Aquella noche Reiter no tenía sueño y la luna llena se filtraba por la tela de la tienda de campaña como el café hirviente por un colador hecho con un calcetín.
—Me llamo Leo Sammer y algunas de las cosas que te he dicho son ciertas y otras no —dijo el falso Zeller moviéndose en el catre como si le picara todo el cuerpo—. ¿Te suena mi nombre?
—No —dijo Reiter.
—No te tiene por qué sonar, hijo mío, no soy ni he sido un hombre famoso, aunque durante el tiempo que tú has estado lejos de casa mi nombre ha crecido como un tumor canceroso y ahora aparece escrito en los papeles más insospechados —dijo Sammer con su alemán dulce y cada vez más veloz—. Por supuesto, nunca estuve en la Volkssturm. Combatí, no quiero que creas que no combatí, lo hice, como cualquier alemán bien nacido, pero yo serví en otros teatros, no en el campo de batalla militar sino en el campo de batalla económico y político. Mi mujer, gracias a Dios, no ha muerto —añadió después de un largo silencio en el cual Reiter y él se dedicaron a contemplar la luz que envolvía la tienda de campaña como el ala de un pájaro o una garra—. Mi hijo murió, eso es cierto. Mi pobre hijo. Un joven inteligente al que le gustaba el deporte y la lectura. Qué más se puede pedir de un hijo. Serio, un atleta, un buen lector. Murió en Kursk. Yo por entonces era subdirector de un organismo encargado de proporcionar trabajadores al Reich, cuyas oficinas principales estaban instaladas en un pueblo polaco a escasos kilómetros del Gobierno General.
Cuando me dieron la noticia dejé de creer en la guerra. Mi mujer, para colmo, dio señales de insanidad mental. No le deseo a nadie mi situación. ¡Ni a mi peor enemigo! Un hijo muerto en la flor de la edad, una mujer con jaquecas constantes y un trabajo agotador que requería el máximo esfuerzo y concentración por mi parte. Pero salí adelante gracias a mi talante metódico y a mi tenacidad. En realidad, trabajaba para olvidar mis desgracias. El resultado, en cualquier caso, fue que me hicieron director del organismo estatal en el que prestaba mis servicios. De un día para otro, el trabajo se triplicó. Ya no sólo tenía que enviar mano de obra a las fábricas alemanas sino que también tenía que ocuparme de mantener en funcionamiento la burocracia de aquella región polaca en la que siempre llovía, un triste territorio provinciano que intentábamos germanizar, en donde todos los días eran grises y la tierra parecía cubierta por una mancha gigantesca de hollín y nadie se divertía de manera civilizada, con el resultado de que hasta los niños de diez años eran alcohólicos, figúrese usted, pobres niños, unos niños salvajes, por otra parte, a los que sólo les gustaba el alcohol, como ya le he dicho, y el fútbol.
A veces los veía desde la ventana de mi despacho: jugaban en la calle con una pelota de trapo y sus carreras y saltos eran verdaderamente lamentables, pues el alcohol ingerido los hacía caerse a cada rato o fallar goles cantados. En fin, no quiero abrumarlo, eran partidos de fútbol que solían acabar a puñetazo limpio. O a patadas. O rompiendo botellas de cerveza vacías en la crisma de los rivales. Y yo lo miraba todo desde la ventana y no sabía qué hacer, Dios mío, cómo acabar con esa epidemia, cómo mejorar la situación de esos inocentes.
Lo confieso: me sentía solo, muy solo, muy solo. Con mi mujer no podía contar, la pobre no salía de su habitación a oscuras como no fuera para pedirme de rodillas que le permitiera regresar a Alemania, a Baviera, en donde se reuniría con su hermana. Mi hijo había muerto. Mi hija vivía en Munich felizmente casada y ajena a mis problemas. El trabajo se acumulaba y mis colaboradores perdían los nervios cada vez con mayor asiduidad. La guerra no iba bien y además había dejado de interesarme. ¿Cómo le puede interesar la guerra a quien ha perdido un hijo? Mi vida, en una palabra, se desarrollaba bajo permanentes nubarrones negros.
Entonces me llegó una nueva orden: tenía que hacerme cargo de un grupo de judíos que venían de Grecia. Creo que venían de Grecia. Puede que fueran judíos húngaros o judíos croatas. No lo creo, los croatas mataban ellos mismos a sus propios judíos. Tal vez fueran judíos serbios. Supongamos que eran griegos. Me enviaban un tren lleno de judíos griegos. ¡A mí! Y yo no tenía nada preparado para acogerlos. Fue una orden que me llegó de pronto, sin previo aviso. Mi organismo era civil, no militar ni de las SS. Yo no tenía expertos en la materia, yo sólo enviaba trabajadores extranjeros a las fábricas del Reich, ¿pero qué iba a hacer con estos judíos? En fin, resignación, me dije, y una mañana fui a la estación a esperarlos. Me llevé conmigo al jefe de la policía local y a todos los policías que pude conseguir en el último minuto. El tren que venía de Grecia se detuvo en una vía muerta. Un oficial me hizo firmar unos papeles conforme me hacía entrega de quinientos judíos, entre hombres, mujeres y niños. Firmé. Luego me acerqué a los vagones y el olor era insoportable. Prohibí que los abrieran todos. Aquello podía convertirse en un foco de infección, me dije. Luego telefoneé a un amigo, que me puso en contacto con un tipo que dirigía un campo de judíos cerca de Chelmno. Le expliqué mi problema, le pregunté qué podía hacer con mis judíos. Debo decirle que en aquel pueblo polaco ya no había judíos, sólo niños borrachos y mujeres borrachas y viejos que se dedicaban todo el día a perseguir los escuálidos rayos de sol. El tipo de Chelmno me dijo que lo llamara al cabo de dos días, que él también, aunque yo no me lo creyera, tenía problemas diarios que resolver.
Le di las gracias y colgué. Volví a la vía muerta. El oficial y el maquinista del tren me esperaban. Los invité a desayunar. Café y salchichas y huevos fritos y pan caliente. Comieron como cerdos. Yo no. Yo tenía la cabeza en otra parte. Me dijeron que tenía que desocupar el tren, que sus órdenes eran regresar al sur de Europa esa misma noche. Los miré a la cara y dije que eso haría. El oficial dijo que podía contar con él y con su escolta para vaciar los vagones a cambio de que los empleados de la estación le dieran luego una mano en la limpieza. Dije que estaba de acuerdo.
Procedimos. El olor que exhalaron los vagones al ser abiertos hizo fruncir la nariz hasta a la mujer encargada de los lavabos de la estación. En el viaje murieron ocho judíos. El oficial hizo formar a los sobrevivientes. No tenían buen aspecto. Ordené que los llevaran a una curtiduría abandonada. Dije a uno de mis empleados que se dirigiera a la panadería y que comprara todo el pan disponible para repartirlo entre los judíos. Que lo pongan a mi cuenta, dije, pero hágalo rápido. Luego me fui a la oficina a despachar otros asuntos urgentes. A mediodía me avisaron que el tren de Grecia se marchaba del pueblo. Desde la ventana de mi oficina veía jugar al fútbol a esos niños borrachos y por un instante me pareció que yo también había bebido en exceso.
Dediqué el resto de la mañana a buscarles un acomodo menos provisional a los judíos. Uno de mis secretarios me sugirió que los pusiera a trabajar. ¿En Alemania?, dije. Aquí, dijo él. No era una mala idea. Ordené que les dieran escobas a unos cincuenta judíos, divididos en brigadas de diez, y que barrieran mi pueblo fantasma. Luego volví a los asuntos principales: de varias fábricas del Reich me pedían, al menos, dos mil trabajadores, del Gobierno General también tenía misivas solicitándome mano de obra disponible. Hice varias llamadas telefónicas: dije que tenía quinientos judíos disponibles, pero ellos querían polacos o prisioneros de guerra italianos.
¿Prisioneros de guerra italianos? ¡En mi vida había visto un prisionero de guerra italiano! Y todos los hombres polacos disponibles ya los había mandado. Sólo me había quedado con lo estrictamente necesario. Así que volví a llamar a Chelmno y les pregunté otra vez si les interesaban o no mis judíos griegos.
—Si se los enviaron a usted, por algo será —me contestó una voz metálica—. Hágase usted cargo de ellos.
—Pero yo no gestiono un campo de judíos —dije—, ni tengo la experiencia debida.
—Usted es el responsable de ellos —me contestó la voz—, si tiene alguna duda pregunte a quien se los haya enviado.
—Muy señor mío —respondí—, quien me los ha enviado está, supongo, en Grecia.
—Pues pregunte a Asuntos Griegos, en Berlín —dijo la voz.
Sabia respuesta. Le di las gracias y colgué. Durante unos segundos estuve pensando en la conveniencia o no de llamar a Berlín. En la calle, de pronto, apareció una brigada de barrenderos judíos. Los niños borrachos dejaron de jugar al fútbol y se subieron a la acera, desde donde los miraron como si se tratara de animales. Los judíos, al principio, miraban el suelo y barrían a conciencia, vigilados por un policía del pueblo, pero luego uno de ellos levantó la cabeza, no era más que un adolescente, y miró a los niños y a la pelota que permanecía quieta bajo la bota de uno de esos pillastres. Durante unos segundos pensé que se pondrían a jugar. Barrenderos contra borrachines. Pero el policía hacía bien su trabajo y al cabo de un rato la brigada de judíos había desaparecido y los niños volvieron a ocupar la calle con su remedo de fútbol.
Volví a sumergirme en mis papeles. Trabajé sobre una partida de patatas que se había perdido en alguna parte entre la región que yo controlaba y la ciudad de Leipzig, que era su destino final. Ordené que se investigara el asunto. Nunca me he fiado de los camioneros. Trabajé también en un asunto de remolachas. En un asunto de zanahorias. En un asunto de símil café. Mandé llamar al alcalde. Uno de mis secretarios llegó con un papel en el que se aseguraba que las patatas habían salido de mi región en transporte ferroviario, no en camiones. Las patatas llegaron a la estación en carros tirados por bueyes o caballos o burros, que de todo hay, pero no en camiones. Había una copia del albarán de carga, pero se había perdido. Encuentre esa copia, le ordené. Otro de mis secretarios llegó con la noticia de que el alcalde estaba enfermo, guardando cama.
—¿Es grave? —pregunté.
—Un resfriado —dijo mi secretario.
—Pues que se levante y venga —le dije.
Cuando me quedé solo me puse a pensar en mi pobre mujer, postrada en cama, con las cortinas corridas, y ese pensamiento me puso tan nervioso que empecé a recorrer mi oficina de lado a lado, pues si me quedaba quieto corría el peligro de sufrir una embolia cerebral. Entonces volví a ver a la brigada de barrenderos aparecer por la calle razonablemente limpia y la sensación de que el tiempo se repetía me dejó paralizado de golpe.
Pero, gracias a Dios, no eran los mismos barrenderos sino otros. El problema era que se parecían demasiado. El policía que los vigilaba, sin embargo, era distinto. El primer policía era flaco y alto y caminaba muy erguido. El segundo policía era gordo y de baja estatura y además tenía unos sesenta años, pero aparentaba diez más. Los niños polacos que jugaban al fútbol sin duda sintieron lo mismo que yo y volvieron a subirse a la acera para dejar paso a los judíos. Uno de los niños les dijo algo. Supuse, pegado al cristal de la ventana, que estaba insultando a los judíos. Abrí la ventana y llamé al policía.
—Señor Mehnert —lo llamé desde arriba—, señor Mehnert.
El policía, al principio, no sabía quién lo llamaba y giraba su cabeza a un lado y otro, desorientado, lo que provocó la risa de los niños borrachos.
—Aquí arriba, señor Mehnert, aquí arriba.
Finalmente me vio y se cuadró. Los judíos dejaron de trabajar y esperaron. Todos los niños borrachos miraban mi ventana.
—Si alguno de esos arrapiezos insulta a mis trabajadores, dispáreles, señor Mehnert —le dije bien alto para que todo el mundo me oyera.
—No hay ningún problema, excelencia —dijo el señor Mehnert.
—¿Me ha oído usted bien? —le pregunté a gritos.
—Perfectamente, excelencia.
—Dispare a discreción, a discreción, ¿está claro, señor Mehnert?
—Claro como el agua, excelencia.
Después cerré la ventana y volví a mis asuntos. No llevaba ni cinco minutos estudiando una circular del Ministerio de Propaganda, cuando me interrumpió uno de mis secretarios para decirme que el pan había sido entregado a los judíos, pero que no había alcanzado para todos. Por otra parte, al supervisar la entrega, descubrió que dos de ellos habían muerto. ¿Dos judíos muertos?, repetí alelado. ¡Pero si todos los que bajaron del tren lo hicieron por su propio pie! Mi secretario se encogió de hombros. Murieron, dijo.
—Bueno, bueno, bueno, vivimos en tiempos extraños, ¿no le parece? —dije.
—Eran dos viejos —dijo mi secretario—. Para ser más exactos, un viejo y una vieja.
—¿Y el pan? —dije.
—No alcanzó para todos —dijo mi secretario.
—Habrá que remediarlo —dije yo.
—Lo intentaremos —dijo mi secretario—, pero hoy ya es imposible, tendrá que ser mañana.
El tono de su voz me desagradó profundamente. Con un gesto le indiqué que se retirara. Intenté volver a concentrarme en el trabajo, pero no pude. Me acerqué a la ventana. Los niños borrachos se habían marchado. Decidí salir a dar una vuelta, el aire frío calma los nervios y fortalece la salud, aunque de buena gana me hubiera marchado a mi casa, en donde me esperaba la chimenea encendida y un buen libro para dejar pasar las horas. Antes de salir le dije a mi secretaria que si había algo urgente se me podía localizar en el bar de la estación. Ya en la calle, al doblar una esquina, me encontré con el alcalde, el señor Tippelkirsch, que se dirigía a visitarme. Iba vestido con abrigo, bufanda que le tapaba hasta la nariz y varios suéters que ensanchaban sobremanera su figura. Me explicó que no había podido venir antes porque estaba con cuarenta grados de fiebre.
No exageremos, le dije sin dejar de caminar. Pregúntele al doctor, dijo él detrás de mí. Al llegar a la estación encontré a varios campesinos que esperaban la llegada de un tren regional procedente del este, de la zona del Gobierno General. El tren, me informaron, llevaba una hora de retraso. Todo eran malas noticias. Me tomé un café con el señor Tippelkirsch y estuvimos hablando de los judíos. Estoy enterado, dijo el señor Tippelkirsch cogiendo con ambas manos su taza de café. Tenía las manos muy blancas y finas, cruzadas de venas.
Por un momento pensé en las manos de Cristo. Unas manos dignas de ser pintadas. Luego le pregunté qué podíamos hacer. Devolverlos, dijo el señor Tippelkirsch. De la nariz le corría un hilillo de agua. Se lo indiqué con el dedo. No pareció entenderme. Suénese los mocos, le dije. Ah, perdón, dijo, y tras buscar en los bolsillos de su abrigo extrajo un pañuelo blanco, muy grande y no muy limpio.
—¿Cómo vamos a devolverlos? —dije—. ¿Tengo acaso un tren a mi disposición? ¿Y en caso de tenerlo: no debería ocuparlo en algo más productivo?
El alcalde sufrió una especie de espasmo y se encogió de hombros.
—Póngalos a trabajar —dijo.
—¿Y quién los alimenta? ¿La administración? No, señor Tippelkirsch, he repasado todas las posibilidades y sólo hay una viable: delegarlos a otro organismo.
—¿Y si, de forma provisional, le prestáramos a cada campesino de nuestra región un par de judíos, no sería una buena idea? —dijo el señor Tippelkirsch—. Al menos hasta que se nos ocurriera qué hacer con ellos.
Lo miré a los ojos y bajé la voz:
—Eso va contra la ley y usted lo sabe —le dije.
—Bien —dijo él—, yo lo sé, usted también lo sabe, sin embargo nuestra situación no es buena y no nos vendría mal un poco de ayuda, no creo que los campesinos protestaran —dijo.
—No, ni pensarlo —dije yo.
Pero lo pensé y estos pensamientos me sumergieron en un pozo muy hondo y oscuro donde sólo veía, iluminado por chispas que venían de no sé dónde, el rostro ora vivo, ora muerto de mi hijo.
Me despertó el castañeteo de dientes del señor Tippelkirsch. ¿Se encuentra mal?, le dije. Hizo el ademán de responderme pero no pudo y poco después se desmayó. Desde el bar llamé a mi oficina y dije que mandaran un coche. Uno de mis secretarios me dijo que había logrado ponerse en contacto con Asuntos Griegos, de Berlín, y que éstos declinaban toda responsabilidad. Cuando apareció el coche, entre el dueño del bar, un campesino y yo logramos introducir en él al señor Tippelkirsch. Le dije al chofer que lo dejara en su casa y que luego volviera a la estación. Mientras tanto me dediqué a jugar una partida de dados junto a la chimenea. Un campesino que había emigrado de Estonia ganó todas las partidas. Tenía a sus tres hijos en el frente y cada vez que ganaba pronunciaba una frase que a mí me parecía si no misteriosa, sí muy extraña. La suerte está aliada con la muerte, decía. Y ponía ojos de carnero degollado, como si los demás nos tuviéramos que compadecer de él.
Creo que era un tipo muy popular en el pueblo, sobre todo entre las polacas, que nada tenían que temer de un viudo con tres hijos ya mayores y ausentes, un viejo, por lo que sé, bastante vulgar, pero no tan avaro como suelen ser los campesinos, que de vez en cuando les regalaba algo de comida o una prenda de vestir a cambio de que ellas fueran a pasar alguna noche a su granja. Todo un donjuán. Al cabo de un rato, cuando acabó la partida, me despedí de los allí presentes y volví a mis oficinas.
Volví a llamar a Chelmno, pero esta vez no obtuve comunicación. Uno de mis secretarios me dijo que el funcionario de Asuntos Griegos de Berlín le había sugerido que llamara al cuartel de las SS en el Gobierno General. Un consejo bastante torpe, pues aunque nuestro pueblo y nuestra región, con aldeas y granjas incluidas, se hallaba a pocos kilómetros del Gobierno General, en realidad administrativamente pertenecíamos a un Gau alemán. ¿Qué hacer, entonces? Decidí que por ese día ya había tenido bastante y me concentré en otros asuntos.
Antes de marcharme a casa me llamaron desde la estación. El tren aún no había llegado. Paciencia, dije. En mi fuero interno yo sabía que no iba a llegar nunca. Camino de casa empezó a nevar.
Al día siguiente me levanté temprano y fui a desayunar al casino del pueblo. Todas las mesas estaban vacías. Al cabo de un rato, perfectamente vestidos, peinados y afeitados, se presentaron dos de mis secretarios con la nueva de que aquella noche otros dos judíos habían muerto. ¿De qué?, les pregunté. Lo ignoraban. Simplemente estaban muertos. Y esta vez no se trataba de dos viejos sino de una mujer joven y su hijo de ocho meses, aproximadamente.
Abatido, agaché la cabeza y me contemplé durante unos segundos en la superficie oscura y mansa de mi café. Tal vez han muerto de frío, dije. Esta noche ha nevado. Es una posibilidad, dijeron mis secretarios. Sentí que todo giraba alrededor de mí.
—Vamos a ver ese alojamiento —dije.
—¿Qué alojamiento? —se sobresaltaron mis secretarios.
—El de los judíos —dije ya de pie y encaminándome hacia la salida.
Tal como me imaginaba, el estado de la antigua curtiduría no podía ser peor. Hasta los propios policías que estaban de vigilancia se quejaban. Uno de mis secretarios me dijo que por las noches pasaban frío y que los turnos no eran respetados escrupulosamente. Le dije que arreglara con el jefe de la policía el asunto de los turnos y que les llevaran mantas. Incluidos los judíos, naturalmente. El secretario me susurró que iba a ser difícil encontrar mantas para todos. Le dije que lo intentara, que por lo menos quería ver a la mitad de los judíos con una manta.
—¿Y la otra mitad? —dijo el secretario.
—Si son solidarios, cada judío compartirá su manta con otro, si no, es asunto suyo, yo más no puedo hacer —dije.
Cuando volví a mi oficina noté que las calles del pueblo lucían más limpias que nunca. El resto del día transcurrió de manera normal, hasta que por la noche recibí una llamada de Varsovia, de la Oficina de Asuntos Judíos, un organismo cuya existencia, hasta ese momento, desconocía. Una voz que tenía un marcado tono adolescente me preguntó si era verdad que yo tenía a los quinientos judíos griegos. Le dije que sí y añadí que no sabía qué hacer con ellos, pues nadie me había avisado de su llegada.
—Parece que ha habido un error —dijo la voz.
—Eso parece —dije yo, y me quedé en silencio.
El silencio se prolongó un buen rato.
—Ese tren tenía que descargar en Auschwitz —dijo la voz de adolescente—, o eso creo, no lo sé muy bien. Espere un momento.
Durante diez minutos me mantuve con el aparato pegado a la oreja. En ese intervalo de tiempo apareció mi secretaria con unos papeles para que yo los firmara y uno de mis secretarios con un memorándum sobre la pobre producción de leche de nuestra región y el otro secretario, que quiso decirme algo pero yo lo mandé a callar y que escribió en un papel lo que tenía que decirme: patatas robadas a Leipzig por sus propios cultivadores. Lo que me sorprendió mucho, pues esas patatas habían sido cultivadas en granjas alemanas, por gente que se acababa de establecer en la región y que procuraba mantener un comportamiento ejemplar.
¿Cómo?, escribí en el mismo papel. No lo sé, escribió el secretario debajo de mi pregunta, posiblemente falsificando hojas de embarque.
Sí, no sería la primera vez, pensé, pero no mis campesinos. E incluso si fueran ellos los culpables, ¿qué podía hacer? ¿Meterlos a todos en la prisión? ¿Y qué iba a ganar con ello? ¿Dejar que las tierras quedaran abandonadas? ¿Ponerles una multa y empobrecerlos aún más de lo que ya estaban? Decidí que no podía hacer eso. Investigue más, escribí bajo su mensaje. Y luego escribí: buen trabajo.
El secretario me sonrió, levantó la mano, movió los labios como si dijera Heil Hitler y se marchó de puntillas. En ese momento la voz adolescente me preguntó:
—¿Sigue usted ahí?
—Aquí estoy —dije.
—Mire, tal como está la situación no disponemos de transporte para ir a buscar a los judíos. Administrativamente pertenecen a la Alta Silesia. He hablado con mis superiores y estamos de acuerdo en que lo mejor y más conveniente es que usted mismo se deshaga de ellos.
No respondí.
—¿Me ha entendido? —dijo la voz desde Varsovia.
—Sí, le he entendido —dije.
—Pues entonces todo está aclarado, ¿no es así?
—Así es —dije yo—. Pero me gustaría recibir esta orden por escrito —añadí. Escuché una risa cantarina al otro lado del teléfono. Podía ser la risa de mi hijo, pensé, una risa que evocaba tardes de campo, ríos azules llenos de truchas y olor a flores y pasto arrancado con las manos.
—No sea usted ingenuo —dijo la voz sin la más mínima arrogancia—, estas órdenes nunca se dan por escrito.
Esa noche no pude dormir. Comprendí que lo que me pedían era que eliminara a los judíos griegos por mi cuenta y riesgo. A la mañana siguiente, desde mi oficina, llamé al alcalde, al jefe de bomberos, al jefe de policía y al presidente de la Asociación de Veteranos de Guerra, y los cité en el casino del pueblo. El jefe de bomberos me dijo que no podía ir porque tenía una yegua a punto de parir, pero le dije que no se trataba de una partida de dados sino de algo mucho más urgente. Quiso saber de qué iba el asunto. Lo sabrás cuando nos veamos, le dije.
Cuando llegué al casino todos estaban allí, alrededor de una mesa, escuchando los chistes de un viejo camarero. Sobre la mesa había pan caliente recién salido del horno y mantequilla y mermelada. Al verme, el camarero se calló. Era un hombre viejo, de corta estatura y extremadamente delgado. Tomé asiento en una silla vacía y le dije que me sirviera una taza de café. Cuando lo hubo hecho le pedí que se marchara. Después, en pocas palabras, les expliqué a los demás la situación en que nos encontrábamos.
El jefe de bomberos dijo que había que llamar de inmediato a las autoridades de algún campo de prisioneros donde aceptaran a los judíos. Dije que ya había hablado con un tipo de Chelmno, pero él me interrumpió y dijo que debíamos ponernos en contacto con un campo de Alta Silesia. La discusión se fue por esos derroteros. Todos tenían amigos que conocían a alguien que a su vez era amigo de, etcétera. Los dejé hablar, tomé mi café tranquilamente, partí un pan por la mitad y lo unté con mantequilla y me lo comí. Después le puse mermelada a la otra mitad y me la comí. El café era bueno. No era como el café de antes de la guerra, pero era bueno. Cuando terminé les dije que todas las posibilidades habían sido tenidas en cuenta y que la orden de deshacerse de los judíos griegos era tajante. El problema es cómo, les dije. ¿Se les ocurre a ustedes alguna manera?
Mis comensales se miraron los unos a los otros y nadie dijo una palabra. Más que nada para romper el incómodo silencio le pregunté al alcalde qué tal seguía de su resfriado. No creo que sobreviva a este invierno, dijo. Todos nos reímos, pensando que el alcalde bromeaba, pero en realidad lo había dicho en serio. Después estuvimos hablando sobre cosas del campo, unos problemas de lindes que tenían dos granjeros a causa de un riachuelo que, sin que nadie pudiera dar una explicación convincente acerca del fenómeno, de la noche a la mañana había cambiado de cauce, unos diez metros inexplicables y caprichosos, que incidían en los títulos de propiedad de dos granjas vecinas cuya frontera la marcaba el dichoso riachuelo. También fui preguntado por la investigación sobre el cargamento de patatas desaparecidas. Le quité importancia al asunto. Ya aparecerán, dije.
A media mañana volví a mi oficina y los niños polacos ya estaban borrachos y jugando al fútbol.
Dejé pasar dos días más sin tomar ninguna determinación. No se me murió ningún judío y uno de mis secretarios organizó con éstos tres brigadas de jardinería, además de las cinco brigadas de barrenderos. Cada brigada estaba compuesta por diez judíos y, aparte de adecentar las plazas del pueblo, se dedicaron a desbrozar algunos terrenos aledaños a la carretera, terrenos que los polacos jamás habían cultivado y que nosotros, por falta de tiempo y mano de obra, tampoco. Poco más hice, que yo recuerde.
Una enorme sensación de aburrimiento se fue apoderando de mí. Por las noches, al llegar a casa, cenaba solo en la cocina, helado de frío, con la vista fija en algún punto impreciso de las paredes blancas. Ya ni siquiera pensaba en mi hijo muerto en Kursk, ni ponía la radio para escuchar las noticias o para oír música ligera. Por las mañanas jugaba a los dados en el bar de la estación y oía, sin comprenderlos del todo, los chistes procaces de los campesinos que se reunían allí para matar el tiempo. Así pasaron dos días de inactividad que fueron como un sueño y que decidí prolongar otros dos días más.
El trabajo, sin embargo, se acumulaba y una mañana comprendí que ya no podía seguir sustrayéndome de los problemas. Llamé a mis secretarios. Llamé al jefe de policía. Le pregunté de cuántos hombres armados podía disponer para solucionar el problema. Me dijo que eso dependía, pero que llegado el momento podía disponer de ocho.
—¿Y qué hacemos luego con ellos? —dijo uno de mis secretarios.
—Eso lo vamos a solucionar ahora mismo —dije yo.
Le ordené al jefe de policía que se marchara pero que procurara mantenerse en contacto permanente con mi oficina. Después, seguido por mis secretarios, alcancé la calle y todos nos metimos en mi coche. El chofer nos condujo hacia las afueras del pueblo. Durante una hora estuvimos dando vueltas por carreteras comarcales y antiguos senderos de carromatos. En algunas partes aún había algo de nieve. Me detuve en un par de granjas que me parecieron idóneas y hablé con los granjeros, pero todos inventaban excusas y ponían objeciones.
He sido demasiado bueno con esta gente, me decía mentalmente a mí mismo, ya va siendo hora de mostrarme duro. La dureza, sin embargo, va reñida con mi carácter. A unos quince kilómetros del pueblo había una hondonada que conocía uno de mis secretarios. La fuimos a ver. No estaba mal. Era un sitio apartado, lleno de pinos, de tierra oscura. La parte baja de la hondonada estaba cubierta de matojos de hojas carnosas. Según mi secretario, en primavera había gente que iba allí a cazar conejos. El sitio no estaba alejado de la carretera. Cuando volvimos a la ciudad ya había decidido lo que se tenía que hacer.
A la mañana siguiente fui personalmente a buscar al jefe de policía a su casa. En la acera, frente a mi oficina, se concentraron ocho policías, a los que se añadieron cuatro de mis hombres (uno de mis secretarios, mi chofer y dos administrativos) y dos granjeros voluntarios que estaban allí porque simplemente deseaban participar. Les dije que actuaran con eficiencia y que regresaran a mi oficina para informarme de lo acontecido. Aún no había salido el sol cuando se marcharon.
A las cinco de la tarde volvió el jefe de policía y mi secretario. Parecían cansados. Dijeron que todo había salido según lo planeado. Fueron a la antigua curtiduría y salieron del pueblo con dos brigadas de barrenderos. Caminaron quince kilómetros. Salieron de la carretera y se dirigieron con paso cansino a la hondonada. Y allí había sucedido lo que tenía que suceder. ¿Hubo caos? ¿Reinó el caos? ¿Imperó el caos?, les pregunté. Un poco, contestaron ambos con actitud mohína, y preferí no profundizar en ese asunto.
A la mañana siguiente se repitió la misma operación, sólo que con algunos cambios: en vez de dos voluntarios contamos con cinco, y tres policías fueron sustituidos por otros tres que no habían participado en las tareas del día anterior. Entre mis hombres también hubo cambios: envié al otro secretario y no mandé a ningún administrativo, aunque siguió en la comitiva el chofer.
A media tarde desaparecieron otras dos brigadas de barrenderos y por la noche envié al secretario que no había estado en la hondonada y al jefe de bomberos a organizar cuatro nuevas brigadas de barrenderos entre los judíos griegos. Antes de que anocheciera fui a dar una vuelta por la hondonada. Tuvimos un accidente o un cuasiaccidente y nos salimos de la carretera. Mi chofer, lo noté rápidamente, estaba más nervioso de lo usual. Le pregunté qué le ocurría. Puedes hablarme con franqueza, le dije.
—No lo sé, excelencia —respondió—. Me siento raro, debe ser por la falta de sueño.
—¿Es que no duermes? —le dije.
—Me cuesta, excelencia, me cuesta, sabe Dios que lo intento, pero me cuesta.
Le aseguré que no tenía nada de que preocuparse. Después volvió a meter el coche en la carretera y seguimos el viaje. Cuando llegamos cogí una linterna y me interné por aquel camino fantasmal. Los animales parecían haberse retirado de pronto del área que circundaba la hondonada. Pensé que a partir de ese momento aquél era el reino de los insectos. Mi chofer, un poco renuente, iba detrás de mí. Lo oí silbar y le dije que se callara. La hondonada a simple vista estaba igual que como la vi por primera vez.
—¿Y el agujero? —pregunté.
—Hacia allá —dijo el chofer indicando con un dedo uno de los extremos del terreno.
No quise realizar una inspección más minuciosa y volví a casa. Al día siguiente mi pelotón de voluntarios, con las variantes de rigor que yo, por cuestión de higiene mental, había impuesto, volvió al trabajo. Al final de la semana habían desaparecido ocho brigadas de barrenderos, lo que hacía un total de ochenta judíos griegos, pero tras el descanso dominical surgió un nuevo problema. Los hombres empezaron a resentir la dureza del trabajo. Los voluntarios de las granjas, que en algún momento alcanzaron la cifra de seis hombres, se redujeron a uno. Los policías del pueblo alegaron problemas nerviosos y cuando traté de arengarlos efectivamente me di cuenta de que el estado de sus nervios ya no daba para mucho más. La gente de mi oficina se mostró renuente a seguir siendo parte activa de las operaciones o cayeron de improviso enfermos. Mi propia salud, lo descubrí una mañana mientras me afeitaba, colgaba de un hilo.
Les pedí, no obstante, un último esfuerzo, y aquella mañana, con notable retraso, sacaron a otras dos brigadas de barrenderos rumbo a la hondonada. Mientras los esperaba me fue imposible trabajar. Lo intenté, pero no pude. A las seis de la tarde, cuando ya estaba oscuro, regresaron. Los oí cantar por las calles, los oí despedirse, comprendí que la mayoría estaban borrachos. No los culpé.
El jefe de policía, uno de mis secretarios y mi chofer subieron a la oficina donde los aguardaba envuelto en los más oscuros presagios. Recuerdo que se sentaron (el chofer permaneció de pie, junto a la puerta) y que no fue necesario que dijeran nada para que yo comprendiera cuánto y en qué medida los erosionaba la tarea encomendada. Habrá que hacer algo, dije.
Esa noche no dormí en casa. Di un paseo por el pueblo, en silencio, mientras mi chofer conducía fumando un cigarrillo que yo mismo le había obsequiado. En algún momento me quedé dormido en el asiento trasero de mi coche, envuelto en una manta, y soñé que mi hijo gritaba adelante, ¡adelante!, ¡siempre hacia adelante!
Me desperté entumecido. Eran las tres de la mañana cuando me presenté en la casa del alcalde. Al principio nadie me abrió y casi eché la puerta abajo a patadas. Luego oí unos pasitos vacilantes. Era el alcalde. ¿Quién es?, dijo con voz que yo figuré era la de una comadreja. Esa noche hablamos hasta que amaneció. El lunes siguiente, en vez de salir con las brigadas de barrenderos fuera del pueblo, los policías se dedicaron a esperar la aparición de los niños futbolistas. En total, me trajeron quince niños.
Hice que los introdujeran en la sala de actos de la alcaldía y hacia allá me dirigí acompañado de mis secretarios y de mi chofer. Cuando los vi, tan sumamente pálidos, tan sumamente flacos, tan sumamente necesitados de fútbol y de alcohol, sentí piedad por ellos. Más que niños parecían, allí, inmóviles, esqueletos de niños, esbozos abandonados, voluntad y huesos.
Les dije que habría vino para todos ellos y también pan y salchichas. No reaccionaron. Les repetí lo del vino y la comida y añadí que probablemente algo habría también para que pudieran llevar a sus familias. Interpreté su silencio como una respuesta afirmativa y los envié a la hondonada a bordo de un camión, acompañados por cinco policías y un cargamento de diez fusiles y una ametralladora que, según me habían informado, se encasquillaba a las primeras de cambio. Luego ordené que el resto de la policía, acompañada por cuatro campesinos armados a quienes obligué a participar so pena de denunciar sus estafas continuadas al Estado, trasladara a la hondonada a tres brigadas completas de barrenderos. También di órdenes de que aquel día no saliera de la antigua curtiduría ningún judío, bajo ningún pretexto.
A las dos de la tarde regresaron los policías que habían conducido a los judíos a la hondonada. Comieron todos en el bar de la estación y a las tres ya iban otra vez camino a la hondonada escoltando a otros treinta judíos. A las diez de la noche volvieron todos, los escoltas y los niños borrachos y los policías que a su vez habían escoltado e instruido en el manejo de armas a los niños.
Todo había ido bien, me contó uno de mis secretarios, los niños trabajaban a destajo, y los que querían mirar miraban y los que no querían mirar se apartaban y volvían cuando ya todo había terminado. Al día siguiente, hice correr la voz entre los judíos de que estaba trasladándolos a todos, en pequeños grupos debido a nuestra falta de medios, a un campo de trabajo habilitado para su estancia. Luego hablé con un grupo de madres polacas, a quienes no me costó mucho tranquilizar, y supervisé desde mi oficina dos nuevos envíos de judíos rumbo a la hondonada, cada grupo compuesto por veinte personas.
Pero los problemas resurgieron cuando volvió a nevar. Según uno de mis secretarios resultaba imposible cavar nuevas fosas en la hondonada. Le dije que eso me parecía imposible. Al final, el quid de la cuestión radicaba en la manera en que habían sido cavadas las fosas, horizontales y no verticales, a lo ancho de la hondonada y no en profundidad. Organicé un grupo y decidí remediar el asunto aquel mismo día. La nieve había borrado el más mínimo rastro de los judíos. Empezamos a cavar. Al cabo de poco rato, oí que un viejo granjero llamado Barz gritaba que allí había algo. Fui a verlo. Sí, allí había algo.
—¿Sigo cavando? —dijo Barz.
—No sea estúpido —le contesté—, vuelva a taparlo todo, déjelo tal como estaba.
Cada vez que uno encontraba algo le repetía lo mismo. Déjelo. Tápelo. Váyase a cavar a otro lugar. Recuerde que no se trata de encontrar sino de no encontrar. Pero todos mis hombres, uno detrás de otro, iban encontrando algo y efectivamente, tal como había dicho mi secretario, parecía que en el fondo de la hondonada ya no había sitio para nada más.
Sin embargo al final mi tenacidad obtuvo la victoria. Encontramos un lugar vacío y allí puse a trabajar a todos mis hombres. Les dije que cavaran hondo, siempre hacia abajo, más abajo todavía, como si quisiéramos llegar al infierno, y también me ocupé de que la fosa fuera ancha como una piscina. De noche, iluminados por linternas, pudimos dar por terminado el trabajo y nos marchamos. Al día siguiente, debido al mal tiempo, sólo pudimos llevar a la hondonada a veinte judíos. Los niños se emborracharon como nunca. Algunos no podían mantenerse en pie, otros vomitaron en el viaje de vuelta. El camión que los traía los dejó en la plaza principal del pueblo, no lejos de mis oficinas, y muchos se quedaron allí, bajo la marquesina de la glorieta, abrazados unos con otros mientras la nieve no dejaba de caer y ellos soñaban con partidos de fútbol etílicos.
A la mañana siguiente cinco de los niños presentaban un cuadro típico de pulmonía y el resto, quien más, quien menos, se hallaba en un estado lamentable que les impedía ir a trabajar. Cuando le ordené al jefe de policía que sustituyera a los niños con hombres nuestros, al principio se mostró renuente, pero luego acabó por acatar. Aquella tarde se deshizo de ocho judíos. Me pareció una cifra insignificante y así se lo hice saber. Fueron ocho, me contestó, pero parecía que fueran ochocientos. Lo miré a los ojos y comprendí.
Le dije que íbamos a esperar a que los niños polacos se recuperaran. La mala racha que nos perseguía, sin embargo, no parecía dispuesta a dejarnos, por más esfuerzos que pusiéramos en conjurarla. Dos niños polacos murieron de pulmonía, debatiéndose en una fiebre que, según el médico del pueblo, estaba poblada por partidos de fútbol bajo la nieve y por agujeros blancos en donde desaparecían las pelotas y los jugadores. En señal de duelo envié a sus madres algo de tocino ahumado y una cesta con patatas y zanahorias. Luego esperé. Dejé que cayera la nieve. Dejé que mi cuerpo se helara. Una mañana fui a la hondonada. Allí la nieve era blanda, incluso excesivamente blanda. Durante unos segundos me pareció que caminaba sobre un gran plato de nata. Cuando llegué al borde y miré hacia abajo me di cuenta de que la naturaleza había hecho su trabajo. Magnífico. No vi rastros de nada, sólo nieve. Después, cuando el tiempo mejoró, la brigada de los niños borrachos volvió a trabajar.
Los arengué. Les dije que estaban haciéndolo bien y que sus familias ahora tenían más comida, más posibilidades. Ellos me miraron y no dijeron nada. En sus gestos, sin embargo, se percibía la flojera y el desgano que todo aquello les producía. Bien sé que hubieran preferido estar en la calle bebiendo y jugando al fútbol. Por otra parte, en el bar de la estación sólo se hablaba de la cercanía de los rusos. Algunos decían que Varsovia caería en cualquier momento. Lo susurraban. Pero yo oía los susurros y también, a mi vez, susurraba. Malos presagios.
Una tarde me dijeron que los niños borrachos habían bebido tanto que se derrumbaron uno detrás de otro sobre la nieve. Los regañé. Ellos no parecieron entender mis palabras. Daba igual. Un día pregunté cuántos judíos griegos nos quedaban. Al cabo de media hora uno de mis secretarios me entregó un papel con un cuadro en el que se detallaba todo, los quinientos judíos llegados en tren del sur, los que murieron durante el viaje, los que murieron durante su estancia en la antigua curtiduría, aquellos de los que nos encargamos nosotros, aquellos de los que se encargaron los niños borrachos, etcétera. Aún me quedaban más de cien judíos y todos estábamos exhaustos, mis policías, mis voluntarios y los niños polacos.
¿Qué hacer? El trabajo nos había excedido. El hombre, me dije contemplando el horizonte mitad rosa y mitad cloaca desde la ventana de mi oficina, no soporta demasiado tiempo algunos quehaceres. Yo, al menos, no lo soportaba. Trataba, pero no podía. Y mis policías tampoco. Quince, está bien. Treinta, también. Pero cuando uno llega a los cincuenta el estómago se revuelve y la cabeza se pone boca abajo y empiezan los insomnios y las pesadillas.
Suspendí los trabajos. Los niños volvieron a jugar al fútbol en la calle. Los policías volvieron a sus labores. Los campesinos se reintegraron a sus granjas. Nadie del exterior se interesaba por los judíos, por lo que los puse a trabajar en las brigadas de barrenderos y dejé que unos cuantos, no más de veinte, hicieran trabajos en el campo, responsabilizando a los granjeros de su seguridad.
Una noche me sacaron de la cama y me dijeron que había una llamada urgente. Era un funcionario de la Alta Galitzia, con quien nunca antes había hablado. Me dijo que preparara la evacuación de los alemanes de mi región.
—No hay trenes —le dije—, ¿cómo puedo evacuarlos a todos?
—Ése es su problema —dijo el funcionario.
Antes de que colgara le dije que tenía a un grupo de judíos en mi poder, ¿qué hago con ellos? No me respondió. Las líneas se habían cortado o tenía que llamar a otros como yo o el caso de los judíos no le interesaba. Eran las cuatro de la mañana. Ya no pude volver a la cama. Le dije a mi mujer que nos marchábamos y luego mandé a buscar al alcalde y al jefe de policía. Cuando llegué a mi oficina los encontré con caras de haber dormido poco y mal. Ambos tenían miedo.
Los tranquilicé, les dije que si actuábamos con rapidez nadie correría peligro. Pusimos a nuestra gente a trabajar. Antes de que clareara el alba los primeros evacuados ya habían emprendido el camino hacia el oeste. Yo me quedé hasta el final. Pasé un día más y una noche más en la aldea. A lo lejos se oía el ruido de los cañones. Fui a ver a los judíos, el jefe de policía es testigo, y les dije que se marcharan. Después me llevé a los dos policías que tenía de guardia y dejé a los judíos abandonados a su suerte en la antigua curtiduría. Supongo que eso es la libertad.
Mi chofer me dijo que había visto pasar a algunos soldados de la Wehrmacht sin detenerse. Subí a mi oficina sin saber muy bien qué buscaba allí. La noche anterior había dormido en el sofá unas pocas horas y ya había quemado todo lo que se tenía que quemar. Las calles del pueblo estaban vacías, aunque detrás de algunas ventanas se adivinaban las cabezas de las polacas. Después bajé, me subí al coche y partimos, dijo Sammer a Reiter.
Fui un administrador justo. Hice cosas buenas, guiado por mi carácter, y cosas malas, obligado por el azar de la guerra. Ahora, sin embargo, los niños borrachos polacos abren la boca y dicen que yo les arruiné su infancia, le dijo Sammer a Reiter. ¿Yo? ¿Yo les arruiné su infancia? ¡El alcohol les arruinó su infancia! ¡El fútbol les arruinó su infancia! ¡Esas madres holgazanas y descriteriadas les arruinaron su infancia! No yo.
—Otro en mi lugar —le dijo Sammer a Reiter— hubiera matado con sus propias manos a todos los judíos. Yo no lo hice. No está en mi carácter.
Uno de los hombres con los que Sammer solía dar largas caminatas por el campo de prisioneros era el jefe de policía. El otro era el jefe de bomberos. El alcalde, le dijo Sammer una noche, había muerto de pulmonía poco después de acabar la guerra. El chofer había desaparecido en un cruce de caminos, después de que el coche dejara definitivamente de funcionar.
A veces, por las tardes, Reiter contemplaba desde lejos a Sammer y se daba cuenta de que éste a su vez también lo observaba a él, una mirada de reojo en la que se traslucían la desesperación, los nervios, y también el miedo y la desconfianza.
—Hacemos cosas, decimos cosas, de las que luego nos arrepentimos con toda el alma —le dijo Sammer un día, mientras hacían cola para el desayuno.
Y otro día le dijo:
—Cuando vuelvan los policías americanos y me interroguen, estoy seguro de que me detendrán y seré sometido al escarnio público.
Cuando Sammer hablaba con Reiter el jefe de policía y el jefe de bomberos se quedaban a un lado, a unos metros de ellos, como si no quisieran inmiscuirse en las cuitas que tenía su antiguo jefe. Una mañana encontraron el cadáver de Sammer a medio camino entre la tienda de campaña y las letrinas. Alguien lo había estrangulado. Los norteamericanos interrogaron a unos diez prisioneros, entre ellos Reiter, que dijo no haber oído nada fuera de lo común aquella noche, y luego se llevaron el cuerpo y lo enterraron en la fosa común del cementerio de Ansbach.
Cuando Reiter pudo abandonar el campo de prisioneros se marchó a Colonia. Allí vivió en unos barracones cercanos a la estación y luego en un sótano que compartía con un veterano de una división blindada, un tipo silencioso que tenía la mitad del rostro quemado y que podía pasarse días enteros sin comer nada, y otro tipo que decía haber trabajado en un periódico y que, al contrario que su compañero, era amable y locuaz.
El veterano tanquista debía de tener unos treinta años o treintaicinco, el antiguo periodista rondaba los sesenta, aunque ambos, a veces, parecían niños. Durante la guerra el periodista había escrito una serie de artículos en los que se describía la vida heroica en algunas divisiones panzer tanto en el este como en el oeste, cuyos recortes conservaba y que el ensimismado tanquista había tenido ocasión de leer con aprobación. A veces abría la boca y le decía:
—Otto, tú has captado la esencia de lo que es la vida de un tanquista.
El periodista, haciendo un gesto de modestia, le contestaba:
—Gustav, mi mayor premio es que seas precisamente tú, un tanquista veterano, el que me asegure que no me he equivocado del todo.
—No te has equivocado en nada, Otto —replicaba el tanquista.
—Te agradezco tus palabras, Gustav —decía el periodista.
Los dos trabajaban ocasionalmente haciendo faenas de desescombro para el municipio o vendiendo lo que a veces encontraban debajo de los cascotes. Cuando hacía buen tiempo se iban al campo y Reiter tenía durante una o dos semanas el sótano para él solo. Los primeros días en Colonia los dedicó a conseguir un billete de tren para volver a su aldea. Después encontró trabajo como portero en un bar que atendía a una clientela de soldados norteamericanos e ingleses que daban buenas propinas y para quienes en ocasiones realizaba trabajillos extra, como buscarles un piso en un barrio determinado o presentarles chicas o ponerlos en contacto con gente que se dedicaba al mercado negro. Así que se quedó en Colonia.
Durante el día escribía y leía. Escribir era fácil, pues sólo necesitaba un cuaderno y un lápiz. Leer era un poco más difícil, pues las bibliotecas públicas aún estaban cerradas y las pocas librerías (la mayoría ambulantes) que uno podía encontrar tenían los precios de los libros por las nubes. Aun así, Reiter leía y no sólo era él quien leía: a veces levantaba la mirada de su libro y toda la gente a su alrededor estaba a su vez leyendo. Como si los alemanes sólo se preocuparan de la lectura y de la comida, lo cual era falso pero a veces, sobre todo en Colonia, parecía verdadero.
Por contra, el interés por el sexo, notaba Reiter, había descendido notablemente, como si la guerra hubiera acabado con las reservas de testosterona en los hombres, de feromonas, de deseo, y ya nadie quisiera hacer el amor. Sólo follaban, a juicio de Reiter, las putas, pues ése era su oficio, y algunas mujeres que salían con las fuerzas de ocupación, pero incluso en estas últimas el deseo en realidad encubría otra cosa: un teatro de inocencia, un matadero congelado, una calle solitaria y un cine. Las mujeres que veía parecían niñas recién despertadas de una pesadilla horrible.
Una noche, mientras vigilaba la puerta del bar en la Spenglerstrasse, una voz femenina que surgió de la oscuridad pronunció su nombre. Reiter miró, no vio a nadie y pensó que se trataba de una de las putas, quienes hacían gala de un humor extraño, en ocasiones incomprensible. Cuando lo volvieron a llamar, sin embargo, reconoció que aquella voz no pertenecía a ninguna de las mujeres que frecuentaban el bar y le preguntó a la voz qué quería.
—Sólo quería saludarte —dijo la voz.
Luego vio una sombra y en dos zancadas se plantó en la acera de enfrente y alcanzó a cogerla del brazo y arrastrarla hacia la luz. La chica que lo había llamado por su nombre era muy joven. Cuando le preguntó qué quería de él, la chica contestó que era su novia y que resultaba francamente triste el hecho de que no la reconociera.
—Debo de estar muy fea —dijo—, pero si aún fueras un soldado alemán, procurarías disimularlo.
Reiter la miró con atención y por más esfuerzos que hizo no pudo recordarla.
—La guerra tiene mucho que ver con la amnesia —dijo la chica.
Después dijo:
—Amnesia es cuando uno pierde la memoria y no recuerda nada, ni su nombre ni el nombre de su novia.
Y añadió:
—También existe una amnesia selectiva, que es cuando uno recuerda todo o cree que recuerda todo y sólo ha olvidado una cosa, la única cosa importante de su vida.
Yo a esta tipa la conozco, pensó Reiter al oírla hablar, pero le fue imposible recordar en dónde y bajo qué circunstancias la había conocido. Así que decidió proceder con calma y le preguntó si quería tomar algo. La chica miró la puerta del bar y tras reflexionar un momento aceptó. Se tomaron un té sentados a una mesa cercana al pasillo de entrada. La mujer que les sirvió le preguntó a Reiter quién era esa pollita.
—Mi novia —dijo Reiter.
La desconocida le sonrió a la mujer y movió la cabeza afirmativamente.
—Es una chica muy simpática —dijo la mujer.
—Y muy trabajadora, además —dijo la desconocida.
La mujer hizo un gesto con la boca, torciendo las comisuras de los labios hacia abajo, como si dijera: una chica con iniciativa. Después dijo: ya veremos, y se marchó. Al cabo de un rato Reiter se levantó el cuello de su chaqueta de cuero negro y volvió a la puerta, pues ya empezaba a llegar gente, y la desconocida permaneció sentada a la mesa, leyendo de tanto en tanto las páginas de un libro y mirando la mayor parte de las veces a las mujeres y a los hombres que iban llenando el local. Al cabo de un rato la mujer que le había servido la taza de té la cogió de un brazo y con la excusa de que esa mesa hacía falta para los clientes la llevó a la calle. La desconocida se despidió amablemente de la mujer, pero ésta no le contestó. Reiter hablaba con dos soldados norteamericanos y la chica prefirió no acercársele. En vez de eso cruzó la calle, se acomodó en el zaguán de la casa vecina y desde allí estuvo un rato observando el movimiento constante en la puerta del bar.
Mientras trabajaba, de reojo, Reiter miraba el umbral de la casa vecina y a veces creía ver un par de ojos de gato, brillantes, que lo contemplaban desde la oscuridad. Cuando el trabajo amainó penetró en el zaguán y quiso llamarla, pero se dio cuenta de que no sabía su nombre. Ayudado por una cerilla la encontró durmiendo en un rincón. De rodillas, mientras la cerilla se consumía entre sus dedos, estuvo unos segundos observando su rostro dormido. Entonces la recordó.
Cuando ella despertó Reiter aún estaba a su lado, pero el zaguán se había transformado en una habitación con un ligero aire femenino, con fotos de artistas pegadas en las paredes y una colección de muñecas y osos de peluche sobre una cómoda. En el suelo, por el contrario, se apilaban cajas de whisky y botellas de vino. Una colcha de color verde la cubría hasta el cuello. Alguien la había descalzado. Se sintió tan bien que volvió a cerrar los ojos. Pero entonces escuchó la voz de Reiter que le decía: tú eres la chica que vivía en el antiguo piso de Hugo Halder. Sin abrir los ojos, asintió.
—No recuerdo tu nombre —dijo Reiter.
Se puso de lado, dándole la espalda, y dijo:
—Tu memoria es lamentable, me llamo Ingeborg Bauer.
—Ingeborg Bauer —repitió Reiter, como si en esas dos palabras se cifrara el destino.
Luego se durmió otra vez y cuando despertó estaba sola.
Aquella mañana, mientras paseaba con Reiter por la ciudad destruida, Ingeborg Bauer le dijo que vivía, junto a unos desconocidos, en un edificio cercano a la estación de tren. Su padre había muerto durante un bombardeo. Su madre y sus hermanas huyeron de Berlín antes de que la ciudad quedara cercada por los rusos. Primero estuvieron en el campo, en casa de un hermano de su madre, pero en el campo, contra lo que ellas creían, no había nada que comer y las niñas solían ser violadas por sus tíos y sus primos. Según Ingeborg Bauer los bosques estaban llenos de fosas en donde los lugareños enterraban a los que venían de la ciudad, después de robarles, violarlos y matarlos.
—¿A ti también te violaron? —le preguntó Reiter.
No, a ella no la violaron, pero a una de sus hermanas pequeñas la violó uno de sus primos, un chico de trece años que quería entrar en las Juventudes Hitlerianas y morir como un héroe. Así que su madre decidió seguir huyendo y se marcharon hacia una ciudad pequeña del Westerwald, en Hesse, de donde su madre era originaria. Allí la vida era aburrida y al mismo tiempo muy extraña, le dijo Ingeborg Bauer a Reiter, pues los habitantes de esa ciudad vivían como si no existiera la guerra, aunque muchos hombres habían marchado al frente con el ejército y la ciudad misma había sufrido tres bombardeos aéreos, ninguno devastador, pero bombardeos al fin y al cabo. Su madre se puso a trabajar en una cervecería y las hijas hicieron trabajos esporádicos, ayudando en oficinas o cubriendo bajas en un taller o haciendo de recaderas, y de vez en cuando incluso tenían tiempo, las más pequeñas, de acudir a la escuela.
Pese al trasiego constante, la vida era aburrida y cuando llegó la paz Ingeborg no lo soportó más y una mañana, mientras su madre y sus hermanas estaban fuera, se marchó a Colonia.
—Estaba segura —le dijo a Reiter— de que aquí te encontraría o encontraría a alguien muy parecido a ti.
Y eso era todo lo que había pasado, a grandes rasgos, desde que se besaron en el parque, cuando Reiter buscaba a Hugo Halder y ella a cambio le contó la historia de los aztecas. Por supuesto, Reiter no tardó en darse cuenta de que Ingeborg se había vuelto loca, si no lo estaba ya cuando la conoció, y también se dio cuenta de que estaba enferma o tal vez sólo fuera hambre lo que tenía.
Se la llevó a vivir con él al sótano, pero como Ingeborg tosía mucho y no parecía estar bien de los pulmones, buscó un nuevo alojamiento. Lo encontró en una buhardilla de un edificio semiderruido. No había ascensor y algunos tramos de la escalera eran inseguros, con escalones que cedían gradualmente al peso de los usuarios, cuando no con agujeros que se abrían al vacío, un vacío hecho de materiales de construcción donde aún era dable ver o adivinar las esquirlas de las bombas. Pero ellos no tuvieron problemas en vivir allí: Ingeborg apenas pesaba cuarentainueve kilos y Reiter, aunque muy alto, era delgado y huesudo y los escalones soportaron perfectamente bien su peso. No sucedió lo mismo con otros inquilinos. Un brandenburgués pequeño y simpático que trabajaba para las tropas de ocupación se cayó por el agujero que había entre el segundo y el tercer piso y se desnucó. El brandenburgués, cada vez que veía a Ingeborg, la saludaba con interés y afecto e indefectiblemente le regalaba en cada ocasión la flor que llevaba prendida en el ojal.
Por las noches, antes de irse a trabajar, Reiter se cercioraba de que a Ingeborg no le faltara nada para que no tuviera que bajar a la calle iluminando las escaleras tan sólo con una vela, aunque en el fondo Reiter sabía que a Ingeborg (y a él también) le faltaban tantas cosas que hacía que sus precauciones se tornaran, en el mismo momento de tomarlas, completamente inútiles. Al principio su relación excluyó el sexo. Ingeborg estaba muy débil y lo único que tenía ganas de hacer era hablar y, cuando estaba sola y las velas no escaseaban, leer. Reiter, en ocasiones, solía follar con las chicas que trabajaban en el bar. No eran sesiones excesivamente apasionadas sino más bien todo lo contrario. Hacían el amor como si hablaran de fútbol, a veces incluso sin dejar de fumar o sin dejar de mascar chicle americano, que empezaba a estar de moda y era bueno para los nervios, el chicle y el follar de esta manera, impersonalmente, aunque el acto estaba lejos de ser impersonal sino más bien objetivo, como si alcanzada la desnudez del matadero lo demás fuera de una teatralidad inaceptable.
Antes de entrar a trabajar en el bar Reiter se había acostado con otras chicas, en la estación de Colonia o en Solingen o en Remscheid o en Wuppertal, obreras y campesinas a quienes les gustaba que los hombres (siempre que tuvieran un aspecto sano) se corrieran en sus bocas. Algunas tardes Ingeborg le pedía a Reiter que le contara esas aventuras, así las llamaba, y Reiter, encendiendo un cigarrillo, se las contaba.
—Esas chicas de Solingen creían que el semen contiene vitaminas —decía Ingeborg—, igual que las chicas que te follaste en la estación de Colonia. Las entiendo perfectamente —decía Ingeborg—, yo también durante un tiempo estuve vagando por la estación de Colonia y hablé con ellas y me comporté como ellas.
—¿Tú también se la mamaste a desconocidos creyendo que el semen te iba a alimentar? —preguntó Reiter.
—Yo también —dijo Ingeborg—. Siempre que tuvieran un aspecto sano, siempre que no dieran la impresión de estar corroídos por el cáncer o por la sífilis —dijo Ingeborg—. Las campesinas que vagaban por la estación, las obreras, las locas que se habían perdido o huido de sus casas, todas creíamos que el semen era un alimento precioso, un extracto de todo tipo de vitaminas, el mejor método para no coger la gripe —dijo Ingeborg—. Algunas noches, antes de dormirme, encogida en un rincón de la estación de Colonia, pensaba en la primera chica campesina que tuvo esta idea, una idea absurda, aunque ciertos médicos prestigiosos dicen que la anemia se puede curar bebiendo semen a diario —dijo Ingeborg—. Pero yo pensaba en la chica campesina, en la chica desesperada que llegó por deducción empírica a esta misma idea. La imaginaba deslumbrada en la ciudad silenciosa contemplando las ruinas de todo y diciéndose a sí misma que ésa era la imagen que siempre había tenido de la ciudad. La imaginaba laboriosa, con una sonrisa en la cara, ayudando a todo aquel que se lo pidiera, y curiosa, también, recorriendo las calles y las plazas y reconstruyendo el perfil de la ciudad en la que siempre, en el fondo, había querido vivir. También, durante aquellas noches, la imaginaba muerta, de cualquier enfermedad, una enfermedad que no le proporcionara una agonía excesivamente lenta ni excesivamente rápida. Una agonía razonable, el tiempo suficiente para dejar de chupar vergas y envolverse en su propia crisálida, en sus propias penas.
—¿Y por qué crees que esa idea se le ocurrió a una chica y no a muchas al mismo tiempo? —le preguntó Reiter—. ¿Por qué crees que esa idea se le ocurrió a una chica, a una campesina, precisamente, y no a un listillo que de esa forma consiguió una mamada gratis?
Una mañana Reiter e Ingeborg hicieron el amor. La muchacha estaba afiebrada y sus piernas, debajo del camisón, le parecieron a Reiter las piernas más hermosas que había visto en su vida. Ingeborg acababa de cumplir veinte años y Reiter tenía veintiséis. A partir de entonces empezaron a follar a diario. A Reiter le gustaba hacerlo sentado junto a la ventana y que Ingeborg se sentara encima de él y hacer el amor mirándose a los ojos o mirando las ruinas de Colonia. A Ingeborg le gustaba hacerlo en la cama, en donde lloraba y se revolvía y se corría seis o siete veces, con las piernas encima de los hombros huesudos de Reiter, a quien llamaba cariño, mi amante, mi hombre, dulzura mía, palabras que a Reiter lo sonrojaban, pues esas expresiones le parecían más bien cursis y por aquella época le había declarado la guerra a la cursilería y al sentimentalismo y a la blandenguería y a lo afectado y a lo recargado y a lo artificioso y a lo ñoño, pero no decía nada, ya que el desconsuelo que adivinaba en los ojos de Ingeborg, y que el placer no podía borrar del todo, lo inmovilizaba como si él, Reiter, fuera un ratón y acabara de caer en una trampa.
Por supuesto, solían reírse, aunque no siempre de lo mismo. A Reiter, por ejemplo, le hacía mucha gracia el vecino brandenburgués cayendo por el hueco de la escalera. Ingeborg decía que el brandenburgués era una buena persona, siempre con una palabra amable en los labios, y además no podía olvidar las flores que le regalaba. Reiter entonces le advertía que no había que fiarse de las buenas personas. La mayoría de ellos, decía, son criminales de guerra que merecían ser colgados en la vía pública, una imagen que a Ingeborg le causaba escalofríos. ¿Cómo podía una persona que cada día conseguía una flor para ponerse en el ojal ser un criminal de guerra?
Lo que suscitaba la hilaridad de Ingeborg, por el contrario, eran cosas o situaciones de apariencia más abstracta. A veces Ingeborg se reía de los dibujos que la humedad trazaba en las paredes de la buhardilla. Sobre el yeso o el revoque veía largas hileras de camiones salir de una especie de túnel, al que ella llamaba, sin ningún motivo, el túnel del tiempo. Otras veces se reía de las cucarachas que cada cierto tiempo entraban en la casa. O de los pájaros que observaban Colonia posados en los artesonados ennegrecidos de los edificios más altos. A veces incluso se reía de su propia enfermedad, una enfermedad sin nombre (eso le causaba mucha risa), que los dos médicos a los que había ido, uno de ellos cliente del bar donde trabajaba Reiter y el otro un viejo de pelo blanco y barba blanca y voz enérgica y teatral, al que Reiter pagaba las visitas con botellas de whisky, una por visita, y que probablemente, según Reiter, era criminal de guerra, diagnosticaron de forma vaga, a medio camino entre una enfermedad nerviosa y una pulmonar.
Por lo demás, pasaban muchas horas juntos, a veces hablando de los temas más peregrinos, a veces Reiter sentado a la mesa escribiendo en un cuaderno de tapas de color caña su primera novela e Ingeborg estirada en la cama, leyendo. El aseo de la casa lo solía hacer Reiter, así como también las compras, e Ingeborg se ocupaba de cocinar, algo que se le daba bastante bien. Las conversaciones de sobremesa eran extrañas y en ocasiones se convertían en largos monólogos o en soliloquios o en confesiones.
Hablaban de libros, de poesía (Ingeborg le preguntaba a Reiter por qué no escribía poesía y Reiter le contestaba que toda la poesía, en cualquiera de sus múltiples disciplinas, estaba contenida o podía estar contenida, en una novela), de sexo (habían hecho el amor de todas las maneras posibles, o eso creían, y teorizaban sobre nuevas maneras pero sólo hallaban la muerte), y de la muerte. Cuando la vieja dama hacía su aparición, generalmente ya habían acabado de comer y la conversación languidecía, mientras Reiter, con aires de gran señor prusiano, había encendido un cigarrillo e Ingeborg pelaba, con un cuchillo de hoja corta y mango de madera, una manzana.
También: el diapasón de sus voces bajaba entonces hasta convertirse en un murmullo. En cierta ocasión Ingeborg le preguntó si él había matado a alguien. Tras pensárselo un momento, Reiter contestó afirmativamente. Durante unos segundos, que se prolongaron más de lo debido, Ingeborg lo miró fijamente: los labios descarnados, el humo que subía por el saliente de sus pómulos, los ojos azules, el pelo rubio y no muy limpio y tal vez necesitado de un corte, las orejas de adolescente campesino, la nariz que, en contraposición a las orejas, era prominente y noble, la frente de Reiter por la que parecía desplazarse una araña. Unos segundos antes ella hubiera podido creer que Reiter había matado a alguien, a cualquiera, durante la guerra, pero tras mirarlo tuvo la certeza de que él se refería a otra cosa. Le preguntó a quién había matado.
—A un alemán —dijo Reiter.
En la mente fantasiosa y siempre presta al desvarío de Ingeborg la víctima no podía ser otra que aquel Hugo Halder, el antiguo inquilino de su casa berlinesa. Al preguntárselo, Reiter se rió. No, no, Hugo Halder era su amigo. Luego se quedaron callados largo rato y los restos de comida parecieron congelarse sobre la mesa. Finalmente Ingeborg le preguntó si estaba arrepentido y Reiter hizo una señal con la mano que podía significar cualquier cosa. Después dijo:
—No.
Y añadió tras un largo intervalo: a veces sí y a veces no.
—¿Lo conocías? —susurró Ingeborg.
—¿A quién? —dijo Reiter como si lo despertaran.
—A la persona que mataste.
—Sí —dijo Reiter—, vaya si lo conocía, dormía a mi lado, muchas noches, y no paraba de hablar.
—¿Era una mujer? —susurró Ingeborg.
—No, no era una mujer —dijo Reiter, y se rió—, era un hombre.
Ingeborg también se rió. Después se puso a hablar sobre la atracción que sienten algunas mujeres por los asesinos de mujeres. El prestigio de los asesinos de mujeres entre las putas, por ejemplo, o entre las mujeres dispuestas a amar hasta los límites. Para Reiter esas mujeres eran unas histéricas. Para Ingeborg, por el contrario, esas mujeres, que decía conocer, sólo eran jugadoras, más o menos como los jugadores de cartas que acaban suicidándose de madrugada o como los asiduos a los hipódromos que acaban suicidándose en cuartos de pensiones baratas u hoteles perdidos en callejones frecuentados únicamente por gángsters o por chinos.
—En ocasiones —dijo Ingeborg—, cuando estamos haciendo el amor y tú me coges del cuello, he llegado a pensar que eras un asesino de mujeres.
—Nunca he matado a una mujer —dijo Reiter—. Ni se me ha pasado por la cabeza.
No volvieron a hablar del asunto hasta una semana después.
Reiter le dijo que era posible que la policía norteamericana y también la policía alemana lo estuvieran buscando o que su nombre figurara en una lista de sospechosos. El tipo al que había matado, le dijo, se llamaba Sammer y era un asesino de judíos. Entonces tú no has cometido ningún crimen, quiso decirle ella, pero Reiter no la dejó.
—Todo esto ocurrió en un campo de prisioneros —dijo Reiter—. No sé quién se pensó Sammer que yo era, pero no paraba de contarme cosas. Estaba nervioso porque la policía norteamericana lo iba a interrogar. Por precaución, se había cambiado el nombre. Se hacía llamar Zeller. Pero yo no creo que la policía norteamericana buscara a Sammer. Tampoco buscaba a Zeller. Para los norteamericanos Zeller y Sammer eran dos ciudadanos alemanes fuera de toda sospecha. Los norteamericanos buscaban criminales de guerra con un cierto prestigio, gente de los campos de exterminio, oficiales de las SS, peces gordos del partido. Y Sammer sólo era un funcionario sin mayor importancia. A mí me interrogaron. Me preguntaron qué sabía de él, si él me había hablado de enemigos entre los otros prisioneros. Yo dije que no sabía nada, que Sammer sólo hablaba de su hijo muerto en Kursk y de las jaquecas que padecía su mujer. Me miraron las manos. Eran policías jóvenes y no tenían demasiado tiempo que perder en un campo de prisioneros. Pero no quedaron muy convencidos. Anotaron mi nombre en sus cuadernos y volvieron a interrogarme. Me preguntaron si había sido miembro del Partido Nacionalsocialista, si conocía a muchos nazis, a qué se dedicaba mi familia y dónde vivían. Intenté ser sincero y di respuestas claras. Les pedí que me ayudaran a encontrar a mis padres. Después el campo de prisioneros empezó a vaciarse a medida que llegaban nuevos huéspedes. Pero yo seguía adentro. Un compañero me dijo que la vigilancia era sólo nominal. Los soldados negros tenían otras cosas en la cabeza y no se preocupaban mayormente de nosotros. Una mañana, durante un trasvase de prisioneros, me colé y salí sin ningún problema.
Durante un tiempo estuve vagando por diversas ciudades. Estuve en Coblenza. Trabajé en las minas que comenzaban a reabrir. Pasé hambre. Tenía la impresión de que el fantasma de Sammer estaba pegado a mi sombra. Pensé en cambiar yo también de nombre. Finalmente llegué a Colonia y pensé que cualquier cosa que a partir de entonces me pudiera pasar ya me había pasado antes y que era inútil seguir arrastrando la sombra infecta de Sammer. Una vez me detuvieron. Fue después de una trifulca en el bar. Llegaron los PM y nos llevaron a unos cuantos a la comisaría. Buscaron mi nombre en un dossier, pero no encontraron nada y me dejaron ir.
Por aquellos días conocí a una vieja que vendía cigarrillos y flores en el bar. Yo a veces le compraba uno o dos cigarrillos y nunca le puse problemas para que entrara. La vieja me dijo que durante la guerra había sido adivina. Una noche me pidió que la acompañara a su casa. Vivía en la Reginastrasse, en un piso grande pero tan lleno de objetos que apenas se podía caminar. Una de las habitaciones parecía el almacén de una tienda de ropa. Ahora te diré por qué. Cuando llegamos sirvió dos vasos de aguardiente y se sentó a la mesa y sacó unas cartas. Te voy a echar las cartas, me dijo. En unas cajas encontré muchos libros. Recuerdo que cogí las obras completas de Novalis y la Judith de Friedrich Hebbel, y mientras hojeaba estos libros la vieja me dijo que yo había matado a un hombre, etcétera. La misma historia.
—Fui soldado —le dije.
—En la guerra estuvieron a punto de matarte varias veces, aquí está escrito, pero tú no mataste a nadie, lo cual tiene mérito —dijo la vieja.
¿Tanto se me nota?, pensé. ¿Tanto se me nota que soy un asesino? Por supuesto, yo no me sentía un asesino.
—Te recomiendo que te cambies de nombre —dijo la vieja—. Hazme caso. Yo fui la adivina de muchos jefazos de las SS y sé lo que digo. No cometas la estupidez típica de las novelas policiacas inglesas.
—¿A qué te refieres? —le dije.
—A las novelas policiacas inglesas —dijo la vieja—, al imán de las novelas policiacas inglesas que primero infectó a las novelas policiacas norteamericanas y luego a las novelas policiacas francesas y alemanas y suizas.
—¿Y cuál es esa estupidez? —le pregunté.
—Un dogma —dijo la vieja—, un dogma que se puede resumir con estas palabras: el asesino siempre vuelve al lugar del crimen.
Me reí.
—No te rías —dijo la vieja—, hazme caso a mí, que soy de las pocas personas de Colonia que verdaderamente te aprecian.
Dejé de reírme. Le dije que me vendiera la Judith y las obras de Novalis.
—Te los puedes quedar, cada vez que vengas a verme te puedes quedar con dos libros —dijo—, pero ahora presta atención a algo mucho más importante que la literatura. Es necesario que te cambies de nombre. Es necesario que no vuelvas nunca más al lugar del crimen. Es necesario que rompas la cadena. ¿Me entiendes?
—Algo entiendo —le dije, aunque en realidad sólo había entendido, y muy gozosamente, la oferta de los libros.
Después la vieja me dijo que mi madre vivía y que cada noche pensaba en mí y que mi hermana vivía y que cada mañana y cada tarde y cada noche soñaba conmigo y que mis zancadas, como las zancadas de un gigante, resonaban en la bóveda craneal de mi hermana. De mi padre no dijo nada.
Y luego empezó a amanecer y la vieja dijo:
—He oído cantar a un ruiseñor.
Y luego me pidió que la siguiera hasta una habitación, la que estaba llena de ropa, como la habitación de un ropavejero, y hurgó entre los montones de ropa hasta volver a aparecer, victoriosa, con una chaqueta de cuero negro, y me dijo:
—Esta chaqueta es para ti, te ha estado esperando todo este tiempo, desde que murió su anterior dueño.
Y yo cogí la chaqueta y me la probé y efectivamente parecía hecha expresamente para mí.
Posteriormente Reiter le preguntó a la vieja quién había sido el anterior propietario de la chaqueta, pero sobre este punto las respuestas de la vieja eran contradictorias y vagas.
Una vez le dijo que había pertenecido a un esbirro de la Gestapo y otra vez le dijo que había sido de un novio suyo, un comunista muerto en un campo de concentración, e incluso en cierta ocasión le dijo que el anterior dueño de la chaqueta fue un espía inglés, el primero (y el único) espía inglés que había saltado en paracaídas en las cercanías de Colonia durante el año de 1941, para hacer una exploración sobre el terreno para una futura sublevación de los ciudadanos de Colonia, algo que a los propios ciudadanos de Colonia que tuvieron la oportunidad de escucharlo les pareció una barbaridad, pues Inglaterra por entonces estaba perdida, a juicio de los ciudadanos de Colonia y de los ciudadanos de toda Europa, y aunque este espía, según la vieja, no era inglés sino escocés, nadie se lo tomó en serio, más aún cuando los pocos que tuvieron oportunidad de conocerlo lo vieron beber (lo hacía como un cosaco aunque su aguante ante el alcohol era admirable, se le ponían los ojos turbios y miraba de reojo las piernas de las mujeres, pero mantenía cierta coherencia verbal y una especie de elegancia fría que a los honrados y antifascistas ciudadanos de Colonia que lo trataron les parecía un rasgo propio de un carácter temerario y audaz, sin por ello resultar menos encantador), en fin, que en 1941 no estaba el horno para bollos.
A este espía inglés la vieja adivina lo vio, según le contó a Reiter, en sólo dos ocasiones. En la primera le dio alojamiento en su casa y le tiró las cartas. Tenía la suerte de su lado. En la segunda y última le proporcionó ropa y documentos, pues el inglés (o escocés) volvía a Inglaterra. Fue entonces cuando el espía se deshizo de su chaqueta de cuero. Otras veces, sin embargo, la vieja no quería ni oír hablar del espía. Sueños, decía, ensoñaciones, representaciones carentes de sustancia, espejismos de vieja razonablemente desesperada. Y entonces volvía a decir que la chaqueta de cuero había sido de un esbirro de la Gestapo, uno de los que se encargaron de localizar y reprimir a los desertores que a finales del 44 y principios del 45 se hicieron fuertes (fuertes es un decir) en la noble ciudad de Colonia.
Después la salud de Ingeborg empeoró y un médico inglés le dijo a Reiter que la muchacha, esa muchacha guapa y encantadora, probablemente no iba a vivir más de dos o tres meses y luego se quedó mirando a Reiter, que se puso a llorar sin decir palabra, aunque en realidad más que mirar a Reiter el médico inglés se quedó mirando y apreciando con ojos de peletero o de marroquinero su preciosa chaqueta de cuero negro, y finalmente, mientras Reiter seguía llorando, le preguntó dónde la había comprado, ¿dónde he comprado qué?, la chaqueta, ah, en Berlín, mintió Reiter, antes de la guerra, en un establecimiento llamado Hahn & Förster, dijo, y entonces el médico le dijo que los peleteros Hahn y Förster o sus herederos probablemente se habían inspirado en las chaquetas de cuero de Mason & Cooper, los fabricantes de chaquetas de cuero de Manchester, que también tenían sucursal en Londres, y que en 1938 sacaron una chaqueta exactamente igual a la que llevaba Reiter, con las mangas idénticas y el cuello idéntico y el mismo número de botones, a lo que Reiter respondió encogiéndose de hombros y secándose con la manga de la chaqueta las lágrimas que corrían por sus mejillas, y entonces el médico, conmovido, avanzó un paso y le puso una mano en el hombro y dijo que él también tenía una chaqueta de cuero así, como la de Reiter, sólo que la de él era de Mason & Cooper y la de Reiter de Hahn & Förster, aunque al tacto, y Reiter podía creer en su palabra pues él era un entendido, un aficionado a las chaquetas de cuero negro, ambas eran iguales, ambas parecían provenir de la misma partida de cuero que Mason & Cooper utilizaron en 1938 para hacer esas chaquetas que eran auténticas obras de arte, obras de arte, por otra parte, irrepetibles, pues aunque la casa Mason & Cooper seguía en pie, durante la guerra, según sabía, el señor Mason había muerto durante un bombardeo, no por culpa de las bombas, se apresuró a aclarar, sino por culpa de su delicado corazón que no pudo soportar una carrera hacia el refugio o que no pudo soportar el silbido del ataque, el ruido de los destrozos y de las detonaciones o que tal vez no pudo soportar el ulular de las sirenas, vaya uno a saber, lo cierto es que al señor Mason le sobrevino un ataque al corazón y desde ese momento la casa Mason & Cooper experimentó una ligera caída no en la producción sino en la calidad, aunque tal vez decir calidad sea un poco exagerado, sea un poco purista, dijo el médico, pues la calidad de la casa Mason & Cooper era y seguiría siendo incuestionable, si no en el detalle, en la disposición mental, si esta expresión era lícita o permisible, de los nuevos modelos de chaquetas de cuero, en aquello intangible que hacía que una chaqueta de cuero fuera una pieza de artesanía, una prenda artística que caminaba con la historia pero que también caminaba contra la historia, no sé si me explico, dijo el médico, y Reiter entonces se sacó la chaqueta y la puso en sus manos, obsérvela cuanto quiera, dijo al tiempo que se sentaba en una de las dos sillas que había en la consulta y seguía llorando, y el médico se quedó con la chaqueta colgando de las manos y sólo entonces pareció despertar del sueño de las chaquetas de cuero y pudo decir unas palabras de aliento o unas palabras que intentaron componer una frase de aliento, aun a sabiendas de que nada podía mitigar el dolor de Reiter, y luego procedió a ponerle la chaqueta por encima de los hombros, y volvió a pensar que esa chaqueta, la chaqueta de un portero de un bar de putas de Colonia, era exactamente igual que la suya, e incluso por un momento pensó que era la suya, sólo que un poco más gastada, como si su propia chaqueta hubiera salido de su armario en una calle de Londres y hubiera cruzado el Canal y el norte de Francia con el solo propósito de volverlo a ver, a él, a su propietario, un médico militar inglés de vida licenciosa, un médico que atendía gratis a los indigentes, siempre y cuando los indigentes fueran sus amigos o, a lo sumo, amigos de sus amigos, e incluso por un momento pensó que el joven alemán que lloraba le había mentido, que no había comprado la chaqueta en Hahn & Förster, sino que aquella chaqueta de cuero negro era una Mason & Cooper auténtica, adquirida en Londres, en la casa Mason & Cooper, pero, en fin, se dijo el médico mientras ayudaba al lloroso Reiter a ponerse la chaqueta (tan peculiar al tacto, tan placentera, tan familiar), la vida es básicamente un misterio.
Durante los tres meses que siguieron Reiter se las arregló para pasar la mayor parte de su tiempo junto a Ingeborg. Consiguió frutas y verduras en el mercado negro. Consiguió libros para que ella leyera. Cocinó e hizo el aseo de la buhardilla que compartían. Leyó libros de medicina y buscó remedios de todo tipo. Una mañana aparecieron por la casa las dos hermanas y la madre de Ingeborg. La madre hablaba poco y tenía un trato correcto, pero las hermanas, una de dieciocho años y la otra de dieciséis, sólo pensaban en salir y en conocer los lugares más interesantes de la ciudad. Un día Reiter les dijo que el lugar más interesante de Colonia, precisamente, era su buhardilla y las hermanas de Ingeborg se rieron. Reiter, que sólo reía cuando estaba con Ingeborg, también se rió. Una noche se las llevó al trabajo. Hilde, la de dieciocho, miraba a las putas que recalaban en el bar con un aire de superioridad, pero aquella noche se marchó con dos jóvenes tenientes americanos y no volvió hasta bien entrado el día siguiente, ante la alarma de su madre que acusó a Reiter de trabajar de alcahuete.
La enfermedad, por otra parte, había agudizado la apetencia sexual de Ingeborg pero la buhardilla era pequeña y todos dormían en la misma habitación, lo que cohibía a Reiter cuando volvía de su trabajo a las cinco o las seis de la mañana e Ingeborg le exigía que le hiciera el amor. Cuando trataba de explicarle que con casi total seguridad su madre los oiría, pues no estaba sorda, Ingeborg se enfadaba y decía que ya no la deseaba. Una tarde la hermana menor, Grete, la de dieciséis, se llevó a Reiter a dar un paseo por las manzanas destruidas del barrio y le dijo que su hermana había sido visitada por varios psiquiatras y neurólogos en Berlín y que todos terminaron dando un diagnóstico de locura.
Reiter la miró: se parecía a Ingeborg pero estaba más rellenita y era más alta. De hecho, era tan alta y tenía una pinta tan atlética que parecía una lanzadora de jabalina.
—Nuestro padre fue nazi —le dijo la hermana—, e Ingeborg también, durante aquel tiempo, era nazi. Pregúntaselo. Estuvo con las Juventudes Hitlerianas.
—¿Así que, según tú, está loca? —dijo Reiter.
—Loca de atar —dijo la hermana.
Poco después, Hilde le dijo a Reiter que Grete estaba empezando a enamorarse de él.
—¿Así que, según tú, Grete está enamorada de mí?
—Enamorada hasta el delirio —dijo Hilde poniendo los ojos en blanco.
—Qué interesante —dijo Reiter.
Un amanecer, después de llegar silenciosamente a casa procurando no despertar a ninguna de las cuatro mujeres que dormían, Reiter se metió en la cama y se pegó al cuerpo caliente de Ingeborg y se dio cuenta en el acto de que Ingeborg tenía fiebre y los ojos se le llenaron de lágrimas y sintió que se mareaba, pero tan paulatinamente que la sensación no era del todo desagradable.
Luego notó que la mano de Ingeborg cogía su verga y lo masturbaba y con su mano levantó el camisón de Ingeborg hasta la cintura y buscó su clítoris y comenzó a su vez a masturbarla, pensando en otras cosas, en su novela, que avanzaba, en los mares de Prusia y en los ríos de Rusia y en los monstruos benéficos que moraban en las profundidades de la costa de Crimea, hasta que junto a su mano sintió la mano de Ingeborg que se introducía dos dedos en la vagina y luego untaba con esos dedos la entrada de su culo y le pedía, no, le ordenaba, que la penetrara, que la sodomizara, pero ya, en el acto, sin mayor dilación, cosa que Reiter hizo sin pensárselo dos veces ni medir las consecuencias de lo que hacía, pues bien sabía él cómo reaccionaba Ingeborg cuando la enculaba, pero aquella noche su voluntad funcionaba como la voluntad de un hombre dormido, incapaz de prever nada y sólo atento al instante, y así, mientras follaban e Ingeborg gemía, vio levantarse de un rincón no una sombra sino un par de ojos de gato, y los ojos se alzaron y quedaron flotando en la oscuridad, y luego otro par de ojos se alzó y se instaló en la penumbra, y escuchó que Ingeborg les ordenaba a los ojos, con la voz enronquecida, que se acostaran, y entonces Reiter notó que el cuerpo de su mujer se ponía a sudar y él también se puso a sudar y pensó que eso era bueno para la fiebre, y cerró los ojos y siguió acariciando con la mano izquierda el sexo de Ingeborg y cuando abrió los ojos vio cinco pares de ojos de gato flotando en la oscuridad, y aquello sí que le pareció una señal inequívoca de que estaba soñando, pues tres pares de ojos, los de las hermanas y los de la madre de Ingeborg, tenían cierta lógica, pero cinco pares de ojos escapaban de cualquier coherencia espacio temporal, a no ser que cada una de las hermanas hubiera invitado aquella noche a un respectivo amante, lo que tampoco entraba dentro de sus previsiones ni era factible o creíble.
Al día siguiente Ingeborg estaba malhumorada y todo lo que hacían o decían sus hermanas y su madre le parecía hecho o dicho contra ella. La situación, a partir de entonces, se volvió tan tensa que ni ella podía leer ni él podía escribir. A veces Reiter tenía la impresión de que Ingeborg estaba celosa de Hilde, cuando en buena lid de quien debía estar celosa era de Grete. A veces, antes de marcharse a trabajar, Reiter veía desde la ventana de la buhardilla a los dos oficiales con los que salía Hilde, que se ponían a gritar su nombre y a silbar desde la acera de enfrente. En más de una ocasión bajó con ella las escaleras y le aconsejó que tuviera cuidado. Despreocupada, Hilde le contestaba:
—¿Qué me pueden hacer?, ¿bombardearme?
Y luego se reía y Reiter también se reía con sus respuestas.
—A lo sumo me harán lo que tú le haces a Ingeborg —le dijo una vez, y Reiter estuvo durante mucho rato repitiéndose esa contestación.
Lo que yo le hago a Ingeborg. ¿Pero qué le hacía él a Ingeborg sino amarla?
Por fin, un día la madre y las hermanas decidieron volver al pueblo del Westerwald, en donde se había establecido la familia, y Reiter e Ingeborg volvieron a quedarse solos. Ahora podemos amarnos con tranquilidad, le dijo Ingeborg. Reiter la miró: Ingeborg se había levantado y estaba poniendo un poco de orden en la casa. El camisón era de color marfil y los pies de ella eran huesudos y alargados y casi del mismo color. A partir de ese día la salud de ella mejoró notablemente y cuando llegó la fecha fatídica anunciada por el médico inglés se encontraba mejor que nunca.
Poco después se puso a trabajar en un taller de costura que transformaba los vestidos antiguos en vestidos nuevos, los vestidos pasados de moda en vestidos a la moda. En el taller tenían tres máquinas de coser, pero gracias a la iniciativa de la dueña, una mujer emprendedora y pesimista que no tenía la menor duda de que la Tercera Guerra Mundial empezaría a más tardar en 1950, el negocio prosperó. Al principio el trabajo de Ingeborg estribaba en coser trozos de tela conforme a los patrones que preparaba la señora Raab, pero al poco tiempo y debido al trabajo ingente del pequeño negocio, su labor consistió en visitar tiendas de moda femenina y tomar pedidos que luego ella misma se encargaba de entregar.
Por aquellas fechas Reiter terminó de escribir su primera novela. La tituló Lüdicke y tuvo que recorrer callejones perdidos de Colonia en busca de alguien que alquilara una máquina de escribir, pues decidió que no se la iba a pedir prestada ni a alquilar a ningún conocido, es decir a nadie que supiera que él se llamaba Hans Reiter. Finalmente encontró a un viejo que poseía una vieja máquina francesa y que, aunque no se dedicaba a alquilarla, hacía una excepción con los escritores.
La cifra que le pidió el viejo era alta y al principio Reiter pensó que lo mejor era seguir buscando, pero cuando vio la máquina, perfectamente conservada, sin una mota de polvo, con todas las letras dispuestas a dejar su impronta en el papel, decidió que bien podía darse el lujo de pagarle. El viejo pedía el dinero por adelantado y aquella misma noche, en el bar, Reiter pidió y obtuvo varios préstamos de las chicas. Al día siguiente volvió y le mostró el dinero, pero entonces el viejo sacó una libreta de un escritorio y quiso saber su nombre. Reiter dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.
—Me llamo Benno von Archimboldi.
El viejo entonces lo miró a los ojos y le dijo que no se pasara de listo, que cuál era su nombre verdadero.
—Mi nombre es Benno von Archimboldi, señor —dijo Reiter—, y si usted cree que estoy bromeando lo mejor será que me vaya.
Durante unos instantes ambos permanecieron en silencio. Los ojos del viejo eran de color marrón oscuro, aunque bajo la débil luz de su estudio semejaban ser de color negro. Los ojos de Archimboldi eran azules y al viejo le parecieron los ojos de un joven poeta, unos ojos cansados, maltratados, enrojecidos, pero jóvenes y en cierto sentido puros, aunque el viejo hacía mucho que había dejado de creer en la pureza.
—Este país —le dijo a Reiter, que aquella tarde se convirtió, tal vez, en Archimboldi— ha intentado arrojar al abismo a varios países en nombre de la pureza y de la voluntad. Para mí, como usted comprenderá, la pureza y la voluntad son puro mariconeo. Gracias a la pureza y a la voluntad nos hemos convertido todos, entiéndalo bien, todos, todos, en un país de cobardes y de matones, que al fin y al cabo son lo mismo. Ahora lloramos y nos afligimos y decimos ¡no lo sabíamos!, ¡lo ignorábamos!, ¡fueron los nazis!, ¡nosotros hubiéramos actuado de otra manera! Sabemos gemir. Sabemos provocar lástima y pena. No nos importa que se burlen de nosotros, mientras nos compadezcan y nos perdonen. Ya habrá tiempo para que inauguremos un largo puente de amnesia. ¿Comprende usted lo que quiero decir?
—Lo comprendo —dijo Archimboldi.
—Yo fui escritor —dijo el viejo.
—Pero lo dejé. Esta máquina de escribir me la regaló mi padre. Un padre cariñoso y culto que llegó a vivir hasta los noventaitrés años de edad. Un hombre básicamente bueno. Un hombre que creía, de más está decirlo, en el progreso. Pobre mi padre. Creía en el progreso y por supuesto creía en la bondad intrínseca del ser humano. Yo también creo en la bondad intrínseca del ser humano, pero eso no significa nada. Un asesino, en el fondo, es bueno. Los alemanes eso lo sabemos bien. ¿Y qué? Puedo pasar una noche bebiendo con un asesino y tal vez, al contemplar ambos la aurora, nos pongamos a cantar o a tararear una pieza de Beethoven. ¿Y qué? Puede el asesino llorar en mi hombro. Normal. Ser asesino no es fácil. Eso lo sabemos bien usted y yo. No es nada fácil. Exige pureza y voluntad, voluntad y pureza. La pureza del cristal y una voluntad de hierro. E incluso puedo yo ponerme a llorar en el hombro del asesino y susurrarle palabras dulces como «hermano», «camarada», «compañero de infortunios». En ese momento el asesino es bueno, puesto que es intrínsecamente bueno, y yo soy un idiota, puesto que soy intrínsecamente un idiota, y ambos somos sentimentales, puesto que nuestra cultura tiende irrefrenablemente a la sentimentalidad. Pero cuando la obra se acaba y yo estoy solo, el asesino abrirá la ventana de mi cuarto y entrará con sus pasitos de enfermero y me degollará hasta que no quede una gota de mi sangre.
Pobre mi padre mío. Fui escritor, fui escritor, pero mi indolente cerebro voraz me comía las entrañas. Buitre de mi propio Prometeo o Prometeo de mi propio buitre, un día me di cuenta de que podía llegar a publicar excelentes artículos en las revistas y en los periódicos, e incluso libros que no desmerecían el papel en que estaban impresos. Pero también supe que jamás lograría acercarme o internarme en aquello que llamamos una obra maestra. Me dirá usted que la literatura no consiste únicamente en obras maestras sino que está poblada de obras, así llamadas, menores. Yo también creía eso. La literatura es un vasto bosque y las obras maestras son los lagos, los árboles inmensos o extrañísimos, las elocuentes flores preciosas o las escondidas grutas, pero un bosque también está compuesto por árboles comunes y corrientes, por yerbazales, por charcos, por plantas parásitas, por hongos y por florecillas silvestres. Me equivocaba. Las obras menores, en realidad, no existen. Quiero decir: el autor de una obra menor no se llama fulanito o zutanito. Fulanito y zutanito existen, de eso no cabe duda, y sufren y trabajan y publican en periódicos y revistas y de vez en cuando incluso publican un libro que no desmerece el papel en el que está impreso, pero esos libros o esos artículos, si usted se fija con atención, no están escritos por ellos.
Toda obra menor tiene un autor secreto y todo autor secreto es, por definición, un escritor de obras maestras. ¿Quién ha escrito tal obra menor? Aparentemente un escritor menor. La mujer de este pobre escritor lo puede atestiguar, ella lo ha visto sentado a la mesa, inclinado sobre las páginas en blanco, retorciéndose y deslizando su pluma sobre el papel. Parece un testigo irrebatible. Pero lo que ha visto es sólo la parte exterior. El cascarón de la literatura. Una apariencia —le dijo el viejo ex escritor a Archimboldi y Archimboldi recordó a Ansky—. Quien en verdad está escribiendo esa obra menor es un escritor secreto que sólo acepta los dictados de una obra maestra.
Nuestro buen artesano escribe. Está ensimismado en aquello que va plasmando bien o mal en el papel. Su mujer, sin que él lo sepa, lo observa. Efectivamente, es él quien escribe. Pero si su mujer tuviera una vista de rayos X se daría cuenta de que no asiste propiamente a un ejercicio de creación literaria sino más bien a una sesión de hipnotismo. En el interior del hombre que está sentado escribiendo no hay nada. Nada que sea él, quiero decir. Cuánto mejor haría ese pobre hombre dedicándose a la lectura. La lectura es placer y alegría de estar vivo o tristeza de estar vivo y sobre todo es conocimiento y preguntas. La escritura, en cambio, suele ser vacío. En las entrañas del hombre que escribe no hay nada. Nada, quiero decir, que su mujer, en un momento dado, pueda reconocer. Escribe al dictado. Su novela o poemario, decentes, decentitos, salen no por un ejercicio de estilo o voluntad, como el pobre desgraciado cree, sino gracias a un ejercicio de ocultamiento. ¡Es necesario que haya muchos libros, muchos pinos encantadores, para que velen de miradas aviesas el libro que realmente importa, la jodida gruta de nuestra desgracia, la flor mágica del invierno!
Disculpe las metáforas. A veces me excito y me pongo romántico. Pero escuche. Toda obra que no sea una obra maestra es, cómo se lo diría, una pieza de un vasto camuflaje. Usted ha sido soldado, me imagino, y ya sabe a lo que me refiero. Todo libro que no sea una obra maestra es carne de cañón, esforzada infantería, pieza sacrificable dado que reproduce, de múltiples maneras, el esquema de la obra maestra. Cuando comprendí esta verdad dejé de escribir. Mi mente, sin embargo, no dejó de funcionar. Al contrario, al no escribir funcionaba mejor. Me pregunté: ¿por qué una obra maestra necesita estar oculta?, ¿qué extrañas fuerzas la arrastran hacia el secreto y el misterio?
Ya sabía que escribir era inútil. O que sólo merecía la pena si uno está dispuesto a escribir una obra maestra. La mayor parte de los escritores se equivocan o juegan. Tal vez equivocarse y jugar sea lo mismo, las dos caras de la misma moneda. En realidad nunca dejamos de ser niños, niños monstruosos llenos de pupas y de varices y de tumores y de manchas en la piel, pero niños al fin y al cabo, es decir nunca dejamos de aferrarnos a la vida puesto que somos vida. También se podría decir: somos teatro, somos música. De igual manera, pocos son los escritores que renuncian. Jugamos a creernos inmortales. Nos equivocamos en el juicio de nuestras propias obras y en el juicio siempre impreciso de las obras de los demás. Nos vemos en el Nobel, dicen los escritores, como quien dice: nos vemos en el infierno.
Una vez vi una película de gángsters norteamericana. En una escena un detective mata a un malhechor y antes de disparar el balazo mortal le dice: nos vemos en el infierno. Está jugando. El detective está jugando y equivocándose. El malhechor, que lo mira y lo insulta poco antes de morir, también está jugando y equivocándose, aunque su campo de juegos y su campo de equívocos se ha reducido casi hasta el cero absoluto, puesto que en el siguiente plano va a morir. El director de la película también juega. El guionista, lo mismo. Nos vemos en el Nobel. Hemos hecho historia. El pueblo alemán nos lo agradece. Una batalla heroica que será recordada por las generaciones venideras. Un amor inmortal. Un nombre escrito en el mármol. La hora de las musas. Incluso una frase aparentemente tan inocente como decir: ecos de una prosa griega no contiene más que juego y equivocación.
El juego y la equivocación son la venda y son el impulso de los escritores menores. También: son la promesa de su felicidad futura. Un bosque que crece a una velocidad vertiginosa, un bosque al que nadie le pone freno, ni siquiera las Academias, al contrario, las Academias se encargan de que crezca sin problemas, y los empresarios y las universidades (criaderos de atorrantes), y las oficinas estatales y los mecenas y las asociaciones culturales y las declamadoras de poesía, todos contribuyen a que el bosque crezca y oculte lo que tiene que ocultar, todos contribuyen a que el bosque reproduzca lo que tiene que reproducir, puesto que es inevitable que así lo haga, pero sin revelar nunca qué es aquello que reproduce, aquello que mansamente refleja.
¿Un plagio, se dirá usted? Sí, un plagio, en el sentido en que toda obra menor, toda obra salida de la pluma de un escritor menor, no puede ser sino un plagio de cualquier obra maestra. La pequeña diferencia es que aquí hablamos de un plagio consentido. Un plagio que es un camuflaje que es una pieza en un escenario abigarrado que es una charada que probablemente nos conduzca al vacío.
En una palabra: lo mejor es la experiencia. No le diré que la experiencia no se obtenga en el trato constante con una biblioteca, pero por encima de la biblioteca prevalece la experiencia. La experiencia es la madre de la ciencia, se suele decir. Cuando yo era joven y aún pensaba que haría carrera en el mundo de las letras, conocí a un gran escritor. Un gran escritor que probablemente había escrito una obra maestra, si bien a juicio mío toda su producción era una obra maestra.
No le voy a decir su nombre. Ni a usted le conviene que yo se lo diga ni a efectos de la historia es indispensable saberlo. Confórmese con saber que era alemán y que un día vino a Colonia a dar unas conferencias. Por supuesto, yo no me perdí ni una sola de las tres charlas que dio en la universidad de nuestra ciudad. En la última conseguí un asiento en primera fila y me dediqué, más que a escucharlo (en realidad repetía cosas que ya había dicho en la primera y la segunda conferencia), a observarlo en detalle, sus manos, por ejemplo, unas manos enérgicas y huesudas, su cuello de hombre viejo similar al cuello de un pavo o de un gallo sin plumas, sus pómulos ligeramente eslavos, sus labios exangües, unos labios que uno podía tajear con una navaja y de los cuales podía tener la seguridad de que no saldría ni una gota de sangre, sus sienes grises como un mar revuelto, y sobre todo sus ojos, unos ojos profundos y que, dependiendo de ligeros movimientos de su cabeza, en ocasiones semejaban dos túneles sin fondo, dos túneles abandonados y a punto de derrumbarse.
Por supuesto, terminada la conferencia su persona fue acaparada por los notables de la ciudad y yo no pude ni siquiera estrechar su mano y decirle cuánto lo admiraba. Pasó el tiempo. Este escritor murió y yo seguí, como es lógico, leyéndolo y releyéndolo. Llegó el día en que decidí dejar la literatura. La dejé. No hay trauma en este paso sino liberación. Entre nosotros le confesaré que es como dejar de ser virgen. ¡Un alivio, dejar la literatura, es decir dejar de escribir y limitarse a leer!
Pero ése es otro tema. Ya hablaremos de eso cuando me devuelva mi máquina. El recuerdo de la visita de este gran escritor a mi ciudad, sin embargo, no me abandonaba. Entretanto comencé a trabajar en una fábrica de instrumental óptico. Me ganaba bien la vida. Era soltero, tenía dinero, acudía semanalmente al cine, al teatro, a exposiciones, y además estudiaba inglés y francés, y visitaba librerías donde compraba los libros que se me antojaban.
Una vida muelle. Pero el recuerdo de la visita del gran escritor no me abandonaba y, lo que es peor, de repente caí en la cuenta de que sólo recordaba la tercera conferencia, y que mis recuerdos se circunscribían a su rostro, como si ese rostro hubiera pretendido decirme algo que finalmente no me dijo. ¿Pero qué? Un día, por motivos que no vienen al caso, acompañé a un amigo médico al depósito de cadáveres de la universidad. No creo que usted haya estado allí. El depósito está en los sótanos y es una larga galería con paredes de baldosas blancas y techo de madera. En medio hay un anfiteatro en donde se realizan autopsias, disecciones y demás monstruosidades científicas. Después hay dos pequeñas oficinas, la del decano de los estudios forenses y la de otro profesor. En los extremos se encuentran las salas refrigeradas en donde se hallan los cadáveres, cuerpos de indigentes o de personas sin papeles a quienes la muerte visitó en hoteles de paso.
En aquella época demostré un interés sin duda morboso por estas instalaciones y mi amigo médico se encargó amablemente de enseñármelas con todo lujo de explicaciones e incluso asistimos a la última autopsia del día. Luego mi amigo se encerró con el decano en su despacho y yo me quedé solo en el pasillo, aguardándolo, mientras los estudiantes se marchaban y una especie de letargo crepuscular se filtraba por debajo de las puertas como gas venenoso. A los diez minutos de estar esperando oí un ruido que me sobresaltó proveniente de uno de los depósitos. Le aseguro que en aquella época eso bastaba para asustar a cualquiera, pero yo nunca he sido excesivamente cobarde y me dirigí hacia allí.
Al abrir la puerta un soplo de aire frío me dio de lleno en el rostro. En el fondo del depósito, junto a una camilla, un hombre intentaba abrir uno de los nichos para depositar en él un cadáver, pero por más que forcejeaba el nicho o la celdilla en cuestión no cedía. Sin moverme de al lado de la puerta le pregunté si necesitaba ayuda. El hombre se irguió, era muy alto, y me miró de una forma que a mí, entonces, me pareció desconsolada. Tal vez esa impresión de desconsuelo en su mirada me animó a acercarme a él. Mientras lo hacía, franqueado por cadáveres, encendí un cigarrillo para templar mis nervios y, al llegar junto a él, lo primero que hice fue ofrecerle otro cigarrillo, tal vez forzando una camaradería que no existía.
El empleado de la morgue sólo entonces me miró y a mí me pareció haber retrocedido en el tiempo. Sus ojos eran exactamente iguales que los ojos del gran escritor a cuyas conferencias en Colonia yo había asistido como un peregrino. Le confieso que incluso por unos segundos pensé que me estaba, en ese preciso momento, volviendo loco. Me sacó del apuro la voz del empleado de la morgue, en nada parecida a la voz entrañable del gran escritor. Dijo: aquí no se permite fumar.
No supe qué contestarle. Añadió: el humo perjudica a los muertos. Me reí. Dio una nota explicativa: el humo perjudica su conservación. Hice un gesto que en nada me comprometía. Él lo intentó por última vez: habló de unos filtros, habló de la humedad, pronunció la palabra pureza. Volví a ofrecerle un cigarrillo y resignadamente anunció que no fumaba. Le pregunté si llevaba mucho tiempo trabajando allí. Con un tono impersonal y una voz levemente chillona, dijo que trabajaba en la universidad desde mucho antes de la guerra del catorce.
—¿Siempre en la morgue? —le pregunté.
—No he conocido otro lugar —me contestó.
—Es curioso —le dije—, pero su rostro, sobre todo sus ojos, me recuerdan los ojos de un gran escritor alemán. —Aquí dije el nombre del escritor.
—No he oído hablar de él —fue su respuesta.
En otra época esta respuesta me habría soliviantado, pero a Dios gracias yo vivía una nueva vida. Le comenté que trabajar en la morgue sin duda lo llevaría a reflexiones atinadas o por lo menos originales acerca del destino humano. Me miró como si me estuviera burlando de él o hablando en francés. Insistí. Aquel marco, dije extendiendo los brazos y abarcando todo el depósito, era en cierta manera el lugar ideal para pensar en la brevedad de la vida, en lo insondable que resulta el destino de los hombres, en la futilidad de los empeños mundanos.
Con un sobrecogimiento de horror, de golpe me di cuenta de que estaba hablándole como si él fuera el gran escritor alemán y aquélla nuestra charla que jamás se produjo. No tengo mucho tiempo, me dijo. Volví a mirar sus ojos. No me cupo la menor duda: eran los ojos de mi ídolo. Y su respuesta: no tengo mucho tiempo. ¡Cuántas puertas abría esa respuesta! ¡Cuántos caminos quedaban de pronto despejados, visibles, tras esa respuesta!
No tengo mucho tiempo, he de acarrear cadáveres de arriba abajo. No tengo mucho tiempo, he de respirar, comer, beber, dormir. No tengo mucho tiempo, he de moverme al compás del engranaje. No tengo mucho tiempo, estoy viviendo. No tengo mucho tiempo, me estoy muriendo. Como usted comprenderá, ya no hubo más preguntas. Lo ayudé a abrir el nicho. Quise ayudarlo a meter el cadáver pero mi torpeza en tales lides hizo que la sábana que lo cubría se corriera y entonces vi el rostro del cadáver y cerré los ojos y agaché la cabeza y lo dejé trabajar en paz.
Cuando salí mi amigo me observaba en silencio desde la puerta del depósito. ¿Todo bien?, me preguntó. No pude o no supe responderle. Tal vez dije: todo mal. Pero no era eso lo que quería decir.
Antes de que Archimboldi se despidiera de él, después de beber una taza de té, el hombre que le alquiló la máquina de escribir le dijo:
—Jesús es la obra maestra. Los ladrones son las obras menores. ¿Por qué están allí? No para realzar la crucifixión, como algunas almas cándidas creen, sino para ocultarla.
En una de las tantas travesías que Archimboldi hizo por la ciudad en busca de alguien que le alquilara una máquina de escribir volvió a encontrar a los dos vagabundos con los que había compartido sótano antes de trasladarse a la buhardilla.
Aparentemente pocas cosas habían cambiado en sus antiguos compañeros de infortunio. El viejo periodista había intentado conseguir trabajo en el nuevo periódico de Colonia, en donde no lo aceptaron por su pasado nazi. Su carácter jovial y bonachón fue desapareciendo conforme se prolongaba el período de adversidades y comenzaban a manifestarse los achaques propios de la edad. El veterano tanquista, por el contrario, trabajaba ahora en un taller de reparación de motores y había ingresado en el Partido Comunista.
Cuando ambos estaban juntos en el sótano, no paraban de pelearse. El tanquista le reprochaba al viejo periodista su militancia nazi y su cobardía. El viejo periodista se ponía de rodillas y juraba a voz en cuello que sí, que era un cobarde, pero que nazi, lo que se dice nazi, no lo había sido nunca. Escribíamos al dictado. Si no queríamos ser despedidos, teníamos que escribir al dictado, gemía ante la indiferencia del tanquista, que añadía a sus reproches el hecho irrefutable de que mientras él y otros como él combatían dentro de tanques que se averiaban y se quemaban, el periodista y otros como él se resignaban a escribir mentiras propagandísticas, pasando por encima de los sentimientos de los tanquistas y de las madres de los tanquistas e incluso de las novias de los tanquistas.
—Esto —le decía— no te lo perdonaré nunca, Otto.
—Pero si no es mi culpa —gemía el periodista.
—Llora, llora —le decía el tanquista.
—Intentábamos hacer poesía —decía el periodista—, intentábamos dejar que pasara el tiempo y mantenernos vivos para ver qué vendría después.
—Pues ya has visto, cerdo asqueroso, lo que vino después —replicaba el tanquista.
A veces, el periodista hablaba del suicidio.
—No veo otra solución —le dijo a Archimboldi cuando los fue a visitar—. Como periodista estoy liquidado. Como obrero no tengo ni la más mínima posibilidad. Como empleado de alguna administración local, siempre estaré marcado por mi pasado. Como trabajador independiente, no sé hacer nada a derechas. ¿Para qué prolongar, entonces, mi sufrimiento?
—Para pagar tu deuda con la sociedad, para expiar tus mentiras —le gritó el tanquista, que permanecía sentado a la mesa, fingiendo estar enfrascado en la lectura de un periódico, pero en realidad escuchándolo.
—No sabes lo que dices, Gustav —le respondió el periodista—. Mi único pecado, te lo he dicho cien mil veces, ha sido el de la cobardía, y lo estoy pagando caro.
—Aún más caro lo tienes que pagar, Otto, aún más caro.
Durante esa visita Archimboldi le sugirió al periodista que tal vez su suerte cambiara si se iba a otra ciudad, una ciudad menos castigada que Colonia, una ciudad más pequeña en donde no lo conociera nadie, una posibilidad que al periodista no se le había pasado por la cabeza y que a partir de ese momento comenzó a sopesar seriamente.