimas, parejas dedicadas a un fregado sexual u otras cosas peores. Me llevaron al subsuelo de la casa de un importante director de agencia de publicidad y pasaron algunas escenas cinematográficas obscenas. No una película armada, sino pedazos de esto y de aquello, casi todo asuntos sucios. Ves una mujer echada en un canapé y un hombre que le pasa una mano por la pierna, hacia arriba; luego adviertes que el vientre se le estremece y entonces descubres que detrás de ella hay otro hombre que tiene los pantalones bajos y se lo está empujando. Después te pasan un primer plano de una vulva (una vulva y nada más) y observas cómo se abre igual que una ostra para tragarse el largo pene de un hombre que tiene en la cabeza un sombrero hongo. Una cosa detrás de la otra, sans suite. Luego los hombres suben y manosean a las mujeres. Les gusta desnudarse y bailar los fines de semana. Cambiar esposas. No saben qué hacer de sus vidas luego de una semana de trabajo intenso en la oficina. Por lo tanto, el auto, la botella de whisky, alguna vulva extraña, un artista si es posible. (Yo, por ejemplo, la pegué en grande porque «era tan original». A veces, cuando se te considera tan poco respetuoso de las convenciones sociales, es un aprieto verte obligado a rechazar un traste selecto —el de la esposa del dueño de casa, pongamos por caso, tamaño 59 y redondo como una cuba. La esposa de Larry, por ejemplo, es un hipopótamo en miniatura que se pone celosa si bailas con cualquiera de las muchachas lindas. Se va y se enfurruña).
Permite que te cuente ahora lo que un hombre inteligente de los suburbios inventó la semana pasada para hacernos un obsequio. Cuando todos estábamos bien bebidos sacó un disco hablado por el Príncipe de Gales. Tuvimos que escuchar a aquel encumbrado y poderoso potentado (que a la sazón tenía diecinueve años) diciéndonos lo que era el ideallll de los ingleses. No hace falta que te aclare, Joey, que se trataba de eso que conocemos tanto, el «juego limpio». Un inglés jamás te atormenta. No, señorrrr. Eran tres discos seguidos; sin duda tenía que ver con un aniversario importante o algo así. En mitad de la grabación me puse histérico y eché a reír. Reí, reí, reí. Todos echaron a reír, hasta el dueño de casa que, según descubrí después, se sentía muy ofendido. No, señor, un inglés nunca te atormenta. Se te duerme encima…
De acuerdo con Mademoiselle Bohy, la cual estoy de acuerdo en que tiene un trasero de caballo, ya no hay aquí más demanda de literatura francesa. Dice que los norteamericanos están desplazando a los franceses. La verdad es que ella se siente avergonzada de su propio país y procura convertirse en una norteamericana consumada. Me dijo: «Estados Unidos es país maravilloso para una mujer». Sí, pensé yo; para una vaca como tú que ya no tiene sex appeal… Este es el paraíso terrenal de los derechos de la mujer. Este es un matriarcado. Un matriarcado de matronas gordas y viejas que tienen bigotes en las barbillas, un matriarcado de narices azules y vaquillonas lisas como tablas. Las mujeres están mejor en países donde se las supone mal tratadas.
Anoche Jack Brent vino a Nueva York con su Packard aerodinámico. Me llamó desde su departamento en el Albemarle Hotel. ¡Habla el señor Brent! ¡Ahem! Levantamos una fulana en el camino y fuimos a cenar en Ticino. En la parte del sótano que da a la calle hay una mesa de billar en que los trabajadores se disputan un cierto alocado pozo común. Esto da atmósfera… para los artistas del Village que frecuentan el tugurio.
De todos modos, he aquí cómo iniciamos la cena la fulana, Jack y yo… Comenzamos con seis cócteles Martini; Brent insistió en que los trajeran todos juntos. Muy bien. Ahí estaban: los seis vasos mirándonos a las caras. Luego el menú. ¡Antipasto con biftec! ¡Aceitunas y macarrones! Mientras sorbíamos los cócteles, Brent pidió unas cuantas copas más, no fuera que nos quedásemos secos. Yo me aventuré a sugerir vino. Él dijo que… ¡más tarde! Muy bien. Pedimos tres «sidecars» y dos «oldfashioneds». Un surtido ruin. Yo sentía apetito. Eran más o menos las 9.30 p.m. Hasta ese momento, sólo apio. Los cócteles se nos subieron a la cabeza y dijimos un montón de idioteces de borracho a intervalos. (Por ejemplo, un largo discurso de Brent acerca de una carta que yo le escribí en 1924; una carta en que lo ofendí, a él, Jack Brent, el hijo de un millonario. Ahora le gusta la carta. La enseña a todos. Con orgullo a todo esto. Le gustaría que volviese a insultarlo un poco más… con tal de que lo hiciese delicadamente).
Cuando llegó la comida, pedí vino. Naturalmente, pedí vino tinto. A Brent no le gusta el vino tinto: dice que no sirve. ¡Cristo! Yo me preguntaba si vendrían más «sidecars» o alguna clase de mescolanza extraña. Pero no, llamó al mozo muy ostentosamente, recorrió la lista de vinos con la vista y se decidió por un Graves… ¡el mejor!; es decir, el de precio más alto. Dio la coincidencia de que era realmente bueno. Dejé los cócteles y los «sidecars» y me dediqué al vino. Al ver que me bebía toda una botella yo solo, Brent se enojó. Dijo que quería beber vino él también. Le serví un vaso. La mujer sólo bebió un poco y apartó el vaso. Nunca en su vida había bebido un vaso de vino bueno. Por último, llamé al mozo. Era un gringo inteligente y parecía tener buen gusto. Lo invité a beber un vaso con nosotros. Se sirvió un vaso bien lleno de Graves. Vi que Brent parpadeaba. Cuando pedía vino para mí, no lo hacía con el fin de que yo se lo metiese al mozo en el gañote. Pero en el gañote entró. ¡Hurra! Esto me animó un poco. Me gusta ser cordial con los mozos.
Luego del bife y las radichas, los macarrones, los «sidecars», los «gin fizzes», los whiskies amargos y qué sé yo qué otras cosas, tomamos algo de coñac. Brent quiso nada menos que coñac Napoleón. Ingerimos el coñac y fue como fuego. Estábamos parados sobre nuestras patas traseras, reculando para irnos. Yo extraje un billete de cinco dólares, pretendiendo partir con él la cuenta, pero me lo apartó. La cuenta salió 18,00 dólares. ¡Procura imaginarte lo que es eso…! ¡$ 18,00! Casi el sueldo de una semana. Estuvo fumando un cigarro durante toda la comida, y luego encendió otro, y cuando aquel se terminase, encendería otro con la punta del anterior. En fin, nos metimos en el Packard y emprendimos la marcha hacia Broadway. Las luces centelleaban como siempre y como siempre estaban maravillosas… y como siempre causan decepción cuando se está en medio de ellas. En el camino paramos en un bar, para beber una copita antes de atacar los salones de baile. Esta vez Brent hizo el pedido en francés. El barman, un irlandés gordo, lo miró con cara inexpresiva y preguntó en qué idioma estaba hablando. ¡Haz la prueba de pedir un «sidecar» en francés! O cualquier bebida fuerte. Bueno, pasado esto, descendimos unos escalones y nos encontramos en el Silver Slipper, donde según la propaganda no hay nada más que las coristas más hermosas del mundo para hacer los honores de la casa. Sí, hay mujeres medio desnudas, temblando a causa de la falta de clientes. Se iluminan eléctricamente en cuanto apenas uno entra. Entrar cuesta sólo veinticinco centavos de dólar. Salir cuesta más o menos 20.000 dólares. Anuncian «una pieza de baile por cinco centavos» y es bastante cierto, pero una pieza de baile dura alrededor de dos minutos o menos. La música no para nunca; apenas un pequeño knock knock cuando empieza una nueva melodía. Dando vueltas en la pista con una mujer cautivante no te das cuenta que se te pasan las piezas de baile. Es como el click de un taxímetro. De pronto, sin embargo, ella dice: «¿No quiere comprar otra tira de boletos?» Una tira cuesta un dólar y, como digo, la consumes en unos ocho y medio minutos. A veces te pasas sentado una pieza, mientras tu compañera bebe una Coca Cola o un Jugo de Naranja, o quizás come un pastelito de banana. Como ya sabes, siempre tienen hambre y sed. Y nunca están borrachas. La ley no permite que en estos locales se venda ni cerveza. Está prohibido a la muchacha sentarse contigo en la mesa, únicamente puede estar a tu lado en el mostrador. Tiene que sentarse en la baranda metálica y agacharse para sorber su licor. Maravilla que las dejen fumar… o fornicar. La que yo elegí me preguntó muy inocentemente para qué había ido y contesté: «Bueno, para echarme uno de ésos con una buena mujer, naturalmente». Fingió haberse ofendido mucho y empezó a alejarse. Le dije que se fuera. Pero en vez de irse, se me pegó como una liendre.
Bueno, luego de haber consumido unos ocho dólares de dinero de Brent, malgasté un par propios. Después me aburrí. Todas esperan que alguien se acueste con ellas, pero quieren antes un poco de comida, un paseito y supongo que después de eso les gusta recibir algo de dinero como si fuese un soborno que se les paga, y entre un poco aquí y otro poco allá, un poco aquí y otro poco allá, bueno, lo más fácil es que el día esté amaneciendo en el momento en que todavía estás tratando de quitarles los calzones.
Cuando salimos no recordábamos dónde habíamos dejado el auto. Siempre se lo tiene que estacionar a varias cuadras de Broadway, pues son tantos los coches puestos en fila. Dimos vueltas estúpidamente, recorriendo en ambos sentidos calles transversales en busca del Packard aerodinámico de Brent. Por último lo encontramos y cuando estábamos por acomodarnos dentro, apareció un vago con aires de matón que corrió en dirección a dos féminas que estaban recostadas contra una baranda. Sin decir agua le encajó un terrible puñetazo a una de ellas en la barbilla, le arrebató la cartera de las manos y vació el contenido en la calle. Luego le endilgó otro golpe para restablecer el equilibrio y se alejó. En este momento yo había trepado al auto. Me sentí nervioso e inquieto. Sin embargo, Brent, como un caballero, se agachó para levantar el dinero caído en el suelo. Después, con su máxima finura, se acercó a la mujer, le entregó el dinero y dijo: —Señora, ¿quiere que le pegue un golpe a ese tipo en su nombre? Lo haré si usted lo dice.
El individuo, a todo esto, ya casi estaba fuera de nuestro alcance. Como quiera que sea, la «señora» tomó el dinero, lo contó rápidamente y se puso a gritar: —¡Eh! ¿Por qué me hace esta porquería? ¿Dónde está el dólar que falta?
Brent se metió en el automóvil, puso en marcha el motor y entonces, en el preciso instante en que abría más el paso de la nafta, se asomó por la ventanilla y dijo, con toda su finura: —Señora… ¡vaya a hacerse dar por detrás! —le dijo.
Y nos alejamos.
Bueno, ésa fue la tercera de las noches más interesantes que he pasado aquí; ya podrás imaginar lo que fueron las demás. De las otras dos me he olvidado; pero sé que fueron tres. Joe acababa de llevarme a almorzar; estuvimos sentados tres horas o más, rememorando los días en que recorríamos a pie el Sur, juntos los dos. Me habló de una vez en que yo fui sacado de la estación ferroviaria de Jacksonville bajo amenaza reforzada con un caño de revólver, un incidente que tenía casi olvidado. Pero lo que recuerdo vívidamente (y recordaré toda mi vida) es el puntapié en el traste que me dieron cierto día en que yo estaba durmiendo en un banco del parque, en Jacksonville. ¡Nunca se lo perdonaré a la ciudad de Jacksonville! ¡Aún me duele el culo!
Bueno, estas reminiscencias sirven únicamente para hacerme recordar que debo decirte que aquí todo es igual y que llevaría una vida de perro si tuviese que depender de Estados Unidos para la inspiración. La razón de que te escriba esta larga carta es que hace diez días que no he podido escribir un solo renglón. Nueva York lo aplasta a uno. No se puede respirar. No es el ruido ni el polvo, el tráfico ni el gentío; es la espantosa chatura, fealdad, monotonía y uniformidad de todo. Las paredes te oprimen. Una es igual que otra y no hay anuncios de Pernod Fils, de Amer Picon, de Suze, de Marie Brizard ni de Zigzag. Están peladas y, en el caso de los rascacielos, son como enormes vías de ferrocarril paradas, que resplandecen metálicas, rectas como un pedestal rectangular; paredes interrumpidas por millones de ventanas, iluminadas aquí y allá como registros de órganos. Cuando caes bajo la influencia de un rascacielos es un maelstrom el que te atrapa. El viento se arremolina en torno a la base del edificio y falta poco para que te levante en vilo. Tú estás de pie contemplando boquiabierto esos edificios noche tras noche, semidivertido, semidisgustado, semiamedrentado, y dices «nuestro esto», «nuestro aquello», luego de lo cual te metes en una cafetería y pides un sándwich de jámón y una taza de café liviano y piensas en los ratos estupendos que no has pasado.
Te conté que pensaba escribir la parte final de un libro que se llamaría «Yo; el ser humano». Bueno, escribí unas seis páginas y abandoné. Tenía la sensación de no ser ya un ser humano. Soy apenas un bípedo, un animal que come y duerme. «Comio y dormio», como dicen los judíos. «Dormio bien», oyes que uno dice en la calle. O de pronto es un tipo que le dice a una mujer, a la plena luz del día, en la esquina de la 45a y Broadway: «Voy a decirte ahora lo que debes hacer; Rosa… El sábado te vas a casa y te limpias bien, bien». ¡Así, eso mismo! ¿Pero qué es, entonces, el que anda por ahí: amigo o enema?
El otro día me aventuré a hacer una visita al teatro del Radio City. Joe durmió a pierna suelta toda la función. Tal vez esto ya te lo he contado; lo de los pulpos gigantescos que flotan sobre un velo de gasa mientras tres mil coristas bailan el Liebestraum a una milla de distancia. Colosalmente colosal. El teatro propiamente dicho es magnífico, la última palabra en arquitectura moderna. Apenas toses se ventila… automáticamente. Por termostato. Una temperatura media de 22°C. invierno, primavera o verano. No se fuma. No se fuma en ningún sitio, salvo en los teatros de varieté. Lo más que puedes hacer es tirarte un pedo. Y, como dije antes, aun esto es inmediatamente evaporado por el aparato accionado a termostato… En el vestíbulo hay un pedazo de mosaico hecho por no sé quién, donde aparecen las musas. Han agregado tres o cuatro nuevas a las originarias. Nueve, entre ellas una de la Ingeniería, una de la Salud y otra de la Publicidad. Créase o no, querido. Todas las mañanas a las nueve y media en punto, el mismo speaker de radio anuncia el mismo aparejo de pesca vendido en Newark, Nueva Jersey, por un hombre que hace cañas de bambú y exactamente el preciso aparejo ideal con una hermosa red que se entrega gratuitamente con sólo recortar el cupón de página 24 del Ladies’ Home Journal última columna y no olvide que el número de teléfono es Weehawken 238745 gentileza de la Genuine Diamond Watch Company, está escuchando el gong, marcará exactamente la media hora, son ahora las nueve y media en punto, hora oficial de la costa del Atlántico.
Bien, mañana presentaré solicitud para el pasaporte y donde dice «¿por qué quiere visitar Francia?» contestaré, como hice la vez anterior, «por placer», o tal vez ponga: «Porque quiero volver a ser un ser humano». ¿Qué tal? Confío empezar mi próximo libro en el barco. Comenzará con mi vida en Nueva York de hace ocho o nueve años, iniciándose en el Orpheum Dance Palace la noche en que tenía 75 dólares en el bolsillo por primera vez en mi vida y decidí que eso me permitía una oportunidad y me la tomé. Lo voy a escribir con tanta sencillez y honestidad que mis nietos, si llego a tenerlos, lo puedan apreciar. Un relato largo, largo, y mi intención es consignar todos los detalles. Tengo por delante el resto de mi vida.
Llegaré en el «Champlain», a menos que te avise otra cosa. No he ganado un solo centavo, no he tenido un ápice de reconocimiento. Este es el país más grande que Dios ha hecho. Sobre todo el Gran Cañón. Uno de los dones más fantásticos dispensados a la humanidad es el chocolate escarchado con leche de Horlick. O el hermoso retrete de hombres de la Estación Pensilvania.
¿Si estoy contento de irme? No, contento, no; deliro. De ahora en adelante, ¡estará el 13° «arrondissement»!
Este es uno de esos días neoyorquinos increíbles en que te quedas en casa porque andas sin un cobre y llueve. Si la suerte te acompaña, como a mí, tienes un amigo que se llama Joe O’Reagan y se queda contigo y pinta a la acuarela mientras tú te impacientas y echas chispas. Lo esencial, cuando estás en Estados Unidos, es que siempre debes obedecer a la ley. Toma, por ejemplo, la máquina Conroy para romper botellas. Esta máquina, que se vende a 125 dólares f.o.b. dique o depósitos, te permite mantenerte dentro de la ley y al mismo tiempo eludir el peligro de cortarte una muñeca. Rompe botellas de licor con el simple accionar de la palanca de la parte superior; de ese modo, si allanan tu casa agentes de la policía federal, encontrarán que todas tus botellas están perfectamente bien rotas de acuerdo con la última ley idiota y te salvarás de una multa o un año de cárcel. Al lado justo de la Conroy Bottle Breaking Machine Company está el restaurante Suke-Yaki, que te ofrece comida japonesa a 65 centavos por cabeza. En la puerta puedes hacerte lustrar los zapatos por un negro que aboga por la paz. Lo anuncia: «Paz Mundial» en el cajoncito de sus útiles. No por eso cobra más la lustrada.
Un poco más allá está el «Rincón de los Poetas», un lúgubre local del Village donde se sientan poetas comunistas a mascar la grasa que se forma en una taza de clarucho café grasoso. Ahí es donde se fabrican los grandes poemas de América del Norte. Un poco más allá, en la misma calle, los venden a diez centavos cada uno. Puedes leerlos antes de comprarlos, pues están convenientemente clavados en el cerco, ahí en la esquina de la Plaza Washington y la Calle Thompson. La mayoría están escritos con lápiz y firmados por el autor, quien se rasca mientras tú lees. «¡Compre un poema, por favor!» dice con voz alegre. Por supuesto, si llueve no hay mercado. Entonces tienes que ir directamente al Rincón de los Poetas, en el sótano, a unas puertas más acá del antiguo hotelucho de June Mansfield, en la calle 3a, donde solían congregarse «los jóvenes perversos». Debo reconocer que los pintores están un poco mejor. Sacan treinta y cinco o cincuenta, y hasta setenta centavos por un óleo. No tienen miedo a la lluvia, pues como sabes, el aceite y el agua no se mezclan.
¿Así que preguntas por qué te endilgo toda esta bazofia? Quieres conocer los precios de fantasía que se pagan por «Esquire», «Vanity Fair», etc. ¡Bueno, pregunta! Ningún poeta tiene cabida jamás en «Vanity Fair» ni en «Esquire». Estos órganos están reservados exclusivamente para hombres viriles como Hemingway y Joe Schrank. Son revistas de HOMBRES. Otra ventaja de estas revistas es el maravilloso sistema de cañerías que conducen a publicaciones afiliadas como Harper’s, Vogue, Atlantic Monthly, etc., etc. Es como subir en un tranvía abierto y pedir combinación. O como pasar de un sueño húmedo a otro y despertarte completamente fresco. Todo esto tiene que ver con lo que ahora te estoy por contar; es decir, con la forma de tratar a las serpientes. Debes saber que a Joe O’Reagan, cuando era niño, le daba fuerte por las serpientes. Vivía con su padre, Moncure, en un lugar de Virginia. De esto hablábamos los dos sentados en el bar de McElroy, de la calle 31a, donde, después de la medianoche, puedes bailar con algunas de las más hermosas borrachas habituales que nos mandan de Irlanda. En la acera de frente al local de McElroy está el Hebrew National Restaurant, donde puedes ver la foto ampliada de una cena ofrecida por Lou Siegel a sus compañeros de juego Eddie Cantor, George Jessel, Al Jolson y los otros conocidos comediantes de extracción judaica. Para tu información, esto viene a ser justo en frente del Hotel Wolcott, actualmente famoso gracias a mi capítulo titulado «La sastrería», dedicado a la memoria de mi viejo y sus difuntos compinches: Corse Payton, Julian L’Estrange, Tom Ogden, Chucky Morton, y otros. El efecto de pasar por el Wolcott y mirar en dirección al Hebrew National, donde Eddie Cantor algo ampliado contempla con ojos de loco a George Jessel, no puede menos de considerarse horripilante. Esto es lo que ha ocurrido a la vieja y buena calle 31a en el transcurso de una generación.
Pero, como digo, Joe y yo hablábamos de conchillas. Había unas cuantas de estas pechinas vacías en mi mesa escritorio cuando llegamos anoche. Entramos bastante faltos de fondos y descorazonados; y tuvimos que perder tiempo mirando un baile enfrente, en el Carroll Club. Los sábados de noche los obreros de la vecindad improvisan un baile; elegantes jóvenes de la West End Avenue y del Bronx concurren en sus limousines acabadas de pintar y se refriegan con las chicas detrás de las persianas que no obstruyen del todo la visión y a nosotros nos permiten contemplar desde el piso 23 de nuestra pequeña casa de departamentos. En Nueva York la pobreza está en gran escala, como todo lo demás. Por detrás de esta horrible pobreza se yerguen la esperanza y el coraje de 120.000.000 de tarados e idiotas que lucen el tatuaje de la doble águila del N.R.A. (National Recovery Administration - Administración de la Ley de Recuperación Nacional). Detrás de esto se yerguen las botellas vacías que la Conroy Bottle Breaking Machine romperá por tu cuenta con lo mismo o menos que se paga por sepultarlas en tierra común. Por detrás de esto se yergue el piel roja que fue despojado y privado de todos sus derechos y que hoy está aburrido con sus enormes fundos y pozos de petróleo, y que pide a gritos ser tratado como si fuese blanco.
Llovía, como digo, y Joe y yo estábamos parados en la cigarrería de Whelan mirando cómo otros nos miraban. Esta es la esquina de la estación que forman las calles 33a, Avenida 6a y Broadway. Bajo el elevado se erguía una figura extraña: un joven, vestido con pantalones de basto paño de algodón y camisa azul de seda, con un pañuelo rojo al cuello y un enorme sombrero en la bocha, inclinado por supuesto. Parecía esperar que parase la lluvia. Los dos, Joe y yo, teníamos en total 75 centavos y no sabíamos si trabar conversación con el juvenil cowboy o no. Por último le silbamos, y vino, denotándose sorprendido y receloso. Dijo que se había quedado dormido y, por lo tanto, llegó de Holyoke, Massachusetts, donde estaba el circo, y que era entrenador de perros pomeranos o algo así. Tenía en un bolsillo un par de espuelas de hierro, que nos enseñó bastante ufano. Explicó que las rodajas eran un poco romas, pero podían afilarse fácilmente. Agregó que deseaba llegar a la estación Grand Central, a fin de dar con la Sociedad de Ayuda a los Viajeros. Contó que era aquella la ciudad más grande en que había estado… tal como si pudiese haber en el mundo otra media docena de ciudades igual de grandes o aun mayores. Le preguntamos si le gustaba Nueva York. Manifestó que no podía decir nada porque sólo hacia media hora que había llegado y lo que buscaba era salir de allí. Lo llevamos al Mills Hotel, le dejamos pago el hospedaje por la noche y le indicamos cómo tenía que hacer para llegar al ferry de mañana.
Luego que nos separamos de él se me ocurrió pensar que aquélla era la experiencia más interesante que yo había tenido aquí. Un bello ejemplar de muchacho, como suele decirse, de hablar cautivante, un animal atontado que se extravió del redil. Toda Nueva York poseída y regida por los impetuosos avaros judíos: un frío martilleo sobre tu cabeza de día y de noche; edificios horrendos, arrogantes edificios que te empujan de vuelta hacia el concreto; luces que parpadean locas, roja para detenerse, verde para seguir; trajes en todas las vidrieras y un par de pantalones gratis si optas por esto… sanforizados, además, y que Dios me explique lo que esto quiere decir. Recuerdo que tomamos su sombrero «de diez galones», lo tocamos, le calculamos el peso, lo enrollamos, lo agregamos, nos lo probamos, miramos la etiqueta, preguntamos el precio, etc., etc. Aquel hombre y aquel sombrero representaban para mí un valor mayor que toda Nueva York; es decir, que toda la maldita ciudad y lo que significa… aun envuelta en papel celofán. Teníamos frente a nosotros otro de nuestra especie, un animal atontado, perdido y extraviado, que caminaba a pesar de la lluvia, que describía zigzags bajo el elevado, que esquivaba taxis, con su camisa azul desabrochada en el pecho, el cabello húmedo y brillante, la figura esbelta, sus diecinueve años, los músculos de acero, ojos como los de un ciervo, manos duras, pantalón azul, los bolsillos cortados al sesgo. ¡Que me caiga muerto si no lo envidié! Regresaba directamente a Tennessee, donde todo era campo y no habría más circo. De mañana los vagos holgazanes le quitarán con artimañas hasta el último centavo y en una esquina contemplará impotente el ferry que le indicamos que tomase. Se llamaba Self. Will Self [1]. Deseo que lo recuerdes. Es un magnífico nombre norteamericano. Me trae un distante recuerdo del «Ego y Uno Mismo», una abultada y gruesa exposición de anarquismo que leí en Chula Vista cuando me empeñaba esforzadamente por llegar a ser un vaquero yo también… sólo que las chinches no me dejaron.
Así, pues, estando sentados en el bar de McElroy, Joe empezó a recordar: Miami y el terrible tornado de 1927 o 28, apenas pasada la época de prosperidad. Me hablaba de una individua con quien había fornicado en la playa, debajo de un bote de remos, durante el ciclón. Justo cuando estaba a caballo encima de ella acudieron los voraces y alados insectos mordedores de Miami, llamados «de un galón» (una especie de mosquito muy abultado), y éstos se pusieron a clavarle las pinzas en el traste. Habló luego de la salida del sol en Cayo Hueso y a las formas de las nubes, una detrás de otra, grandes, en forma de globos, algunas como Buffalo Bill, otras como Sitting Bull, y todas de colores violentos. Estábamos de pie bajo una lámpara de arco voltaico en St. Petersburg, retiro de ancianos, y súbitamente se pusieron a picarnos los mosquitos, millones y millones de ellos. Disputamos un partido de golf a diecinueve hoyos, con los mosquitos que nos perseguían. Luego divagó sobre las diáfanas primaveras que surgen de la nada, los peces que comen en tu mano vistos a través de los botes con fondos de cristal. (¿Esto te recuerda un poco a Blaise Cendrars?) Mejor aún, cuando haces un agujero para que salga el agua, el agua desaparece y nadie sabe adónde va. El St. Johns es el único río de Estados Unidos que corre de sur a norte, es decir, cuesta arriba. De ahí que Ponce de León…
Pero fue estando con el viejo Moncure, cuando vinieron hacia el norte rumbo al Madison Square Garden, cuando Joe descubrió lo de las serpientes. Viajaban entonces con la feria. Y Joe dice (y yo acepto su afirmación) que las serpientes han sido molestadas de tal modo desde tiempo inmemorial, que cuando se las trata con un poco de ternura responden muy cariñosamente. Lo que Joe hacía comúnmente era dejar que corriese una coralina por su manga derecha, hacerla pasar por la espalda del chaleco y bajar luego por la manga izquierda, para darle entonces de comer un huevo crudo. (Pregunté si no se acostumbraba descascarar el huevo antes, pero Joe me contestó que no). De todos modos, la coralilla sabe si un huevo está bueno o no. No le puedes dar un huevo en mal estado. Es limpia esa serpiente. No come basura, como los chinos herejes. No, señor. De cuando en cuando recurre al canibalismo, pero sólo teniendo mucha hambre. Lo que debe hacerse, cuando se pone así, es colocarle una coralilla joven, una cadet, en la misma celda. No pongas dentro una rata, pues la rata es capaz de matar a la serpiente. Joe acostumbraba esperar a que la serpiente grande engulliese a la pequeña. Cuando aquélla tenía sus mandíbulas clavadas firmemente en el cuello de esta última, Joe sacaba su navaja de bolsillo, cortaba un aro en torno al cuello de la serpiente menor y, mientras la grande la mantenía firmemente sujeta, le arrancaba la piel. Cuando das un huevo crudo a uno de estos reptiles, tienes que ofrecérselo en la cuenca de tus cinco dedos, como si fuese una taza. Esto encariña a la serpiente contigo, o a ti con ella. Una vez que ha tragado el huevo, la serpiente escupe la cáscara. Creo que esto es la parte más maravillosa de lo que pasa con el huevo. Imagínate el festín. Primero traga el huevo entero, luego lo aplasta, después lo digiere y finalmente escupe la cáscara. Se me ocurre que cualquier hombre que quiera sinceramente hacerse amigo de una serpiente debería tomarse el trabajo de descascararle el huevo. O cocérselo a medias, por lo menos: Son pequeñas delicadezas que hasta una serpiente aprende a reconocer. Con mayor motivo desde que la serpiente no tiene otra manera de agradecértelo que poner los ojos en blanco.
Vas viendo que la paso fantásticamente bien en Nueva York. Como el otro día, por ejemplo, cuando fui a visitar el escenario de mi niñez, en Paradise Point. Tuvimos que ir y volver, comer, beber, darnos una ducha, todo en cinco y media horas. Hay un poco más de ciento sesenta kilómetros hasta Paradise Point. Apenas tuve tiempo para dar un rápido vistazo a la bahía, Peconic Bay, decir muy bien, orinar un poco, recoger algunos cangrejos muertos, y acomodarme de nuevo en el asiento trasero descubierto. Así se hacen las cosas en Norteamérica. Aun las cosas sagradas, tales como explorar El camino de Swann. Y ahí me tenías, cien por ciento Proust, recordándolo todo anticipadamente, tembloroso de los pies a la cabeza y traspirando, y de pronto estábamos allá, ¡así talmente! y ¡pim! como un relámpago, en marcha otra vez. Aquí es donde voy a presentar un nuevo punto de vista sobre el recuerdo y la niñez. Lo extraño de toda la excursión es esto: ¡que el lugar me pareció mejor aún, después de treinta y cinco años, que entonces! Debe ser uno de esos sitios que obedecen a la ley de Frankel: reviven más bellos, más maravillosos. Se rejuvenecen con el tiempo. Siendo yo niño, para mí aquello era simplemente la bahía Peconic, y además unas cuantas hermosas conchas de mar. Ayer o anteayer fue Capri, el Mediterráneo, Mallorca, Chipre, lo que quieras. El milagro es que nadie viene aquí. Los judíos no lo han descubierto. No hay más casas que hace treinta y cinco años. Ni más habitantes. Ni más criaderos de patos, ni granjas de ninguna otra clase. Algo raro y extraño hay en esto. Sobre todo en Norteamérica, donde las cosas crecen y se agrandan tanto de la noche a la mañana.
(Interrupción: Joe está tan emocionado con su acuarela, que pinta en las rodillas. Sólo nos ha quedado un pedazo de papel y trabaja afanosamente en el margen. Está reproduciendo un rincón de mi cuarto, que te mandaré por correo de tarifa reducida).
Y ahora, antes de abandonar el tema de Paradise Point, quiero contestar una pregunta que formulaste acerca de mi defecación. Si hay sangre, etc. De esto hablábamos esta mañana Joe y yo, cuando salimos para desayunar. Joe dice que no debemos prestar mayor atención a la materia fecal. Tenemos que despreocuparnos de eso. Dice que los naturales de Formosa pasan a veces tres y cuatro días sin hacer de cuerpo. Cuando sienten ganas, lo hacen. Lo hacen mediante la simple constricción de los intestinos, según explica Joe. Agrega que no necesitan ir al baño con regularidad. Lo que no es expelido inmediatamente, lo absorbe el organismo. El organismo lo necesita, o, de lo contrario, lo hubiese evacuado. Esto es una especie de lógica que yo respeto, que puedo entender. En el acto me siento mejor. No quiero decir que sufra estreñimiento. No, lo que me pasa es que tengo una rajadura o abertura en el conducto anal debida a lo delicado de las membranas. Luego de visitar al doctor Larsen y de que él me puntee las arterias con un aparatito, ya no me ocurre nada en absoluto, no sufro pérdidas de sangre ni siento mareos. Pero tengo que verlo cada seis meses más o menos para que repita el procedimiento. Supongo que terminaré teniendo por dentro una especie de estuco. A prueba de sangre y a prueba de fuego.
Joe acaba de terminar su acuarela del rincón de mi cuarto. Dice que está un poco fuera de perspectiva. También es un poco fraudulenta, pues no ha reproducido muy bien mi cuadro de una matriz. Ha puesto en cambio un florero con acianos azules. Dice que no le gusta pintar matrices; se pone nervioso. ¿Sabes que yo le hice poner marco a la matriz? Ignoraba que hubiese pintado una matriz hasta que vino el doctor Larsen y me lo explicó. Yo creí que estaba haciendo un autorretrato, o que lo había hecho. Pero no, el doctor Larsen me señaló los cuernos de la matriz y agregó: «tiene que haberlo copiado de mi viejo libro de anatomía». Larsen es de esos tipos que todo lo ven en términos científicos. Si vamos a un restaurante alemán, demuestra su tacto hablando de todo el cianuro que cabe en un bolsillo, y explicando que con esa cantidad había suficiente para matar a Hitler y toda su camada. Cosas como ésta son las que hacen que el mozo nos vea con buenos ojos.
Varias horas de interrupción mientras ejercitamos las piernas caminando con la intención de «encontrar una cara amiga», alguien que nos preste un cuarto de dólar o medio dólar para comer. En este país no hay botellas de vino vacías que puedas devolver y te las paguen. Cuando te quedas sin un cobre, vale más que salgas y te ahorques. Y ahora, con el estómago un poco más encogido, voy a contarte algunas cosas acerca de Norteamérica…
Estoy pensando en lo bueno que es estar en la tierra y gozar justamente de salud, tener excelente apetito y todos tus dientes. Si alguna vez vuelvo a este país, me saltaré tranquilamente Nueva York e iré a las afueras despobladas donde no hay más que gente ignorante y adorable. Los intelectuales me dan cuatro patadas, igual que los artistas, los comunistas y los judíos. Nueva York es un acuario (quizás esto ya lo he dicho antes) donde no hay más que salamandras acuáticas, lombrices, viscosos meros de dientes sobresalientes, tiburones con peces pilotos a proa y a popa. Miras por las paredes de cristal y ves los monstruos abotagados navegando. De cuando en cuando ves una carpa, un esteostoma, o quizás un fice. Alguna vez un pez-payaso. Pero casi siempre son las salamandras, las babosas, y las morenas viscosas y resbalosas que se enroscan por las grietas de las rocas y se lamen sus propias colas. Cuando vas a la cafetería de Stewart, los ves entrando en muletas, casos de parálisis infantil que comen como un remero de bote. Grandes judi-peces de bocas que parecen fases de luna y tragan repollos enteros y el vómito seco que se ofrece gratis en el mostrador de los bocadillos gratuitos. Atravesando la calle 31a ves el National Jewish Book Concern (Librería Nacional Judía), donde hay títulos como «Lo que hizo Danielito», cuentos para niñitos judíos. O «Platos kosher modernos»: comidas que cumplen las leyes judías respecto de dietas. O «El mensajero del ghetto», donde se ve a Sol Slivovitz repartiendo mensajes de Western Union en el lado Este de la ciudad. O «Cohen llega antes que nadie». O «Por qué soy judío», por un judío. O «La ciudad sin judíos»… ¡que me la enseñen! O «Chistes judíos», de Harry Hershfield… recopilados en «La Vieja Salamería».
Esto me trae a la memoria la Playa de Seidler… Fue así… Todo el día habíamos estado en el campo comiendo y bebiendo, en la granjita del señor Richard. El señor Richard es un gentil con quien Boris y Cronstadt se pusieron en contacto previamente. Es decir, a fin de acampar en el terreno del señor Richard y hacer su picnic allí debieron simular interés en comprarle la granja, por lo cual deseaban saber si podría desocupar la propiedad en unos diez días, digamos. Como quiera que sea, cuando empezó a oscurecer comenzarnos a descender en dirección al océano. Yo no tenía la más mínima idea del sitio en que estábamos, ni me importaba saberlo. Recuerdo que pasamos por New Brunswick sumidos en un estupor semibeodo, admirando su fascinación seudomedioeval. Lo que recuerdo a continuación es la Playa de Seidler y un gran casino dentro del cual no había nadie. Se veía el Océano Atlántico, millas y millas de extensión. Era ya de noche y yo estaba caminando por el paseo entablado de la orilla del mar, en un sentido y otro, a fin de quitarme de la cabellera el intelectualismo… Viene a ser esto, Joey. Toda la tarde estuvieron dándome la lata con la «lógica racial», un tema nuevo que Boris ideó después de su regreso de Alaska. Se trata de… enloquecerse. Toda la tarde estuvo quejándose porque yo no me vuelvo loco en vida, sino sólo en mis escritos. Le dije que no quiero enloquecerme… todavía. Él replicó que tengo que aprender a vivir solo y separado. Le contesté «todavía no». Después todos nos quedamos dormidos corriendo por Red Bank, Skeonk y lugares del este. Paramos en seco frente a un poste de telégrafo y bajamos para mear. Había allí una encantadora pareja vieja que atiende una casillita donde expenden gaseosas y qué sé yo cuantas cosas. Sacamos las botellas de whisky y pedimos hielo y agua seltzer. La mujer, que a todo esto es imbécil, dijo que no tenía miedo de morir sola porque «quiero que me lleven pronto». Esto llamó poderosamente la atención de Boris, y por tal motivo demoramos en emprender el trayecto final hasta la playa de Seidler. Nadie sabe por qué se eligió la playa de Seidler; así se decidió y nada más. La pareja de ancianos procura a nuestros nervios un gran descanso con su manera de ser idiotizada; nos trajeron aspirinas y Bromo Seltzer que mezclamos con el whisky y soda. Lo que procuro decirte, Joey, es lo espléndido que resulta ir a ponerse bajo las estrellas, sacudirse las telarañas del pelo, no oír nada, oler agua salada y mordisquear un fice. Muy tonificante y refrescante… viniendo después de la «lógica racial».
El casino de la playa de Seidler es limpio como diente de perro. Se advierte también claramente que no somos deseables… moi non plus, parce qu’avec ces gens-là pourquoi pas. On me prend pour un sale juif aussi. ¿Me entiendes? Advierto muy bien la indiferencia, pero a fin de no darme por enterado pongo una moneda de cinco en la ranura y mientras suena la música, me alejo displicentemente hacia el paseo entablado de la rambla aspirando hondas bocanadas de aire del océano. Dejo por cuenta de los otros pedir las cosas para el festín. A fin de demostrar que han viajado mucho piden tres botellas de Macon —del bueno— y cuando llega bien frío a la mesa lo devuelven para que lo calienten un poco. Hacen preguntas acerca de la comida, si es buena o no, porque no transigen más que con lo mejor. Además, necesitan conocer el nombre de la camarera. Arreglado todo esto, Cronstadt con su manera juguetona se presenta como un poeta y Boris es un editor. En cuanto a mí, también se deja sentado que soy alguien, sólo que no oigo o finjo no oír, pues no deseo que se me confunda con poetas ni editores de esa calaña. La comida es una mezcla de lógica racial y repollo rojo. Boris habla de lógica racial y contactos. Cronstadt ríe de tal modo que le resbalan lágrimas por la cara. No sé por qué están riéndose en esa forma. Noto que la camarera nos mira con ojos que echan chispas: compruebo que no somos gratos. De pronto Jill se acuerda de que no había hecho pis desde que estábamos en la casa del señor Richard, en vista de lo cual sale a la playa y se pone en cuclillas en la arena. Fuera se ven las estrellas y hay balandras y fragatas ancladas, junto con las dragas y los cazasubmarinos. No puedo creer que frente a mí haya tres botellas de Macon. Teniendo esas tres cordiales botellas que me miran a la cara debería estar en Francia; en cambio, estoy con tres judíos locos que hablan de lógica racial y repollos rojos. Supongamos ahora que yo estuviese con tres gentiles: por ejemplo, Emil Schnellock, Joe O’Reagan y Bill Dewar. Y supongamos que todos hubiésemos aprobado satisfactoriamente los exámenes de la escuela elemental. ¿Piensas que con tres botellas de Macon delante nuestro y las olas que rugían en las rompientes afuera, bajo el cielo estrellado, pasaríamos la noche hablando de lógica racial y repollos rojos? ¡Yo, no! Me figuro que a esta hora estaríamos cantando, y tal vez un poco después saldríamos a mirar las estrellas. Me figuro que si hubiésemos sido tres gentiles, habría habido una pared de almejas de un metro de altura todo a lo largo del frente oceánico y las almejas nos cantarían todas con sus corazones traspasados de dolor. Imagino lo mejor y lo peor, pero no lógica racial.
¿Vas formándote una imagen bien clara de Estados Unidos? Si no, limpiaré el objetivo. Córrete un poco atrás ahora y escucha esto…
A las espaldas de la ciudad de Nueva York hay un vasto paisaje que se extiende hasta el Pacífico. Lo posee una cadena de tiendas que se llama Atlantic and Pacific Tea Company. Esta empresa emplea mano de obra irlandesa, y como el verde es el símbolo de la nacionalidad irlandesa, deben estar verdes también ellos. Todo a lo largo de la Carretera Lincoln hay casillas con sándwiches de chorizos Frankfurter dentro de las casillas. Cargas nafta cada ciento cincuenta kilómetros más o menos, según sean las características de tu auto. Cuando llegas a Albuquerque, te encuentras con los montes de mezquite y salvia; hay mesetas y planicies y espinacas frescas si las deseas. Estas provienen de huertas del Valle Imperial, junto con los melones gigantes y los racimos de uvas silvestres. De noche oyes los coyotes; de mañana son campanas de fábricas y la cuadrilla de presidiarios encadenados entre sí. A uno y otro lado del Misisipí, que baja directamente por la mitad de Estados Unidos, están los dominios de los búfalos, donde en el crepúsculo cowboys con camisas de seda y sombreros «de diez galones» entonan canciones serranas… para la radio. Más al sur tropiezas con los Ozarks, en mitad de los cuales está el Mena, el colegio universitario de trabajadores. Una vez en Utah te desvistes y flotas en el Mar Salado. Pegas unos cuantos saltos y luego emprendes el camino hacia el oeste, en dirección al desierto Mojave, donde no hay más que luz de luna y cactos. De cuando en cuando te cruzas con el espectro de un búfalo, o el tiro de veinte mulas que trae el bórax. En Needles bajas y hierves un huevo en la arena. Luego retrocedes hacia Yuma, porque es un lindo nombre, y tiritas. Por último llegas a Ciudad Imperial, que floreció en los días de Roma antigua, cuyos vestigios todavía puede ver el turista que se aparta de la senda trillada y sigue el camino de los muros coloreados por la hiedra, que forman el baluarte de la antigua ciudad, que según algunos fue fundada antes de los días de Roma por descendientes del perdido continente Mu, que se pronuncia Mieux. Todavía pueden hallarse restos de esta perdida raza en la ciudad de Tulsa, donde se los descubrió gracias a las excavaciones para pozos de petróleo y pequeñas letrinas. El tulsano verdadero todavía habla con una especie de click-clack, como en los días de antaño.
(Aún sigo esperando que alguien me llame por teléfono y me invite a cenar. No es más que la 1.30 a.m.).
El tiempo vuela y el Veendam no parte hasta el viernes. Tengo un camarote de la parte superior, que comparto con otros tres caballeros. Si son norteamericanos, estará muy bien; si son holandeses, será una pena. Pero, según me dicen, el desayuno holandés es bueno, y me levantaré temprano todas las mañanas, a esperar que llame la campana. Hay ahora en Nueva York doce hombres y una mujer que saben que yo soy un genio. Esto me lo ha informado Cronstadt. Los genios tienen que comer y beber: confío que estos doce hombres y una mujer lo recuerden. Y espero que tengan una mesa bien puesta esperándome cuando desembarque. Me gustaría volver a la Villa Seurat inmediatamente y sentarme en la mesa ahora mismo. Mañana será tarde. Mañana ya habré comido. Ahora tengo hambre y ¡Cristo! si ser un santo implica pasar hambre, yo estoy decidido a dejar de ser un santo. Hubo un hombre que se murió el otro día… de inanición. Según parece, tenía dos estómagos, y era mucho trabajo mantenerlos llenos los dos. No pudo con la tarea. También hubo una mujer que tenía el estómago boca abajo; después que se lo enderezaron subió a la montaña rusa para probarlo. Yo tengo un estómago pequeño que se está empequeñeciendo más y más. Confío poseer genialidad bastante para mantenerlo lleno con regularidad, y nada más. Confío estar pronto sentado frente a un plato de «squangeels», que es una cena costera norteamericana compuesta por caracoles, veneras, ostras, almejas, camarones, frituras de cordero, migas de pan, salchicha de hígado, sauerbraten, cebollas, ensalada de lechuga romana, aceitunas negras, apio, huevos de paloma, mollejas, picadillo de hígado de pollo, la clara de un huevo y abundante mostaza.
No se debe dejar que el genio muera de inanición completamente. Debe estar medio muerto, tres cuartos. Sólo necesita un poco de alimento para llenar las alforzas de su panera, pero lo necesita desesperadamente. En este preciso instante el resultado de la lucha está indeciso. Me siento igual que una vieja chalana luego de haber sido escariada y calafateada. Me siento tal si como aún sirviese para más de un viaje, pero me han blanqueado y me estoy secando al sol. Dicen que nos volvemos místicos cuando estamos muriéndonos de hambre; pero yo me vuelvo práctico y astuto. Tan taimado y astuto me volví hace unos momentos, que bajé y le pedí prestados veinticinco centavos de dólar al mandadero del hotel. Le pedí veinticinco centavos y me dio un dólar. ¡Esto demuestra la clase de genio que yo soy! Pero no quiero, Joey, que te preocupes al leer esto, pues cuando lo leas, yo estaré en alta mar, donde me entregaré de lleno al desayuno holandés y la ginebra holandesa. Estaré caminando por la cubierta de popa entre bocadiIlo y bocadillo, y estoy seguro que no faltará un latero caminando a mi lado y contándome la historia de su vida. Estaba esperanzado en empezar mi nuevo libro a bordo, pero tuve miedo de traer la máquina de escribir, no sea que me quieran cobrar derecho de importación. De todas maneras, lo he comenzado mentalmente. Lo sé de pe a pa, del principio al fin. Y esta vez estoy convencido que saldrá de mí como el vino de la boca del tonel. Tengo la intención de escribir concéntricamente, lo cual me permitirá la máxima libertad sin aniquilar la ilusión de movimiento y progreso. Viajaré sin entromperios y despacharé todo el equipaje delante, por American Express. Eso quiere decir que se van al cuerno el análisis y la introspección, la lógica racial y el surrealismo, la forma y el estilo. Lo que quiero contar es tan humano que hasta un perro podría contarlo. Ya que yo estoy un grado por encima del perro en habilidad lingual, tardaré, por supuesto, un poco más en la narración; pero el tema es el mismo. Es la cuestión de estar solo en la tierra y casi siempre hambriento, hambriento no tan sólo de comida y sexo, sino de todo. Estoy buscando en mi vida un ojo de buey que corra paralelamente a mí y se hunda despacio, como una goleta de cuatro palos en un vendaval. Dejaré que cada uno diga lo que desee y tarde lo que le dé la gana. Espero comer y dormir en el libro, y cuando quiera mear lo haré; en el libro mismo. Todo lo pensé una noche caminando arriba y abajo por Broadway en medio de la multitud. Era tan grande el gentío que se arremolinaba a mi alrededor, que de pronto me di cuenta de que estaba completamente solo y me agradó sentirme rozado por codos extraños, empujado, pisado, escupido, etc., etc. Vi con mucha serenidad el capítulo inicial, tal como si de pronto hubiese cesado todo el ruido y no hubiese más que una enorme luz verde. ¡Tránsito libre! Y esa luz brillaba en mi libro. Era la señal para avanzar; y avancé a todo vapor. Pude recordar cuanto quise recordar… y sin que le faltase ningún filamento ni soporte. Ahora no me falta más que empezar diciendo: ¡Hola! Aquí me tienen. ¿Qué tal ustedes? Lo demás sigue como cosa de cajón. Es la historia de mi vida, la cual descubro que no tiene fin. El milagro sería que a uno se le ocurriese escribir acerca de cualquier otro. ¡La vida propia! Una vorágine con un agujero en el centro. Justo cuando estás escribiendo la última página te sientes atraído, sorbido, hacia abajo… ¡y ahí tienes tu propia vida! Bueno, yo estoy descendiendo junto con mi vida propia; y no permito qué nadie intente arrojarme un salvavidas. ¡Que me arroje ahora unas comidas! Y que ponga un poco de salsa en las patatas. Hasta a los genios gusta la salsa con la carne. No digo Worcestershire Sauce ni Yorkshire Pudding; apenas un poco de salsa negra, ligeramente agria, y si tiene un Kartoffelklösse que le sobre, tírelo junto con las patatas. (¿He escrito bien Kartoffelklosse esta vez? No hagas caso de las diéresis; eso se corregirá después. Ahora toca el turno a los budines de pasta rellenos de fruta o carne y a la salsa negra).
Maison Gérard es un restaurante del viejo mundo en la calle 33ª, justo enfrente del Correo. El interior es algo así como un manicomio, sólo que mignon. Todo es mignon, inclusive las salivaderas. En todo se ha escupido y todo ha sido lustrado con un trapo grasiento. A los fondos del restaurante hay un jardín estilo viejo mundo que tiene columpios, hamacas paraguayas, mesas de ping-pong, mecedoras, poltronas y todos cuantos chismes fue imposible meter a la fuerza en el salón. Todo de pésimo gusto, pero adorablemente mignon. El propio Monsieur Gérard me acompañó a recorrer el establecimiento, por si yo buscase una pensión en mi próxima visita a Estados Unidos. Como digo, Maison Gérard tiene un poco de esa cualidad cálida, íntima, atrayente de los manicomios. Hay platitos provenientes de un bistrot de Ménilmontant, paraguas del año pasado, una máquina de coser Singer, un piano Haynes modelo 1903, cojines para los gatos, etc. La comida es loca también, aún más loca que el toilet, que acaba de ser renovado. Es justamente el sitio ideal para comer en él un día frío de invierno, y acomodarse para leer Voyage au Bout de la Nuit. Madamé Gérard, la esposa del patrón, se parece a Madame Bonat de la Maison Bonat de la calle 31ª, igual latitud e igual longitud. Es decir, que ambas son inválidas y se tambalean un poco. Las dos son mordaces y mercenarias, con esa agradable sonrisa artificial del verdulero que sabe lo que son cebollas. Apenas dejan de hablar aparece la sonrisa como una luz eléctrica. Es la sonrisa del comercio francés, y me encanta.
Caminando por la Octava Avenida después de cenar volví a tener la misma impresión de la ciudad que tuve un día estando de pie en la terraza del edificio Empire State. Este sector de la ciudad está tomado de Metropolis, o sea que ya está un poco fuera de moda. Millones y millones de ventanas, bloques de juguete que entran uno dentro del otro, como un decorado de película. Sólo cuando subes a lo alto de un rascacielos puedes ver el humus de los cuales se ha creado este fantástico mundo de bloques para armar. Bajando la vista hacia los techos de los sucios edificios de ladrillos rojos podrías perfectamente imaginar que Nueva York era una isla que sobrevolaron interminables bandadas de aves migratorias. Toda la ciudad parece estar cubierta de liga. Todo lo viejo tiene un pórtico y columnas corintias. Las iglesias católicas, tales, por ejemplo, como la de San Antonio, parecen las heces de una novena estirada: todo frente y bigote, con deudos acongojados que suben los escalones que conducen al altar. Las sinagogas parecen baños turcos; son por lo general iglesias luteranas abandonadas, en cuyas ventanas hay vitraux. Yo he dado muchas vueltas por los mercados de pescado, las morgues y los asilos. Me gustan los hospitales de la ribera, todos provistos de solanas montadas sobre andamios de hierro, que recuerdan vagamente los sueños de Mantegna. Sólo que éstos son sueños a prueba de incendios.
Ahora te voy a contar la forma en que un genio encuentra diversión en una ciudad como Nueva York. Uno camina hacia el norte hasta encontrar la calle 42a, que ahora está convertida en una letrina pública. En una misma cuadra hay cinco salas de varieté, judías todas, hasta una de negros y blancos. Entre una y otra hay locales en que se expenden sándwiches, otros con máquinas monederas y algunos en que se ven películas a quince centavos cada film. Son películas especiales para quince centavos, con artistas de quince centavos, todos tarados de baja estofa que tienen limpios los corazones y te miran directamente a los ojos. La función es continuada desde las ocho de la mañana a la media noche; se desarrolla ante tu vista como una marea de caca. Todas estas salitas de cine fueron en un tiempo cines buenos; ahora se llenan de chinos, italianos, polacos, lituanos, judíos, croatas, finlandeses, etc. Muy de cuando en cuando un idiota norteamericano al cien por ciento oriundo de Gallup o Terre Haute. En el baño leí esto: «Mate a Hitler y salve a los judíos. Entre en la marina judía y lleve cerdo a Jerusalén». Debajo hay un anuncio de Wrigley Brothers, cuyo último renglón dice: La mejor goma desde que empezó el mundo.
Saliendo de uno de esos antros la otra noche me tropecé con Jack Kweller, de Playa Brighton. Jack Kweller era en otro tiempo uno de mis mejores mensajeros de la Western Union. Estaba convertido en un gordo más monstruoso que antes, y llevaba un gorrito puntiagudo con la propaganda de un salón de bailes de categoría infame. En otros términos, era uno de esos individuos que, a la puerta de un local, esperan que entres y te tiran de la manga si no lo haces. Cuando le dije que todos estos años había estado en París, me preguntó inmediatamente: —¿Viste a Henri Barbusse?
Tuve que confesarle que no lo había visto en persona y pareció sorprenderse. Dijo que había conocido a Barbusse en el John Reed Club. En el acto se puso a hablar de antropología, la cuestión femenina, el suicidio de la raza, la prostitución, la dialéctica marxista, etc., etc. Me dijo que cuando salió de Western Union había aprovechado bien el tiempo. Hasta los días que sobrevino la crisis estuvo fabricando juguetes. Me acordé del inocente Jack Kweller de los días en que las varietés del Olympic florecían en Tammany Hall. Entonces era acomodador y, a cambio de una propina, daba un asiento en las primeras filas. Luego, un día, me llevó a un lado y me pidió que le consiguiese un puesto de mensajero, lo cual hice. Y resultó ser un excelente mensajero. Trabajaba en el turno de la noche: siete días por semana, doce horas por día, por $ 17,50 dólares semanales. Con esto logró ahorrar un poco y ponerse a hacer juguetes. Más tarde se hizo experto en antropología, etnología, ciencia política, sociología, economía, etc., todas esas materias inútiles que lo hacen prosperar en la vida… siempre que no sobrevenga una crisis. Podría agregar: materias judías todas ellas. La ambición de todo judío industrioso y que se aprecie es ser miembro de la Escuela de Ciencias Sociales, del Club John Reed o de la Escuela Rand, o, mejor aún, de los tres a un mismo tiempo. Esto le permite conocer mundo y lo mantiene au courant, con agua caliente y fría siempre en la canilla… ¿Me entiendes? Este Jack Kweller, siempre que va al automático para ahorrarse diez centavos, lleva consigo un libro, y durante el tiempo en que está de pie como un caballo en el pesebre, ronza su ciencia política junto con el pan rancio y la salsa de tomate. Un judío puede leer un grueso volumen mientras camina por la calle, sobre todo si es una obra erudita, y todas las obras eruditas, como sabes, son abultadas.
Bueno, la cuestión es que al despedirme de él me dio su tarjeta, para que con ella pudiese ir al Bann Box, a sentarme y beber bebida barata a sesenta y cinco centava el vaso y quizás encontrar una belleza de las Follies de Ziegfield con que bailar. El Bann Box es un pequeño local situado encima de una cochería, en una de las calles oscuras de los costados. Una vez que entras te es difícil salir. Al penetrar, yo sabía que no llevaba dinero suficiente para sentarme y tomar una compañera de baile. Pero me gusta entrar a ver esos sitios. En resumen, penetré animado y vivaz, y adopté el aire más alerta (!) de que soy capaz; me acerqué al mostrador y muy inocentemente pregunté al barman si podía informarme qué era de la vida de mi viejo amigo Jack Kweller. El hombre me señaló un tipo que tenía aspecto de matón y, tal como en el acto supuse, debía ser el encargado de sacar de malas maneras a los clientes que amenazaban con portarse mal. Adopté el aire de un hombre que dispone de dinero y con esto no me fue difícil mantener la cara seria. Pregunté a este segundo individuo por mi viejo amigo Jack Kweller. Agregué que había estado ausente unos diez años, que había vivido en Alaska, y todos esos cuentos. Dije que quería transmitir un mensaje que para Jack me había dado en Alaska un viejo amigo de él, que allí se dedicaba a lavar oro. La respuesta inmediata fue que a Jack Kweller podía encontrarlo parado a la puerta del salón. Agradecí el dato muy cordialmente y agregué que iría a buscar a mi amigo y lo llevaría allí en cuanto tuviese franco. El matón dijo que sería una gran idea y, tomándome del brazo, me condujo al mostrador y me invitó a beber una copa a cuenta de la casa. Fingí buscar mi cartera en los bolsillos, pero él se demostró irreductible y tuve que desistir. Pero entonces le pregunté si bebería una copa conmigo. Por suerte entró alguien en ese momento y tuvo que rechazar mi ofrecimiento apresuradamente. De aceptar, me las hubiese visto negras. Quizás hubiese tenido que ir al cuarto de baño y tratar de escapar por la puerta del fondo o cosa parecida. De todas maneras, Joey, éstos son los momentos en que un poco de arrogancia y fanfarronería viene bien. ¡Aparentar como Dios manda! Míralos directamente a los ojos y hazte el inocente. Di siempre que has estado en Alaska o en Tahití. Yo dije Alaska porque no tenía la piel tan quemada como para haber estado en Tahití diez años. Para esto tuve que pensar velozmente; es decir, lo que sería veloz para un judío.
Caminando por Broadway advertí lo apestada que estaba de putas la calle. No las viejas trotonas del 1908 o 1910, sino jóvenes que no llevaban medias y eran delgadas, esmirriadas, pizpiretas, con tiras de piel de mono o de zorrino en torno a los cuellos. Salen andando a saltitos de las calles transversales, con un cigarrillo entre los labios, y se quedan un momento mirando aturdidas la Vía Apia en los dos sentidos. Te contemplan fijamente, no simpáticamente ni invitándote con insinuaciones sexuales o sensuales, sino con esa mirada taladrante e impertinente de los faroles de acetileno que se ven en las vías de noche. Las mujeres norteamericanas tienen una única manera de mirar, sean prostitutas o duquesas. Las europeas tienen mil. La de las norteamericanas es siempre la misma: la luz de un proyector buscahuellas que te rocía la espina dorsal y no da calor. Que habla de dinero contante, velocidad y condiciones sanitarias. Borracha o no borracha es igual. No es el sexo; es la luz de un potente aparato oculto en el lóbulo posterior del cerebro, un poco apenas por encima de la médula oblonga. Es como una caja de música que funciona metiendo una moneda, como un aparato de ranura que automáticamente entrega goma de mascar, como un medidor de gas, londinense. Sueltas la moneda, el mecanismo se pone en marcha, se producen una pequeña sacudida y algunos movimientos, un ronroneo y se enciende la luz; ésta permanece encendida el tiempo necesario para que leas lo que allí está escrito, y se apaga de nuevo. No pienses que se te acercan y te piden que vayas con ellas. ¡Oh, no! Están ahí de pie en la penumbra de la salida de artistas de un teatro y de pronto, apenas te divisan, saltan hacia delante, caminan con tu mismo paso, se te aproximan poco a poco, siempre en sentido paralelo y delante de ti, hasta que las tocan tus brazos y luego tus caderas, y cuando los dos se han frotado bien, como dos gatos en una calleja perdida, dejan que abras la boca y ofrezcas un precio, todo sin dejar de caminar, todo como si no pasara nada, con caras de hastiadas, indiferentes, frías como el cemento, andando sobre sus tacos de goma con firme paso norteamericano como si algún día tuviesen que llegar a algún lugar, y por qué no me invitas a tomar algo ahí al doblar la esquina, ¿no?, bueno adiós y que te pudras.
Desde que estuve aquí por última vez todo se ha rejuvenecido, inclusive las rameras. El precio es joven. Llevan las viejas al matadero y sacan arneses, correas y manijas de cuero. Broadway es para la juventud, en lo que a mujeres se refiere. Los hombres pueden ser de edad, calvos, gordos, amorfos, bizcos, torcidos, acosados por las bilis, reumáticos, asmáticos, artríticos… ¡pero las mujeres tienen que ser jóvenes! Tienen que ser jóvenes, frescas, resistentes, duraderas, como los edificios nuevos, los ascensores nuevos, los autos nuevos, los cuchillos y tenedores de acero inoxidable que nunca se gastan y se mantienen tan afilados y eficientes como las hojas de plata Gorham. Broadway está llena de abogados y políticos de mandíbulas prominentes y ojos linces, todos vestidos elegantemente, con cuellos blancos almidonados, la corbata precisa, el más moderno bolsillo superpuesto. Todos lucen su arruga en el pantalón y zapatos muy bien lustrados. Ninguno lleva sombrero del año pasado, con crisis o sin ella. A ninguno le falta un pañuelo limpio, bien lavado y envuelto en papel celofán timbrado. Cuando el peluquero te cepilla el pelo, tira el cepillo para que lo fumiguen y envuelvan otra vez en celofán. El pañuelo que se ponen al cuello es enviado inmediatamente al lavadero, y viaja por tubos neumáticos que lo entregan la mañana siguiente. Todo es servicio de veinticuatro horas, sea o no necesario. Tus cosas vuelven tan rápidamente que no tienes tiempo de ganar el dinero requerido para pagar el servicio que no te hace falta. Si llueve te haces lustrar los zapatos de todos modos, porque el lustrado lo protege contra las manchas de la intemperie. Te acicalas a la ida y a la vuelta. Estás metido en la máquina de hacer salchichas y no tienes manera de salir; a menos que tomes un barco y vayas a cualquier otro lugar. Aun entonces no puedes estar seguro de que todo el asqueroso mundo no se norteamericanice al cien por ciento. Es una enfermedad.
Todo esto me lleva de vuelta a la gran novela norteamericana, Of Time and the River, que ahora se anuncia en todos los ómnibus de la Quinta Avenida. Esta es una de esas grandes novelas norteamericanas que siempre se anuncian pomposamente como la gran novela norteamericana, pero que sea como sea queda olvidada al cabo de un mes o cosa así porque las piezas del andamiaje están tan podridas que se deshacen. Igual que todas las demás novelas norteamericanas, ésta es tan sólo una manera de llenar espacio. Time and the River (El tiempo y el río) está perdida en el espacio. Hay tres dimensiones, pero falta la cuarta. Es una Comédie Humaine en que figura Hannibal, estado de Misurí, como centro vital. Prolifera como prolifera el cáncer. No arde, eructa, ruge, sisea, despide vapor, se incendia ni hace humo. Empieza, como empiezan todas las grandes novelas norteamericanas, en el dedo grueso del pie y sigue hacia arriba. Cuando está viajando por la tibia, quedas perdido. Te pierdes en los folículos de ese vello superfluo que las mujeres norteamericanas están siempre arrancándose de las piernas y los brazos. Un libro realmente grande empieza en el diafragma y prosigue hacia fuera. Comienza en forma vital y termina en forma vital. Es vital de cabo a rabo. La arquitectura no resulta de un deseo de llenar espacio, sino porque el hambre y la fe exigen un edificio, un testimonio, un símbolo concreto y lugar de reposo. Tal vez soy injusto con este gran autor norteamericano: reconozco que sólo leí unas cuarenta páginas. Pero en cuarenta páginas un hombre o su alma —si la tiene— debe haber apartado la hojarasca y entrado de lleno en el tema. Es verdad que había protuberancias emocionales; pero eran como frescos abotagados que uno capta por el rabillo de un ojo mientras corre una maratón. En resumidas cuentas, demasiado maldecidamente genealógico para mi gusto. Detesto todos los libros que exponen las cosas cronológicamente, que empiezan con la cuna y terminan con la sepultura. Ni aun la vida procede así, por mucho que la gente lo crea. La vida sólo empieza en la hora del nacimiento espiritual, que puede ser a los dieciocho o a los cuarenta y siete años. Y la muerte jamás es la finalidad… ¡sino la vida! ¡más vida! Alguien debe tirar una horquilla en este río de tiempo-espacio que los norteamericanos han creado: debe hacerse que los ríos corran hacia arriba, a contrapelo. ¡Como el Río St. Johns! En este país, con la misma rapidez con que se crean ríos nuevos, se construyen diques para contenerlos; para hacerlos trabajar, para que produzcan. Necesitamos una inundación, y sólo entonces habrá cieno con qué trabajar. No necesitamos novelas genealógicas ni la historia del continente norteamericano vista a través de los ojos de la familia suiza de los Robinson. Alguien tiene que tirar una llave inglesa en la maquinaria. Yo creo, Joey, que soy el tipo capaz de hacer que los ríos corran cuesta arriba. Se lo debo al búfalo norteamericano, al piel roja, a las sombras de Moctezuma y Quetzalcoatl. A fin de cumplir esta tarea, ya me he cortado la cabeza. Voy a caminar calle abajo, preferiblemente Broadway, con la cabeza en una mano y todas las cañerías principales del gas eructando un hedor dulce. Andaré con la cabeza en las manos y miraré las cosas astrológicamente. Ya me siento más ligero, más elástico, más alegre. Tal vez deje la cabeza en la Villa Seurat y me concrete a caminar por Broadway con el resto de mi cuerpo. Llevaré el libro conmigo, un gran libro de hierro enganchado en mi cinturón. En él registraré cosas extrañas. Seré el supremo sacerdote de la gran novela norteamericana que por primera vez desde los albores de la creación correrá cuesta arriba… ¡y mande por favor algunos lindos jamones de Westfalia a Jerusalén!
Acabo de recibir una carta de Julieta, quien pregunta: «¿Por qué no nos buscaste antes? ¿Por qué vives permanentemente en París? ¿Por qué tienes que salir el 14 de julio? ¿Por qué sigues expatriado?» Tengo ganas de contestar esa carta aquí mismo y ahora mismo. Y ahí va, Joey…