La novela que le envió a Bubis desde Icaria se llamaba La ciega. Tal como cabía esperar, esta novela trataba sobre una ciega que no sabía que era ciega y sobre unos detectives videntes que no sabían que eran videntes. Desde las islas no tardaron en llegar a Hamburgo otros libros. El Mar Negro, una pieza teatral o una novela escrita en parlamentos dramáticos, en la que el Mar Negro dialoga, una hora antes del amanecer, con el océano Atlántico. Letea, su novela más explícitamente sexual, en la que traslada a la Alemania del Tercer Reich la historia de Letea, que se creía más bella que las diosas, y que finalmente fue transformada, junto con Óleno, su marido, en una estatua de piedra (esta novela fue tachada de pornográfica y tras ganar un juicio se convirtió en el primer libro de Archimboldi que agotó cinco ediciones). El vendedor de lotería, la vida de un lisiado alemán que vende lotería en Nueva York. Y El padre, en la que un hijo rememora las actividades de su padre como psicópata asesino, que empiezan en 1938, cuando el hijo tiene veinte años, y terminan, de forma por demás enigmática, en 1948.

En Icaria vivió algún tiempo. Luego vivió en Amargos. Luego en Santorín. Luego en Sifnos, en Siros y en Miconos. Luego vivió en un islote pequeñísimo, al que llamaba Hecatombe o Superego, cerca de la isla de Naxos, pero en Naxos no vivió nunca. Luego se marchó de las islas y volvió al continente. En aquella época comía uvas y olivas, grandes olivas secas cuyo sabor y consistencia eran similares a los terrones. Comía queso blanco y queso curado de cabra que vendían envuelto en hojas de parra y cuyo olor podía esparcirse en un radio de trescientos metros. Comía pan negro muy duro que había que reblandecer con vino. Comía pescados y tomates. Higos. Agua. El agua la sacaba de un pozo. Tenía un balde y un bidón como los que usan en el ejército, que llenaba de agua. Nadaba, pero el niño alga había muerto. Nadaba bien, no obstante. A veces buceaba. Otras veces se quedaba solo, sentado en las laderas de las colinas de matojos bajos, hasta que anochecía o hasta que amanecía, él decía que pensando pero en realidad sin pensar en nada.

Cuando ya vivía en el continente se enteró, leyendo un periódico alemán en una terraza de Missolonghi, de la muerte de Bubis.

Tánato había llegado a Hamburgo, ciudad que conocía al dedillo, mientras Bubis estaba en su oficina leyendo un libro de un joven escritor de Dresde, un libro ferozmente humorístico que lo hacía sacudirse de risa. Sus carcajadas, según la jefa de prensa de la editorial, se escuchaban en la sala de espera y en la oficina de los administrativos y también en la oficina de los correctores y en la sala de juntas y en el cuarto de los lectores y en el baño y en la habitación que hacía las veces de cocina y repostero y hasta llegaban a la oficina de la mujer del jefe, que era la más alejada de todas.

De pronto, las carcajadas cesaron. Todo el mundo en la editorial, por una causa o por otra, recordaba la hora, las once veinticinco de la mañana. Al cabo de un rato, la secretaria golpeó la puerta de la oficina de Bubis. Nadie le respondió. Temerosa de molestarlo decidió no insistir. Poco después intentó pasarle una llamada telefónica. Nadie levantó el teléfono en la oficina de Bubis. Esta vez la llamada era urgente y la secretaria, tras golpear varias veces, abrió la puerta. Bubis estaba agachado, entre sus libros artísticamente esparcidos por el suelo, y estaba muerto aunque su cara daba impresión de contento.

Su cuerpo fue quemado y esparcido en las aguas del Alster. Su viuda, la baronesa, se puso al frente de la editorial y declaró su nula intención de poner ésta en venta. Nada se decía sobre el manuscrito del joven autor de Dresde, el cual, por otra parte, ya había tenido problemas con la censura en la República Democrática.

Cuando terminó de leer, Archimboldi volvió a leer toda la noticia un vez más y luego la volvió a leer por tercera vez y luego se levantó temblando y se fue a caminar por Missolonghi, que estaba lleno de recuerdos de Byron, como si Byron no hubiera hecho otra cosa en Missolonghi que caminar de un lado a otro, de una posada a una taberna, de callejón en plazuela, cuando era bien sabido que la fiebre no le permitía moverse y que el que caminó y vio y reconoció fue Tánato, que además de venir a buscar a Byron hizo turismo, pues Tánato es el más grande turista que hay sobre la tierra.

Y luego Archimboldi pensó si convendría enviar una tarjeta a la editorial con el pésame. E incluso imaginó las palabras que en esa tarjeta escribiría. Pero luego le pareció que nada de aquello tenía sentido, y no escribió nada ni mandó nada.

Más de un año después de la muerte de Bubis, cuando Archimboldi había vuelto a vivir en Italia, llegó a la editorial el manuscrito de su última novela, titulada El regreso. La baronesa Von Zumpe no la quiso leer. Se la dio a la correctora y le dijo que la preparara para publicarla al cabo de tres meses.

Luego envió un telegrama al remitente que venía en el sobre que contenía el manuscrito y al día siguiente tomó un avión con destino a Milán. Del aeropuerto se fue a la estación con el tiempo justo para coger un tren a Venecia. Por la tarde, en una trattoria del Cannaregio, vio a Archimboldi y le entregó un cheque que sumaba el anticipo por su última novela y los derechos de autor generados por sus antiguos libros.

La cantidad era respetable, pero Archimboldi se guardó el cheque en un bolsillo y no dijo nada. Luego se pusieron a hablar. Comieron sardinas a la veneciana con rodajas de sémola dura y bebieron una botella de vino blanco. Se levantaron y caminaron por una Venecia muy diferente de la Venecia invernal y nevada que habían disfrutado en su último encuentro. La baronesa le confesó que desde entonces no había vuelto.

—Yo llegué no hace mucho —dijo Archimboldi.

Parecían dos viejos amigos a los cuales no les hace falta hablar demasiado. El otoño, benigno, recién empezaba y para conjurar el frío sólo era necesario un suéter ligero. La baronesa quiso saber si Archimboldi aún vivía en el Cannaregio. Así era, respondió Archimboldi, pero ya no en la calle Turlona.

Entre sus planes estaba el marcharse al sur.

Durante muchos años la casa de Archimboldi, sus únicas posesiones, fueron su maleta, que contenía ropa y quinientas hojas en blanco y los dos o tres libros que estuviera leyendo en ese momento, y la máquina de escribir que le regalara Bubis. La maleta la cargaba con la mano derecha. La máquina la cargaba con la mano izquierda. Cuando la ropa se hacía un poco vieja, la tiraba. Cuando terminaba de leer un libro, lo regalaba o lo abandonaba en una mesa cualquiera. Durante mucho tiempo se negó a comprar un ordenador. A veces se acercaba a las tiendas que vendían ordenadores y les preguntaba a los vendedores cómo funcionaban. Pero siempre, en el último minuto, se echaba atrás, como un campesino receloso con sus ahorros. Hasta que aparecieron los ordenadores portátiles. Entonces sí que compró uno y al cabo de poco tiempo lo manejaba con destreza. Cuando a los ordenadores portátiles se les incorporó un módem, Archimboldi cambió su ordenador viejo por uno nuevo y a veces se pasaba horas conectado a Internet, buscando noticias raras, nombres que ya nadie recordaba, sucesos olvidados. ¿Qué hizo con la máquina de escribir que le regaló Bubis? ¡Se acercó a un desfiladero y la arrojó entre las rocas!

Un día, mientras viajaba por Internet, encontró una noticia referida a un tal Hermes Popescu, a quien no tardó en identificar como el secretario del general Entrescu cuyo cadáver crucificado había tenido ocasión de contemplar en 1944, cuando el ejército alemán se batía en retirada de la frontera rumana. En un buscador norteamericano encontró su biografía. Popescu había emigrado a Francia tras la guerra. En París frecuentó los círculos de exiliados rumanos, en especial a los intelectuales que por una u otra causa vivían en la orilla izquierda del Sena. Poco a poco, sin embargo, Popescu se dio cuenta de que todo aquello, según sus propias palabras, era un absurdo. Los rumanos eran visceralmente anticomunistas y escribían en rumano y sus vidas estaban destinadas a un fracaso apenas mitigado por unos débiles rayos de luz de orden religioso o de orden sexual.

No tardó Popescu en encontrar una solución práctica. Mediante movimientos hábiles (movimientos dominados por el absurdo) se introdujo en negocios turbulentos en los que se mezclaba el hampa, el espionaje, la Iglesia y las licencias de obra. Llegó el dinero. Dinero a manos llenas. Pero siguió trabajando. Manejaba cuadrillas de rumanos en situación irregular. Luego húngaros y checos. Después magrebíes. A veces, vestido con un abrigo de pieles, como un fantasma, iba a verlos a sus cuchitriles. El olor de los negros lo mareaba, pero le gustaba. Estos cabrones son hombres de verdad, solía decir. En su fuero interno esperaba que ese olor impregnara su abrigo, su bufanda de satén. Sonreía como un padre. A veces hasta lloraba. En sus tratos con los gángsters era distinto. La sobriedad lo caracterizaba. Ni un anillo, ni un colgante, nada que refulgiera, ni la más mínima señal de oro.

Hizo dinero y luego hizo más dinero. Los intelectuales rumanos iban a verlo para que les prestara dinero, tenían gastos, la leche de los niños, el alquiler, una operación de cataratas de la señora. Popescu los escuchaba como si estuviera dormido y soñando. Todo lo concedía, pero con una condición, que dejaran de escribir sus odiosidades en rumano y lo hicieran en francés. Una vez fue a verlo un capitán mutilado del 4.º cuerpo de ejército rumano, que había estado bajo las órdenes de Entrescu.

Al verlo llegar Popescu saltó como un niño de sillón en sillón. Se subió encima de la mesa y bailó una danza folclórica de la región de los Cárpatos. Hizo como que orinaba en una esquina y se le escaparon unas cuantas gotas. ¡Sólo le faltó retozar en la alfombra! El capitán mutilado trató de imitarlo, pero su minusvalía física (le faltaba una pierna y un brazo) y su debilidad (estaba anémico) se lo impidieron.

—Ay, las noches de Bucarest —decía Popescu—. Ay, las mañanas de Piteshti. Ay, los cielos de Cluj recuperada. Ay, las oficinas vacías de Turnu-Severin. Ay, las ordeñadoras de Bacau. Ay, las viudas de Constantza.

Después se fueron tomados del brazo al apartamento de Popescu, en la rue de Verneuil, muy cerca de la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes, en donde siguieron hablando y bebiendo y el capitán mutilado tuvo ocasión de hacerle un resumen pormenorizado de su vida, heroica, sí, pero repleta de adversidades. Hasta que Popescu, secándose una lágrima, lo interrumpió y le preguntó si él, también, había sido testigo de la crucifixión de Entrescu.

—Estaba allí —dijo el capitán mutilado—, huíamos de los tanques rusos, habíamos perdido toda la artillería, faltaba munición.

—Así que faltaba munición —dijo Popescu—, ¿y estaba allí?

—Allí estaba yo —dijo el capitán mutilado—, luchando en el sagrado suelo de la patria, al mando de unos pocos desharrapados, cuando el cuarto cuerpo de ejército se había reducido al tamaño de una división, y no había intendencia ni exploradores ni médicos ni enfermeras ni nada que evocara una guerra civilizada, sólo hombres cansados y un contingente de locos que cada día iba creciendo más y más.

—Así que un contingente de locos —dijo Popescu—, ¿y estaba allí?

—Allí mismo —dijo el capitán mutilado—, y todos seguíamos a nuestro general Entrescu, todos esperábamos una idea, un sermón, una montaña, una gruta resplandeciente, un relámpago en el cielo azul y sin nubes, un relámpago improvisado, una palabra caritativa.

—Así que una palabra caritativa —dijo Popescu—, ¿y estaba allí esperando esa palabra caritativa?

—Como agua de mayo —dijo el capitán mutilado—, yo esperaba y los coroneles esperaban y los generales que aún seguían con nosotros esperaban y los tenientes imberbes la esperaban y también los locos, los sargentos y los locos, los que iban a desertar al cabo de media hora y los que ya se marchaban arrastrando sus fusiles por la tierra seca, los que se iban sin saber muy bien si se iban rumbo al oeste o al este, rumbo al norte o al sur, y los que se quedaban escribiendo poemas póstumos en buen rumano, cartas a la madrecita, esquelas mojadas en lágrimas para las novias que ya no iban a ver más.

—Así que cartas y esquelas, esquelas y cartas —dijo Popescu—, ¿y también le dio la vena lírica?

—No, yo no tenía papel ni pluma —dijo el capitán mutilado—, yo tenía obligaciones, yo tenía hombres bajo mi mando y tenía que hacer algo aunque no sabía muy bien qué hacer. El cuarto cuerpo de ejército se había detenido alrededor de una propiedad rural. Más que una propiedad, un palacio. Yo tenía que acomodar a los soldados sanos en los establos y a los soldados enfermos en las caballerizas. En el granero acomodé a los locos y tomé las medidas oportunas para prenderle fuego si la locura de los locos sobrepasaba la locura misma. Yo tenía que hablar con mi coronel e informarle de que en aquella gran propiedad rural no había alimento alguno. Y mi coronel tenía que hablar con mi general y mi general, que estaba enfermo, tenía que subir las escaleras hasta el segundo piso del palacio para informar a mi general Entrescu de que la situación no daba para más, que ya se olía a podredumbre, que lo mejor era levantar el campo y dirigirnos hacia el oeste a marchas forzadas. Pero mi general Entrescu a veces abría la puerta y otras veces no contestaba.

—Así que a veces contestaba y a veces no contestaba —dijo Popescu—, ¿y él fue testigo presencial de todo esto?

—Más que presencial, fui testigo auditivo —dijo el capitán mutilado—, yo y el resto de los oficiales de lo que quedaba de las tres divisiones del cuarto cuerpo de ejército, estupefactos, asombrados, perplejos, algunos llorando y otros comiéndose los mocos, algunos lamentándose del cruel destino de Rumanía que por sacrificios y méritos debería ser el faro del mundo y otros comiéndose las uñas, todos desanimados, desanimados, desanimados, hasta que finalmente ocurrió lo que se presagiaba. Yo no lo vi. Los locos superaron en número a los cuerdos. Salieron del granero. Algunos suboficiales se pusieron a construir una cruz. Mi general Danilescu ya se había ido, apoyado en su bastón, y acompañado de ocho hombres había emprendido al alba la marcha hacia el norte, sin decir una palabra a nadie. Yo no estaba en el palacio cuando sucedió todo. Me hallaba en los alrededores junto con algunos soldados preparando unas defensas que nunca se usaron. Recuerdo que cavamos trincheras y encontramos huesos. Son vacas infectadas, dijo uno de los soldados. Son cuerpos humanos, dijo otro. Son terneros sacrificados, dijo el primero. No, son cuerpos humanos. Sigan cavando, dije yo, olvídenlo, sigan cavando. Pero allá donde cavábamos aparecían huesos. Qué mierdas pasa, bramé. Qué tierra más extraña es ésta, comenté a gritos. Los soldados dejaron de cavar trincheras en el perímetro del palacio. Oímos una algarabía, pero estábamos sin fuerzas para ir a ver qué pasaba. Uno de los soldados dijo que tal vez nuestros compañeros habían encontrado comida y lo estaban celebrando. O vino. Era vino. La bodega había sido vaciada y había suficiente vino para todos. Luego, sentado junto a una de las trincheras, mientras examinaba una calavera, vi la cruz. Una cruz inmensa que un grupo de locos paseaba por el patio del palacio. Cuando volvimos, con la novedad de que no se podían cavar trincheras porque aquello parecía y tal vez era un camposanto, ya estaba todo consumado.

—Así que todo estaba consumado —dijo Popescu—, ¿y vio el cuerpo del general en la cruz?

—Lo vi —dijo el capitán mutilado—, todos lo vimos, y luego todos empezaron a marcharse de allí, como si el general Entrescu fuera a resucitar de un momento a otro y a afearles su actitud. Antes de que me marchara llegó una patrulla de alemanes que también huían. Nos dijeron que los rusos estaban a sólo dos aldeas de distancia y que no hacían prisioneros. Luego los alemanes se marcharon y poco después nosotros también seguimos nuestro camino.

Popescu esta vez no dijo nada.

Ambos permanecieron en silencio durante un rato y luego Popescu se fue a la cocina y preparó un entrecot para el capitán mutilado, preguntándole, desde la cocina, cómo prefería la carne, ¿poco hecha o muy hecha?

—Término medio —dijo el capitán mutilado que seguía inmerso en sus recuerdos de aquel infausto día.

Después Popescu le sirvió un gran entrecot, con algo de salsa picante, y se ofreció a cortarle la carne en pedacitos, cosa que el capitán mutilado agradeció con un aire ausente. Mientras duró la comida nadie dijo nada. Popescu se retiró unos segundos, pues dijo que tenía que hacer una llamada telefónica, y al volver el capitán masticaba su último trozo de entrecot. Popescu sonrió satisfecho. El capitán se llevó una mano a la frente, como si quisiera recordar o algo le doliera.

—Eructe, eructe si se lo pide el cuerpo, mi buen amigo —dijo Popescu.

El capitán mutilado eructó.

—¿Cuánto hace que no se comía un entrecot como éste, eh? —dijo Popescu.

—Años —dijo el capitán mutilado.

—¿Y le ha sabido a gloria?

—Seguramente —dijo el capitán mutilado—, aunque hablar de mi general Entrescu ha sido como si abriera una puerta que llevaba mucho tiempo atrancada.

—Desahóguese —dijo Popescu—, está entre compatriotas.

El uso del plural hizo que el capitán mutilado se sobresaltara y mirara hacia la puerta, pero era evidente que en la habitación sólo estaban ellos dos.

—Voy a poner un disco —dijo Popescu—, ¿le parece bien algo de Gluck?

—No conozco a ese músico —dijo el capitán mutilado.

—¿Algo de Bach?

—Sí, Bach me gusta —dijo el capitán mutilado entrecerrando los ojos.

Cuando volvió a su lado Popescu le sirvió una copa de coñac Napoleón.

—¿Hay algo que lo inquiete, capitán, hay algo que lo moleste, tiene ganas de contarme una historia, lo puedo ayudar en algo?

El capitán entreabrió los labios pero luego los cerró y negó con la cabeza.

—No necesito nada.

—Nada, nada, nada —repitió Popescu arrellanado en su sillón.

—Los huesos, los huesos —murmuró el capitán mutilado—, ¿por qué el general Entrescu nos hizo detenernos en un palacio cuyos alrededores estaban plagados de huesos?

Silencio.

—Tal vez porque sabía que iba a morir y quería hacerlo en su casa —dijo Popescu.

—Dondequiera que caváramos encontrábamos huesos —dijo el capitán mutilado—. Los alrededores del palacio rebosaban huesos humanos. No había manera de cavar una trinchera sin encontrar los huesecillos de una mano, un brazo, una calavera. ¿Qué tierra era ésa? ¿Qué había pasado allí? ¿Y por qué la cruz de los locos, vista desde allí, ondeaba como una bandera?

—Un efecto óptico, seguramente —dijo Popescu.

—No lo sé —dijo el capitán mutilado—. Estoy cansado.

—En efecto, está usted muy cansado, capitán, cierre los ojos —dijo Popescu, pero el capitán ya había cerrado los ojos desde hacía bastante rato.

—Estoy cansado —repitió.

—Está entre amigos —dijo Popescu.

—Ha sido un largo camino.

Popescu asintió en silencio.

La puerta se abrió y aparecieron dos húngaros. Popescu ni los miró. Con tres dedos, el pulgar, el índice y el medio, muy cerca de la boca y de la nariz, seguía los compases de Bach. Los húngaros se quedaron quietos mirando la escena y esperando una señal. El capitán se quedó dormido. Cuando el disco terminó de sonar Popescu se levantó y se acercó de puntillas al capitán.

—Hijo de un turco y de una puta —dijo en rumano, aunque su tono no era violento sino reflexivo.

Con un gesto indicó a los húngaros que se acercaran. Uno a cada lado, éstos levantaron al capitán mutilado y lo arrastraron hasta la puerta. El capitán se puso a roncar con más fuerza y su pierna ortopédica se desprendió sobre la alfombra. Los húngaros lo dejaron caer en el suelo y se afanaron vanamente en atornillársela de nuevo.

—Ay, qué torpes sois —dijo Popescu—, dejadme a mí.

En un minuto, como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa, Popescu le puso la pierna en su sitio y luego, envalentonado, le revisó de paso el brazo ortopédico.

—Procurad que no pierda nada en el camino —dijo.

—Descuide, jefe —dijo uno de los húngaros.

—¿Lo llevamos al lugar de costumbre?

—No —dijo Popescu—, a éste mejor arrojadlo al Sena. ¡Y aseguraos de que no sale!

—Eso está hecho, jefe —dijo el húngaro que había hablado antes.

En ese momento el capitán mutilado abrió el ojo derecho y dijo con voz enronquecida:

—Los huesos, la cruz, los huesos.

El otro húngaro le cerró el párpado con suavidad.

—No os preocupéis —se rió Popescu—, está dormido.

Muchos años después, cuando su fortuna era más que considerable, Popescu se enamoró de una actriz centroamericana llamada Asunción Reyes, una mujer de una belleza extraordinaria, con la que se casó. La carrera de Asunción Reyes en el cine europeo (tanto en el francés como en el italiano y en el español) fue breve, pero las fiestas que dio y a las que asistió fueron, literalmente, innumerables. Un día Asunción Reyes le pidió que, ya que tenía tanto dinero, hiciera algo por su patria. Al principio Popescu creyó que Asunción se refería a Rumanía pero luego se dio cuenta de que hablaba de Honduras. Así que aquel año, por navidades, viajó con su mujer a Tegucigalpa, una ciudad que a Popescu, admirador de lo bizarro y de los contrastes, le pareció dividida en tres grupos o clanes bien diferenciados: los indios y los enfermos, que constituían la mayoría de la población, y los así llamados blancos, en realidad mestizos, que era la minoría que ostentaba el poder.

Todos gente simpática y degenerada, afectados por el calor y por la dieta alimenticia o por la falta de dieta alimenticia, gente abocada a la pesadilla.

Posibilidades de negocio había, de eso se dio cuenta en el acto, pero la naturaleza de los hondureños, incluso de los educados en Harvard, tendía al robo, a ser posible el robo con violencia, por lo que trató de olvidar su idea inicial. Pero Asunción Reyes insistió tanto que en el segundo viaje navideño que realizó se puso en contacto con las autoridades eclesiásticas del país, las únicas en las que confiaba. Una vez hecho el contacto y después de hablar con varios obispos y con el arzobispo de Tegucigalpa, Popescu estuvo meditando en qué ramo de la economía invertir el capital. Allí lo único que funcionaba y daba ganancias ya estaba en manos de los norteamericanos. Una tarde, sin embargo, durante una velada con el presidente y con la mujer del presidente, Asunción Reyes tuvo una idea genial. Se le ocurrió, sencillamente, que sería bonito que Tegucigalpa tuviera un metro como el de París. Popescu, que no se arredraba ante nada y que era capaz de ver los beneficios en la idea más peregrina, miró al presidente de Honduras a los ojos y le dijo que él podía construirlo. Todo el mundo se entusiasmó con el proyecto. Popescu se puso manos a la obra y ganó dinero. También ganó dinero el presidente y algunos ministros y secretarios. Económicamente tampoco quedó mal parada la Iglesia. Hubo inauguraciones de fábricas de cemento y contratos con empresas francesas y norteamericanas. Hubo algunos muertos y varios desaparecidos. Los prolegómenos duraron más de quince años. Con Asunción Reyes Popescu encontró la felicidad, pero luego la perdió y se divorciaron. Olvidó el metro de Tegucigalpa. La muerte lo sorprendió en un hospital de París, durmiendo sobre un lecho de rosas.

Archimboldi casi no tuvo relación con escritores alemanes, entre otras razones porque los hoteles donde se alojaban los escritores alemanes cuando salían al extranjero no eran los hoteles que él frecuentaba. Conoció, eso sí, a un prestigioso escritor francés, un escritor más viejo que él, cuyos ensayos literarios le habían granjeado fama y reconocimiento, que le habló de una casa en donde se refugiaban todos los escritores desaparecidos de Europa. Este escritor francés también era un escritor que había desaparecido, así que sabía de lo que hablaba, por lo que Archimboldi aceptó visitar la casa.

Llegaron de noche, en un destartalado taxi conducido por un taxista que hablaba solo. El taxista se repetía, decía barbaridades, volvía a repetirse, se enfadaba consigo mismo, hasta que Archimboldi perdió la paciencia y le dijo que se concentrara en conducir y se callara. El viejo ensayista, a quien parecía no molestarle el monólogo del taxista, le lanzó a Archimboldi una mirada de ligero reproche, como si éste hubiera ofendido al taxista, el único, por otra parte, que había en el pueblo.

La casa donde vivían los escritores desaparecidos estaba rodeada por un inmenso jardín lleno de árboles y flores, con una piscina flanqueada por mesas de hierro pintadas de blanco y parasoles y tumbonas. En la parte de atrás, a la sombra de unos robles centenarios, había un espacio para jugar a la petanca, y más allá empezaba el bosque. Cuando llegaron, los escritores desaparecidos estaban en el comedor, cenando y mirando la tele, que a esa hora transmitía las noticias. Eran muchos y casi todos eran franceses, algo que sorprendió a Archimboldi, que nunca hubiera imaginado que existieran tantos escritores desaparecidos en Francia. Pero lo que más le llamó la atención fue el número de mujeres. Había muchas, todas de edad avanzada, algunas vestidas con esmero, incluso con elegancia, y otras en evidente estado de abandono, seguramente poetas, pensó Archimboldi, vestidas con batas sucias y pantuflas, calcetines hasta la rodilla, sin maquillar, el pelo cano embutido a veces en gorros de lana que seguramente ellas mismas tejían.

Las mesas eran servidas, al menos teóricamente, por dos criadas vestidas de blanco, aunque en realidad el comedor funcionaba como buffet libre y cada escritor, llevando consigo su bandeja, se servía lo que le apetecía. ¿Qué le parece nuestra pequeña comunidad?, le preguntó el ensayista riéndose por lo bajo pues en ese momento, en el fondo del comedor, uno de los escritores había caído desmayado o fulminado por un ataque de algo y las dos criadas se esforzaban en reanimarlo. Archimboldi respondió que aún era pronto para formarse una idea. Luego buscaron una mesa vacía y llenaron sus platos con algo que parecía puré de patatas y espinaca, que acompañaron con un huevo duro y un bistec de ternera a la plancha. Para beber se sirvieron un vasito de vino de la región, un vino espeso y que sabía a tierra.

En el fondo del comedor, junto al escritor desmayado, había ahora un par de hombres jóvenes, ambos vestidos de blanco, además de las dos criadas y de un corro de cinco escritores desaparecidos que contemplaban la reanimación de su compañero. Después de comer el ensayista se llevó a Archimboldi a la recepción para formalizar su estancia en la casa, pero como no había nadie que los atendiera se fueron a la sala de la televisión, donde varios escritores desaparecidos dormitaban delante de un locutor que hablaba de moda y de líos sentimentales entre gente famosa del cine y de la televisión francesa, de muchos de los cuales Archimboldi era la primera vez que oía hablar. Luego el ensayista le mostró su dormitorio, una habitación ascética, con una cama pequeña, una mesa, una silla, una tele, un armario, un refrigerador de dimensiones reducidas y un cuarto de baño con ducha.

La ventana daba al jardín, que aún permanecía iluminado. Un aroma de flores y de pasto mojado entró a la habitación. A lo lejos oyó el ladrido de un perro. El ensayista, que se había mantenido sin pasar del umbral mientras Archimboldi examinaba su habitación, le entregó las llaves de ésta asegurándole que allí, si no la felicidad, en la que no creía, sí que encontraría paz y quietud. Después Archimboldi bajó con él hasta su habitación, que quedaba en el primer piso y que parecía una copia exacta de la habitación que le había sido asignada a él, no tanto por el mobiliario y las dimensiones, sino por la desnudez. Cualquiera diría, pensó Archimboldi, que él también acaba de llegar. No había libros, no había ropa tirada, no había basura ni objetos personales, no había nada que la diferenciara de la suya, a excepción de una manzana colocada sobre un plato blanco encima de la mesilla de noche.

Como si leyera sus pensamientos, el ensayista lo miró a los ojos. La mirada era de perplejidad. Sabe lo que pienso y ahora él piensa lo mismo y no lo acaba de comprender, de la misma manera que yo no lo comprendo, pensó Archimboldi. En realidad, más que de perplejidad, la mirada de ambos era de tristeza. Pero está la manzana sobre el plato blanco, pensó Archimboldi.

—Esa manzana huele por las noches —dijo el ensayista—. Cuando apago la luz. Huele tanto como el poema de las vocales. Pero todo se hunde, finalmente —dijo el ensayista—. Se hunde en el dolor. Toda la elocuencia es del dolor.

Lo entiendo, dijo Archimboldi, aunque no entendía nada. Luego ambos se dieron la mano y el ensayista cerró la puerta. Como no tenía sueño todavía (Archimboldi dormía poco aunque a veces podía dormir dieciséis horas seguidas), se fue a pasear por las diversas dependencias de la casa.

En la sala de la televisión ya sólo quedaban tres escritores desaparecidos, los tres dormidos profundamente, y un hombre en la tele al que al parecer pronto iban a asesinar. Durante un rato Archimboldi estuvo viendo la película, pero luego se aburrió y fue al comedor, desierto, y luego recorrió varios pasillos hasta llegar a una especie de gimnasio o sala de masajes, en donde un tipo joven con una camiseta blanca y pantalón blanco hacía pesas mientras hablaba con un viejo en pijama, los cuales lo miraron de reojo al verlo aparecer y luego siguieron hablando, como si él no estuviera allí. El tipo de las pesas parecía un empleado de la casa y el viejo en pijama tenía pinta de novelista justamente olvidado, más que desaparecido, el típico novelista francés malo y con mala suerte, probablemente nacido a deshora.

Al salir de la casa por la puerta trasera, sentadas juntas en un sofá-mecedora en un extremo de un porche iluminado, encontró a dos viejitas. Una hablaba con voz cantarina y dulce, como agua de arroyo que corre por un cauce de lajas, y la otra permanecía muda mirando la oscuridad del bosque que se extendía más allá de las canchas de petanca. La que hablaba le pareció una poeta lírica, llena de cosas que contar que no había podido contar en sus poemas, y la que permanecía callada le pareció una novelista de fuste, harta de frases sin sentido y de palabras sin significado. La primera vestía con ropa de aire juvenil, cuando no infantil. La segunda llevaba una bata barata, zapatillas de gimnasia y pantalones vaqueros.

Les dio las buenas noches en francés y las viejas lo miraron y le sonrieron, como invitándolo a sentarse junto a ellas, a lo que Archimboldi no se hizo de rogar.

—¿Es su primera noche en nuestra casa? —le preguntó la viejita adolescente.

Antes de que pudiera contestar, la viejita silenciosa dijo que el tiempo estaba mejorando y que pronto tendrían que ir todos en mangas de camisa. Archimboldi dijo que sí. La viejita adolescente se rió, tal vez pensando en su guardarropa, y luego le preguntó en qué trabajaba.

—Soy novelista —dijo Archimboldi.

—Pero usted no es francés —dijo la viejita silenciosa.

—En efecto, soy alemán.

—¿De Baviera? —quiso saber la viejita adolescente—. En cierta ocasión estuve en Baviera y me encantó. Es tan romántico todo —dijo la viejita adolescente.

—No, soy del norte —dijo Archimboldi.

La viejita adolescente fingió un escalofrío.

—También he estado en Hannover —dijo—, ¿es usted de allí?

—Más o menos —dijo Archimboldi.

—Tienen una comida imposible —dijo la viejita adolescente.

Más tarde Archimboldi quiso saber qué hacían ellas y la viejita adolescente le dijo que había sido peluquera, en Rodez, hasta que se casó y entonces su marido y los niños no le permitieron seguir trabajando. La otra dijo que era costurera, pero que odiaba hablar de su trabajo. Qué mujeres más extrañas, pensó Archimboldi. Cuando se despidió de ellas se internó en el jardín, alejándose cada vez más de la casa, que seguía parcialmente iluminada como si aún se esperara la llegada de otro visitante. Sin saber qué hacer, pero disfrutando de la noche y del olor del campo, llegó hasta la puerta de entrada, un portón de madera que no cerraba bien y que cualquiera hubiera podido franquear. A un lado descubrió un cartel que al llegar con el ensayista no había visto. El cartel decía, en letras oscuras y no demasiado grandes: Clínica Mercier. Casa de reposo-Centro neurológico. Sin sorpresa comprendió de inmediato que el ensayista lo había llevado a un manicomio. Al cabo de un rato volvió a la casa y subió las escaleras hasta su habitación, donde recogió su maleta y su máquina de escribir. Antes de marcharse quiso ver al ensayista. Tras golpear y sin que nadie le contestara, entró en la habitación.

El ensayista dormía profundamente, con todas las luces apagadas, aunque por la ventana con las cortinas descorridas se filtraba la luz del porche delantero. La cama apenas estaba deshecha. Parecía un cigarrillo cubierto por un pañuelo. Qué viejo está, pensó Archimboldi. Luego se marchó sin hacer ruido y al volver a cruzar el jardín le pareció ver a un tipo vestido de blanco que se desplazaba a toda carrera, ocultándose detrás de los troncos de los árboles, por un costado de la propiedad, en la linde del bosque.

Sólo cuando estuvo fuera de la clínica, en la carretera, aminoró el paso y trató de que su respiración se normalizara. La carretera, de tierra, discurría a través de bosques y colinas de suaves pendientes. De tanto en tanto una ráfaga de viento movía las ramas de los árboles y le alborotaba el pelo. El viento era cálido. En una ocasión atravesó un puente. Cuando llegó a las afueras del pueblo los perros se pusieron a ladrar. Junto a la plaza de la estación descubrió el taxi que lo había llevado a la clínica. El taxista no estaba, pero al pasar junto al coche Archimboldi vio un bulto en el asiento trasero que se movía y de vez en cuando gritaba. Las puertas de la estación estaban abiertas, pero las taquillas aún no abrían al público. Sentados en una banca vio a tres magrebíes que hablaban y bebían vino. Se saludaron con un movimiento de cabeza, y luego Archimboldi salió a las vías. Había dos trenes detenidos junto a unos almacenes. Cuando volvió a entrar en la sala de espera uno de los magrebíes se había marchado. Se sentó en el extremo opuesto y esperó a que abrieran las taquillas. Luego compró un billete para cualquier lugar y se marchó del pueblo.

La vida sexual de Archimboldi se limitaba a su trato con las putas de las diversas ciudades donde vivía. Algunas putas no le cobraban. Le cobraban al principio, pero luego, cuando la figura de Archimboldi empezaba a formar parte del paisaje, dejaban de cobrarle, o no le cobraban siempre, lo que a menudo llevaba a equívocos que se resolvían de forma violenta.

Durante todos estos años la única persona con la que Archimboldi mantuvo una relación más o menos permanente fue la baronesa Von Zumpe. Generalmente el contacto era epistolar, aunque en ocasiones la baronesa aparecía por las ciudades o pueblos donde paraba Archimboldi y realizaban largas caminatas, cogidos del brazo como dos ex amantes que ya no tienen muchas confidencias que hacerse. Después Archimboldi acompañaba a la baronesa al hotel, el mejor de la ciudad o del pueblo donde estuvieran, y se despedían con un beso en la mejilla o, si el día había sido particularmente melancólico, con un abrazo. A la mañana siguiente la baronesa se marchaba a primera hora, mucho antes de que Archimboldi despertara y fuera al hotel a buscarla.

En las cartas las cosas eran diferentes. La baronesa hablaba de sexo, que practicó hasta muy avanzada edad, de amantes cada vez más patéticos o deleznables, de fiestas en las que solía reírse como cuando tenía dieciocho años, de nombres que Archimboldi no había oído nombrar nunca aunque según la baronesa eran las personalidades del momento en Alemania y Europa. Por supuesto, Archimboldi no veía la tele, ni oía la radio ni leía la prensa. Se enteró de la caída del Muro gracias a una carta de la baronesa que estuvo aquella noche en Berlín. A veces, cediendo al sentimentalismo, la baronesa le pedía que volviera a Alemania. He vuelto, le respondía Archimboldi. Me gustaría que volvieras definitivamente, le contestaba la baronesa. Que te quedaras más tiempo. Ahora eres famoso. Una rueda de prensa no estaría mal. Tal vez un poco excesivo para ti. Pero al menos una entrevista en exclusiva con algún periodista cultural de prestigio. Sólo en mis peores pesadillas, le escribía Archimboldi.

A veces hablaban de los santos, pues la baronesa, como algunas mujeres de vida sexual intensa, tenía una veta mística, aunque esta veta, bastante inocente, se resolvía estéticamente o a través de una pulsión de coleccionista de retablos y tallas medievales. Hablaban de Eduardo el Confesor, muerto en 1066, que da como limosna su anillo regio al mismísimo San Juan Evangelista, el cual, naturalmente, se lo devuelve al cabo de los años a través de un peregrino que viene de Tierra Santa. Hablaban de Pelagia o Pelaya, actriz de teatro de Antioquía, la cual, en su aprendizaje de Cristo, se cambia de nombre varias veces y se hace pasar por hombre y adopta incontables personalidades, como si en un rapto de lucidez o locura hubiera decidido que su teatro era todo el Mediterráneo y su única y laberíntica obra el cristianismo.

Con los años, la letra de la baronesa, que siempre escribía a mano, se hizo cada vez más vacilante. A veces llegaban cartas suyas incomprensibles. Archimboldi sólo podía descifrar algunas palabras. Premios, honores, distinciones, candidaturas. ¿Premios de quién, de él, de la baronesa? Seguramente de él, pues a su manera la baronesa era de una modestia extrema. También podía descifrar: trabajo, ediciones, la luz de la editorial, que era la luz de Hamburgo, cuando ya todos se han ido y sólo quedaba ella y su secretaria, que la ayudaba a bajar por las escaleras hasta la calle en donde la esperaba un coche parecido a un coche fúnebre. Pero la baronesa siempre se reponía y después de esas cartas agónicas le llegaban postales desde Jamaica o desde Indonesia, en donde la baronesa, con una letra más firme, le preguntaba si alguna vez había estado en América o en Asia, a sabiendas de que Archimboldi jamás se había movido del Mediterráneo.

En ocasiones, las cartas se espaciaban. Si Archimboldi, como hacía a menudo, se cambiaba de domicilio, le enviaba una carta con el nuevo remitente. A veces, por las noches, se despertaba de pronto pensando en la muerte, pero en sus cartas evitaba mencionarla. La baronesa, por el contrario, y tal vez porque tenía más años que él, hablaba de la muerte a menudo, de los muertos que había conocido, de los muertos que había amado y que ya sólo eran un montón de huesos o ceniza, de los niños muertos que no había conocido y que hubiera deseado tanto conocer y acunar y criar. En momentos así uno podía tener la impresión de que se estaba volviendo loca, pero Archimboldi sabía que ella siempre mantenía el equilibrio y que era honesta y sincera. En efecto, rara vez la baronesa dijo alguna mentira. Todo estaba claro desde la época en que ella acudía a la casa solariega de su familia, levantando una nube de polvo por el camino de tierra, en compañía de sus amigos, la juventud dorada berlinesa, ignorante y soberbia, a la que Archimboldi veía desde lejos, desde una de las ventanas de la casa, cuando descendían de sus coches riendo.

En alguna ocasión, recordando aquellos días, le preguntó si alguna vez había sabido algo de su primo Hugo Halder. La baronesa le contestó que no, que después de la guerra nunca más se supo nada de Hugo Halder, y durante un tiempo, tal vez sólo unas horas, Archimboldi fantaseó con la idea de que él era, en realidad, Hugo Halder. En otra ocasión, hablando de sus libros, la baronesa le confesó que nunca se molestó en leer ninguno de ellos, pues rara vez leía novelas «difíciles» u «oscuras», como las que él escribía. Con los años, además, esta costumbre se había acentuado y después de cumplir los setenta años el ámbito de sus lecturas se restringió a las revistas de moda o actualidad. Cuando Archimboldi quiso saber por qué seguía publicándolo si no lo leía, pregunta más bien retórica cuya respuesta conocía, la baronesa le contestó que a) porque sabía que era bueno, b) porque Bubis así se lo había indicado, c) porque pocos editores leían a los autores que publicaban.

Llegados a este punto hay que decir que muy pocos creyeron que, a la muerte de Bubis, la baronesa fuera a seguir al frente de la editorial. Esperaban que vendiera el negocio y se dedicara a sus amantes y a sus viajes, que eran sus aficiones más conocidas. Sin embargo la baronesa tomó las riendas de la editorial y la calidad de ésta no decayó un ápice, pues se supo rodear de buenos lectores y en el aspecto puramente empresarial mostró un temple que nadie, hasta entonces, había visto en ella. En una palabra: el negocio de Bubis siguió creciendo. A veces, medio en broma medio en serio, la baronesa le decía a Archimboldi que si él fuera más joven lo nombraría su heredero.

Cuando la baronesa cumplió ochenta años, en los círculos literarios de Hamburgo esta pregunta se la hacían completamente en serio. ¿Quién se haría cargo de la editorial de Bubis a la muerte de ella? ¿Quién sería nombrado oficialmente su heredero? ¿Había hecho testamento la baronesa? ¿A quién legaba la fortuna de Bubis? Parientes no había. La última Von Zumpe era la baronesa. Por parte de Bubis, sin contar a su primera mujer que había muerto en Inglaterra, el resto de su familia había desaparecido en los campos de exterminio. Ninguno de los dos había tenido hijos. No había hermanos ni primos (salvo Hugo Halder que a esas alturas probablemente ya estaba muerto). No había sobrinos (a menos que Hugo Halder hubiera tenido un hijo). Se decía que la baronesa pensaba legar su fortuna, salvo la editorial, a obras benéficas y que algunos pintorescos representantes de ONG visitaban su despacho como quien visita el Vaticano o el Banco Alemán. Para herederos de la editorial no faltaban candidatos. Del que más se hablaba era de un joven de veinticinco años, de rostro parecido a Tadzio y cuerpo de nadador, poeta y profesor ayudante en Göttingen, a quien la baronesa había puesto al frente de la colección de poesía de la editorial. Pero todo, finalmente, se quedaba en el plano fantasmal de los rumores.

—Yo no me moriré nunca —le dijo en una ocasión la baronesa a Archimboldi—. O me moriré a los noventaicinco años, que es lo mismo que no morirse nunca.

La última vez que se vieron fue en una espectral ciudad italiana. La baronesa Von Zumpe llevaba un sombrero blanco y usaba bastón. Hablaba del Premio Nobel y también hablaba pestes de los escritores desaparecidos, una costumbre o hábito o broma que juzgaba más americana que europea. Archimboldi llevaba una camisa de manga corta y la escuchaba con atención, porque se estaba quedando sordo, y se reía.

Y llegamos, finalmente, a la hermana de Archimboldi, Lotte Reiter.

Lotte nació en 1930 y era rubia y tenía los ojos azules, como su hermano, pero no creció tanto como él. Cuando Archimboldi se fue a la guerra Lotte tenía nueve años y lo que más deseaba era que le dieran permiso y volviera a casa con el pecho lleno de medallas. A veces lo oía en sueños. Los pasos de un gigante. Pies grandes calzados con las botas más grandes de la Wehrmacht, tan grandes que se las habían tenido que hacer especialmente para él, hollando el campo, sin fijarse en las charcas ni en las ortigas, en línea recta hacia la casa en donde sus padres y ella dormían.

Cuando despertaba experimentaba una tristeza tan grande que tenía que esforzarse para no llorar. Otras veces soñaba que ella también iba a la guerra, sólo para encontrar el cuerpo de su hermano acribillado en el campo de batalla. En ocasiones, les contaba estos sueños a sus padres.

—Sólo son sueños —decía la tuerta—, no sueñes esos sueños, gatita mía.

El cojo, por el contrario, le preguntaba por ciertos detalles, como por ejemplo el rostro de los soldados muertos, ¿cómo eran?, ¿cómo estaban?, ¿como si durmieran?, a lo que Lotte respondía que sí, exactamente como si durmieran, y entonces su padre movía la cabeza negativamente y decía: entonces no estaban muertos, pequeña Lotte, los rostros de los soldados muertos, cómo explicártelo, siempre están sucios, como si hubieran trabajado duramente todo el día y al acabar la jornada no hubieran tenido tiempo de lavarse la cara.

En el sueño, sin embargo, su hermano siempre tenía la cara perfectamente limpia y una expresión triste pero decidida, como si pese a estar muerto aún fuera capaz de hacer muchas cosas. En el fondo, Lotte creía que su hermano era capaz de hacer cualquier cosa. Y siempre estaba atenta a oír sus pisadas, las pisadas de un gigante que un día se acercaría a la aldea, se acercaría a la casa, se acercaría al huerto donde estaría ella esperándolo y le diría que la guerra había terminado y que volvía a casa para siempre y que a partir de ese momento todo iba a cambiar. ¿Pero qué cosas iban a cambiar? No lo sabía.

La guerra, por otra parte, no terminaba nunca y las visitas de su hermano se espaciaron hasta hacerse inexistentes. Una noche su madre y su padre se pusieron a hablar de él, sin saber que ella, en la cama, tapada hasta la nariz con una manta parduzca, estaba despierta y los escuchaba, y hablaban de él como si ya hubiera muerto. Pero Lotte sabía que su hermano no había muerto, pues los gigantes no mueren nunca, pensaba, o mueren sólo cuando ya están muy viejos, tan viejos que ni siquiera uno se da cuenta de que han muerto, simplemente se sientan a la puerta de sus casas o bajo un árbol y se ponen a dormir y entonces están muertos.

Un día tuvieron que irse de su aldea. Según sus padres era eso lo único que podían hacer pues la guerra se acercaba. Lotte pensó que si la guerra se acercaba también se acercaba su hermano, que vivía en el interior de la guerra como un feto vive en el interior de una mujer gorda, y se escondió para que no se la llevaran pues estaba segura de que Hans aparecería por allí. Durante varias horas la estuvieron buscando y al atardecer el cojo la encontró oculta en el bosque, le dio una bofetada y la arrastró consigo.

Mientras se alejaban hacia el oeste, bordeando el mar, se cruzaron con dos columnas de soldados a los que Lotte preguntó a gritos si conocían a su hermano. La primera columna estaba compuesta por gente de todas las edades, tipos mayores como su padre y chicos de quince años, algunos sólo con la mitad del uniforme, y ninguno parecía muy entusiasmado de ir hacia el lugar adonde iban, aunque todos contestaron educadamente a la pregunta de Lotte diciéndole que no conocían ni habían visto a su hermano.

La segunda columna estaba compuesta por fantasmas, cadáveres salidos recientemente de un camposanto, espectros vestidos con uniformes grises o verdigrises y cascos de acero, invisibles a los ojos de todos salvo a los de Lotte, que volvió a repetir su pregunta, a la que algunos espantajos se dignaron contestar diciéndole que sí, que lo habían visto en tierras soviéticas, huyendo como un cobarde, o que lo habían visto nadando en el Dniéper y luego muriendo ahogado, y que bien merecido se lo tenía, o que lo habían visto en la estepa calmuca, bebiendo agua como si se estuviera muriendo de sed, o que lo habían visto agazapado en un bosque de Hungría, pensando en cómo pegarse un tiro con su propio fusil, o que lo habían visto en las afueras de un cementerio, el muy cabrón, sin atreverse a entrar, dando vueltas y vueltas hasta que caía la noche y el cementerio se vaciaba de deudos y sólo entonces, el muy mariquita, dejaba de caminar en círculos y se asomaba a los muros, clavando sus botas claveteadas en los ladrillos rojos y desconchados y asomando su nariz y sus ojos azules al otro lado, el lado de los muertos, donde yacían los Grote y los Kruse, los Neitzke y los Kunze, los Barz y los Wilke, los Lemke y los Noack, el lado en donde estaba el discreto Ladenthin y el valiente Voss, y luego, envalentonado, trepaba al muro y se quedaba un rato allí, con sus largas piernas colgando, y luego les sacaba la lengua a los muertos, y luego se quitaba el casco y se apretaba con las dos manos las sienes, y luego cerraba los ojos y chillaba, eso le decían los espectros a Lotte, mientras se reían y marchaban detrás de la columna de los vivos.

Después los padres de Lotte se instalaron en Lübeck, junto con otros muchos de su aldea, pero el cojo dijo que los rusos iban a llegar hasta allí y cogió a su familia y siguió caminando hacia el oeste, y entonces Lotte olvidó el paso del tiempo, los días parecían noches y las noches días, y a veces los días y las noches no se parecían a nada, todo era un contínuum de luminosidad cegadora y de fogonazos.

Una noche Lotte vio a unas sombras escuchando la radio. Una de las sombras era su padre. Otra sombra era su madre. Otras sombras tenían ojos y narices y bocas que ella no conocía. Bocas como zanahorias, con los labios pelados, y narices como patatas mojadas. Todos se cubrían la cabeza y las orejas con pañuelos y mantas y en la radio la voz de un hombre decía que Hitler ya no existía, es decir que había muerto. Pero no existir y morir eran cosas distintas, pensó Lotte. Hasta entonces su primera menstruación se había retrasado. Aquel día, sin embargo, por la mañana, había comenzado a sangrar y no se sentía bien. La tuerta le había dicho que era normal, que eso les pasaba tarde o temprano a todas las mujeres. Mi hermano el gigante no existe, pensó Lotte, pero eso no significa que esté muerto. Las sombras no se dieron cuenta de su presencia. Algunos suspiraron. Otros se pusieron a llorar.

—Mi führer, mi führer —clamaban sin alzar la voz, como mujeres que aún no hubieran tenido la menstruación.

Su padre no lloraba. Su madre sí lloraba y las lágrimas le salían únicamente por el ojo bueno.

—Ya no existe —dijeron las sombras—, ya está muerto.

—Ha muerto como un soldado —dijo una de las sombras.

—Ya no existe.

Después marcharon a Paderborn, donde vivía un hermano de la tuerta, pero cuando llegaron la casa estaba ocupada por refugiados y ellos se instalaron allí. Del hermano de la tuerta ni rastro. Un vecino les dijo que, o mucho se equivocaba, o a ése no lo iban a volver a ver nunca más. Durante un tiempo vivieron de la caridad, de lo que los ingleses les regalaban. Después el cojo enfermó y murió. Su último deseo fue que lo enterraran en su aldea con honores militares y la tuerta y Lotte le dijeron que eso harían, sí, sí, eso haremos, aunque sus restos fueron arrojados a la fosa común del cementerio de Paderborn. No había tiempo para delicadezas, aunque Lotte sospechaba que precisamente aquél era el tiempo de las delicadezas, de los detalles, de las atenciones exquisitas.

Los refugiados se marcharon y la tuerta se quedó con la casa de su hermano. Lotte encontró trabajo. Más tarde estudió. No mucho. Volvió al trabajo. Lo dejó. Estudió un poco más. Encontró otro trabajo, bastante mejor. Dejó los estudios para siempre. La tuerta encontró un novio, un viejo que había sido funcionario en la época del Kaiser y durante los años del nazismo y que volvía a serlo en la Alemania de posguerra.

—Un funcionario alemán —decía el viejo— es algo que no se encuentra fácilmente, ni siquiera en Alemania.

A eso se reducía todo su ingenio, toda su inteligencia, toda su agudeza de pensamiento. Ciertamente, para él era suficiente. Para entonces la tuerta ya no quería volver a la aldea, que había quedado en la zona soviética. Ni quería volver a ver el mar. Ni mostraba un interés excesivo por conocer el destino de su hijo perdido en la guerra. Estará enterrado en Rusia, decía con gesto resignado y duro. Lotte empezó a salir de casa. Primero salió con un soldado inglés. Luego, cuando el soldado fue destinado a otro lugar, salió con un chico de Paderborn, un chico cuya familia, de clase media, no veía con buenos ojos sus escarceos con aquella chica rubia y descocada, pues Lotte, en esos años, sabía bailar todos los bailes de moda del mundo. A ella le importaba ser feliz y también le importaba el muchacho, no su familia, y siguieron juntos hasta que él se marchó a estudiar a la universidad y a partir de entonces la relación se acabó.

Una noche apareció su hermano. Lotte estaba en la cocina, planchando un vestido, y sintió sus pisadas. Es Hans, pensó. Cuando llamaron a la puerta corrió a abrir. Él no la reconoció, pues ya era una mujer, según le dijo más tarde, pero ella no tuvo necesidad de preguntarle nada y se abrazó a él durante mucho rato. Esa noche hablaron hasta que amaneció y Lotte no sólo tuvo tiempo de planchar su vestido sino toda la ropa limpia. Al cabo de unas horas Archimboldi se quedó dormido, con la cabeza apoyada sobre la mesa, y sólo se despertó cuando su madre le tocó un hombro.

Dos días después se marchó y todo volvió a la normalidad. Por entonces la tuerta ya no tenía de novio al funcionario sino a un mecánico, un tipo jovial y con negocio propio, al que le iba muy bien reparando los vehículos de las tropas de ocupación y los camiones de los campesinos y de los industriales de Paderborn. Tal como él decía, hubiera podido encontrar una mujer más joven y más guapa, pero prefería una mujer honrada y trabajadora, que no le chupara la sangre como un vampiro. El taller del mecánico era grande y a petición de la tuerta encontró allí un trabajo para Lotte, pero ésta no lo aceptó. Poco antes de que su madre se casara con el mecánico conoció en el taller a un empleado, un tal Werner Haas, y como ambos se gustaban y jamás discutían entre sí empezaron a salir juntos, primero al cine, luego a las salas de baile.

Una noche Lotte soñó que aparecía su hermano al otro lado de la ventana de su cuarto y le preguntaba por qué se iba a casar mamá. No lo sé, le contestaba Lotte desde la cama. Tú no te cases nunca, le decía su hermano. Lotte movía la cabeza afirmativamente y luego la cabeza de su hermano desaparecía y sólo quedaba la ventana empañada y un eco de pisadas de gigante. Pero cuando Archimboldi fue a Paderborn, después del matrimonio de su madre, Lotte le presentó a Werner Haas y ambos parecieron simpatizar.

Cuando su madre se casó las dos se fueron a vivir a casa del mecánico. Según opinaba éste, Archimboldi seguramente era un maleante que vivía del timo o del robo o del contrabando.

—Huelo a los contrabandistas a cien metros de distancia —decía el mecánico.

La tuerta no decía nada. Lotte y Werner Haas hablaron de ello. El contrabandista, según Werner, era el mecánico, que pasaba piezas de recambio por la frontera y que muchas veces decía que un automóvil estaba reparado cuando en realidad no lo estaba. Werner, pensaba Lotte, era una buena persona y siempre tenía una palabra amable para cualquiera. Por aquellos días a Lotte se le ocurrió pensar que tanto Werner como ella y todos los jóvenes nacidos alrededor del año 30 o 31 estaban condenados a no ser felices nunca.

Werner, que era su confidente, la escuchaba sin decir nada, y luego se iban juntos al cine, a ver películas americanas o inglesas, o bien salían a bailar. Algunos fines de semana salían al campo, sobre todo después de que Werner comprara una moto, medio inútil, que él mismo reparó en sus ratos libres. Para estos picnics Lotte preparaba bocadillos de pan negro y pan blanco, un poco de Kuchen y nunca más de tres botellas de cerveza. Werner por su parte llenaba una cantimplora de agua y en ocasiones llevaba dulces y chocolatinas. A veces, después de caminar y comer en medio de un bosque, extendían una manta en el suelo, se tomaban de la mano y se quedaban dormidos.

Los sueños que Lotte tenía en el campo eran inquietantes. Soñaba con ardillas muertas y con ciervos muertos y conejos muertos, y a veces, en la espesura, creía ver un jabalí y se acercaba muy lentamente a él, y cuando apartaba las ramas veía un enorme jabalí hembra tumbado en la tierra, agonizando, y a su lado cientos de lechones de jabalí muertos. Cuando esto sucedía se levantaba de un salto y sólo la visión de Werner, a su lado, durmiendo plácidamente, conseguía tranquilizarla. Durante un tiempo estuvo pensando en volverse vegetariana. En lugar de eso, adquirió el hábito de fumar.

Por aquel entonces, en Paderborn, como en el resto de Alemania, era usual que las mujeres fumaran, pero pocas, al menos en Paderborn, lo hacían en la calle, mientras paseaban o se dirigían a sus trabajos. Lotte era una de las que fumaba en la calle, pues el primer cigarrillo lo encendía a primera hora de la mañana y cuando caminaba hasta la parada del autobús ya estaba fumando su segundo cigarrillo del día. Werner, por el contrario, no fumaba, y aunque Lotte insistió en que lo hiciera, a lo más que llegó, por no llevarle la contraria, fue a chupar un par de veces el cigarrillo de ella y a medio ahogarse con el humo.

Cuando Lotte empezó a fumar Werner le pidió que se casaran.

—Lo tengo que pensar —dijo Lotte—, pero no uno ni dos días, sino semanas y meses.

Werner le dijo que se tomara todo el tiempo que necesitara, pues él quería casarse con ella para toda la vida y sabía que la decisión que uno tomara sobre un asunto así era importante. A partir de ese momento las salidas de Lotte con Werner se espaciaron. Cuando éste se dio cuenta le preguntó si ya no lo quería y cuando Lotte le contestó que estaba pensando si casarse con él o no, lamentó habérselo pedido. Ya no hacían excursiones con la misma asiduidad de antes, ni iban al cine ni salían a bailar. En esos días Lotte conoció a un hombre que trabajaba en una empresa de fabricación de tubos que se acababa de instalar en la ciudad y empezó a salir con este hombre, que era ingeniero y se llamaba Heinrich y que vivía en una pensión del centro, pues su verdadera casa estaba en Duisburg, que era donde estaba la planta principal de la fábrica.

Poco después de empezar a salir con él, Heinrich le confesó que estaba casado y que tenía un hijo, pero que no amaba a su mujer y que pensaba divorciarse. A Lotte no le importó que estuviera casado, pero sí le importó que tuviera un hijo, pues ella amaba a los niños y la idea de dañar a un niño, aunque fuera indirectamente, le parecía monstruosa. Aun así, estuvieron saliendo juntos cerca de dos meses, y a veces Lotte hablaba con Werner y Werner le preguntaba qué tal le iba con su nuevo novio y Lotte decía que muy bien, normal, como a todo el mundo. Al final, sin embargo, se dio cuenta de que Heinrich no se iba a divorciar jamás de su mujer y rompió con él, aunque de tanto en tanto iban al cine y luego salían a cenar juntos.

Un día, al salir del trabajo, encontró a Werner en la calle, montado en su moto, esperándola. Esta vez Werner no le habló de matrimonio ni de amor sino que se limitó a invitarla a un café y luego a llevarla a su casa. Paulatinamente volvieron a salir juntos, algo que alegró a la tuerta y al mecánico, que no tenía hijos y que apreciaba a Werner porque era serio y trabajador. Las pesadillas que Lotte había sufrido desde su infancia disminuyeron considerablemente, hasta que finalmente ya no tuvo más pesadillas ni tampoco sueños.

—Seguramente sueño —decía—, como todas las personas, pero tengo la suerte de no acordarme de nada cuando me despierto.

Cuando le dijo a Werner que ya había pensado bastante en su proposición y que aceptaba casarse con él, éste se puso a llorar y tartamudeando le confesó que nunca se había sentido más feliz que en aquel instante. Dos meses después se casaron y durante la fiesta, que se celebró en el patio de un restaurante, Lotte se acordó de su hermano y no supo en ese momento, tal vez porque había bebido demasiado, si lo habían invitado a la boda o no.

La luna de miel la pasaron en un pequeño balneario a orillas del Rin y luego ambos volvieron a sus respectivos trabajos y la vida siguió exactamente igual que antes. Vivir con Werner, incluso en una casa de una sola habitación, era fácil, pues todo lo que hacía su marido lo hacía para complacerla. Los sábados iban al cine, los domingos solían marchar al campo en la moto o ir a bailar. Durante la semana, y pese a que trabajaba duro, Werner se las arreglaba para ayudarla en todas las cosas de la casa. Lo único que Werner no sabía hacer era cocinar. A final de mes, solía comprarle un regalo o llevarla al centro de Paderborn para que ella eligiera un par de zapatos o una blusa o un pañuelo. Para que no le faltara dinero Werner solía hacer horas extra en el taller o a veces trabajaba por su cuenta, a espaldas del mecánico, arreglando los tractores o las cosechadoras de los campesinos, que no le pagaban mucho pero que a cambio le regalaban embutidos y carne y hasta sacos de harina que hacían que la cocina de Lotte pareciera un almacén o que ambos se estuvieran preparando para otra guerra.

Un día, sin haber dado muestras de enfermedad alguna, murió el mecánico y Werner se puso al frente del taller. Aparecieron algunos familiares, primos lejanos que exigieron su parte de la herencia, pero la tuerta y sus abogados lo arreglaron todo y al final los paletos se marcharon con algo de dinero y poca cosa más. Para entonces Werner había engordado y empezaba a perder pelo, y aunque el trabajo físico disminuyó, las responsabilidades se acrecentaron, lo que lo volvió más silencioso que de costumbre. Los dos se trasladaron a la casa del mecánico, que era grande, pero que estaba justo encima del taller, difuminando así la frontera entre trabajo y casa, lo que producía en Werner el efecto de que siempre estaba trabajando.

En el fondo hubiera preferido que el mecánico no se hubiera muerto o que la tuerta hubiera colocado en la dirección del taller a otro cualquiera. Por supuesto, el cambio de trabajo también tenía sus compensaciones. Aquel verano Lotte y Werner pasaron una semana en París. Y por navidades fueron con la tuerta al lago Constanza, pues a Lotte le encantaba viajar. De vuelta a Paderborn, además, ocurrió algo nuevo: por primera vez hablaron sobre la posibilidad de tener un hijo, algo a lo que ninguno de los dos se mostraba proclive debido a la guerra fría y al peligro de confrontación nuclear, si bien por otra parte nunca su situación económica había sido mejor.

Durante dos meses discutieron, de forma más bien lánguida, sobre la responsabilidad que acarreaba dar semejante paso, hasta que una mañana, mientras desayunaban, Lotte le dijo que estaba embarazada y que ya no había nada más que discutir. Antes de que naciera el niño se compraron un coche y se tomaron unas vacaciones de más de una semana. Estuvieron en el sur de Francia y en España y en Portugal. De vuelta a casa Lotte quiso pasar por Colonia y buscaron la única dirección que ella tenía de su hermano.

En la buhardilla donde antes viviera Archimboldi con Ingeborg se levantaba un edificio nuevo de apartamentos y nadie de los que vivía allí recordaba a un joven con las características de Archimboldi, alto y rubio, huesudo, ex soldado, un gigante.

Durante la mitad del camino de vuelta a casa Lotte permaneció en silencio, como enfurruñada, pero luego pararon a comer en un restaurante de carretera y se pusieron a hablar de las ciudades que habían conocido y el ánimo le mejoró notablemente. Tres meses antes de que naciera su hijo Lotte dejó de trabajar. El parto fue normal y rápido, aunque el niño pesó más de cuatro kilos y según los médicos estaba mal puesto. Pero parece ser que en el último minuto el pequeño se puso de cabeza y todo salió bien.

Le pusieron Klaus, por el padre de la tuerta, aunque Lotte en algún momento pensó en llamarlo Hans, como su hermano. En realidad el nombre, pensó Lotte, no importaba gran cosa, lo que importaba era la persona. Desde el principio Klaus se convirtió en el favorito de su abuela y de su padre, pero el pequeño a quien más quería era a Lotte. Ésta a veces lo miraba y lo encontraba parecido a su hermano, como si fuera la reencarnación de su hermano, pero en miniatura, algo que le resultaba agradable pues hasta entonces la figura de su hermano siempre había estado revestida con los atributos de lo grande y lo desmesurado.

Cuando Klaus tenía dos años Lotte volvió a quedarse embarazada, pero a los cuatro meses abortó y algo fue mal pues ya no pudo tener más hijos. La infancia de Klaus fue como la de cualquier niño de clase media de Paderborn. Le gustaba jugar con otros niños al fútbol, pero en el colegio practicaba el baloncesto. Una sola vez llegó con un ojo amoratado a casa. Según explicó, un compañero se había burlado del ojo tuerto de su abuela y se habían peleado. En los estudios no era muy brillante, pero tenía una gran afición por las máquinas, fueran éstas de la clase que fueran, y se podía pasar horas en el taller observando trabajar a los mecánicos de su padre. Casi nunca enfermaba, aunque las pocas veces que lo hacía tenía grandes subidas de temperatura que lo hacían delirar y ver cosas que nadie más veía.

Cuando tenía doce años su abuela murió de cáncer en el hospital de Paderborn. Le suministraban constantemente morfina y cuando Klaus la iba a ver lo confundía con Archimboldi y lo llamaba hijo mío o hablaba con él en el dialecto de su aldea natal prusiana. A veces le contaba cosas de su abuelo, del cojo, de los años en que el cojo sirvió fielmente a las órdenes del Kaiser, y de la pena que lo acompañó siempre de ser bajito y no haber pertenecido al regimiento de élite de la guardia de Prusia, en donde sólo admitían a los que medían más de un metro noventa.

—Bajito de estatura, pero alto de valor, ése era tu padre —decía su abuela con una sonrisa de morfinómana satisfecha.

Hasta entonces a Klaus nunca le habían dicho nada de su tío. Después de la muerte de su abuela, le preguntó a Lotte por él. En realidad, no es que tuviera mucho interés, pero se sentía tan triste que pensó que eso lo distraería de su pena. Lotte hacía mucho que no pensaba en su hermano y la pregunta de Klaus, en cierto sentido, fue una sorpresa. Por aquel tiempo Lotte y Werner se habían metido en negocios inmobiliarios, negocios de los que nada sabían, y tenían miedo de perder dinero. Por lo que la respuesta de Lotte fue imprecisa: le dijo que su tío tenía diez años más que ella, o algo así, y que su manera de ganarse la vida no era precisamente un modelo para los jóvenes, o algo así, y que hacía mucho tiempo que la familia no sabía nada de él, pues había desaparecido de la faz de la tierra, o algo así.

Más adelante le contó a Klaus que cuando ella era pequeña creía que su hermano era un gigante, pero que esas cosas suelen ocurrirles a las niñas.

En otra ocasión Klaus habló de su tío con Werner y éste le dijo que era un tipo simpático, muy observador y más bien silencioso, aunque según Lotte su hermano no había sido siempre así, sino que los cañones, los morteros, las ráfagas de ametralladora de la guerra lo habían vuelto silencioso. Cuando Klaus le preguntó si se parecía a su tío, Lotte le contestó que sí, se parecían, los dos eran altos y delgados, pero Klaus tenía el pelo mucho más rubio que su hermano y posiblemente el azul de los ojos mucho más claro. Después Klaus dejó de hacer preguntas y la vida continuó como antes de la muerte de la tuerta.

Los nuevos negocios de Lotte y Werner no salieron todo lo bien que esperaban, pero tampoco perdieron dinero, al contrario, algo de dinero ganaron, aunque no se hicieron ricos. El taller mecánico seguía funcionando a pleno rendimiento y nadie hubiera podido decir que las cosas les iban mal.

A los diecisiete años Klaus se metió en problemas con la policía. No era un buen estudiante y sus padres se habían resignado a que no fuera a la universidad, pero a los diecisiete se vio envuelto, junto con otros dos amigos, en el robo de un coche y en un posterior incidente de abusos deshonestos cometidos contra una joven de origen italiano que trabajaba como obrera en una pequeña fábrica de servicios sanitarios. Los dos amigos de Klaus se pasaron una temporada en la cárcel, pues eran mayores de edad. Klaus estuvo internado en un correccional durante cuatro meses y luego volvió a casa de sus padres. En el tiempo que estuvo en el correccional trabajó en el taller de reparaciones y aprendió a arreglar todo tipo de electrodomésticos, desde un refrigerador hasta una batidora. Cuando regresó a casa comenzó a trabajar en el taller mecánico de su padre y durante un tiempo estuvo sin meterse en problemas.

Lotte y Werner se intentaron convencer el uno al otro de que su hijo ya estaba encarrilado por la senda correcta. A los dieciocho años Klaus empezó a salir con una muchacha que trabajaba en una panadería, pero la relación apenas duró tres meses, debido a que la chica, en apreciación de Lotte, no era precisamente una belleza. A partir de entonces no volvieron a conocer a ninguna otra novia de Klaus y llegaron a la conclusión de que no las tenía o bien evitaba, por motivos que ellos ignoraban, llevarlas a la casa. Por aquellos días Klaus se aficionó a la bebida y al terminar la jornada de trabajo solía irse a las cervecerías de Paderborn a beber con algunos trabajadores jóvenes del taller mecánico.

En más de una ocasión, un viernes o un sábado por la noche, se metió en problemas, nada del otro mundo, peleas con otros jóvenes y destrozos en locales públicos, y Werner tenía que ir a pagar la multa y a sacarlo de la comisaría. Un día se le ocurrió que Paderborn era demasiado pequeña para él y se marchó a Munich. A veces llamaba a su madre por teléfono, a cobro revertido, y sostenían conversaciones intrascendentes y forzadas que dejaban a Lotte, paradójicamente, más tranquila.

Pasaron algunos meses hasta que Lotte lo volvió a ver. Según Klaus, no había futuro en Alemania ni en Europa y ya sólo le quedaba probar suerte en América, adonde pensaba irse apenas reuniera un poco de dinero. Después de trabajar unos meses en el taller embarcó en Kiel en un barco alemán cuyo destino final era Nueva York. Cuando se marchó de Paderborn Lotte se puso a llorar: su hijo era muy alto y no parecía un hombre débil, pero ella igual se puso a llorar porque presentía que no iba a ser feliz en el nuevo continente, en donde los hombres no eran tan altos ni tenían el pelo tan rubio, pero eran astutos y más bien de mala índole, lo peor de cada casa, gente en la que no se podía confiar.

Werner lo llevó en coche hasta Kiel y cuando regresó a Paderborn le dijo a Lotte que el barco era bueno, firme, que no se hundiría, y que el trabajo de Klaus, camarero y ocasionalmente lavaplatos, no entrañaba peligro alguno. Pero sus palabras no tranquilizaron a Lotte, que había rechazado ir hasta Kiel «para no prolongar la agonía».

Cuando Klaus desembarcó en Nueva York le mandó una postal a su madre en la que aparecía la Estatua de la Libertad. Esta señora es mi aliada, escribió en el dorso. Luego pasaron meses sin saber nada de él. Y luego más de un año. Hasta que recibieron otra postal en la que les comunicaba que estaba tramitando la nacionalidad estadounidense y que tenía un buen trabajo. El remite era de Macon, en el estado de Georgia, y Lotte y Werner le escribieron sendas cartas llenas de preguntas acerca de su salud, de su economía, de sus planes futuros, que Klaus jamás contestó.

Con el paso del tiempo Lotte y Werner se fueron haciendo a la idea de que Klaus había volado del nido y que estaba bien. A veces Lotte lo imaginaba casado con una americana, viviendo en una soleada casa americana, y llevando una vida similar a las vidas que uno podía contemplar en las películas americanas que pasaban por la televisión. En los sueños de Lotte, sin embargo, la mujer americana de Klaus no tenía rostro, siempre la veía de espaldas, es decir veía su pelo, sólo un poco menos rubio que el de Klaus, sus hombros bronceados y su talle delgado pero firme. Veía el rostro de Klaus, lo veía serio o expectante, pero el rostro de su mujer no lo veía nunca, y el rostro de sus hijos, cuando lo imaginaba con hijos, tampoco. De hecho, a los niños de Klaus ni siquiera los veía de espaldas. Sabía que estaban allí, en alguna de las habitaciones, pero no los veía nunca, ni tampoco los oía, lo que era aún más raro pues los niños casi nunca permanecen en silencio demasiado rato.

Algunas noches, Lotte, de tanto pensar e imaginar una supuesta vida de Klaus, se quedaba dormida y se ponía a soñar con su hijo. Veía entonces una casa, una casa americana pero que ella no identificaba como casa americana. Al acercarse a la casa sentía un olor penetrante que al principio le desagradaba, pero luego pensaba: la mujer de Klaus debe de estar cocinando una comida india. Y así, a los pocos segundos, el olor se convertía en un olor exótico y, pese a todo, agradable. Después se veía a sí misma sentada a una mesa. En la mesa había un jarrón, un plato vacío, un vaso de plástico y un tenedor, nada más, pero a ella lo que más la preocupaba era saber quién le había abierto la puerta. Por más esfuerzos que hacía no lo recordaba y eso la hacía sufrir.

Su sufrimiento era como el rechinar de la tiza sobre una pizarra. Como si un niño hiciera rechinar adrede una tiza sobre una pizarra. O tal vez no fuera una tiza sino sus uñas, o tal vez no fueran sus uñas sino sus dientes. Con el tiempo, esta pesadilla, la pesadilla de la casa de Klaus, como la llamaba, se convirtió en una pesadilla recurrente. A veces, por las mañanas, mientras ayudaba a Werner a prepararse el desayuno, le decía:

—He tenido una pesadilla.

—¿La pesadilla de la casa de Klaus? —preguntaba Werner.

Y Lotte, sin mirarlo, con expresión distraída, movía la cabeza afirmativamente. En el fondo, tanto ella como Werner esperaban que Klaus, en algún momento, recurriera a ellos pidiéndoles dinero, pero los años fueron pasando y Klaus parecía irremediablemente perdido en los Estados Unidos.

—Tal como es Klaus —decía Werner— no me extrañaría que ahora estuviera viviendo en Alaska.

Un día Werner enfermó y los médicos le dijeron que tenía que dejar de trabajar. Como no tenía problemas económicos puso a uno de los mecánicos más veteranos al frente del taller y él y Lotte se dedicaron a hacer turismo. Estuvieron en un crucero por el Nilo, visitaron Jerusalén, viajaron en un coche alquilado por el sur de España, recorrieron Florencia y Roma y Venecia. El primer destino que escogieron, sin embargo, fue Estados Unidos. Visitaron Nueva York y luego estuvieron en Macon, Georgia, y descubrieron con pesadumbre que la casa donde había vivido Klaus era un piso en un viejo edificio junto al gueto negro.

Durante ese viaje, y tal vez debido a las muchas películas americanas que habían visto juntos, se les ocurrió que lo mejor, acaso, sería contratar a un detective. Visitaron a uno en Atlanta y le expusieron su problema. Werner sabía algo de inglés y el detective era un tipo nada remilgado, un ex policía de Atlanta capaz de salir a comprar, dejándolos a ellos sentados en su oficina, un diccionario inglés-alemán, y volver corriendo y seguir la conversación como si nada hubiera pasado. Además, no era un estafador, pues de entrada les advirtió que buscar, después de tanto tiempo, a un alemán nacionalizado americano era como buscar una aguja en un pajar.

—Posiblemente hasta se ha cambiado de nombre —dijo.

Pero ellos querían probar y le pagaron los honorarios de un mes y el detective quedó en enviarles al cabo de este tiempo el resultado de sus pesquisas a Alemania. Pasado el mes les llegó un sobre grande a Paderborn en donde el detective les desglosaba los gastos y daba cuenta de la investigación.

Total: nada.

Había conseguido dar con un tipo que había conocido a Klaus (el casero del edificio donde vivía), a través del cual llegó a otro tipo que le había dado empleo, pero cuando Klaus se fue de Atlanta a ninguno de los dos les dijo adónde pensaba ir. El detective sugería otras líneas de investigación, pero para eso necesitaba más dinero, y Werner y Lotte decidieron contestarle agradeciéndole las molestias y dando por concluido, al menos de momento, el trato.

Unos años después Werner murió de una afección cardíaca y Lotte se quedó sola. Cualquier otra mujer en su situación probablemente hubiera sido incapaz de levantar cabeza, pero Lotte no se dejó arredrar por el destino y en vez de quedarse cruzada de brazos multiplicó y triplicó su actividad diaria. Y no sólo mantuvo productivas las inversiones y en funcionamiento el taller sino que, con un remanente de capital, se metió en otros negocios y le fue bien.

El trabajo, el exceso de trabajo, parecía rejuvenecerla. Siempre estaba metiendo la nariz en todo, nunca permanecía quieta, algunos de sus empleados llegaron a odiarla, aunque eso la traía sin cuidado. Durante las vacaciones, que nunca excedían los siete o nueve días, buscaba el clima cálido de Italia o España y se dedicaba a tomar el sol en la playa y a leer bestsellers. Algunas veces iba con amigas ocasionales, pero por regla general salía del hotel sola, atravesaba una calle y ya estaba en la playa, en donde le pagaba a un muchacho para que le instalara una tumbona y un parasol. Allí se quitaba la parte superior del bikini, sin importarle que sus pechos ya no fueran los de antes, o se bajaba el traje de baño por debajo de la barriga y se dormía al sol. Cuando despertaba giraba el parasol para tener sombra y la reemprendía con el libro. De vez en cuando el muchacho que alquilaba las tumbonas y los parasoles se le acercaba y Lotte le daba dinero para que le trajera del hotel un cubalibre o una jarrita de sangría con mucho hielo. A veces, por las noches, iba a la terraza del hotel o a la discoteca, que estaba en el primer piso y en donde la clientela estaba formada por alemanes, ingleses y holandeses más o menos de su misma edad, y se quedaba un ratito mirando a las parejas bailar o escuchando a la orquesta que en ocasiones interpretaba canciones de principios de los años sesenta. Vista desde lejos parecía una señora de bonitas facciones, algo entrada en carnes, distante y con un toque de elegancia y un no sé qué de tristeza. De cerca, cuando un viudo o un divorciado la invitaban a bailar o a dar un paseo a orillas del mar y Lotte sonreía y decía que no, gracias, volvía a ser una niña campesina y la distinción se evaporaba y sólo quedaba la tristeza.

En 1995 recibió un telegrama de México, de un lugar llamado Santa Teresa, en donde le comunicaban que Klaus estaba preso. El telegrama estaba firmado por una tal Victoria Santolaya, la abogada de Klaus. La conmoción que sufrió Lotte fue tan grande que tuvo que dejar su despacho, subir a su casa y meterse en la cama, aunque por supuesto fue incapaz de dormir. Klaus estaba vivo. Eso era todo lo que le importaba. Contestó el telegrama y adjuntó su número de teléfono y al cabo de cuatro días, en medio de un diálogo entre telefonistas que querían saber si aceptaba la llamada a cobro revertido, escuchó la voz de una mujer que le hablaba en inglés, muy despacio, pronunciando cada sílaba, aunque igual ella no le entendió nada pues desconocía ese idioma. Al final la voz de la mujer dijo, en una especie de alemán: «Klaus bien». Y: «Traductor». Y algo más que sonaba a alemán o que a Victoria Santolaya le sonaba a alemán y que ella no entendió. Y un número de teléfono, que se lo dictó en inglés, varias veces, y que ella anotó en un papel, pues saber los números en inglés no era una empresa difícil.

Aquel día Lotte no trabajó. Llamó a una escuela de secretarias y dijo que quería contratar a una chica que supiera perfectamente inglés y español, aunque en el taller trabajaba más de un mecánico que sabía inglés y que hubiera podido ayudarla. En la escuela de secretarias le dijeron que tenían a la chica que ella buscaba y le preguntaron para cuándo la quería. Lotte les explicó que la necesitaba de inmediato. Al cabo de tres horas apareció por el taller una chica de unos veinticinco años, con el pelo lacio y de color marrón claro, vestida con vaqueros, que estuvo bromeando con los mecánicos antes de subir al despacho de Lotte.

La chica se llamaba Ingrid y Lotte le explicó que su hijo estaba preso en México y que tenía que hablar con su abogada mexicana, pero que ésta sólo hablaba inglés y español. Después de hablar Lotte creyó que iba a tener que explicárselo todo otra vez, pero Ingrid era una chica lista y no fue necesario. Cogió el teléfono y llamó a un número de información pública para informarse de la diferencia horaria con México. Después llamó a la abogada y estuvo cerca de quince minutos hablando con ella en español, aunque de vez en cuando se pasaba al inglés para aclarar ciertos términos, y no dejaba de tomar notas en una libreta. Al final dijo: la volveremos a llamar, y colgó.

Lotte estaba sentada a la mesa y cuando Ingrid colgó se preparó para lo peor.

—Klaus está preso en Santa Teresa, que es una ciudad del norte de México, en la frontera con los Estados Unidos —dijo—, pero está bien de salud y no ha sufrido daños físicos.

Antes de que Lotte preguntara por qué estaba preso Ingrid sugirió tomar un té o un café. Lotte preparó dos tazas de té y mientras se movía por la cocina observaba a Ingrid que repasaba sus notas.

—Lo acusan de haber matado a varias mujeres —dijo la chica tras beber dos sorbos de té.

—Klaus no haría eso jamás —dijo Lotte.

Ingrid movió la cabeza afirmativamente y luego dijo que la abogada, la tal Victoria Santolaya, necesitaba dinero.

Esa noche Lotte soñó por primera vez después de mucho tiempo con su hermano. Veía a Archimboldi caminando por el desierto, vestido con pantalones cortos y un sombrerito de paja, y alrededor todo era arena, dunas que se sucedían hasta la línea del horizonte. Ella le gritaba algo, le decía deja de moverte, por aquí no se va a ningún sitio, pero Archimboldi se alejaba cada vez más, como si quisiera perderse para siempre en esa tierra incomprensible y hostil.

—Es incomprensible y además es hostil —le decía ella, y sólo en ese momento se daba cuenta de que nuevamente era una niña, una niña que vivía en una aldea prusiana entre el bosque y el mar.

—No —le decía Archimboldi, pero se lo decía como al oído—, esta tierra es sobre todo aburrida, aburrida, aburrida…

Cuando despertó supo que tenía que ir a México sin perder ni un solo minuto más. Al mediodía Ingrid apareció en el taller. Lotte la vio desde los cristales de su despacho. Como siempre, antes de subir, Ingrid estuvo bromeando con un par de mecánicos. Su risa, atenuada por los cristales, le pareció fresca y despreocupada. Cuando estaba delante de ella, sin embargo, Ingrid se comportaba de forma mucho más seria. Antes de llamar a la abogada tomaron té con galletitas. Desde hacía veinticuatro horas Lotte no probaba bocado y las galletitas le sentaron bien. La presencia de Ingrid, además, le resultaba reconfortante: era una muchacha juiciosa y sencilla, que sabía gastar bromas en su momento y sabía ponerse seria cuando había que ponerse seria.

Cuando llamaron a la abogada Lotte le indicó a Ingrid que le dijera que iría personalmente a Santa Teresa a solucionar todo lo que se tuviera que solucionar. La abogada, que parecía soñolienta, como si la acabaran de sacar de la cama, le dio a Ingrid un par de direcciones y luego cortaron. Esa tarde Lotte visitó a su abogado y le expuso el caso. Su abogado hizo un par de llamadas y luego le dijo que tuviera cuidado, que en los abogados mexicanos no se podía confiar.

—Eso ya lo sé —dijo Lotte con seguridad.

También le aconsejó sobre la mejor manera de hacer transacciones bancarias. Por la noche llamó a Ingrid a su casa y le preguntó si le apetecía acompañarla a México.

—Por supuesto, le pagaré —dijo.

—¿Como traductora? —preguntó Ingrid.

—Como traductora, como intérprete, como dama de compañía, como lo que sea —dijo Lotte de malhumor.

—Acepto —dijo Ingrid.

Al cabo de cuatro días salieron en un vuelo con destino a Los Ángeles. Allí enlazaron con otro avión que iba a Tucson y desde Tucson se fueron a Santa Teresa en un coche alquilado. Cuando pudo ver a Klaus lo primero que éste le dijo fue que había envejecido, lo que avergonzó a Lotte.

Los años no pasan en balde, hubiera deseado responderle, pero las lágrimas se lo impidieron. Estaban los cuatro, la abogada, Ingrid, ella y Klaus, en una habitación con suelo y paredes de cemento con manchas de humedad, y una mesa de material plástico que imitaba la madera atornillada al suelo y dos bancos de listones de madera, también atornillados al suelo. Ingrid, la abogada y ella estaban sentadas en un banco y Klaus en el otro. No lo trajeron esposado ni con señales de malos tratos. Lotte notó que había engordado desde la última vez que lo vio, pero de eso ya hacía muchos años y Klaus entonces sólo era un muchacho. Cuando la abogada le enumeró todos los asesinatos que le imputaban, Lotte pensó que aquella gente se había vuelto loca. Nadie en su sano juicio es capaz de matar a tantas mujeres, le dijo.

La abogada le sonrió y dijo que en Santa Teresa había alguien, probablemente no en su sano juicio, que lo hacía.

El despacho de la abogada estaba en la zona alta de la ciudad, en el mismo departamento donde estaba su vivienda. Había dos puertas de entrada pero el departamento era el mismo, con tres o cuatro paredes de revoque extra.

—Yo también vivo en un lugar así —dijo Lotte, y la abogada no entendió, de manera que Ingrid tuvo que explicarle por su cuenta lo del taller de mecánica y el piso que había encima del taller.

En Santa Teresa, por recomendación de la abogada, se alojaron en el mejor hotel de la ciudad, el Hotel Las Dunas, aunque en Santa Teresa no había dunas de ninguna especie, según le informó Ingrid, ni en los alrededores ni en cien kilómetros a la redonda. Al principio Lotte estaba dispuesta a tomar dos habitaciones, pero Ingrid la convenció para que sólo tomara una, que era más barato. Hacía mucho tiempo que Lotte no compartía una habitación con nadie y las primeras noches tardaba en dormirse. Para distraerse encendía la televisión, sin sonido, y la miraba desde la cama: gente hablando y gesticulando y tratando de convencer a otra gente de algo probablemente importante.

Por las noches había muchos programas de telepredicadores. A los telepredicadores mexicanos era fácil distinguirlos: eran morenos y sudaban mucho y los trajes y corbatas que usaban parecían adquiridos en tiendas de segunda mano, aunque probablemente eran nuevos. También: sus sermones resultaban más dramáticos, más espectaculares, con mayor participación del público, un público, por otra parte, que parecía drogado y profundamente infeliz, al revés de lo que sucedía con el público de los telepredicadores norteamericanos, que iban igual de mal vestidos pero que al menos parecían tener un trabajo fijo.

Tal vez pienso esto, pensaba Lotte en la noche de la frontera mexicana, sólo porque son blancos, algunos tal vez descendientes de alemanes u holandeses, y por lo tanto más cercanos a mí.

Cuando por fin se quedaba dormida, sin apagar la tele, solía soñar con Archimboldi. Lo veía sentado sobre una enorme laja volcánica, vestido con harapos y con un hacha en la mano, mirándola tristemente. Tal vez mi hermano ha muerto, pensaba Lotte en el sueño, pero mi hijo está vivo.

El segundo día que vio a Klaus le contó, procurando no ser brusca, que Werner hacía tiempo que había fallecido. Klaus la escuchó y asintió sin variar la expresión. Fue un buen hombre, dijo, pero lo dijo con la misma distancia que si se refiriera a un compañero de cárcel.

El tercer día, mientras Ingrid discretamente leía un libro en un rincón de la sala, Klaus le preguntó por su tío. No sé qué se habrá hecho de él, dijo Lotte. La pregunta de Klaus, sin embargo, la sorprendió y no pudo evitar contarle que, desde que había llegado a Santa Teresa, soñaba con él. Klaus le pidió que le contara un sueño. Después de que Lotte lo hiciera le confesó que él, durante mucho tiempo, también solía soñar con Archimboldi y que los sueños no eran buenos.

—¿Qué clase de sueños tenías? —le preguntó Lotte.

—Malos sueños —dijo Klaus.

Luego sonrió y pasaron a hablar de otras cosas.

Cuando las visitas se acababan Lotte e Ingrid daban una vuelta en coche por la ciudad y una vez fueron al mercado y compraron artesanías indias. Según Lotte, las artesanías indias seguramente habían sido fabricadas en China o en Tailandia, pero a Ingrid le gustaban y compró tres figuritas de barro cocido, sin barnizar ni pintar, tres figuritas muy toscas y muy fuertes que representaban a un padre, a una madre y a un hijo, y se las regaló a Lotte diciéndole que esas figuritas le traerían buena suerte. Una mañana fueron a Tijuana, al consulado alemán. Pensaban hacer el viaje en coche, pero la abogada les aconsejó que tomaran el avión que unía ambas ciudades y que salía una vez al día. En Tijuana se alojaron en un hotel del centro turístico, ruidoso y lleno de gente que no parecían turistas, en opinión de Lotte, y esa misma mañana pudo hablar con el cónsul y explicarle el caso de su hijo. El cónsul, contra lo que Lotte creía, ya estaba al tanto de todo y, según les explicó, un funcionario del consulado había ido a visitar a Klaus, extremo éste que la abogada había negado con rotundidad.

Es posible, dijo el cónsul, que la abogada no se hubiera enterado de la visita o que aún no fuera abogada de Klaus o que Klaus hubiera preferido no decirle nada. Además, Klaus era, a todos los efectos, ciudadano norteamericano y eso planteaba una serie de problemas. En este caso hay que ir con pies de plomo, concluyó el cónsul, y de nada sirvió que Lotte le asegurara que su hijo era inocente. De cualquier manera el consulado había tomado cartas en el asunto y Lotte e Ingrid volvieron a Santa Teresa más tranquilas.

Los dos últimos días no pudieron visitar a Klaus ni llamarlo por teléfono. La abogada dijo que el reglamento interno de la cárcel no lo permitía, aunque Lotte sabía que Klaus tenía un teléfono móvil y que a veces se pasaba el día hablando con el exterior. Sin embargo, no tenía ganas de armar un escándalo ni de ponerse en contra de la abogada y dedicó esos días a dar vueltas por la ciudad, que le pareció más abigarrada que nunca y de escaso interés. Antes de partir a Tucson se encerró en la habitación de su hotel y le escribió una larga carta a su hijo que la abogada le entregaría cuando ella ya se hubiera marchado. Con Ingrid fue a ver por fuera la casa donde Klaus había vivido en Santa Teresa, como quien visita un monumento, y le pareció aceptable, una casa de estilo californiano, agradable de ver. Después fue a la tienda de informática y aparatos electrónicos que tenía Klaus en el centro y la encontró cerrada, tal como le advirtió la abogada, pues la tienda era propiedad de Klaus y éste no había querido alquilarla ya que confiaba en ser liberado antes del juicio.

De vuelta en Alemania se dio cuenta de golpe de que el viaje la había cansado mucho más de lo que ella misma suponía. Estuvo varios días en cama, sin aparecer por su despacho, pero cada vez que el teléfono sonaba se apresuraba a contestar, por si la llamada era de México. En uno de los sueños que tuvo por aquellos días una voz muy cálida y cariñosa le susurraba al oído la posibilidad de que su hijo fuera realmente el asesino de mujeres de Santa Teresa.

—Eso es ridículo —gritaba ella, y acto seguido se despertaba.

A veces quien la llamaba por teléfono era Ingrid. No hablaban demasiado, la joven le preguntaba por su salud y se interesaba por las últimas novedades en el caso de Klaus. El problema del idioma se había solucionado mediante el envío de e-mails, que Lotte se hacía traducir por uno de sus mecánicos. Una tarde Ingrid apareció por su casa con un regalo: un diccionario alemán-español que Lotte le agradeció efusivamente aunque en el fondo estaba segura de que se trataba de un obsequio absolutamente inútil. Poco después, sin embargo, mientras miraba las fotografías que aparecían en el dossier del caso de Klaus que le había dado la abogada, cogió el diccionario de Ingrid y se puso a buscar algunas palabras. Al cabo de los días, y con no poco asombro, se dio cuenta de que tenía una facilidad innata para los idiomas.

En 1996 volvió a Santa Teresa y le pidió a Ingrid que la acompañara. Ingrid salía entonces con un chico que trabajaba en un estudio de arquitectura, aunque no era arquitecto, y una noche ambos la invitaron a cenar. El chico estaba muy interesado en lo que ocurría en Santa Teresa y por un momento Lotte sospechó que Ingrid quería viajar con su novio, pero Ingrid le dijo que no era, todavía, su novio, y que estaba dispuesta a acompañarla.

El juicio, que debía celebrarse en 1996, finalmente se aplazó y Lotte e Ingrid permanecieron nueve días en Santa Teresa visitando a Klaus cada vez que podían, paseando en coche por la ciudad y encerradas en la habitación del hotel viendo televisión. A veces, por la noche, Ingrid le avisaba que se iba a tomar una copa al bar del hotel o que se iba a bailar a la discoteca del hotel y Lotte se quedaba sola y entonces cambiaba de canal, pues Ingrid siempre ponía programas en inglés, y ella prefería ver programas mexicanos, que era una manera, pensaba ella, de acercarse a su hijo.

En dos ocasiones Ingrid no regresó a la habitación hasta pasadas las cinco de la mañana y siempre encontró a Lotte despierta, sentada a los pies de la cama o en un sillón y con la tele encendida. Una noche en que Ingrid no estaba la llamó Klaus por teléfono y a Lotte lo primero que se le vino a la cabeza fue que Klaus se había fugado de aquella horrible cárcel a orillas del desierto. Klaus le preguntó, con un tono de voz normal, más bien relajado, qué tal estaba y Lotte le respondió que bien y ya no supo decir nada más. Cuando recuperó el control de sí misma le preguntó desde dónde la llamaba.

—Desde la cárcel —dijo Klaus.

Lotte miró su reloj.

—¿Cómo es que te permiten hacer una llamada a esta hora? —dijo.

—Nadie me permite nada —dijo Klaus, y se rió—, te llamo desde mi móvil.

Entonces Lotte recordó que la abogada le había dicho que Klaus tenía un móvil y luego siguieron hablando de otras cosas, hasta que Klaus le dijo que había tenido un sueño y la voz le cambió, ya no era una voz serena, casual, sino una voz de tonos profundos, que le recordó a Lotte la vez que había visto a un actor, en Alemania, recitar un poema. El poema no lo recordaba, un poema clásico, seguramente, pero la voz del actor era como para no olvidarla jamás.

—¿Qué has soñado? —dijo Lotte.

—¿No lo sabes? —dijo Klaus.

—No sé —dijo Lotte.

—Entonces es mejor que no te lo diga —dijo Klaus, y cortó la comunicación.

El primer impulso de Lotte fue llamarlo de inmediato y seguir hablando con él, pero no tardó en darse cuenta de que no sabía su número, así que, tras dudar unos minutos, llamó a Victoria Santolaya, la abogada, aun a sabiendas de que llamar a esa hora era de mala educación, y cuando la abogada por fin se puso al teléfono Lotte le explicó, en una mezcla de alemán, español e inglés, que necesitaba saber el número del móvil de Klaus. Tras un largo silencio la abogada le deletreó los números hasta asegurarse de que Lotte los había escrito correctamente y luego colgó.

Ese «largo silencio», por otra parte, a Lotte le pareció cargado de interrogantes, pues la abogada no dejó el teléfono para ir a buscar la agenda en donde tenía anotado el número de Klaus, sino que se mantuvo en silencio, al otro lado del aparato, posiblemente en una actitud pensativa, mientras decidía si se lo daba o no se lo daba. En cualquier caso Lotte la oyó respirar en medio de ese «largo silencio», se podría decir que la oyó debatirse entre dos posibilidades. Luego Lotte llamó al móvil de Klaus, pero la línea daba ocupado. Esperó diez minutos y volvió a llamar y seguía dando ocupado. ¿Con quién hablará Klaus a estas horas de la noche?, pensó.

Cuando al día siguiente lo fue a visitar prefirió no sacar a colación este asunto ni preguntarle nada. La actitud de Klaus, por otra parte, era la misma de siempre, distante, frío, como si no fuera él quien estaba preso.

Durante esta segunda visita a México Lotte, pese a todo, no se sintió tan perdida como la primera vez. En ocasiones, mientras esperaba en la cárcel, hablaba con las mujeres que iban a visitar a los presos. Aprendió a decir: bonito niño o lindo chamaco, cuando las mujeres llevaban un niño o una niña a la rastra, o: buena viejita o simpática viejita, cuando veía a las madres o abuelas de los presos, envueltas en rebozos, que aguardaban en la cola la hora de entrada con gestos impertérritos o resignados. Ella misma, al tercer día de estancia, se compró un rebozo, y a veces, mientras caminaba detrás de Ingrid y de la abogada, no podía evitar las lágrimas y entonces el rebozo le servía para cubrirse la cara y tener un poco de intimidad.

En 1997 volvió a México, pero esta vez lo hizo sola porque Ingrid había conseguido un buen trabajo y no pudo acompañarla. El español de Lotte, que se había aplicado en su aprendizaje, era mucho mejor y ya podía hablar por teléfono con la abogada. El viaje transcurrió sin ningún incidente, aunque nada más llegar a Santa Teresa, por la cara que puso Victoria Santolaya cuando la vio y luego por el abrazo excesivamente largo en que se fundió con ella, comprendió que pasaba algo raro. El juicio, que transcurrió como en un sueño, duró veinte días y al final declararon a Klaus culpable de cuatro asesinatos.

Esa noche la abogada la acompañó al hotel y como no hacía ningún ademán de marcharse Lotte creyó que quería decirle algo y no sabía cómo, así que la invitó a tomar una copa al bar, pese a que se encontraba cansada y lo que más deseaba era meterse en la cama y dormir. Mientras bebían junto a un ventanal desde el que se observaban los faros de los coches que pasaban por una gran avenida bordeada de árboles, la abogada, que parecía tan cansada como ella, empezó a maldecir en español, o eso creyó Lotte, y luego se puso a llorar sin ningún recato. Esta mujer está enamorada de mi hijo, pensó. Antes de marcharse de Santa Teresa Victoria Santolaya le dijo que el juicio había estado viciado de irregularidades y que probablemente lo declararían nulo. En cualquier caso, aseguró, yo voy a recurrir. Durante el viaje de vuelta en coche, mientras conducía por el desierto, Lotte estuvo pensando en su hijo, al que la sentencia no había afectado en lo más mínimo, y en la abogada, y pensó que ambos, de una manera muy extraña pero también muy natural, hacían una buena pareja.

En 1998 el juicio se declaró nulo y se fijó fecha para un segundo juicio. Una noche, mientras hablaba por teléfono desde Paderborn con Victoria Santolaya, le preguntó a bocajarro si había algo más entre ella y su hijo.

—Sí, hay algo más —dijo la abogada.

—¿Y no sufre usted demasiado? —dijo Lotte.

—No más que usted —dijo Victoria Santolaya.

—No lo entiendo —dijo Lotte—, yo soy su madre pero usted tenía libertad de elegir.

—En el amor nadie elige —dijo Victoria Santolaya.

—¿Y Klaus le corresponde? —dijo Lotte.

—Soy yo la que se acuesta con él —dijo con brusquedad Victoria Santolaya.

Lotte no entendió a qué se refería. Pero luego recordó que en México, al igual que en Alemania, todo preso tenía derecho a una visita conyugal o visita de pareja. Ella había visto un programa de televisión sobre eso. Los cuartos donde los presos estaban con sus mujeres eran tristísimos, recordó. Las mujeres se esmeraban en arreglarlos pero sólo conseguían convertir, con flores y pañuelos, los tristes cuartos despersonalizados en tristes cuartos de prostíbulos baratos. Y eso era en buenas cárceles alemanas, pensó Lotte, cárceles sin sobrepoblación, limpias, funcionales, no quería ni pensar cómo sería una visita conyugal en la cárcel de Santa Teresa.

—Me parece admirable lo que usted hace por mi hijo —dijo Lotte.

—No es nada —dijo la abogada—, lo que recibo de Klaus no tiene precio.

Esa noche, antes de dormirse, pensó en Victoria Santolaya y en Klaus y los imaginó a ambos en Alemania o en cualquier lugar de Europa y vio a Victoria Santolaya con la barriga inflada esperando un hijo de Klaus y luego se quedó dormida como un bebé.

En 1998 Lotte viajó dos veces a México y estuvo en total cuarentaicinco días en Santa Teresa. El juicio se postergó hasta 1999. Cuando llegó a Tucson en el vuelo procedente de Los Ángeles tuvo problemas con los de la agencia de alquiler de coches, que se negaban a alquilarle uno debido a su edad.

—Soy vieja pero sé conducir —dijo Lotte en español— y jamás he tenido un pinche accidente.

Tras perder media mañana discutiendo Lotte llamó a un taxi y se marchó en taxi a Santa Teresa. El taxista se llamaba Steve Hernández y hablaba español y mientras atravesaban el desierto le preguntó qué era lo que la llevaba a México.

—Voy a ver a mi hijo —dijo Lotte.

—La próxima vez que venga —dijo el taxista—, dígale a su hijo que la vaya a buscar a Tucson, porque el viaje no le va a salir barato.

—Qué más quisiera yo —dijo Lotte.

En 1999 volvió a México y esta vez la abogada fue a esperarla a Tucson. Aquél no fue un buen año para Lotte. Los negocios en Paderborn no iban bien y estaba pensando seriamente en vender el taller y el edificio, incluida su propia casa. Su salud no era buena. Los médicos que la vieron no le encontraron nada, pero Lotte a veces se sentía incapaz de hacer la tarea más sencilla. Cada vez que hacía mal tiempo se resfriaba y tenía que pasarse varios días en cama, a veces con fiebre alta.

El año 2000 no pudo ir a México pero hablaba cada semana con la abogada y ésta la mantenía informada sobre las últimas novedades referentes a Klaus. Cuando no hablaban por teléfono se comunicaban mediante e-mails e incluso se hizo instalar un fax en su casa para recibir los documentos nuevos que fueran apareciendo en torno al caso de las mujeres asesinadas. Durante aquel año que no fue a México Lotte se preparó concienzudamente para estar bien de salud y poder viajar al año siguiente. Tomó vitaminas, contrató a un fisioterapeuta, visitó una vez a la semana a un chino que practicaba la acupuntura. Siguió una dieta especial con mucha fruta fresca y ensaladas. Dejó de comer carne, que sustituyó por pescado.

Cuando llegó el año 2001 se encontraba dispuesta para emprender otro viaje a México, aunque su salud, pese a todos los cuidados que tomaba, ya no era la de antes. Y sus nervios, como se verá a continuación, tampoco.

Mientras esperaba en el aeropuerto de Frankfurt el vuelo que la llevaría a Los Ángeles entró en una librería y compró un libro y un par de revistas. Lotte no era una buena lectora, signifique eso lo que signifique, y si de tanto en tanto compraba un libro generalmente era de esos que escriben los actores cuando se jubilan o cuando pasan mucho tiempo sin hacer una película, o biografías de gente famosa, o esos libros que escriben los presentadores televisivos y que aparentemente están llenos de anécdotas interesantes pero en donde en realidad ni siquiera hay una sola anécdota.

Esta vez, sin embargo, por un descuido o por las prisas para no perder la conexión, compró un libro titulado El rey de la selva, cuyo autor era un tal Benno von Archimboldi. El libro, que no tenía más de ciento cincuenta páginas, hablaba de un cojo y de una tuerta y de sus dos hijos, un chico al que le gustaba nadar y una niña que seguía a su hermano hasta los acantilados. Mientras el avión cruzaba el océano Atlántico Lotte se dio cuenta, con estupor, de que estaba leyendo una parte de su infancia.

El estilo era extraño, la escritura era clara y en ocasiones incluso transparente pero la manera en que se sucedían las historias no llevaba a ninguna parte: sólo quedaban los niños, sus padres, los animales, algunos vecinos y al final, en realidad, lo único que quedaba era la naturaleza, una naturaleza que poco a poco se iba deshaciendo en un caldero hirviendo hasta desaparecer del todo.

Mientras los pasajeros dormían Lotte empezó a leer por segunda vez la novela, saltándose las partes que no hablaban de su familia o de su casa o de sus vecinos o de su patio, y al final no le cupo ninguna duda de que el autor, ese tal Benno von Archimboldi, era su hermano, aunque también cabía la posibilidad de que el autor hubiera hablado con su hermano, posibilidad que Lotte rechazó en el acto porque a su juicio había cosas en el libro que su hermano jamás le habría contado a nadie, sin parar mientes en que escribiéndolo se lo contaba a todos.

En la solapa no había foto del autor, aunque sí una fecha de nacimiento, 1920, el mismo año en que nació su hermano, y una larga lista de títulos, todos publicados por la misma editorial. También se informaba de que Benno von Archimboldi había sido traducido a una docena de idiomas y que, desde hacía algunos años, era candidato al Premio Nobel. Mientras esperaba en Los Ángeles la combinación a Tucson se dedicó a buscar más libros de Archimboldi, pero en las librerías del aeropuerto sólo había libros de extraterrestres, gente que había sido abducida, encuentros en la tercera fase y avistamientos de platillos voladores.

En Tucson la esperaba la abogada y durante el trayecto hasta Santa Teresa se dedicaron a hablar del caso, que según la abogada estaba desde hacía mucho tiempo en punto muerto, lo cual era bueno, aunque eso Lotte no lo entendió, pues para ella estar en punto muerto era más bien malo. Sin embargo, prefirió no llevarle la contraria y se dedicó a admirar el paisaje. Las ventanas del coche estaban bajadas y el aire del desierto, un aire dulzón y cálido, era todo cuanto Lotte necesitaba después del viaje en avión.

Ese mismo día fue a la cárcel y se sintió feliz cuando una viejita la reconoció.

—Felices los ojos que la ven, seño —dijo la viejita.

—Ay, Monchita, ¿cómo está usted? —dijo Lotte mientras la abrazaba largamente.

—Pues aquí donde me ve, güerita, en el calvario de siempre —le respondió la viejita.

—Un hijo es un hijo —sentenció Lotte, y se volvieron a abrazar.

A Klaus lo encontró igual que siempre, distante, frío, un poco más delgado, pero igual de fuerte, con el mismo gesto casi imperceptible de desagrado que tenía desde los diecisiete años. Hablaron de cosas intrascendentes, de Alemania (aunque a Klaus todo lo que tuviera que ver con Alemania no parecía interesarle en lo más mínimo), del viaje, de la situación del taller mecánico, y cuando la abogada se marchó porque tenía que hablar con un funcionario de la prisión Lotte le contó lo del libro de Archimboldi que había leído durante el viaje. Al principio Klaus no pareció interesado, pero cuando Lotte sacó el libro del bolso y empezó a leer las partes que había subrayado el semblante de Klaus cambió.

—Si quieres te dejaré el libro —dijo Lotte.

Klaus asintió y quiso coger el libro de inmediato, pero Lotte no lo soltó.

—Antes déjame anotar algo —dijo mientras sacaba su agenda y escribía las señas de la editorial en ella. Luego le entregó el libro.

Esa noche, mientras Lotte estaba en el hotel bebiendo zumo de naranja y comiendo galletitas y viendo los programas nocturnos de algunos canales de televisión mexicanos, ya de madrugada, realizó una llamada de larga distancia a las oficinas de la editorial de Bubis en Hamburgo. Pidió hablar con el editor.

—Editora —dijo la secretaria—, la señora Bubis, pero aún no ha llegado, llame más tarde, por favor.

—De acuerdo —dijo Lotte—, llamaré más tarde. —Y tras dudar un momento añadió—. Dígale que ha llamado Lotte Haas, la hermana de Benno von Archimboldi.

Luego colgó y llamó a la recepción y pidió que la despertaran al cabo de tres horas. Sin desvestirse se puso a dormir. Oyó ruidos en el pasillo. La tele seguía encendida pero sin sonido. Soñó con un cementerio en donde estaba la tumba de un gigante. La losa se partía y el gigante asomaba una mano, luego otra, luego la cabeza, una cabeza ornada con una larga cabellera rubia llena de tierra. Se despertó antes de que la llamaran desde la recepción. Volvió a poner el sonido a la tele y se pasó un rato dando vueltas por la habitación y mirando de reojo un programa de cantantes aficionados.

Cuando sonó el teléfono le dio las gracias al recepcionista y volvió a llamar a Hamburgo. La misma secretaria le contestó y le dijo que la editora ya había llegado. Lotte esperó unos segundos hasta que escuchó la voz bien timbrada de una mujer que había recibido, eso le pareció, una educación superior.

—¿Es usted la editora? —dijo Lotte—. Yo soy la hermana de Benno von Archimboldi, es decir, de Hans Reiter —declaró, y luego se quedó callada porque no se le ocurrió qué más podía decir.

—¿Se siente usted bien? ¿Puedo hacer algo por usted? Me ha dicho mi secretaria que llama desde México.

—Sí, llamo desde México —dijo Lotte a punto de ponerse a llorar.

—¿Vive usted en México? ¿Desde qué lugar de México telefonea?

—Yo vivo en Alemania, señora, en Paderborn, y tengo un taller de mecánica y algunas propiedades.

—Ah, muy bien —dijo la editora.

Sólo entonces Lotte se dio cuenta, sin saber muy bien por qué, tal vez por la forma de exclamar que tenía la editora, o por la forma de preguntar, de que se trataba de una mujer mayor que ella, es decir de una mujer muy vieja.

Entonces se abrió la esclusa y Lotte le dijo que hacía mucho que no veía a su hermano, que su hijo estaba preso en México, que su marido había muerto, que ella no se había vuelto a casar, que la necesidad y la desesperación la habían hecho aprender español, que aún se enredaba con este idioma, que su madre había muerto y que probablemente su hermano aún no lo sabía, que pensaba vender su taller mecánico, que había leído un libro de su hermano en el avión, que casi se muere de sorpresa, que mientras cruzaba el desierto lo único que había hecho era pensar en él.

Después Lotte pidió perdón y en ese momento se dio cuenta de que estaba llorando.

—¿Cuándo piensa estar de vuelta en Paderborn? —oyó que le preguntaba la editora.

Y luego:

—Déme su dirección.

Y luego:

—Usted era una niña muy rubia y muy pálida y a veces su madre la llevaba cuando iba a trabajar a la casa.

Lotte pensó: ¿a qué casa se refiere?, y: ¿cómo podría yo acordarme de eso? Pero luego pensó en la única casa adonde iban a trabajar algunas personas de la aldea, la casa solariega del barón Von Zumpe, y entonces recordó la casa y los días en que iba con su madre y la ayudaba a quitar el polvo, a barrer, a bruñir los candelabros, a encerar el piso. Pero antes de que pudiera decir nada, la editora dijo:

—Espero que pronto tenga noticias de su hermano. Ha sido un placer hablar con usted. Hasta la vista.

Y colgó. En México Lotte aún permaneció un rato más con el teléfono pegado a su oreja. Los ruidos que oía eran como los ruidos del abismo. Los ruidos que oye una persona cuando se desploma por el abismo.

Una noche, tres meses después de haber vuelto a Alemania, apareció Archimboldi.

Lotte estaba a punto de acostarse, llevaba puesto el camisón de dormir y entonces sonó el timbre. Preguntó por el interfono quién era.

—Soy yo —dijo Archimboldi—, tu hermano.

Esa noche se quedaron hablando hasta que amaneció. Lotte habló de Klaus y de las muertes de mujeres en Santa Teresa. También habló de los sueños de Klaus, esos sueños en donde aparecía un gigante que lo iba a rescatar de la cárcel, aunque tú, le dijo a Archimboldi, ya no pareces un gigante.

—Nunca lo he sido —dijo Archimboldi mientras daba una vuelta por la sala y el comedor de la casa de Lotte y se detenía junto a una repisa en donde se alineaban más de una docena de libros suyos.

—Ya no sé qué hacer —dijo Lotte después de un largo silencio—. Ya no tengo fuerzas. No entiendo nada y lo poco que entiendo me da miedo. Nada tiene sentido —dijo Lotte.

—Sólo estás cansada —dijo su hermano.

—Vieja y cansada. Me hace falta tener nietos —dijo Lotte—. Tú sí que estás viejo —dijo Lotte—. ¿Cuántos años tienes?

—Más de ochenta —dijo Archimboldi.

—Tengo miedo de enfermarme —dijo Lotte—. ¿Es verdad que puedes ganar el Premio Nobel? —dijo Lotte—. Tengo miedo de que Klaus muera. Es orgulloso, no sé a quién habrá salido. Werner no era así —dijo Lotte—. Papá y tú tampoco. ¿Por qué cuando hablas de papá lo llamas el cojo? ¿Por qué a mamá la tuerta?

—Porque lo eran —dijo Archimboldi—, ¿lo has olvidado?

—A veces sí —dijo Lotte—. La cárcel es horrible, horrible —dijo Lotte—, aunque poco a poco te acostumbras. Es como contraer una enfermedad —dijo Lotte—. La señora Bubis se mostró muy amable conmigo, hablamos poco pero fue muy amable —dijo Lotte—. ¿La conozco? ¿La he visto alguna vez?

—Sí —dijo Archimboldi—, pero eras pequeña y ya no te acuerdas.

Después tocó con la punta de los dedos sus libros. Los había de todas las clases: de tapa dura, edición rústica, ediciones de bolsillo.

—Hay tantas cosas de las que ya no me acuerdo —dijo Lotte—. Buenas, malas, peores. Pero de la gente amable nunca me olvido. Y la señora editora era muy amable —dijo Lotte—, aunque mi hijo se pudre en una cárcel mexicana. ¿Y quién se va a preocupar por él? ¿Quién lo va a recordar cuando yo me muera? —dijo Lotte—. Mi hijo no tiene hijos, no tiene amigos, no tiene nada —dijo Lotte—. Mira, ha empezado a amanecer. ¿Quieres un té, un café, un vaso de agua?

Archimboldi se sentó y estiró las piernas. Los huesos le crujieron.

—¿Tú te ocuparás de todo?

—Una cerveza —dijo.

—No tengo cerveza —dijo Lotte—. ¿Tú te ocuparás de todo?

Fürst Pückler.

Si te quieres tomar un buen helado de chocolate, vainilla y fresa, puedes pedir un fürst Pückler. Te traerán un helado de tres sabores, pero no tres sabores cualquiera sino exactamente de chocolate, vainilla y fresa. Eso es lo que es un fürst Pückler.

Cuando Archimboldi dejó a su hermana se marchó a Hamburgo, donde pensaba coger un vuelo directo a México. Como el vuelo no salía hasta la mañana del día siguiente se fue a dar una vuelta por un parque que no conocía, un parque muy grande y lleno de árboles y caminitos adoquinados por donde paseaban mujeres con sus hijos y jóvenes patinadores y de vez en cuando estudiantes en bicicleta, y se sentó en la terraza de un bar, una terraza bastante alejada del bar propiamente dicho, como si dijéramos una terraza en medio del bosque, y se puso a leer y luego pidió un sándwich y una cerveza y los pagó, y luego pidió un fürst Pückler y lo pagó porque en la terraza había que pagar de inmediato todas las consumiciones.

En esa misma terraza, por otra parte, sólo estaba él y a tres mesas de distancia (mesas de hierro forjado, macizo, elegantes y diríase difíciles de robar) había un caballero de edad avanzada aunque no tan avanzada como Archimboldi, que leía una revista y se tomaba un capuchino. Cuando Archimboldi estaba a punto de terminar su helado el caballero le preguntó si le había gustado.

—Sí, me ha gustado —dijo Archimboldi y luego sonrió.

El caballero, impelido o animado por esta sonrisa amistosa, se levantó de su silla y se sentó a una mesa de distancia.

—Permítame que me presente —dijo—. Me llamo Alexander fürst Pückler. El, ¿cómo llamarlo?, creador de este helado —dijo— fue un antepasado mío, un fürst Pückler muy brillante, gran viajero, hombre ilustrado, cuyas principales aficiones eran la botánica y la jardinería. Por supuesto, él pensaba, si alguna vez pensó en esto, que pasaría a la, ¿cómo llamarlo?, historia por alguno de los muchos opúsculos que escribió y publicó, crónicas de viaje mayormente, pero no necesariamente crónicas de viaje al uso, sino libritos que aún hoy resultan encantadores, y muy, ¿cómo llamarlo?, lúcidos, en fin, lúcidos dentro de lo que cabe, libritos en donde pareciera que el fin último de cada uno de sus viajes fuera examinar un determinado jardín, en ocasiones jardines olvidados, dejados de la mano de Dios, abandonados a su suerte, y cuya gracia mi ilustre antepasado sabía encontrar en medio de tanta maleza y tanta desidia. Sus libritos, pese a su, ¿cómo llamarlo?, revestimiento botánico, están llenos de observaciones ingeniosas y a través de ellos uno puede hacerse una idea bastante aproximada de la Europa de su tiempo, una Europa a menudo convulsa, cuyas tempestades en ocasiones llegaban hasta las orillas del castillo de la familia, ubicado, como usted sabrá, en las cercanías de Görlitz. Por supuesto, mi antepasado no era ajeno a las tempestades, del mismo modo que no era ajeno a las vicisitudes de la, ¿cómo llamarlo?, condición humana. Y por lo tanto escribía y publicaba y a su manera, humilde pero con buena prosa alemana, alzaba su voz contra la injusticia. Creo que no le interesaba saber adónde va el alma cuando el cuerpo muere, aunque algunas páginas sobre eso también escribió. Le interesaba la dignidad y le interesaban las plantas. Sobre la felicidad no dijo una palabra, supongo que porque la consideraba algo estrictamente privado y acaso, ¿cómo llamarlo?, pantanoso o movedizo. Tenía un gran sentido del humor, aunque algunas de sus páginas podrían contradecirme con facilidad. Y probablemente, puesto que no era un santo y ni siquiera un hombre valiente, sí pensó en la posteridad. En el busto, en la estatua ecuestre, en los infolios guardados para siempre en una biblioteca. Lo que no pensó jamás fue que pasaría a la historia por darle el nombre a una combinación de helados de tres sabores. Eso se lo puedo asegurar. Y bien, ¿qué le parece?

—No sé qué pensar —dijo Archimboldi.

—Ya nadie recuerda al fürst Pückler botánico, nadie recuerda al jardinero ejemplar, nadie ha leído al escritor. Pero todos, en algún momento de su vida, han saboreado un fürst Pückler, que son especialmente atractivos y buenos en primavera y en otoño.

—¿Por qué no en verano? —dijo Archimboldi.

—Porque en verano resultan algo empalagosos. Para el verano lo mejor son los helados de agua, no los de leche.

De pronto se encendieron las luces del parque, aunque hubo un segundo de oscuridad total, como si alguien hubiera arrojado una manta negra sobre algunos barrios de Hamburgo.

El caballero suspiró, debía de rondar los setenta años, y luego dijo:

—Vaya legado más misterioso, ¿no cree usted?

—Sí, sí, en efecto, así lo creo —dijo Archimboldi mientras se levantaba y se despedía del descendiente de fürst Pückler.

Poco después salió del parque y a la mañana siguiente se marchó a México.