Veinte días tardó Archimboldi en pasar a máquina su novela. Hizo una copia con papel carbón y luego buscó, en la biblioteca pública que acababa de reabrir sus puertas, los nombres de dos editoriales a las que enviar el manuscrito. Al cabo de un largo escrutinio se dio cuenta de que las editoriales de muchos de sus libros favoritos hacía tiempo que habían dejado de existir, algunas por problemas económicos o por desidia o desinterés de sus propietarios, otras porque los nazis las habían cerrado o habían encarcelado a sus editores y algunas porque habían sido borradas por los bombardeos aliados.
Una de las bibliotecarias, que lo conocía y sabía que escribía, le preguntó si tenía un problema y Archimboldi le contó que buscaba editoriales literarias que aún permanecieran en activo. La bibliotecaria le dijo que ella lo podía ayudar. Durante un rato estuvo mirando unos papeles y luego hizo una llamada telefónica. Cuando volvió le entregó a Archimboldi una lista de veinte editoriales, el mismo número de días que había invertido en mecanografiar su novela, lo que sin duda constituía un buen presagio. Pero el problema era que sólo tenía el original y una copia y que por lo tanto debía escoger únicamente dos. Esa noche, de pie en la puerta del bar, de tanto en tanto sacaba el papel y lo estudiaba. Nunca como entonces los nombres de las editoriales le parecieron tan hermosos, tan distinguidos, tan llenos de promesas y de sueños. Decidió, empero, ser prudente y no dejarse llevar por el entusiasmo. El original lo fue a dejar personalmente a una editorial de Colonia. Ésta tenía la ventaja de que si se lo rechazaban el mismo Archimboldi podía ir a recuperar el manuscrito para enviarlo, acto seguido, a otra editorial. La copia en papel carbón la envió a una casa de Hamburgo que había publicado libros de la izquierda alemana hasta 1933, cuando el gobierno nazi no sólo cerró la empresa sino que también pretendió enviar a un campo de prisioneros a su editor, el señor Jacob Bubis, cosa que hubiera hecho si el señor Bubis no se les hubiera adelantado tomando el camino del exilio.
Al cabo de un mes de hacer ambos envíos la editorial de Colonia le respondió que su novela Lüdicke, pese a los innegables méritos que poseía, no entraba, lamentablemente, en sus planes de edición, pero que no dejara de enviarle su próxima novela. No quiso decirle a Ingeborg lo que había pasado y ese mismo día Archimboldi fue a recuperar su manuscrito, lo que le llevó algunas horas, pues en la editorial nadie parecía saber dónde se hallaba y Archimboldi no se mostró en modo alguno dispuesto a marcharse sin él. Al día siguiente lo llevó personalmente a otra editorial de Colonia, quienes lo rechazaron al cabo de un mes y medio más o menos con las mismas palabras que la primera editorial, tal vez añadiendo más adjetivos, tal vez deseándole una mejor fortuna en su próximo intento.
Ya sólo quedaba una editorial en Colonia, una editorial que de vez en cuando publicaba alguna novela o algún libro de poesía o algún libro de historia, pero el grueso de cuyo catálogo estaba compuesto por manuales prácticos de uso cotidiano que lo mismo instruían a mantener adecuadamente un jardín como a la correcta administración de los primeros auxilios o a la reutilización de los cascotes de las casas destruidas. La editorial se llamaba El Consejero y, al contrario que en las dos tentativas anteriores, esta vez salió a recibir el manuscrito el editor en persona. Y no fue por falta de empleados, como le hizo notar a Archimboldi, pues en la editorial trabajaban por lo menos cinco personas, sino porque al editor le gustaba ver la cara que tenían los escritores que pretendían publicar en su casa. La conversación que tuvieron fue, tal como la recordaba Archimboldi, extraña. El editor tenía cara de gángster. Era un tipo joven, sólo un poco mayor que él, vestido con un traje de excelente corte que le quedaba, sin embargo, un poco estrecho, como si subrepticiamente, de la noche a la mañana, hubiera engordado diez kilos.
Durante la guerra había servido en una unidad de paracaidistas, aunque nunca, se apresuró a aclarar, saltó en paracaídas, pese a que ganas no le faltaron. En su historial militar se contaba la participación en varias batallas, en diferentes teatros de operaciones, sobre todo en Italia y en Normandía. Aseguraba haber experimentado un bombardeo en alfombra de la aviación norteamericana. Y decía conocer la fórmula para soportarlo. Como Archimboldi había hecho toda la guerra en el este no tenía idea de qué significaba un bombardeo en alfombra y así lo expresó. El editor, que se llamaba Michael Bittner pero al que le gustaba o le complacía que sus amigos lo llamaran Mickey, como el ratoncito, le explicó que un bombardeo en alfombra era cuando un montón de aviones enemigos, pero un montón grande, enorme, superlativo, dejaba caer sus bombas sobre un terreno limitado del frente, un trozo de campo previamente acotado, hasta que de él no quedaba ni una brizna de hierba.
—No sé si me he explicado con claridad, Benno —dijo mirando a Archimboldi fijamente a los ojos.
—Se ha explicado usted con claridad meridiana, Mickey —dijo Archimboldi al tiempo que pensaba que el tipo en cuestión no sólo era pesado sino también ridículo, con esa ridiculez que sólo tienen los histriones y los pobres diablos convencidos de haber participado en un momento determinante de la historia, cuando es bien sabido, pensó Archimboldi, que la historia, que es una puta sencilla, no tiene momentos determinantes sino que es una proliferación de instantes, de brevedades que compiten entre sí en monstruosidad.
Pero Mickey Bittner lo que quería, el pobre infeliz embutido en su estrecho traje de tan buen corte, era explicarle el efecto que causaba en los soldados el bombardeo en alfombra y el sistema que él ideó para combatirlo. El ruido. Lo primero es el ruido. El soldado está en su trinchera o en su posición mal fortificada y de pronto oye el ruido. Ruido de aviones. Pero no ruido de cazas o de cazabombarderos, que es un ruido rápido, si se me permite hablar así, un ruido de vuelo bajo, sino un ruido que llega de lo más alto del cielo, un ruido ronco y bronco que no presagia nada bueno, como si se acercara una tormenta y las nubes chocaran entre sí, pero el problema es que no hay nubes ni tormenta. Por supuesto, el soldado alza la vista. Al principio no ve nada. El artillero alza la vista. No ve nada. El ametralladorista, el servidor de una pieza de mortero, el explorador de avanzada alzan la vista y no ven nada. El conductor de un vehículo blindado o de un cañón de asalto alza la vista. Tampoco ve nada. Por precaución, sin embargo, el conductor saca su vehículo de la carretera. Lo estaciona debajo de un árbol o lo cubre con una malla de camuflaje. Justo después aparecen los primeros aviones.
Los soldados los miran. Son muchos, pero los soldados creen que se dirigen a bombardear alguna ciudad en la retaguardia. Ciudad o puentes o líneas férreas. Son muchos, tantos que ennegrecen el cielo, pero sus objetivos seguramente están en alguna zona industrial de Alemania. Para sorpresa general los aviones sueltan sus bombas y las bombas caen en un área limitada. Y después de la primera oleada llega una segunda oleada. El ruido entonces se hace ensordecedor. Las bombas caen y abren cráteres en la tierra. Los bosquecillos se incendian. El boscaje, la principal trinchera de Normandía, empieza a desaparecer. Todos los setos saltan. Las terrazas se desmoronan. Muchos soldados se quedan sordos momentáneamente. Unos pocos no pueden soportarlo y echan a correr. En ese momento ya está sobre el campo acotado la tercera oleada de aviones descargando sus bombas. El ruido, algo que parecía imposible, se hace mayor. Más vale decirle ruido. Se le podría llamar estruendo, rugido, fragor, martilleo, suma estridencia, mugido de los dioses, pero ruido es una palabra sencilla que designa igual de mal aquello que no tiene nombre. El ametralladorista muere. Sobre su cuerpo muerto cae de lleno otra bomba. Sus huesos y los jirones de carne se esparcen por lugares que treinta segundos después serán batidos por otras bombas. El servidor de la pieza de morteros es volatilizado. El conductor del vehículo blindado pone en marcha su vehículo e intenta buscar un refugio mejor pero en el camino recibe el impacto de una bomba y luego otras dos bombas convierten el vehículo y al conductor en una sola cosa informe a mitad de camino entre la chatarra y la lava. Después viene la cuarta y la quinta oleada. Todo arde. Eso no parece Normandía sino la luna. Cuando los bombarderos han terminado de descargar sobre el terreno previamente acotado no se oye ni un solo pájaro. De hecho, en las áreas vecinas, tanto a la izquierda como a la derecha de las divisiones que han sido castigadas, donde no ha caído ni una sola bomba, tampoco se oye ni un solo pájaro.
Entonces aparecen las tropas enemigas. Para ellos, adentrarse en ese territorio gris acero, humeante, lleno de cráteres, es una experiencia que no carece de cierto horror. De entre la tierra ferozmente removida se alza de tanto en tanto un soldado alemán con ojos de loco. Algunos se rinden llorando. Otros, los paracaidistas, los veteranos de la Wehrmacht, algunos batallones de infantería SS, abren fuego, intentan restablecer la línea de mando, retrasar el avance enemigo. Unos pocos de esos soldados, los más indómitos, muestran claros signos de haber bebido. Entre éstos sin duda está el paracaidista Mickey Bittner, pues su receta para aguantar cualquier tipo de bombardeo es precisamente ésta: beber schnaps, beber coñac, beber aguardiente, beber grappa, beber whisky, beber cualquier bebida fuerte, incluso vino si no hay más remedio, para de esta manera evadirse de los ruidos, o para confundir los ruidos con las pulsaciones y circunvoluciones del cerebro.
Después Mickey Bittner quiso saber de qué iba la novela de Archimboldi y si se trataba de su primera novela o ya tenía una obra literaria a sus espaldas. Archimboldi le dijo que era su primera novela y le contó a grandes trazos su argumento. Le veo posibilidades, dijo Bittner. Acto seguido añadió: pero este año no se la podremos publicar. Y luego dijo: por supuesto, ni hablar de anticipo. Y más tarde aclaró: le daremos el cinco por ciento del precio de venta, un trato más que justo. Y luego confesó: en Alemania ya no se lee como antes, ahora hay cosas más prácticas en las que pensar. Y entonces Archimboldi tuvo la certeza de que ese tipo hablaba por hablar y que probablemente todos los mierdas de paracaidistas, los perros de Student, hablaban por hablar, sólo para escuchar su voz y comprobar que nadie, todavía, los había colgado.
Durante unos días Archimboldi estuvo pensando que lo que Alemania realmente necesitaba era una guerra civil.
No tenía ninguna fe en que Bittner, que seguramente no sabía nada de literatura, le fuera a publicar la novela. Se sentía nervioso y se le fueron las ganas de comer. Casi no leía y lo poco que leía lo turbaba tanto que nada más empezar un libro tenía que cerrar las páginas, pues se ponía a temblar y experimentaba unos deseos irrefrenables de salir a la calle y caminar. Hacer el amor sí que lo hacía, aunque en ocasiones, en mitad del acto, se iba a otro planeta, un planeta nevado en donde él memorizaba el cuaderno de Ansky.
—¿Dónde estás? —le decía Ingeborg cuando esto sucedía.
Hasta la voz de la mujer que amaba le llegaba como desde muy lejos. Al cabo de dos meses de no recibir respuesta, ni negativa ni afirmativa, Archimboldi se presentó en la editorial y pidió hablar con Mickey Bittner. La secretaria le dijo que el señor Bittner ahora se dedicaba al negocio de importación-exportación de bienes de primera necesidad y que muy raramente se le podía hallar en la editorial, que seguía siendo suya, naturalmente, aunque él casi no apareciera por allí. Tras insistir, Archimboldi obtuvo la dirección de la nueva oficina de Bittner, instalada en el extrarradio de Colonia. En un barrio de viejas fábricas del siglo XIX, encima de un almacén en donde se acumulaban grandes embalajes, estaba la oficina del nuevo negocio de Bittner, aunque a éste tampoco lo encontró allí.
En su lugar había tres veteranos paracaidistas y una secretaria con el pelo teñido de color plateado. Los paracaidistas le informaron de que Mickey Bittner se hallaba en aquel momento en Amberes cerrando un trato de una partida de plátanos. Luego todos se pusieron a reír y Archimboldi tardó en darse cuenta de que se reían de los plátanos y no de él. Después los paracaidistas se pusieron a hablar de cine, al que eran muy aficionados, al igual que la secretaria, y le preguntaron a Archimboldi en qué frente había estado y en qué arma servido, a lo que Archimboldi contestó que en el este, siempre en el este, y en la infantería hipomóvil, aunque en los últimos años no había visto un mulo o un caballo ni por casualidad. Los paracaidistas, por el contrario, habían combatido siempre en el oeste, en Italia, Francia y alguno en Creta, y tenían ese aire cosmopolita de los veteranos del frente del oeste, un aire de jugadores de ruleta, de trasnochadores, de catadores de buenos vinos, de gente que entraba en los burdeles y saludaba a las putas por su nombre, un aire que se contraponía al que solían exhibir los veteranos del frente del este, que más bien parecían muertos vivientes, zombis, habitantes de cementerios, soldados sin ojos y sin bocas, pero con penes, pensó Archimboldi, porque el pene, el deseo sexual, lamentablemente es lo último que el hombre pierde, cuando debería ser lo primero, pero no, el ser humano sigue follando, follando o follándose, que viene a ser lo mismo, hasta el último suspiro, como el soldado que quedó atrapado bajo un montón de cadáveres y allí, bajo los cadáveres y la nieve, se construyó con su pala reglamentaria una cuevita, y para pasar el tiempo se metía mano a sí mismo, cada vez con mayor atrevimiento, pues una vez desaparecidos el susto y la sorpresa de los primeros instantes, ya sólo quedaban el miedo a la muerte y el aburrimiento, y para matar el aburrimiento empezó a masturbarse, primero con timidez, como si estuviera en el proceso de seducción de una jardinerita o de una pastorcita, luego cada vez con mayor decisión, hasta que consiguió forzarse a su entera satisfacción, y así estuvo quince días, encerrado en su cuevita de cadáveres y nieve, racionando la comida y dando rienda suelta a sus deseos, los cuales no lo debilitaban, al contrario, parecían retroalimentarse, como si el soldado en cuestión se bebiera su propio semen o como si tras volverse loco hubiera encontrado la salida olvidada hacia una nueva cordura, hasta que las tropas alemanas contraatacaron y lo encontraron, y aquí había un dato curioso, pensó Archimboldi, pues uno de los soldados que lo libró del montón de cadáveres malolientes y de la nieve que se había ido acumulando, dijo que el tipo en cuestión olía a algo extraño es decir no olía a suciedad ni a mierda ni a orines, tampoco olía a podredumbre ni a gusanera, vaya, el sobreviviente olía bien, un olor fuerte, si acaso, pero bueno, como a perfume barato, perfume húngaro o perfume de gitanos, con un ligero aroma a yogur, tal vez, con un ligero aroma a raíces, tal vez, pero lo que predominaba no era, ciertamente, el olor a yogur o a raíces sino otra cosa, una cosa que sorprendió a todos los que estaban allí, sacando a paladas los cadáveres para enviarlos tras las líneas o darles cristiana sepultura, un olor que apartaba las aguas, como hizo Moisés en el Mar Rojo, para que el soldado en cuestión, que apenas podía tenerse de pie, pudiera pasar, ¿pero pasar adónde?, cualquiera lo sabía, a retaguardia, a un manicomio en la patria, seguramente.
Los paracaidistas, que no eran malas personas, invitaron a Archimboldi a tomar parte en un negocio que tenían que solventar aquella misma noche. Archimboldi les preguntó a qué hora acabaría el negocio, pues no deseaba perder su trabajo en el bar, y los paracaidistas le aseguraron que a las once de la noche todo habría concluido. Quedaron en reunirse a las ocho en un bar cercano a la estación y antes de despedirse la secretaria le guiñó un ojo.
El bar se llamaba El Ruiseñor Amarillo y lo primero que le llamó la atención a Archimboldi cuando aparecieron los paracaidistas fue que todos iban vestidos con chaquetas de cuero negro, muy parecidas a la de él. El trabajo consistía en vaciar parte de un vagón de tren de una carga de cocinillas portátiles del ejército norteamericano. Junto al vagón, en una vía apartada, encontraron a un norteamericano que primero les exigió una cantidad de dinero, que contó hasta el último billete, y luego les advirtió, como quien repite una prohibición ya sabida a unos niños cortos de entendederas, que sólo podían vaciar aquel vagón y no otro, y que de aquel vagón sólo podían vaciar las cajas que llevaban la marca PK.
Hablaba en inglés y uno de los paracaidistas le contestó en inglés diciéndole que no se preocupara. Después el norteamericano desapareció en la oscuridad y otro de los paracaidistas apareció con un camioncito de carga, con las luces apagadas, y tras descerrajar el candado del vagón empezaron a trabajar. Al cabo de una hora ya habían concluido y dos paracaidistas se metieron en la cabina y Archimboldi y el otro paracaidista se acomodaron detrás, en el reducido espacio que dejaban las cajas. Condujeron por calles apartadas, algunas carentes de alumbrado público, hasta la oficina que Mickey Bittner tenía en el extrarradio. Allí los esperaba la secretaria, con un termo de café caliente y una botella de whisky. Cuando hubieron descargado todo subieron a la oficina y se pusieron a hablar del general Udet. Los paracaidistas, mientras mezclaban whisky con el café, dieron cabida a los recuerdos históricos, que en este caso también eran recuerdos varoniles pespunteados por risas de desencanto, como si dijeran yo ya estoy de vuelta de todo, a mí no me la dan con queso, yo conozco la naturaleza humana, el choque incesante de las voluntades, mis recuerdos históricos están escritos con letras de fuego y son mi único capital, y así se pusieron a evocar la figura de Udet, el general Udet, el as de la aviación que se había suicidado por las calumnias vertidas por Goering.
Archimboldi no sabía muy bien quién era Udet y tampoco lo preguntó. Su nombre le sonaba, como le sonaban otros nombres, pero nada más. Dos de los paracaidistas habían visto a Udet en cierta ocasión y hablaban de él en los mejores términos.
—Uno de los mejores hombres de la Luftwaffe.
El tercer paracaidista los escuchaba y movía la cabeza, no muy seguro de lo que afirmaban sus compañeros, pero en modo alguno dispuesto a llevarles la contraria, y Archimboldi escuchaba espantado, pues si de algo estaba seguro era de que durante la Segunda Guerra Mundial había motivos más que sobrados para suicidarse, pero evidentemente no por los dimes y diretes de un tipejo como Goering.
—¿Así que ese Udet se suicidó por las intrigas de salón de Goering? —dijo—. ¿Así que ese Udet no se suicidó por los campos de exterminio ni por las carnicerías en el frente ni por las ciudades en llamas, sino porque Goering afirmó que era un inepto?
Los tres paracaidistas lo miraron como si lo vieran por primera vez, aunque no demostraron demasiada sorpresa.
—Tal vez Goering tenía razón —dijo Archimboldi sirviéndose un poco más de whisky y tapando la taza con el dorso de la mano cuando la secretaria pretendió llenársela de café—. Tal vez ese Udet en el fondo era inepto —dijo—. Tal vez ese Udet, realmente, era un manojo de nervios torpes y deshilachados —dijo—. Tal vez ese Udet era un maricón, como casi todos los alemanes que se dejaron sodomizar por Hitler —dijo.
—¿Es que tú eres austriaco? —preguntó uno de los paracaidistas.
—No, soy alemán, yo también —dijo Archimboldi.
Durante un rato los tres paracaidistas se quedaron en silencio, como preguntándose a sí mismos si lo mataban o si se contentaban con molerlo a palos. La seguridad de Archimboldi, que de tanto en tanto les lanzaba miradas de rabia en las que se podían leer muchas cosas menos miedo, los disuadió de una respuesta agresiva.
—Págale —dijo uno de ellos a la secretaria.
Ésta se levantó y abrió un armario metálico en cuya parte baja había una pequeña caja fuerte. El dinero que puso en las manos de Archimboldi equivalía a la mitad de su sueldo mensual en el bar de la Spenglerstrasse. Archimboldi se guardó el dinero en un bolsillo interior de la chaqueta ante la mirada nerviosa de los paracaidistas (que estaban seguros de que guardaba allí una pistola o por lo menos una navaja) y luego buscó la botella de whisky y no la halló. Preguntó por ella. La he guardado, dijo la secretaria, ya has bebido bastante, pequeñín. La palabra pequeñín le gustó a Archimboldi, pero aun así pidió más.
—Tómate un último trago y luego lárgate que tenemos cosas que hacer —dijo uno de los paracaidistas.
Archimboldi asintió con la cabeza. La secretaria le sirvió dos dedos de whisky. Archimboldi bebió con lentitud, saboreando la bebida, que supuso también era de contrabando. Luego se levantó y dos de los paracaidistas lo acompañaron hasta la puerta de calle. Afuera estaba a oscuras y aunque él sabía perfectamente hacia dónde tenía que ir, no pudo evitar meter los pies en los agujeros y baches que jalonaban aquel barrio.
Dos días después Archimboldi volvió a presentarse en la editorial de Mickey Bittner y la misma secretaria de la vez anterior, que lo reconoció, le dijo que habían encontrado su manuscrito. El señor Bittner estaba en su oficina. La secretaria le preguntó si deseaba verlo.
—¿Él desea verme a mí? —preguntó Archimboldi.
—Creo que sí —dijo la secretaria.
Durante unos segundos se le pasó por la cabeza que tal vez Bittner ahora deseara publicarle su novela. También podía querer verlo para ofrecerle otro trabajo en su negocio de importación-exportación. Pensó, sin embargo, que si lo veía probablemente le rompería la nariz y dijo que no.
—Buena suerte, entonces —dijo la secretaria.
—Gracias —dijo Archimboldi.
El manuscrito recuperado lo envió a una editorial de Munich. Después de ponerlo en el correo, al volver a casa, de golpe se dio cuenta de que durante todo ese tiempo apenas había escrito nada. Lo comentó con Ingeborg tras hacer el amor.
—Qué pérdida de tiempo —dijo ella.
—No sé cómo me ha podido pasar —dijo él.
Esa noche, mientras trabajaba en la puerta del bar, se entretuvo en pensar en un tiempo de dos velocidades, uno era muy lento y las personas y los objetos se movían en este tiempo de forma casi imperceptible, el otro era muy rápido y todo, hasta las cosas inertes, centellaban de velocidad. El primero se llamaba Paraíso, el segundo Infierno, y lo único que deseaba Archimboldi era no vivir jamás en ninguno de los dos.
Una mañana recibió una carta de Hamburgo. La carta estaba firmada por el señor Bubis, el gran editor, y en ella decía palabras halagadoras, aunque sin exagerar, digamos cosas halagadoras entre líneas, sobre Lüdicke, una obra que estaría interesado en editar, si es que el señor Benno von Archimboldi, por supuesto, no tenía ya editor, en cuyo caso lo sentiría mucho, pues su novela no carecía de méritos y era, en cierta manera, novedosa, en fin, un libro que él, el señor Bubis, había leído con sumo interés y por cuya impresión, sin duda, apostaría, aunque tal como estaba el negocio de la edición en Alemania lo más que podía ofrecer de anticipo era tanto y tanto, una cifra ridícula, bien lo sabía él, una cifra que hace quince años no la habría mencionado jamás, pero que en cambio le garantizaba una edición cuidadosa y la distribución del libro en todas las buenas librerías, no sólo de Alemania sino también de Austria y Suiza en donde el sello Bubis era recordado y respetado por los libreros democráticos, un símbolo de la edición independiente y rigurosa.
Después el señor Bubis se despedía amablemente, rogándole que si algún día pasaba por Hamburgo no dudara en visitarle, y adjuntaba a la carta un pequeño boletín de la editorial, impreso en papel barato pero con hermosos caracteres, en donde se anunciaba la próxima salida al mercado de dos libros «magníficos», una de las primeras obras de Döblin y un volumen de ensayos de Heinrich Mann.
Cuando Archimboldi le enseñó la carta a Ingeborg ésta se mostró sorprendida porque ignoraba quién era ese tal Benno von Archimboldi.
—Soy yo, por supuesto —le dijo Archimboldi.
—¿Y por qué te has cambiado de nombre? —quiso saber.
Tras pensárselo un momento Archimboldi respondió que por seguridad.
—Tal vez los americanos me están buscando —dijo—. Tal vez los policías americanos y alemanes hayan atado cabos sueltos.
—¿Cabos sueltos por un criminal de guerra? —dijo Ingeborg.
—La justicia es ciega —le recordó Archimboldi.
—Ciega cuando le conviene —dijo Ingeborg—, ¿y a quién le conviene que salgan a relucir los trapos sucios de Sammer? ¡A nadie!
—Nunca se sabe —dijo Archimboldi—. En cualquier caso lo más seguro para mí es que se olviden de Reiter.
Ingeborg lo miró sorprendida:
—Estás mintiendo —dijo.
—No, no miento —dijo Archimboldi e Ingeborg le creyó, pero más tarde, antes de que él se marchara a trabajar, le dijo con una enorme sonrisa:
—¡Tú estás seguro de que vas a ser famoso!
Hasta ese momento Archimboldi nunca había pensado en la fama. Hitler era famoso. Goering era famoso. La gente que él amaba o que recordaba con nostalgia no era famosa, sino que cubría ciertas necesidades. Döblin era su consuelo. Ansky era su fuerza. Ingeborg era su alegría. El desaparecido Hugo Halder era la levedad de su vida. Su hermana, de la que no sabía nada, era su propia inocencia. Por supuesto, también eran otras cosas. Incluso, a veces, eran todas las cosas juntas, pero no la fama, que cuando no se cimentaba en el arribismo, lo hacía en el equívoco y en la mentira. Además, la fama era reductora. Todo lo que iba a parar en la fama y todo lo que procedía de la fama inevitablemente se reducía. Los mensajes de la fama eran primarios. La fama y la literatura eran enemigas irreconciliables.
Durante todo aquel día estuvo pensando en por qué se había cambiado el nombre. En el bar todos sabían que se llamaba Hans Reiter. La gente que conocía en Colonia sabía que se llamaba Hans Reiter. Si la policía finalmente decidía perseguirlo por el asesinato de Sammer, pistas a nombre de Reiter no le iban a faltar. ¿Por qué entonces adoptar un nom de plume? Tal vez Ingeborg tiene razón, pensó Archimboldi, tal vez en el fondo estoy seguro de que me voy a hacer famoso y con el cambio de nombre tomo las primeras disposiciones de cara a mi seguridad futura. Pero tal vez todo esto significa otra cosa. Tal vez, tal vez, tal vez…
Al día siguiente de recibir la carta del señor Bubis, Archimboldi le escribió asegurándole que su novela no estaba comprometida con ninguna otra editorial y que el anticipo que el señor Bubis había prometido darle le parecía satisfactorio.
Poco después le llegó una carta del señor Bubis en donde lo invitaba a Hamburgo, para conocerlo personalmente y de paso proceder a la firma del contrato. En los tiempos que corren, decía el señor Bubis, no me fío del correo alemán ni de su proverbial puntualidad e infalibilidad. Y últimamente, sobre todo desde que volví de Inglaterra, he adquirido la manía de conocer personalmente a todos mis autores.
Antes del 33 publiqué, le explicaba, a muchas promesas de la literatura alemana y en 1940, en la soledad de un hotel londinense, comencé a matar el aburrimiento haciendo un cálculo de cuántos escritores de los que yo había publicado por primera vez se habían convertido en miembros del partido nazi, en cuántos se habían hecho SS, en cuántos habían publicado en periódicos violentamente antisemitas, en cuántos habían hecho carrera en la burocracia nazi. El resultado casi me llevó al suicidio, escribía el señor Bubis.
En vez de suicidarme me limité a abofetearme. De pronto se apagaron las luces del hotel. Yo seguí renegando y abofeteándome. Cualquiera que me hubiera visto habría creído que estaba loco. De pronto me faltó el aire y abrí la ventana. Entonces se desplegó ante mí el gran teatro nocturno de la guerra: contemplé cómo bombardeaban Londres. Las bombas estaban cayendo cerca del río, pero en la noche parecían caer a pocos metros del hotel. El haz de luz de los reflectores cruzaba el cielo. El ruido de las bombas era cada vez mayor. De vez en cuando una pequeña explosión, un fogonazo por encima de los globos protectores daba a entender, aunque tal vez no fuera así, que un avión de la Luftwaffe había sido alcanzado. Pese al horror que me rodeaba yo seguí abofeteándome e insultándome. Cabrón, cretino, mequetrefe, imbécil, patán, estúpido, ya ve, insultos más bien pueriles o seniles.
Después alguien llamó a mi puerta. Era un jovencísimo camarero irlandés. En un acceso de locura creí ver en sus facciones las facciones de James Joyce. Qué risa.
—Tié que cerrar los postigones, abue —me dijo.
—¿Los qué? —dije yo rojo como la grana.
—La contrapuerta, viejo, y bajar volando al subsuelo.
Entendí que me ordenaba que bajara al sótano.
—Espere un momento, joven —le dije, y le alcancé un billete de propina.
—Su excelencia es un manirroto —me dijo antes de largarse—, pero ahora volando a las catacumbas.
—Vaya usted primero —le contesté—, ahora lo alcanzo.
Cuando se marchó volví a abrir la ventana y me puse a contemplar los incendios en los docks del río y luego me puse a llorar por lo que entonces creí una vida perdida y en un minuto salvada por los pelos.
Así que Archimboldi pidió permiso en el trabajo y viajó en tren a Hamburgo.
La editorial del señor Bubis estaba en el mismo edificio en que había estado hasta 1933. Los dos edificios vecinos se habían venido abajo por los bombardeos, así como varios edificios de la acera de enfrente. Algunos de los empleados de la editorial decían, a espaldas del señor Bubis, por supuesto, que éste había dirigido personalmente los raids aéreos sobre la ciudad. O al menos sobre ese barrio en concreto. Cuando Archimboldi lo conoció el señor Bubis tenía setentaicuatro años y a veces daba la impresión de ser un hombre achacoso, de mal genio, avaro, desconfiado, un comerciante al que poco o nada le importaba la literatura, aunque por regla general su talante era muy distinto: el señor Bubis gozaba o hacía como que gozaba de una salud envidiable, nunca enfermaba, siempre estaba dispuesto a sonreír con cualquier cosa, solía mostrarse confiado como un niño y no era avaro aunque tampoco podía afirmarse que pagara a sus empleados con largueza.
En la editorial, además del señor Bubis, que hacía de todo, trabajaba una correctora, una administrativa, que llevaba asimismo las relaciones con la prensa, una secretaria, que solía ayudar a la correctora y a la administrativa, y un encargado de almacén, que raras veces estaba en el almacén, en el sótano del edificio, un sótano en el que el señor Bubis tenía que hacer constantes reformas pues el agua de la lluvia, en ocasiones, lo inundaba, y a veces hasta el agua de la capa freática, como explicaba el encargado del almacén, subía y se instalaba en el sótano en forma de grandes manchas de humedad, muy perjudiciales para los libros y para la salud de quien trabajara allí.
Además de estos cuatro empleados en la editorial solía encontrarse una señora de aspecto respetable, más o menos de la edad del señor Bubis, si no algo mayor, que había trabajado para éste hasta 1933, la señora Marianne Gottlieb, la empleada más fiel de la editorial, tanto que, según se decía, ella había sido la conductora del coche que había llevado a Bubis y a su mujer hasta la frontera holandesa, en donde tras ser registrado el vehículo por los policías de frontera, sin encontrar nada, habían seguido camino hasta Amsterdam.
¿Cómo habían logrado burlar Bubis y su mujer el control? No se sabía, pero el mérito, en todas las versiones de la historia, siempre era achacado a la señora Gottlieb.
Cuando Bubis volvió a Hamburgo, en septiembre de 1945, la señora Gottlieb vivía en la pobreza más absoluta y Bubis, que para entonces ya había enviudado, se la llevó a vivir con él a su casa. Poco a poco la señora Gottlieb se fue recuperando. Primero recobró la razón. Una mañana vio a Bubis y lo reconoció como su antiguo patrón, pero no dijo nada. Por la noche, cuando Bubis volvió del ayuntamiento, pues entonces trabajaba en asuntos políticos, se encontró con la cena hecha y con la señora Gottlieb, de pie junto a la mesa, esperándolo. Aquélla fue una noche feliz para el señor Bubis y para la señora Gottlieb, aunque la cena terminase con la evocación del exilio y la muerte de la señora Bubis, y con un río de lágrimas por su tumba solitaria en el cementerio judío de Londres.
Después la señora Gottlieb recuperó algo de salud, que aprovechó para trasladarse a un pequeño departamento desde donde podía ver un parque destruido pero que en primavera reverdecía con la fuerza de la naturaleza, la mayor parte de las veces indiferente a los actos humanos, o no, según decía escéptico el señor Bubis, que acataba pero no compartía ese afán de independencia de la señora Gottlieb. Poco después ella le pidió ayuda para encontrar un trabajo, pues la señora Gottlieb era incapaz de estar sin hacer nada. Entonces Bubis la convirtió en su secretaria. Pero la señora Gottlieb, que nunca hablaba de ello, había recibido también su dosis de pesadilla e infierno y a veces, sin causa aparente, se le quebraba la salud y se ponía enferma con la misma velocidad con que luego se recuperaba. Otras veces lo que se resentía era su equilibrio mental. En ocasiones Bubis tenía que entrevistarse con las autoridades inglesas en un sitio determinado y la señora Gottlieb lo enviaba hasta la otra punta de la ciudad. O le concertaba citas con nazis hipócritas e irredentos que pretendían ofrecer sus servicios al ayuntamiento de Hamburgo. O se ponía a dormir, como picada por la mosca del sueño, sentada en su oficina, con la sien apoyada sobre el secante de la mesa.
Motivos por los cuales el señor Bubis la sacó de allí y la puso a trabajar en el archivo de Hamburgo, en donde la señora Gottlieb tendría que lidiar con libros y legajos, en suma, papeles, algo a lo que ella, según supuso el señor Bubis, estaba más acostumbrada. De todas maneras, y aunque en el archivo eran más permisivos con las conductas extravagantes, la señora Gottlieb siguió manteniendo su actitud a veces errática y a veces de un ejemplar sentido común. Y también siguió visitando al señor Bubis, en horas que robaba al descanso, por si su presencia pudiera ser de alguna utilidad. Hasta que el señor Bubis se aburrió de la política y de los intereses municipales y decidió enfocar su actividad hacia lo que en el fondo lo había traído de regreso a Alemania: reabrir la editorial.
A menudo, cuando le preguntaban por qué había vuelto, citaba a Tácito: Aparte del peligro de un mar temible y desconocido, ¿quién va a dejar Asia, África o Italia para marchar a Germania, con un terreno difícil, un clima duro, triste de habitar y contemplar si no es su patria? Quienes lo escuchaban asentían o sonreían y luego comentaban entre ellos: Bubis es de los nuestros. Bubis no nos ha olvidado. Bubis no nos guarda rencor. Algunos le palmeaban la espalda y no comprendían nada. Otros ponían caras compungidas y decían cuánta verdad encierra esa frase. Grande era Tácito y grande también, ¡a otra escala, ciertamente!, nuestro buen Bubis.
Lo cierto es que Bubis, cuando citaba al latino, se ceñía literalmente a lo escrito. La travesía por el Canal era algo que siempre lo había horrorizado. Bubis se mareaba en los barcos y vomitaba y generalmente se mostraba incapaz de salir del camarote, así que cuando Tácito hablaba de un mar terrible y desconocido, aunque se refiriera a otro mar, al Báltico o al Mar del Norte, Bubis siempre pensaba en la travesía del Canal y en lo funesto que tal travesía resultaba para su estómago revuelto y, en general, para su salud. Del mismo modo, cuando Tácito hablaba de dejar Italia Bubis pensaba en los Estados Unidos, en Nueva York concretamente, de donde había recibido varias ofertas nada desdeñables para trabajar en la industria editorial de la gran manzana, y cuando Tácito mencionaba Asia y África por la cabeza de Bubis pasaba el inminente estado de Israel, en donde estaba seguro de que él podía hacer muchas cosas, en el campo editorial, claro está, aparte de que era un sitio donde vivían muchos de sus viejos amigos, a los cuales le hubiera gustado volver a ver.
Sin embargo había escogido Germania, triste de habitar y contemplar. ¿Por qué? No ciertamente porque fuera su patria, pues el señor Bubis, aunque se sentía alemán, abominaba de las patrias, una de las causas por las que, según él, habían muerto más de cincuenta millones de personas, sino porque en Alemania estaba su editorial o el concepto que él tenía de editorial, una editorial alemana, una editorial con sede en Hamburgo y cuyas redes, en forma de pedidos de libros, se extendían por las viejas librerías de toda Alemania, algunos de cuyos libreros él conocía personalmente y con quienes, cuando hacía una gira de negocios, tomaba té o café, sentados en un rincón de la librería, quejándose permanentemente de los malos tiempos, gimoteando por el desdén del público hacia los libros, doliéndose de los intermediarios y de los vendedores de papel, plañendo por el futuro de un país que no leía, en una palabra pasándoselo superbién mientras mordisqueaban unas galletitas o unos trocitos de Kuchen hasta que finalmente el señor Bubis se levantaba y le daba un apretón de manos al viejo librero de, por ejemplo, Iserlohn, y luego se marchaba a Bochum, a visitar al viejo librero de Bochum que conservaba como reliquias, reliquias en venta, eso sí, libros con el sello de Bubis publicados en 1930 o en 1927 y que, según la ley, la ley de la Selva Negra, claro está, hubiera debido quemar a más tardar en 1935, pero que el viejo librero había preferido ocultar, por puro amor, cosa que Bubis entendía (y poca gente más, incluido el autor del libro, hubiera podido entenderlo) y agradecía con un gesto que estaba más allá o más acá de la literatura, un gesto, por llamarlo así, de comerciantes honrados, de comerciantes en posesión de un secreto que acaso se remontaba hasta los orígenes de Europa, un gesto que era una mitología o que abría la puerta a una mitología cuyas dos columnas principales eran el librero y el editor, no el escritor, de derrotero caprichoso o sujeto a imponderables fantasmales, sino el librero, el editor y un largo camino zigzagueante dibujado por un pintor de la escuela flamenca.
Por lo que no resultó demasiado extraño que el señor Bubis se aburriera rápidamente de la política y decidiera reabrir su editorial, pues en el fondo lo único que le interesaba de verdad era la aventura de imprimir libros y venderlos.
Por aquellas fechas, sin embargo, poco antes de volver a abrir el edificio que la justicia le había devuelto, el señor Bubis conoció en Mannheim, en la zona americana, a una joven refugiada de poco más de treinta años, de buena familia y notable belleza, y, sin que se sepa cómo, pues el señor Bubis no tenía fama de donjuán, se hicieron amantes. El cambio que experimentó a raíz de esta relación fue notorio. Su energía, ya de por sí portentosa teniendo en cuenta su edad, se triplicó. Sus ganas de vivir se hicieron arrolladoras. Su convencimiento en el éxito de su nueva empresa editorial (aunque Bubis solía corregir a quien le hablaba de «nueva empresa», ya que para él era la misma vieja empresa editora de siempre que volvía a la superficie tras una pausa prolongada y no deseada) se hizo contagioso.
En la inauguración de la editorial, con todas las autoridades y artistas y políticos de Hamburgo invitados, además de una delegación de oficiales ingleses aficionados a la novela (aunque lamentablemente más bien a la novela policiaca, o a la variante georgiana de la novela de caballos, o a la novela filatélica), y prensa no sólo alemana sino también francesa, inglesa, holandesa, suiza y hasta norteamericana, su novia, como la llamaba con cariño, fue presentada públicamente y las muestras de respeto corrieron parejas a la perplejidad que despertó semejante hallazgo, pues todos esperaban a una mujer de cuarenta o cincuenta años, más bien de tipo intelectual, algunos creían que se trataba, como era tradición en la familia Bubis, de una judía, y otros pensaron, guiados por la experiencia, que sólo iba a ser una broma más del señor Bubis, gran aficionado a estas chanzas. Pero la cosa iba en serio, como quedó claro durante la fiesta. La mujer no era judía sino ciento por ciento aria, tampoco tenía cuarenta años sino treinta y pocos, aunque aparentaba veintisiete a lo sumo, y dos meses después la chanza o la bromita de Bubis se convirtió en un hecho consumado al casarse, con todos los honores y flanqueado por el who is who de la ciudad, en el vetusto y en proceso de reconstrucción ayuntamiento, en una ceremonia civil inolvidable oficiada para la ocasión por el mismísimo alcalde de Hamburgo, quien aprovechando la ocasión y en el colmo de la zalamería lo declaró hijo pródigo y ciudadano ejemplar.
Cuando Archimboldi llegó a Hamburgo la editorial, aunque aún no había alcanzado la altura que el señor Bubis se había fijado como segunda meta (la primera era no tener escasez de papel y mantener una distribución por toda Alemania, las ocho restantes sólo el señor Bubis las conocía), marchaba a un ritmo aceptable y su dueño y señor se sentía satisfecho y estaba cansado.
Empezaban a aparecer escritores en Alemania que al señor Bubis le interesaban, no mucho, la verdad, es decir no tanto, ni de lejos tanto como le interesaban los escritores en lengua alemana de su primera etapa y hacia quienes mantenía una lealtad encomiable, pero algunos de los nuevos no estaban mal, si bien entre éstos no se vislumbraba (o el señor Bubis era incapaz de vislumbrar, como él mismo reconocía) un nuevo Döblin, un nuevo Musil, un nuevo Kafka (aunque si apareciera un nuevo Kafka, decía el señor Bubis riéndose pero con los ojos profundamente entristecidos, yo me echaría a temblar), un nuevo Thomas Mann. El grueso del catálogo seguía siendo, por llamarlo así, el fondo inagotable de la editorial, pero también empezaban a asomar sus narices los escritores nuevos, la cantera inagotable de la literatura alemana, además de las traducciones de literatura francesa y literatura anglosajona, que por aquellos tiempos y tras la prolongada sequía nazi consiguieron hacerse con unos lectores fieles que garantizaban el éxito o al menos el que no hubiera pérdidas en la edición.
El ritmo de trabajo, en cualquier caso, era si no frenético sí sostenido, y cuando Archimboldi apareció en la editorial lo primero que pensó fue que el señor Bubis, atareado como aparentaba estar, no lo recibiría. Pero el señor Bubis, tras hacerlo esperar diez minutos, lo hizo pasar a su oficina, una oficina que Archimboldi no iba a olvidar jamás, pues los libros y los manuscritos, agotados los espacios de las estanterías, se acumulaban en el suelo formando pilas y torres, algunas de forma tan inestable que a su vez formaban arcadas, un caos que reflejaba el mundo, rico y portentoso pese a las guerras y a las injusticias, una biblioteca de libros magníficos que Archimboldi hubiera deseado con toda su alma leer, primeras ediciones de grandes autores dedicadas de su puño y letra al señor Bubis, libros de arte degenerado que otras editoriales volvían a hacer circular por Alemania, libros publicados en Francia y libros publicados en Inglaterra, ediciones rústicas aparecidas en Nueva York y en Boston y en San Francisco, además de revistas norteamericanas de nombres míticos que para un escritor joven y pobre constituían un tesoro, el máximo alarde de la riqueza, y que convertían la oficina de Bubis en algo similar a la cueva de Alí-Babá.
Tampoco olvidaría Archimboldi la primera pregunta que le hizo Bubis tras las presentaciones de rigor:
—¿Cuál es su verdadero nombre, porque usted, por supuesto, no se llama así?
—Ése es mi nombre —contestó Archimboldi.
A lo que Bubis respondió:
—¿Cree usted que los años en Inglaterra o los años en general me han convertido en un estúpido? Nadie se llama así. Benno von Archimboldi. Llamarse Benno, en principio, resulta sospechoso.
—¿Por qué? —quiso saber Archimboldi.
—¿No lo sabe? ¿De verdad?
—Le prometo que no lo sé —aseguró Archimboldi.
—¡Pues por Benito Mussolini, hombre de Dios! ¿Dónde tiene usted la cabeza?
En ese momento Archimboldi pensó que había perdido tiempo y dinero viajando a Hamburgo y se vio a sí mismo viajando esa misma noche en el nocturno Hamburgo-Colonia. Con suerte, a la mañana siguiente estaría en su casa.
—Me pusieron Benno por Benito Juárez —dijo Archimboldi—, supongo que usted sabe quién era Benito Juárez.
Bubis sonrió.
—Benito Juárez —masculló, y siguió sonriendo—. Conque Benito Juárez, ¿eh? —dijo con un tono de voz algo más alto.
Archimboldi asintió con la cabeza.
—Pensé que me diría que en homenaje a San Benito.
—No conozco a ese santo —dijo Archimboldi.
—Yo, por el contrario, conozco a tres —dijo Bubis—. San Benito de Aniano, que reorganizó la orden de los benedictinos en el siglo nueve. San Benito de Nursia, que fundó la orden que lleva su nombre en el siglo sexto y a quien se le conoce como «Padre de Europa», un título peligrosísimo, ¿no le parece? Y San Benito el Moro, que era negro, de raza negra, quiero decir, nacido y muerto en Sicilia en el siglo dieciséis y perteneciente a la orden franciscana. ¿Cuál de los tres prefiere?
—Benito Juárez —dijo Archimboldi.
—¿Y el apellido, Archimboldi, no querrá que me crea que en su familia todos se llaman así?
—Yo me llamo así —dijo Archimboldi a punto de dejar con la palabra en los labios a ese hombre pequeñito y malhumorado y salir sin despedirse.
—Nadie se llama así —le respondió Bubis con desgana—. Supongo que en este caso se trata de un homenaje a Giuseppe Archimboldo. ¿Y a santo de qué ese von? ¿Benno no se conforma con ser Benno Archimboldi? ¿Benno quiere dejar patente su pertenencia germánica? ¿De qué lugar de Alemania es usted?
—Soy prusiano —dijo Archimboldi mientras se levantaba dispuesto a irse.
—Espere un momento —refunfuñó Bubis—, antes de que se marche a su hotel quiero que vaya a ver a mi mujer.
—No me marcho a ningún hotel —dijo Archimboldi—, me vuelvo a Colonia. Le ruego que me entregue mi manuscrito.
Bubis volvió a sonreír.
—Ya habrá tiempo para eso —dijo.
Luego tocó un timbre y antes de que la puerta se abriera le preguntó por última vez:
—¿De verdad no prefiere decirme su verdadero nombre?
—Benno von Archimboldi —dijo Archimboldi mirándolo a los ojos.
Bubis abrió las manos y las juntó, como si aplaudiera, pero sin ningún sonido, y luego la cabeza de su secretaria asomó en la puerta.
—Lleve al señor a la oficina de la señora Bubis —dijo.
Archimboldi miró a la secretaria, una chica rubia y con tirabuzones en el pelo, y cuando volvió a mirar a Bubis éste ya estaba enfrascado en la lectura de un manuscrito. Siguió a la secretaria. La oficina de la señora Bubis estaba al final de un largo pasillo. La secretaria llamó con los nudillos y luego, sin esperar respuesta, abrió la puerta y dijo: Anna, el señor Archimboldi está aquí. Una voz le ordenó que pasara. La secretaria lo cogió de un brazo y lo empujó hacia dentro. Después, tras dedicarle una sonrisa, se marchó. La señora Anna Bubis estaba sentada tras un escritorio virtualmente vacío (sobre todo en comparación con el escritorio del señor Bubis) en donde sólo había un cenicero, un paquete de cigarrillos ingleses, un encendedor de oro y un libro escrito en francés. Archimboldi, pese a los años transcurridos, la reconoció de inmediato. Era la baronesa Von Zumpe. Se quedó, sin embargo, quieto y decidido a no decir, al menos de momento, nada. La baronesa se quitó las gafas, antes, según recordaba Archimboldi, no usaba, y lo contempló con una mirada suavísima, como si le costara salir de aquello que estaba leyendo o pensando, o tal vez ésa era su mirada de siempre.
—¿Benno von Archimboldi? —dijo.
Archimboldi asintió con la cabeza. Durante unos segundos la baronesa no dijo nada y se limitó a estudiar sus facciones.
—Estoy cansada —dijo—. ¿Le parece bien si salimos a pasear un rato, tal vez a tomarnos una taza de café?
—Me parece bien —dijo Archimboldi.
Mientras bajaban por las oscuras escaleras del edificio la baronesa le dijo, tuteándolo, que lo había reconocido y que estaba segura de que él también la había reconocido a ella.
—De inmediato, baronesa —dijo Archimboldi.
—Pero ha pasado mucho tiempo —dijo la baronesa Von Zumpe— y yo he cambiado.
—No en el aspecto físico, baronesa —dijo detrás de ella Archimboldi.
—Tu nombre, sin embargo, no lo recuerdo —dijo la baronesa—, eras el hijo de una de nuestras empleadas, eso sí lo recuerdo, tu madre trabajaba en la casa del bosque, pero tu nombre no lo recuerdo.
A Archimboldi le pareció divertida la manera que tenía la baronesa de nombrar a su antigua mansión solariega. La casa del bosque evocaba una casa de juguete, una cabaña, un refugio, algo que estaba lejos del correr del tiempo y que permanecía empotrado en una infancia voluntariosa y ficticia, pero seguramente amable e indemne.
—Ahora me llamo Benno von Archimboldi, baronesa —dijo Archimboldi.
—Bueno —dijo la baronesa—, has elegido un nombre muy elegante. Un poco disonante, pero con una cierta elegancia, sin duda.
Algunas calles de Hamburgo, como pudo apreciar Archimboldi mientras paseaban, estaban en peor estado que algunas de las calles más castigadas de Colonia, aunque en Hamburgo tuvo la impresión de que se esforzaban un poco más en los trabajos de reconstrucción. Mientras caminaban, la baronesa ligera como una colegiala que ha hecho novillos y Archimboldi llevando al hombro su bolsa de viaje, se contaron algunas de las cosas que a ambos les había sucedido después de su último encuentro en los Cárpatos. Archimboldi le habló de la guerra, aunque sin entrar en detalles, le habló de Crimea, del Kubán y de los grandes ríos de la Unión Soviética, le habló del invierno y de los meses que estuvo sin poder hablar, y de alguna forma, oblicuamente, evocó a Ansky, aunque sin mencionar su nombre.
La baronesa, por su parte, y como para contrapesar los viajes obligados de Archimboldi, le habló de sus propios viajes, todos voluntarios y buscados y por lo tanto felices, viajes exóticos a Bulgaria y Turquía y Montenegro y recepciones en las embajadas alemanas de Italia, España y Portugal, y le confesó que a veces intentaba arrepentirse del goce que había experimentado durante aquellos años, pero que por más que intelectualmente, o tal vez sería más apropiado decir moralmente, rechazaba esa actitud hedonista, la verdad era que su memoria, al evocarlos, aún se estremecía de placer.
—¿Tú lo entiendes? ¿Tú puedes entenderme? —le preguntó mientras tomaban capuchinos y bizcochos en una cafetería que parecía salida de un cuento de hadas, al lado de un gran ventanal con vistas al río y a las suaves colinas verdes.
Entonces Archimboldi, en vez de decirle que la entendía o que no la entendía, le preguntó si sabía qué había ocurrido con el general rumano Entrescu. No tengo ni idea, dijo la baronesa.
—Yo sí —dijo Archimboldi—, si usted quiere se lo puedo contar.
—Adivino que nada bueno me dirás de él —dijo la baronesa—. ¿Me equivoco?
—No lo sé —admitió Archimboldi—, según cómo se mire es muy malo y según cómo no es tan malo.
—¿Lo viste, tú lo viste? —susurró la baronesa mirando el río, donde en aquel momento se cruzaban dos embarcaciones, una rumbo al mar, la otra hacia el interior.
—Sí, lo vi —dijo Archimboldi.
—Entonces todavía no me lo cuentes —dijo la baronesa—, ya habrá tiempo para eso.
Uno de los camareros de la cafetería le pidió un taxi. La baronesa mencionó el nombre de un hotel. En la recepción tenían una reserva a nombre de Benno von Archimboldi. Ambos siguieron al botones hasta una habitación individual. Con sorpresa, Archimboldi descubrió sobre uno de los muebles un aparato de radio.
—Deshaz tu maleta —dijo la baronesa— y arréglate un poco, esta noche cenamos con mi marido.
Mientras Archimboldi procedía a depositar en el interior de una cómoda un par de calcetines, una camisa y un calzoncillo, la baronesa se encargó de sintonizar una emisora de música de jazz. Archimboldi entró en el baño y se afeitó y se echó agua en el pelo y luego se peinó. Cuando salió las luces de la habitación, salvo la lámpara de la mesita de noche, estaban apagadas y la baronesa le ordenó que se desnudara y metiera en la cama. Desde allí, tapado con las mantas hasta el cuello y con una agradable sensación de cansancio, observó a la baronesa, de pie, vestida tan sólo con unas bragas negras, cambiar de emisora hasta encontrar una de música clásica.
En total permaneció tres días en Hamburgo. En dos ocasiones cenó con el señor Bubis. En una habló de sí mismo y en la otra conoció a algunos de los amigos del famoso editor y casi no abrió la boca, por miedo a cometer alguna imprudencia. En el círculo íntimo del señor Bubis, al menos en Hamburgo, no había escritores. Un banquero, un noble arruinado, un pintor que ya sólo escribía monografías sobre pintores del siglo XVII y una traductora de francés, todos muy preocupados por la cultura, todos inteligentes, pero ninguno escritor.
Aun así, apenas abrió la boca.
La actitud del señor Bubis hacia él había experimentado una transformación notable, que Archimboldi achacaba a los buenos oficios de la baronesa, a quien había terminado por decirle su verdadero nombre. Se lo dijo en la cama, mientras hacían el amor, y la baronesa no necesitó preguntárselo dos veces. La actitud de ésta, por otra parte, cuando le exigió que le dijera qué había ocurrido con el general Entrescu, fue extraña y en cierta manera iluminadora. Tras contarle que el rumano había muerto a manos de sus propios soldados en desbandada, que lo apalearon y después lo crucificaron, a la baronesa lo único que se le ocurrió preguntarle a Archimboldi, como si morir crucificado durante la Segunda Guerra Mundial fuera algo que se veía cada día, fue si el cuerpo en la cruz que él había contemplado estaba desnudo o vestido con su uniforme. La respuesta de Archimboldi fue que, a todos los efectos prácticos, estaba desnudo, pero que en realidad conservaba jirones de uniforme, los suficientes como para que los rusos que venían pisándoles los talones, al llegar a aquel lugar, se dieran cuenta de que el regalo que los soldados rumanos les dejaban tras de sí era un general. Pero que también estaba lo suficientemente desnudo como para que los rusos pudieran verificar con sus propios ojos el tamaño descomunal de los miembros viriles rumanos, que en este caso, dijo Archimboldi, sin duda constituía un ejemplo tramposo, pues él había visto a algunos soldados rumanos desnudos y sus atributos en nada se diferenciaban, digamos, de la media alemana, mientras que el pene del general Entrescu, fláccido y amoratado como corresponde a un apaleado posteriormente crucificado, medía el doble y el triple de una verga común, ya fuera ésta rumana o alemana o, por poner un ejemplo cualquiera, francesa.
Dicho lo cual Archimboldi se quedó callado y la baronesa dijo que esa muerte no le hubiera desagradado al bravo general. Y añadió que Entrescu, pese a los éxitos que se le atribuían en el campo militar, como táctico y como estratega siempre fue un desastre. Pero que como amante, por el contrario, era el mejor que había tenido jamás.
—No por el tamaño de su verga —aclaró la baronesa para despejar cualquier equívoco que Archimboldi, a su lado en la cama, pudiera hacerse—, sino por una especie de virtud zoomórfica: charlando era más divertido que un cuervo y en la cama se convertía en una mantarraya.
A lo que Archimboldi opinó que, por lo poco que había podido observar durante la corta visita que Entrescu y su séquito realizaron al castillo de los Cárpatos, él creía que el cuervo era, precisamente, su secretario, el tal Popescu, opinión que fue desechada de inmediato por la baronesa, para quien Popescu sólo era una cacatúa, una cacatúa que volaba detrás de un león. Sólo que el león no tenía garras o si las tenía no estaba dispuesto a usarlas, ni colmillos para desgarrar a nadie, únicamente un sentido un tanto ridículo de su propio destino, un destino y una noción de destino que en cierta manera era el eco del destino y la noción de destino de Byron, poeta al que Archimboldi, por esas casualidades que se dan en las bibliotecas públicas, había leído y que en modo alguno le parecía posible equiparar, ni siquiera disfrazado de eco, con el execrable general Entrescu, añadiendo de paso que la noción de destino no era algo que se pudiera separar del destino de un individuo (de un pobre individuo), sino que eran la misma cosa en sí: el destino, materia inasible hasta hacerse irremediable, era la noción de destino que cada uno tenía de sí mismo.
A lo que la baronesa respondió diciendo con una sonrisa que cómo se notaba que Archimboldi no había follado nunca con Entrescu. Lo que propició que Archimboldi le confesara a la baronesa que era cierto, que él nunca se metió en la cama con Entrescu, pero que en cambio fue testigo ocular de una de las famosas encamadas del general.
—La mía, supongo —dijo la baronesa.
—Supones bien —dijo Archimboldi, tuteándola por primera vez.
—¿Y tú dónde estabas? —dijo la baronesa.
—En una cámara secreta —dijo Archimboldi.
Entonces a la baronesa le entró una risa incontenible y entre hipidos dijo que no le extrañaba que se hubiera puesto como seudónimo el nombre de Benno von Archimboldi. Observación que Archimboldi no entendió pero que aceptó de buena gana, poniéndose acto seguido a reír con ella.
Así que Archimboldi, al cabo de tres días muy instructivos, regresó a Colonia en un tren nocturno en donde la gente dormía hasta en los pasillos, y pronto estuvo otra vez en su buhardilla comunicándole a Ingeborg las excelentes noticias que traía de Hamburgo, noticias que, al compartir, los embargaron de alegría, tanta que de repente se pusieron a cantar y luego a bailar, sin temer que el suelo cediera bajo sus saltos. Después hicieron el amor y Archimboldi le contó cómo era la editorial, el señor Bubis, la señora Bubis, la correctora que se llamaba Uta y que era capaz de enmendarle las faltas gramaticales a Lessing, a quien despreciaba con un fervor hanseático, pero no a Lichtenberg, a quien amaba, la administrativa o jefa de prensa que se llamaba Anita y que prácticamente conocía a todos los escritores de Alemania pero a quien sólo le gustaba la literatura francesa, la secretaria que se llamaba Martha y que era filóloga y que le había regalado algunos libros de la editorial que a él le interesaban, el almacenero que se llamaba Rainer Maria y que, pese a su juventud, había sido ya poeta expresionista, simbolista y decadente.
También le habló de los amigos del señor Bubis y del catálogo del señor Bubis. Y cada vez que Archimboldi concluía una oración Ingeborg y él se reían, como si se estuvieran contando una historia irresistiblemente cómica. Después Archimboldi se puso a trabajar en serio en su segundo libro y en menos de tres meses lo terminó.
Aún no había salido de la imprenta Lüdicke cuando el señor Bubis recibió el manuscrito de La rosa ilimitada, que leyó en dos noches, al cabo de las cuales, profundamente alterado, despertó a su mujer y le dijo que iban a tener que publicar el nuevo libro de ese Archimboldi.
—¿Es bueno? —le preguntó la baronesa, medio dormida y sin levantarse.
—Es mejor que bueno —dijo Bubis dando vueltas por la habitación.
Luego se puso a hablar, sin dejar de moverse, sobre Europa, sobre mitología griega y sobre algo que vagamente se asemejaba a una investigación policial, pero la baronesa se durmió otra vez y no lo escuchó.
Durante el resto de la noche Bubis, quien solía sufrir insomnios a los cuales sabía sacarles el máximo provecho, intentó leer otros manuscritos, intentó repasar las cuentas de su contable, intentó escribir cartas a sus distribuidores, todo en vano. Con las primeras luces del día volvió a despertar a su mujer y le hizo prometer que cuando él ya no estuviera al frente de la editorial, eufemismo con que designaba su muerte, ella no abandonaría a ese Archimboldi.
—¿Abandonarlo en qué sentido? —le preguntó la baronesa, aún medio dormida.
Bubis tardó en contestar.
—Protégelo —dijo.
Tras unos segundos, añadió:
—Protégelo en la medida de nuestras posibilidades como editores.
Estas últimas palabras la baronesa Von Zumpe no las oyó, pues había vuelto a quedarse dormida. Durante un rato Bubis estuvo contemplando su rostro, similar al de una pintura prerrafaelita. Después se levantó de los pies de la cama y se dirigió en bata hacia la cocina, en donde se preparó un sándwich de queso con picles, una receta que le había enseñado en Inglaterra un escritor austriaco exiliado.
—Qué sencillo es preparar una cosa así y qué reparador es —le había dicho el austriaco.
Sencillo, sin duda. Y apetitoso, de un sabor extraño. Pero reparador en modo alguno, pensó el señor Bubis, para soportar una dieta de esta naturaleza hay que tener un estómago de acero. Más tarde se dirigió a la sala y abrió las cortinas para que entrara la luz grisácea de la mañana. Reparador, reparador, reparador, pensaba el señor Bubis mientras mordisqueaba distraídamente su sándwich. Necesitamos algo más reparador que un bocadillo de queso con cebollitas en vinagre. ¿Pero dónde buscarlo, dónde encontrarlo y qué hacer con él cuando lo hayamos encontrado? En ese momento oyó que la puerta de servicio se abría y escuchó, con los ojos cerrados, los pasitos menudos de la criada que venía cada mañana. Se hubiera quedado así durante muchas horas. Una estatua. En lugar de eso dejó el sándwich en la mesa y se dirigió hacia su habitación, en donde procedió a vestirse para empezar otro día de trabajo.
Lüdicke se hizo acreedor de dos recensiones favorables y una desfavorable y en total se vendieron trescientos cincuenta ejemplares de la primera edición. La rosa ilimitada, que salió al cabo de cinco meses, obtuvo una reseña favorable y tres reseñas desfavorables y se vendieron doscientos cinco ejemplares. Ningún otro editor se hubiera atrevido a publicarle un tercer libro a Archimboldi, pero Bubis no sólo estaba dispuesto a publicarle el tercer libro sino también el cuarto, el quinto y todos los que hiciera falta publicar y Archimboldi tuviera a bien confiarle a él.
Durante ese tiempo, por lo que respecta a la cuestión económica, las entradas de dinero de Archimboldi se hicieron un poco, sólo un poco, mayores. La Casa de la Cultura de Colonia le pagó por dos lecturas públicas en sendas librerías de la ciudad, cuyos libreros, no está de más decirlo, conocían personalmente al señor Bubis, lecturas que por otra parte no suscitaron un interés demasiado notorio. A la primera de ellas, en donde el autor leyó páginas escogidas de su novela Lüdicke, asistieron quince personas, contando a Ingeborg, y sólo tres, al finalizar, se atrevieron a comprar el libro. A la segunda de las lecturas, páginas escogidas de La rosa ilimitada, asistieron nueve, contando otra vez a Ingeborg, y al finalizar ésta quedaban en la sala, cuyas pequeñas dimensiones mitigaron en parte la ofensa, sólo tres personas, entre las que se hallaba, por supuesto, Ingeborg, quien horas después le confesaría a Archimboldi que ella también, en determinado momento, había pensado en abandonar la sala.
También la Casa de Cultura de Colonia, en colaboración con las recién constituidas y algo despistadas autoridades culturales de Baja Sajonia, le organizó una serie de conferencias y lecturas que empezaron en Oldenburgo con algo de pompa y boato, para proseguir de inmediato en una serie de pueblos y aldeas, cada vez más pequeños, cada vez más dejados de la mano de Dios, adonde ningún escritor había aceptado acudir, gira que terminó en villorrios pesqueros de Frisia en los cuales Archimboldi, imprevisiblemente, encontró los auditorios más nutridos y en donde muy poca gente se fue antes de que terminara la función.
La escritura de Archimboldi, el proceso de creación o la cotidianidad en que se desarrollaba apaciblemente este proceso, adquirió robustez y algo que, a falta de una palabra mejor, llamaremos confianza. Esta «confianza» no significaba, ciertamente, la abolición de la duda, ni mucho menos que el escritor creyera que su obra tuviera algún valor, pues Archimboldi tenía una visión de la literatura (y la palabra visión también es demasiado rimbombante) en tres compartimientos que sólo de una manera muy sutil se comunicaban entre sí: en el primero estaban los libros que él leía y releía y que consideraba portentosos y a veces monstruosos, como las obras de Döblin, que seguía siendo uno de sus autores favoritos, o como la obra completa de Kafka. En el segundo compartimiento estaban los libros de los autores epigonales y de aquellos a quienes llamaba la Horda, a quienes veía básicamente como sus enemigos. En el tercer compartimiento estaban sus propios libros y sus proyectos de libros futuros, que veía como un juego y que también veía como un negocio, un juego en la medida del placer que experimentaba al escribir, un placer semejante al del detective antes de descubrir al asesino, y un negocio en la medida en que la publicación de sus obras contribuía a engordar, aunque fuese modestamente, su salario como portero de bar.
Un trabajo, el de portero de bar, que, por supuesto, no abandonó, en parte porque se había acostumbrado a él y en parte porque la mecánica del trabajo se había acoplado perfectamente a la mecánica de la escritura. Cuando terminó su tercera novela, La máscara de cuero, el viejo que le alquilaba la máquina de escribir y a quien Archimboldi le había regalado un ejemplar de La rosa ilimitada le ofreció venderle la máquina a un precio razonable. El precio, sin duda, era razonable para el antiguo escritor, sobre todo si uno tenía en cuenta que ya casi nadie le alquilaba la máquina, pero para Archimboldi todavía constituía, además de una tentación, un lujo. Así que, tras pensárselo durante algunos días y hacer cuentas, le escribió a Bubis pidiéndole, por primera vez, un adelanto sobre un libro que aún no había empezado. Naturalmente, le explicaba en la carta para qué necesitaba el dinero y le prometía solemnemente que le entregaría su próximo libro en un lapso no menor de seis meses.
La respuesta de Bubis no se hizo esperar. Una mañana unos repartidores de la sucursal de Olivetti en Colonia le hicieron entrega de una espléndida maquina de escribir nueva y Archimboldi sólo tuvo que firmar unos papeles de conformidad. Dos días después le llegó una carta de la secretaria de la editorial en donde le comunicaba que, por orden del jefe, había sido cursada una orden de compra de una máquina de escribir a su nombre. La máquina, decía la secretaria, es un obsequio de la editorial. Durante algunos días Archimboldi anduvo como mareado de felicidad. En la editorial creen en mí, se repetía en voz alta, mientras la gente pasaba a su lado, en silencio o, como él, hablando sola, una imagen usual en Colonia durante aquel invierno.
De La máscara de cuero se vendieron noventa y seis ejemplares, lo que no era mucho, se dijo con resignación Bubis al revisar las cuentas, pero no por ello el apoyo que la editorial le brindaba a Archimboldi decayó. Al contrario, por aquellos días Bubis tuvo que viajar a Frankfurt y aprovechando su estancia se desplazó por el día a Maguncia a visitar al crítico literario Lothar Junge, que vivía en una casita en las afueras, junto a un bosque y una colina, una casita en la que se oía cantar a los pájaros, algo que a Bubis le pareció increíble, mira, si se oye hasta el canto de los pájaros, le dijo a la baronesa Von Zumpe, con los ojos muy abiertos y una sonrisa de oreja a oreja, como si lo último que hubiera esperado encontrar en aquella parte de Maguncia fuera un bosque y una población de pájaros cantores y una casita de dos pisos, con los muros encalados y de dimensiones de cuento de hadas, es decir, una casita pequeña, una casita de chocolate blanco con travesaños de madera a la vista como trozos de chocolate negro, y rodeada por un jardincito en donde las flores parecían recortes de papel, y un césped cuidado con manía matemática, y un senderito de grava que hacía ruido, un ruido que ponía los nervios o los nerviecitos de punta cuando uno caminaba por él, todo trazado con tiralíneas, con escuadra y compás, como le hizo notar a media voz Bubis a la baronesa poco antes de golpear con la aldaba (que tenía la forma de la cabeza de un cerdo) en la puerta de madera maciza.
El crítico literario Lothar Junge en persona les franqueó el paso. Por supuesto, la visita era aguardada y sobre la mesa el señor Bubis y la baronesa encontraron galletitas con carne ahumada, típicas de la zona, y dos botellas de licor. El crítico medía por lo menos un metro noventa y caminaba por su casa como si temiera darse un golpe en la cabeza. No era gordo, pero tampoco era delgado, y vestía a la usanza de los profesores de Heidelberg, que no se quitaban la corbata salvo en situaciones de verdadera intimidad. Durante un rato, mientras daban cuenta de los aperitivos, hablaron del panorama actual de la literatura alemana, territorio en el que Lothar Junge se movía con la cautela de un desactivador de bombas o de minas no explotadas. Después llegó un joven escritor de Maguncia acompañado por su mujer y otro crítico literario del mismo periódico de Frankfurt en donde publicaba sus reseñas Junge. Comieron estofado de conejo. La mujer del escritor de Maguncia sólo abrió la boca una vez durante la comida y fue para preguntarle a la baronesa dónde había comprado el vestido que llevaba. En París, contestó la baronesa, y la mujer del escritor ya no dijo nada más. Su rostro, sin embargo, se convirtió a partir de entonces en un discurso o memorándum de agravios sufridos por la ciudad de Maguncia desde su fundación hasta aquel día. La suma de sus visajes o morisquetas, que recorrían a la velocidad de la luz la distancia que media entre el resentimiento puro y el odio larvado hacia su marido, en el que veía representadas a todas las personas, a su juicio innobles, que estaban sentadas a la mesa, no pasó desapercibida a nadie, exceptuando al otro crítico literario, de nombre Willy, cuya especialidad era la filosofía y por ende escribía sobre libros de filosofía y cuya esperanza era publicar algún día un libro de filosofía, tres ocupaciones, por llamarlo así, que lo hacían particularmente insensible a la hora de darse cuenta de lo que pasaba en el rostro (o en el alma) de una comensal.
Terminada la comida volvieron a la sala a tomar café o té, y Bubis, con la plena aquiescencia de Junge, aprovechó ese momento, pues tampoco estaba en sus planes quedarse más tiempo en aquella casita de juguete que lo enervaba, para arrastrar al crítico al jardín trasero, tan cuidado como la parte delantera, pero con la ventaja de ser más amplio y desde el cual se tenía una visión más ajustada, si cabe, del bosque que abrazaba aquella barriada de extramuros. Hablaron, antes que nada, de los escritos del crítico, el cual se moría de ganas de publicar con Bubis. Éste mencionó, de forma vaga, la posibilidad, que le rondaba desde hacía meses por la cabeza, de crear una colección nueva, guardándose, eso sí, de mencionar de qué naturaleza iba a ser esta colección. Luego pasaron a hablar, una vez más, de la nueva literatura, la que publicaba Bubis y la que publicaban los colegas de Bubis en Munich y en Colonia y en Frankfurt y en Berlín, sin olvidar a las editoriales firmemente establecidas en Zurich o Berna y a las que resurgían en Viena. Acto seguido, Bubis le preguntó, procurando ser casual, qué le parecía, por ejemplo, Archimboldi. Lothar Junge, que en el jardín caminaba con la misma precaución que mostraba bajo su propio techo, al principio sólo se encogió de hombros.
—¿Lo ha leído? —preguntó Bubis.
Junge no contestó. Rumiaba su respuesta con la cabeza baja, absorto en la contemplación o en la admiración del césped que, a medida que se acercaban al linde del bosque, se hacía más descuidado, menos despojado de hojas caídas y palitos e incluso, diríase, de insectos.
—Si no lo ha leído, dígamelo, que haré que le envíen ejemplares de todos sus libros —dijo Bubis.
—Lo he leído —admitió Junge.
—¿Y qué le parece? —preguntó el viejo editor deteniéndose junto a una encina cuya sola presencia parecía anunciar con voz amenazante: aquí se acaba el reino de Junge y empieza la república hiperbórea. Junge también se detuvo, aunque unos pasos más allá, con la cabeza semiinclinada, como si temiera que una rama le fuera a alborotar el escaso pelo.
—No sé, no sé —murmuró.
Luego, incomprensiblemente, se puso a hacer visajes que de alguna manera lo hermanaban con la mujer del escritor de Maguncia, a tal grado que Bubis pensó que en efecto debían de ser hermanos y que sólo así se comprendía cabalmente la presencia del escritor y su mujer durante la comida. También cabía la posibilidad, pensó Bubis, de que fueran amantes, pues es bien sabido que a menudo los amantes adoptaban los gestos del otro, generalmente las sonrisas, las opiniones, los puntos de vista, en fin, la parafernalia superficial que todo ser humano está obligado a cargar hasta su muerte, como la piedra de Sísifo, considerado el más listo de los hombres, Sísifo, sí, Sísifo, el hijo de Éolo y Enáreta, el fundador de la ciudad de Éfira, que es el nombre antiguo de Corinto, una ciudad que el buen Sísifo convirtió en guarida de sus alegres fechorías, pues con esa soltura de cuerpo que lo caracterizaba y con esa disposición intelectual que en todo giro del destino ve un problema de ajedrez o una trama policiaca a clarificar y con esa querencia por la risa y la broma y la chanza y la chacota y la chunga y el ludibrio y el pitorreo y la chuscada y la chirigota y el choteo y la pulla y el remedo y la ingeniosidad y la burla y la cuchufleta, se dedicó a robar, es decir a despojar de sus bienes a cuantos viajeros pasaban por allí, llegando incluso a robar a su vecino Autólico, que también robaba, tal vez con la improbable esperanza de que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón, y de cuya hija, Anticlea, se sintió prendado, pues Anticlea era muy hermosa, un bombón, pero la tal Anticlea tenía novio formal, es decir estaba comprometida con un tal Laertes, posteriormente famoso, lo que no hizo retroceder a Sísifo, el cual contaba además con la complicidad del padre de la muchacha, el ladrón Autólico, cuya admiración por Sísifo había crecido como crece la estima que un artista objetivo y honrado siente por otro artista de dotes superiores, así que digamos que Autólico se mantuvo fiel, pues era hombre de honor, a la palabra dada a Laertes, pero tampoco veía con malos ojos o como burla y escarnio hacia su futuro yerno los escarceos amorosos que Sísifo prodigaba a su hija, la cual finalmente, según se dice, se casó con Laertes pero después de entregarse a Sísifo una o dos veces, cinco o siete veces, es posible que diez o quince veces, siempre con la connivencia de Autólico que deseaba que su vecino fecundara a su hija para así tener un nieto tan astuto como aquél, y en una de ésas Anticlea quedó preñada y nueve meses después, ya siendo la mujer de Laertes, nacería su hijo, el hijo de Sísifo, que fue llamado Odiseo o Ulises y que en efecto demostró ser tan astuto como su padre, el cual jamás se preocupó por él y siguió haciendo su vida, una vida de excesos y de fiestas y de placer, durante la cual se casó con Mérope, la estrella que menos brilla en la constelación de las Pléyades, precisamente por haberse casado con un mortal, un jodido mortal, un jodido ladrón, un jodido gángster dedicado a los excesos, cegado por los excesos, entre los cuales, y aunque no era el menor, se contaba la seducción de Tiro, la hija de su hermano Salmoneo, no porque Tiro le gustara, no porque Tiro fuera particularmente sexy, sino porque Sísifo odiaba a su propio hermano y deseaba causarle daño, y por este hecho, tras su muerte, fue condenado a empujar en los Infiernos una roca hasta lo alto de una colina, desde donde caía nuevamente hasta la base, desde donde Sísifo volvía a empujarla nuevamente hasta lo alto de la colina, desde donde caía nuevamente hasta la base, y así eternamente, un castigo feroz que no se correspondía con los crímenes o pecados de Sísifo y que más bien era una venganza de Zeus, pues en cierta ocasión, según se cuenta, pasó Zeus por Corinto con una ninfa a la que había raptado y Sísifo, que era más inteligente que el hambre, se quedó con la jugada, y luego pasó por allí Asopo, el padre de la muchacha, buscando a su hija como un desesperado, y viéndolo Sísifo se ofreció a darle el nombre del raptor de su hija, eso sí, a cambio de que Asopo hiciera brotar una fuente en la ciudad de Corinto, lo que demuestra que Sísifo no era un mal ciudadano o bien que tenía sed, a lo cual Asopo accedió y brotó la fuente de aguas cristalinas y Sísifo delató a Zeus, el cual, enfadadísimo, le envió ipso facto a Tánato, la muerte, que sin embargo no pudo con Sísifo, pues éste, con una jugada de maestro que no se contradecía con su humor ni con su inteligencia especulativa, capturó y encadenó a Tánato, hazaña al alcance de muy pocos, verdaderamente al alcance de muy pocos, y durante mucho tiempo tuvo a Tánato encadenado y durante todo ese tiempo no murió ser humano sobre la faz de la tierra, una época dorada en la que los hombres, sin dejar de ser hombres, vivían sin el agobio de la muerte, es decir, sin el agobio del tiempo, pues tiempo era lo que sobraba, que es acaso lo que distingue a una democracia, el tiempo sobrante, la plusvalía de tiempo, tiempo para leer y tiempo para pensar, hasta que Zeus tuvo que intervenir personalmente y Tánato fue liberado, y entonces Sísifo murió.
Pero los visajes que hacía Junge no tenían nada que ver con Sísifo, pensó Bubis, sino más bien con un tic facial desagradable, bueno, no muy desagradable, pero tampoco, evidentemente, agradable, y que él, Bubis, ya había visto en otros intelectuales alemanes, como si tras la guerra algunos de estos intelectuales hubieran sufrido un shock nervioso que se manifestaba de esta manera, o como si durante la guerra hubieran estado sometidos a una tensión insoportable que, una vez acabada la contienda, dejaba esta curiosa e inofensiva secuela.
—¿Qué le parece Archimboldi? —repitió Bubis.
El rostro de Junge se puso rojo como el atardecer que crecía detrás de la colina y luego verde como las hojas perennes de los árboles del bosque.
—Hum —dijo—, hum. —Y luego sus ojos se dirigieron hacia la casita, como si de allí esperara la llegada de la inspiración o de la elocuencia o alguna ayuda de cualquier tipo—. Para serle franco —dijo. Y luego—. Sinceramente, mi opinión no es… —Y finalmente—. ¿Qué le puedo decir?
—Cualquier cosa —dijo Bubis—, su opinión como lector, su opinión como crítico.
—Bien —dijo Junge—. Lo he leído, eso es un hecho.
Ambos sonrieron.
—Pero no me parece —añadió— un autor… Es decir, es alemán, eso es innegable, su prosodia es alemana, vulgar, pero alemana, lo que quiero decir es que no me parece un autor europeo.
—¿Americano, tal vez? —dijo Bubis, que por aquellos días acariciaba la idea de comprar los derechos de tres novelas de Faulkner.
—No, tampoco americano, más bien africano —dijo Junge, y volvió a hacer visajes bajo las ramas de los árboles—. Más propiamente: asiático —murmuró el crítico.
—¿De qué parte de Asia? —quiso saber Bubis.
—Yo qué sé —dijo Junge—, indochino, malayo, en sus mejores momentos parece persa.
—Ah, la literatura persa —dijo Bubis, que en realidad no conocía ni sabía nada de la literatura persa.
—Malayo, malayo —dijo Junge.
Después pasaron a hablar de otros autores de la editorial, por quienes el crítico mostraba más aprecio o interés, y regresaron al jardín desde donde se contemplaba el cielo arrebolado. Poco más tarde Bubis y la baronesa se despidieron con risas y palabras amables de los allí presentes, que no sólo los acompañaron hasta el coche sino que se quedaron en la calle haciendo adiós con la mano hasta que el vehículo de Bubis desapareció en la primera curva.
Esa noche, después de comentar con fingida sorpresa la desproporción que había entre Junge y su casita, poco antes de meterse en la cama de su hotel de Frankfurt, Bubis le comunicó a la baronesa que al crítico no le gustaban los libros de Archimboldi.
—¿Eso tiene importancia? —preguntó la baronesa que, a su manera y conservando toda su independencia, quería al editor y tenía en alta estima sus opiniones.
—Depende —dijo Bubis en calzoncillos, junto a la ventana, mientras miraba la oscuridad exterior por un espacio mínimo de la cortina—. Para nosotros, en realidad, no tiene ninguna importancia. Para Archimboldi, en cambio, tiene mucha.
Algo respondió la baronesa. Algo que el señor Bubis ya no escuchó. Afuera todo era oscuro, pensó, y descorrió ligeramente, sólo un poco más, la cortina. No vio nada. Sólo su rostro, el rostro del señor Bubis cada vez más arrugado y pronunciado y más y más oscuridad.
El cuarto libro de Archimboldi no tardó en llegar a la editorial. Se llamaba Ríos de Europa, aunque en él básicamente se hablaba de un solo río, el Dniéper. Digamos que el Dniéper era el protagonista del libro y los demás ríos nombrados formaban parte del coro. El señor Bubis lo leyó de un tirón, en su oficina, y las risas que le provocó la lectura se oyeron por toda la editorial. Esta vez el anticipo que le envió a Archimboldi fue mayor que todos los anticipos anteriores, a tal grado que Martha, la secretaria, antes de cursar el cheque a Colonia, entró en la oficina del señor Bubis y mostrándole el cheque le preguntó (no una sino dos veces) si era la cifra correcta, a lo que el señor Bubis respondió que sí, que era la cifra correcta, o incorrecta, qué más daba, una cifra, pensó cuando volvió a quedarse solo, siempre es aproximativa, no existe la cifra correcta, sólo los nazis creían en la cifra correcta y los profesores de matemática elemental, sólo los sectarios, los locos de las pirámides, los recaudadores de impuestos (Dios acabe con ellos), los numerólogos que leían el destino por cuatro perras creían en la cifra correcta. Los científicos, por el contrario, sabían que toda cifra es sólo aproximativa. Los grandes físicos, los grandes matemáticos, los grandes químicos y los editores sabían que uno siempre transita por la oscuridad.
Por aquellas mismas fechas y durante un examen médico rutinario a Ingeborg se le detectó una afección pulmonar. Al principio Ingeborg no le dijo nada a Archimboldi limitándose a tomar de forma irregular las pastillas que le recetó un médico no demasiado avispado. Cuando empezó a toser sangre Archimboldi la arrastró a la consulta del médico inglés, el cual la envió de inmediato a un especialista alemán en pulmones. Éste le dijo que tenía tuberculosis, una enfermedad bastante común en la Alemania de posguerra.
Con el dinero obtenido por Ríos de Europa Archimboldi, por indicación del especialista, se trasladó a Kempten, una localidad de los Alpes Bávaros, cuyo clima frío y seco contribuiría a mejorar la salud de su mujer. Ingeborg obtuvo una baja laboral a causa de su salud y Archimboldi dejó su trabajo de portero en el bar. La salud de Ingeborg, sin embargo, no experimentó cambios sustanciales, aunque los días que pasaron juntos en Kempten fueron felices.
Ingeborg no le temía a la tuberculosis pues tenía la seguridad de que no iba a morir a causa de esta enfermedad. Archimboldi se llevó su máquina de escribir y en un mes, escribiendo ocho páginas diarias, terminó su quinto libro, que tituló Bifurcaria bifurcata, cuyo argumento, como su nombre claramente indicaba, iba de algas. De este libro, al que Archimboldi dedicaba no más de tres horas diarias, a veces cuatro, lo que más sorprendió a Ingeborg fue la velocidad con que fue escrito, o mejor dicho la destreza que Archimboldi mostraba en el manejo de la máquina de escribir, una familiaridad de mecanógrafa veterana, como si Archimboldi fuera la reencarnación de la señora Dorothea, una secretaria que Ingeborg había conocido siendo aún una niña, una vez que acompañó a su padre, por razones que ya no recordaba, a las oficinas berlinesas donde éste trabajaba.
En dichas oficinas, le dijo Ingeborg a Archimboldi, había hileras interminables de secretarias que no paraban de escribir a máquina en una galería algo estrecha pero muy larga, recorrida permanentemente por una brigada de chicos auxiliares, vestidos con camisas verdes y pantalones cortos de color marrón, que constantemente iban de aquí para allá llevando papeles o retirando documentos ya previamente pasados en limpio de las bandejas de metal plateado que cada secretaria tenía junto a sí. Y aunque cada secretaria escribía un documento distinto, le dijo Ingeborg a Archimboldi, el sonido que producían todas esas máquinas de escribir era más bien uniforme, como si todas estuvieran escribiendo lo mismo, o todas fueran igual de rápidas. Salvo una.
Entonces Ingeborg le explicó que había cuatro filas de mesas con sus respectivas secretarias. Y que presidiendo las cuatro filas, enfrente de éstas, había una mesa solitaria, como si dijéramos la mesa de la directora, aunque la secretaria que se sentaba en esa mesa no era directora de nada, simplemente era la más vieja, la que llevaba más tiempo en aquellas oficinas o en aquel ministerio público adonde la había llevado su padre y donde éste probablemente prestaba sus servicios.
Y cuando ella y su padre llegaron a la galería, atraída ella por el ruido y su padre por el deseo de complacer su curiosidad o tal vez por el deseo de sorprenderla, la mesa principal, la mesa soberana (aunque no era una mesa soberana, que eso quede claro, puntualizó Ingeborg) estaba vacía y en la galería sólo estaban las secretarias tecleando a buena velocidad y esos adolescentes de pantalones cortos y calcetines hasta la rodilla trotando por los pasillos entre fila y fila, y también un gran cuadro que colgaba del alto techo, en el otro extremo, a espaldas de las secretarias, y que representaba a Hitler contemplando un paisaje bucólico, un Hitler que tenía algo de futurista, el mentón, la oreja, el mechón de pelo, pero que por encima de todo era un Hitler prerrafaelita, y las luces que colgaban del techo y que, según su padre, permanecían las veinticuatro horas encendidas, y los cristales sucios de los tragaluces que recorrían la galería de una punta a la otra y cuya luz no sólo no servía para escribir a máquina sino que tampoco servía para otras cosas, en realidad no servía para nada, sólo para estar allí y para indicar que fuera de esa galería y de ese edificio había un cielo y probablemente gente y casas, y precisamente en ese momento, tras recorrer Ingeborg y su padre una fila hasta el fondo y cuando ya habían dado la vuelta y se volvían, por la puerta principal, entró la señora Dorothea, una viejita minúscula, vestida de negro y con zapatos planos de rendija no muy adecuados para el frío que hacía afuera, una viejita de pelo blanco recogido en un moño, una viejita que se sentó a su mesa e inclinó la cabeza, como si nada existiera salvo ella y las mecanógrafas, las cuales, justo en ese momento y todas a una, dijeron buenos días, señora Dorothea, todas al mismo tiempo, pero sin mirarla a la señora Dorothea y sin dejar de teclear en ningún momento, algo que a Ingeborg le pareció increíble, no sabía si increíblemente bello o increíblemente atroz, lo cierto es que tras el saludo coral ella, la niña Ingeborg, se quedó quieta, como fulminada por un rayo o como si estuviera, por fin, en una iglesia de verdad en donde la liturgia y los sacramentos y la pompa eran reales, y dolían y latían como el corazón arrancado de una víctima de los aztecas, a tal grado que ella, la niña Ingeborg, no sólo se quedó quieta sino que también se llevó una mano al corazón, como si se lo hubieran arrancado, y entonces, precisamente entonces, la señora Dorothea se despojó de sus guantes de tela, tensó, sin mirárselas, sus manos translúcidas, y con la vista clavada en un documento o en un manuscrito que tenía a un lado se puso a escribir.
En ese instante, le dijo Ingeborg a Archimboldi, comprendí que la música podía estar en cualquier cosa. El teclear de la señora Dorothea era tan rápido, tan particular, había tanto de la señora Dorothea en su mecanografía, que pese al ruido o al sonido o a las notas acompasadas de más de sesenta mecanógrafas trabajando a la vez, la música que salía de la máquina de la secretaria más vieja se elevaba muy por encima de la composición colectiva de sus colegas, sin imponerse a éstas, sino acoplándose, ordenándolas, jugando con ellas. A veces parecía llegar hasta los tragaluces, otras veces zigzagueaba a ras del suelo, acariciando los tobillos de los muchachos de pantalón corto y de los visitantes. En ocasiones incluso se daba el lujo de aminorar la marcha y entonces la máquina de escribir de la señora Dorothea parecía un corazón, un enorme corazón latiendo en medio de la niebla y del caos. Pero estos momentos no abundaban. A la señora Dorothea le gustaba la velocidad y su tecleo usualmente iba por delante de todos los demás tecleos, como si abriera camino en medio de una selva muy oscura, dijo Ingeborg, muy oscura, muy oscura…
Bifurcaria bifurcata no le gustó al señor Bubis, tanto que de hecho ni siquiera la terminó de leer, aunque por supuesto decidió publicar la novela pensando que tal vez a ese imbécil de Lothar Junge sí le gustaría.
Antes de llevarla a imprenta, sin embargo, se la pasó a la baronesa y le pidió que le diera su más sincera opinión. Dos días después la baronesa le dijo que se había quedado dormida y que no había podido pasar de la página cuatro, lo que no arredró al señor Bubis, que por lo demás no confiaba demasiado en los juicios literarios de su bella mujer. Poco después de enviarle el contrato por Bifurcaria bifurcata recibió una carta de Archimboldi en la que éste no se mostraba en absoluto de acuerdo con el anticipo que el señor Bubis pretendía pagarle. Durante una hora, mientras comía solo en un restaurante con vistas al estuario, estuvo pensando en cómo contestar a la carta de Archimboldi. Su primera reacción al leerla fue de indignación. Después la carta le produjo risa. Finalmente se entristeció, a lo que contribuyó el río, que a esa hora adquiría una tonalidad de dorado viejo, de pan de oro, y todo parecía desmigajarse, el río, los botes, las colinas, los bosquecillos, y partir cada cosa por su lado, hacia diferentes tiempos y diferentes espacios.
Nada permanece, murmuró Bubis. Nada está mucho tiempo con uno. En la carta Archimboldi le decía que esperaba recibir un anticipo al menos de la misma cuantía que el que había recibido por Ríos de Europa. Bien mirado, tiene razón, pensó el señor Bubis: el que yo me aburra con una novela no significa que esa novela sea mala, sólo significa que no la voy a poder vender y que por tanto ocupará un sitio precioso en mi almacén. Al día siguiente le envió a Archimboldi una cantidad un poco mayor que la que éste había recibido por Ríos de Europa.
Ocho meses después de haber estado en Kempten Ingeborg y Archimboldi volvieron, pero esta vez el pueblo no les pareció tan hermoso como la primera vez, por lo que al cabo de dos días, y encontrándose ambos muy nerviosos, lo abandonaron a bordo de una carreta que se dirigía a una aldea en el interior de la montaña.
La aldea tenía menos de veinte habitantes y estaba muy cerca de la frontera austriaca. Allí alquilaron una habitación a un campesino que tenía una lechería y que vivía solo, pues durante la guerra había perdido a sus dos hijos, uno en Rusia y el otro en Hungría, y su mujer había muerto, según decía, de pena, aunque los aldeanos afirmaban que el campesino en cuestión la había arrojado desde un barranco.
El campesino se llamaba Fritz Leube y parecía contento de tener huéspedes aunque cuando se dio cuenta de que Ingeborg tosía sangre se preocupó mucho, pues pensaba que la tuberculosis era una enfermedad de fácil contagio. De todas maneras, no se veían demasiado. Por la noche, cuando volvía con las vacas, Leube preparaba una enorme olla con sopa, que duraba un par de días y de la que comían él y sus dos huéspedes. Si tenían hambre, tanto en la bodega de la casa como en la cocina había una gran variedad de quesos y encurtidos de los que se podía disponer a discreción. El pan, grandes hogazas redondas de dos y tres kilos, se lo compraba a una de las aldeanas o lo traía él personalmente si pasaba por alguna otra aldea o bajaba a Kempten.
A veces el campesino destapaba una botella de aguardiente y se quedaba hasta tarde hablando con Ingeborg y Archimboldi, haciendo preguntas sobre la gran ciudad (para él cualquier ciudad que tuviera más de treinta mil habitantes) y frunciendo el ceño ante las respuestas, a menudo malintencionadas, que solía darle Ingeborg. Al final de estas veladas Leube introducía el corcho en la botella, recogía la mesa y antes de marcharse a dormir decía que nada era comparable a la vida en el campo. Por aquellos días Ingeborg y Archimboldi, como si presintieran algo, no paraban de hacer el amor. Lo hacían en la habitación oscura que le alquilaban a Leube y lo hacían en la sala, delante de la chimenea, cuando Leube se había ido a trabajar. Los pocos días que estuvieron en Kempten los emplearon básicamente en follar. En la aldea, una noche, lo hicieron en el establo, entre las vacas, mientras Leube y los aldeanos dormían. Por las mañanas, al levantarse, parecían recién llegados de un combate. Ambos tenían moretones en diferentes partes del cuerpo y ambos exhibían unas ojeras enormes que Leube decía que eran las ojeras de la gente que malvivía en las ciudades.
Para reponerse comían pan negro con mantequilla y bebían grandes tazones de leche caliente. Una noche Ingeborg, tras toser durante mucho rato, le preguntó al campesino de qué había muerto su mujer. De pena, contestó Leube, tal como lo hacía siempre.
—Es extraño —dijo Ingeborg—, en el pueblo he oído decir que usted la mató.
Leube no pareció sorprendido, puesto que estaba al tanto de las habladurías.
—Si yo la hubiera matado ahora estaría preso —dijo—. Todos los asesinos, incluso los que matan por un buen motivo, van tarde o temprano a la cárcel.
—No lo creo —dijo Ingeborg—, hay mucha gente que mata, sobre todo que mata a sus mujeres, y que nunca va a parar a la cárcel.
Leube se rió.
—Eso sólo se ve en las novelas —dijo.
—No sabía que usted leyera novelas —contestó Ingeborg.
—Cuando era joven las leí —dijo Leube—, entonces podía perder el tiempo sin ningún problema, mis padres estaban vivos. ¿Y cómo se supone que maté a mi mujer? —preguntó Leube tras un largo silencio en el que sólo se oía el crepitar del fuego.
—Dicen que la arrojó a un barranco —dijo Ingeborg.
—¿A qué barranco? —preguntó Leube, a quien la conversación divertía cada vez más.
—No lo sé —dijo Ingeborg.
—Aquí hay muchos barrancos, señora —dijo Leube—, está el barranco de la Oveja Perdida y el barranco de las Flores, el barranco de la Sombra (que se llama así porque siempre está envuelto en sombras) y el barranco de los Niños de Kreuze, está el barranco del Diablo y el barranco de la Virgen, el barranco de San Bernardo y el barranco de las Lajas, desde aquí hasta el puesto fronterizo hay más de cien barrancos.
—No lo sé —dijo Ingeborg—, en cualquiera de ellos.
—No, en cualquiera no, tiene que ser en uno, uno en concreto, porque si yo maté a mi mujer arrojándola a cualquier barranco es lo mismo que si no la hubiera matado. Tiene que ser uno, no cualquiera —repitió Leube—. Sobre todo —dijo después de otro largo silencio—, porque hay barrancos que se convierten en cauces de río durante el deshielo de primavera y arrastran hacia el valle todo cuanto uno ha tirado allí o se ha caído o todo cuanto uno ha intentado ocultar. Perros despeñados, terneros perdidos, trozos de madera —dijo Leube con la voz casi apagada—. ¿Y qué más dicen mis vecinos? —preguntó Leube al cabo de un rato.
—Nada más —dijo Ingeborg mirándole a los ojos.
—Mienten —dijo Leube—, callan y mienten, podrían decir muchas cosas más, pero callan y mienten. Son como los animales, ¿no le parece?
—No, a mí no me ha dado esa impresión —dijo Ingeborg, que en realidad apenas había conversado con unos pocos aldeanos, todos demasiado ocupados en sus trabajos como para perder el tiempo con una extraña.
—Pero, sin embargo —dijo Leube—, sí que han tenido tiempo para informarle acerca de mi vida.
—Muy superficialmente —dijo Ingeborg, y luego soltó una sonora y amarga carcajada que la hizo toser una vez más.
Mientras la oía toser Leube cerró los ojos.
Cuando retiró el pañuelo de su boca la mancha de sangre era como una enorme rosa con los pétalos totalmente abiertos.
Esa noche, después de hacer el amor, Ingeborg salió de la aldea y tomó el camino de la montaña. La nieve parecía refractar la luz de la luna llena. No había viento y el frío era soportable, aunque Ingeborg llevaba su jersey más grueso y una chaqueta y botas y un gorro de lana. A la primera curva la aldea desapareció de la vista y sólo quedó una hilera de pinos y las montañas que se duplicaban en la noche, todas blancas, como monjas que nada esperan del mundo.
Diez minutos después Archimboldi se despertó con un sobresalto y se dio cuenta de que Ingeborg no estaba en la cama. Se vistió, la buscó en el baño, en la cocina y en la sala y luego fue a despertar a Leube. Éste dormía como un tronco y Archimboldi lo tuvo que remecer varias veces, hasta que el campesino abrió un ojo y lo miró muerto de miedo.
—Soy yo —dijo Archimboldi—, mi mujer ha desaparecido.
—Salga a buscarla —dijo Leube.
El tirón que le dio casi rompió el camisón del campesino.
—No sé por dónde empezar —dijo Archimboldi.
Después volvió a subir a su habitación, se puso las botas y la chaqueta y cuando bajó encontró a Leube despeinado pero vestido para salir. Al llegar al centro de la aldea Leube le dio una linterna y le dijo que era mejor que se separaran. Archimboldi tomó el camino de la montaña y Leube empezó a descender hacia el valle.
Al llegar al recodo del camino Archimboldi creyó oír un grito. Se detuvo. El grito volvió a repetirse, parecía proceder del fondo de las quebradas, pero Archimboldi comprendió que era Leube, que mientras caminaba hacia el valle se había puesto a gritar el nombre de Ingeborg. No la volveré a ver nunca más, pensó Archimboldi temblando de frío. Con las prisas se había olvidado de ponerse guantes y bufanda y a medida que ascendía rumbo al puesto fronterizo las manos y la cara se le helaron tanto que ya no las sentía, por lo que de vez cuando se detenía y se echaba el aliento en las manos o se las frotaba, y se pellizcaba la cara sin ningún resultado.
Los gritos de Leube se fueron espaciando cada vez más hasta desaparecer del todo. Por momentos se confundía y creía ver a Ingeborg sentada a la orilla del camino, mirando los precipicios que se abrían a los lados, pero cuando se acercaba descubría que sólo se trataba de una roca o de un pequeño pino derribado por la ventisca. A medio camino la linterna se le estropeó y la guardó en uno de los bolsillos de la chaqueta, aunque de buena gana la hubiera arrojado sobre las laderas nevadas. Por otra parte la luna iluminaba el camino de forma tal que hacía innecesario el uso de la linterna. Por su cabeza pasó la idea del suicidio y del accidente. Se salió del camino y comprobó la solidez de la nieve. En algunas partes se hundió hasta las rodillas. En otras, las más cercanas a los desfiladeros, se hundió hasta la cintura. Imaginó a Ingeborg caminando sin fijarse en nada. La vio acercarse a uno de los barrancos. Dar un traspié. Caer. Hizo lo mismo. La luz lunar, sin embargo, sólo iluminaba el camino: el fondo de las quebradas seguía siendo negro, de un negro informe, en donde se podían adivinar volúmenes y siluetas indiscernibles.
Volvió al camino y siguió ascendiendo. En determinado momento se dio cuenta de que estaba sudando. Una transpiración que salía caliente de sus poros y que de golpe se convertía en una película fría que a su vez era eliminada por más transpiración caliente… En cualquier caso dejó de tener frío. Cuando ya faltaba poco para llegar al puesto fronterizo vio a Ingeborg, de pie junto a un árbol, con la mirada fija en el cielo. El cuello de Ingeborg, su barbilla, los pómulos, relucían como tocados por una locura blanca. Se acercó corriendo y la abrazó.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Ingeborg.
—Tenía miedo —dijo Archimboldi.
El rostro de Ingeborg estaba frío como un pedazo de hielo. La besó en las mejillas hasta que ella se deshizo del abrazo.
—Mira las estrellas, Hans —le dijo.
Archimboldi obedeció. El cielo estaba lleno de estrellas, muchas más de las que se veían en las noches de Kempten y muchísimas más de las que era posible ver en la noche más despejada de Colonia. Es un cielo muy bonito, querida, dijo Archimboldi y luego trató de tomarla de una mano y arrastrarla hacia la aldea, pero Ingeborg se agarró de una rama del árbol, como si estuvieran jugando, y no quiso irse.
—¿Te das cuenta de dónde estamos, Hans? —dijo riéndose con una risa que a Archimboldi le pareció una cascada de hielo.
—En la montaña, querida —dijo sin soltarle la mano e intentando vanamente abrazarla otra vez.
—Estamos en la montaña —dijo Ingeborg—, pero también estamos en un lugar rodeado de pasado. Todas esas estrellas —dijo—, ¿es posible que no lo comprendas, tú que eres tan listo?
—¿Qué hay que comprender? —dijo Archimboldi.
—Mira las estrellas —dijo Ingeborg.
Levantó la vista: en efecto, había muchas estrellas, luego volvió a mirar a Ingeborg y se encogió de hombros.
—No soy tan listo —dijo—, tú lo sabes.
—Toda esa luz está muerta —dijo Ingeborg—. Toda esa luz fue emitida hace miles y millones de años. Es el pasado, ¿lo entiendes? Cuando la luz de esas estrellas fue emitida nosotros no existíamos, ni existía vida en la tierra, ni siquiera la tierra existía. Esa luz fue emitida hace mucho tiempo, ¿lo entiendes?, es el pasado, estamos rodeados por el pasado, lo que ya no existe o sólo existe en el recuerdo o en las conjeturas ahora está allí, encima de nosotros, iluminando las montañas y la nieve y no podemos hacer nada para evitarlo.
—Un libro viejo también es el pasado —dijo Archimboldi—, un libro escrito y publicado en 1789 es el pasado, su autor ya no existe, tampoco existe su impresor ni sus primeros lectores ni la época en la que el libro fue escrito, pero el libro, la primera edición de ese libro, aún está aquí. Como las pirámides de los aztecas —dijo Archimboldi.
—Odio las primeras ediciones y las pirámides y también odio a esos aztecas sanguinarios —dijo Ingeborg—. Pero la luz de las estrellas me marea. Me dan ganas de llorar —dijo Ingeborg con los ojos húmedos de locura.
Después, haciendo un gesto para que Archimboldi no le pusiera una mano encima, echó a caminar hacia el puesto fronterizo, que consistía en una pequeña cabaña de madera de dos pisos, de cuya chimenea surgía una delgada voluta de humo negro que se deshacía en el cielo nocturno, con un cartel que colgaba de un asta en donde se anunciaba que aquélla era la frontera.
Junto a la cabaña había un galpón sin paredes en donde estaba estacionado un pequeño vehículo de carga. No había ninguna luz, salvo el débil resplandor de una vela que se filtraba por la mampara mal cerrada de una ventana en el segundo piso.
—Vamos a ver si tienen algo caliente para darnos —dijo Archimboldi, y golpeó la puerta.
Nadie les contestó. Volvió a golpear, esta vez con más fuerza. El puesto fronterizo parecía vacío. Ingeborg, que lo esperaba fuera del porche, había cruzado las manos sobre el pecho y su rostro había empalidecido hasta adquirir la misma tonalidad de la nieve. Archimboldi dio la vuelta a la cabaña. En la parte de atrás, junto a la leñera, encontró una caseta de perro de dimensiones considerables pero no vio a ningún perro. Cuando regresó al porche delantero Ingeborg seguía de pie, mirando las estrellas.
—Creo que los guardas fronterizos se han marchado —dijo Archimboldi.
—Hay luz —contestó Ingeborg sin mirarlo, y Archimboldi no supo si se refería a la luz de las estrellas o a la que se veía en el segundo piso.
—Voy a romper una ventana —dijo.
Buscó en el suelo algo sólido y no halló nada, por lo que, tras apartar la contraventana de madera, rompió uno de los cristales dándole un golpe con el codo. Luego, utilizando las manos con cuidado, terminó de apartar los trozos de vidrio y abrió la ventana.
Un olor denso, pesado, le golpeó la cara mientras se deslizaba hacia dentro. En el interior de la cabaña todo estaba a oscuras, salvo un resplandor apagado que salía de la chimenea. Junto a ésta, en un sillón, vio a un guardafrontera con la chaqueta desabrochada y los ojos cerrados, como si estuviera durmiendo, aunque no estaba durmiendo sino muerto. En una habitación del primer piso, acostado en una litera, encontró a otro, un tipo con el pelo blanco y vestido con una camiseta blanca y calzoncillos largos del mismo color.
En el segundo piso, en la habitación donde se consumía la vela cuya luz vieron desde el camino, no había nadie. Sólo era una habitación, con una cama, una mesa, una silla y con una pequeña estantería en la que se alineaban varios libros, la mayoría de aventuras del oeste. Con algo de prisa pero midiendo sus pasos, Archimboldi buscó una escoba y un periódico y luego barrió los cristales que previamente había roto, los puso sobre el periódico y acto seguido los dejó caer por el hueco de la ventana hacia afuera, como si alguno de los dos muertos —desde el interior de la cabaña y no desde afuera— hubiera sido el causante del estropicio. Después salió sin tocar nada y abrazó a Ingeborg y así, abrazados, volvieron a la aldea mientras todo el pasado del universo caía sobre sus cabezas.
Al día siguiente Ingeborg no pudo levantarse de la cama. Tenía cuarenta grados de fiebre y por la tarde se puso a delirar. A mediodía, mientras ella dormía, Archimboldi vio desde la ventana de su cuarto pasar una ambulancia en dirección al puesto fronterizo. Poco después pasó un coche de la policía y unas tres horas después la ambulancia bajó en dirección a Kempten con su cargamento de cadáveres, pero el coche no volvió hasta las seis, cuando ya era de noche, y al entrar en la aldea se detuvo y los policías hablaron con algunos de los habitantes.
A ellos, posiblemente gracias a la intercesión de Leube, no los molestaron. Por la tarde Ingeborg empezó a delirar y esa misma noche se la llevaron al hospital de Kempten. Leube no los acompañó pero a la mañana siguiente, mientras fumaba en el pasillo junto a la puerta de entrada del hospital, Archimboldi lo vio aparecer, vestido con una chaqueta de paño muy vieja y usada aunque no carente de cierto empaque, con corbata y unos botines rústicos que parecían hechos a mano.
Hablaron durante algunos minutos. Leube le dijo que nadie en la aldea sabía lo de la fuga nocturna de Ingeborg y que era mejor que Archimboldi, si alguien se lo preguntaba, no dijera nada. Luego preguntó si el trato que recibía la paciente (lo dijo así: la paciente) era bueno, aunque por el tono con que hizo la pregunta daba por sentado que no podía ser de otra manera, por la comida del hospital, por las medicinas que le administraban, y luego abruptamente se marchó. Antes de irse, sin decir una palabra, dejó entre las manos de Archimboldi un paquete envuelto en papel barato, que contenía un buen trozo de queso, pan, y dos clases de embutido, del mismo tipo que comían cada noche en su casa.
Archimboldi no tenía hambre y cuando vio el queso y los embutidos sintió un irresistible deseo de vomitar. Pero no quiso tirar la comida y terminó guardándola en el cajón del velador de Ingeborg. Por la noche ésta volvió a delirar y no reconoció a Archimboldi. Al amanecer vomitó sangre y cuando se la llevaron a hacerle unas radiografías le gritó que no la dejara sola, que no permitiera que muriera en un hospital miserable como aquél. No lo haré, le prometió Archimboldi en el pasillo, mientras las enfermeras se alejaban con la camilla donde se debatía Ingeborg. Tres días después la fiebre empezó a remitir, aunque los cambios de humor de Ingeborg se hicieron más pronunciados.
Casi no le hablaba a Archimboldi y cuando lo hacía era para exigirle que la sacara de allí. En la misma habitación había otras dos enfermas del pulmón que pronto se hicieron enemigas irreconciliables de Ingeborg. Según ésta, la envidiaban por ser berlinesa. Al cabo de cuatro días las enfermeras estaban hartas de Ingeborg y algún médico la miraba como si, sentada muy quieta en su cama, con el pelo lacio cayéndole por debajo de los hombros, se hubiera convertido en una encarnación de la Némesis. Un día antes de que le dieran el alta, Leube apareció otra vez por el hospital.
Entró en la habitación, le hizo un par de preguntas a Ingeborg y luego le entregó un paquetito idéntico al que días antes le había dado a Archimboldi. El resto del tiempo permaneció callado, sentado muy tieso en una silla y echando de tanto en tanto miradas curiosas a las otras enfermas y a las visitas que éstas recibían. Al marcharse le dijo a Archimboldi que quería hablar con él a solas, pero Archimboldi no tenía ganas de hablar con Leube, así que en lugar de dirigirse al restaurante del hospital se quedó con él en el pasillo, ante el azoro de Leube, que esperaba poder charlar en un sitio más privado.
—Sólo quería decirle —dijo el campesino— que la señora tenía razón. Yo maté a mi mujer. La arrojé a un barranco. Al barranco de la Virgen. En realidad ya no lo recuerdo. Tal vez fuera el barranco de las Flores. Pero yo la arrojé al barranco y vi caer su cuerpo, destrozado por los salientes y por las piedras. Luego abrí los ojos y la busqué. Allá abajo estaba. Una mancha de color entre las lajas. Durante mucho rato estuve mirándola. Luego bajé y me la eché a los hombros y subí con ella encima, pero ya no pesaba nada, era como subir con un hato de ramas. Entré en mi casa por la parte de atrás. Nadie me vio. La lavé con cuidado, le puse ropa nueva, la acosté. ¿Cómo no se dieron cuenta de que tenía todos los huesos rotos? Dije que había muerto. ¿De qué murió?, me preguntaron. De pena, dije yo. Cuando uno muere de pena es como si tuviera los huesos rotos y magulladuras en todas partes y el cráneo reventado. Eso es la pena. Yo mismo hice el ataúd durante una noche de trabajo y al día siguiente la enterré. Luego arreglé los papeles en Kempten. No le voy a decir que a los funcionarios les pareció normal. Algo se extrañaron. Yo vi sus caras de extrañeza. Pero no dijeron nada y me inscribieron a la muerta. Luego volví a la aldea y seguí viviendo. Solo para siempre —murmuró tras una larga pausa—. Tal como debe ser.
—¿Por qué me cuenta esto? —dijo Archimboldi.
—Para que se lo cuente a la señora Ingeborg. Quiero que la señora lo sepa. Es por ella que yo se lo cuento a usted, para que ella lo sepa. ¿Estamos?
—De acuerdo —dijo Archimboldi—, se lo contaré.
Cuando salieron del hospital volvieron en tren a Colonia, pero apenas pudieron estar allí tres días. Archimboldi le preguntó a Ingeborg si quería ir a visitar a su madre. Ingeborg contestó que entre sus planes ya no estaba volver a ver nunca más a su madre ni a sus hermanas. Deseo viajar, dijo. Al día siguiente Ingeborg tramitó su pasaporte y Archimboldi consiguió dinero entre sus amigos. Primero estuvieron en Austria y luego en Suiza y de Suiza pasaron a Italia. Visitaron, como dos vagabundos, Venecia y Milán, y entre ambas ciudades se detuvieron en Verona y durmieron en la pensión donde durmió Shakespeare y comieron en la trattoria donde comió Shakespeare, y que ahora se llamaba Trattoria Shakespeare, y también fueron a la iglesia adonde solía ir Shakespeare a meditar o a jugar al ajedrez con el cura párroco, puesto que Shakespeare, al igual que ellos, no hablaba italiano, aunque para jugar al ajedrez no era necesario hablar italiano ni inglés ni alemán ni siquiera ruso.
Y como en Verona poco más es lo que había que ver recorrieron Brescia y Padua y Vicenza y otras ciudades a lo largo de la línea ferroviaria que une Milán con Venecia, y luego estuvieron en Mantua y en Bolonia y vivieron tres días en Pisa haciendo el amor como desesperados, y se bañaron en Cecina y en Piombino, enfrente de la isla de Elba, y luego visitaron Florencia y entraron en Roma.
¿De qué vivieron? Probablemente Archimboldi, que había aprendido mucho de su trabajo de portero en el bar de la Spenglerstrasse, se dedicó a los pequeños hurtos. Robar a los turistas americanos era fácil. Robar a los italianos sólo era un poco más difícil. Tal vez Archimboldi pidió otro anticipo a la editorial y se lo enviaron o quizás fue la propia baronesa Von Zumpe a entregárselo en mano, picada por la curiosidad de conocer a la mujer de su antiguo empleado.
El encuentro, en cualquier caso, fue en un sitio público y sólo apareció Archimboldi, que se tomó una cerveza, cogió el dinero, dio las gracias y se marchó. O así se lo explicó la baronesa a su marido en una larga carta escrita desde un castillo de Senigallia en donde pasó quince días tostando su piel al sol y tomando largos baños de mar. Baños de mar que Ingeborg y Archimboldi no tomaron o que pospusieron para otra reencarnación, pues la salud de Ingeborg, con el paso del verano, se hizo cada vez más débil y la posibilidad de volver a la montaña o de internarse en un hospital quedaba descartada sin discusión posible. El comienzo de septiembre los encontró en Roma, vestidos ambos con pantalones cortos de color amarillo arena del desierto o amarillo duna, como si fueran fantasmas del Afrika Korps perdidos en las catacumbas de los primeros cristianos, catacumbas desoladas en donde sólo se oía el goteo impreciso de alguna cloaca vecina y la tos de Ingeborg.
Pronto, sin embargo, emigraron hacia Florencia y desde allí, caminando o haciendo autoestop, se dirigieron al Adriático. Para entonces la baronesa Von Zumpe se hallaba en Milán, como huésped de unos editores milaneses, y desde una cafetería semejante en todo a una catedral románica le escribió una carta a Bubis en la que le informaba sobre la salud de sus anfitriones, que hubieran deseado que Bubis estuviera allí, y sobre unos editores de Turín que acababa de conocer, uno viejo y muy alegre que siempre que se refería a Bubis lo llamaba mi hermano, y el otro joven, izquierdista, muy guapo, que decía que los editores también, por qué no, debían contribuir a cambiar el mundo. También, por aquellos días, entre fiesta y fiesta la baronesa conoció a algunos escritores italianos, algunos de los cuales tenían libros que tal vez resultaran interesantes de traducir. Por supuesto, la baronesa podía leer en italiano aunque sus actividades diarias le vedaban, de alguna manera, la lectura.
Todas las noches había una fiesta a la que asistir. Y cuando no había fiesta sus anfitriones se la inventaban. A veces abandonaban Milán en una caravana de cuatro o cinco coches y se iban a un pueblo a orillas del lago de Garda llamado Bardolino, en donde alguno tenía una villa, y a menudo el amanecer los encontraba a todos, exhaustos y alegres, bailando en una trattoria cualquiera de Desenzano, ante la mirada curiosa de los lugareños que habían trasnochado (o que se acababan de levantar) atraídos por la algarabía.
Una mañana, sin embargo, recibió un telegrama de Bubis en el que le comunicaba que la mujer de Archimboldi había muerto en un pueblo perdido del Adriático. Sin saber a ciencia cierta por qué, la baronesa se echó a llorar como si se le hubiera muerto una hermana y ese mismo día comunicó a sus anfitriones que se iba de Milán rumbo a este pueblo perdido, sin saber muy bien si tenía que tomar un tren o un autobús o un taxi, puesto que el pueblo en cuestión no aparecía en su guía del viajero en Italia. El joven editor turinés de izquierdas se ofreció a llevarla en su coche y la baronesa, que había tenido algunos escarceos con él, se lo agradeció con palabras tan sentidas que el turinés, de golpe, no supo a qué atenerse.
El viaje fue un treno o un epicedio, dependiendo del paisaje que cruzaran, recitado en un italiano cada vez más macarrónico y contagioso. Al final, llegaron al pueblo misterioso agotados después de haber repasado una lista interminable de familiares muertos (tanto de la baronesa como del turinés) y amigos desaparecidos, algunos de los cuales estaban muertos sin que ellos lo supieran. Pero aún tuvieron fuerzas para preguntar por un alemán al que se le había muerto la mujer. Los aldeanos, hoscos y atareados en la reparación de redes y en el calafateado de los botes, les dijeron que en efecto, hacía unos días, había llegado una pareja de alemanes y que hacía unos pocos días el hombre se había marchado solo, puesto que la mujer había muerto ahogada.
¿Adónde había ido el hombre? No lo sabían. La baronesa y el editor le preguntaron al cura, pero éste tampoco sabía nada. También le preguntaron al sepulturero y éste les repitió lo que ya habían oído como una letanía: que el alemán se había marchado hacía poco tiempo y que la alemana no estaba enterrada en aquel cementerio, puesto que había muerto ahogada y su cadáver no se encontró jamás.
Por la tarde, antes de abandonar el pueblo, la baronesa insistió en subir a una montaña desde la que se dominaba toda la región. Vio senderos zigzagueantes, de tonalidades amarillo oscuro, que se perdían en medio de pequeños bosques de color plomizo, como si los bosques fueran globos hinchados de lluvia, vio colinas cubiertas de olivos y manchas que se desplazaban con una lentitud y extrañeza que aunque le parecieron de este mundo no le parecieron soportables.
Durante mucho tiempo de Archimboldi no se supo nada. Ríos de Europa, sin que nadie lo esperara, siguió vendiéndose y se hizo una segunda edición. Poco después ocurrió lo mismo con La máscara de cuero. Su nombre apareció en dos ensayos sobre nueva narrativa alemana, si bien siempre en una posición discreta, como si el autor del ensayo nunca estuviera del todo seguro de que no era víctima de una broma. Algunos jóvenes lo leían. Una lectura marginal, un capricho de universitarios.
Cuando habían transcurrido cuatro años de su desaparición, Bubis recibió en Hamburgo el voluminoso manuscrito de Herencia, una novela de más de quinientas páginas, llena de tachaduras y añadidos y prolijas y a menudo ilegibles anotaciones a pie de página.
El envío procedía de Venecia, en donde Archimboldi, según decía en una breve carta adjunta al manuscrito, había estado trabajando de jardinero, algo que a Bubis le pareció una broma, porque de jardinero, según pensaba, uno puede, con cierta dificultad, encontrar trabajo en cualquier ciudad italiana menos en Venecia. La respuesta del editor, de todas formas, fue rapidísima. Ese mismo día le escribió preguntándole qué anticipo quería y solicitándole una dirección más o menos segura para hacerle el envío del dinero, de su dinero, que durante aquellos cuatro años se había ido, muy poquito a poco, acumulando. La respuesta de Archimboldi fue aún más escueta. Daba una dirección en el Cannaregio y se despedía con las palabras de rigor deseándole un buen año, pues se acercaba el final de diciembre, a Bubis y a su señora esposa.
Durante aquellos días, días muy fríos en toda Europa, Bubis leyó el manuscrito de Herencia y pese a que el texto era caótico su impresión final fue de una gran satisfacción, pues Archimboldi respondía a todas las expectativas que en él tenía depositadas. ¿Qué expectativas eran éstas? Bubis no lo sabía, ni le importaba saberlo. Ciertamente no eran expectativas sobre su buen quehacer literario, algo que puede aprender a hacer cualquier escritorzuelo, ni sobre su capacidad de fabulación, de la que no tenía dudas desde que apareciera La rosa ilimitada, ni sobre su capacidad de inyectar sangre nueva en la aterida lengua alemana, algo que, a juicio de Bubis, estaban haciendo dos poetas y tres o cuatro narradores, entre los que él contaba a Archimboldi. Pero no era eso. ¿Qué era, entonces? Bubis no lo sabía aunque lo presentía, y el no saberlo no le producía el más mínimo problema, entre otras cosas porque tal vez los problemas empezaban al saberlo, y él era editor y los caminos de Dios de cierto sólo eran inextricables.
Puesto que la baronesa se encontraba por aquellos días en Italia, donde tenía un amante, Bubis le telefoneó y le pidió que fuera a visitar a Archimboldi.
De buena gana hubiera ido él personalmente, pero los años no pasaban en balde y Bubis ya no era capaz de viajar como lo había hecho durante tanto tiempo. Así pues, fue la baronesa la que apareció una mañana por Venecia acompañada por un ingeniero romano algo menor que ella, un tipo guapo y delgado y de piel bronceada al que en ocasiones la gente llamaba arquitecto y en ocasiones doctor, aunque sólo era ingeniero, ingeniero de caminos y lector apasionado de Moravia, cuya casa había visitado en compañía de la baronesa, para que ésta tuviera la oportunidad de conocer al novelista durante una velada que Moravia daba en su amplio departamento desde donde se contemplaba, al caer la noche llena de reflectores, las ruinas de un circo, o tal vez fuera un templo, túmulos funerarios y piedras iluminadas que la misma luz contribuía a confundir y a velar y que los invitados de Moravia contemplaban riéndose o al borde de las lágrimas desde la amplia terraza del novelista. Un novelista que no impresionó a la baronesa o que al menos no la impresionó tanto como esperaba su amante, para quien Moravia escribía con letras de oro, pero en quien la baronesa no dejaría de pensar durante los días siguientes, sobre todo después de haber recibido la carta de su marido y de viajar, acompañada por el ingeniero moraviano, a la invernal Venecia, en donde tomaron habitación en el Danieli, de donde poco después, tras ducharse y cambiarse de ropa, pero sin desayunar, la baronesa saldría sola, con su hermosa cabellera despeinada y una premura inexplicable.
La dirección de Archimboldi estaba en la calle Turlona, en el Cannaregio, y la baronesa supuso, con buen sentido, que esa calle no podía quedar demasiado lejos de la estación de ferrocarriles o, si no fuera así, demasiado lejos de la iglesia de la Madonna del Orto, en la que había trabajado toda su vida el Tintoretto. Así que tomó un vaporetto en San Zaccaria y se dejó llevar, ensimismada, por el Gran Canal y luego se bajó enfrente de la estación y empezó a caminar y a preguntar, y mientras tanto iba pensando en los ojos de Moravia, que eran atractivos, y en los ojos de Archimboldi, que de golpe descubrió que ya no recordaba, y también pensó en lo disímiles que eran ambas vidas, la de Moravia y la de Archimboldi, uno burgués y sensato y que marchaba con su tiempo y que no se privaba, sin embargo, de propiciar (pero no para él sino para sus espectadores) ciertas bromas delicadas e intemporales, el otro, sobre todo comparado con el primero, esencialmente un lumpen, un bárbaro germánico, un artista en permanente incandescencia, como decía Bubis, alguien que no vería jamás las ruinas envueltas en estolas de luz que se apreciaban desde la terraza de Moravia ni oiría los discos de Moravia ni saldría de noche a pasear por Roma con sus amigos, poetas y cineastas, traductores y estudiantes, aristócratas y marxistas, como hacía Moravia con sus amigos, siempre una palabra amable, una observación inteligente, un comentario oportuno, mientras Archimboldi mantenía largos soliloquios con él mismo, pensó la baronesa al tiempo que recorría Lista de Spagna hasta el Campo San Geremia y luego atravesaba el puente Guglie y bajaba unos escalones hasta la Fondamenta Pescaria, ininteligibles soliloquios de niño de servicio o de soldado descalzo vagabundo en tierras rusas, un infierno poblado de súcubos, pensó la baronesa, y recordó entonces, sin que viniera a cuento, que a los pederastas, en el Berlín de su adolescencia, algunas personas, sobre todo las criadas que venían del campo, los llamaban súcubos, las criadas, las doncellas que abrían los ojos muy grandes y con falsa expresión de susto, las doncellitas que dejaban a la familia para ir a las enormes casas de los barrios de los ricos y que mantenían largos soliloquios que les permitían asegurar un día más su supervivencia.
¿Pero Archimboldi mantenía en realidad soliloquios con él mismo?, pensó la baronesa mientras se internaba por la calle del Ghetto Vecchio, ¿o monologaba en presencia de otra persona? ¿Y si era así, quién era esa otra persona? ¿Un muerto? ¿Un demonio alemán? ¿Un monstruo que él había descubierto cuando trabajaba en su casa solariega de Prusia? ¿Un monstruo que se encontraba en los sótanos de su casa cuando el niño Archimboldi iba a trabajar acompañado de su madre? ¿Un monstruo que se escondía en el bosque propiedad de los barones Von Zumpe? ¿El fantasma de los campos de turba? ¿El espíritu de los roqueríos a un lado de la accidentada carretera que unía las aldeas de pescadores?
Pura palabrería, pensó la baronesa, que nunca había creído en los fantasmas ni en ideologías, sólo en su cuerpo y en los cuerpos de otros, mientras atravesaba la plaza del Ghetto Nuovo y luego cruzaba el puente hasta la Fondamenta degli Ormesini, y giraba a la izquierda y llegaba a la calle Turlona, sólo casas viejas, edificios que se sostenían unos a otros como viejitos enfermos de Alzheimer, un batiburrillo de casas y pasillos laberínticos en donde se oían voces lejanas, voces preocupadas que preguntaban y respondían con gran dignidad, hasta llegar a la puerta de Archimboldi, en una casa que ni desde la calle ni desde el interior se sabía muy bien en qué piso estaba, si en el tercero o en el cuarto, tal vez en el tercero y medio.
Abrió la puerta Archimboldi. Tenía el pelo largo y enmarañado y la barba le cubría todo el cuello. Iba vestido con un suéter de lana y unos pantalones anchos y con manchas de tierra, algo nada usual en Venecia, donde sólo hay agua y piedras. La reconoció de inmediato y al pasar la baronesa notó que las fosas nasales de su antiguo criado se dilataban, como si intentara olerla. La casa se componía de dos habitaciones pequeñas, separadas por un tabique de yeso, y un baño, también minúsculo, de construcción reciente. En la habitación que servía de comedor y cocina estaba la única ventana de la casa, que daba a un canal que desembocaba en el Rio della Sensa. El color de la casa era de un malva oscuro que, ya en la segunda habitación, en donde estaba la cama y la ropa de Archimboldi, se transmutaba en negro, un negro de provincias, pensó la baronesa.
¿Qué hicieron durante aquel día y el día siguiente? Probablemente hablaron y follaron, más de lo último que de lo primero, lo cierto es que por la noche la baronesa no volvió al Danieli, ante la angustia de su ingeniero, que había leído novelas que hablaban de misteriosas desapariciones en Venecia, sobre todo de turistas del sexo débil, mujeres sojuzgadas carnalmente, mujeres sedadas por la libido de macrós venecianos, mujeres esclavas que convivían, pared con pared, con las esposas legítimas de sus esclavizadores, gordas bigotudas que hablaban en dialecto y que sólo salían de sus cuevas a comprar verduras y pescado, mujeres de Cromagnon casadas con hombres de Neanderthal y siervas educadas en Oxford o en internados de Suiza atadas a una pata de la cama en espera de la Sombra.
Pero lo cierto es que la baronesa no volvió aquella noche y el ingeniero se emborrachó discretamente en el bar del Danieli y no acudió a la policía, en parte por miedo a hacer el ridículo y en parte porque intuía que su amante alemana era de esos espíritus que siempre se salen con la suya, sin pedir ni preguntar nada. Y aquella noche no hubo Sombra alguna, aunque la baronesa hizo preguntas, no muchas, y se mostró dispuesta a contestar las que Archimboldi tuviera a bien hacerle.
Hablaron del trabajo de jardinero, que era cierto, y que se hacía o bien a cuenta del municipio de Venecia en los pocos pero bien conservados jardines públicos o bien a cuenta de particulares (o abogados) que poseían jardines interiores, algunos espléndidos, tras los muros de sus palacios. Luego volvieron a hacer el amor. Luego hablaron del frío que hacía y que Archimboldi conjuraba envolviéndose en mantas. Luego se besaron largamente y la baronesa no quiso preguntarle cuánto tiempo llevaba sin acostarse con una mujer. Luego hablaron de algunos escritores norteamericanos que Bubis publicaba y que visitaban Venecia con asiduidad, aunque Archimboldi no conocía ni había leído a ninguno. Y luego hablaron del desaparecido primo de la baronesa, el malaventurado Hugo Halder, y de la familia de Archimboldi, a quien éste, por fin, había encontrado.
Y cuando la baronesa se disponía a preguntarle dónde había encontrado a su familia y bajo qué circunstancias y cómo, Archimboldi se levantó de la cama y le dijo: escucha. Y la baronesa trató de escuchar, pero no oyó nada, sólo silencio, un silencio completo. Y entonces Archimboldi le dijo: de eso se trata, del silencio, ¿lo oyes? Y la baronesa estuvo a punto de decirle que el silencio no se podía oír, que sólo se oía el sonido, pero le pareció una pedantería y no dijo nada. Y Archimboldi, desnudo, se acercó a la ventana y la abrió y sacó medio cuerpo afuera, como si pretendiera arrojarse al canal, pero no era ésa su intención. Y cuando volvió a meter el torso le dijo a la baronesa que se acercara y mirara. Y la baronesa se levantó, desnuda como él, y se acercó a la ventana y vio cómo nevaba sobre Venecia.
La última visita que realizó Archimboldi a su editorial fue para revisar junto con la correctora las pruebas de imprenta de Herencia y añadir alrededor de cien páginas al manuscrito original. Aquélla fue la última vez que vio a Bubis, el cual moriría unos años más tarde, no sin haber publicado antes otras cuatro novelas de Archimboldi, y también fue la última vez que vio a la baronesa, al menos en Hamburgo.
Por aquellos días Bubis se hallaba inmerso en las grandes y a menudo ociosas discusiones que mantenían los escritores alemanes de la República Federal y de la República Democrática y por su oficina pasaban intelectuales y llegaban cartas y telegramas y por las noches, para variar, llamadas telefónicas urgentes que generalmente no conducían a nada. La atmósfera que se respiraba en la editorial era de una actividad febril. A veces, sin embargo, todo se paraba, la correctora hacía café para ella y para Archimboldi y té para una chica nueva que se ocupaba del diseño gráfico de los libros, pues la editorial en este tiempo había crecido y la nómina de empleados aumentado, y a veces, en una mesa vecina, había un corrector suizo, un muchacho que nadie sabía muy bien a santo de qué vivía en Hamburgo, y la baronesa abandonaba su oficina y lo mismo hacía la jefa de prensa y en ocasiones la secretaria, y todos se ponían a hablar de cualquier cosa, de la última película que habían visto o del actor Dirk Bogarde, y luego aparecía la administrativa e incluso la señora Marianne Gottlieb se dejaba caer con una sonrisa en la amplia sala donde trabajaban los correctores, y si las risas eran muy sonoras, hasta Bubis en persona aparecía por allí, con su taza de té en la mano, y no sólo hablaban de Dirk Bogarde, también hablaban de política y de las trapacerías que eran capaces de cometer las nuevas autoridades de Hamburgo o hablaban de algunos escritores que desconocían lo que era la ética, plagiarios confesos y sonrientes y con una máscara bonachona que encubría un rostro en donde se mezclaban el miedo y la ofensa, escritores dispuestos a usurpar cualquier reputación, con la certeza de que esto les proporcionaría una posteridad, cualquier posteridad, lo que provocaba la risa de las correctoras y de los demás empleados de la editorial e incluso la sonrisa resignada de Bubis, pues nadie mejor que ellos sabía que la posteridad era un chiste de vodevil que sólo escuchaban los que estaban sentados en primera fila, y luego se ponían a hablar de los lapsus cálami, muchos de ellos recogidos en un libro publicado en París, de esto hacía ya mucho tiempo, titulado acertadamente Museo de errores, y otros seleccionados por Max Sengen, buscador de erratas. Y, del dicho al hecho, no tardaron mucho las correctoras en coger el libro (que no era el Museo de errores francés ni el de Sengen), cuyo título Archimboldi no pudo ver, y se pusieron a leer en voz alta una selección de perlas cultivadas:
—«¡Pobre María! Cada vez que percibe el ruido de un caballo que se acerca, está segura de que soy yo». El duque de Monbazon, Chateaubriand.
—«La tripulación del buque tragado por las olas estaba formada por veinticinco hombres, que dejaron centenares de viudas condenadas a la miseria». Dramas marítimos, Gaston Leroux.
—«Con la ayuda de Dios, el sol lucirá de nuevo sobre Polonia». El diluvio, Sinkiewicz.
—«¡Vámonos!, dijo Peter buscando su sombrero para enjugarse las lágrimas». Lourdes, Zola.
—«El duque apareció seguido de su séquito, que iba delante». Cartas desde mi molino, Alfonso Daudet.
—«Con las manos cruzadas sobre la espalda paseábase Enrique por el jardín, leyendo la novela de su amigo». El día fatal, Rosny.
—«Con un ojo leía, con el otro escribía». A orillas del Rhin, Auback.
—«El cadáver esperaba, silencioso, la autopsia». El favorito de la suerte, Octavio Feuillet.
—«Guillermo no pensaba que el corazón pudiera servir para algo más que para la respiración». La muerte, Argibachev.
—«Esta espada de honor es el día más hermoso de mi vida». El honor, Octavio Feuillet.
—«Empiezo a ver mal, dijo la pobre ciega». Beatriz, Balzac.
—«Después de cortarle la cabeza, lo enterraron vivo». La muerte de Mongomer, Henri Zvedan.
—«Tenía la mano fría como la de una serpiente». Ponson du Terrail—. Y aquí no se especificaba a qué obra pertenecía el lapsus cálami.
De la colección de Max Sengen destacaban los siguientes, sin especificar obra ni autor:
—«El cadáver miraba con reproche a los que le rodeaban».
—«¿Qué puede hacer un hombre muerto por una bala mortífera?».
—«En las cercanías de la ciudad hubo rebaños enteros de osos que andaban siempre solos».
—«Por desgracia, la boda se retrasó quince días, durante los cuales la novia huyó con el capitán y dio a luz ocho hijos».
—«Excursiones de tres o cuatro días eran para ellos cosa diaria».
Y después venían los comentarios. El suizo, por ejemplo, declaró que era del todo inesperada la frase de Chateaubriand, sobre todo porque en ella se percibía un trasfondo de carácter sexual.
—Altamente sexual —dijo la baronesa.
—Cosa difícil de creer tratándose de Chateaubriand —acotó la correctora.
—Bueno, la alusión a los caballos es clara —dictaminó el suizo.
—¡Pobre María! —terminó diciendo la jefa de prensa.
Después hablaron de Enrique, de El día fatal, de Rosny, un texto cubista, según Bubis. O la expresión más ajustada del nerviosismo y del acto de leer, según la diseñadora gráfica, pues Enrique no sólo leía con las manos cruzadas sobre la espalda sino que también lo hacía paseándose por el jardín. Lo cual a veces era muy grato, según el suizo, que resultó ser el único de los presentes que en ocasiones leía caminando.
—También cabía la posibilidad —dijo la correctora— de que este Enrique hubiera inventado un artefacto que le permitiera leer sin sostener el libro con las manos.
—¿Pero de qué manera —preguntó la baronesa— pasaba las páginas?
—Muy simple —dijo el suizo—, con una pajita o varilla metálica que se maneja con la boca y que, por supuesto, forma parte del artefacto de lectura, el cual seguramente tiene la forma de una bandeja-mochila. También hay que tener en cuenta que Enrique, que es inventor, es decir, que pertenece a la categoría de los hombres objetivos, está leyendo la novela de un amigo, lo cual entraña una enorme responsabilidad, pues ese amigo querrá saber si la novela le gustó o no, y si le gustó querrá saber si le gustó mucho o no, y si le gustó mucho querrá saber si Enrique considera su novela una obra maestra o no, y si Enrique admite que le parece una obra maestra querrá saber si ha escrito una obra cumbre de las letras francesas o no, y así hasta agotar la paciencia del pobre Enrique, quien seguramente tiene otras cosas mejores que hacer, además de colgarse ese aparatito ridículo sobre el pecho y pasear arriba y abajo por el jardín.
—La frase, de todas maneras —dijo la jefa de prensa—, nos indica que a Enrique no le gusta lo que está leyendo. Está preocupado, teme que el libro de su amigo no remonte el vuelo, se resiste a admitir lo obvio: que su amigo ha escrito una porquería.
—¿Y eso cómo lo deduces? —quiso saber la correctora.
—Por la forma en que nos lo presenta Rosny. Las manos cruzadas a la espalda: preocupación, concentración. Lee de pie y sin dejar de caminar: resistencia ante un hecho consumado, nerviosismo.
—Pero el acto de haber usado la máquina de lectura —dijo la diseñadora gráfica— lo salva.
Después hablaron del texto de Daudet, el cual, según Bubis, no era un ejemplo de lapsus cálami sino del humor del escritor, y de El favorito de la suerte, de Octavio Feuillet (Saint-Lô 1821-París 1890), autor de gran éxito en su época, enemigo de la novela realista y naturalista, cuyas obras han caído en el más espantoso olvido, en el más horroroso olvido, en el más merecido olvido, y cuyo lapsus, «el cadáver esperaba, silencioso, la autopsia», de alguna manera prefigura el destino de sus propio libros, dijo el suizo.
—¿No tiene nada que ver ese Feuillet con la palabra francesa feuilleton? —preguntó la anciana Marianne Gottlieb—. Creo recordar que ese término indicaba tanto el suplemento literario del periódico en cuestión como la novela por entregas publicada en el mismo.
—Probablemente son la misma cosa —dijo enigmáticamente el suizo.
—La palabra folletín, ciertamente, viene del nombre de Feuillet, el delfín de las novelas por entregas —lanzó un farol Bubis, que no estaba del todo seguro.
—Aunque a mí la frase que me gusta más es la de Auback —opinó la correctora.
—Ése seguro que es alemán —dijo la secretaria.
—Sí, la frase es buena: «con un ojo leía, con el otro escribía» no desentonaría en una biografía de Goethe —dijo el suizo.
—Con Goethe no te metas —dijo la jefa de prensa.
—Ese Auback también podría ser francés —dijo la correctora, que había vivido una larga temporada en Francia.
—O suizo —dijo la baronesa.
—¿Y qué os parece «Tenía la mano fría como la de una serpiente»? —preguntó la administrativa.
—Prefiero el de Henri Zvedan: «Después de cortarle la cabeza, lo enterraron vivo» —dijo el suizo.
—Tiene cierta lógica —dijo la correctora—. Primero le cortan la cabeza. Quienes así actúan piensan que la víctima ha muerto, pero es urgente deshacerse del cadáver. Cavan una tumba, tiran el cuerpo dentro de ella, lo cubren de tierra. Pero la víctima no ha muerto. La víctima no ha sido guillotinada. Le han cortado la cabeza, en este caso puede significar que lo han o la han degollado. Supongamos que es un hombre. Lo intentan degollar. Sale mucha sangre. La víctima pierde el sentido. Sus agresores lo dan por muerto. Al cabo de un rato, la víctima despierta. La tierra ha parado la hemorragia. Está enterrado vivo. Ya está. Eso es todo —dijo la correctora—. ¿Tiene sentido?
—No, no tiene sentido —dijo la jefa de prensa.
—Es verdad, no tiene sentido —admitió la correctora.
—Algo de sentido sí que tiene, querida —dijo Marianne Gottlieb—, hay casos extraordinarios en la historia.
—Pero éste no tiene sentido —dijo la correctora—. No trate de darme ánimos, señora Marianne.
—Yo creo que algo de sentido sí que tiene —dijo Archimboldi, que no había parado de reírse—, aunque mi favorito no es ése.
—¿Cuál es tu favorito? —dijo Bubis.
—El de Balzac —dijo Archimboldi.
—Ah, ése es fantástico —dijo la correctora.
Y el suizo recitó:
—«Empiezo a ver mal, dijo la pobre ciega».
Después de Herencia, el siguiente manuscrito que entregó a Bubis fue el de Santo Tomás, la biografía apócrifa de un biógrafo cuyo biografiado es un gran escritor del régimen nazi, en donde algunos críticos quisieron ver retratado a Ernst Jünger, aunque evidentemente no se trataba de Jünger sino de un personaje de ficción, por llamarlo de alguna manera. En aquel tiempo aún vivía en Venecia, según le constaba a Bubis, y probablemente seguía trabajando de jardinero, aunque los anticipos y los cheques que cada cierto tiempo le enviaba su editor le hubieran permitido dedicarse exclusivamente a la literatura.
El siguiente manuscrito, sin embargo, llegó desde una isla griega, la isla de Icaria, en donde Archimboldi había alquilado una casita en medio de unas colinas rocosas, detrás de las cuales estaba el mar. Como el paisaje final de Sísifo, pensó Bubis, y así se lo hizo saber en una carta en la que le notificaba, como era usual, la llegada del texto, su consiguiente lectura, y en donde le sugería tres formas de pago, para que Archimboldi escogiera la que más le conviniera.
La respuesta de Archimboldi sorprendió a Bubis. En ella le decía que Sísifo, una vez muerto, se había escapado del Infierno mediante una estratagema de orden legal. Antes de que Zeus liberara a Tánato, y sabiendo Sísifo que lo primero que haría la muerte sería ir a por él, le pidió a su mujer que no cumpliera con los requisitos fúnebres establecidos. Así pues, al llegar a los Infiernos Hades se lo reprochó y todas las potestades infernales pusieron, como es normal, el grito en el cielo o en la bóveda del Infierno y se tiraron de los pelos y se sintieron ofendidos. Sísifo, no obstante, dijo que la culpa no era suya sino de su mujer y pidió, digamos, un permiso penal para subir a la tierra y castigarla.
Hades se lo pensó: la propuesta de Sísifo era razonable y le fue concedida la libertad bajo fianza, valedera únicamente para tres jornadas o cuatro, las suficientes para que se tomara justa venganza y pusiera en marcha, aunque fuera un poco tarde, los requisitos fúnebres de rigor. Por descontado, Sísifo no esperó a que se lo repitieran y volvió a la tierra, en donde vivió felizmente hasta que fue muy viejo, no por nada era el hombre más astuto del orbe, y sólo regresó a los Infiernos cuando su cuerpo ya no dio más de sí.
Según algunos, el castigo de la roca sólo tenía una finalidad: la de mantener a Sísifo ocupado y no permitir que su mente inventara nuevas argucias. Pero el día menos pensado a Sísifo se le va a ocurrir algo y va a volver a subir a la tierra, concluía su carta Archimboldi.