El ataque a la Unión Soviética empezó el día 22 de junio de 1941. La división 79 estaba encuadrada en el 11 Ejército alemán y pocos días después las vanguardias de la división cruzaron el río Prut y entraron en combate, hombro con hombro, con los cuerpos de ejército rumanos, que se mostraron mucho más animosos de lo que los alemanes esperaban. El avance, sin embargo, no fue tan rápido como el que experimentaron las unidades del Grupo de Ejército Sur, compuesto por el 6 Ejército, el 17 Ejército y el entonces así llamado 1.º Grupo pánzer, que con el correr de la guerra cambiaría su denominación, junto con el 2.º Grupo pánzer y el 3.º Grupo pánzer y el 4.º Grupo pánzer, por la más intimidante de Ejército pánzer. Los medios materiales y humanos del 11 Ejército eran, como cabe deducir, infinitamente menores, sin contar con la orografía de la región y la escasez de carreteras. El ataque, además, no contó con el factor sorpresa que había favorecido al Grupo de Ejército Sur, Centro y Norte. Pero la división de Reiter dio de sí lo que de ella esperaban sus mandos y cruzaron el Prut y combatieron y luego siguieron combatiendo por las llanuras y las colinas de Besarabia y luego cruzaron el Dniester y llegaron a los arrabales de Odessa y luego avanzaron, mientras los rumanos se detenían, y combatieron con tropas rusas en retirada y luego cruzaron el río Bug y siguieron avanzando, dejando tras de sí una estela de aldeas ucranianas incendiadas y graneros incendiados y bosques que de pronto echaban a arder, como por efecto de una combustión misteriosa, bosques que parecían islas oscuras en medio de interminables campos de trigo.
¿Quién prende fuego a esos bosques?, le preguntaba a veces Reiter a Wilke y Wilke se encogía de hombros y lo mismo hacían Neitzke y Kruse y el sargento Lemke, agotados de tanto caminar, pues la división 79 era una división hipomóvil, es decir una división que se movía por tracción animal, y allí los únicos animales eran las mulas y los soldados, y las mulas servían para arrastrar el material pesado y los soldados servían para caminar y combatir, como si la guerra relámpago jamás hubiera asomado su ojo blanco en el organigrama de la división, como en los tiempos napoleónicos, decía Wilke, marchas y contramarchas y marchas forzadas, más bien siempre marchas forzadas, decía Wilke, y luego decía, sin levantarse del suelo, como el resto de sus compañeros, no sé quién demonios incendia los bosques, nosotros seguro que no hemos sido, ¿verdad, muchachos?, y Neitzke decía no, nosotros no, y Kruse y Barz decían lo mismo, y hasta el sargento Lemke decía que no, nosotros hemos quemado esa aldea de allá o hemos bombardeado esa aldea de la izquierda o de la derecha, pero el bosque no, y sus hombres asentían y nadie decía una palabra más, sólo se quedaban mirando el fuego del bosque, cómo el fuego iba convirtiendo la isla oscura en isla roja anaranjada, tal vez ha sido el batallón del capitán Ladenthin, decía uno, ellos venían por allí, han debido encontrar resistencia en el bosque, tal vez ha sido la compañía de zapadores, decía otro, pero la verdad es que no habían visto nada, ni soldados alemanes en los alrededores ni soldados soviéticos resistiendo en ese sector, sólo el bosque negro en medio de un mar amarillo y bajo un cielo celeste brillante, y de pronto, sin previo aviso, como si estuvieran en un gran teatro de trigo y el bosque fuera el escenario y el proscenio de ese teatro circular, el fuego que lo devoraba todo y que era hermoso.
Después de cruzar el Bug la división cruzó el Dniéper y penetró en la península de Crimea. Reiter combatió en Perekop y en varias aldeas cercanas a Perekop cuyo nombre nunca supo pero por cuyas calles de tierra anduvo, apartando cadáveres, ordenando a los viejos, a las mujeres y a los niños que entraran en sus casas y no salieran. A veces se sentía mareado. A veces notaba que al levantarse bruscamente la visión se le nublaba, se le volvía negra, llena de puntitos granulados semejantes a una lluvia de meteoritos. Pero los meteoritos se movían de una manera muy extraña. O no se movían. Eran meteoritos inmóviles. A veces se lanzaba, junto con sus compañeros, a la conquista de una posición enemiga sin tomar la más mínima precaución, lo que le acarreó fama de temerario y valiente, aunque él sólo buscaba una bala que pusiera paz en su corazón. Una noche, sin proponérselo, habló del suicidio con Wilke.
—Los cristianos nos masturbamos pero no nos suicidamos —le dijo Wilke y Reiter, antes de dormirse, se quedó pensando en sus palabras, pues sospechaba que tras la broma de Wilke tal vez se escondía una verdad.
Sin embargo no por ello cambió de parecer. Durante la batalla por la toma de Chornomorske, en donde tuvo un papel destacado el regimiento 310 y en especial el batallón de Reiter, éste expuso su vida al menos en tres ocasiones, la primera al asaltar una casamata hecha con ladrillos en las afueras de Kirovske, en el empalme entre Chernishove, Kirovske y Chornomorske, una casamata que no hubiera resistido ni una sola andanada de artillería, una casamata que a Reiter lo emocionó nada más verla porque revelaba pobreza e inocencia, como si hubiera sido construida por niños y estuviera defendida por otros niños. La compañía carecía de munición de morteros y decidieron tomarla al asalto. Pidieron voluntarios. Reiter fue el primero en dar un paso al frente. Se le unió casi enseguida el soldado Voss, que también era un valiente o un suicida en potencia, y otros tres soldados más. El asalto fue rápido: Reiter y Voss avanzaron por el flanco izquierdo de la casamata, los otros tres por el derecho. Cuando estaban a veinte metros unos disparos de fusilería salieron del interior de la casamata. Los tres que iban por el flanco derecho se echaron a tierra. Voss dudó. Reiter siguió corriendo. Oyó el zumbido de una bala que le pasó a pocos centímetros de la cabeza pero no se agachó. Por el contrario, su cuerpo pareció empinarse en un vano afán de ver los rostros de los adolescentes que iban a acabar con su vida, pero no pudo ver nada. Otra bala le rozó el brazo derecho. Sintió que alguien lo empujaba por la espalda y lo derribaba. Era Voss, que aunque temerario aún conservaba algo de sentido común.
Durante un rato vio cómo su compañero, tras haberlo arrojado al suelo, se ponía a reptar en dirección a la casamata. Vio piedras, yerbajos, flores silvestres y las suelas herradas de Voss que lo dejaba atrás, levantando una diminuta nube de polvo, diminuta para él, se dijo, pero no para las caravanas de hormigas que cruzaban la tierra de norte a sur mientras Voss reptaba de este a oeste. Luego se levantó y se puso a disparar hacia la casamata, por encima del cuerpo de Voss, y volvió a oír las balas que silbaban cerca de su cuerpo, mientras él disparaba y caminaba, como si estuviera paseando y tomando fotos, hasta que la casamata explotó alcanzada por una granada y luego por otra y otra, arrojadas por los soldados del flanco derecho.
La segunda ocasión en la que estuvo a punto de morir fue en la toma de Chornomorske. Los dos principales regimientos de la división 79 comenzaron el ataque después de que toda la artillería divisionaria se concentrara en el sector de los muelles, una zona desde la que partía la carretera que unía Chornomorske con Evpatoria, Frunze, Inkerman y Sebastopol, y que carecía de accidentes geográficos de consideración. El primer ataque fue rechazado. El batallón de Reiter, que se mantenía en la reserva, salió con la segunda oleada. Los soldados echaron a correr por encima de las alambradas mientras la artillería corregía el tiro y machacaba los nidos de ametralladora soviéticos que habían sido localizados. Mientras corría, Reiter empezó a sudar como si de pronto, en una fracción de segundo, hubiera enfermado. Pensó que esta vez sí que moriría y la cercanía del mar contribuyó a reafirmar esta idea. Primero atravesaron un descampado y luego salieron por un huerto, con una casita desde una de cuyas ventanas, una ventana diminuta, asimétrica, los miró un viejo de barba blanca. A Reiter le pareció que el viejo estaba comiendo algo porque movía los carrillos.
Al otro lado del huerto había un camino de tierra y poco más allá vieron a cinco soldados soviéticos arrastrando con dificultad un cañón. Los mataron a los cinco y siguieron corriendo. Unos continuaron por el camino y otros se metieron en un bosquecillo de pinos.
En el bosque Reiter vio una figura entre la hojarasca y se detuvo. Era la estatua de una diosa griega o eso creyó. Tenía el pelo recogido y era alta y la expresión era impasible. Bañado en transpiración Reiter se puso a temblar y alargó el brazo. El mármol o la piedra, fue incapaz de precisarlo, estaba frío. La ubicación de la estatua no carecía de cierto sinsentido, pues aquel lugar oculto por las ramas de los árboles no era el sitio más idóneo para colocar una escultura. Durante un instante, breve y doloroso, Reiter pensó que debía preguntarle algo a la estatua, pero no se le ocurrió ninguna pregunta y su rostro se deformó en una mueca de sufrimiento. Luego echó a correr.
El bosque terminaba en una quebrada desde la que se veía el mar y el puerto y una especie de paseo marítimo bordeado de árboles y bancos para sentarse y casas blancas y edificios de tres pisos que parecían hoteles o clínicas de salud. Los árboles eran grandes y oscuros. Entre las colinas se distinguía alguna casa en llamas y en el puerto, empequeñecidas, un grupo de personas se agolpaban para subir a un barco. El cielo era muy azul y el mar parecía calmo, sin una ola. Por la izquierda, siguiendo un camino que descendía zigzagueante, aparecieron los primeros hombres de su regimiento mientras unos pocos rusos huían y otros levantaban los brazos y salían de unos almacenes de pescado cuyas paredes estaban ennegrecidas. Los hombres que iban con Reiter bajaron por la colina en dirección a una plaza alrededor de la cual se levantaban dos edificios nuevos, de cinco pisos, pintados de blanco. Al llegar a la plaza, desde varias ventanas, les dispararon. Los soldados se pusieron a cubierto detrás de los árboles, menos Reiter, que siguió caminando como si no hubiera oído nada hasta alcanzar la puerta de uno de los edificios. Una de las paredes estaba decorada con un mural en el que se veía a un viejo marinero leyendo una carta. Algunas líneas de ésta eran perfectamente visibles para el espectador, pero estaban escritas en alfabeto cirílico y Reiter no entendió nada. Las baldosas del suelo eran grandes y de color verde. No había ascensor por lo que Reiter empezó a subir por las escaleras. Al llegar al primer rellano le dispararon. Vio una sombra que se asomaba y luego sintió un aguijón en el brazo derecho. Siguió subiendo. Le volvieron a disparar. Se quedó quieto. La herida casi no sangraba y el dolor era perfectamente soportable. Tal vez ya esté muerto, pensó. Luego pensó que no lo estaba y que no debía desmayarse, no hasta recibir un balazo en la cabeza. Se dirigió a uno de los pisos y abrió la puerta de una patada. Vio una mesa, cuatro sillas, un aparador de cristal lleno de platos y con algunos libros encima. En la habitación encontró a una mujer y a dos niños de corta edad. La mujer era muy joven y lo miró aterrorizada. No te haré nada, le dijo, y trató de sonreír mientras retrocedía. Luego entró en otro piso y dos milicianos con el pelo cortado al rape levantaron las manos y se rindieron. Reiter ni siquiera los miró. De los otros pisos fue saliendo gente con traza de hambrientos o de reclusos de reformatorio. En una habitación, junto a una ventana abierta, encontró dos viejos fusiles que arrojó hacia la calle al tiempo que hacía señas a sus compañeros para que dejaran de disparar.
La tercera ocasión en que estuvo a punto de morir fue semanas después, durante el ataque a Sebastopol. El avance esta vez fue contenido. Cada vez que las tropas alemanas intentaban tomar una línea de defensa la artillería de la ciudad descargaba sobre ellos una lluvia de proyectiles. En las inmediaciones de la ciudad, junto a las trincheras rusas, se hacinaban los cuerpos destrozados de los soldados alemanes y rumanos. En más de una ocasión la lucha fue cuerpo a cuerpo. Los batallones de asalto llegaban a una trinchera en donde encontraban a marineros rusos y combatían durante cinco minutos, al cabo de los cuales uno de los dos bandos retrocedía. Pero luego volvían a aparecer más marineros rusos gritando hurra y la pelea recomenzaba. Para Reiter la presencia de los marineros en aquellas trincheras polvorientas estaba cargada de presagios funestos y liberadores. Uno de ellos, seguramente, lo mataría y entonces él volvería a sumergirse en las profundidades del Báltico o del Atlántico o del Mar Negro, pues todos los mares, finalmente, eran un único mar y en el fondo del mar lo aguardaba un bosque de algas. O simplemente desaparecería, sin más.
Según Wilke aquello era cosa de locos, ¿de dónde salían los marineros rusos?, ¿qué hacían los marineros rusos allí, a varios kilómetros de su elemento natural, el mar y los barcos? A menos que los Stukas hubieran hundido todos los barcos de la flota rusa, fantaseaba Wilke, y que el Mar Negro se hubiera secado, cosa que él, evidentemente, no creía. Pero esto sólo se lo decía a Reiter, pues los demás aceptaban todo lo que veían o les sucedía como algo normal. En uno de los ataques murió Neitzke y varios más de su compañía. Una noche, en las trincheras, Reiter se irguió en toda su estatura y se puso a contemplar las estrellas pero su atención, inevitablemente, se vio desviada hacia Sebastopol. La ciudad, a lo lejos, era una mole negra con bocas rojas que se abrían y se cerraban. Los soldados la llamaban la trituradora de huesos, pero esa noche a Reiter no le pareció una máquina sino la reencarnación de un ser mitológico, un animal vivo a quien le costaba respirar. El sargento Lemke le ordenó que se agachara. Reiter lo contempló desde lo alto, se sacó el casco, se rascó la cabeza y antes de que pudiera ponerse de nuevo el casco una bala lo tumbó. Mientras caía sintió cómo otra bala penetraba en su tórax. Miró al sargento Lemke con ojos apagados: le pareció similar a una hormiga que paulatinamente se iba haciendo más y más grande. A unos quinientos metros de allí cayeron varios proyectiles de artillería.
Dos semanas después recibió la cruz de hierro. Un coronel se la entregó en el hospital de campaña de Novoselivske, le dio la mano, le dijo que había estupendos informes sobre su actuación en Chornomorske y Mykolaivka y luego se marchó. Reiter no podía hablar pues una bala le había atravesado la garganta. La herida en el tórax ya no revestía gravedad y poco después fue trasladado de la península de Crimea hacia Krivoi Rog, en Ucrania, en donde había un hospital más grande y en donde volvieron a operarlo de la garganta. Tras la operación volvió a comer con normalidad, a mover el cuello como antes, pero siguió sin poder hablar.
Los médicos que lo trataban no sabían si darle un permiso para que volviera a Alemania o si reenviarlo hacia su división, que por entonces seguía sitiando Sebastopol y Kerch. La llegada del invierno y el contraataque soviético que consiguió desmoronar en parte las líneas alemanas pospuso la decisión y finalmente Reiter ni fue enviado a Alemania ni se reincorporó a su unidad.
Pero como tampoco podía permanecer en el hospital fue enviado, con otros tres heridos de la división 79, a la aldea de Kostekino, a orillas del Dniéper, que algunos llamaban por el nombre de Granja Modelo Budienny y otros por el nombre de Arroyo Dulce, debido a un arroyo, afluente del Dniéper, cuyas aguas eran de una dulzura y pureza inusuales en la comarca. Kostekino, por lo demás, no llegaba ni siquiera a ser una aldea. Unas cuantas casas desperdigadas bajo las colinas, cercas de madera que se caían de viejas, dos graneros podridos, una carretera de tierra que en invierno se volvía intransitable por la nieve y el barro que comunicaba la aldea con un pueblo por donde pasaba el tren. En las afueras había un sovjoz abandonado que cinco alemanes intentaban volver a poner en marcha. La mayor parte de las casas estaban abandonadas, según algunos porque los aldeanos habían huido ante la irrupción del ejército alemán, según otros porque el ejército rojo los había enrolado a la fuerza.
Los primeros días Reiter durmió en lo que debía de haber sido una oficina agrónoma o tal vez la sede del Partido Comunista, el único edificio de ladrillos y cemento del pueblo, pero la convivencia con los pocos alemanes que vivían en Kostekino, los técnicos y los convalecientes, no tardó en resultarle intolerable. Así que decidió instalarse en una de las muchas isbas vacías. Todas parecían, a primera vista, iguales. Una noche, mientras tomaba café en la casa de ladrillos, Reiter escuchó una versión distinta: los aldeanos ni habían sido enrolados a la fuerza ni habían huido. El despoblamiento era consecuencia directa del paso por Kostekino de un destacamento del Einsatzgruppe C, los cuales procedieron a eliminar físicamente a todos los judíos de la aldea. Como no podía hablar no hizo ninguna pregunta, pero al día siguiente se dedicó a estudiar con mayor atención todas las casas.
En ninguna de ellas encontró rastro alguno que indicara el origen o la religión de sus antiguos moradores. Finalmente se instaló en una que estaba cerca del Arroyo Dulce. La primera noche que pasó allí tuvo pesadillas que lo despertaron varias veces. Era incapaz, sin embargo, de recordar con qué estaba soñando. La cama en la que dormía era una cama estrecha y muy mullida, junto a la chimenea, en el primer piso de la casa. El segundo piso era una especie de buhardilla en donde había otra cama y una ventana redonda y mínima, como el ojo de buey de un barco. En un arcón encontró varios libros, la mayoría en ruso, pero algunos, para su sorpresa, en alemán. Como sabía que muchos de los judíos del este conocían la lengua alemana supuso que la casa, en efecto, había pertenecido a un judío. A veces, en medio de la noche, tras despertar gritando de una pesadilla y encender la vela que siempre dejaba a un lado de la cama, se quedaba quieto durante mucho rato, sentado con las piernas fuera de las mantas, contemplando los objetos que danzaban con la luz de la vela, sintiendo que nada tenía remedio, mientras el frío lo iba helando paulatinamente. A veces, por la mañana, al despertar, volvía a quedarse quieto mirando el techo de barro y paja y pensaba que aquella casa tenía un no sé qué de femenino.
Cerca de allí vivían unos ucranianos que no eran de Kostekino y que habían llegado hacía poco para trabajar en el antiguo sovjoz. Cuando salía de casa los ucranianos lo saludaban quitándose los gorros e inclinándose levemente. Reiter, los primeros días, ni siquiera contestaba a los saludos. Pero después, tímidamente, levantaba la mano y los saludaba como si les dijera adiós. Cada mañana iba al Arroyo Dulce. Con el cuchillo hacía un agujero y luego metía un cazo y sacaba algo de agua que bebía allí mismo sin importarle lo fría que estuviera.
Con la llegada del invierno todos los alemanes se recluyeron en el edificio de ladrillo y a veces celebraban fiestas que duraban hasta el amanecer. Nadie se acordaba de ellos, como si el colapso del frente los hubiera hecho desaparecer. A veces, los soldados salían en busca de mujeres. Otras veces hacían el amor entre ellos y nadie decía nada. Esto es el paraíso congelado, le dijo a Reiter uno de sus antiguos compañeros de la 79. Reiter lo miró como si no entendiera nada y el compañero le palmeó la espalda y dijo pobre Reiter, pobre Reiter.
En cierta ocasión, después de mucho sin hacerlo, Reiter se miró en un espejo encontrado en un rincón de su isba y le costó reconocerse. Tenía una barba rubia y enmarañada, el pelo largo y sucio, los ojos secos y vacíos. Mierda, pensó. Luego se quitó la venda de la garganta: la herida cicatrizaba aparentemente sin mayores problemas, pero la venda estaba sucia y las costras de sangre le daban un tacto acartonado, por lo que decidió arrojarla a la chimenea. Después se puso a buscar por toda la casa algo que le sirviera para reemplazar la venda y así encontró los papeles de Borís Abramovich Ansky y el escondite detrás de la chimenea.
El escondite era extremadamente simple pero también extremadamente ingenioso. La chimenea, que también servía de cocina, tenía la boca lo suficientemente ancha y el tiro lo suficientemente alargado como para que una persona, agachada, pudiera introducirse en ella. Si la anchura era perceptible a simple vista, la profundidad de la chimenea, vista desde fuera, resultaba indescifrable, pues las paredes tiznadas ejercían aquí la función del más sutil camuflaje. El ojo no podía apreciar la hendidura que se formaba al final de la bocana, hendidura escasa pero suficiente para que una persona, sentada y con las rodillas bien levantadas, permaneciera allí protegida por la oscuridad. Aunque para que el escondite funcionara a la perfección, meditó Reiter en la soledad de su isba, era necesario que hubiera dos personas: el que se escondía y alguien que se quedaba afuera y ponía una olla con sopa a calentar y luego encendía el fuego de la chimenea y lo atizaba una y otra vez.
Durante muchos días este problema ocupó su mente, pues creía que su resolución lo llevaría a conocer mejor la vida o la forma de pensar o el grado de desesperación que alguna vez aquejó a Borís Ansky o a alguien a quien Borís Ansky conocía muy bien. En varias ocasiones intentó encender el fuego desde dentro. Sólo una vez lo logró. Colgar una olla de agua o poner el samovar junto a los tizones resultaba una tarea imposible, por lo que finalmente decidió que quien había construido el escondrijo lo hizo pensando en que alguien, algún día, se escondería y otra persona lo ayudaría a esconderse. El que se salva, pensó Reiter, y el que lo salva. El que vivirá y el que morirá. El que huirá cuando caiga la noche y el que se quedará y se convertirá en víctima. A veces, por las tardes, se metía dentro del escondite, armado sólo con los papeles de Borís Ansky y una vela, y se estaba allí hasta bien avanzada la noche, hasta que se le acalambraban los músculos y se le helaba el cuerpo, leyendo, leyendo.
Borís Abramovich Ansky había nacido en el año 1909, en Kostekino, en aquella misma casa que ahora ocupaba el soldado Reiter. Sus padres eran judíos, como casi todos los habitantes de la aldea, y se ganaban la vida con el comercio de blusas, que el padre compraba al por mayor en Dnepropetrovsk y en ocasiones en Odessa y luego revendía por todas las aldeas de la comarca. La madre criaba gallinas y vendía huevos y no necesitaban comprar verduras pues poseían un huerto pequeño pero muy bien aprovechado. Sólo tuvieron un hijo, Borís, ya a avanzada edad, como el Abraham y la Sara bíblicos, algo que los llenó de alegría.
En ocasiones, cuando Abraham Ansky se reunía con sus amigos, solía bromear al respecto y decía, hablando de lo consentido que era su hijo, que a veces pensaba que hubiera debido sacrificarlo cuando aún era pequeño. Los ortodoxos de la aldea se escandalizaban o hacían como que se escandalizaban y los demás se reían abiertamente cuando Abraham Ansky concluía: ¡pero en vez de sacrificarlo a él sacrifiqué una gallina! ¡Una gallina!, ¡una gallina!, ¡no un cordero ni a mi primogénito sino una gallina!, ¡la gallina de los huevos de oro!
A los catorce años Borís Ansky se alistó en el ejército rojo. La despedida de sus padres fue conmovedora. Primero se puso a llorar desconsoladamente el padre, luego la madre y finalmente Borís se lanzó a sus brazos y también se puso a llorar. El viaje hasta Moscú fue inolvidable. En el camino vio rostros increíbles, oyó conversaciones o monólogos increíbles, leyó en las paredes proclamas increíbles que anunciaban el principio del paraíso, y todo lo que encontró, ya fuera caminando o en tren, lo afectó vivamente pues aquélla era la primera vez que salía de su aldea, si se exceptúan dos viajes en los que acompañó a su padre vendiendo blusas por la comarca. En Moscú se dirigió a una oficina de reclutamiento y al alistarse para combatir a Wrangel le dijeron que Wrangel ya había sido derrotado. Entonces Ansky dijo que quería alistarse para combatir a los polacos y le dijeron que los polacos ya habían sido derrotados. Entonces Ansky gritó que quería alistarse para combatir a Krasnov o a Denikin y le dijeron que Denikin y Krasnov ya habían sido derrotados. Entonces Ansky dijo que, bueno, él se quería alistar para combatir a los cosacos blancos o a los checos o a Koltschak o a Yudenitsch o a las tropas aliadas y le dijeron que todos ellos ya habían sido derrotados. Las noticias llegan tarde a tu pueblo, le dijeron. Y también le dijeron: ¿de dónde eres, muchacho? Y Ansky dijo de Kostekino, junto al Dniéper. Y entonces un soldado viejo que fumaba en pipa le preguntó su nombre y luego le preguntó si era judío. Y Ansky dijo que sí, que era judío, y miró al viejo soldado a los ojos y sólo entonces se dio cuenta de que era tuerto y además le faltaba un brazo.
—Tuve un camarada judío, en la campaña contra los polacos —dijo el viejo echando una bocanada de humo por la boca.
—Cómo se llama —preguntó Ansky—, tal vez lo conozca.
—¿Es que conoces a todos los judíos del país de los sóviets, muchacho? —le preguntó el soldado tuerto y manco.
—No, claro que no —dijo Ansky poniéndose colorado.
—Se llamaba Dimitri Verbitsky —dijo el tuerto desde su rincón— y murió a cien kilómetros de Varsovia.
Luego el tuerto se removió, se tapó con una manta hasta el cogote y dijo: nuestro comandante se llamaba Korolenko y también murió aquel mismo día. Entonces, a una velocidad supersónica, Ansky imaginó a Verbitsky y a Korolenko, vio a Korolenko burlándose de Verbitsky, escuchó las palabras que Korolenko decía a espaldas de Verbitsky, entró en los pensamientos nocturnos de Verbitsky, en los deseos de Korolenko, en las vagas y cambiantes esperanzas de ambos, en sus convicciones y en sus cabalgatas, en los bosques que dejaban atrás y en las tierras inundadas que cruzaban, en los ruidos de las noches al raso y en las conversaciones ininteligibles de los soldados por las mañanas, antes de volver a montar. Vio aldeas y tierras de labranza, vio iglesias y humaredas inciertas que se levantaban en el horizonte, hasta llegar al día en que ambos murieron, Verbitsky y Korolenko, un día perfectamente gris, totalmente gris, absolutamente gris, como si una nube de mil kilómetros de largo hubiera pasado por aquellas tierras, sin detenerse, interminable.
En ese momento, que no alcanzó a durar ni un segundo, Ansky decidió que no quería ser soldado, pero también en ese momento el suboficial de la oficina del ejército le extendió un papel y le dijo que firmara. Ya era un soldado.
Los siguientes tres años se los pasó viajando. Estuvo en Siberia y en las minas de plomo de Norilsk y recorrió la cuenca del Tunguska escoltando a técnicos de Omsk que buscaban yacimientos de carbón y estuvo en Yakutsk y ascendió por el Lena hasta el océano Glacial Ártico, más allá del círculo polar, y acompañó a un grupo de ingenieros y a un médico neurólogo hasta las islas de Nueva Siberia en donde dos de los ingenieros se volvieron locos, uno de ellos en la variante de loco pacífico, pero el otro en la variante de loco peligroso, a quien tuvieron que liquidar allí mismo por indicación del neurólogo, que explicó que esa clase de locos no tenía remedio, menos aún en medio de la blancura de aquel paisaje que enceguecía o disturbaba la mente, y luego estuvo en el mar de Ojotsk con un destacamento de intendencia que llevaba suministros a un destacamento de exploradores perdidos, pero el destacamento de intendencia, al cabo de pocos días, también se perdió y terminaron comiéndose ellos las provisiones de los exploradores y luego estuvo en un hospital de Vladivostok y luego en Amur y luego conoció las riberas del lago Baikal, adonde llegaban miles de pájaros, y la ciudad de Irkutsk y finalmente estuvo persiguiendo bandidos en Kazajastán, antes de volver a Moscú y dedicarse a otros asuntos.
Y estos asuntos fueron la lectura y la visita a museos, la lectura y los paseos por el parque, la lectura y la asistencia casi maniática a toda clase de conciertos, veladas teatrales, conferencias literarias y políticas, de las que extrajo muchas y muy buenas enseñanzas, y que supo aplicar al bagaje de cosas vividas que tenía acumuladas. Y también por aquel tiempo conoció a Efraim Ivánov, el escritor de ciencia ficción, lo conoció en un café de literatos, el mejor café de literatos de Moscú, en realidad en la terraza del café, en donde Ivánov bebía vodka en una mesa apartada, bajo las ramas de un roble enorme que llegaba hasta el tercer piso de la casa, y se hicieron amigos, en parte porque a Ivánov le interesaron las ideas peregrinas de Ansky y en parte porque éste demostraba, al menos en aquel tiempo, una admiración sin reservas ni resquicios por la obra del escritor científico, como gustaba llamarse Ivánov en lugar de escritor fantástico, que era la denominación oficial y popular para clasificar el tipo de obras que hacía. Por esos años Ansky pensaba que la revolución no tardaría en extenderse por todo el mundo, pues sólo un imbécil o un nihilista no podía ver en ella o intuir en ella el potencial de progreso y felicidad que traía. La revolución, pensaba Ansky, terminará aboliendo la muerte.
Cuando Ivánov le decía que eso era imposible, que la muerte estaba junto al hombre desde tiempos inmemoriales, contestaba que de eso precisamente se trataba, justo de eso, incluso exclusivamente de eso, abolir la muerte, abolirla para siempre, sumergirnos todos en lo desconocido hasta encontrar otra cosa. La abolición, la abolición, la abolición.
Ivánov era miembro del partido desde 1902. En aquella época había intentado escribir cuentos a la manera de Tolstói, Chéjov, Gorki, es decir había intentado plagiarlos sin demasiado éxito, por lo que, tras una larga reflexión (toda una noche de verano), decidió astutamente escribir a la manera de Odoevski y Lazhéchnikov. Cincuenta por ciento de Odoevski y cincuenta por ciento de Lazhéchnikov. No le fue mal, en parte porque los lectores habían olvidado, con esa falta de memoria característica de los lectores, al pobre Odoevski (nacido en 1803 y muerto en 1869) y al pobre Lazhéchnikov (nacido en 1792 y muerto, como Odoevski, en 1869), y en parte porque la crítica literaria, tan aguda como siempre, ni extrapoló ni ató cabos ni se dio cuenta de nada.
En 1910 Ivánov era lo que se suele llamar un escritor prometedor, del que se esperaban grandes cosas, pero Odoevski y Lazhéchnikov, como moldes a imitar, ya no daban para más y la producción artística de Ivánov sufrió un parón o, depende de la óptica, un hundimiento, del que no lo pudo sacar ni siquiera la nueva mezcla que intentó in extremis: mezclar al hoffmaniano Odoevski y al fan de Walter Scott Lazhéchnikov con la estrella ascendente de Gorki. Sus relatos, tuvo que aceptarlo, ya no interesaban, y su economía, pero más su orgullo, se resintió por ello. Hasta la revolución de octubre Ivánov trabajó esporádicamente en revistas científicas, en revistas agrícolas, como corrector de pruebas, como vendedor de bombillas eléctricas, como ayudante en un bufete de abogados, sin descuidar sus trabajos en el partido, en donde hacía prácticamente todo lo que hiciera falta, desde redactar e imprimir panfletos hasta conseguir papel y servir de enlace con los escritores afines y con algunos compañeros de viaje. Y todo lo hizo sin quejarse ni abandonar sus inveteradas costumbres: la visita diaria a los locales donde se reunía la bohemia moscovita y el vodka.
El triunfo de la revolución no mejoró sus expectativas literarias ni laborales, más bien al contrario, el trabajo se duplicó y en no pocas ocasiones se triplicó y a veces hasta se cuadruplicó, pero Ivánov cumplió con su deber sin quejarse. Un día le pidieron un relato cuyo tema debía versar sobre la vida en Rusia en el año 1940. En tres horas Ivánov escribió su primer cuento de ciencia ficción. Se titulaba El tren de los Urales y un niño, que viajaba en un tren cuya media de velocidad era de doscientos kilómetros, contaba con su propia voz aquello que pasaba ante sus ojos: fábricas relucientes, campos bien trabajados, aldeas nuevas y modélicas constituidas por dos o tres edificios de más de diez pisos, visitadas por alegres delegaciones extranjeras que tomaban buena nota de los progresos logrados para aplicarlos después en sus respectivos países. El niño que viajaba en El tren de los Urales iba a visitar a su abuelo, un excombatiente del ejército rojo que tras haber conseguido un título universitario a una edad impropia para el estudio dirigía un laboratorio dedicado a complicadas investigaciones envueltas en el mayor de los misterios. Mientras salían de la estación tomados de la mano, el abuelo, un tipo enérgico que no aparentaba más de cuarenta años aunque era obvio que tenía muchos más, le contaba al niño algunos de los avances logrados últimamente, pero el nieto, un niño al fin y al cabo, lo obligaba a contarle historias de la revolución y de la guerra contra los blancos y contra la intervención extranjera, algo a lo que el abuelo, un viejo al fin y al cabo, accedía con gusto. Y eso era todo. Su recepción por parte de los lectores fue un acontecimiento.
El primer sorprendido, hay que decirlo, fue el propio escritor. El segundo sorprendido fue el jefe de redacción, que había leído el cuento con un lápiz, para corregir las erratas, y al que no le pareció gran cosa. A la redacción de la revista llegaron cartas pidiendo más colaboraciones de ese «desconocido Ivánov», de ese «esperanzador Ivánov», «un escritor que cree en el mañana», «un autor que infunde fe en el futuro por el que estamos luchando», y las cartas venían de Moscú y de Petrogrado, pero también llegaron cartas de combatientes y activistas políticos de los rincones más lejanos que se habían sentido identificados con la figura del abuelo, lo que provocó el insomnio del jefe de redacción, un marxista dialéctico y metódico y materialista y nada dogmático, un marxista que como buen marxista no sólo había estudiado a Marx sino también a Hegel y a Feuerbach (e incluso a Kant) y que se reía de buena gana cuando releía a Lichtenberg y que había leído a Montaigne y a Pascal y que conocía bastante bien los escritos de Fourier, que no podía dar crédito a que entre tantas cosas buenas (o, sin exagerar, entre algunas cosas buenas) que había publicado la revista, fuera este cuento, sentimentaloide y sin agarradero científico, el que más hubiera emocionado a los ciudadanos de la tierra de los sóviets.
Algo va mal, pensó. Naturalmente, a la noche de insomnio del jefe de redacción se añadió la noche de gloria y vodka de Ivánov, que decidió celebrar su éxito primero en los peores tugurios de Moscú y luego en la Casa del Escritor, en donde cenó con cuatro amigos que parecían los cuatro jinetes del Apocalipsis. A partir de este momento a Ivánov sólo le pidieron cuentos de ciencia ficción y éste, fijándose muy bien en el primero, que había escrito como si dijéramos al descuido, repitió la fórmula con variantes que fue extrayendo del hondo caudal de la literatura rusa y de algunas publicaciones de química, biología, medicina, astronomía, que acumulaba en su cuarto como el usurero acumula los impagos, las letras de crédito, los cheques vencidos. De esta manera su nombre se hizo conocido en todos los rincones de la Unión Soviética y no tardó en establecerse como un escritor profesional, un hombre que vivía únicamente de lo que le proporcionaban sus libros y que acudía a congresos y conferencias en universidades y fábricas y cuyos trabajos se disputaban las revistas y periódicos literarios.
Pero todo envejece y la fórmula del futuro radiante más el héroe que en el pasado había contribuido a crear ese futuro radiante más el niño (o la niña) que en el futuro, que en sus relatos era presente, disfrutaba de toda esa cornucopia y de la inventiva comunista, también envejeció. Para cuando Ansky conoció a Ivánov éste ya no era un éxito de ventas y sus novelas y cuentos, que muchos consideraban cursis o insufribles, ya no despertaban el entusiasmo que despertaron en otra época. Pero Ivánov seguía escribiendo y lo seguían publicando y seguía cobrando cada mes un sueldo por sus visiones arcádicas. Era, todavía, miembro del partido. Pertenecía a la Asociación de Escritores Revolucionarios. Su nombre figuraba en las listas oficiales de creadores soviéticos. Exteriormente era un hombre feliz, soltero, que tenía una habitación grande y confortable en una casa de un buen barrio de Moscú, que se acostaba de vez en cuando con prostitutas ya no tan jóvenes con las que terminaba cantando y llorando, que comía al menos cuatro veces a la semana en el restaurante de los escritores y poetas.
En su fuero interno, sin embargo, Ivánov sentía que le faltaba algo. El paso decisivo, el golpe de audacia. El momento en que la larva, con una sonrisa de abandono, se convierte en mariposa. Entonces apareció el joven judío Ansky y sus ideas disparatadas, sus visiones siberianas, sus incursiones en tierras malditas, el caudal de experiencia salvaje que sólo puede tener un joven de dieciocho años. Pero Ivánov también había tenido dieciocho años y ni por asomo experimentó jamás algo parecido a lo que contaba Ansky. Tal vez, pensó, se deba a que él es judío y yo no. Pronto desechó esta idea. Tal vez se deba a su ignorancia, pensó. A su carácter impulsivo. A su desprecio por las normas que rigen una vida, incluso una vida burguesa, pensó. Y luego se puso a pensar en lo repulsivos que resultaban, vistos de cerca, los artistas o seudoartistas adolescentes. Pensó en Maiakovski, a quien conocía personalmente, con quien había hablado en una ocasión, tal vez en dos, y en su vanidad enorme, una vanidad que escondía, probablemente, su falta de amor por el prójimo, su desinterés por el prójimo, su ansia desmedida de fama. Y después pensó en Lérmontov y en Pushkin, inflados como estrellas de cine o cantantes de ópera. Nijinski. Gúrov. Nadson. Blok (a quien conoció personalmente y que era insoportable). Rémoras para el arte, pensó. Se creen soles y todo lo queman, pero no son soles, sólo son meteoritos errantes y nadie, en el fondo, les presta atención. Humillan, pero no queman. Y finalmente siempre son ellos los humillados, pero humillados de verdad, pateados y escupidos, execrados y mutilados, humillados de verdad, para que aprendan, bien humillados.
Para Ivánov un escritor de verdad, un artista y un creador de verdad era básicamente una persona responsable y con cierto grado de madurez. Un escritor de verdad tenía que saber escuchar y saber actuar en el momento justo. Tenía que ser razonablemente oportunista y razonablemente culto. La cultura excesiva despierta recelos y rencores. El oportunismo excesivo despierta sospechas. Un escritor de verdad tenía que ser alguien razonablemente tranquilo, un hombre con sentido común. Ni hablar demasiado alto ni provocar polémicas. Tenía que ser razonablemente simpático y tenía que saber no granjearse enemigos gratuitos. Sobre todo, no alzar la voz, a menos que todos los demás la alzaran. Un escritor de verdad tenía que saber que detrás de él está la Asociación de Escritores, el Sindicato de Artistas, la Confederación de Trabajadores de la Literatura, la Casa del Poeta. ¿Qué es lo primero que hace uno cuando entra en una iglesia?, se preguntaba Efraim Ivánov. Se quita el sombrero. Admitamos que no se santigüe. De acuerdo, que no se santigüe. Somos modernos. ¡Pero lo menos que puede hacer es descubrirse la cabeza! Los escritores adolescentes, por el contrario, entraban en una iglesia y no se quitaban el sombrero ni aunque los molieran a palos, que era, lamentablemente, lo que al final pasaba. Y no sólo no se quitaban el sombrero: se reían, bostezaban, hacían mariconadas, se tiraban flatulencias. Algunos incluso aplaudían.
Lo que tenía que ofrecer Ansky, sin embargo, era demasiado tentador para que Ivánov, pese a sus reservas, no lo aceptara. El pacto, parece ser, se cerró en la habitación del escritor de ciencia ficción.
Un mes después, Ansky entró a militar en el partido. Su padrino fue Ivánov y una antigua amante de éste, Margarita Afanasievna, que trabajaba como bióloga en un instituto de Moscú. En los papeles de Ansky aquel día es comparado al de una boda. Lo celebraron en el restaurante de los escritores y luego anduvieron vagando por diversos tugurios de Moscú, llevando a rastras a Afanasievna, que bebía como una condenada y que aquella noche estuvo muy cerca del coma etílico. En uno de los tugurios, mientras Ivánov y dos escritores que se les habían unido cantaban canciones de amores perdidos, de miradas que uno ya no volvería a ver, de palabras de terciopelo que uno ya no volvería a escuchar, Afanasievna despertó y agarró con su mano pequeñísima, por encima del pantalón, el pene y los testículos de Ansky.
—Ahora que eres un comunista —le dijo sin mirarlo a los ojos, la vista clavada en un lugar indeterminado entre su ombligo y su cuello—, necesitarás tenerlos de acero.
—¿De verdad? —dijo Ansky.
—De mí no te burles —dijo la voz estropajosa de Afanasievna—. Te identifiqué. A primera vista me di cuenta de quién eres.
—¿Y quién soy? —dijo Ansky.
—Un mocoso judío que confunde la realidad con sus deseos.
—La realidad —murmuró Ansky— en ocasiones es el puro deseo.
Afanasievna se rió.
—¿Y eso cómo se cocina? —dijo.
—Sin quitar la vista del fuego, camarada —murmuró Ansky—. Fíjate, por ejemplo, en algunas personas.
—¿En quiénes? —dijo Afanasievna.
—En los enfermos —dijo Ansky—. En los tuberculosos, por ejemplo. Para sus médicos ellos se están muriendo y sobre esto no hay discusión posible. Pero para los tuberculosos, sobre todo algunas noches, algunos atardeceres particularmente largos, el deseo es la realidad y viceversa. O fíjate en los impotentes.
—¿En qué clase de impotentes? —dijo Afanasievna sin soltar los genitales de Ansky.
—En los impotentes sexuales, por supuesto —murmuró Ansky.
—Ah —exclamó Afanasievna, y soltó una risita sarcástica.
—Los impotentes sufren —murmuró Ansky— más o menos como los tuberculosos, y sienten deseo. Un deseo que con el tiempo no sólo suplanta la realidad sino que se impone sobre ésta.
—¿Tú crees —preguntó Afanasievna— que los muertos sienten deseo sexual?
—Los muertos no —dijo Ansky—, pero los muertos vivientes sí. Cuando fui soldado en Siberia conocí a un cazador al que le habían arrancado sus órganos sexuales.
—¡Órganos sexuales! —se burló Afanasievna.
—El pene y los testículos —dijo Ansky—. Meaba mediante una pajita, sentado o arrodillado, como a horcajadas.
—Ha quedado claro —dijo Afanasievna.
—Pues bien, este hombre, que además no era joven, una vez a la semana, hiciera el tiempo que hiciera, se iba al bosque a buscar su pene y sus testículos. Todos pensaban que algún día moriría, atrapado por la nieve, pero el tipo siempre regresaba a la aldea, a veces tras una ausencia de meses, y siempre con la misma noticia: no los había encontrado. Un día decidió no salir más. Pareció envejecer de golpe: debía andar por los cincuenta pero de la noche a la mañana aparentaba unos ochenta años. Mi destacamento se marchó de la aldea. Al cabo de cuatro meses volvimos a pasar por allí y preguntamos qué había sido del hombre sin atributos. Nos dijeron que se había casado y que llevaba una vida feliz. Uno de mis camaradas y yo quisimos verlo: lo encontramos mientras preparaba los avíos para otra larga estancia en el bosque. Ya no aparentaba ochenta años sino cincuenta. O tal vez ni siquiera aparentaba cincuenta sino, en ciertas partes de su rostro, en los ojos, en los labios, en las mandíbulas, cuarenta. Cuando nos marchamos, al cabo de dos días, pensé que el cazador había logrado imponer su deseo a la realidad, que, a su manera, había transformado su entorno, la aldea, a los aldeanos, el bosque, la nieve, el pene y los testículos perdidos. Lo imaginé orinando de rodillas, con las piernas bien abiertas en medio de la taiga helada, caminando hacia el norte, hacia los desiertos blancos y hacia las ventiscas blancas, con la mochila cargada de trampas y con una absoluta inconsciencia de aquello que nosotros llamamos destino.
—Es una bonita historia —dijo Afanasievna mientras retiraba su mano de los genitales de Ansky—. Lástima que yo sea una mujer demasiado vieja y que ha visto demasiadas cosas como para creerla.
—No se trata de creer —dijo Ansky—, se trata de comprender y después de cambiar.
A partir de ese momento, la vida de Ansky y de Ivánov siguió, al menos en apariencia, derroteros distintos.
La actividad del joven judío se volvió frenética. En 1929, por ejemplo, a la edad de veinte años, participó en la creación de revistas, en las que nunca apareció nada suyo, en Moscú, Leningrado, Smolensk, Kiev, Rostov. Fue miembro fundador del Teatro de las Voces Imaginarias. Intentó que alguna editorial publicara unos escritos póstumos de Khlebnikov. Entrevistó, como periodista de un periódico que jamás vio la luz, a los generales Tujachevski y Blucher. Tuvo una amante, la doctora en medicina María Zamiatina, diez años mayor que él y casada con un alto dirigente del partido. Hizo amistad con Grigori Yakovin, gran conocedor de historia contemporánea alemana, con quien mantuvo largas conversaciones callejeras sobre la lengua alemana y sobre yiddish. Conoció a Zinoviev. Escribió en alemán un curioso poema sobre la deportación de Trotski. También escribió en alemán una serie de aforismos titulados Consideraciones sobre la muerte de Evguenia Bosch, seudónimo de la dirigente bolchevique Evguenia Gotlibovna (1879-1924), de la que Pierre Broue dice: «Se afilia al partido en 1900, bolchevique en 1903. Detenida en 1913, deportada, evadida en 1915, refugiada en los Estados Unidos, milita con Piatakov y Bujarin y se opone a Lenin en lo referente a la cuestión nacional. A su vuelta, tras la revolución de febrero, desempeña un papel dirigente en el alzamiento de Kiev y en la guerra civil. Firmante de la declaración de los 46. Se suicida en 1924 en un gesto de protesta». Y escribió un poema en yiddish, celebratorio, barriobajero, lleno de barbarismos, sobre Ivan Rajia (1887-1920), uno de los fundadores del partido finlandés, asesinado probablemente por sus propios compañeros en un conflicto entre dirigentes. Leyó a los futuristas, a los del grupo Centrífuga, a los imaginistas. Leyó a Babel, los primeros relatos de Platonov, a Borís Pilniak (que no le gustó nada de nada), a Andréi Biely, cuya novela Petersburgo lo mantuvo insomne durante cuatro días. Escribió un ensayo sobre el futuro de la literatura, cuya primera palabra era «nada» y cuya última palabra era «nada». Al mismo tiempo sufre por su relación con María Zamiatina, que tiene, aparte de él, otro amante, un médico especialista en enfermedades pulmonares, un hombre que sana ¡a tuberculosos! y que vive la mayor parte del tiempo en Crimea y a quien María Zamiatina describe como si se tratara de un Jesucristo reencarnado, sin barba y con bata blanca, una bata blanca que reaparecerá en los sueños de Ansky de 1929. Y no dejó de trabajar duramente en la Biblioteca de Moscú. Y a veces, cuando se acordaba, les escribió cartas a sus padres, que éstos responden con cariño y nostalgia y valor, pues no le hablan del hambre ni de la escasez que campea por las otrora fértiles tierras del Dniéper. Y también tuvo tiempo para escribir una extraña pieza humorística titulada Landauer, basada en los últimos días del escritor alemán Gustav Landauer, que en 1918 escribió el Discurso para escritores y que en 1919 fue ejecutado por su participación en la república de los sóviets de Munich. Y también en 1929 leyó una novela recién publicada, Berlín Alexanderplatz, de Alfred Döblin, que le pareció notable y memorable y eminente y que lo impelió a buscar más libros de Döblin, encontrando en la Biblioteca de Moscú Los tres saltos de Wang-lun, de 1915, La guerra de Wadzek a la turbina de vapor, de 1918, Wallenstein, de 1920, y Montañas, mares y gigantes, de 1924.
Y mientras Ansky leía a Döblin o entrevistaba a Tujachevski o hacía el amor en su habitación de la calle Petrov de Moscú con María Zamiatina, Efraim Ivánov publicaba su primera gran novela, la que le abriría las puertas del cielo, recuperando, por una parte, la devoción de los lectores y por la otra granjeándose, por primera vez, el respeto de aquellos a los que consideraba sus iguales, los escritores, los escritores de talento, aquellos que guardaban el fuego de Tolstói y Chéjov, aquellos que guardaban el fuego de Pushkin, el fuego de Gógol, que de pronto se fijaron en él, que lo vieron, de hecho, por primera vez, y que lo aceptaron.
Gorki, que por entonces aún no había reestablecido su residencia definitiva en Moscú, le escribió una carta con matasellos italiano en donde se veía el dedo admonitor del padre fundador, pero en donde también se percibía un caudal de simpatía y de gratitud lectora.
Su novela, decía, me ha hecho pasar momentos… muy divertidos. En sus páginas es discernible… una fe, una esperanza. De su imaginación no se puede decir que esté… anquilosada. No, en modo alguno se puede decir… eso. Ya hay quienes hablan del… Julio Verne soviético. Tras reflexionar largamente, sin embargo, yo creo que es usted… mejor que Julio Verne. Una pluma más… madura. Una pluma guiada por intuiciones… revolucionarias. Una pluma… grande. Como no se podía esperar menos tratándose de un… comunista. Pero hablemos francamente… como soviéticos. La literatura proletaria habla al hombre… de hoy. Expone problemas que tal vez sólo se solucionarán… mañana. Pero se dirige… al obrero actual, no al obrero… futuro. En sus próximos libros tal vez usted debería tener esto… en cuenta.
Si Stendhal, como se dice, bailó al leer la crítica que Balzac hizo sobre La Cartuja de Parma, Ivánov derramó incontables lágrimas de felicidad al recibir la carta de Gorki.
La novela, tan unánimemente celebrada, se llamaba El ocaso y su argumento era muy simple: un joven de catorce años abandona a su familia para sumarse a las filas de la revolución. Pronto está luchando contra las tropas de Wrangel. En medio de un combate resulta herido y sus compañeros lo dan por muerto. Pero antes de que las aves carroñeras se ceben con los cadáveres una nave extraterrestre desciende sobre el campo de batalla y se lo lleva, junto a otros heridos de muerte. Luego la nave entra en la estratosfera y se pone a orbitar alrededor de la Tierra. Todos los heridos sanan rápidamente de sus heridas. Después un ser muy delgado y altísimo, más parecido a un alga que a un ser humano, les realiza una serie de preguntas del tipo: ¿cómo se crearon las estrellas?, ¿dónde termina el universo?, ¿dónde empieza? Por supuesto, nadie sabe responderlas. Uno dice que Dios creó a las estrellas y que el universo empieza y termina allí donde Dios quiere. A ése lo echan al espacio. Al resto los duermen. Al despertar el adolescente de catorce se encuentra en una habitación pobre, con una cama pobre y un ropero pobre en donde cuelgan sus ropas de pobre. Al asomarse a la ventana contempla extasiado el paisaje urbano de Nueva York. Las aventuras del joven en la gran ciudad, no obstante, son desgraciadas. Conoce a un músico de jazz que le habla de pollos parlantes y probablemente pensantes.
—Lo peor de todo —le dice el músico— es que los gobiernos del planeta lo saben y por eso hay tantos criaderos de pollos.
El joven objeta que los pollos son criados para que ellos mismos se los coman. El músico contesta que eso es lo que quieren los pollos. Y termina diciendo:
—Putos pollos masoquistas, tienen a nuestros dirigentes cogidos por los huevos.
También conoce a una muchacha que trabaja como hipnotizadora en un burlesque y de la que se enamora. La muchacha tiene diez años más que el joven, es decir veinticuatro, y no quiere enamorarse de nadie, aunque tiene varios amantes, entre ellos el joven, pues cree que el amor consumirá sus poderes de hipnotizadora. Un día la muchacha desaparece y el joven, tras buscarla vanamente, decide contratar los servicios de un detective mexicano que ha sido soldado de Pancho Villa. El detective tiene una extraña teoría: cree en la existencia de numerosas Tierras en universos paralelos. Tierras a las que uno puede acceder mediante la hipnosis. El joven cree que el detective le está estafando su dinero y decide acompañarlo en sus pesquisas. Una noche encuentran a un mendigo ruso que está gritando en un callejón. El mendigo grita en ruso y sólo el joven entiende sus palabras. El mendigo dice: yo fui un soldado de Wrangel, un poco de respeto, por favor, yo combatí en Crimea y me evacuó un barco inglés en Sebastopol. Entonces el joven le pregunta si estuvo en la batalla en donde él cayó malherido. El mendigo lo mira y dice que sí. Yo también, dice el joven. No puede ser, responde el mendigo, eso fue hace veinte años y tú entonces no habías nacido.
Después el joven y el detective mexicano marchan hacia el oeste en busca de la hipnotizadora. La encuentran en Kansas City. El joven le pide que lo hipnotice y lo vuelva a enviar al campo de batalla en donde debía haber muerto o bien que acepte su amor y no huya más. La hipnotizadora le responde que no puede hacer ni una cosa ni otra. El detective mexicano se interesa por el arte de la hipnosis. Mientras el detective comienza a contarle una historia a la hipnotizadora, el joven abandona el bar de carretera y echa a andar bajo la noche. Al cabo de un rato deja de llorar.
Camina durante horas. Cuando ya está lejos de todo ve una silueta a un lado de la carretera. Es el extraterrestre con forma de alga. Se saludan. Conversan. La conversación es, a menudo, ininteligible. Los temas que tratan son diversos: lenguas extranjeras, monumentos nacionales, los últimos días de Karl Marx, la solidaridad obrera, el tiempo del cambio medido en años terrestres y en años estelares, el descubrimiento de América como una puesta en escena teatral, un hueco abisal —como pintado por Doré— de máscaras. Después el muchacho sigue al extraterrestre que abandona la carretera y ambos caminan por un trigal, cruzan un riachuelo, una colina, otro campo sembrado, hasta llegar a un potrero humeante.
El siguiente capítulo muestra al adolescente, que ya no es un adolescente sino un joven de veinticinco años, trabajando en un periódico de Moscú en donde se ha convertido en el reportero estrella. El joven recibe el encargo de entrevistar a un líder comunista en algún lugar de China. El viaje, le advierten, es extremadamente duro y las condiciones, una vez llegue a Pekín, pueden ser peligrosas, ya que hay mucha gente que no quiere que ninguna declaración del líder chino salga al exterior. El joven, pese a las advertencias, acepta el trabajo. Cuando, tras muchas penurias, por fin accede al sótano en donde se oculta el chino, el joven decide que no sólo lo entrevistará sino que también lo ayudará a escapar del país. El rostro del chino, iluminado por una vela, tiene un notable parecido con el detective mexicano ex soldado de Pancho Villa. El chino y el joven ruso, por otra parte, no tardan en contraer la misma enfermedad, producida por la pestilencia del sótano. Tienen fiebre, sudan, hablan, deliran, el chino dice ver dragones volando a baja altura por las calles de Pekín, el joven dice ver una batalla, tal vez sólo una escaramuza, y grita hurra y llama a sus compañeros para que no detengan la embestida. Después ambos se quedan largo rato inmóviles, como muertos, y aguantan hasta que llega el día de la fuga.
Con 39 grados de fiebre el chino y el ruso cruzan Pekín y escapan. En el campo les aguardan dos caballos y algunas provisiones. El chino nunca ha montado. El joven le enseña cómo hay que hacerlo. Durante el viaje atraviesan un bosque y luego unas montañas enormes. El fulgor de las estrellas en el cielo parece sobrenatural. El chino se pregunta a sí mismo: ¿cómo se crearon las estrellas?, ¿en dónde termina el universo?, ¿en dónde empieza? El joven lo oye y vagamente recuerda una herida en el costado cuya cicatriz aún le duele, la oscuridad, un viaje. También recuerda los ojos de una hipnotizadora, aunque los rasgos de la mujer permanecen ocultos, cambiantes. Si cierro los ojos, piensa el joven, la volveré a encontrar. Pero no los cierra. Penetran en un vasto campo nevado. Los caballos hunden sus patas en la nieve. El chino canta. ¿Cómo se crearon las estrellas? ¿Qué somos en medio del insondable universo? ¿Qué memoria nuestra pervivirá?
De pronto el chino se cae del caballo. El joven ruso lo examina. El chino es como un muñeco de fuego. El joven ruso toca la frente del chino y luego su propia frente y comprueba que la fiebre los está devorando a ambos. No sin esfuerzo ata al chino a su cabalgadura y reemprende la marcha. El silencio en aquel campo nevado es absoluto. La noche y el paso de las estrellas por la bóveda del cielo no tiene trazas de acabar nunca. A lo lejos una enorme sombra negra parece superponerse a la oscuridad. Es una cadena montañosa. En la mente del ruso toma forma la posibilidad cierta de morir en las próximas horas en el campo nevado o durante el paso por las montañas. Una voz en su interior le suplica que cierre los ojos, que si los cierra verá los ojos y luego el rostro adorado de la hipnotizadora. Le dice que si los cierra volverá a las calles de Nueva York, volverá a caminar hacia la casa de la hipnotizadora, en donde ésta, sentada en un sillón, en penumbra, lo espera. Pero el ruso no cierra los ojos y sigue cabalgando.
No sólo Gorki leyó El ocaso. Otra gente famosa también lo hizo, y aunque éstos no enviaron cartas expresándole su admiración al autor, no olvidaron, sin embargo, su nombre, pues no sólo eran gente famosa sino también memoriosa.
Ansky cita a cuatro, en una especie de ascensión vertiginosa. El profesor Stanislaw Strumilin la leyó. Le pareció confusa. El escritor Alexéi Tolstói la leyó. Le pareció caótica. Andréi Zhdanov la leyó. La dejó a la mitad. Y Stalin la leyó. Le pareció sospechosa. Por supuesto, nada de esto llegó a oídos del buen Ivánov, que enmarcó la carta de Gorki y luego la colgó de la pared, bien a la vista de sus cada día más numerosos visitantes.
Su vida, por lo demás, experimentó cambios notables. Le fue concedida una dacha en las afueras de Moscú. Algunas veces le pedían autógrafos en el metro. Tenía una mesa reservada cada noche en el restaurante de los escritores. Pasaba sus vacaciones en Yalta, junto a otros colegas igualmente famosos. Ah, las veladas del Hotel Octubre Rojo de Yalta (antiguo hotel de Inglaterra y Francia), en la enorme terraza junto al Mar Negro, oyendo los acordes lejanos de la orquesta Volga Azul, en noches cálidas con miles de estrellas titilando allá a lo lejos, mientras el dramaturgo de moda lanzaba una frase ingeniosa y el novelista metalúrgico se la retrucaba con una sentencia inapelable, las noches de Yalta, con mujeres extraordinarias que sabían beber vodka sin desmayo hasta las seis de la mañana y con jóvenes sudorosos de la Asociación de Escritores Proletarios de Crimea que acudían a pedir consejos literarios a las cuatro de la tarde.
A veces, cuando estaba a solas, más a menudo cuando estaba solo y delante de un espejo, el pobre Ivánov se pellizcaba para convencerse de que no soñaba, de que todo era real. Y, en efecto, todo era real, al menos en apariencia. Negros nubarrones se cernían sobre él, pero él sólo percibía la brisa largamente anhelada, el vientecillo oloroso que limpiaba su cara de tantas miserias y miedos.
¿A qué tenía miedo Ivánov?, se preguntaba Ansky en sus cuadernos. No al peligro físico, puesto que como antiguo bolchevique muchas veces estuvo próximo a la detención, la cárcel y la deportación, y aunque no se podía decir de él que fuera un tipo valiente, tampoco se podía afirmar, sin faltar a la verdad, que fuera una persona cobarde y sin agallas. El miedo de Ivánov era de índole literaria. Es decir, su miedo era el miedo que sufren la mayor parte de aquellos ciudadanos que un buen (o mal) día deciden convertir el ejercicio de las letras y, sobre todo, el ejercicio de la ficción en parte integrante de sus vidas. Miedo a ser malos. También, miedo a no ser reconocidos. Pero, sobre todo, miedo a ser malos. Miedo a que sus esfuerzos y afanes caigan en el olvido. Miedo a la pisada que no deja huella. Miedo a los elementos del azar y de la naturaleza que borran las huellas poco profundas. Miedo a cenar solos y a que nadie repare en tu presencia. Miedo a no ser apreciados. Miedo al fracaso y al ridículo. Pero sobre todo miedo a ser malos. Miedo a habitar, para siempre jamás, en el infierno de los malos escritores. Miedos irracionales, pensaba Ansky, sobre todo si los miedosos contrarrestaban sus miedos con apariencias. Lo que venía a ser lo mismo que decir que el paraíso de los buenos escritores, según los malos, estaba habitado por apariencias. Y que la bondad (o la excelencia) de una obra giraba alrededor de una apariencia. Una apariencia que variaba, por supuesto, según la época y los países, pero que siempre se mantenía como tal, apariencia, cosa que parece y no es, superficie y no fondo, puro gesto, e incluso el gesto era confundido con la voluntad, pelos y ojos y labios de Tolstói y verstas recorridas a caballo por Tolstói y mujeres desvirgadas por Tolstói en un tapiz quemado por el fuego de la apariencia.
En cualquier caso los nubarrones se cernían sobre Ivánov, aunque éste no los viera ni en sueños, pues Ivánov, a estas alturas de su vida, sólo veía a Ivánov, llegando incluso al ridículo más espantoso durante una entrevista realizada por dos jóvenes del Periódico Literario de los Komsomoles de la Federación Rusa, quienes le hicieron, entre muchas otras, las siguientes preguntas:
Jóvenes komsomoles: ¿Por qué cree que su primera gran obra, la que logra el favor de las masas obreras y campesinas, la escribe usted ya cerca de los sesenta años? ¿Cuántos años tardó en meditar la trama de El ocaso? ¿Es la obra de su madurez?
Efraim Ivánov: Tengo sólo cincuentainueve años. Aún me queda tiempo antes de cumplir los sesenta. Y me gustaría recordar que El Quijote la escribió el español Cervantes más o menos a mi misma edad.
Jóvenes komsomoles: ¿Cree usted que su obra es como El Quijote de la novela científica soviética?
Efraim Ivánov: Algo de eso hay, sin duda, algo de eso hay.
Así que Ivánov se consideraba el Cervantes de la literatura fantástica. Veía nubes con forma de guillotina, veía nubes con forma de tiro en la nuca, pero en realidad sólo se veía a sí mismo cabalgando junto a un Sancho misterioso y útil por las estepas de la gloria literaria.
Peligro, peligro, decían los mujiks, peligro, peligro, decían los kulaks, peligro, peligro, decían los firmantes de la Declaración de los 46, peligro, peligro, decían los popes muertos, peligro, peligro, decía el fantasma de Inés Armand, pero Ivánov nunca se distinguió por su buen oído ni por discernir con antelación la proximidad de nubarrones ni la cercanía de las tormentas, y tras un periplo más bien mediocre como articulista y conferenciante, resuelto con brillantez pues no se le pedía más que ser mediocre, volvió a encerrarse en su habitación moscovita y acumuló resmas de papel y le cambió la cinta a su máquina de escribir, y luego empezó a buscar a Ansky, pues quería entregar a su editor, a más tardar en cuatro meses, una nueva novela.
Por esas fechas Ansky trabajaba en un proyecto radiofónico que debía cubrir toda Europa y llegar también hasta el último rincón de Siberia. En 1930, decían los cuadernos, Trotski fue expulsado de la Unión Soviética (aunque en realidad fue expulsado en 1929, error atribuible a la transparencia informativa rusa) y el ánimo de Ansky empezaba a flaquear. En 1930 se suicidó Maiakovski. En 1930, por más ingenuo o imbécil que uno fuera, ya se veía que la revolución de octubre había sido derrotada.
Pero Ivánov quería otra novela y buscó a Ansky.
En 1932 publicó su nueva novela, titulada El mediodía. En 1934 apareció otra, titulada El amanecer. En ambas abundaban los extraterrestres, los vuelos interplanetarios, el tiempo dislocado, la existencia de dos o más civilizaciones avanzadas que visitaban periódicamente la Tierra, las luchas, a menudo trapaceras y violentas, de estas civilizaciones, los personajes errabundos.
En 1935 retiraron las obras de Ivánov de las librerías. Pocos días después, mediante una circular oficial, le comunicaron su expulsión del partido. Según Ansky, Ivánov se pasó tres días sin poder levantarse de la cama. Sobre ésta tenía sus tres novelas y constantemente las releía buscando algo que justificara su expulsión. Gemía y lanzaba ayes lastimeros y procuraba sin éxito refugiarse en los recuerdos de su primera infancia. Acariciaba los lomos de sus libros con una melancolía que rompía el corazón. A veces se levantaba y se acercaba a la ventana y se pasaba horas mirando la calle.
En 1936, con el inicio de la primera gran purga, fue detenido. Pasó cuatro meses en un calabozo y firmó todos los papeles que le pusieron delante. Al salir, y ante el trato de apestado que recibió de sus antiguos amigos literatos, intentó escribirle a Gorki para que intercediera por él, pero Gorki, gravemente enfermo, no contestó su carta. Después Gorki murió e Ivánov acudió al entierro. Cuando lo vieron allí, un poeta y un novelista, ambos jóvenes y del círculo de Gorki, se dirigieron a él y le preguntaron si no tenía vergüenza, si se había vuelto loco, si no comprendía que su sola presencia era un insulto para la memoria del maestro.
—Gorki me escribió —contestó Ivánov—. A Gorki le gustó mi novela. Es lo menos que puedo hacer por él.
—Lo menos que puedes hacer por él, camarada —dijo el poeta—, es suicidarte.
—Sí, no es mala idea —dijo el novelista—, arrójate por una ventana de tu casa y asunto solucionado.
—¿Pero qué decís, camaradas? —sollozó Ivánov.
Una muchacha que vestía una chaqueta de cuero que le llegaba casi hasta las rodillas se acercó a ellos y preguntó qué pasaba.
—Es Efraim Ivánov —contestó el poeta.
—Ah, entonces ni hablar —dijo la muchacha—, haced que se marche.
—No puedo —dijo Ivánov, la cara mojada en llanto.
—¿Por qué no puedes, camarada? —dijo la muchacha.
—Porque las piernas ya no me responden, soy incapaz de dar un paso.
Durante unos segundos la muchacha lo miró a los ojos. Ivánov, sostenido de cada brazo por los dos jóvenes escritores, no podía dar una imagen de mayor desamparo, lo que decidió finalmente a la muchacha a acompañarlo fuera del cementerio. Pero una vez en la calle Ivánov seguía sin poder valerse por sí solo, así que la muchacha lo acompañó hasta la estación del tranvía y luego decidió (Ivánov no paraba de llorar y daba la impresión de que iba a sufrir una lipotimia en cualquier instante) subir al tranvía con él y de esta manera, posponiendo cada cierto trecho la despedida, lo ayudó a subir las escaleras de su casa y lo ayudó a abrir la puerta de su habitación y lo ayudó a tirarse en la cama y mientras Ivánov seguía deshaciéndose en lágrimas y palabras incoherentes la muchacha se puso a examinar su biblioteca, bastante pobre, por otra parte, hasta que la puerta se abrió y entró Ansky.
Se llamaba Nadja Yurenieva y tenía diecinueve años. Esa misma noche hizo el amor con Ansky, después de que Ivánov consiguiera dormirse tras varios vasos de vodka. Lo hicieron en la habitación de Ansky y cualquiera que los hubiera visto habría dicho que follaban como si al cabo de unas horas se fueran a morir. En realidad Nadja Yurenieva follaba como lo hacía una gran parte de las moscovitas durante aquel año de 1936 y Borís Ansky follaba como si de pronto, y perdida ya toda esperanza, hubiera encontrado a su único y verdadero amor. Ninguno de los dos pensaba (o quería pensar) en la muerte, pero ambos se movían, o se trenzaban, o dialogaban, como si estuvieran al borde del abismo.
Al amanecer se durmieron y cuando Ansky despertó, poco después del mediodía, Nadja Yurenieva ya no estaba. Al principio, lo que Ansky sintió fue desesperación y luego miedo, y tras vestirse salió corriendo hacia la casa de Ivánov para que éste le diera alguna pista que le permitiera encontrar a la muchacha. Encontró a Ivánov ocupado escribiendo cartas. Debo aclarar este asunto, decía, debo deshacer este embrollo y sólo así me salvaré. Ansky le preguntó a qué embrollo se refería. A las malditas novelas de ciencia ficción, gritó Ivánov con todas sus fuerzas. El grito fue desgarrador, como una zarpa, pero no una zarpa que hiriera a Ansky o a los adversarios reales de Ivánov, sino más bien fue similar a una zarpa que tras ser lanzada quedara colgando en medio de la habitación, como un globo de helio, una zarpa con conciencia de sí misma, un animal-zarpa que se preguntaba qué demonios hacía en esa habitación más bien desordenada, quién era ese viejo sentado a la mesa, quién el joven de pie y con el pelo alborotado, antes de caer al suelo, desinflada, devuelta una vez más a la nada.
—Dios mío, qué grito he pegado —dijo Ivánov.
Luego se pusieron a hablar de la joven Nadja, Nadesha, Nadiushka, Nadiushkina, e Ivánov, antes de soltar prenda, quiso saber si habían hecho el amor. Y luego quiso saber cuántas horas lo habían hecho. Y luego si Nadiushka era experimentada o no. Y luego las posturas. Y como Ansky satisfacía sin reparo todas sus preguntas Ivánov se fue yendo por el lado sentimental. Jodidos jóvenes, decía. Jodidísimos jóvenes. Ah, puerquita. Vaya con el par de marranos. Ay, el amor. Y el lado sentimental, ese lado que sólo podía ver pero no tocar, le hizo recordar que estaba desnudo, no allí, sentado a la mesa, al contrario, bien embutido en una bata roja estaba, una bata o batín, para ser más precisos, con las siglas del Partido Comunista de la Federación Rusa bordadas en la solapa, y un pañuelo de seda en el cuello, regalo de un escritor francés medio marica a quien conoció en un congreso y del que nunca leyó nada, sino desnudo en sentido figurado, desnudo en todos los otros frentes, el político, el literario, el económico, y esta certidumbre lo hizo recaer en la melancolía.
—Nadja Yurenieva es, creo, una estudiante o una aprendiz de poeta —dijo—, y me odia profundamente. La conocí en el entierro de Gorki. Ella y otros dos matones me echaron de allí. No es mala persona. Tampoco los otros. Seguramente son buenos comunistas, de buen corazón, unos soviéticos cabales. Entiéndeme: yo los comprendo.
Después Ivánov le hizo un gesto a Ansky para que se acercara.
—Si de ellos dependiese —le murmuró al oído—, me hubieran pegado un balazo allí mismo, los hijos de puta, y luego habrían arrastrado mi cuerpo hasta el agujero de la fosa común.
El aliento de Ivánov olía a vodka y a cloaca, era un aliento ácido y espeso, de cosa en descomposición, que recordaba casas vacías junto a pantanos, un anochecer a las cuatro de la tarde, el vaho que subía por la hierba enferma hasta cubrir las ventanas oscuras. Una película de terror, pensó Ansky. En donde todo está detenido, y está detenido porque se sabe perdido.
Pero Ivánov dijo ay, el amor, y Ansky, a su manera, también dijo ay, el amor. Así que durante los días que siguieron se puso a buscar, sin desmayo, a Nadja Yurenieva, y al final la encontró, vestida con su larga chaqueta de cuero, sentada en uno de los paraninfos de la Universidad de Moscú, con pinta de huérfana, de huérfana voluntariosa, escuchando las arengas o los poemas o las naderías rimadas de un cursi (¡o lo que fuera!) que recitaba mirando a su auditorio mientras en la mano izquierda sostenía su manuscrito bobo al que de vez en cuando le echaba una mirada con gesto teatral e innecesario, pues a la vista estaba que poseía una buena memoria.
Y Nadja Yurenieva vio a Ansky y se levantó discretamente y salió del paraninfo en donde el mal poeta soviético (tan inconsciente y necio y remilgado y timorato y melindroso como un poeta lírico mexicano, en realidad como un poeta lírico latinoamericano, esos pobres fenómenos raquíticos e hinchados) desgranaba sus rimas sobre la producción de acero (con la misma supina ignorancia arrogante con que los poetas latinoamericanos hablan de su yo, de su edad, de su otredad), y salió a las calles de Moscú, seguida por Ansky, que no se acercaba a ella sino que permanecía a la zaga, a unos cinco metros, una distancia que se fue acortando a medida que el tiempo pasaba y el paseo se prolongaba. Nunca como entonces Ansky entendió mejor —y con mayor alegría— el suprematismo, creado por Kasimir Malévich, ni el primer punto de aquella declaración de independencia firmada en Vitebsk el 15 de noviembre de 1920, y que dice así: «Queda establecida la quinta dimensión».
En 1937 detuvieron a Ivánov.
Lo volvieron a interrogar largamente y luego lo metieron en una celda sin luz y se olvidaron de él. Su interrogador no tenía ni la más mínima idea de literatura y su principal interés era saber si Ivánov había mantenido reuniones con miembros de la oposición trotskista.
Durante el tiempo en que permaneció en su celda Ivánov se hizo amigo de una rata a la que puso el nombre de Nikita. Por las noches, cuando la rata aparecía, Ivánov sostenía largas conversaciones con ella. No hablaban, como pudiera suponerse, de literatura ni mucho menos de política sino de sus respectivas infancias. Ivánov le contaba a la rata cosas de su madre, en la que solía pensar a menudo, y cosas de sus hermanos, pero evitaba hablar de su padre. La rata, en un ruso apenas susurrado, le hablaba a su vez de las alcantarillas de Moscú, del cielo de las alcantarillas en donde, debido al florecimiento de ciertos detritus o a un proceso de fosforescencia inexplicable, siempre hay estrellas. Le hablaba también de la tibieza de su madre, de las travesuras sin sentido de sus hermanas y de la enorme risa que estas travesuras solían provocarle y que aún hoy, en el recuerdo, le dibujaban una sonrisa en su escuálida cara de rata. A veces Ivánov se dejaba llevar por el abatimiento, apoyaba una mejilla en la palma de la mano y le preguntaba a Nikita qué sería de ellos.
La rata entonces lo miraba con unos ojos tristes y perplejos a partes iguales y esa mirada hacía comprender a Ivánov que la pobre rata era aún más inocente que él. Una semana después de haberlo metido en la celda (aunque para Ivánov más que una semana había pasado un año) lo volvieron a interrogar y sin necesidad de golpearle lo hicieron firmar varios papeles y documentos. No volvió a su celda. Lo sacaron directamente a un patio, alguien le pegó un tiro en la nuca y luego metieron su cadáver en la parte de atrás de un camión.
A partir de la muerte de Ivánov el cuaderno de Ansky se vuelve caótico, aparentemente inconexo, aunque en medio del caos Reiter encontró una estructura y cierto orden. Habla de los escritores. Dice que los únicos escritores viables (aunque no explica a qué se refiere con la palabra viable) son los que provienen del lumpen y de la aristocracia. El escritor proletario y el escritor burgués, dice, son sólo figuras decorativas. Habla sobre el sexo. Recuerda a Sade y a una misteriosa figura rusa, el monje Lapishin, que vivió en el siglo XVII y que dejó varios escritos (acompañados de sus correspondientes dibujos) sobre prácticas sexuales grupales en la región comprendida entre el río Dvina y el Pechora.
¿Sólo el sexo?, ¿sólo el sexo?, se pregunta repetidamente Ansky en notas escritas en los márgenes. Habla sobre sus padres. Habla sobre Döblin. Habla sobre la homosexualidad y la impotencia. El continente americano del sexo, dice. Bromea sobre la sexualidad de Lenin. Habla sobre los drogadictos de Moscú. Sobre los enfermos. Sobre los asesinos de niños. Habla sobre Flavio Josefo. Sus palabras sobre el historiador están teñidas de melancolía, pero puede que esa melancolía sea fingida. ¿Sin embargo ante quién finge Ansky si él sabe que nadie leerá su cuaderno? (Si es ante Dios, entonces Ansky trata a Dios con cierta condescendencia, tal vez porque Dios no ha estado perdido en la península de Kamchatka, pasando frío y hambre, y él sí). Habla sobre los jóvenes judíos rusos que hicieron la revolución y que ahora (esto está escrito probablemente en 1939) están cayendo como moscas. Habla sobre Yuri Piatakov, asesinado en 1937, después del segundo proceso de Moscú. Menciona nombres que Reiter lee por primera vez en su vida. Luego, unas páginas más adelante, vuelve a mencionarlos. Como si él mismo temiera olvidarlos. Nombres, nombres, nombres. Los que hicieron la revolución, los que caerían devorados por esa misma revolución, que no era la misma sino otra, no el sueño sino la pesadilla que se esconde tras los párpados del sueño.
Habla de Lev Kamenev. Lo nombra junto a muchos otros nombres que Reiter también ignora. Y habla sobre sus andanzas en diversas casas de Moscú, gente amiga que presumiblemente lo ayuda y a la que Ansky, por precaución, nombra con números, por ejemplo: hoy estuve en casa de 5, tomamos té y hablamos hasta pasada la medianoche, luego me marché caminando, las aceras estaban nevadas. O bien: hoy he estado con 9, me habló de 7 y luego se puso a divagar sobre la enfermedad, la conveniencia o no de encontrar una cura contra el cáncer. O bien: esta tarde, en el metro, vi a 13, sin que él advirtiera mi presencia, yo dormitaba, sentado, y dejaba que los trenes pasaran, y 13 leía un libro en el banco vecino, un libro sobre hombres invisibles, hasta que apareció su tren y entonces se levantó, se subió, sin cerrar el libro, pese a que el tren venía lleno. Y también dice: nuestros ojos se encontraron. Follar con una serpiente.
Y no siente ninguna piedad por sí mismo.
En el cuaderno de Ansky aparece, y es la primera vez que Reiter lee algo sobre él, mucho antes de ver una pintura suya, el pintor italiano Arcimboldo, Giuseppe o Joseph o Josepho o Josephus Arcimboldo o Arcimboldi o Arcimboldus, nacido en 1527 y muerto en 1593. Cuando estoy triste o aburrido, dice Ansky en el cuaderno, aunque es difícil imaginar a Ansky aburrido, ocupado en huir las veinticuatro horas del día, pienso en Giuseppe Arcimboldo y la tristeza y el tedio se evaporan como en una mañana de primavera, junto a un pantano, el paso imperceptible de la mañana que va disipando las emanaciones que suben de la ribera, de los cañaverales. También hay anotaciones sobre Courbet, a quien Ansky considera el paradigma del artista revolucionario. Se burla, por ejemplo, de la concepción maniquea que de Courbet tienen algunos pintores soviéticos. Intenta imaginar el cuadro de Courbet Regreso de la Conferencia, en donde aparece un conjunto de curas y dignidades eclesiásticas completamente borrachas y que fue rechazado por el Salón Oficial y por el Salón des Refusés, lo que hunde en la ignominia, a juicio de Ansky, a los rechazados rechazadores. El destino del Regreso de la Conferencia le parece no sólo ejemplar y poético sino también clarividente: un rico católico compra el cuadro y nada más llegar a su casa procede a quemarlo.
Las cenizas del Regreso de la Conferencia sobrevuelan no sólo el cielo de París, lee el joven soldado Reiter con lágrimas en los ojos, lágrimas que le duelen y que lo despiertan, sino también el cielo de Moscú y el cielo de Roma y el cielo de Berlín. Habla de El taller del artista. Habla de la figura de Baudelaire que aparece en un extremo del cuadro, leyendo, y que representa a la Poesía. Habla de la amistad de Courbet con Baudelaire, con Daumier, con Jules Vallès. Habla de la amistad de Courbet (el Artista) con Proudhon (el Político) y equipara las sensatas opiniones de éste con las de una perdiz. Todo político con poder, en materia de arte es como una perdiz monstruosa, gigantesca, capaz de aplastar montañas con sus saltitos, mientras que todo político sin poder es sólo como un cura de pueblo, una perdiz de tamaño natural.
Imagina a Courbet en la revolución de 1848 y luego lo ve en la Comuna de París, en donde la inmensa mayoría de los artistas y literatos brillaron (literalmente) por su ausencia. Courbet no. Courbet participa activamente y tras la represión es arrestado y encarcelado en Sainte-Pélagie, en donde se dedica a dibujar naturalezas muertas. Uno de los cargos que contra él levanta el Estado es el de haber incitado a la multitud a derruir la columna de la plaza Vendôme, aunque a este respecto Ansky no está muy seguro o la memoria le falla o habla de oídas. El monumento a Napoleón de la plaza Vendôme, el monumento a secas de la plaza Vendôme, la columna Vendôme de la plaza Vendôme.
En cualquier caso el cargo público que ostentaba Courbet tras la caída de Napoleón III lo capacitaba para proteger los monumentos de París, lo que sin duda, y a la vista de los acontecimientos posteriores, hay que tomárselo como una broma monumental. Francia, sin embargo, no está para bromas y le embarga todos sus bienes. Courbet marcha a Suiza. Allí, en 1877, muere a la edad de cincuentaiocho años. Luego vienen unas líneas escritas en yiddish que Reiter apenas entiende. Supone que son de dolor o amargura. Después divaga sobre algunos cuadros de Courbet. El llamado ¡Buenos días, señor Courbet! le sugiere el principio de una película, una que empezaría de forma bucólica y que poco a poco se iría convirtiendo en una película de horror. Las señoritas a orillas del Sena evoca en Ansky el breve descanso de los espías o de los náufragos, y también dice: espías de otro planeta, y también: cuerpos que se desgastan más rápido que otros cuerpos, y también: enfermedades, transmisión de enfermedades, y también: disposición a resistir, y también: ¿dónde se aprende a resistir?, ¿en qué clase de escuela o de universidad?, y también: fábricas, calles desoladas, burdeles, cárceles, y también: la Universidad Desconocida, y también: mientras el Sena fluye y fluye y fluye, y esos rostros espantosos de rameras contienen más belleza que la más bella dama o aparición surgida del pincel de Ingres o Delacroix.
Después hay anotaciones caóticas, horarios de trenes que salen de Moscú, la luz de un mediodía gris cayendo vertical sobre el Kremlin, las últimas palabras de un cadáver, el envés de una trilogía novelística cuyos títulos apunta: El verdadero amanecer, El verdadero atardecer, El temblor del ocaso, cuya estructura y argumentos hubieran podido adecentar, tal vez dignificar un poco más las últimas tres novelas, el haz de hielo del tapiz, firmadas por Ivánov, pero a las que éste difícilmente se hubiera avenido a concederles la tutoría, o quizás no, a Ivánov tal vez lo juzgué mal, puesto que, por todas las informaciones que poseo, no me delató, cuando lo más fácil hubiera sido delatarme, lo más fácil hubiera sido decir que él no era el autor de estas tres novelas, piensa y escribe Ansky, y sin embargo eso no lo hizo, delató a todos aquellos que sus torturadores querían que delatara, viejos y nuevos amigos, dramaturgos, poetas y novelistas, pero de mí no dijo una palabra. Cómplices en la impostura hasta el final.
Qué buena pareja hubiéramos hecho en Borneo, dice con ironía Ansky. Y luego recuerda un chiste que Ivánov le contó tiempo atrás y que a éste le contaron durante una fiesta en la redacción de la revista en la que por entonces trabajaba. Fue en un homenaje informal a un grupo de antropólogos soviéticos que acababan de regresar a Moscú. El chiste, mitad verdad, mitad leyenda, transcurría en Borneo, en una región selvática y montañosa en donde se internaba un grupo de científicos franceses. Tras varios días de camino, los franceses llegaban a la fuente de un río y después de cruzar el río encontraban en la zona de mayor espesura del bosque a un grupo de indígenas que vivían prácticamente en la edad de piedra. Lo primero que pensaron los franceses, naturalmente, explicó uno de los antropólogos soviéticos, un tipo gordo y grande y de grandes mostachos meridionales, fue que los indígenas eran o podían ser caníbales, y, por seguridad y para deshacer cualquier tipo de equívoco desde el principio, les preguntaron, utilizando para ello las diversas lenguas de los indígenas costeños y acompañando las preguntas con gestos bastante explícitos, si comían carne humana o no.
Los indígenas los entendieron y respondieron, con rotundidad, que no. Los franceses entonces se interesaron por lo que comían, pues a juicio de éstos una dieta carente de proteínas animales era un desastre. Preguntados al respecto, los indígenas respondieron que cazaban, en efecto, pero poco, pues en los bosques altos no había demasiados animales, pero que en cambio comían, y cocinada de múltiples formas, la pulpa de un árbol que tras ser examinado por los escépticos franceses resultó ser un excelente sucedáneo para paliar el déficit proteínico. El resto de su dieta lo constituía una amplia gama de frutas del bosque, raíces, tubérculos. Los indígenas no plantaban nada. Lo que el bosque quisiera darles ya se lo daría y lo que no quisiera darles les estaría vedado para siempre. Su simbiosis con el ecosistema en el que vivían era total. Cuando cortaban las cortezas de algunos árboles para utilizarlas de suelo de las cabañitas que construían, en realidad estaban contribuyendo a que los árboles no enfermaran. Su vida era similar a la de los basureros. Ellos eran los basureros del bosque. Su lenguaje, sin embargo, no era soez como el de los basureros de Moscú o de París, ni ellos eran grandes como aquéllos ni exhibían una musculatura considerable ni tenían la mirada de éstos, una mirada de locatarios de la mierda, sino que eran bajitos y delicados, y hablaban como a media voz, como pájaros, y procuraban no tocar a los extranjeros y su concepción del tiempo no tenía nada que ver con la concepción del tiempo de los franceses. Y debido a esto, probablemente, dijo el antropólogo soviético de grandes mostachos, se fraguó la catástrofe, debido a la concepción del tiempo, pues al cabo de cinco días de estar con ellos los antropólogos franceses pensaron que ya había confianza, que ya eran como compadres, como compis, buenos amigos, y decidieron meterse con el idioma de los indígenas y con las costumbres, y entonces descubrieron que los indígenas, cuando tocaban a alguien, no lo miraban a los ojos, fuese ese alguien un francés o fuese uno de la misma tribu, por ejemplo, si un padre acariciaba a su hijo procuraba siempre mirar hacia otra parte, y si una niña se acurrucaba en el regazo de su madre, la madre miraba hacia los lados o hacia el cielo y la niña, si ya tenía juicio, miraba hacia el suelo, y los amigos que salían juntos a recoger tubérculos se miraban a la cara, es decir a los ojos, pero si tras una jornada afortunada se tocaban con las manos los hombros, ambos desviaban la mirada, y también notaron y apuntaron en sus libretas los antropólogos que cuando daban la mano se ponían de lado y si eran diestros pasaban la mano derecha por debajo de la axila del brazo izquierdo y la dejaban laxa o apretaban sólo un poco, y si eran zurdos, pues pasaban la mano izquierda por debajo de la axila del brazo derecho, y entonces uno de los antropólogos, contaba riéndose a mandíbula batiente el antropólogo soviético, decidió enseñarles cómo saludaban ellos, los que venían de más allá de las zonas bajas, de más allá del mar, de más allá de donde se pone el sol, y mediante gestos o utilizando a otro de los antropólogos franceses como partenaire les indicó la manera de saludar que tenían en París, dos manos que se aprietan y que se mueven o se cimbran mientras los rostros se mantienen impertérritos o expresan afecto o sorpresa y los ojos se enfocan, francos, en los ojos del otro, al tiempo que los labios se abren y dicen bonjour, monsieur Jouffroy o bonjour, monsieur Delhorme o bonjour, monsieur Courbet (aunque era evidente, pensó Reiter leyendo el cuaderno de Ansky, que allí no había, y si lo hubiera habido sería una casualidad perturbadora, ningún monsieur Courbet), pantomima que los indígenas miraban con buena voluntad, algunos con una sonrisa en los labios y otros como sumidos en un pozo de compasión, pacientes y a su manera bien educados y discretos, en todo caso, hasta que el antropólogo intentó probar el saludo con ellos.
Según el del mostacho esto sucedió en la pequeña aldea, si es que se puede llamar aldea a un conjunto de chozas camufladas al azar del bosque. El francés se acercó a un indígena e hizo como que le iba a dar la mano. El indígena, mansamente, apartó la mirada, y asomó su mano derecha por debajo de la axila de su brazo izquierdo. Pero entonces el francés lo sorprendió y tiró de su mano y por ende de su cuerpo y le dio un buen apretón y sacudió su brazo y fingió sorpresa y alegría y dijo:
—Bonjour, monsieur le indigène.
Y no le soltó la mano y trató de mirarlo a los ojos y le sonrió y le mostró la blancura de su sonrisa y no le soltó la mano sino que incluso con la izquierda le palmeó el hombro, bonjour, monsieur le indigène, como si de verdad se sintiera muy feliz, hasta que el indígena lanzó un grito aterrador, y tras el grito pronunció una palabra, incomprensible para los franceses y para el guía de los franceses, y tras esta palabra otro indígena se abalanzó sobre el antropólogo pedagogo que aún no soltaba la mano del primer indígena, y con una piedra le abrió el cráneo, y entonces el antropólogo soltó la mano.
Resultado: los indígenas se revolvieron y los franceses apresuradamente tuvieron que retirarse al otro lado del río dejando tras de sí a un compatriota muerto y causando a su vez una baja mortal en el bando de los indígenas en las escaramuzas de la fuga. Durante muchos días, en la montaña y luego en el bar de un pueblo costero de Borneo los antropólogos se devanaron los sesos para dar con el motivo que había transformado súbitamente a una tribu pacífica en otra violenta y aterrada. Tras muchas vueltas creyeron haber encontrado la clave en la palabra que pronunció el indígena «agredido» o «envilecido» con el saludable y por demás inocente apretón de manos. La palabra en cuestión era dayiyi, que significa caníbal o imposibilidad, pero que también tenía otras acepciones, una de ellas «el que me violenta», y que expresada después de un alarido significaba o podía significar «el que me violenta por el culo», es decir «el caníbal que me folla por el culo y después se come mi cuerpo», aunque también podía significar «el que me toca (o me viola) y me mira a los ojos (para comerse mi alma)». Lo cierto es que los antropólogos franceses subieron nuevamente a la montaña después de un descanso en la costa, pero no volvieron a ver a los indígenas.
Cuando ya no podía más, Ansky volvía a Arcimboldo. Le gustaba recordar las pinturas de Arcimboldo, de cuya vida ignoraba o fingía que lo ignoraba casi todo, y que ciertamente no era una vida inmersa en el temblor permanente de Courbet, pero en cuyos lienzos encontraba algo que a falta de una palabra mejor Ansky definía como sencillez, un calificativo que a muchos eruditos y exégetas de la obra arcimboldiana no les hubiera gustado.
La técnica del milanés le parecía la alegría personificada. El fin de las apariencias. Arcadia antes del hombre. No todas, ciertamente, pues por ejemplo El asado, un cuadro invertido que colgado de una manera es, efectivamente, un gran plato metálico de piezas asadas, entre las que se distingue un lechoncillo y un conejo, y unas manos, probablemente de mujer o de adolescente, que intentan tapar la carne para que no se enfríe, y que colgado al revés nos muestra el busto de un soldado, con casco y armadura, y una sonrisa satisfecha y temeraria a la que le faltan algunos dientes, la sonrisa atroz de un viejo mercenario que te mira, y su mirada es aún más atroz que su sonrisa, como si supiera cosas de ti, escribe Ansky, que tú ni siquiera sospechas, le parecía un cuadro de terror. El jurista (un juez o un alto funcionario con la cabeza hecha de piezas de caza menor y el cuerpo de libros) también le parecía un cuadro de terror. Pero los cuadros de las cuatro estaciones eran alegría pura. Todo dentro de todo, escribe Ansky. Como si Arcimboldo hubiera aprendido una sola lección, pero ésta hubiera sido de la mayor importancia.
Y aquí Ansky desmiente su falta de interés por la vida del pintor y escribe que cuando Leonardo da Vinci deja Milán en 1516 lega a su discípulo Bernardino Luini sus libros de notas y algunos dibujos, los cuales, pasado el tiempo, el joven Arcimboldo, amigo del hijo de Luini, habría tal vez consultado y estudiado. Cuando estoy triste o abatido, escribe Ansky, cierro los ojos y revivo los cuadros de Arcimboldo y la tristeza y el abatimiento se deshacen, como si un viento superior a ellos, un viento mentolado, soplara de pronto por las calles de Moscú.
Después vienen los apuntes, desordenados, sobre su huida. Hay unos amigos que conversan durante toda una noche sobre las ventajas y las inconveniencias del suicidio. Dos hombres y una mujer que, en los intervalos o en los tiempos muertos que les deja su conversación sobre el suicidio, también conversan sobre la vida sexual de un conocido poeta desaparecido (en realidad ya asesinado) y sobre su mujer. Un poeta acmeísta y su mujer reducidos a la miseria y a la indignidad sin reposo. Una pareja que desde la pobreza y la marginación construye un juego muy simple. El juego del sexo. La mujer del poeta folla con otros. No con otros poetas, pues el poeta y por ende su mujer están en la lista negra y los demás poetas huyen de ellos como si fueran leprosos. La mujer es muy hermosa. Los tres amigos que conversan en los cuadernos de Ansky durante toda la noche, asienten. Los tres la conocen o en alguna ocasión consiguieron verla. Hermosísima. Una mujer imponente. Profundamente enamorada. El poeta también folla con otras mujeres. No con poetisas ni con las mujeres o las hermanas de otros poetas, pues el acmeísta en cuestión es veneno ambulante y todas lo rehúyen. Además, no puede decirse que sea hermoso. No, no. Más bien feo. El poeta, sin embargo, folla con obreras a las que conoce en el metro o haciendo cola en alguna tienda. Feo, feo, pero de trato dulce y una lengua de terciopelo.
Los amigos se ríen. En efecto, el poeta puede recitar, pues su memoria es buena, las poesías más tristes, y las jóvenes y no tan jóvenes obreras derraman lágrimas cuando lo escuchan. Después se van a la cama. La mujer del poeta, cuya belleza la exime de tener buena memoria, pero cuya memoria es aún más prodigiosa que la del poeta, infinitamente más prodigiosa, se va a la cama con obreros o con marineros de permiso o con inmensos capataces viudos que ya no saben qué hacer con su vida y con su fuerza y a quienes la irrupción de esta mujer maravillosa les parece un milagro. También hacen el amor en grupo. El poeta, su mujer y otra mujer. El poeta, su mujer y otro hombre. Generalmente son tríos, pero en ocasiones son cuartetos y quintetos. A veces, guiados por un presentimiento, presentan con pompa y gran protocolo a sus respectivos amantes, quienes al cabo de una semana se enamoran entre sí y nunca más vuelven a verlos, nunca más vuelven a participar en esas pequeñas orgías proletarias, o tal vez sí, eso nunca se sabe. En cualquier caso todo esto acaba cuando el poeta cae preso y ya nadie sabe nada de él, porque lo asesinan.
Después, los amigos vuelven a hablar sobre el suicidio, sobre sus inconvenientes y sus ventajas, hasta que amanece y entonces uno de ellos, Ansky, abandona la casa y abandona Moscú, sin papeles, a merced de cualquier delator. Entonces hay paisajes, paisajes vistos a través del cristal y cristales de paisajes, y caminos de tierra y apeaderos sin nombre en donde se juntan los jóvenes vagabundos escapados de un libro de Makarenko, y hay adolescentes jorobados y adolescentes resfriados a los que les baja un hilo de agua por la nariz, y arroyos y pan duro y un intento de robo que Ansky evita, pero no dice cómo lo evita. Finalmente aparece la aldea de Kostekino. Y la noche. Y el rumor del viento que lo reconoce. Y la madre de Ansky que abre la puerta y no lo reconoce.
Las últimas anotaciones del cuaderno son escuetas. A los pocos meses de llegar a la aldea murió su padre, como si sólo lo hubiera estado esperando a él para lanzarse de cabeza hacia el otro mundo. Su madre se ocupó del funeral y por la noche, cuando todos dormían, Ansky se deslizó hasta el cementerio y estuvo mucho rato junto a la tumba, pensando en vaguedades. Por el día solía dormir en la buhardilla, tapado hasta la cabeza, en una oscuridad total. Por la noche bajaba al primer piso y leía a la luz de la chimenea, junto a la cama donde su madre dormía. En una de sus últimas anotaciones menciona el desorden del universo y dice que sólo en ese desorden somos concebibles. En otra, se pregunta qué quedará cuando el universo muera y el tiempo y el espacio mueran con él. Cero, nada. Esta idea, sin embargo, le da risa. Detrás de toda respuesta se esconde una pregunta, recuerda Ansky que dicen los campesinos de Kostekino. Detrás de toda respuesta inapelable se esconde una pregunta aún más compleja. La complejidad, no obstante, le da risa, y a veces su madre lo oye reírse en la buhardilla, como cuando tenía diez años. Ansky piensa en universos paralelos. Por aquellos días Hitler invade Polonia y empieza la Segunda Guerra Mundial. Caída de Varsovia, caída de París, ataque a la Unión Soviética. Sólo en el desorden somos concebibles. Una noche Ansky sueña que el cielo es un gran océano de sangre. En la última página del cuaderno traza una ruta para unirse a los guerrilleros.
Quedaba por dilucidar el escondite para una sola persona en el interior de la chimenea. ¿Quién lo hizo? ¿Quién se escondió allí?
Tras mucho cavilar, Reiter decidió que el constructor había sido el padre de Ansky. Probablemente el escondite fue hecho antes de que Ansky volviera a la aldea. También cabía la posibilidad de que el padre lo construyera tras el regreso del hijo, lo que ciertamente era más lógico, pues sólo entonces los padres supieron que Ansky era un enemigo del Estado. Pero Reiter intuyó que el escondite, cuya obra imaginó lenta, artesanal, sin prisas, había sido concebido mucho antes de que Ansky volviera, lo que confería al padre una aureola de adivino o de demente. También llegó a la conclusión de que nadie había usado el escondite.
No descartó, por supuesto, la obligada visita de los funcionarios del partido, que habrían husmeado en el interior de la isba buscando algún rastro de Ansky, y que durante esas visitas éste se metiera en el interior de la chimenea le pareció probable, casi seguro. Pero a la hora de la verdad nadie se había escondido allí, ni siquiera la madre de Ansky cuando llegó el destacamento del Einsatzgruppe C. Imaginó, eso sí, a la madre de Ansky poniendo a salvo el cuaderno de su hijo y luego, en sueños, la vio salir y dirigirse junto con los otros judíos de Kostekino hacia donde la aguardaba la disciplina alemana, nosotros, la muerte.
También vio a Ansky en sueños. Lo vio caminar por el campo, de noche, convertido en una persona sin nombre, que dirigía sus pasos hacia el oeste, y también lo vio morir a balazos.
Durante varios días Reiter pensó que había sido él quien le había disparado a Ansky. Por las noches tenía pesadillas horribles que lo despertaban y lo hacían llorar. A veces se quedaba quieto, ovillado en la cama, escuchando cómo caía la nieve sobre la aldea. Ya no pensaba en el suicidio, porque se creía muerto. Por las mañanas lo primero que hacía era leer el cuaderno de Ansky, que abría por cualquier página. Otras veces daba largos paseos por el bosque nevado, hasta llegar al viejo sovjoz en donde los ucranianos trabajaban a las órdenes de dos desganados alemanes.
Cuando iba al edificio principal de la aldea a buscar su comida se sentía como si estuviera en otro planeta. Allí siempre estaba encendida la chimenea y dos enormes ollas de campaña llenas de sopa inundaban de vapor el primer piso. Olía a col y a tabaco y sus compañeros iban en mangas de camisa o desnudos. Prefería, con mucho, el bosque en donde se sentaba sobre la nieve hasta que el culo empezaba a helársele. Prefería la isba en donde encendía fuego y se instalaba delante de la chimenea a releer el cuaderno de Ansky. De tanto en tanto levantaba la vista y contemplaba el interior de la chimenea, como si desde allí una sombra que irradiaba timidez y simpatía lo estuviera mirando. Un escalofrío de placer recorría entonces su cuerpo. A veces se imaginaba que vivía con la familia Ansky. Veía a la madre y al padre y al joven Ansky recorriendo los caminos de Siberia y terminaba tapándose los ojos. Cuando el fuego de la chimenea quedaba reducido a pequeñas ascuas brillantes en la oscuridad, con sumo cuidado, se introducía en el escondite, que estaba cálido, y se quedaba allí largo rato, hasta que el frío del amanecer lo despertaba.
Una noche soñó que volvía a estar en Crimea. No recordaba en qué parte, pero era Crimea. Disparaba su fusil en medio de múltiples humaredas que brotaban aquí y allá como géiyseres. Después se ponía a caminar y encontraba a un soldado del ejército rojo muerto, boca abajo, con un arma todavía en la mano. Al inclinarse para darle la vuelta y verle el rostro temía, como tantas otras veces había temido, que aquel cadáver tuviera el rostro de Ansky. Al coger el cadáver por la guerrera, pensaba: no, no, no, no quiero cargar con este peso, quiero que Ansky viva, no quiero que muera, no quiero ser yo el asesino, aunque haya sido sin querer, aunque haya sido accidentalmente, aunque haya sido sin darme cuenta. Entonces, sin sorpresa, más bien con alivio, descubría que el cadáver tenía su propio rostro, el rostro de Reiter. Al despertar de ese sueño, por la mañana, recuperó la voz. Lo primero que dijo fue:
—No he sido yo, qué alegría.
Recién en el verano de 1942 se acordaron de los soldados de Kostekino y Reiter fue devuelto a su división. Estuvo en Crimea. Estuvo en Kerch. Estuvo en las riberas del Kuban y en las calles de Krasnodar. Recorrió el Cáucaso hasta Budenovsk y viajó junto a su batallón por la estepa Kalmuka, siempre con el cuaderno de Ansky bajo la guerrera, entre su ropa de loco y su uniforme de soldado. Tragó polvo y no vio soldados enemigos, pero vio a Wilke y a Kruse y al sargento Lemke, aunque no fue fácil reconocerlos pues habían cambiado, no sólo su fisonomía sino también sus voces, ahora Wilke, por ejemplo, hablaba sólo en dialecto y casi nadie le entendía excepto Reiter, y a Kruse la voz le había cambiado, hablaba como si le hubieran extirpado los testículos hacía mucho tiempo, y el sargento Lemke ya no gritaba sino en muy raras ocasiones, la mayor parte de las veces se dirigía a sus hombres con una especie de murmullo, como si estuviera cansado o como si las largas distancias recorridas lo hubieran adormecido. En cualquier caso el sargento Lemke fue herido de gravedad mientras intentaban vanamente abrirse camino en dirección a Tuapse y en su lugar pusieron al sargento Bublitz. Luego llegó el otoño, el barro, el viento, y después del otoño los rusos contraatacaron.
La división de Reiter, que ya no pertenecía al 11 Ejército sino al 17, se retiró de Elista a Proletarskaya y después subieron bordeando el río Manych hasta Rostov. Y luego siguieron retrocediendo hacia el oeste, hasta el río Mius, en donde se restableció el frente. Llegó el verano de 1943 y los rusos volvieron a atacar y la división de Reiter volvió a retroceder. Y cada vez que retrocedían eran menos los que quedaban vivos. Kruse murió. El sargento Bublitz murió. A Voss, que era valiente, primero lo ascendieron a sargento y luego a teniente, y con Voss el número de bajas se duplicó en menos de una semana.
Reiter adquirió la costumbre de contemplar a los muertos como quien contempla una parcela en venta o una finca o una casa de campo y luego registrar sus bolsillos por si tenían algo de comida guardada. Wilke hacía lo mismo, pero en lugar de hacerlo en silencio canturreaba: los soldados de Prusia se masturban, pero no se suicidan. En el batallón algunos compañeros los bautizaron como los vampiros. A Reiter le daba igual. En los ratos de descanso sacaba un pedazo de pan y el cuaderno de Ansky de debajo de la guerrera y se ponía a leer. A veces Wilke se sentaba junto a él y al poco rato se dormía. Una vez le preguntó si el cuaderno lo había escrito él. Reiter lo miró como si la pregunta fuera tan estúpida que no hiciera falta contestarla. Wilke volvió a preguntarle si lo había escrito él. A Reiter le pareció que Wilke estaba dormido y hablando en sueños. Tenía los ojos semicerrados y la barba sin afeitar y los pómulos y la mandíbula parecían querer salírsele de la cara.
—Lo escribió un amigo —dijo.
—Un amigo muerto —dijo la voz dormida de Wilke.
—Más o menos —dijo Reiter, y siguió leyendo.
A Reiter le gustaba quedarse dormido escuchando el ruido de la artillería. Wilke tampoco podía soportar un silencio demasiado prolongado y antes de cerrar los ojos canturreaba. El teniente Voss, por el contrario, solía taponarse los oídos al dormir y le costaba despertar o readaptarse a la vigilia y a la guerra. A veces había que sacudirlo y entonces él decía qué demonios ocurre y lanzaba puñetazos en la oscuridad. Pero ganaba medallas y una vez Reiter y Wilke lo acompañaron hasta el cuartel divisionario para que el general Von Berenberg en persona le colgara en el pecho la más alta distinción que podía obtener un soldado de la Wehrmacht. Ése fue un día feliz para Voss pero no para la división 79, que para entonces tenía menos efectivos que un regimiento, pues por la tarde, mientras Reiter y Wilke comían salchichas junto a un camión, los rusos se lanzaron sobre sus posiciones, por lo que Voss y ellos dos tuvieron que volver de inmediato a la primera línea. La resistencia fue breve y volvieron a retroceder. En la retirada la división quedó reducida al tamaño de un batallón y buena parte de los soldados parecían locos huidos de un manicomio.
Durante varios días marcharon hacia el oeste como pudieron, manteniendo el orden de las compañías o en grupos que el azar iba juntando o disgregando.
Reiter se fue solo. A veces veía pasar escuadrones de aviones soviéticos y a veces el cielo, un minuto antes de un azul cegador, se nublaba y se desataba de improviso una tormenta que duraba horas. Desde una colina vio pasar una columna de tanques alemanes hacia el este. Parecían ataúdes de una civilización exraterrestre.
Caminaba de noche. Por el día se refugiaba como mejor podía y se dedicaba a leer el cuaderno de Ansky y a dormir y a mirar lo que crecía o se quemaba a su alrededor. A veces recordaba las algas del Báltico y sonreía. A veces se ponía a pensar en su hermanita y también sonreía. Hacía tiempo que no tenía noticias de ellos. Su padre nunca le había escrito y Reiter sospechaba que era porque no sabía escribir muy bien. Su madre sí le había escrito. ¿Qué le decía en sus cartas? Reiter lo había olvidado, no eran cartas muy largas pero las había olvidado por completo, sólo recordaba su caligrafía, una letra grande y temblorosa, sus faltas gramaticales, su desnudez. Las madres no deberían escribir nunca cartas, pensaba. Las de su hermana, por el contrario, las recordaba a la perfección y eso lo hacía sonreír, boca abajo, oculto por la hierba, mientras el sueño lo iba ganando. Eran cartas en las que su hermana le hablaba de sus cosas y de la aldea, de la escuela, de los vestidos que usaba, de él.
Tú eres un gigante, decía la pequeña Lotte. Al principio a Reiter lo desconcertó esta afirmación. Pero luego pensó que para una niña, una niña, además, tan dulce e impresionable como Lotte, su estatura era lo más parecido que había visto a la de un gigante. Tus pasos resuenan en el bosque, decía Lotte en sus cartas. Los pájaros del bosque oyen el sonido de tus pisadas y dejan de cantar. Los que están trabajando en el campo te oyen. Los que están ocultos en habitaciones oscuras te oyen. Los jóvenes de las Juventudes Hitlerianas te oyen y acuden a esperarte a la entrada del pueblo. Todo es alegría. Estás vivo. Alemania está viva. Etcétera.
Un día, sin saber cómo, Reiter volvió a Kostekino. En la aldea ya no quedaban alemanes. El sovjoz estaba vacío y sólo de unas pocas isbas se asomaron las cabezas de viejos desnutridos y temblorosos que le informaron, mediante señas, de que los alemanes habían evacuado a los técnicos y a todos los ucranianos jóvenes que tenían trabajando en la aldea. Reiter durmió aquel día en la isba de Ansky y se sintió más cómodo que si hubiera vuelto a su casa. Encendió fuego en la chimenea y se tiró vestido encima de la cama. Pero no pudo dormirse enseguida. Se puso a pensar en las apariencias de las que hablaba Ansky en su cuaderno y se puso a pensar en sí mismo. Se sentía libre, como nunca antes lo había sido en su vida, y aunque mal alimentado y por ende débil, también se sentía con fuerzas para prolongar ese impulso de libertad, de soberanía, hasta donde fuera posible. La posibilidad, no obstante, de que todo aquello no fuera otra cosa que apariencia lo preocupaba. La apariencia era una fuerza de ocupación de la realidad, se dijo, incluso de la realidad más extrema y limítrofe. Vivía en las almas de la gente y también en sus gestos, en la voluntad y en el dolor, en la forma en que uno ordena los recuerdos y en la forma en que uno ordena las prioridades. La apariencia proliferaba en los salones de los industriales y en el hampa. Dictaba normas, se revolvía contra sus propias normas (en revueltas que podían ser sangrientas, pero que no por eso dejaban de ser aparentes), dictaba nuevas normas.
El nacionalsocialismo era el reino absoluto de la apariencia. Amar, reflexionó, por regla general es otra apariencia. Mi amor por Lotte no es apariencia. Lotte es mi hermana y es pequeña y cree que soy un gigante. Pero el amor, el amor común y corriente, el amor de pareja, con desayunos y cenas, con celos y dinero y tristeza, es teatro, es decir es apariencia. La juventud es la apariencia de la fuerza, el amor es la apariencia de la paz. Ni juventud ni fuerza ni amor ni paz pueden serme otorgadas, se dijo con un suspiro, ni yo puedo aceptar un regalo semejante. Sólo el vagabundeo de Ansky no es apariencia, pensó, sólo los catorce años de Ansky no son apariencia. Ansky vivió toda su vida en una inmadurez rabiosa porque la revolución, la verdadera y única, también es inmadura. Después se durmió y no tuvo sueños y al día siguiente fue al bosque a buscar ramas para la chimenea y cuando volvía a la aldea entró, por curiosidad, en el edificio en donde habían vivido los alemanes durante el invierno del 42, y encontró el interior abandonado y ruinoso, sin ollas ni sacos de arroz, sin mantas ni fuego en las salamandras, los vidrios rotos y las contraventanas desclavadas, el suelo sucio y con grandes manchas de barro o de mierda que se pegaban a la suela de las botas si uno cometía el desliz de pisarlas. En una pared un soldado había escrito con carbón Viva Hitler, en otra había una especie de carta de amor. En el piso de arriba alguien se había entretenido dibujando en las paredes y ¡en el techo! escenas cotidianas de los alemanes que habían vivido en Kostekino. Así, en una esquina estaba dibujado el bosque y cinco alemanes, reconocibles por sus gorras, acarreaban madera o cazaban pájaros. En otra esquina dos alemanes hacían el amor mientras un tercero, con ambos brazos vendados, los observaba escondido tras un árbol. En otra cuatro alemanes yacían dormidos después de cenar y junto a ellos se adivinaba el esqueleto de un perro. En la última esquina aparecía el propio Reiter, con una larga barba rubia, asomado a la ventana de la isba de los Ansky, mientras fuera de la casa desfilaba un elefante, una jirafa, un rinoceronte y un pato. En el centro del fresco, por llamarlo de alguna manera, se erguía una plaza adoquinada, una plaza imaginaria que Kostekino jamás tuvo, llena de mujeres o de fantasmas de mujeres con los pelos erizados, que iban de un lado a otro dando alaridos, mientras dos soldados alemanes vigilaban el trabajo de una cuadrilla de jóvenes ucranianos que levantaban un monumento de piedra cuya forma resultaba todavía indiscernible.
Los dibujos eran toscos e infantiloides y la perspectiva era prerrenacentista, pero la disposición de cada elemento dejaba adivinar una ironía y por lo tanto una maestría secreta mucho mayor que la que al primer golpe de vista se ofrecía. Al volver a su isba Reiter pensó que el pintor tenía talento, pero que se había vuelto loco como el resto de los alemanes que pasaron el invierno del 42 en Kostekino. También pensó en su sorpresiva aparición en el mural. El pintor seguramente creía que era él quien se había vuelto loco, concluyó. La figura del pato, cerrando la marcha que encabezaba el elefante, así lo dejaba suponer. Recordó que por aquellos días aún no recuperaba la voz. También recordó que por aquellos días leía y releía sin tregua el cuaderno de Ansky, memorizando cada palabra, y sintiendo algo muy extraño y que a veces se parecía a la felicidad y otras veces a una culpa vasta como el cielo. Y que él aceptaba la culpa y la felicidad y que incluso, algunas noches, las sumaba, y que el resultado de esa suma sui géneris era felicidad, pero una felicidad distinta que lo desgarraba sin miramientos y que para Reiter no era la felicidad sino que era Reiter.
Una noche, tres días después de llegar a Kostekino, soñó que irrumpían los rusos en la aldea y que para escapar de ellos se arrojaba al arroyo, al Arroyo Dulce, y que tras nadar por el Arroyo Dulce llegaba al Dniéper, y que el Dniéper, las riberas del Dniéper, estaban llenas de rusos, tanto en la orilla izquierda como en la orilla derecha, y que unos y otros se reían al verlo aparecer en medio del río y le disparaban, y soñó que ante los disparos se sumergía en el río y que se dejaba arrastrar por la corriente, saliendo a la superficie sólo para tomar un poco de aire y volver a sumergirse, y que de esta guisa recorría kilómetros y kilómetros de río, a veces aguantando la respiración tres minutos o cuatro o cinco, el récord mundial, hasta que la corriente lo alejaba de donde estaban los rusos, pero incluso entonces Reiter no dejaba de sumergirse, salía, respiraba y se sumergía, y el fondo del río era como una calzada de piedras, de vez en cuando veía cardúmenes de peces pequeños y blancos y de vez en cuando se topaba con un cadáver ya sin carne, sólo los huesos mondos, y esos esqueletos que jalonaban el paso del río podían ser alemanes o soviéticos, no se sabía, pues las ropas se habían podrido y la corriente las había arrastrado río abajo, y en el sueño de Reiter a él también la corriente lo arrastraba río abajo, y a veces, sobre todo por las noches, salía a la superficie y se hacía el muerto, para poder descansar o tal vez dormir cinco minutos mientras el río se desplazaba incesante hacia el sur con él en los brazos, y cuando salía el sol Reiter volvía a sumergirse y a bucear, volvía al fondo gelatinoso del Dniéper, y así transcurrían los días, a veces pasaba cerca de una ciudad y veía sus luces o, si no había luces, oía un rumor vago, como de ajetreo de muebles, como si unas personas enfermas estuvieran cambiando muebles de sitio, y a veces pasaba debajo de pontones militares y veía las sombras ateridas de los soldados en la noche, sombras que se proyectaban sobre la superficie erizada de las aguas, y una mañana, por fin, el Dniéper desembocó en el Mar Negro, donde moría o se transformaba, y Reiter se acercó a la orilla del río o del mar, con pasos temblorosos, como si fuera un estudiante, el estudiante que nunca fue, que regresa a tumbarse en la arena después de nadar hasta el agotamiento, atontado, en el cenit de las vacaciones, sólo para descubrir con horror, mientras se sentaba en la playa mirando la inmensidad del Mar Negro, que el cuaderno de Ansky, que llevaba bajo la guerrera, había quedado reducido a una especie de pulpa de papel, la tinta borrada para siempre, la mitad del cuaderno pegado a su ropa o a su pellejo y la otra mitad reducida a partículas que flotaban por debajo de las suaves olas.
En ese momento Reiter despertó y decidió que debía abandonar Kostekino lo más aprisa posible. Se vistió en silencio y preparó sus escasas pertenencias. No encendió ninguna luz ni atizó el fuego. Pensó en todo lo que iba a tener que andar ese día. Antes de salir de la isba volvió a colocar cuidadosamente el cuaderno de Ansky en el escondrijo de la chimenea. Que ahora lo encuentre otro, pensó. Luego abrió la puerta, la cerró con mucho cuidado y se alejó de la aldea con grandes zancadas.
Varios días después encontró una columna de su división y volvió a la monotonía de aguantar y retirarse, hasta que los soviéticos los destrozaron en el Bug, al oeste de Pervomaysk, y los restos de la 79 pasaron a formar parte de la división 303. En 1944, mientras se dirigían a Jassy con una brigada motorizada rusa pisándoles los talones, Reiter y otros soldados de su batallón vieron una polvareda azul que subía hacia el cielo del mediodía. Luego escucharon gritos y cantos muy apagados y al poco rato Reiter vio a través de sus prismáticos a un grupo de soldados rumanos que cruzaba un huerto a toda carrera, como poseídos por un demonio o por el miedo, y se internaba en un camino de tierra que corría paralelo a la carretera por donde se retiraba su división.
No tenían mucho tiempo, pues los rusos iban a llegar de un momento a otro, sin embargo Reiter y algunos de sus compañeros decidieron ir a ver qué había ocurrido. Bajaron de la colina que usaban de observatorio y atravesaron, a bordo de un vehículo armado con una ametralladora, los breñales que separaban ambos caminos. Vieron una especie de castillo rural rumano, desierto, con las ventanas cerradas y un patio adoquinado que se prolongaba hasta los establos. Luego salieron a una explanada en donde aún había soldados rumanos rezagados que jugaban a los dados o que cargaban en carretas (que luego tiraban ellos mismos) cuadros y muebles del castillo. Al final de la explanada había una gran cruz hecha con grandes trozos de madera barnizada en tonos oscuros probablemente arrancados del gran salón de la propiedad rural. En la cruz, enterrada sobre tierra amarilla, había un hombre desnudo. Los rumanos que sabían algo de alemán les preguntaron qué hacían allí. Los alemanes respondieron que huían de los rusos. No tardarán en llegar, dijeron algunos rumanos.
—¿Y eso qué significa? —dijo un alemán indicando al hombre crucificado.
—El general de nuestro cuerpo de ejército —dijeron los rumanos mientras se daban prisa en colocar sobre las carretas su botín.
—¿Es que vais a desertar? —les preguntó un alemán.
—Así es —respondió un rumano—, ayer por la noche el tercer cuerpo de ejército decidió desertar.
Los alemanes se miraron entre sí, como si no supieran si ponerse a disparar contra los rumanos o desertar con ellos.
—¿Y adónde vais a ir ahora? —les preguntaron.
—Hacia el oeste, hacia nuestras casas —dijeron algunos rumanos.
—¿Lo habéis pensado bien?
—Mataremos a quien nos lo impida —dijeron los rumanos.
La mayoría, como para reafirmar sus palabras, cogió sus fusiles y hubo alguno que incluso se puso a apuntarles sin el más mínimo recato. Por un instante pareció que ambos grupos se iban a poner a disparar. Justo en ese momento Reiter se bajó del vehículo y haciendo caso omiso de la actitud de los rumanos y de los alemanes se puso a caminar en dirección a la cruz y al crucificado. Éste tenía sangre seca sobre el rostro, como si le hubieran roto la nariz a culatazos la noche anterior, y sus ojos estaban amoratados y los labios hinchados, pero aun así lo reconoció en el acto. Era el general Entrescu, el hombre que se había acostado con la baronesita Von Zumpe en el castillo de los Cárpatos y a quien él y Wilke espiaron desde el pasillo secreto. Le habían arrancado la ropa a jirones, probablemente cuando aún estaba vivo, dejándolo completamente desnudo a excepción de sus botas de montar. El pene de Entrescu, una verga soberbia que en erección medía, según los cálculos que Wilke y él hicieron en su momento, unos treinta centímetros, era mecido cansinamente por el viento del atardecer. A los pies de la cruz había una caja de fuegos artificiales, con los que el general Entrescu entretenía a sus invitados. La pólvora debía de estar mojada o los artefactos caducados puesto que lo único que hacían al estallar era provocar una nubecilla de humo azul que no tardaba en subir al cielo y desaparecer. Uno de los alemanes, detrás de Reiter, hizo un comentario sobre el miembro viril del general Entrescu. Algunos rumanos se rieron y todos, unos más rápido que otros, se acercaron a la cruz como si de improviso ésta se hubiera vuelto a imantar.
Los rifles ya no apuntaban a nadie y los soldados los sostenían como si se tratara de herramientas del campo y ellos campesinos cansados desfilando siempre al borde del abismo. Sabían que los rusos estaban por llegar y les temían, pero ninguno se resistió a acercarse por última vez a la cruz del general Entrescu.
—¿Qué tal tipo era? —dijo un alemán, a sabiendas de que daba lo mismo la respuesta.
—No era una mala persona —dijo un rumano.
Luego todos permanecieron en recogimiento, algunos con las cabezas gachas y otros mirando al general con ojos de alucinados. A nadie se le ocurrió preguntar cómo lo habían matado. Probablemente le dieron una paliza, luego lo tiraron al suelo y le siguieron pegando. El palo de la cruz estaba oscurecido por la sangre y la costra llegaba, oscura como una araña, hasta la tierra amarilla. A nadie se le ocurrió decir que lo descolgaran.
—Tardaréis en encontrar otro ejemplar como éste —dijo un alemán.
Los rumanos no le entendieron. Reiter contempló el rostro de Entrescu: tenía los ojos cerrados pero la impresión que daba era la de tener los ojos muy abiertos. Las manos estaban fijadas a la madera con grandes clavos de color plata. Tres por cada mano. Los pies estaban remachados con gruesos clavos de herrero. A la izquierda de Reiter un rumano jovencito, de no más de quince años, a quien el uniforme le venía demasiado grande, rezaba. Preguntó si había alguien más en la propiedad. Le contestaron que sólo ellos, que el tercer cuerpo o lo que quedaba del tercer cuerpo había llegado hacía tres días a la estación de Litacz y que el general, en lugar de buscar un lugar más seguro al oeste, decidió ir a visitar su castillo, que encontraron vacío. No había servidumbre ni ningún animal vivo que pudieran comerse. Durante dos días el general se encerró en su habitación y no quiso salir. Los soldados se dedicaron a vagar por la casa, hasta que hallaron la bodega, cuya puerta echaron abajo. Pese a las reservas de algunos oficiales, todos empezaron a emborracharse. Esa noche desertó la mitad del tercer cuerpo. Los que se quedaron lo hicieron por propia voluntad, no coaccionados por nadie, lo hicieron porque querían al general Entrescu. O algo parecido. Algunos salieron a robar en las poblaciones vecinas y no regresaron. Otros le gritaron al general, desde el patio, que volviera a asumir el mando y decidiera qué hacer. Pero el general seguía encerrado en la habitación y no le abría la puerta a nadie. Una noche de borrachera los soldados echaron la puerta abajo. El general Entrescu estaba sentado en un sillón, rodeado de candelabros y cirios, contemplando un álbum de fotos. Entonces pasó lo que pasó. Al principio Entrescu se defendió propinándoles fustazos con su vara de montar. Pero los soldados estaban locos de hambre y de miedo y lo mataron y luego lo clavaron a la cruz.
—Os costaría mucho hacer esta cruz tan grande —dijo Reiter.
—La hicimos antes de matar al general —dijo un rumano—. No sé por qué la hicimos, pero la hicimos antes incluso de emborracharnos.
Después los rumanos volvieron a cargar su botín y algunos alemanes les ayudaron y otros decidieron ir a dar una vuelta hasta la casa, a ver si quedaba algo de alcohol en las bodegas, y el crucificado una vez más se quedó solo. Antes de irse, Reiter les preguntó si conocían a un tal Popescu, uno que siempre iba con el general y que probablemente trabajaba como secretario suyo.
—Ah, el capitán Popescu —dijo un rumano moviendo la cabeza afirmativamente y con el mismo tono de voz que hubiera empleado en decir el capitán Ornitorrinco—. Ése ya debe estar en Bucarest.
Mientras se alejaban, en dirección a los breñales, levantando una nubecilla de polvo por el camino, Reiter creyó distinguir unos pájaros negros sobrevolando la explanada desde donde vigilaba el curso de la guerra el general Entrescu. Uno de los alemanes, el que iba junto a la ametralladora, comentó, riéndose, qué iban a pensar los rusos cuando vieran a aquel crucificado. Nadie le contestó.
De derrota en derrota, Reiter volvió finalmente a Alemania.
En mayo de 1945, a la edad de veinticinco años, después de pasar dos meses oculto en un bosque, se rindió a unos soldados norteamericanos y fue internado en un campo de prisioneros en las afueras de Ansbach. Allí se duchó por primera vez en muchos días y la comida era buena.
La mitad de los prisioneros de guerra dormían en barracones que habían construido unos soldados negros norteamericanos y la otra mitad dormía en grandes tiendas de campaña. Cada dos días aparecían por el campo visitantes que revisaban, siguiendo un estricto orden alfabético, los papeles de los prisioneros. Al principio ponían una mesa al aire libre y los prisioneros iban pasando y respondiendo de uno en uno a sus preguntas. Después los soldados negros, ayudados por unos cuantos alemanes, instalaron un barracón especial, de tres habitaciones, y las colas ahora se hacían delante de este barracón. Reiter no conocía a nadie en el campo. Sus compañeros de la 79 y luego de la 303 habían muerto o caído prisioneros de los rusos o desertado, como él mismo había hecho. Lo que quedaba de la división se dirigía a Pilsen, en el Protectorado, cuando Reiter, en medio de la confusión, se marchó por su cuenta. En el campo de prisioneros de Ansbach procuraba no relacionarse con nadie. Había soldados que por las tardes cantaban. Desde sus puestos de vigilancia los negros los miraban y se reían, pero como nadie, aparentemente, entendía la letra de las canciones, los dejaban cantar hasta que llegaba la hora de dormir. Otros solían dar paseos de un extremo a otro del campo, cogidos del brazo y conversando sobre los temas más peregrinos. Se decía que pronto comenzarían las hostilidades entre soviéticos y aliados. Se especulaba sobre las condiciones de la muerte de Hitler. Se hablaba del hambre y de cómo la cosecha de patatas, una vez más, salvaría a Alemania del desastre.
Al lado del catre de campaña de Reiter dormía un tipo de unos cincuenta años, un combatiente de la Volkssturm. El tipo se había dejado crecer la barba y su alemán era dulce y bajito, como si nada de lo que sucedía a su alrededor le pudiera afectar. Por el día solía hablar con otros dos excombatientes de la Volkssturm, que lo acompañaban durante los paseos y las comidas. A veces, sin embargo, Reiter lo veía solo, escribiendo con un lápiz de mina sobre papeles de todo tipo que sacaba de sus bolsillos y que luego guardaba con extremo cuidado. Una vez, antes de dormirse, le preguntó qué escribía y el tipo le dijo que intentaba poner por escrito sus pensamientos. Algo que, añadió, no resultaba nada fácil. Reiter no le preguntó nada más, pero a partir de ese momento el excombatiente de la Volkssturm, siempre por la noche, siempre antes de dormirse, encontraba un pretexto para cruzar unas palabras con él. Según le contó, su mujer había muerto cuando los rusos entraron en Küstrin, de donde eran, pero él no guardaba rencor a nadie, la guerra era la guerra, decía, y cuando la guerra terminaba lo mejor era perdonarse los unos a los otros y empezar de nuevo.
¿Empezar cómo?, quiso saber Reiter. Empezar desde cero, susurró con su alemán pausado, con alegría y también con imaginación. El tipo se llamaba Zeller y era flaco y retraído. Al verlo pasear por el campo, siempre en compañía de los otros dos excombatientes de la Volkssturm, su figura, tal vez por contraste con la de sus acompañantes, irradiaba una gran dignidad. Una noche Reiter le preguntó si tenía familia.
—Mi mujer —le respondió Zeller.
—Pero su mujer está muerta —dijo Reiter.
—También tuve un hijo y una hija —lo oyó susurrar—, pero ellos también murieron. Mi hijo en la batalla del saliente de Kursk y mi hija durante un bombardeo en la ciudad de Hamburgo.
—¿Y no hay más parientes? —dijo Reiter.
—Dos nietecitos, gemelos, una niña y un niño, pero ellos también murieron en el bombardeo en que murió mi hija.
—Vaya por Dios —dijo Reiter.
—También murió mi yerno, pero no en el bombardeo, sino días después, de pena por la muerte de sus hijos y de su mujer.
—Es terrible —dijo Reiter.
—Se suicidó tomando veneno para ratas —susurró Zeller en la oscuridad—. Agonizó durante tres días en medio de los más horribles suplicios.
Reiter ya no supo qué decir, en parte porque el sueño lo iba ganando, y lo último que oyó fue la voz de Zeller que decía que la guerra era la guerra y que más valía olvidarlo todo, todo, todo. La verdad es que Zeller tenía una serenidad envidiable. Esta serenidad, por otra parte, se veía perturbada únicamente cuando aparecían más prisioneros o cuando volvían los visitantes que los interrogaban uno por uno en el interior de los barracones. Al cabo de tres meses les tocó el turno a aquellos cuyos apellidos empezaban por la Q, la R y la S, y Reiter pudo hablar con los soldados y con algunos tipos vestidos de civil que le pidieron cortésmente que se pusiera de frente y de perfil y que luego rebuscaron un par de fichas en un dossier que probablemente estaba lleno de fotografías. Luego uno de los civiles le preguntó qué había hecho durante la guerra y Reiter tuvo que contarles que había estado en Rumanía con la 79 y después en Rusia, en donde había sido herido varias veces.
Los soldados y los civiles quisieron ver sus heridas y se tuvo que desnudar y enseñárselas. Uno de los civiles, uno que hablaba un alemán con acento berlinés, le preguntó si comía bien en el campo de prisioneros. Reiter dijo que comía como un rey y cuando el que había hecho la pregunta la tradujo para los demás todos se rieron.
—¿Te gusta la comida americana? —dijo uno de los soldados.
El civil tradujo la pregunta y Reiter dijo:
—La carne americana es la mejor carne del mundo.
Todos volvieron a reírse.
—Tienes razón —dijo el soldado—, pero eso que comes no es carne americana sino comida para perros.
Esta vez la risa hizo que el traductor (que prefirió no traducir la respuesta) y algunos de los soldados se cayeran al suelo. Un soldado negro apareció en la puerta con el semblante preocupado y les preguntó si tenían problemas con el prisionero. Le ordenaron que cerrara la puerta y se marchara, que no había problemas, que estaban contándose chistes. Luego uno de ellos sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció uno a Reiter. Me lo fumaré más tarde, dijo Reiter, y se lo guardó detrás de la oreja. Después los soldados se pusieron serios de repente y comenzaron a anotar los datos que Reiter les fue proporcionando: año y lugar de nacimiento, nombres de los padres, dirección de los padres y de al menos dos familiares o amigos, etcétera.
Esa noche Zeller le preguntó qué le había pasado durante el interrogatorio y Reiter se lo contó todo. ¿Te preguntaron en qué año y mes entraste en el ejército? Sí. ¿Te preguntaron dónde estaba tu oficina de reclutamiento? Sí. ¿Te preguntaron en qué división habías servido? Sí. ¿Había fotos? Sí. ¿Las viste? No. Cuando terminó su interrogatorio particular Zeller se tapó la cara con la manta y pareció dormirse pero al cabo de poco rato Reiter lo oyó mascullar en la oscuridad.
En la siguiente visita, que ocurrió una semana después, sólo vinieron al campo dos interrogadores y no hubo colas ni interrogatorios. Hicieron formar a los prisioneros y los soldados negros fueron repasando las filas y separando de éstas a un total de diez hombres, aproximadamente, a los que condujeron a dos furgones, en donde fueron introducidos después de esposarlos. El comandante del campo les dijo que esos prisioneros eran sospechosos de ser criminales de guerra y luego ordenó deshacer las filas y que la vida siguiera su curso normal. Cuando los visitantes regresaron, pasada una semana, se dedicaron a las letras T, U y V y Zeller esta vez se puso nervioso de verdad. Su acento dulce no sufrió mengua alguna, pero su discurso y su forma de hablar cambió: las palabras le salían a borbotones de los labios, su murmullo nocturno se volvió incontenible. Hablaba de prisa y como impelido por una razón que escapaba de su control y que él apenas comprendía. Alargaba el cuello en dirección a Reiter y se apoyaba en un codo y empezaba a susurrar y a lamentarse y a imaginar escenas de esplendor que formaban, todo junto, un cuadro caótico de cubos oscuros que se sobreponían unos sobre otros.
Por el día las cosas cambiaban, la figura de Zeller volvía a irradiar dignidad y decoro, y aunque no se relacionaba con nadie excepto con sus antiguos camaradas de la Volkssturm, casi todo el mundo lo respetaba y lo consideraba una persona decente. Para Reiter, sin embargo, que tenía que soportar sus disquisiciones nocturnas, el semblante de Zeller mostraba un deterioro progresivo, como si en su interior se desarrollara una lucha sin cuartel entre fuerzas diametralmente opuestas. ¿Qué fuerzas eran éstas? Reiter lo ignoraba, sólo intuía que ambas fuerzas provenían de una única fuente, que era la locura. Una noche Zeller le dijo que él no se llamaba Zeller sino Sammer y que en buena lógica no tenía obligación de presentarse a los interrogadores alfabéticos en su próxima visita.