Su madre era tuerta. Tenía el pelo muy rubio y era tuerta. Su ojo bueno era celeste y apacible, como si no fuera muy inteligente, pero en cambio buena, un montón. Su padre era cojo. Había perdido la pierna en la guerra y había pasado un mes en un hospital militar cercano a Düren, pensando que de ésa no salía y viendo cómo los heridos que se podían mover (¡él no!) les robaban los cigarrillos a los heridos que no se podían mover. Cuando quisieron robarle sus cigarrillos, sin embargo, él cogió del cuello al ladrón, un tipo pecoso y de pómulos anchos, espaldas anchas, caderas anchas, y le dijo: ¡alto!, ¡con el tabaco de un soldado no se juega! Entonces el pecoso se alejó y cayó la noche y el padre tuvo la impresión de que alguien lo miraba.
En la cama de al lado había una momia. Tenía los ojos negros como dos pozos profundos.
—¿Quieres fumar? —dijo él.
La momia no contestó.
—Fumar es bueno —dijo él, y encendió un cigarrillo y buscó la boca de la momia entre las vendas.
La momia se estremeció. Tal vez no fuma, pensó él, y le retiró el cigarrillo. La luna iluminó la punta del cigarrillo, que estaba manchada por una especie de moho blanco. Entonces volvió a introducírselo entre los labios, al tiempo que le decía: fuma, fuma, olvídate de todo. Los ojos de la momia no lo soltaban, tal vez, pensó, es un camarada de batallón que me ha reconocido. ¿Pero por qué no me dice nada? Tal vez no puede hablar, pensó. El humo, de improviso empezó a salir por entre las vendas. Hierve, pensó, hierve, hierve.
El humo le salía a la momia por las orejas, por la garganta, por la frente, por los ojos, que ni aun así dejaban de mirarlo, hasta que él sopló y le retiró el cigarrillo de los labios y siguió soplando un rato más sobre la cabeza vendada hasta que el humo desapareció del todo. Después apagó el cigarrillo en el suelo y se quedó dormido.
Al despertar la momia ya no estaba a su lado. ¿Dónde está la momia?, dijo. Murió esta mañana, dijo alguien desde su cama. Entonces él encendió un cigarrillo y se puso a esperar el desayuno. Cuando lo dieron de alta se marchó cojeando hasta la ciudad de Düren. Allí tomó un tren que lo dejó en otra ciudad.
En esta ciudad esperó veinticuatro horas en la estación, comiendo sopa del ejército. El que distribuía la sopa era un sargento cojo como él. Hablaron durante un rato, mientras el sargento vaciaba cucharones de sopa en los platos de aluminio de los soldados y él comía, sentado en un banco de madera, un banco como de carpintero, que había a su lado. Según el sargento todo estaba a punto de cambiar. La guerra tocaba a su fin e iba a empezar una nueva época. Él le contestó, mientras comía, que nada iba a cambiar nunca. Ni siquiera ellos, que habían perdido cada uno una pierna, habían cambiado.
Cada vez que le contestaba, el sargento se reía. Si el sargento decía blanco, él decía negro. Si el sargento decía día, él decía noche. Y cuando oía sus respuestas el sargento se reía y le preguntaba si a la sopa le hacía falta sal, si estaba muy desabrida. Después se aburrió de esperar un tren que, a su parecer, no iba a llegar nunca y reemprendió la marcha a pie.
Vagó durante tres semanas por el campo, comiendo pan duro y robando frutas y gallinas en las granjas. Durante el viaje Alemania se rindió. Cuando se lo dijeron, él dijo: mejor. Una tarde llegó a su pueblo y llamó a la puerta de su casa. Abrió su madre y al verlo tan desastrado no lo reconoció. Después lo abrazaron y le dieron de comer. Él preguntó si la tuerta se había casado. Le dijeron que no. Esa noche fue a verla, sin cambiarse de ropa ni bañarse, pese a los ruegos de su madre para que al menos se afeitara. Cuando la tuerta lo vio de pie delante de la puerta de su casa lo reconoció enseguida. El cojo también la vio, asomada a la ventana, y levantó una mano y la saludó formalmente, incluso con algo de rigidez, pero ese saludo también se hubiera podido interpretar como un gesto que equivalía a decir que así era la vida. A partir de ese momento afirmó a quien quisiera escucharlo que en su pueblo todos estaban ciegos y que la tuerta era una reina.
En 1920 nació Hans Reiter. No parecía un niño sino un alga. Canetti y creo que también Borges, dos hombres tan distintos, dijeron que así como el mar era el símbolo o el espejo de los ingleses, el bosque era la metáfora en donde vivían los alemanes. De esta regla quedó fuera Hans Reiter desde el momento de nacer. No le gustaba la tierra y menos aún los bosques. Tampoco le gustaba el mar o lo que el común de los mortales llama mar y que en realidad sólo es la superficie del mar, las olas erizadas por el viento que poco a poco se han ido convirtiendo en la metáfora de la derrota y la locura. Lo que le gustaba era el fondo del mar, esa otra tierra, llena de planicies que no eran planicies y valles que no eran valles y precipicios que no eran precipicios.
Cuando la tuerta lo bañaba en un barreño, el niño Hans Reiter siempre se deslizaba de sus manos jabonosas y bajaba hasta el fondo, con los ojos abiertos, y si las manos de su madre no lo hubieran vuelto a subir a la superficie él se habría quedado allí, contemplando la madera negra y el agua negra en donde flotaban partículas de su propia mugre, trozos mínimos de piel que navegaban como submarinos hacia alguna parte, una rada del tamaño de un ojo, un abra oscura y serena, aunque la serenidad no existía, sólo existía el movimiento que es la máscara de muchas cosas, incluida la serenidad.
Una vez el cojo, que a veces miraba cómo la tuerta lo bañaba, le dijo que no lo subiera, a ver qué hacía. Desde el fondo del barreño los ojos grises de Hans Reiter contemplaron el ojo celeste de su madre y luego se puso de lado y se dedicó a contemplar, muy quieto, los fragmentos de su cuerpo que se alejaban en todas las direcciones, como naves sonda lanzadas a ciegas a través del universo. Cuando el aire se le acabó dejó de contemplar esas partículas mínimas que se perdían y comenzó a seguirlas. Se puso rojo y se dio cuenta de que estaba atravesando una zona muy parecida al infierno. Pero no abrió la boca ni hizo el menor gesto de subir, aunque su cabeza sólo estaba a diez centímetros de la superficie y de los mares de oxígeno. Finalmente los brazos de su madre lo izaron en el aire y se puso a llorar. El cojo, arrebujado en su viejo capote militar, miró el suelo y lanzó un escupitajo en medio de la chimenea.
A los tres años Hans Reiter era más alto que todos los niños de tres años de su pueblo y también más alto que cualquier niño de cuatro años y no todos los niños de cinco años eran más altos que él. Al principio caminaba con pasos inseguros y el médico del pueblo dijo que eso era debido a su altura y aconsejó darle más leche para fortalecer el calcio de los huesos. Pero el médico se equivocaba. Hans Reiter caminaba con pasos inseguros debido a que se movía por la superficie de la tierra como un buzo primerizo por el fondo del mar. En realidad, él vivía y comía y dormía y jugaba en el fondo del mar. Con la leche no hubo problemas, su madre tenía tres vacas y gallinas y el niño estaba bien alimentado.
El cojo a veces lo miraba caminar por el campo y se ponía a pensar si en su familia había habido alguna vez un tipo tan alto. El hermano de un tatarabuelo o bisabuelo, se decía, había servido a las órdenes de Federico el Grande, en un regimiento compuesto sólo de hombres que pasaban el metro ochenta o el metro ochentaicinco. Ese regimiento o batallón de lujo había tenido muchas bajas, pues resultaba sumamente fácil apuntarles y hacer blanco en ellos.
En cierta ocasión, pensaba el cojo mientras veía a su hijo moverse con torpeza por los bordes de los huertos vecinos, el regimiento prusiano había quedado frente a frente a un regimiento ruso de similares características, campesinos de un metro ochenta o de un metro ochentaicinco vestidos con casacas verdes de la Guardia Imperial Rusa, y se habían enfrentado y la mortandad fue terrible, incluso cuando los regimientos de ambos ejércitos habían retrocedido, estos dos regimientos de gigantes siguieron enzarzados en una lucha cuerpo a cuerpo que sólo cesó cuando los generales en jefe enviaron órdenes irrestrictas de retirada hacia las nuevas posiciones.
Antes de irse a la guerra el padre de Hans Reiter medía un metro sesentaiocho. Cuando volvió, tal vez porque le faltaba una pierna, medía tan sólo un metro sesentaicinco. Un regimiento de gigantes es cosa de locos, pensaba. La tuerta medía un metro sesenta y pensaba que los hombres, a más altos, mejores.
A los seis años Hans Reiter era más alto que todos los niños de seis, más alto que todos los niños de siete, más alto que todos los niños de ocho, más alto que todos los niños de nueve y que la mitad de los niños de diez. Y, además, a los seis años había robado un libro por primera vez. El libro se llamaba Algunos animales y plantas del litoral europeo. Lo escondió debajo de su cama aunque en la escuela nunca nadie echó de menos el libro. Por aquella misma época empezó a bucear. En el año 1926. Nadaba desde los cuatro años y metía la cabeza en el agua y abría los ojos y luego su madre lo reñía porque todo el día andaba con los ojos rojos y temía que la gente, al verlo, pensara que el niño se pasaba el día llorando. Pero bucear no supo hasta que cumplió los seis años. Metía la cabeza, se sumergía un metro y abría los ojos y miraba. Eso sí. Pero bucear no. A los seis decidió que un metro era muy poco y se lanzó en picado hacia el fondo del mar.
El libro Algunos animales y plantas del litoral europeo lo tenía dentro de la cabeza, como suele decirse, y mientras buceaba iba pasando páginas lentamente. Así descubrió a la Laminaria digitata, que es un alga de gran tamaño, compuesta por un tallo robusto y una hoja ancha, tal como decía el libro, en forma de abanico de donde salían numerosas secciones en tiras que parecían, en realidad, dedos. La Laminaria digitata es un alga de mares fríos como el Báltico, el Mar del Norte y el Atlántico. Se la encuentra en grandes grupos, en el nivel más bajo de la marea y bajo las costas rocosas. La marea baja suele dejar al descubierto bosques de estas algas. Cuando Hans Reiter vio por primera vez un bosque de algas se emocionó tanto que se puso a llorar debajo del agua. Esto parece difícil, que un ser humano llore mientras bucea con los ojos abiertos, pero no olvidemos que Hans tenía entonces sólo seis años y que en cierta forma era un niño singular.
La Laminaria digitata es de color marrón claro y se parece a la Laminaria hyperborea, que posee un tallo más áspero, y a la Saccorhiza polyschides, que tiene un tallo con protuberancias bulbosas. Estas dos algas, sin embargo, viven en las aguas profundas y aunque a veces, algunos mediodías de verano, Hans Reiter nadaba hasta alejarse de la playa o del roquerío en donde dejaba su ropa y luego se sumergía, no pudo verlas nunca, sólo alucinarlas, allá en el fondo, un bosque quieto y silencioso.
Por esa época comenzó a dibujar en un cuaderno todo tipo de algas. Dibujó la Chorda filum, que es un alga compuesta por largos cordones delgados que pueden, sin embargo, llegar a alcanzar los ocho metros de longitud. Carecen de ramas y su apariencia es delicada, pero en realidad son muy fuertes. Crecen por debajo de la marca de la marea baja. Dibujó también la Leathesia difformis, que es un alga compuesta por bulbos redondeados de color marrón oliváceo, que crece en las rocas y sobre otras algas. Su aspecto es extraño. Nunca vio ninguna, pero soñó muchas veces con ellas. Dibujó la Ascophyllum nodosum, que es un alga parda de patrón desordenado que presenta unas ampollas ovoides a lo largo de sus ramas. Existen, entre las Ascophyllum nodosum, algas diferenciadas macho y hembra que producen unas estructuras frutales similares a pasas. En el macho son amarillas. En la hembra de un color verdusco. Dibujó la Laminaria saccharina, que es un alga compuesta por una única fronda larga y con forma de cinturón. Cuando está seca se pueden apreciar en su superficie cristales de una sustancia dulce que es el manitol. Crece en las costas rocosas sujeta a múltiples objetos sólidos, aunque a menudo es arrastrada por el mar. Dibujó la Padina pavonia, que es un alga poco frecuente, de pequeño tamaño, con forma de abanico. Es una especie de aguas calientes que se puede encontrar desde las costas meridionales de la Gran Bretaña hasta el Mediterráneo. No existen especies afines. Dibujó la Sargassum vulgare, que es un alga que vive en las playas rocosas y pedregosas del Mediterráneo y que, entre las frondas, posee pequeños órganos reproductores pedunculados. Se la puede encontrar tanto en niveles bajos de agua como en las grandes profundidades. Dibujó la Porphyra umbilicalis, que es un alga particularmente hermosa, de hasta veinte centímetros de longitud y de color rojizo purpúreo. Crece en el Mediterráneo, en el Atlántico, en el Canal de la Mancha y en el Mar del Norte. Existen varias especies de Porphyra y todas ellas son comestibles. Los galeses, sobre todo, son quienes más las comen.
—Los galeses son unos cerdos —dijo el cojo a una pregunta de su hijo—. Unos cerdos absolutos. Los ingleses también son unos cerdos, pero un poco menos que los galeses. Aunque la verdad es que son igual de cerdos, pero intentan parecer un poco menos cerdos, y como saben fingir bien al final lo parecen. Los escoceses son más cerdos que los ingleses y sólo un poco menos cerdos que los galeses. Los franceses son tan cerdos como los escoceses. Los italianos son lechones. Lechones dispuestos a comerse a su propia madre cerda. De los austriacos se puede decir lo mismo: cerdos y cerdos y cerdos. Nunca te fíes de un húngaro. Nunca te fíes de un bohemio. Te lamen la mano mientras te devoran el dedo meñique. Nunca te fíes de un judío: ése te come el pulgar y encima te deja la mano cubierta de babas. Los bávaros también son unos cerdos. Cuando hables con un bávaro, hijo mío, procura tener el cinturón bien abrochado. Con los renanos más vale ni siquiera hablar: en menos de lo que canta un gallo te querrán cortar una pierna. Los polacos parecen gallinas, pero si les arrancas cuatro plumas verás que tienen piel de cerdo. Lo mismo pasa con los rusos. Parecen perros famélicos pero en realidad son cerdos famélicos, cerdos dispuestos a comerse a quien sea, sin preguntárselo dos veces, sin el más mínimo remordimiento. Los serbios son igual que los rusos, pero en pequeño. Son como cerdos disfrazados de perros chihuahuas. Los perros chihuahuas son unos perros enanos, del tamaño de un gorrión, que viven en el norte de México y que aparecen en algunas películas americanas. Los americanos son unos cerdos, por supuesto. Y los canadienses, grandes cerdos inmisericordes, aunque los peores cerdos del Canadá son los cerdos francocanadienses, así como los peores cerdos de América son los cerdos irlandeses. Los turcos tampoco se salvan. Son cerdos sodomíticos, como los de Sajonia y los de Westfalia. Acerca de los griegos sólo puedo decir que son igual que los turcos: cerdos peludos y sodomíticos. Sólo los prusianos se salvan. Pero Prusia ya no existe. ¿Dónde está Prusia? ¿Tú la ves? Yo no la veo. A veces tengo la impresión de que murieron todos en la guerra. A veces, por el contrario, tengo la impresión de que mientras yo estaba en el hospital, ese inmundo hospital de cerdos, los prusianos emigraron en masa, lejos de aquí. A veces voy a los roqueríos y miro el Báltico y trato de adivinar hacia dónde se fueron las naves de los prusianos. ¿A Suecia? ¿A Noruega? ¿A Finlandia? Imposible: ésas son tierras de cerdos. ¿Adónde, entonces? ¿A Islandia, a Groenlandia? Trato de adivinarlo y no puedo. ¿Dónde están entonces los prusianos? Me acerco a los roqueríos y los busco en el horizonte gris. Un gris revuelto como la pus. Y no una vez al año. ¡Una vez al mes! ¡Una vez cada quince días! Pero nunca los veo, nunca adivino hacia qué punto del horizonte se lanzaron. Sólo te veo a ti, tu cabeza entre las olas que aparece y desaparece, y entonces me siento en una roca y me quedo quieto mucho rato, mirándote, convertido yo también en otra roca, y aunque a veces mis ojos te pierden de vista o aparece tu cabeza a mucha distancia de donde te habías sumergido, no temo por ti, pues sé que volverás a salir, que las aguas nada pueden hacerte. A veces, incluso, me quedo dormido, sentado sobre una roca, y cuando me despierto tengo tanto frío que ni siquiera le echo una mirada al mar para comprobar si aún estás allí. ¿Qué hago entonces? Pues me levanto y vuelvo al pueblo dando diente con diente. Y al entrar en las primeras calles me pongo a cantar para que los vecinos se hagan la idea equivocada de que me he ido a emborrachar a la taberna de Krebs.
Al joven Hans Reiter también le gustaba caminar, como un buzo, pero no le gustaba cantar porque los buzos, precisamente, nunca cantan. A veces salía de su pueblo en dirección hacia el este, por un camino de tierra rodeado de bosques, y llegaba a la Aldea de los Hombres Rojos, que se dedicaban a vender turba. Si seguía hacia el este, estaba la Aldea de las Mujeres Azules, rodeada por un lago que se secaba en verano. Ambas aldeas le parecían aldeas fantasmas, habitadas por muertos. Más allá de la Aldea de las Mujeres Azules estaba el Pueblo de los Gordos. Allí olía mal, a sangre y carne en descomposición, un olor denso y espeso muy diferente del olor de su propio pueblo que olía a ropa sucia, a sudor pegado a la piel, a tierra meada, que es un olor delgado, un olor parecido al de la Chorda filum.
En el Pueblo de los Gordos, como no podía ser menos, había muchos animales y varias carnicerías. A veces, mientras hacía el camino de vuelta, moviéndose como un buzo, veía a vecinos del Pueblo de los Gordos que deambulaban sin nada que hacer por las calles de la Aldea de las Mujeres Azules o por la Aldea de los Hombres Rojos y pensaba que tal vez la gente de esas dos aldeas, los que ahora eran fantasmas, habían muerto a manos de gente llegada del Pueblo de los Gordos, quienes en las artes de matar debían de ser temibles e implacables, aunque con él nunca se metían, entre otras razones porque era un buzo, es decir porque no pertenecía a ese mundo, al que sólo iba como explorador o de visita.
En otras ocasiones sus pasos lo llevaban hacia el oeste y así podía pasar por la calle principal de la Aldea Huevo, que cada año se iba alejando de los roqueríos, como si las casas se movieran solas y tendieran a buscar un sitio más seguro cerca de las hondonadas y de los bosques. Después de la Aldea Huevo estaba la Aldea Cerdo, una aldea que él suponía que su padre jamás visitaba, en donde había muchas chiquerizas y las piaras de cerdos más alegres de aquella región de Prusia, que parecían saludar al caminante sin importarle su condición social o edad o estado civil con gruñidos amistosos, casi musicales, o sin el casi, musicales del todo, mientras los aldeanos se quedaban inmóviles, con el sombrero en la mano, o cubriéndose con éste la cara, no se sabía si por modestia o por vergüenza.
Y más allá estaba el Pueblo de las Chicas Habladoras, chicas que iban a fiestas y bailes desenfrenados en pueblos aún más grandes cuyos nombres el joven Hans Reiter oía y olvidaba de inmediato, chicas que fumaban en la calle y hablaban de marineros de un gran puerto y que servían en barcos llamados así y asá y cuyos nombres el joven Hans Reiter olvidaba de inmediato, chicas que iban al cine y veían películas emocionantísimas interpretadas por actores que eran los hombres más guapos del planeta y por actrices a quienes, si uno quería estar a la moda, tenía que imitar y cuyos nombres el joven Hans Reiter olvidaba de inmediato. Cuando regresaba a su casa, como un buzo nocturno, su madre le preguntaba dónde había pasado el día y el joven Hans Reiter le decía lo primero que se le ocurría, menos la verdad.
La tuerta entonces lo miraba con su ojo celeste y el niño le sostenía la mirada con sus dos ojos grises y desde un rincón, cerca de la chimenea, el cojo los miraba a ambos con sus dos ojos azules y la isla de Prusia parecía resurgir, durante tres o cuatro segundos, del precipicio.
A los ocho años Hans Reiter dejó de interesarse por la escuela. Para entonces ya había estado en un tris de ahogarse un par de veces. La primera fue en verano y lo sacó del agua un joven turista de Berlín que se hallaba pasando las vacaciones en el Pueblo de las Chicas Habladoras. El joven turista vio a un niño cuya cabeza aparecía y desaparecía cerca de unas rocas y tras comprobar que efectivamente se trataba de un niño, pues el turista era miope y al primer golpe de vista pensó que era un alga, se quitó la chaqueta en donde llevaba unos papeles importantes y bajó por las rocas hasta que no pudo seguir más y tuvo que tirarse al agua. En cuatro brazadas llegó hasta donde estaba el niño y, tras mirar la costa desde el mar buscando un sitio idóneo para salir, empezó a nadar hasta un lugar a unos veinticinco metros de donde se había tirado.
El turista se llamaba Vogel y era un tipo de un optimismo fuera de cualquier comprensión. Puede que en realidad no fuera optimista sino loco y que aquellas vacaciones que pasaba en el Pueblo de las Chicas Habladoras obedecieran a una orden de su médico, el cual, preocupado por su salud, procuraba sacarlo de Berlín con el más mínimo pretexto. Si uno conocía de forma más o menos íntima a Vogel, pronto su presencia se hacía insoportable. Creía en la bondad intrínseca del género humano, decía que una persona con el corazón limpio podía viajar caminando desde Moscú hasta Madrid sin que nadie lo molestara, ni bestia ni policía ni mucho menos aduanero alguno, pues el viajero tomaría las providencias necesarias, entre ellas apartarse de vez en cuando de los caminos y proseguir su marcha a campo través. Era enamoradizo y torpe, de resultas de lo cual no tenía novia. De vez en cuando hablaba, sin importarle quién lo escuchara, de las propiedades lenitivas de la masturbación (como ejemplo ponía a Kant), que debía practicarse desde la más tierna edad hasta la más provecta, algo que por regla general hacía reír a las muchachas del Pueblo de las Chicas Habladoras que tuvieron oportunidad de oírlo y que aburría y asqueaba sobremanera a sus conocidos de Berlín que ya conocían de sobra esta teoría y que pensaban que Vogel, al explicarla con tanta contumacia, lo que hacía, realmente, era masturbarse delante de ellos o con ellos.
Pero también tenía un alto concepto del valor y cuando vio que un niño, aunque al principio le pareció un alga, se estaba ahogando, no dudó ni un momento en lanzarse al mar, que en aquella parte de los roqueríos no era precisamente calmo, y rescatarlo. Otra cosa es necesario apuntar y esa cosa es que el equívoco de Vogel (confundir a un niño de piel bronceada y de pelo rubio con un alga) lo atormentó aquella noche, cuando todo ya había pasado. En su cama, a oscuras, Vogel revivió los acontecimientos del día como hacía siempre, es decir, con gran satisfacción, hasta que de pronto volvió a ver al niño que se ahogaba y volvió a verse a sí mismo mirándolo y dudando de si se trataba de un ser humano o de un alga. De inmediato lo abandonó el sueño. ¿Cómo pudo confundir a un niño con un alga?, se preguntó. Y luego: ¿en qué puede parecerse un niño a un alga? Y luego: ¿hay algo que pueda tener en común un niño con un alga?
Antes de formularse una cuarta pregunta Vogel pensó que tal vez su médico de Berlín tenía razón y se estaba volviendo loco, o tal vez loco —lo que se suele entender por loco— no, pero sí que se estaba asomando, por llamarlo de algún modo, a la senda de la locura, pues un niño, pensó, no tiene nada en común con un alga y quien, mirando desde un roquerío, confunde a un niño con un alga es una persona que no tiene muy ajustados los tornillos, no un loco, precisamente, pues a los locos les falta un tornillo, pero sí alguien que no los tiene muy ajustados y que, por lo tanto, debería andar con más cuidado en todo lo que concierne a su salud mental.
Después, puesto que ya no iba a poder dormir durante toda la noche, se puso a pensar en el niño al que había salvado. Era muy flaco, recordó, y muy alto para su edad, y hablaba endemoniadamente mal. Cuando le preguntó qué le había pasado el niño le contestó:
—Nasao na.
—¿Qué? —dijo Vogel—. ¿Qué has dicho?
—Nasao na —repitió el niño. Y Vogel comprendió que nasao na significaba: no ha pasado nada.
Y así con el resto de su vocabulario, que a Vogel le pareció muy pintoresco y divertido, por lo que se puso a hacerle preguntas sin ton ni son, sólo por el gusto de escuchar al niño, que a todo contestaba con la mayor naturalidad, por ejemplo, cómo se llama ese bosque, decía Vogel, y el niño respondía elosque destav, que quería decir el bosque de Gustav, y: cómo se llama ese otro bosque de más allá, y el niño respondía elosque dereta, que quería decir el bosque de Greta, y: cómo se llama ese bosque negro que está a la derecha del bosque de Greta, y el niño respondía elosque sinbre, que quería decir el bosque sin nombre, hasta que llegaron a lo alto del roquerío en donde Vogel había dejado su chaqueta con sus papeles importantes en el bolsillo y el niño, a instancias de Vogel, que no le permitió meterse otra vez en el mar, rescató su ropa un poco más abajo, en una cueva como de gaviotas, y luego se despidieron, no sin antes presentarse:
—Yo me llamo Heinz Vogel —le dijo Vogel como si le hablara a un tonto—, ¿cómo te llamas tú?
Y el niño le dijo Hans Reiter, pronunciando su nombre con claridad, y luego se dieron la mano y cada uno se alejó en una dirección distinta. Eso recordaba Vogel dando vueltas en la cama, sin querer encender la luz y sin poderse dormir. ¿En qué podía asemejarse ese niño a un alga?, se preguntaba. ¿En la delgadez, en el pelo quemado por el sol, en la cara alargada y tranquila? Y también se preguntaba: ¿debo volver a Berlín, debo tomarme más en serio a mi médico, debo empezar a estudiarme a mí mismo? Finalmente se cansó de tantas preguntas, se hizo una paja y el sueño vino a por él.
La segunda vez que estuvo a punto de ahogarse el joven Hans Reiter fue en invierno, cuando acompañó a unos pescadores de bajura a tirar las redes enfrente de la Aldea de las Mujeres Azules. Anochecía y los pescadores se pusieron a hablar de las luces que se mueven por el fondo del mar. Uno dijo que eran los pescadores muertos que buscan el camino a sus aldeas, a sus cementerios en tierra firme. Otro dijo que eran líquenes brillantes, líquenes que sólo brillaban una vez al mes, como si descargaran en una sola noche lo que habían tardado treinta días en acumular. Otro dijo que era un tipo de anémona que sólo existía en aquella costa y que el brillo lo irradiaban las anémonas hembras para atraer a las anémonas machos, aunque en general, es decir en el mundo entero, las anémonas eran hermafroditas, ni machos ni hembras sino machos y hembras en un mismo cuerpo, como si la mente se durmiera y cuando volvía a despertar una parte de la anémona se hubiera follado a la otra parte, como si dentro de uno mismo existiera una mujer y un hombre al mismo tiempo, o un maricón y un hombre en el caso de las anémonas estériles. Otro dijo que eran peces eléctricos, una variedad muy extraña, con los que había que andarse con cuidado, pues si caían en tus redes no se diferenciaban en nada de los demás, pero al comerlos la gente enfermaba, horribles sacudidas eléctricas en el estómago que en ocasiones incluso provocaban la muerte.
Y mientras los pescadores hablaban la curiosidad irreprimible del joven Hans Reiter, o su locura, que a veces lo llevaba a hacer cosas que más valía no hacer, provocó que, sin previo aviso, se dejara caer del bote y se sumergiera en el fondo del mar tras las luces o la luz de aquellos o de aquel pez singular, y al principio los pescadores no se alarmaron ni se pusieron a gritar o a gemir pues todos conocían las peculiaridades del joven Reiter, sin embargo, al cabo de unos segundos sin avistar su cabeza, se preocuparon, pues aunque eran prusianos no instruidos también eran gente de mar y sabían que nadie puede aguantar sin respirar más de dos minutos (o algo así), en cualquier caso no un niño cuyos pulmones, por más alto que sea el niño, no son lo suficientemente fuertes como para ser sometidos a tal esfuerzo.
Y al final dos de ellos se sumergieron en aquel mar oscuro, un mar de manada de lobos, y bucearon alrededor del bote intentando localizar el cuerpo del joven Reiter, infructuosamente, por lo que tuvieron que salir y tragar aire y, antes de sumergirse otra vez, preguntar a los del bote si el mocoso ya había salido. Y entonces, bajo el peso de la respuesta negativa, volvieron a desaparecer entre las olas oscuras que evocaban animales del bosque y uno que no lo había hecho se les unió, y fue éste quien a unos cinco metros de profundidad vio el cuerpo del joven Reiter que flotaba como un alga desenraizada, hacia arriba, albísimo en el espacio marino, y fue él quien lo cogió de las axilas y lo subió, y también fue él quien hizo que el joven Reiter vomitara toda el agua que se había tragado.
Cuando Hans Reiter cumplió diez años la tuerta y el cojo tuvieron a su segundo hijo. Fue una niña a la que pusieron de nombre Lotte. La niña era muy hermosa y tal vez fue la primera persona que vivía en la superficie de la tierra que interesó (o que conmovió) a Hans Reiter. Muy a menudo sus padres lo dejaron al cuidado de la pequeña. Al poco tiempo aprendió a cambiar pañales, a preparar biberones, a pasear con la niña en brazos hasta que ésta se dormía. Para Hans, su hermana era lo mejor que le había sucedido nunca e intentó, en muchas ocasiones, dibujarla en el mismo cuaderno donde dibujaba algas, pero el resultado siempre fue insatisfactorio, a veces la niña parecía una bolsa de basura abandonada en una playa de guijarros, otras veces parecía un Petrobius maritimus, que es un insecto marino que habita en las grietas y en las rocas y que se alimenta de desperdicios, cuando no una Lipura maritima, que es otro insecto, pequeñísimo, de color pizarra oscuro o gris, cuyo hábitat son las charcas rocosas.
Con el tiempo, forzando su imaginación o forzando su gusto o forzando su propia naturaleza artística, consiguió dibujarla como una sirenita, más pez que niña, más gorda que flaca, pero siempre sonriente, siempre con una disposición envidiable para sonreír y tomarse las cosas por el lado bueno, que reflejaba fidedignamente el carácter de su hermana.
A los trece años Hans Reiter dejó de estudiar. Eso fue en 1933, el año en que Hitler llegó al poder. A los doce había empezado a estudiar en una escuela en el Pueblo de las Chicas Habladoras. Pero la escuela, por varias razones, todas ellas perfectamente justificables, no le gustaba, de tal modo que se entretenía por el camino, que para él no era horizontal o accidentadamente horizontal o zigzagueantemente horizontal, sino vertical, una prolongada caída hacia el fondo del mar en donde todo, los árboles, la hierba, los pantanos, los animales, los cercados, se transformaba en insectos marinos o en crustáceos, en vida suspendida y ajena, en estrellas de mar y en arañas de mar, cuyo cuerpo, lo sabía el joven Reiter, es tan minúsculo que en él no cabe el estómago del animal, por lo que el estómago se extiende por sus patas, las que a su vez son enormes y misteriosas, es decir que encierran (o que al menos para él encerraban) un enigma, pues la araña de mar posee ocho patas, cuatro a cada lado, más otro par de patas, mucho más pequeñas, en realidad infinitamente más pequeñas e inútiles, en el extremo más cercano a la cabeza, y esas patas o patitas diminutas al joven Reiter le parecía que no eran tales patas o patitas sino manos, como si la araña de mar, en un largo proceso evolutivo, hubiera desarrollado finalmente dos brazos y por consiguiente dos manos, pero aún no supiera que los tenía. ¿Cuánto tiempo iba a pasar la araña de mar ignorando aún que tenía manos?
—Probte —se decía en voz alta el joven Reiter—, milaño o domilaño o diemilaño. Chotiempo.
Y así caminaba hacia la escuela en el Pueblo de las Chicas Habladoras y, evidentemente, siempre llegaba tarde. Y además pensando en otras cosas.
En 1933 el director de la escuela llamó a los padres de Hans Reiter. Sólo fue la tuerta. El director la hizo pasar a su despacho y le dijo, en pocas palabras, que el niño no estaba capacitado para estudiar. Luego extendió los brazos, como para desdramatizar lo que acababa de decir, y sugirió que lo pusieran de aprendiz en algún oficio.
Ése fue el año en que ganó Hitler. Ese año, antes de que ganara Hitler, pasó una comitiva de propaganda por la aldea de Hans Reiter. La comitiva llegó primero al Pueblo de las Chicas Habladoras, en donde realizó un mitin en el cine, que fue un éxito, y al día siguiente se desplazó hasta la Aldea Cerdo y la Aldea Huevo y por la tarde llegaron a la aldea de Hans Reiter, en donde bebieron cerveza en la taberna, junto con los labriegos y los pescadores, trayendo y explicando la buena nueva del nacionalsocialismo, un partido que haría que Alemania resurgiera de sus cenizas y que Prusia resurgiera también de sus cenizas, en un ambiente franco y distendido, hasta que alguien, un bocazas seguramente, habló del cojo, que era el único que había regresado vivo del frente, un héroe, un tipo duro, un prusiano de pura cepa, aunque tal vez un poco holgazán, un paisano que contaba historias de la guerra que te ponían la piel de gallina, historias que él había vivido, en esto hacían especial hincapié los de la aldea, las había vivido, eran ciertas, pero no sólo eran ciertas sino que quien las contaba las había vivido, y entonces uno de la comitiva, uno con aires de gran señor (esto es necesario recalcarlo porque sus acompañantes no tenían, precisamente, aire de gran señor, eran tipos comunes y corrientes, tipos dispuestos a beber cerveza y a comer pescado y salchichas y a tirarse pedos y a reírse y ponerse a cantar, estos tipos, hay que señalarlo y repetirlo porque es de justicia hacerlo, no tenían esos aires, al contrario, tenían un aire de pueblo, de vendedores que recorren pueblo tras pueblo y que surgen del pueblo y viven junto al pueblo, y cuando mueren su memoria se desvanece en la memoria del pueblo), dijo que tal vez, sólo tal vez, resultaría interesante conocer al soldado Reiter, y luego preguntó por qué motivo el soldado Reiter no estaba, precisamente, en la taberna, departiendo con los camaradas nacionalsocialistas que sólo querían el bien para Alemania, y uno de los aldeanos, uno que tenía un caballo tuerto al que cuidaba más que el antiguo soldado Reiter a su mujer tuerta, dijo que el susodicho no estaba en la taberna porque no tenía dinero ni para pagarse una jarra de cerveza, lo que llevó a los miembros de la comitiva a decir que no faltaba más, que ellos le pagarían su cerveza al soldado Reiter, y entonces el tipo que se daba aires de gran señor apuntó a un aldeano con el dedo y le dijo que fuera a casa del soldado Reiter y lo trajera a la taberna, cosa que el aldeano hizo de inmediato, pero cuando reapareció, quince minutos después, informó a todos los allí reunidos de que el soldado Reiter no había querido ir y que las razones blandidas por éste eran que no tenía la ropa adecuada para ser presentado a viajeros tan ilustres como los que integraban la comitiva, además de que estaba solo con su hija, puesto que la tuerta aún no había regresado de su trabajo, y que su hija, como era lógico, no podía quedarse sola en casa, un argumento que a los de la comitiva (que eran unos cerdos) conmovió casi hasta las lágrimas, pues no sólo eran unos cerdos sino también unos hombres sentimentales, y la suerte de ese veterano y mutilado de guerra les llegó a lo más profundo de sus corazones, no así al tipo que se daba aires de gran señor, el cual se levantó y tras decir, como prueba de cultura, que si Mahoma no iba a la montaña, la montaña iría a Mahoma, le indicó al aldeano que lo guiara hasta la casa del cojo, adonde no permitió que lo acompañara ninguno de la comitiva, sólo él y el aldeano, y así este miembro del partido nacionalsocialista se manchó las botas con el fango de las calles de la aldea y siguió al aldeano hasta casi llegar al borde del bosque, en donde estaba la casa de la familia Reiter, que contempló con ojo de entendido durante un instante antes de entrar, como si calibrara el carácter del páter familias por la armonía o por la fortaleza de las líneas de la casa, o como si le interesaran sobremanera las construcciones rústicas de esa parte de Prusia, y después entraron en la casa y efectivamente en una cuna de madera dormía una niña de tres años y efectivamente el cojo vestía harapos, pues su capote militar y su único par de pantalones decentes aquel día estaban en el barreño o colgando húmedos en el patio, lo cual no fue óbice para que el recibimiento fuera amable, seguramente el cojo, al principio, se sintió orgulloso, privilegiado, por el hecho de que un miembro de la comitiva lo fuera a saludar expresamente a su casa, aunque después las cosas se torcieron o pareció que se torcían, pues las preguntas del tipo que se daba aires de gran señor paulatinamente empezaron a no gustarle y las afirmaciones, que más que afirmaciones eran profecías, también empezaron a no gustarle, y entonces a cada pregunta el cojo respondía con una afirmación, generalmente peregrina o extravagante, y a cada afirmación del otro el cojo le añadía una pregunta que, en cierta forma, desmontaba la afirmación en sí o la ponía en entredicho o la hacía aparecer como una afirmación pueril, totalmente carente de significado práctico, lo que a su vez empezó a exasperar al tipo que se daba aires de gran señor, el cual le confesó al cojo que él había sido piloto durante la guerra y que había derribado doce aviones franceses y ocho ingleses y que sabía muy bien los sufrimientos que uno experimentaba en el frente, en un vano esfuerzo por hallar un territorio común, a lo que el cojo respondió que sus mayores sufrimientos no habían sido en el frente sino en el maldito hospital militar cercano a Düren, en donde sus compatriotas no sólo robaban cigarrillos sino cualquier cosa que se pudiera robar, hasta las almas robaban para comerciar con ellas, puesto que era muy probable que en los hospitales militares alemanes existiera una cifra elevada de satanistas, algo que por otra parte, dijo el cojo, era comprensible, pues una temporada larga en un hospital militar empujaba a la gente hacia el satanismo, afirmación que exasperó al autorrevelado aviador, el cual también había estado internado tres semanas en un hospital militar, ¿en Düren?, preguntó el cojo, no, en Bélgica, dijo el tipo que se daba aires de gran señor, y el trato que había recibido cumplía y no en raras ocasiones excedía todos los requisitos no sólo del sacrificio sino también de la amabilidad y la comprensión, unos médicos varoniles y maravillosos, unas enfermeras guapas y eficientes, una atmósfera de solidaridad y resistencia y valor, incluso hasta un grupo de monjas belgas había mostrado un alto sentido del deber, en fin, que todos habían contribuido para que la estancia de los heridos fuera óptima, dentro de las circunstancias que cabe esperar, claro, porque un hospital no es ciertamente un cabaret o un burdel, y luego pasaron a otros temas, como la creación de la Gran Alemania, la construcción de un Hinterland, la limpieza de las instituciones del Estado a la que debía seguir la limpieza de toda la nación, la creación de nuevos puestos de trabajo, la lucha por la modernización, y mientras el ex piloto hablaba el padre de Hans Reiter se fue poniendo cada vez más nervioso, como si temiera que la pequeña Lotte se pusiera a llorar de un momento a otro, o como si se diera cuenta de golpe y porrazo de que él no era un interlocutor válido para ese tipo con aires de gran señor, y que acaso lo mejor que podía hacer era arrojarse a los pies de ese soñador, de ese centurión de los aires, y acusarse a sí mismo de lo que ya era obvio, de su ignorancia y de su pobreza y del valor que había perdido, pero no hizo nada de esto sino que a cada palabra del otro movía la cabeza, como si no estuviera convencido (en realidad estaba aterrorizado), como si le costara comprender del todo el alcance de sus sueños (que en realidad no comprendía en absoluto), hasta que de pronto ambos, el ex piloto con aires de gran señor y él, vieron entrar al joven Hans Reiter en la casa, el cual sin dirigirles la palabra sacó de la cuna a su hermana y se la llevó al patio.
—¿Y ése quién es? —dijo el ex piloto.
—Es mi hijo mayor —dijo el cojo.
—Parece un pez jirafa —dijo el ex piloto, y se echó a reír.
Así pues, en 1933 Hans Reiter abandonó la escuela porque sus profesores lo acusaron de falta de interés y absentismo, lo cual era rigurosamente cierto, y sus padres y parientes le consiguieron un trabajo en un bote de pesca, de donde el patrón lo echó al cabo de tres meses, porque al joven Reiter le interesaba más mirar el fondo del mar que ayudarlo a echar las redes, y luego se puso a trabajar como peón de campo, de donde también lo echaron al poco tiempo por gandul, y de recogedor de turba y de aprendiz en una tienda de ferretería en el Pueblo de los Gordos y de ayudante de un campesino que iba a vender sus verduras hasta Stettin, de donde también lo despidieron, pues resultaba más una carga que una ayuda, hasta que finalmente lo pusieron a trabajar en la casa de campo de un barón prusiano, una casa que quedaba en medio de un bosque, junto a un lago de aguas negras, en donde también trabajaba la tuerta, quitando el polvo de los muebles y de los cuadros y de las enormes cortinas y de los gobelinos y de las diferentes salas, cada una con su nombre misterioso que evocaba etapas de una secta secreta, en donde el polvo se acumulaba irremediablemente, salas que, por otra parte, había que ventilar para que perdieran el olor a humedad y abandono que cada cierto tiempo se adueñaba de ellas, y también sacando el polvo de los libros de la inmensa biblioteca del barón, el cual rara vez leía alguno de sus ejemplares, libros antiguos que había preservado el padre del barón y que a éste le había legado el abuelo del barón, al parecer el único de aquella vasta familia que leía libros y que había inculcado en sus descendientes el amor por los libros, un amor que no se traducía en la lectura de éstos pero sí en la conservación de la biblioteca, que estaba exactamente igual, ni más grande ni más pequeña, a como la había dejado el abuelo del barón.
Y Hans Reiter, que no había visto en su vida tantos libros juntos, les quitaba el polvo, uno por uno, los trataba con cuidado, pero tampoco los leía, en parte porque con su libro de la vida marina ya tenía suficiente y en parte porque temía la aparición repentina del barón, que rara vez visitaba la casa de campo, ocupado como estaba con los asuntos de Berlín y de París, aunque de tanto en tanto aparecía por allí su sobrino, hijo de la hermana menor del barón prematuramente fallecida y de un pintor que se había instalado en el sur de Francia y al que el barón odiaba, un muchacho de unos veinte años que solía pasar una semana en la casa de campo, completamente solo, sin apenas importunar a nadie, y que se encerraba en la biblioteca sin límite de tiempo, leyendo y bebiendo coñac hasta que se quedaba dormido sobre el sillón.
Otras veces la que aparecía era la hija del barón, pero sus visitas eran más cortas, no duraban más de un fin de semana, aunque para la servidumbre ese fin de semana equivalía a un mes pues la hija del barón nunca llegaba sola sino con un séquito de amigos, en ocasiones más de diez, todos despreocupados, todos voraces, todos desordenados, que convertían la casa en algo caótico y ruidoso, pues sus fiestas diarias se prolongaban hasta la madrugada.
En ocasiones la llegada de la hija del barón coincidía con una estancia en la casa del sobrino del barón y entonces el sobrino del barón, pese a los ruegos de su prima, se marchaba casi de inmediato, a veces sin siquiera esperar la carretela tirada por un percherón que en casos así solía acompañarlo hasta la estación de trenes del Pueblo de las Chicas Habladoras.
La llegada de su prima provocaba en el sobrino del barón, de por sí tímido, un estado de envaramiento y de torpeza tal que la servidumbre, cuando comentaba los sucesos del día, no podía sino ser unánime en su juicio: él la amaba o él la quería o él desfallecía por ella o él sufría por ella, opiniones que el joven Hans Reiter escuchaba, comiéndose un pan con mantequilla, con las piernas cruzadas, y sin decir ni añadir una palabra, aunque la verdad era que él conocía mucho mejor al sobrino del barón, que se llamaba Hugo Halder, que el resto de los sirvientes, los cuales parecían ciegos ante la realidad o sólo veían lo que querían ver, es decir a un joven huérfano enamorado y agonizante y a una joven huérfana (aunque la hija del barón tenía padre y madre, como bien sabían todos) descocada y a la espera de una vaga, densa redención.
Una redención que olía a humo de turba, a sopa de col, a viento enredado en la espesura del bosque. Una redención que olía a espejo, pensó el joven Reiter, a punto de atragantarse con el pan.
¿Y por qué el joven Reiter conocía mejor al veinteañero Hugo Halder que el resto de la servidumbre? Pues por una razón muy sencilla. O por dos razones muy sencillas que, entrelazadas o combinadas, daban un retrato más completo y también más complicado del sobrino del barón.
Primera razón: él lo había visto en la biblioteca, mientras pasaba el plumero por los libros, él había visto, desde lo alto de la escalera móvil de la biblioteca, al sobrino del barón dormido, resoplando o roncando, hablando solo, pero no frases enteras como solía hacerlo la dulce Lotte sino monosílabos, jirones de palabras, partículas de insultos, a la defensiva, como si en el sueño estuvieran a punto de matarlo. Él había, también, leído los títulos de los libros que leía el sobrino del barón. La mayoría eran libros de historia, lo que quería decir que el sobrino del barón amaba o se interesaba por la historia, algo que al joven Hans Reiter, a primera vista, le parecía repulsivo. Pasarse toda la noche bebiendo coñac y fumando y leyendo libros de historia. Repulsivo. Lo que lo llevaba a preguntarse: ¿y para eso tanto silencio? Y también había escuchado sus palabras cuando, por un ruido cualquiera, el ruido de un ratón o el suave raspado que hace un libro de lomo de cuero al ser devuelto a su lugar entre otros dos libros, se despertaba, palabras de desconcierto total, como si el mundo hubiera mudado de eje, palabras de desconcierto total y no de enamorado, palabras de sufriente, palabras que emanaban de una trampa.
La segunda razón tenía más peso aún. El joven Hans Reiter había acompañado, portándole las maletas, a Hugo Halder en una de las tantas ocasiones en que éste había decidido abandonar de prisa la casa de campo ante la repentina irrupción de su prima. Para llegar de la casa de campo a la estación de trenes del Pueblo de las Chicas Habladoras había dos caminos. Uno, el más largo, pasaba por la aldea Cerdo y por la Aldea Huevo y bordeaba en ocasiones los roqueríos y el mar. El otro, mucho más corto, transcurría a través de un sendero que partía en dos un inmenso bosque de robles y hayas y álamos para reaparecer en los alrededores del Pueblo de las Chicas Habladoras, junto a una fábrica abandonada de encurtidos, muy cerca de la estación.
La imagen es la siguiente: Hugo Halder camina por delante de Hans Reiter con el sombrero en la mano y observando con atención el techo del bosque, un vientre oscuro por el que se mueven sigilosos animales y aves que no acierta a reconocer. Diez metros por detrás camina Hans Reiter con la maleta del sobrino del barón, que pesa demasiado y que por lo tanto se pasa, cada cierto tiempo, de una mano a la otra. De pronto ambos oyen el gruñido de un jabalí o de lo que ellos creen que es un jabalí. Tal vez sólo se trate de un perro. Tal vez lo que han oído sea el motor lejano de un coche a punto de averiarse. Estas dos últimas opciones son altamente improbables pero no imposibles. Lo cierto es que ambos, sin decirse nada, aceleran el paso y de pronto Hans Reiter tropieza y cae y también cae la maleta y ésta se abre y su contenido se desparrama por la senda oscura que atraviesa el bosque oscuro. Y junto con la ropa de Hugo Halder, que no se ha dado cuenta de la caída y que cada vez se aleja más, el joven y exhausto Hans Reiter distingue cubiertos de plata, candelabros, cajitas de madera lacada, medallones olvidados en los muchos aposentos de la casa de campo, que el sobrino del barón seguramente empeñará o malvenderá en Berlín.
Por supuesto, Hugo Halder supo que Hans Reiter lo había descubierto y este hecho contribuyó a aproximarlo al joven sirviente. La primera señal se produjo la misma tarde en que Hans Reiter le llevó la maleta a la estación de trenes. Al despedirse, Halder le depositó en la mano unas cuantas monedas de propina (era la primera vez que le daba dinero y también era la primera vez que Hans Reiter recibía dinero que no fuera el correspondiente a su exiguo salario). En la siguiente visita que hizo a la casa de campo le regaló un jersey. Dijo que era suyo y que ya no le cabía porque había engordado un poco, lo que a simple vista no era cierto. En una palabra, Hans Reiter dejó de ser invisible y su presencia se hizo acreedora de una que otra atención.
En ocasiones, mientras estaba en la biblioteca leyendo o haciendo como que leía sus libros de historia, Halder mandaba llamar a Reiter, con quien sostenía cada vez más largas conversaciones. Al principio le preguntaba por el resto del servicio. Quería saber qué pensaban de él, si su presencia no los importunaba, si lo soportaban bien, si alguien sentía por él algún rencor. Después pasaron a los monólogos. Halder hablaba de su vida, de su madre muerta, de su tío el barón, de su única prima, esa muchacha inalcanzable y descocada, de las tentaciones que ofrecía Berlín, ciudad que amaba pero que le producía al mismo tiempo sufrimientos sin cuento, en ocasiones de una agudeza inaguantable, del estado de sus nervios, siempre a punto de romperse.
Después quiso que el joven Hans Reiter le contara, a su vez, cosas sobre su vida, ¿qué hacía?, ¿qué quería hacer?, ¿cuáles eran sus sueños?, ¿qué pensaba que le deparaba el futuro?
Sobre el futuro, como no podía ser menos, Halder tenía sus propias ideas. Creía que pronto se inventaría y se pondría a la venta una especie de estómago artificial. La idea era tan disparatada que él mismo era el primero en reírse de ella (fue la primera vez que Hans Reiter lo vio reír y la risa de Halder le desagradó profundamente). Sobre su padre, el pintor que vivía en Francia, no hablaba nunca, pero en cambio le gustaba saber cosas acerca de los padres de las demás personas. Le divirtió la respuesta que a este respecto le dio el joven Reiter. Dijo que sobre su padre no sabía nada.
—Es verdad —dijo Halder—, uno nunca sabe nada de su padre.
Un padre, dijo, es una galería sumida en la más profunda oscuridad, en la que caminamos a ciegas buscando la puerta de salida. Sin embargo insistió en que el joven sirviente le dijera al menos el aspecto físico que tenía su padre, a lo que el joven Hans Reiter contestó que sinceramente no lo sabía. En este punto Halder quiso saber si vivía con él o no. Siempre he vivido con él, contestó Hans Reiter.
—¿Y qué aspecto físico tiene? ¿No eres capaz de describirlo?
—No soy capaz porque no lo sé —respondió Hans Reiter.
Durante unos segundos ambos permanecieron en silencio, uno mirándose las uñas y el otro mirando el alto cielo raso de la biblioteca. Parecía difícil de creer, pero Halder le creyó.
Se podría decir, estirando mucho el término, que Halder fue el primer amigo que tuvo Hans Reiter. Cada vez que iba a la casa de campo se pasaba más tiempo con él, bien encerrados en la biblioteca, bien caminando y charlando por el parque que rodeaba la posesión.
Halder, además, fue el primero que le hizo leer algo que no fuera el libro Algunos animales y plantas del litoral europeo. No le resultó fácil. Primero le preguntó si sabía leer. Hans Reiter dijo que sí. Después le preguntó si había leído algún buen libro. Recalcó la última parte de la frase. Hans Reiter dijo que sí. Que tenía un buen libro. Halder le preguntó qué libro era ése. Hans Reiter dijo que era Algunos animales y plantas del litoral europeo. Halder dijo que ése seguramente era un libro divulgativo y que él se refería a un buen libro literario. Hans Reiter dijo que no sabía cuál era la diferencia entre un buen libro ditivo (divulgativo) y un buen libro liario (literario). Halder le dijo que la diferencia consistía en la belleza, en la belleza de la historia que se contaba y en la belleza de las palabras con que se contaba esa historia. Acto seguido comenzó a ponerle ejemplos. Le habló de Goethe y de Schiller, le habló de Hölderlin y de Kleist, le habló maravillas de Novalis. Le dijo que él había leído a todos esos autores y que cada vez que los releía volvía a llorar.
—A llorar —dijo—, a llorar, ¿lo comprendes, Hans?
A lo que Hans Reiter dijo que él nunca lo había visto con un libro de esos autores, sino con libros de historia. La respuesta de Halder lo pilló por sorpresa. Halder dijo:
—Es que no estoy bien de historia y debo ponerme al día.
—¿Para qué? —dijo Hans Reiter.
—Para rellenar una laguna.
—Las lagunas no se rellenan —dijo Hans Reiter.
—Sí se rellenan —dijo Halder—, con un poco de esfuerzo todo se rellena en este mundo. Cuando yo tenía tu edad —dijo Halder, una exageración evidente—, leí a Goethe hasta el hartazgo, aunque Goethe, por supuesto, es infinito, en fin, leí a Goethe, a Eichendorff, a Hoffman, y descuidé mis estudios de historia, que también son necesarios, como quien dice, para afilar el cuchillo por ambos lados.
Luego, mientras atardecía y oían crepitar el fuego en la chimenea, ambos intentaron ponerse de acuerdo en qué libro sería el primero que Hans Reiter leería y no llegaron a ningún acuerdo. Al anochecer, finalmente, Halder le dijo que cogiera el libro que quisiera y que se lo devolviera al cabo de una semana. El joven sirviente estuvo de acuerdo en que esa solución era la mejor.
Al cabo de poco tiempo las pequeñas sustracciones que el sobrino del barón realizaba en la casa de campo aumentaron debido, según él, a deudas de juego y a compromisos ineludibles con ciertas damas a las que no podía dejar abandonadas. La torpeza de Halder en disimular sus hurtos era mayúscula y el joven Hans Reiter se decidió a ayudarle. A fin de que los objetos sustraídos no fueran echados en falta le sugirió a Halder que ordenara al resto de la servidumbre traslados arbitrarios, hacer vaciar habitaciones so pretexto de airearlas, subir de los sótanos viejos baúles y luego volverlos a bajar. En una palabra: cambiar las cosas de sitio.
También le sugirió, y en esto además colaboró activamente, dedicarse a las rarezas, a la rapiña de las antigüedades verdaderamente antiguas y por lo tanto olvidadas, diademas aparentemente sin ningún valor que habían pertenecido a su bisabuela o tatarabuela, bastones de maderas preciosas con empuñadura de plata, las espadas que sus antepasados habían utilizado en las guerras napoleónicas o contra los daneses o contra los austriacos.
Halder, por lo demás, siempre fue generoso con él. A cada nueva visita le entregaba lo que llamaba su parte del botín, que en realidad no pasaba de ser una propina un poco desmesurada, pero que para Hans Reiter constituía una fortuna. Esa fortuna, por supuesto, no se la enseñó a sus padres, pues éstos no hubieran tardado en acusarlo de ladrón. Tampoco se compró nada para él. Consiguió una lata de galletas, en donde introdujo los pocos billetes y las muchas monedas, escribió en un papel «este dinero pertenece a Lotte Reiter», y la enterró en el bosque.
El azar o el demonio quiso que el libro que Hans Reiter escogió para leer fuera el Parsifal, de Wolfram von Eschenbach. Cuando Halder lo vio con el libro se sonrió y le dijo que no lo iba a entender, pero también le dijo que no le causaba extrañeza que hubiera escogido aquel libro y no otro, de hecho, le dijo que ese libro, aunque no lo entendiera jamás, era el más indicado para él, de la misma forma que Wolfram von Eschenbach era el autor en el que encontraría una más clara semejanza con él mismo o con su espíritu o con lo que él deseaba ser y, lamentablemente, no sería jamás, aunque sólo le faltara un poquito así, dijo Halder casi pegando las yemas de los dedos pulgar e índice.
Wolfram, descubrió Hans, dijo sobre sí mismo: yo huía de las letras. Wolfram, descubrió Hans, rompe con el arquetipo del caballero cortesano y le es negado (o él se lo niega a sí mismo) el aprendizaje, la escuela de los clérigos. Wolfram, descubrió Hans, al contrario que los trovadores y los minnesinger, rechaza el servicio a la dama. Wolfram, descubrió Hans, declara no poseer artes, pero no para ser tomado como un inculto, sino como una forma de decir que está liberado de la carga de los latines y que él es un caballero laico e independiente. Laico e independiente.
Por supuesto, hubo poetas medievales alemanes más importantes que Wolfram von Eschenbach. Friedrich von Hausen es uno de ellos, Walther von der Vogelweide es otro. Pero la soberbia de Wolfram (yo huía de las letras, yo no poseía artes), una soberbia que da la espalda, una soberbia que dice moríos, yo viviré, le confiere un halo de misterio vertiginoso, de indiferencia atroz, que atrajo al joven Hans como un gigantesco imán atrae a un delgado clavo.
Wolfram no poseía hacienda. Wolfram por lo tanto estaba sometido al servicio de vasallaje. Wolfram tuvo algunos protectores, condes que concedían la visibilidad a sus vasallos o al menos a algunos de sus vasallos. Wolfram dijo: mi estilo es la profesión del escudo. Y mientras Halder le contaba todas estas cosas de Wolfram, como si dijéramos para situarlo en el lugar del crimen, Hans leyó de principio a final el Parsifal, a veces en voz alta, mientras estaba en el campo o mientras recorría el camino que lo llevaba de su casa al trabajo, y no sólo lo entendió, sino que también le gustó. Y lo que más le gustó, lo que lo hizo llorar y retorcerse de risa, tirado sobre la hierba, fue que Parsifal en ocasiones cabalgaba (mi estilo es la profesión del escudo) llevando bajo su armadura su vestimenta de loco.
Los años que pasó en compañía de Hugo Halder fueron provechosos para él. Las rapiñas continuaron, a veces con un ritmo alto, otras veces a un ritmo decreciente, en parte esto último porque ya poco quedaba por robar en la casa de campo sin que lo notara la prima de Hugo o el resto de la servidumbre. Sólo en una ocasión apareció el barón por sus dominios. Llegó en un coche negro, con las cortinas bajadas, y pernoctó una noche.
Hans creyó que lo vería, que tal vez el barón se dirigiría a él, pero nada de esto ocurrió. El barón sólo pasó una noche en la casa de campo, recorriendo las alas de la casa que estaban más abandonadas, en una permanente movilidad (y en un permanente silencio), sin molestar a los sirvientes, como si estuviera soñando y no pudiera comunicarse verbalmente con nadie. Por la noche cenó pan negro y queso y él mismo bajó a la bodega y eligió la botella de vino que abrió para acompañar su frugal comida. A la mañana siguiente desapareció antes de que clareara el día.
A la hija del barón, por el contrario, la vio muchas veces. Siempre acompañada por sus amigos. En tres ocasiones, durante el tiempo que Hans trabajó allí, coincidió su llegada con una estancia de Halder, y las tres veces Halder, profundamente cohibido ante la presencia de su prima, hizo de inmediato su maleta y se marchó. La última vez, mientras cruzaban el bosque que había sellado, de alguna manera, su complicidad, Hans le preguntó qué era lo que lo ponía tan nervioso. La respuesta de Halder fue escueta y malhumorada. Le dijo que él no lo entendería y siguió caminando bajo el techo del bosque.
En 1936 el barón cerró la casa de campo y despidió a los sirvientes, dejando allí sólo al guardabosques. Durante un tiempo Hans estuvo sin hacer nada y luego pasó a engrosar las filas de los ejércitos de trabajadores que construían carreteras en el Reich. Cada mes le mandaba a su familia el salario casi completo, pues sus necesidades eran frugales, aunque los días de descanso bajaba con otros compañeros a las tabernas de los pueblos más cercanos en donde bebían cerveza hasta quedar tirados en el suelo. Entre los jóvenes peones sin duda era el que mejor aguantaba la bebida, y en un par de ocasiones participó en concursos organizados espontáneamente para dilucidar quién bebía más en menos tiempo. Pero la bebida no le gustaba, o no le gustaba más que la comida, y el día en que su brigada estaba trabajando cerca de Berlín se dio de baja y se largó.
No le costó encontrar en la gran ciudad la dirección de Halder, en cuya casa se presentó en busca de ayuda. Halder le consiguió trabajo de dependiente en una papelería. Vivía por entonces en un cuarto de una casa de obreros, en donde le alquilaron una cama. La habitación la compartía con un tipo de unos cuarenta años que trabajaba de vigilante nocturno de una fábrica. El tipo se llamaba Füchler y tenía una enfermedad, posiblemente de origen nervioso, como él admitía, que unas noches se manifestaba en forma de reuma y otras noches como enfermedad cardiaca o como imprevistos ataques de asma.
Con Füchler se veían poco, pues uno trabajaba de noche y el otro de día, pero cuando coincidían el trato era excelente. Según le confesó este tal Füchler, hacía mucho tiempo había estado casado y había tenido un hijo. Cuando su hijo tenía cinco años había enfermado y al poco tiempo había muerto. Füchler no pudo soportar la muerte del niño y al cabo de tres meses de duelo, encerrado en el sótano de su casa, llenó una mochila con lo que encontró y se largó sin decirle nada a nadie. Durante un tiempo vagabundeó por los caminos de Alemania viviendo de la caridad o de lo que el azar tuviera a bien ofrecerle. Al cabo de los años llegó a Berlín, en donde un amigo lo reconoció en la calle y le ofreció trabajo. Este amigo, que ya estaba muerto, trabajaba de supervisor en la fábrica en donde Füchler cumplía actualmente sus labores de vigilante. La fábrica no era demasiado grande y durante mucho tiempo se dedicó a producir armas de caza, pero últimamente se había reconvertido y ahora se dedicaba a producir fusiles.
Una noche, al volver del trabajo, Hans Reiter encontró al vigilante Füchler acostado en la cama. La mujer que les alquilaba la habitación le había subido un plato de sopa. El aprendiz de la tienda de papelería se dio cuenta de inmediato de que su compañero de habitación se iba a morir.
La gente sana rehúye el trato con la gente enferma. Esta regla es aplicable a casi todo el mundo. Hans Reiter era una excepción. No les temía a los sanos ni tampoco a los enfermos. No se aburría nunca. Era servicial y tenía en alta estima la noción, esa noción tan vaga, tan maleable, tan desfigurada, de la amistad. Los enfermos, por lo demás, siempre son más interesantes que los sanos. Las palabras de los enfermos, incluso de aquellos que sólo son capaces de balbucear, siempre son más importantes que las palabras de los sanos. Por lo demás, toda persona sana es una futura persona enferma. La noción del tiempo, ah, la noción del tiempo de los enfermos, qué tesoro escondido en una cueva en el desierto. Los enfermos, por lo demás, muerden de verdad, mientras que las personas sanas hacen como que muerden pero en realidad sólo mastican aire. Por lo demás, por lo demás, por lo demás.
Antes de morir Füchler le propuso a Hans que, si quería, podía quedarse con su trabajo. Le preguntó cuánto ganaba en la papelería. Hans se lo dijo. Una miseria. Le escribió una carta de presentación para el nuevo supervisor, en donde se hacía responsable del comportamiento del joven Reiter, a quien, dijo, conocía desde siempre. Hans se lo pensó durante todo el día, mientras descargaba cajas de lápices y cajas de gomas de borrar y cajas de libretas y barría la acera de la papelería. Cuando volvió a casa le dijo a Füchler que le parecía bien, que cambiaría de trabajo. Esa misma noche se presentó en la fábrica de fusiles, que quedaba en las afueras, y tras una breve conversación con el supervisor llegaron a un acuerdo por el cual estaría a prueba durante quince días. Poco después murió Füchler. Como no tenía a nadie a quien entregarle sus pertenencias, se las quedó él. Un abrigo, dos pares de zapatos, una bufanda de lana, cuatro camisas, varias camisetas, siete pares de calcetines. La navaja de afeitar de Füchler se la regaló al dueño de la casa. Debajo de la cama, en una caja de cartón, encontró varias novelas de vaqueros. Se las quedó él.
A partir de entonces el tiempo libre de Hans Reiter se multiplicó. Por la noche trabajaba recorriendo el patio de adoquines de la fábrica y los pasillos fríos de las salas alargadas con grandes ventanales de vidrio para aprovechar al máximo la luz solar, y por las mañanas, después de desayunar junto a algún puesto ambulante del barrio obrero donde vivía, dormía entre cuatro y seis horas y luego tenía las tardes libres para desplazarse al centro de Berlín en tranvía, en donde se presentaba en casa de Hugo Halder con el cual salía a pasear o a visitar cafeterías y restaurantes en donde el sobrino del barón invariablemente solía encontrar a algunos conocidos a los que les proponía negocios que nunca nadie aceptaba.
Por aquella época Hugo Halder vivía en uno de los callejones que hay junto a la Himmelstrasse, en un piso pequeño abarrotado de muebles antiguos y pinturas polvorientas que colgaban de la pared y su mejor amigo, aparte de Hans, era un japonés que trabajaba de secretario del encargado de asuntos agrícolas en la legación del Japón. El japonés se llamaba Noburo Nisamata pero Halder y también Hans lo llamaban Nisa. Tenía veintiocho años y era de carácter afable, dado a celebrar los chistes más inocentes y dispuesto a escuchar las ideas más disparatadas. Generalmente se juntaban en el café La Virgen de Piedra, a pocos pasos de la Alexanderplatz, adonde solían llegar Halder y Hans primero y comer cualquier cosa, una salchicha con un poco de chucrut, hasta que llegaba el japonés, una o dos horas más tarde, perfectamente vestido, y ya allí apenas se bebía un vaso de whisky sin agua ni hielo, antes de abandonar a la carrera el local y perderse en la noche berlinesa.
Entonces Halder asumía la dirección. En taxi se desplazaban hasta el cabaret Eclipse, en donde actuaban las peores cabareteras de Berlín, un grupo de mujeres viejas y sin talento que había encontrado el éxito en la exhibición sin tapujos de su fracaso, y en donde, pese a las carcajadas y a los silbidos, si uno tenía la suficiente familiaridad con un camarero como para que éste le consiguiera una mesa apartada, se podía conversar sin mayores problemas. El Eclipse era, además, un sitio barato, aunque durante esas noches de extravío berlinés el dinero no le importaba a Halder, entre otras razones porque siempre pagaba el japonés. Después, ya entonados, solían irse al Café de los Artistas, en donde no había variedades pero en donde se podía ver a algunos pintores del Reich y, cosa que a Nisa le producía un gran placer, uno podía compartir mesa con una de estas celebridades, a muchos de los cuales Halder conocía desde hacía tiempo y a algunos incluso tuteaba.
Del Café de los Artistas generalmente se iban a las tres de la mañana rumbo al Danubio, un cabaret de lujo, en donde las bailarinas eran muy altas y muy hermosas y en donde en más de una ocasión tuvieron problemas con el portero o con el jefe de camareros para que pudiera entrar Hans, puesto que la vestimenta de éste, pobre de solemnidad, no se ajustaba a la etiqueta exigida. En los días de semana, por otra parte, Hans abandonaba a sus amigos a las diez de la noche para dirigirse corriendo a la parada del tranvía y llegar a la hora justa a su trabajo de vigilante nocturno. Durante aquellos días, si hacía buen tiempo, se pasaban las horas sentados en la terraza de un restaurante de moda, hablando de los inventos que se le ocurrían a Halder. Éste juraba que algún día, cuando tuviera tiempo, los patentaría y se haría rico, lo que causaba extraños ataques de hilaridad al japonés. La risa de Nisa tenía algo de histérico: se reía no sólo con los labios y con los ojos y con la garganta sino también con las manos y con el cuello y con los pies, que daban pequeños zapatazos contra el suelo.
En cierta ocasión, después de explicarles la utilidad de una máquina que produciría nubes artificiales, Halder de improviso le preguntó a Nisa si su cometido en Alemania era el que él decía o bien cumplía funciones de agente secreto. La pregunta, de sopetón, pilló a Nisa desprevenido y al principio no la entendió del todo. Después, cuando Halder le explicó seriamente el cometido de un agente secreto, Nisa estalló en un ataque de risa como Hans no había visto en su vida, a tal grado que de repente cayó desmayado sobre la mesa y él y Halder tuvieron que llevarlo en volandas al baño, en donde le echaron agua en la cara y consiguieron reanimarlo.
Nisa, por su parte, no hablaba mucho, ya fuera por discreción o porque no deseaba ofenderlos a ellos con su mala pronunciación del alemán. De vez en cuando, sin embargo, decía cosas interesantes. Decía, por ejemplo, que el zen era una montaña que se muerde la cola. Decía que el idioma que había estudiado era el inglés y que estaba destinado a Berlín por una de las tantas equivocaciones del ministerio. Decía que los samuráis eran como peces en una cascada pero que el mejor samurái de la historia fue una mujer. Decía que su padre había conocido a un monje cristiano que vivió quince años sin salir jamás del islote de Endo, a pocas millas de Okinawa, y que la isla era de roca volcánica y que carecía de agua.
Cuando decía estas cosas solía acompañarlas con una sonrisa. Halder, a su vez, lo contradecía afirmando que Nisa era sintoísta, que sólo le gustaban las putas alemanas, que además de alemán e inglés sabía hablar y escribir correctamente el finlandés, el sueco, el noruego, el danés, el neerlandés y el ruso. Cuando Halder decía estas cosas, Nisa reía despacito, ji ji ji, y le enseñaba a Hans sus dientes y le brillaban los ojos.
En ocasiones, sin embargo, sentado en las terrazas o alrededor de una oscura mesa de cabaret, el trío se instalaba sin que viniera a cuento en un silencio obstinado. Parecían petrificarse de repente, olvidar el tiempo y volverse del todo hacia dentro, como si dejaran de lado el abismo de la vida diaria, el abismo de la gente, el abismo de la conversación y decidieran asomarse a una región como lacustre, una región romántica tardía, en donde las fronteras se cronometraban de crepúsculo a crepúsculo, diez, quince, veinte minutos que duraban una eternidad, como los minutos de los condenados a muerte, como los minutos de las parturientas condenadas a muerte que comprenden que más tiempo no es más eternidad y que sin embargo desean con toda su alma más tiempo, y esos vagidos eran los pájaros que cruzaban de vez en cuando y con cuánta serenidad el doble paisaje lacustre, como excrecencias lujosas o como latidos del corazón. Después, como es natural, salían acalambrados del silencio y volvían a hablar de inventos, de mujeres, de filología finlandesa, de la construcción de carreteras en la geografía del Reich.
En no pocas ocasiones acababan sus correrías nocturnas en el piso de una tal Grete von Joachimsthaler, vieja amiga de Halder y con quien éste mantenía una relación llena de subterfugios y malentendidos.
A casa de Grete solían acudir músicos, incluso un director de orquesta que afirmaba que la música era la cuarta dimensión y a quien Halder estimaba mucho. El director de orquesta tenía treintaicinco años y era admirado (las mujeres desfallecían por él) como si tuviera veinticinco y respetado como si tuviera ochenta. Por regla general cuando acudía a terminar las veladas al piso de Grete se sentaba junto al piano, que no tocaba ni con la punta del meñique, y de inmediato era rodeado por una corte de amigos y seguidores embobados, hasta que decidía levantarse y emerger como un apicultor de un enjambre de abejas, sólo que este apicultor no iba protegido por un traje de malla ni por un casco y ay de la abeja que se atreviera a picarle, aunque sólo fuera de pensamiento.
La cuarta dimensión, decía, contiene a las tres dimensiones y les adjudica, de paso, su valor real, es decir anula la dictadura de las tres dimensiones, y anula, por lo tanto, el mundo tridimensional que conocemos y en el que vivimos. La cuarta dimensión, decía, es la riqueza absoluta de los sentidos y del Espíritu (con mayúscula), es el ojo (con mayúscula), es decir el Ojo, que se abre y anula los ojos, que comparados con el Ojo son apenas unos pobres orificios de fango, fijos en la contemplación o en la ecuación nacimiento-aprendizaje-trabajo-muerte, mientras el Ojo se remonta por el río de la filosofía, por el río de la existencia, por el río (rápido) del destino.
La cuarta dimensión, decía, sólo era expresable mediante la música. Bach, Mozart, Beethoven.
Era difícil acercarse al director de orquesta. Es decir, no era difícil acercarse físicamente, pero era difícil que él, cegado por los focos, separado de los demás por el foso, consiguiera verte. Una noche, sin embargo, el trío pintoresco que componían Halder, el japonés y Hans captó su atención y le preguntó a la anfitriona quiénes eran. Ésta le dijo que Halder era un amigo, hijo de un pintor que en otros tiempos prometía, sobrino del barón Von Zumpe, y que el japonés trabajaba en la embajada japonesa y que el joven alto y desgarbado y mal vestido era sin duda un artista, un pintor, posiblemente, al que Halder protegía.
El director de orquesta, entonces, quiso conocerlos y la anfitriona, exquisita, llamó al sorprendido trío con el dedo índice y los condujo a un lugar apartado del piso. Durante un rato, como es natural, no supieron qué decirse. El director les habló, una vez más, pues por entonces ése era su tema favorito, de la música o de la cuarta dimensión, no quedaba muy claro dónde acababa una y empezaba la otra, tal vez el punto de unión entre ambas, a juzgar por ciertas palabras misteriosas del director, fuera el director mismo, en quien confluían de forma espontánea los misterios y las respuestas. Halder y Nisa a todo asentían, no así Hans. Según el director, la vida —tal cual— en la cuarta dimensión era de una riqueza inimaginable, etc., etc., pero lo verdaderamente importante era la distancia con que uno, inmerso en esa armonía, podía contemplar los humanos asuntos, con ecuanimidad, en una palabra, sin losas artificiales que oprimieran el espíritu entregado al trabajo y a la creación, a la única verdad trascendente de la vida, aquella verdad que crea más vida y luego más vida y más vida, un caudal inagotable de vida y alegría y luminosidad.
El director de orquesta hablaba y hablaba, de la cuarta dimensión y de algunas sinfonías que había dirigido o que pensaba dirigir próximamente, sin quitarles la vista de encima. Sus ojos eran como los ojos de un halcón que vuela y al mismo tiempo se complace en su vuelo, pero que también mantiene la mirada vigilante, la mirada capaz de discernir hasta el más mínimo movimiento allá abajo, en el dibujo confuso de la tierra.
Tal vez el director estaba algo borracho. Tal vez el director estaba cansado y pensaba en otras cosas. Tal vez las palabras que el director decía no expresaban en modo alguno su estado de ánimo, su talante, su disposición temblorosa ante el fenómeno artístico.
Esa noche, sin embargo, Hans le preguntó o se preguntó a sí mismo en voz alta (era la primera vez que hablaba) qué pensarían aquellos que vivían o frecuentaban la quinta dimensión. Al principio el director no le entendió del todo, pese a que el alemán de Hans había mejorado mucho desde que se fue con las brigadas camineras y más aún desde que vivía en Berlín. Luego captó la idea y dejó de mirar a Halder y a Nisa para concentrar su mirada de halcón o de águila o de buitre carroñero en los ojos grises y tranquilos del joven prusiano, que ya estaba formulando otra pregunta: ¿qué pensarían los que tenían acceso libre a la sexta dimensión de aquellos que se instalaban en la quinta o en la cuarta dimensión? ¿Qué pensarían los que vivían en la décima dimensión, es decir los que percibían diez dimensiones, de la música, por ejemplo? ¿Qué era para ellos Beethoven? ¿Qué era para ellos Mozart? ¿Qué era para ellos Bach? Probablemente, se contestó a sí mismo el joven Reiter, sólo ruido, ruido como de hojas arrugadas, ruido como de libros quemados.
En ese momento el director de orquesta levantó una mano en el aire y dijo o más bien susurró confidencialmente:
—No hable de libros quemados, querido joven.
A lo que Hans respondió:
—Todo es un libro quemado, querido director. La música, la décima dimensión, la cuarta dimensión, las cunas, la producción de balas y fusiles, las novelas del oeste: todo libros quemados.
—¿De qué habla? —dijo el director.
—Sólo daba mi opinión —dijo Hans.
—Una opinión como cualquier otra —dijo Halder que intentó, por si acaso, poner un punto final jocoso, que no lo enemistara con el director ni que enemistara a éste con su amigo—, una típica intervención de adolescente.
—No, no, no —dijo el director—, ¿a qué se refiere cuando habla de novelas del oeste?
—A novelas de vaqueros —dijo Hans.
Esta declaración pareció quitarle un peso de encima al director, que tras cruzar unas cuantas palabras amables con ellos no tardó en dejarlos. Más tarde, el director le diría a la anfitriona que Halder y el japonés parecían buenas personas, pero que el adolescente amigo de Halder funcionaba, sin ningún género de dudas, como una bomba de relojería: una mente burda y poderosa, irracional, ilógica, capaz de explotar en el momento menos indicado. Lo que no era cierto.
Por lo demás, las noches en el piso de Grete von Joachimsthaler solían acabar, cuando los músicos ya se habían ido, en la cama o en la bañera, una bañera como había pocas en Berlín, una bañera de dos metros y medio de largo por un metro y medio de ancho, esmaltada en negro y con patas de león, en donde Halder y luego Nisa masajeaban interminablemente a Grete, desde las sienes hasta los dedos de los pies, ambos perfectamente vestidos, incluso en ocasiones con el abrigo puesto (por expreso deseo de Grete), mientras ésta adoptaba aires de sirena, unas veces cara arriba, otras cara abajo, ¡otras sumergida!, su desnudez cubierta únicamente por la espuma.
Durante estas veladas amorosas Hans esperaba en la cocina, en donde se preparaba un tentempié y se bebía una cerveza, y luego caminaba, con el vaso de cerveza en una mano y el tentempié en la otra, por los amplios corredores del piso o se asomaba a las grandes ventanas de la sala desde las que se contemplaba el amanecer que se deslizaba como una ola por la ciudad ahogándolos a todos.
A veces Hans se sentía afiebrado y creía que era la necesidad de sexo lo que hacía arder su piel, pero se equivocaba. A veces Hans dejaba las ventanas abiertas para que se disipara el olor a humo de la sala y apagaba las luces y se sentaba en un sillón arrebujado en su abrigo. Entonces notaba el frío y sentía sueño y cerraba los ojos. Una hora después, cuando ya había amanecido del todo, sentía las manos de Halder y Nisa que lo removían y le decían que había que marcharse.
La señora Von Joachimsthaler nunca aparecía a aquellas horas. Sólo Halder y Nisa. Y Halder siempre con un envoltorio que trataba de disimular bajo el abrigo. Ya en la calle, aún adormilado, veía que las perneras de los pantalones de sus amigos estaban mojadas y también las mangas de sus trajes, y que las perneras y las mangas despedían un vaho tibio al entrar en contacto con el aire frío de la calle, un vaho sólo un poco menos denso del que salía por las bocas de Nisa y Halder, que a esa hora de la mañana se encaminaban, rechazando los taxis, al café más cercano para desayunar fuerte, y por la suya propia.
En 1939 Hans Reiter fue llamado a filas. Tras unos meses de entrenamiento lo destinaron al regimiento 310 de infantería hipomóvil, cuya base estaba a treinta kilómetros de la frontera polaca. El regimiento 310, más el regimiento 311 y el 312, pertenecía a la división de infantería hipomóvil 79, comandada entonces por el general Kruger, que a su vez pertenecía al décimo cuerpo de infantería, comandado por el general Von Bohle, uno de los principales filatelistas del Reich. El regimiento 310 estaba comandado por el coronel Von Berenberg, y constaba de tres batallones. En el tercer batallón quedó encuadrado el recluta Hans Reiter, destinado primero como ayudante de ametralladorista y después como miembro de una compañía de asalto.
El capitán responsable de este último destino era un esteta llamado Paul Gercke, el cual creyó que la altura de Reiter era la indicada para infundir respeto e incluso temor en, digamos, una carga de ejercicio o un desfile militar de las compañías de asalto, pero que sabía que en caso de combate real y no simulado la misma altura que lo había llevado a ese puesto iba a ser, a la larga, su perdición, pues en la práctica el mejor soldado de asalto es aquel que mide poco y es delgado como un espárrago y se mueve con la velocidad de una ardilla. Por supuesto, antes de convertirse en soldado de infantería del regimiento 310, de la división 79, Hans Reiter, puesto en la disyuntiva de elegir, intentó que lo enviaran al servicio de submarinos. Esta pretensión, avalada por Halder, que movió o dijo que había movido a todas sus amistades militares y funcionariales, la mayoría de las cuales, según sospechaba Hans, eran más imaginarias que reales, sólo provocó ataques de risa en los marinos que controlaban las listas de enganche de la marina alemana, en especial de aquellos que conocían las condiciones de vida de los submarinos y las medidas reales de los submarinos, en donde un tipo que medía un metro noventa terminaría con toda seguridad por convertirse en una maldición para el resto de sus compañeros.
Lo cierto es que, pese a sus influencias, imaginarias o no, Hans fue rechazado de la manera más indigna de la marina alemana (en donde le recomendaron, jocosamente, que se hiciera tanquista) y se tuvo que contentar con su primer destino, la infantería hipomóvil.
Una semana antes de partir al campo de entrenamiento Halder y Nisa le dieron una cena de despedida que acabó en un burdel, en donde le rogaron que perdiera su virginidad de una buena vez por todas, en honor a la amistad que los unía. La puta que le tocó (elegida por Halder y probablemente amiga de Halder y probablemente, también, socia frustrada en alguno de los múltiples negocios de Halder) era una campesina de Baviera, muy dulce y callada, aunque cuando se ponía a hablar, lo que no hacía a menudo diríase por economía, aparecía una mujer práctica en todos los sentidos, incluido el sexual, e incluso con unos rasgos de avaricia que a Hans repelieron profundamente. Por supuesto, esa noche no hizo el amor, aunque a sus amigos les dijo que sí, pero al día siguiente volvió a visitar a la puta, que se llamaba Anita. Durante la segunda visita Hans perdió la virginidad, y aún hubo dos visitas más, las suficientes para que Anita se decidiera a explayarse sobre su vida y sobre la filosofía que regía su vida.
Cuando llegó la hora de marcharse lo hizo solo. Notó que resultaba extraño que nadie lo acompañara a la estación de tren. De Anita se había despedido la noche anterior. De Halder y Nisa no sabía nada desde la primera visita al burdel, como si ambos amigos hubieran dado por sentado que a la mañana siguiente él se iría, lo que no era cierto. Desde hace una semana, pensó, Halder vive en Berlín como si yo ya me hubiera ido. De la única persona que se despidió el día de su marcha fue de su casera, quien le dijo que era un honor servir a la patria. En su nuevo petate de soldado sólo llevaba unas cuantas prendas de vestir y el libro Algunos animales y plantas del litoral europeo.
En septiembre empezó la guerra. La división de Reiter avanzó hasta la frontera y la cruzó después de que lo hubieran hecho las divisiones panzer y las divisiones de infantería motorizada que abrían el camino. A marchas forzadas se internaron en el territorio polaco, sin combatir y sin tomar demasiadas precauciones: los tres regimientos se desplazaban casi juntos en una atmósfera general de romería, como si aquellos hombres avanzaran hacia un santuario religioso y no hacia una guerra en la que inevitablemente algunos de ellos encontrarían la muerte.
Atravesaron varios pueblos, sin saquearlos, en perfecto orden, pero sin ningún tipo de envaramiento, sonriéndoles a los niños y a las mujeres jóvenes, y de vez en cuando se cruzaban con soldados en moto que volaban por la carretera, en ocasiones en dirección este y en ocasiones en dirección oeste, trayendo órdenes para la división o trayendo órdenes para el estado mayor del cuerpo. Dejaron la artillería atrás. A veces, al coronar una loma, miraban hacia el este, hacia donde ellos suponían que estaba el frente, y no veían nada, sólo un paisaje adormilado con los últimos esplendores del verano. Hacia el oeste, por el contrario, podían divisar la polvareda de la artillería regimental y divisionaria que se esforzaba por darles alcance.
Al tercer día de viaje el regimiento de Hans se desvió por otra carretera de tierra. Poco antes del anochecer llegaron a un río. Detrás del río se erguía un bosque de pinos y álamos y detrás del bosque, les dijeron, había una aldea en donde un grupo de polacos se había hecho fuerte. Montaron las ametralladoras y los morteros y lanzaron bengalas, pero nadie contestó. Dos compañías de asalto cruzaron el río después de medianoche. En el bosque Hans y sus compañeros oyeron ulular a un búho. Cuando salieron al otro lado descubrieron, como un bulto negro incrustado o empotrado en la oscuridad, la aldea. Las dos compañías se dividieron en varios grupos y prosiguieron su avance. A cincuenta metros de la primera casa el capitán dio la orden y todos echaron a correr en dirección a la aldea y alguno incluso pareció sorprendido cuando se dieron cuenta de que estaba vacía. Al día siguiente el regimiento prosiguió el avance hacia el este, por tres caminos distintos, en paralelo a la ruta principal que seguía el grueso de la división.
El batallón de Reiter encontró un destacamento de polacos que ocupaba un puente. Los intimaron a rendirse. Los polacos se negaron y entablaron fuego. Un compañero de Reiter, tras el combate, que apenas duró diez minutos, apareció con la nariz rota de la que manaba abundante sangre. Según contó, al cruzar el puente se dirigió en compañía de unos diez soldados hasta llegar al lindero de un bosque. En ese momento, de la rama de un árbol se descolgó un polaco que la emprendió a puñetazos con él. Por supuesto, el compañero de Reiter no supo qué hacer pues en el peor de los casos o en el mejor de los casos, es decir en el caso más extremo, él se había imaginado siendo víctima de un ataque con cuchillo o de un ataque a la bayoneta, cuando no de un ataque con arma de fuego, pero nunca de un ataque a puñetazos. En el momento en que recibió los golpes del polaco en la cara, por descontado, sintió rabia, pero más fuerte que la rabia fue la sorpresa, la impresión recibida, la cual lo dejó incapacitado para responder, ya fuera a puñetazos, como su agresor, o utilizando su fusil. Simplemente recibió un golpe en el estómago, que no le dolió, y luego un gancho en la nariz, que lo dejó medio atontado, y luego, mientras caía al suelo, vio al polaco, la sombra que era el polaco en ese momento, que en vez de robarle su arma como hubiera hecho alguien más listo, intentaba volver al bosque, y la sombra de uno de sus compañeros que le disparaba, y luego más disparos y la sombra del polaco que caía cosido a balazos. Cuando Hans y el resto del batallón cruzó el puente no había cadáveres enemigos tirados a un lado de la carretera y las únicas bajas del batallón eran dos heridos leves.
Fue durante aquellos días, mientras caminaban bajo el sol o bajo las primeras nubes grises, enormes, interminables nubes grises que anunciaban un otoño memorable, y su batallón dejaba atrás aldea tras aldea, cuando Hans pensó que bajo su uniforme de soldado de la Werhmacht él llevaba puesta una vestimenta de loco o un pijama de loco.
Una tarde su batallón se cruzó con un grupo de oficiales del estado mayor. ¿De qué estado mayor? Lo ignoraba, pero eran oficiales de estado mayor. Mientras ellos caminaban por la carretera, los oficiales se habían reunido sobre una loma muy cerca del camino y miraban el cielo, atravesado en ese momento por una escuadrilla de aviones que se dirigía hacia el este, tal vez Stukas, tal vez cazas, algunos de los oficiales los señalaban con el dedo índice o con toda la mano, como si le dijeran heil Hitler a los aviones, mientras otro oficial observaba, un poco apartado, en actitud de ensimismamiento total, las viandas que en ese momento un ordenanza depositaba cuidadosamente sobre una mesa portátil, viandas que sacaba de una caja de considerables proporciones, de color negro, como si se tratara de una caja especial de alguna industria farmacéutica, esas cajas donde se depositan los medicamentos peligrosos o que aún no están suficientemente probados, o peor aún, como si se tratara de una caja de un centro de investigaciones científicas en donde los científicos alemanes depositaban, provistos de guantes, aquello que podía destruir el mundo y también destruir Alemania.
Cerca del ordenanza y del oficial que miraba la disposición que el ordenanza daba a las viandas sobre la mesa se encontraba, de espaldas a todos, otro oficial, éste con el uniforme de la Luftwaffe, aburrido de ver pasar a los aviones, que sostenía en una mano un largo cigarrillo y en la otra un libro, una operación sencilla pero que a este oficial de la Luftwaffe parecía costarle ímprobos esfuerzos pues la brisa que soplaba sobre la loma en donde estaban todos le levantaba constantemente las hojas del libro, impidiéndole la lectura, lo que llevaba al oficial de la Luftwaffe a utilizar la mano con que sostenía el largo cigarrillo para mantener fijas (o inmóviles o quietas) las hojas del libro levantadas por la brisa, cosa que no conseguía sino empeorar la situación pues el cigarrillo o la brasa del cigarrillo tendía indefectiblemente a quemar las hojas del libro o la brisa desparramaba sobre las hojas la ceniza del cigarrillo, lo que molestaba mucho al oficial, que entonces inclinaba la cabeza y soplaba, con mucho cuidado, pues se encontraba de cara al viento y al soplar la ceniza corría el riesgo de que ésta terminara alojada en sus ojos.
Junto a este oficial de la Luftwaffe, pero sentados en dos sillas plegables, había una pareja de viejos soldados. Uno de ellos parecía general del ejército de tierra. El otro parecía disfrazado de lancero o de húsar. Ambos se miraban y reían, primero el general y luego el lancero, y así sucesivamente, como si no comprendieran nada o como si comprendieran algo que ninguno de los oficiales de estado mayor estacionados en aquella loma supiera. Debajo de la loma estaban estacionados tres coches. Junto a los coches, de pie y fumando, estaban los choferes y en el interior de uno de los coches había una mujer, muy hermosa y elegantemente vestida, la cual se parecía muchísimo, o eso le pareció a Reiter, a la hija del barón Von Zumpe, el tío de Hugo Halder.
El primer combate propiamente dicho en que participó Reiter fue en las cercanías de Kutno, en donde los polacos eran pocos y estaban mal armados pero no mostraban ningún deseo de rendirse. El encuentro duró poco, pues al final resultó que los polacos sí que tenían deseos de rendirse y lo que pasaba era que no sabían cómo hacerlo. El grupo de asalto de Reiter atacó una granja y un bosque en donde el enemigo había concentrado los restos de su artillería. Cuando los vio partir el capitán Gercke pensó que Reiter probablemente moriría. Para el capitán fue como ver partir a una jirafa en un pelotón de lobos, coyotes y hienas. Reiter era tan alto que cualquier conscripto polaco, el más torpe de todos, sin dudarlo lo elegiría a él como blanco.
En el ataque a la granja murieron dos soldados alemanes y resultaron heridos otros cinco. En el ataque al bosque murió otro soldado alemán y tres más fueron heridos. A Reiter no le sucedió nada. El sargento que comandaba el grupo le dijo esa noche al capitán que Reiter, lejos de servir como blanco fácil, había asustado de alguna manera a los defensores. ¿De qué manera?, preguntó el capitán, ¿dando gritos?, ¿profiriendo insultos?, ¿siendo implacable?, ¿los había asustado, acaso, porque en el combate se transfiguraba en otro?, ¿en un guerrero germánico ajeno al miedo y la compasión?, ¿o tal vez se transfiguraba en un cazador, el cazador esencial, el que todos llevamos en nuestro interior, astuto, rápido, siempre un paso por delante de la presa?
A lo que el sargento, tras pensárselo, respondió que no, que no era precisamente eso. Reiter, dijo, era distinto, pero en realidad era el mismo de siempre, el que todos conocían, lo que ocurría era que había entrado en combate como si no hubiera entrado en combate, como si no estuviera allí o como si la cosa no fuera con él, lo que no significaba que no cumpliera o desobedeciera las órdenes, eso no, por cierto, ni que estuviera en trance, algunos soldados, agarrotados por el miedo, entran en trance, pero no es trance, es sólo miedo, en fin, que él, el sargento, no lo sabía, pero que Reiter tenía algo y eso lo percibían hasta los enemigos, que le dispararon varias veces sin alcanzarlo nunca, lo que los ponía cada vez más nerviosos.
La división 79 siguió combatiendo en los alrededores de Kutno, pero Reiter ya no volvió a participar en ningún otro enfrentamiento. Antes de que acabara septiembre la división entera fue trasladada, esta vez en tren, hasta el frente occidental, en donde ya estaba el resto del décimo cuerpo de infantería.
Desde octubre de 1939 hasta junio de 1940 no se moverían. Enfrente estaba la Línea Maginot, aunque ellos, ocultos entre bosques y vergeles, no podían verla. La vida se hizo plácida: los soldados escuchaban la radio, comían, bebían cerveza, escribían cartas, dormían. Algunos hablaban del día en que tuvieran que dirigirse directos hacia las defensas de hormigón de los franceses. Los que escuchaban reían nerviosos, hacían chistes, se contaban historias familiares.
Una noche alguien les dijo que Dinamarca y Noruega se habían rendido. Esa noche Hans soñó con su padre. Vio al cojo, embutido en su viejo capote militar, contemplando el Báltico y preguntándose en dónde se había ocultado la isla de Prusia.
El capitán Gercke a veces se le acercaba para hablar durante un rato. El capitán le preguntó si tenía miedo a morir. Qué preguntas me hace, capitán, dijo Reiter, claro que tengo miedo. Cuando le respondía de esta manera el capitán se lo quedaba mirando largo rato y luego decía en voz baja, como si hablara consigo mismo:
—Maldito embustero, a mí no me mientas, a mí no me puedes engañar. ¡Tú no tienes miedo de nada!
Después el capitán se iba a hablar con otros soldados y su actitud cambiaba según el soldado con quien hablaba. Por esas mismas fechas a su sargento le dieron la cruz de hierro de segunda clase por méritos obtenidos durante los combates en Polonia. Lo celebraron bebiendo cerveza. Por las noches Hans salía del barracón y se tiraba de espaldas sobre la tierra fría del campo a mirar las estrellas. Las bajas temperaturas no parecían afectarlo demasiado. Solía pensar en su familia, en la pequeña Lotte que ya por entonces tenía diez años, en la escuela. A veces, sin pena, lamentaba haber dejado tan pronto los estudios pues vagamente intuía que la vida le hubiera ido mejor de haberlos proseguido.
Por otra parte, no se hallaba a disgusto en la ocupación de soldado y no sentía necesidad, o tal vez era incapaz, de pensar seriamente en el futuro. En ocasiones, cuando estaba solo o con sus compañeros, fingía que era un buzo y que estaba otra vez paseando por el fondo del mar. Nadie, por supuesto, se daba cuenta, aunque si hubieran observado con mayor detenimiento los movimientos de Reiter algo, una ligera variación en su forma de caminar, en su forma de respirar, en su forma de mirar, habrían notado. Una cierta prudencia, una premeditación en cada paso, una economía pulmonar, una vidriosidad en las retinas, como si se le hincharan los ojos por efecto de un bombeo de oxígeno deficiente o como si, sólo en aquellos momentos, toda su sangre fría lo abandonara y se viera de pronto incapaz de controlar el llanto, que por otra parte no acababa nunca de llegar.
Por esas mismas fechas, mientras esperaban, un soldado del batallón de Reiter se volvió loco. Decía que oía todas las transmisiones radiales, las alemanas y también, cosa más sorprendente, las francesas. Este soldado se llamaba Gustav y tenía veinte años, los mismos que Reiter, y nunca había estado destinado en el equipo de transmisiones del batallón. El médico que lo examinó, un muniqués de aire cansado, dijo que Gustav tenía un brote de esquizofrenia auditiva, que consiste en oír voces dentro de la cabeza, y le recetó baños fríos y tranquilizantes. El caso de Gustav, sin embargo, se diferenciaba en un punto esencial de la mayor parte de los casos de esquizofrenia auditiva: en ésta las voces que oye el paciente se dirigen a él, le hablan o lo increpan a él, mientras que en el caso de Gustav las voces que oía simplemente se limitaban a cursar órdenes, eran voces de soldados, de exploradores, de tenientes dando el parte diario, de coroneles hablando por teléfono con sus generales, de capitanes de intendencia reclamando cincuenta kilos de harina, de pilotos dando el parte atmosférico. La primera semana de tratamiento pareció mejorar al soldado Gustav. Andaba un poco atontado y se resistía a los baños fríos, pero ya no gritaba ni decía que estaban envenenando su alma. La segunda semana se escapó del hospital de campaña y se colgó de un árbol.
Para la división de infantería 79 la guerra en el frente occidental no estuvo revestida de carácter épico. En junio, casi sin sobresaltos, cruzaron la Línea Maginot, después de la ofensiva del Somme, y participaron en el cerco de algunos miles de soldados franceses en la zona de Nancy. Después la división fue acuartelada en Normandía.
Durante el viaje en tren Hans escuchó una historia curiosa acerca de un soldado de la 79 que se había perdido en los túneles de la Línea Maginot. El sector en que el soldado se perdió, según éste pudo comprobar, se llamaba sector Charles. El soldado, por descontado, tenía los nervios de acero, o eso se decía, y siguió buscando una salida a la superficie. Tras caminar unos quinientos metros bajo tierra llegó al sector Catherine. El sector Catherine, de más está decirlo, no se diferenciaba en nada del sector Charles, salvo en los letreros. Tras caminar mil metros llegó al sector Jules. En ese momento el soldado empezó a ponerse nervioso y a dar rienda suelta a su imaginación. Se imaginó aprisionado para siempre en aquellos pasillos subterráneos, sin que viniera en su auxilio ningún camarada. Deseó gritar y aunque al principio se contuvo, por temor a poner sobre aviso a los franceses que pudieran haberse quedado escondidos, al final cedió al deseo y se puso a chillar a todo lo que daban sus pulmones. Pero nadie le contestó y siguió caminando, con la esperanza de que en algún momento encontraría la salida. Dejó atrás el sector Jules y entró en el sector Claudine. Después vino el sector Émile, el sector Marie, el sector Jean-Pierre, el sector Berenice, el sector André, el sector Silvia. Llegado a éste, el soldado hizo un descubrimiento (que otro hubiera hecho mucho antes) y que consistía en constatar lo extraño que resultaba el orden casi inmaculado de los pasillos. Después se puso a pensar en la utilidad de éstos, es decir en la utilidad militar, y llegó a la conclusión de que carecían de toda utilidad y de que probablemente allí no había habido soldados nunca.
En este punto el soldado creyó que se había vuelto loco o, aún peor, que había muerto y que aquello era su infierno particular. Cansado y sin esperanzas, se tiró al suelo y se durmió. Soñó con Dios en persona. Él estaba dormido bajo un manzano, en la campiña alsaciana, y un caballero rural se le acercó y lo despertó de un suave bastonazo en las piernas. Soy Dios, le dijo, si me vendes tu alma, que por otra parte ya me pertenece, te sacaré de los túneles. Déjame dormir, le dijo el soldado y trató de seguir durmiendo. He dicho que tu alma ya me pertenece, oyó que decía la voz de Dios, así que, por favor, no seas más patán de lo que naturalmente eres y acepta mi oferta.
El soldado entonces se despertó y miró a Dios y le dijo que dónde había que firmar. Aquí, dijo Dios sacando un papel del aire. El soldado intentó leer el contrato, pero éste estaba escrito en otra lengua, ni en alemán ni en inglés ni en francés, de eso estaba seguro. ¿Y con qué firmo?, dijo el soldado. Con tu sangre, como corresponde, le contestó Dios. Acto seguido el soldado sacó su cortaplumas mil usos y se hizo una herida en la palma de la mano izquierda, luego untó la yema del índice en la sangre y firmó.
—Bien, ahora puedes seguir durmiendo —le dijo Dios.
—Quisiera salir pronto de los túneles —le pidió el soldado.
—Todo llegará conforme está planeado —dijo Dios, y le dio la espalda y empezó a descender por el caminito de tierra en dirección a un valle en donde había una aldea cuyas casas estaban pintadas de color verde y blanco y marrón claro.
El soldado creyó conveniente rezar una oración. Juntó las manos y elevó los ojos al cielo. Entonces se dio cuenta de que todas las manzanas del manzano se habían secado. Ahora parecían uvas pasas o, mejor dicho, ciruelas pasas. Al mismo tiempo oyó un ruido que le sonó vagamente metálico.
—¿Qué pasa? —exclamó.
Del valle surgían largos penachos de humo negro que al llegar a cierta altura quedaban suspendidos. Una mano lo cogió de un hombro y lo remeció. Eran soldados de su compañía que habían descendido al túnel por el sector Berenice. El soldado se puso a llorar de felicidad, no mucho, pero sí lo suficiente como para desfogarse.
Esa noche, mientras comía, le contó el sueño que había tenido dentro de los túneles a su mejor amigo. Éste le dijo que era normal soñar estupideces cuando uno se encuentra en una situación así.
—No era una estupidez —le contestó—, vi a Dios en sueños, me rescataron, una vez más estoy entre los míos, y sin embargo no consigo estar tranquilo del todo.
Luego, con voz más calmada, rectificó:
—No consigo estar seguro del todo.
A lo que su amigo le respondió que en una guerra nadie podía sentirse seguro del todo. Y allí acabó la charla. El soldado se fue a dormir. Su amigo se fue a dormir. Se hizo el silencio en el pueblo. Los centinelas se pusieron a fumar. Cuatro días después, el soldado que le vendió su alma a Dios iba caminando por la calle y un coche alemán lo atropelló y lo mató.
Durante la estancia de su regimiento en Normandía Reiter solía bañarse, hiciera el tiempo que hiciera, en los roqueríos de Portbail, cerca del Ollonde, o en los del norte de Carteret. Su batallón estaba concentrado en el pueblo de Besneville. Por las mañanas salía, con sus armas y un morral en donde llevaba queso, pan y media botella de vino, y caminaba hasta la costa. Allí elegía una roca, fuera de la vista de cualquiera, y, tras nadar y bucear desnudo durante horas, se extendía en su roca y comía y bebía y releía su libro Algunos animales y plantas del litoral europeo.
A veces encontraba estrellas de mar, que se quedaba mirando todo lo que aguantaban sus pulmones, hasta que finalmente se decidía a tocarlas justo antes de emerger. Una vez vio a una pareja de peces óseos, Gobius paganellus, perdidos en una selva de algas, a quienes siguió durante un rato (la selva de algas era como la cabellera de un gigante muerto), hasta que una angustia extraña, poderosa, se apropió de él y tuvo que salir rápidamente, pues si se hubiera quedado un rato más sumergido la angustia lo habría arrastrado al fondo.
En ocasiones se sentía tan bien, dormitando sobre su laja húmeda, que no se hubiera reincorporado al batallón nunca más. Y en más de una ocasión lo pensó en serio, desertar, vivir como un vagabundo en Normandía, encontrar una cueva, comer de la caridad de los campesinos o de pequeños hurtos que iría realizando y que nadie denunciaría. Tendría ojos de nictálope, pensó. Con el tiempo mis ropas quedarían reducidas a unos cuantos harapos y finalmente viviría desnudo. Nunca más regresaría a Alemania. Un día moriría ahogado y radiante de felicidad.
Por aquellas fechas la compañía de Reiter tuvo visita médica. El médico que lo atendió lo encontró, dentro de lo que cabía, completamente sano, excepción hecha de sus ojos, que exhibían un enrojecimiento nada natural y cuya causa el mismo Reiter sabía sin posibilidad de error: las largas horas de buceo a cara descubierta en aguas saladas. Pero no se lo dijo al médico por temor a que le cayera un castigo o a que le prohibieran volver al mar. En ese tiempo a Reiter le hubiera parecido un sacrilegio bucear con gafas de buceo. Escafandra sí, gafas de buceo rotundamente no. El médico le recetó unas gotas y le dijo que cursara con su superior un parte para ser atendido por el oftalmólogo. Al irse el médico pensó que aquel muchacho larguirucho probablemente era un drogadicto y así lo escribió en su diario de vida: ¿cómo es posible encontrar a jóvenes morfinómanos, heroinómanos, tal vez politoxicómanos en las filas de nuestro ejército? ¿Qué representan? ¿Son un síntoma o son una nueva enfermedad social? ¿Son el espejo de nuestro destino o son el martillo que hará añicos nuestro espejo y también nuestro destino?
En lugar de morir ahogado y radiante de felicidad, un día, sin previo aviso, se suspendieron las salidas y el batallón de Reiter, que estaba en el pueblo de Besneville, se unió a los otros dos batallones del regimiento 310 que estaban estacionados en St-Sauveur-le-Vicomte y Bricquebec y todos montaron en un tren militar que se dirigió hacia el este y que en París se unió con otro tren en donde venía el regimiento 311, y aunque faltaba el tercer regimiento de la división, el cual por lo visto jamás se reintegraría a ésta, empezaron a recorrer Europa en dirección oeste-este, y así pasaron por Alemania y Hungría y finalmente la división 79 llegó a Rumanía, su nuevo destino.
Algunas tropas se instalaron cerca de la frontera con la Unión Soviética, otras cerca de la nueva frontera con Hungría. El batallón de Hans quedó instalado en los Cárpatos. El cuartel de la división, que ya no pertenecía al décimo cuerpo, sino a uno nuevo, el 49, que acababa de formarse y que por el momento sólo tenía a su mando una división, se situó en Bucarest, aunque de vez en cuando el general Kruger, nuevo jefe del cuerpo, acompañado por el antiguo coronel Von Berenberg, ahora general Von Berenberg, nuevo jefe de la 79, visitaba a las tropas y se interesaba por su grado de preparación.
Ahora Reiter vivía lejos del mar, entre montañas, y abandonó por el momento cualquier idea de deserción. Durante las primeras semanas de su estancia en Rumanía no vio más que a soldados de su propio batallón. Después vio campesinos, los cuales se movían constantemente, como si tuvieran hormigas en las piernas y en la espalda, que iban de un lado a otro con hatillos en donde guardaban sus pertenencias y que sólo hablaban con sus niños que los seguían como ovejas o como cabritos. Los atardeceres de los Cárpatos eran interminables, pero el cielo daba la impresión de estar demasiado bajo, sólo unos metros por encima de sus cabezas, lo que contribuía a proporcionar una sensación de asfixia en los soldados o de inquietud. La cotidianidad, pese a todo, volvía a ser apacible, imperceptible.
Una noche levantaron a algunos soldados de su batallón antes de que amaneciera y tras montar en dos camiones partieron hacia las montañas.
Los soldados, no bien se instalaron en los bancos de madera de la parte posterior del camión, volvieron a conciliar el sueño. Reiter no pudo. Sentado justo al lado de la salida, apartó la lona que hacía las veces de techo y se dedicó a contemplar el paisaje. Sus ojos de nictálope, permanentemente enrojecidos pese a las gotas que se ponía cada mañana, vislumbraron una serie de pequeños valles oscuros entre dos cadenas montañosas. De tanto en tanto los camiones pasaban junto a pinares enormes, que se acercaban al camino de forma amenazante. A lo lejos, en una montaña más baja, descubrió la silueta de un castillo o de una fortaleza. Al amanecer se dio cuenta de que sólo era un bosque. Vio cerros o formaciones rocosas que parecían barcos a punto de hundirse, con la proa levantada, como un caballo enfurecido y casi vertical. Vio sendas oscuras, entre montañas, que no llevaban a ninguna parte, pero que sobrevolaban a gran altura unos pájaros negros que no podían ser sino aves carroñeras.
A mitad de la mañana llegaron a un castillo. En el castillo sólo encontraron a tres rumanos y a un oficial de las SS que hacía las veces de mayordomo y que los puso a trabajar enseguida, después de darles a desayunar un vaso de leche fría y un mendrugo de pan que algunos soldados dejaron de lado con gestos de asco. Las armas, salvo cuatro de ellos que montaron guardia, uno de los cuales fue Reiter, a quien el oficial de las SS juzgó poco apto para las labores de adecentamiento del castillo, las dejaron en la cocina y se pusieron a barrer, a fregar, a quitar el polvo de las lámparas, a poner sábanas limpias en las habitaciones.
A eso de las tres de la tarde llegaron los invitados. Uno de ellos era el general Von Berenberg, el jefe de la división. Junto a él venía el escritor del Reich Herman Hoensch y dos oficiales del estado mayor de la 79. En el otro coche venía el general rumano Eugenio Entrescu, que entonces tenía treintaicinco años y era la estrella ascendente del ejército de su país, acompañado del joven erudito Pablo Popescu, de veintitrés años, y de la baronesa Von Zumpe, a quien los rumanos acababan de conocer la noche anterior en una recepción en la embajada alemana y que en principio debía haber viajado en el coche del general Von Berenberg, pero que ante las galanterías de Entrescu y el carácter divertido y jocoso de Popescu finalmente había terminado por claudicar ante el ofrecimiento de éstos, que se basaba razonablemente en el mayor espacio de que dispondría la baronesa en el coche rumano, con menos pasajeros que el coche alemán.
La sorpresa de Reiter, cuando vio descender a la baronesa Von Zumpe, fue mayúscula. Pero lo más extraño de todo fue que esta vez la joven baronesa se detuvo delante de él y le preguntó, auténticamente interesada, si la conocía, porque el rostro de él, dijo la baronesa, le resultaba familiar. Reiter (sin abandonar la posición de firmes, manteniendo una expresión estólida y mirando hacia el horizonte en actitud marcial o tal vez mirando hacia ninguna parte) le contestó que por supuesto él la conocía pues había servido en casa de su padre, el barón, desde temprana edad, lo mismo que su madre, la señora Reiter, a quien tal vez la baronesa recordara.
—Es verdad —dijo la baronesa, y se echó a reír—, tú eras el niño larguirucho que andaba por todas partes.
—Ése era yo —dijo Reiter.
—El confidente de mi primo —dijo la baronesa.
—Amigo de su primo —dijo Reiter—, el señor Hugo Halder.
—¿Y qué haces aquí, en el castillo de Drácula? —dijo la baronesa.
—Sirvo al Reich —dijo Reiter, y por primera vez la miró.
Le pareció hermosísima, mucho más que cuando la conoció. A unos pasos de ellos, esperando, estaban el general Entrescu, que no podía dejar de sonreír, y el joven erudito Popescu, que en varias ocasiones había exclamado: fantástico, fantástico, la espada del destino le corta una vez más la cabeza a la hidra del azar.
Los invitados hicieron una comida ligera y luego salieron a explorar los alrededores del castillo. El general Von Berenberg, inicialmente entusiasta de esta exploración, pronto se sintió cansado y se retiró, por lo que el paseo de allí en adelante fue encabezado por el general Entrescu, que marchaba con la baronesa del brazo y con el joven erudito Popescu a la izquierda, quien se ocupaba en desgranar y pesar un cúmulo de informaciones la mayor parte de las veces contradictorias. Junto a Popescu iba el oficial de las SS, y más rezagados el escritor del Reich Hoensch y los dos oficiales de estado mayor. Cerrando la marcha iba Reiter, a quien la baronesa insistió en tener a su lado alegando que antes de servir al Reich había servido a su familia, petición que Von Berenberg concedió de inmediato.
Pronto llegaron a una cripta excavada en la roca. Una puerta de barrotes de hierro, con un escudo de armas roído por el tiempo, impedía la entrada. El oficial de las SS, que parecía comportarse como si fuera el dueño de la propiedad, extrajo una llave de uno de sus bolsillos y franqueó la entrada. Después encendió una linterna y todos procedieron a introducirse en la cripta, menos Reiter, a quien uno de los oficiales le indicó por señas que permaneciera de guardia en la puerta.
Así que Reiter se quedó allí plantado, contemplando la escalinata de piedra que descendía hacia la oscuridad y el jardín yermo por el que habían llegado y las torres del castillo que desde allí se veían y que se asemejaban a dos velas grises en un altar abandonado. Después extrajo un cigarrillo de su guerrera, lo encendió y se puso a mirar el cielo gris, los valles lejanos, y también se puso a pensar en el rostro de la baronesa Von Zumpe mientras la ceniza del cigarrillo caía al suelo y él, reclinado sobre la piedra, poco a poco se iba durmiendo. Entonces soñó con el interior de la cripta. La escalinata bajaba hacia un anfiteatro que la linterna del oficial de las SS iluminaba sólo en parte. Soñó que los visitantes se reían. Todos, menos uno de los oficiales de estado mayor, que buscaba sin dejar de llorar un sitio donde esconderse. Soñó que Hoensch recitaba un poema de Wolfram von Eschenbach y que luego escupía sangre. Soñó que entre todos se disponían a comerse a la baronesa Von Zumpe.
Despertó sobresaltado y a punto estuvo de echar a correr escalinata abajo para comprobar con sus propios ojos que nada de lo soñado era real.
Cuando los visitantes volvieron a la superficie, cualquiera, hasta el observador más torpe, hubiera podido percibir que estaban divididos en dos grupos, los que emergían con el rostro empalidecido, como si hubieran visto algo trascendental allá abajo, y los que aparecían con una semisonrisa dibujada en la cara, como si acabaran de recibir una lección más sobre la ingenuidad de la raza humana.
Esa noche, durante la cena, hablaron de la cripta, pero también hablaron de otras cosas. Hablaron de la muerte. Hoensch dijo que la muerte en sí sólo era un espejismo en constante construcción, pero que en la realidad no existía. El oficial de las SS dijo que la muerte era una necesidad: nadie en su sano juicio, dijo, admitiría un mundo lleno de tortugas o lleno de jirafas. La muerte, concluyó, era la reguladora. El joven erudito Popescu dijo que la muerte, según la sabiduría oriental, sólo era un tránsito. Lo que no estaba claro, dijo, o al menos a él no le quedaba claro, era hacia qué lugar, hacia qué realidad conducía ese tránsito.
—La pregunta —dijo— es adónde. La respuesta —se respondió a sí mismo— es hacia donde mis méritos me lleven.
El general Entrescu opinó que eso era lo de menos, que lo importante era moverse, la dinámica del movimiento, lo que equiparaba a los hombres y a todos los seres vivos, incluidas las cucarachas, a las grandes estrellas. La baronesa Von Zumpe dijo, y tal vez fue la única que habló con franqueza, que la muerte era un engorro. El general Von Berenberg prefirió no expresar su opinión, lo mismo que los dos oficiales de estado mayor.
Después hablaron del asesinato. El oficial de las SS dijo que la palabra asesinato era una palabra ambigua, equívoca, imprecisa, vaga, indeterminada, que se prestaba a retruécanos. Hoensch estuvo de acuerdo. El general Von Berenberg dijo que él prefería dejar las leyes a los jueces y a los tribunales penales y que si un juez decía que tal acto era un asesinato, pues era un asesinato, y que si el juez y el tribunal dictaminaban que no lo era, pues no lo era y no se hable más del asunto. Los dos oficiales de estado mayor opinaron lo mismo que su jefe.
El general Entrescu confesó que sus héroes infantiles eran siempre asesinos y malhechores, por los que sentía, dijo, un gran respeto. El joven erudito Popescu recordó que un asesino y un héroe se asemejan en la soledad y en la, al menos inicial, incomprensión.
La baronesa Von Zumpe, por su parte, dijo que nunca en su vida, como es natural, había conocido a un asesino, pero sí a un malhechor, si es que se le podía llamar así, un ser aborrecible pero nimbado con un aura misteriosa que lo hacía atractivo a las mujeres, de hecho, dijo, una tía suya, la única hermana de su padre, el barón Von Zumpe, se enamoró de él, algo que casi vuelve loco a su padre, quien desafió a batirse en duelo al conquistador del corazón de su hermana, el cual, para sorpresa de todo el mundo, aceptó el desafío, que tuvo lugar en el bosque del Corazón de Otoño, en las afueras de Postdam, un lugar que ella, la baronesa Von Zumpe, había visitado muchos años después para ver con sus propios ojos el bosque de grandes árboles grises y el claro, un desnivel de terreno de una extensión de cincuenta metros, en donde su padre se había batido con aquel hombre inesperado, quien había llegado allí, a las siete de la mañana, con dos mendigos en lugar de padrinos, dos mendigos, por supuesto, completamente borrachos, mientras los padrinos de su padre eran el barón de X y el conde de Y, en fin, una vergüenza tan grande que el mismo barón de X, rojo de ira, estuvo a punto de matar, con su propia arma, a los padrinos del enamorado de la hermana del barón Von Zumpe, el cual se llamaba Conrad Halder, como sin duda el general Von Berenberg recordará (éste asintió con la cabeza aunque no sabía de lo que estaba hablando la baronesa Von Zumpe), el caso fue muy sonado en aquella época, antes de que yo naciera, por supuesto, de hecho el barón Von Zumpe en aquellos años aún era soltero, en fin, en aquel bosquecillo de nombre tan romántico se realizó el duelo, con armas de fuego, naturalmente, y aunque ignoro qué reglas se utilizaron supongo que ambos apuntaron y dispararon al mismo tiempo: la bala del barón, mi padre, pasó a pocos centímetros del hombro izquierdo de Halder, mientras el disparo de éste, que evidentemente tampoco había dado en el blanco, nadie lo oyó, convencidos como estaban de que mi padre tenía mucho mejor puntería que él y de que si alguien tenía que caer éste era Halder y no mi padre, pero entonces, oh sorpresa, todos, incluido mi padre, vieron que Halder, lejos de bajar el brazo, seguía apuntando y entonces comprendieron que éste no había disparado y que el duelo, por lo tanto, no se había acabado, y aquí ocurrió lo más sorprendente de todo, sobre todo si tenemos en cuenta la fama que arrastraba el pretendiente de la hermana de mi padre, quien, lejos de dispararle a éste, escogió una parte de su anatomía, creo que el brazo izquierdo, y se disparó a sí mismo a quemarropa.
Lo que sucedió a continuación lo desconozco. Supongo que llevaron a Halder a un médico. O tal vez el propio Halder se dirigió por su propio pie, en compañía de sus padrinos-mendigos, a que un médico le curara la herida, mientras mi padre se quedaba inmóvil en el bosque del Corazón del Otoño, hirviendo de rabia o tal vez lívido por lo que acababa de presenciar, mientras sus padrinos acudían a consolarlo y le decían que no se preocupara, que de personajes como aquél se podía uno esperar cualquier ridiculez.
Poco después Halder se fugó con la hermana de mi padre. Durante una época vivieron en París y luego en el sur de Francia, en donde Halder, que era pintor, aunque yo nunca vi un cuadro suyo, solía pasar largas temporadas. Después, según supe, se casaron y pusieron casa en Berlín. La vida no les fue bien y la hermana de mi padre enfermó gravemente. El día de su muerte mi padre recibió un telegrama y aquella noche vio por segunda vez a Halder. Lo encontró borracho y semidesnudo, mientras su hijo, mi primo, que entonces tenía tres años, vagaba por la casa, que al mismo tiempo era el estudio de Halder, desnudo del todo y embadurnado de pintura.
Esa noche hablaron por primera vez y posiblemente llegaron a un acuerdo. Mi padre se hizo cargo de su sobrino y Conrad Halder se marchó de Berlín para siempre. De vez en cuando llegaban noticias de él, todas precedidas por algún pequeño escándalo. Sus cuadros berlineses quedaron en poder de mi padre, quien no tuvo fuerzas para quemarlos. Una vez le pregunté dónde los guardaba. No quiso decírmelo. Le pregunté cómo eran. Mi padre me miró y dijo que sólo eran mujeres muertas. ¿Retratos de mi tía? No, dijo mi padre, otras mujeres, todas muertas.
Nadie en aquella cena, por descontado, había visto nunca un cuadro de Conrad Halder, excepto el oficial de las SS, que definió al pintor como artista degenerado, una desgracia, sin duda, para la familia Von Zumpe. Luego hablaron de arte, de lo heroico en el arte, de naturalezas muertas, de supersticiones y de símbolos.
Hoensch dijo que la cultura era una cadena formada por eslabones de arte heroico y de interpretaciones supersticiosas. El joven erudito Popescu dijo que la cultura era un símbolo y que ese símbolo tenía la imagen de un salvavidas. La baronesa Von Zumpe dijo que la cultura era, básicamente, el placer, lo que proporcionaba y daba placer, y el resto sólo era charlatanería. El oficial de las SS dijo que la cultura era la llamada de la sangre, una llamada que se oía mejor de noche que de día, y además, dijo, era un descodificador del destino. El general Von Berenberg dijo que la cultura, para él, era Bach, y que con eso le bastaba. Uno de sus oficiales de estado mayor dijo que para él era Wagner y que a él también con eso le bastaba. El otro oficial de estado mayor dijo que para él la cultura era Goethe y que a él también, en coincidencia con lo expresado por su general, con eso le bastaba y en ocasiones le sobraba. La vida de un hombre sólo es comparable a la vida de otro hombre. La vida de un hombre, dijo, sólo alcanza para disfrutar a conciencia de la obra de otro hombre.
El general Entrescu, a quien le pareció muy divertido lo que acababa de decir el oficial de estado mayor, dijo que para él, por el contrario, la cultura era la vida, no la vida de un solo hombre ni la obra de un solo hombre, sino la vida en general, cualquier manifestación de ésta, hasta la más vulgar, y luego se puso a hablar de los paisajes de fondo de algunos pintores renacentistas y dijo que esos paisajes podía uno verlos en cualquier lugar de Rumanía, y se puso a hablar de madonnas y dijo que en ese preciso momento él estaba viendo el rostro de una madonna más hermosa que las de cualquier pintor renacentista italiano (la baronesa Von Zumpe se sonrojó), y finalmente se puso a hablar de cubismo y de pintura moderna y dijo que cualquier pared abandonada o cualquier pared bombardeada era más interesante que la más famosa obra cubista, por no hablar del surrealismo, dijo, que cae rendido delante del sueño de cualquier campesino analfabeto de Rumanía. Dicho lo cual se produjo un corto silencio, corto pero expectante, como si el general Entrescu hubiera pronunciado una mala palabra o una palabra malsonante o de pésimo gusto o hubiera insultado a sus invitados alemanes, pues de él (de él y de Popescu) había sido la idea de visitar aquel lóbrego castillo. Un silencio que sin embargo rompió la baronesa Von Zumpe al preguntarle, con un tono de voz cuyo diapasón iba desde lo cándido hasta lo mundano, qué era lo que soñaban los campesinos de Rumanía y cómo sabía él lo que soñaban esos campesinos tan peculiares. A lo que el general Entrescu respondió con una risa franca, una risa abierta y cristalina, una risa que en los círculos elegantes de Bucarest definían, no sin añadirle un matiz ambiguo, como la risa inconfundible de un superhombre, y luego, mirando a la baronesa Von Zumpe a los ojos, dijo que nada de lo que les ocurría a sus hombres (en referencia a sus soldados, la mayoría campesinos) le era extraño.
—Me introduzco en sus sueños —dijo—, me introduzco en sus pensamientos más vergonzosos, estoy en cada temblor, en cada espasmo de sus almas, me meto en sus corazones, escudriño sus ideas más primarias, oteo en sus impulsos irracionales, en sus emociones inexpresables, duermo en sus pulmones durante el verano y en sus músculos durante el invierno, y todo esto lo hago sin el menor esfuerzo, sin pretenderlo, sin pedirlo ni buscarlo, sin coerción ninguna, impelido sólo por la devoción y el amor.
Cuando llegó la hora de dormir o de pasar a otra sala ornada con armaduras y espadas y trofeos de caza, en donde los aguardaban licores y pastelitos y cigarrillos turcos, el general Von Berenberg se excusó y poco después se retiró a su aposento. Uno de sus oficiales, el seguidor de Wagner, lo imitó mientras el otro, el seguidor de Goethe, prefirió dilatar aún más la velada. La baronesa Von Zumpe, por su parte, dijo que no tenía sueño. El escritor Hoensch y el oficial de las SS encabezaron la marcha hacia la sala. El general Entrescu se sentó junto a la baronesa. El intelectual Popescu permaneció de pie, junto a la chimenea, mientras observaba con curiosidad al oficial de las SS.
Dos soldados, uno de ellos era Reiter, hicieron las veces de camareros. El otro era un tipo grueso, de pelo colorado, llamado Kruse, que parecía a punto de dormirse.
Primero alabaron la batería de pastelitos y luego, sin mediar pausa, se pusieron a hablar del conde Drácula, como si hubieran esperado toda la noche ese instante para hacerlo. No tardaron en formarse dos bandos, los que creían en el conde y los que no creían en él. Entre estos últimos estaban el oficial de estado mayor, el general Entrescu y la baronesa Von Zumpe, entre los primeros estaban el intelectual Popescu, el escritor Hoensch y el oficial de las SS, si bien Popescu afirmaba que Drácula, cuyo nombre verdadero era Vlad Tepes, llamado el Empalador, era rumano, y Hoensch y el oficial de las SS afirmaban que Drácula era un noble germánico, que había abandonado Alemania acusado de una traición o de una deslealtad imaginaria, y que se había instalado con algunos de sus fieles en Transilvania mucho tiempo antes de que naciera Vlad Tepes, a quien no negaban una existencia histórica ni un origen transilvano, pero cuyos métodos, delatados en su alias o sobrenombre, poco o nada tenían que ver con los métodos de Drácula, que más que empalador era estrangulador, en ocasiones degollador, y cuya vida en el, llamémosle así, extranjero había sido un constante vértigo, una constante penitencia abismal.
Para Popescu, en cambio, Drácula sólo era un patriota rumano que había opuesto resistencia a los turcos, hecho por el cual todas las naciones europeas, en cierta medida, debían estar agradecidas. La historia es cruel, dijo Popescu, cruel y paradójica: el hombre que frena el impulso conquistador de los turcos se transforma, gracias a un escritor inglés de segunda fila, en un monstruo, en un crápula interesado únicamente por la sangre humana, cuando la verdad es que la única sangre que a Tepes le interesaba derramar era la turca.
Llegado a este punto, Entrescu, quien pese a la bebida que había tomado en abundancia durante la cena y que seguía ingiriendo en abundancia en lo que restaba de sobremesa no parecía borracho —de hecho daba la impresión de ser, junto con el remilgado oficial de las SS, que apenas se mojaba los labios en el alcohol, el más sobrio del grupo—, dijo que no era extraño, si uno contemplaba desapasionadamente los grandes hechos de la historia (incluso los hechos en blanco de la historia, aunque esto último, por supuesto, nadie lo entendió), que un héroe se transformara en un monstruo o en un villano de la peor especie o que accediera, sin pretenderlo, a la invisibilidad, de la misma manera que un villano o un ser anodino o un mediocre de alma buena se convirtiera, con el paso de los siglos, en un faro de sabiduría, un faro magnético capaz de hechizar a millones de seres humanos, sin haber hecho nada que justificara tal adoración, vaya, sin siquiera haberlo pretendido o deseado (aunque todo hombre, incluso los rufianes de la peor especie, en algún segundo de su vida se sueña reinando sobre los hombres y sobre el tiempo). ¿Es que Jesucristo —se preguntó— sospechaba que algún día su iglesia se alzaría hasta en los más ignotos rincones del orbe? ¿Es que Jesucristo —se preguntó— tuvo alguna vez lo que hoy llamamos una idea del mundo? ¿Es que Jesucristo, que aparentemente todo lo sabía, supo que la tierra era redonda y que en el este vivían los chinos (esta última frase la escupió, como si le costara gran esfuerzo pronunciarla) y hacia el oeste los pueblos primitivos de América? Y se respondió a sí mismo que no, aunque, claro, tener una idea del mundo, en cierta manera, es cosa fácil, todo el mundo la tiene, generalmente una idea circunscrita a su aldea, ceñida al terruño, a las cosas tangibles y mediocres que cada uno tiene frente a los ojos, y esa idea del mundo, mezquina, limitada, llena de mugre familiar, suele pervivir y adquirir, con el paso del tiempo, autoridad y elocuencia.
Y entonces, dando un giro inesperado, el general Entrescu se puso a hablar de Flavio Josefo, ese hombre inteligente, cobarde, prudente, adulador, jugador de ventaja, cuya idea del mundo era mucho más compleja y sutil, si uno la observaba con atención, que la idea del mundo de Cristo, pero mucho menos sutil que la idea del mundo de aquellos que, según se dice, le ayudaron a traducir su Historia al griego, es decir de los filósofos menores griegos, asalariados por un tiempo del gran asalariado, que dieron forma a sus escritos informes, elegancia a lo vulgar, que convirtieron los balbuceos de pánico y muerte de Flavio Josefo en algo distinguido, gentil y gallardo.
Y después Entrescu se puso a imaginar en voz alta a esos filósofos asalariados, los vio vagabundear por las calles de Roma y por los caminos que conducen al mar, los vio sentados a la orilla de esos caminos, envueltos en sus capas, construyendo mentalmente una idea del mundo, los vio comiendo en tabernas portuarias, locales oscuros y olorosos a mariscos y especias, a vino y a frituras, hasta que por fin se fueron desvaneciendo, de la misma manera que Drácula se desvanecía, con su armadura tinta en sangre y su ropa tinta en sangre, un Drácula estoico, un Drácula que leía a Séneca o que se complacía en oír a los Minnesänger alemanes y cuyas hazañas en el este de Europa sólo tenían parangón con las gestas descritas en La chanson de Roland. Tanto desde el punto de vista histórico, es decir político, suspiró Entrescu, como desde el punto de vista simbólico, es decir poético.
Y llegado a este punto Entrescu pidió disculpas por haberse dejado llevar por el entusiasmo y se calló, instante que aprovechó Popescu para hablar de un matemático rumano nacido en 1865 y muerto en 1936, que durante los últimos veinte años de su vida se había dedicado a buscar «unos números misteriosos», que están ocultos en alguna parte del vasto paisaje visible para el hombre, pero que no son visibles, y que pueden vivir entre las rocas o entre una habitación y otra e incluso entre un número y otro, como quien dice una matemática alternativa camuflada entre el siete y el ocho a la espera de que un hombre sea capaz de verla y descifrarla. El único problema era que para descifrarla había que verla y que para verla había que descifrarla.
Cuando el matemático, explicó Popescu, hablaba de descifrar, en realidad se refería a comprender, y cuando hablaba de ver, explicó Popescu, en realidad se refería a aplicar, o eso creía él. Igual no, dijo tras titubear. Igual sus discípulos, entre los que me cuento, nos equivocamos al escuchar sus palabras. En cualquier caso el matemático, como por otra parte era inevitable, una noche se trastornó y tuvieron que enviarlo a un manicomio. Popescu y otros dos jóvenes de Bucarest lo visitaron allí. Al principio no los reconoció, pero al cabo de los días, cuando su semblante ya no era de loco furioso sino tan sólo el de un hombre viejo y derrotado, los recordó o fingió recordarlos y les sonrió. Sin embargo, a instancias de la familia, no abandonó el manicomio. Sus continuas recaídas aconsejaron a los médicos, por otra parte, un internamiento sin límite de tiempo. Un día Popescu lo fue a ver. Los médicos le habían proporcionado una libretita en la que el matemático dibujaba los árboles que rodeaban el hospital, retratos de los otros pacientes y esbozos arquitectónicos de las casas que se veían desde el parque. Durante mucho rato estuvieron en silencio, hasta que Popescu se decidió a hablar con franqueza. Abordó, con la típica imprudencia de un joven, la locura o la supuesta locura de su maestro. El matemático se rió. La locura no existe, le dijo. Pero usted está aquí, constató Popescu, y esto es una casa de locos. El matemático no pareció escucharle: la única locura que existe, si es que podemos llamarle así, dijo, es una descompensación química, que se puede curar fácilmente administrando productos químicos.
—Pero usted está aquí, querido profesor, está aquí, está aquí —gritó Popescu.
—Por mi propia seguridad —dijo el matemático.
Popescu no le entendió. Pensó que hablaba con un loco de atar, con un loco sin remedio. Se llevó las manos a la cara y permaneció así un rato indeterminado. En un momento creyó que se estaba durmiendo. Entonces abrió los ojos, se los refregó y vio al matemático sentado delante de él, observándolo, la espalda erguida, las piernas cruzadas. Le preguntó si había ocurrido algo. He visto lo que no debía ver, dijo el matemático. Popescu le pidió que se explicara mejor. Si lo hiciera, respondió el matemático, volvería a enloquecer y posiblemente me moriría. Pero estar aquí, dijo Popescu, para un hombre de su genio, es como estar enterrado en vida. El matemático le sonrió bondadosamente. Se equivoca, le dijo, aquí tengo, precisamente, todo lo que necesito para no morirme: medicamentos, tiempo, enfermeras y médicos, una libreta para poder dibujar, un parque.
Poco después, sin embargo, el matemático murió. Popescu asistió al entierro. Al finalizar éste, se marchó junto con otros discípulos del fallecido a un restaurante, en donde comieron y alargaron la velada hasta el atardecer. Se contaron anécdotas del matemático, se habló de la posteridad, alguien comparó el destino del hombre con el destino de una puta vieja, uno que apenas debía de haber cumplido los dieciocho años y que acababa de volver de un viaje a la India con sus padres recitó un poema.
Dos años después, por pura casualidad, Popescu coincidió en una fiesta con uno de los médicos que trató al matemático durante su internamiento en el manicomio. Se trataba de un tipo joven y sincero, con un corazón rumano, es decir con un corazón sin dobleces de ninguna clase. Además, estaba un poco borracho, lo que hizo más fácil las confidencias.
Según este médico, el matemático, al ser ingresado, presentaba un cuadro agudo de esquizofrenia, que evolucionó favorablemente a los pocos días de tratamiento. Una noche en que estaba de guardia acudió a su habitación para charlar un poco, pues el matemático, incluso con somníferos, apenas dormía y la dirección del hospital le permitía mantener la luz encendida hasta que él lo considerara conveniente. Su primera sorpresa fue al abrir la puerta. No estaba en la cama. Por un segundo pensó en la posibilidad de una fuga pero al cabo de un rato lo encontró acurrucado en un rincón en penumbra. Se agachó junto a él y tras comprobar que se hallaba en perfecto estado físico le preguntó qué ocurría. Entonces el matemático dijo: nada, y lo miró a los ojos, y el médico vio una mirada de miedo absoluto como no había visto jamás en su vida, ni siquiera en su trato diario con tantos y tan variados dementes.
—¿Y cómo es la mirada de miedo absoluto? —le preguntó Popescu.
El médico eructó un par de veces, se revolvió en el sillón y contestó que era una mirada como de piedad, pero piedad vacía, como si a la piedad le quedara, después de un periplo misterioso, tan sólo el pellejo, como si la piedad fuera un pellejo lleno de agua, por ejemplo, en manos de un jinete tártaro que se interna en la estepa al galope y nosotros lo vemos empequeñecerse hasta desaparecer, y luego el jinete regresa, o el fantasma del jinete regresa, o su sombra, o su idea, y trae consigo el pellejo vacío, ya sin agua, pues durante su viaje la ha bebido toda, o él y su caballo la han bebido toda, y el pellejo ahora está vacío, es un pellejo normal, un pellejo vacío, de hecho lo anormal es un pellejo hinchado de agua, pero el pellejo hinchado de agua, el pellejo monstruoso hinchado de agua no concita el miedo, no lo despierta, ni mucho menos lo aísla, en cambio el pellejo vacío sí, y eso es lo que él vio en la cara del matemático, el miedo absoluto.
Pero lo más interesante, le dijo el médico a Popescu, fue que al cabo de un rato el matemático ya se había sobrepuesto y la expresión alienada de su rostro se esfumó sin dejar rastros, y, que él supiera, nunca más retornó. Y ésa era la historia que tenía que contar Popescu, quien, como antes hizo Entrescu, se excusó por haberse excedido y probablemente por haberlos aburrido, lo que los otros se apresuraron a negar, aunque sus voces carecían de convicción. A partir de ese momento la velada comenzó a languidecer y poco tiempo después todos se retiraron a sus habitaciones.
Pero para el soldado Reiter las sorpresas aún no habían acabado. De madrugada sintió que alguien lo removía. Abrió los ojos. Era Kruse. Sin descifrar sus palabras, las palabras que Kruse le susurraba al oído, lo cogió del cuello y apretó. Otra mano se posó en su hombro. Era el soldado Neitzke.
—No le hagas daño, imbécil —dijo Neitzke.
Reiter soltó el cuello de Kruse y escuchó la propuesta. Después se vistió aprisa y los siguió. Salieron del sótano que hacía las veces de barracón y cruzaron un largo pasillo en donde los esperaba el soldado Wilke. Wilke era un tipo pequeño, de no más de un metro cincuentaiocho, de rostro enjuto y mirada inteligente. Al llegar junto a él todos lo saludaron con un apretón de manos, pues Wilke era así, ceremonioso, y sus compañeros sabían que con él había que seguir un protocolo. Luego ascendieron una escalera y abrieron una puerta. La habitación a la que llegaron estaba vacía y hacía frío, como si Drácula se acabara de marchar. Sólo había un viejo espejo que Wilke descolgó de la pared de piedra dejando al descubierto un pasadizo secreto. Neitzke sacó una linterna y se la pasó a Wilke.
Caminaron durante más de diez minutos, subiendo y bajando escaleras de piedra, hasta no tener idea de si estaban en lo más alto del castillo o habían regresado al sótano por una senda alternativa. El pasadizo se bifurcaba cada diez metros y Wilke, que encabezaba la marcha, se perdió varias veces. Mientras caminaban Kruse susurró que en los pasillos había algo extraño. Le preguntaron qué era lo que le parecía extraño y Kruse contestó que no había ratas. Mejor, dijo Wilke, odio las ratas. Reiter y Neitzke estuvieron de acuerdo. Tampoco a mí me gustan las ratas, dijo Kruse, pero en los pasillos de un castillo, sobre todo si el castillo es antiguo, siempre hay ratas, y aquí no nos hemos topado con ninguna. Los otros meditaron en silencio la observación de Kruse y al cabo de un rato dijeron que no carecía de perspicacia. Verdaderamente era extraño no haber visto ni una sola rata. Finalmente se detuvieron y enfocaron con la linterna hacia atrás y hacia adelante, el techo del pasadizo y el suelo que se extendía serpenteando como una sombra. Ni una sola rata. Mejor. Encendieron cuatro cigarrillos y cada uno expresó cómo le haría el amor a la baronesa Von Zumpe. Después siguieron dando vueltas en silencio hasta que empezaron a sudar y Neitzke dijo que el aire estaba viciado.
Ensayaron entonces el camino de vuelta, con Kruse encabezando la marcha, y no tardaron en llegar a la habitación del espejo, en donde Neitzke y Kruse les dijeron adiós. Después de despedirse de sus amigos, se internaron otra vez en el laberinto, pero ahora sin hablar para que el sonido de sus murmullos no los volviera a confundir. Wilke creyó escuchar pasos, pasos que se deslizaban detrás de él. Reiter caminó durante un rato con los ojos cerrados. Cuando más desesperaban encontraron lo que estaban buscando: un pasillo lateral, estrechísimo, que se deslizaba a través de las aparentemente gruesas paredes de piedra, todas huecas, por lo visto, y en donde había aberturas o diminutas troneras que permitían una visión casi perfecta de las habitaciones espiadas.
Vieron así el aposento del oficial de las SS, iluminado por tres velas, y vieron al oficial de las SS levantado, envuelto en una bata, escribiendo algo en una mesa junto a la chimenea. Su expresión era de abandono. Y aunque eso era todo lo que había que ver, Wilke y Reiter se palmearon mutuamente la espalda, pues sólo entonces se dieron cuenta de que iban por el buen camino. Siguieron avanzando.
Por el tacto descubrieron otras aberturas. Habitaciones iluminadas por la luz de la luna o en penumbra, en donde, si pegaban la oreja a la piedra horadada, podían oír los ronquidos o los suspiros de un durmiente. La siguiente habitación iluminada era la del general Von Berenberg. Sólo una vela, colocada en una palmatoria sobre la mesilla de noche, cuya llama se movía como si alguien hubiera dejado abierta la enorme ventana del aposento, creando sombras y fantasmas que al principio camuflaron el lugar donde se hallaba el general, a los pies de la gran cama con dosel, de rodillas, rezando. El rostro de Von Berenberg estaba contraído, advirtió Reiter, como si sobre sus espaldas tuviera que soportar un peso enorme, no la vida de sus soldados, en modo alguno, ni la vida de su familia, ni siquiera su propia vida, sino el peso de su conciencia, algo que Reiter y Wilke percibieron antes de retirarse de aquella abertura, y que a ambos dejó profundamente admirados u horrorizados.
Finalmente, tras cruzar otros puntos de vigilancia sumidos en la oscuridad y el sueño, llegaron a donde en verdad querían llegar, a la habitación iluminada por nueve velas de la baronesa Von Zumpe, una habitación presidida por el retrato de un soldado monje o un guerrero que tenía la actitud reconcentrada y atormentada de un eremita, en cuyo rostro, que colgaba a un metro del lecho, se podían observar todos los sinsabores de la abstinencia y de la penitencia y de la renuncia.
Cubierta por un hombre desnudo con abundancia de vello en la parte superior de la espalda y en las piernas, descubrieron a la baronesa Von Zumpe, cuyos rizos rubios y parte de la frente albísima sobresalían ocasionalmente por debajo del hombro izquierdo de quien la estaba embistiendo. Los gritos de la baronesa al principio alarmaron a Reiter, que tardó en comprender que eran gritos de placer y no de dolor. Cuando el apareamiento terminó el general Entrescu se levantó de la cama y lo vieron caminar hasta una mesa en donde descansaba una botella de vodka. Su pene, del que colgaba una nada despreciable cantidad de secreción seminal, aún estaba erecto o semierecto y debía de medir unos treinta centímetros, reflexionó después Wilke, sin errar en el cálculo hecho a ojo.
Más que un hombre, les contó Wilke a sus compañeros, parecía un caballo. Y era, asimismo, incansable como un equino, pues tras beber un vaso de vodka volvió al lecho en donde la baronesa Von Zumpe dormitaba y, tras cambiarla de posición, empezó a follársela de nuevo, al principio con movimientos imperceptibles, pero después con violencia tal que la baronesa, de espaldas, para no chillar se mordió la palma de la mano hasta hacerse sangre. A esas alturas Wilke se había desabrochado la bragueta y se masturbaba apoyado en el muro. Reiter lo oyó gemir a su lado. Primero pensó que era una rata que agonizaba, casualmente, junto a ellos. Un cachorro de rata. Pero cuando vio el pene de Wilke y la mano de Wilke que se movía para adelante y para atrás sintió asco y le dio un codazo en el pecho. Wilke no le prestó la menor atención y siguió masturbándose. Reiter lo miró a la cara: el perfil de Wilke le pareció curiosísimo. Semejaba el grabado de un obrero o de un artesano, un peatón inocente a quien de pronto deja ciego un rayo de luna. Parecía estar soñando o, mejor dicho, estar rompiendo por un instante los enormes muros negros que separan la vigilia del sueño. Así que lo dejó en paz y al cabo de un rato él también empezó a tocarse, primero con discreción, por encima, después abiertamente, sacándose el pene y acomodándolo al ritmo del general Entrescu y de la baronesa Von Zumpe, que ahora ya no se mordía la mano (una mancha de sangre había crecido en la sábana, junto a sus mejillas sudorosas) sino que lloraba y decía palabras que ni el general ni ellos entendían, palabras que iban más allá de Rumanía, incluso más allá de Alemania y Europa, más allá de una posesión en el campo, más allá de unas amistades borrosas, más allá de lo que ellos, Wilke y Reiter, tal vez no el general Entrescu, entendían por amor, por deseo, por sexualidad.
Después Wilke se corrió sobre el muro y susurró, él también, su oración de soldado, y poco después Reiter se corrió sobre el muro y se mordió los labios sin decir una palabra. Y después Entrescu se levantó, y ellos vieron, o creyeron ver, gotas de sangre en su pene reluciente de semen y flujo vaginal, y después la baronesa Von Zumpe pidió un vaso de vodka, y después vieron a Entrescu y a la baronesa abrazados, de pie, cada uno sosteniendo con aire absorto sus respectivos vasos, y después Entrescu recitó un poema en su lengua, que la baronesa no entendió pero cuya musicalidad alabó, y después Entrescu cerró los ojos y fingió que escuchaba algo, la música de las esferas, y luego abrió los ojos y se sentó junto a la mesa y puso a la baronesa encima de su verga otra vez erecta (la famosa verga de treinta centímetros, orgullo del ejército rumano), y recomenzaron los gritos y los gemidos y los llantos, y mientras la baronesa descendía por la verga de Entrescu o mientras la verga de Entrescu ascendía por el interior de la baronesa Von Zumpe, el general rumano emprendió un nuevo recitado, recitado que acompañaba con el movimiento de ambos brazos (la baronesa agarrada a su cuello), un poema que una vez más ninguno de ellos entendió, a excepción de la palabra Drácula, que se repetía cada cuatro versos, un poema que podía ser marcial o podía ser satírico o podía ser metafísico o podía ser marmóreo o podía ser, incluso, antialemán, pero cuyo ritmo se acomodaba que ni hecho a propósito para tal ocasión, poema que la joven baronesa, sentada a horcajadas sobre las piernas de Entrescu, celebraba cimbrándose hacia atrás y hacia adelante, como una pastorcilla enloquecida en las vastedades de Asia, clavándole las uñas en el cuello a su amante, refregando la sangre que aún manaba de su mano derecha en la cara de su amante, untando de sangre las comisuras de sus labios, sin que por ello Entrescu dejara de recitar ese poema en el que cada cuatro versos resonaba la palabra Drácula, un poema que seguramente era satírico, decidió Reiter (con una alegría infinita) mientras el soldado Wilke volvía a hacerse una paja.
Cuando todo acabó, aunque para el inagotable Entrescu y la inagotable baronesa todo distaba mucho de haber acabado, desanduvieron en silencio los pasadizos secretos, colocaron en silencio el espejo móvil en su lugar, bajaron en silencio hasta el improvisado barracón subterráneo y se acostaron en silencio junto a sus respectivas armas y petates.
A la mañana siguiente el destacamento abandonó el castillo después de que lo hicieran los dos coches con los invitados. Sólo el oficial de las SS permaneció junto a ellos mientras se dedicaban a barrer, a lavar y a ordenarlo todo. Después el mismo oficial, tras encontrar el trabajo a su entera satisfacción, les ordenó partir y el destacamento subió al camión y comenzaron a bajar hacia la planicie. En el castillo sólo quedó el coche, sin chofer, lo que no dejaba de ser curioso, del oficial de las SS. Mientras se alejaban de allí Reiter lo vio: se había subido a una almena y contemplaba la marcha del destacamento, estirando cada vez más el cuello, poniéndose de puntillas, hasta que el castillo, por un lado, y el camión, por el otro, desaparecieron del todo.
Durante su servicio en Rumanía Reiter solicitó y obtuvo dos permisos que utilizó para visitar a sus padres. Allí, en su aldea, pasaba el día recostado en los roqueríos mirando el mar, pero sin ganas de nadar y mucho menos de bucear, o bien daba largos paseos por el campo que invariablemente terminaban en la casa solariega del barón Von Zumpe, vacía y empequeñecida, que ahora vigilaba el antiguo guardabosques, con el cual en ocasiones se detenía a conversar, aunque las conversaciones, si es que se las podía llamar así, eran más bien frustrantes. El guardabosques preguntaba cómo iba la guerra y Reiter se encogía de hombros. Reiter, a su vez, preguntaba por la baronesa (en realidad preguntaba por la baronesita, que era como la conocían los del lugar) y el guardabosques se encogía de hombros. Los encogimientos de hombros podían significar que uno no sabía nada o bien que la realidad era cada vez más vaga, más parecida a un sueño, o bien que todo iba mal y que lo mejor era no preguntar nada y armarse de paciencia.
También pasaba mucho rato con su hermana Lotte, que por entonces tenía más de diez años y que adoraba a su hermano. A Reiter esta devoción le daba risa y al mismo tiempo lo entristecía hasta sumergirlo en pensamientos fatales en los que nada tenía sentido, pero se cuidaba de tomar una determinación pues estaba seguro de que una bala acabaría matándolo. Nadie se suicida en una guerra, pensaba mientras estaba en la cama oyendo roncar a su madre y a su padre. ¿Por qué? Pues por comodidad, por dilatar el momento, porque el ser humano tiende a dejar en manos de otro su responsabilidad. La verdad es que durante una guerra es cuando más se suicida la gente, pero Reiter entonces era muy joven (aunque ya no se podía decir poco instruido) para saberlo. También, en ambos permisos, visitó Berlín (de paso hacia su aldea) y trató vanamente de encontrar a Hugo Halder.
No lo halló. En su anterior piso vivía una familia de funcionarios con cuatro hijas adolescentes. Cuando les preguntó si el anterior inquilino había dejado sus nuevas señas, el padre de familia, miembro del partido, le contestó secamente que no lo sabía, pero antes de que Reiter se marchara, en la escalera, una de las hijas, la mayor, la más guapa, alcanzó a Reiter y le dijo que ella sabía dónde vivía Halder en ese momento. Después siguió bajando la escalera y Reiter la siguió. La muchacha lo arrastró hasta un parque público. Allí, en un rincón a salvo de miradas indiscretas, se volvió, como si lo viera por primera vez, y saltó sobre él estampándole un beso en la boca. Reiter la apartó y le preguntó a santo de qué lo besaba. La muchacha le dijo que se sentía feliz de verlo. Reiter observó sus ojos, de un azul desvaído, como los ojos de una ciega, y se dio cuenta de que estaba hablando con una loca.
Aun así, quiso saber qué información poseía la muchacha sobre Halder. Ésta le dijo que si no la dejaba besarlo no se lo diría. Volvieron a besarse: la lengua de la muchacha al principio estaba muy seca y Reiter la acarició con su lengua hasta humedecerla del todo. ¿Dónde vive ahora Hugo Halder?, le preguntó. La muchacha le sonrió como si Reiter fuera un niño un tanto obtuso. ¿No lo adivinas?, dijo. Reiter movió la cabeza negativamente. La muchacha, que no debía de tener más de dieciséis años, se echó a reír tan fuerte que Reiter pensó que si continuaba riéndose así no tardaría en aparecer la policía, y no se le ocurrió mejor forma de callarla que besándola otra vez en la boca.
—Me llamo Ingeborg —dijo la muchacha cuando Reiter quitó sus labios de los suyos.
—Yo me llamo Hans Reiter —dijo él.
Ella miró entonces el suelo de arena y piedrecillas y empalideció visiblemente, como si estuviera en un tris de desmayarse.
—Mi nombre —repitió— es Ingeborg Bauer, espero que no te olvides de mí.
A partir de ese momento hablaron en susurros cada vez más débiles.
—No lo haré —dijo Reiter.
—Júramelo —dijo la muchacha.
—Te lo juro —dijo Reiter.
—¿Por quién me lo juras, por tu madre, por tu padre, por Dios? —dijo la muchacha.
—Te lo juro por Dios —dijo Reiter.
—Yo no creo en Dios —dijo la muchacha.
—Entonces te lo juro por mi madre y por mi padre —dijo Reiter.
—Esos juramentos no valen —dijo la muchacha—, los padres no valen, uno siempre está tratando de olvidar que tiene padres.
—Yo no —dijo Reiter.
—Tú también —dijo la muchacha—, y yo, y todo el mundo.
—Entonces te lo juro por lo que tú quieras —dijo Reiter.
—¿Me lo juras por tu división? —dijo la muchacha.
—Te lo juro por mi división y por mi regimiento y por mi batallón —dijo Reiter, y después agregó que también se lo juraba por su cuerpo y por su ejército.
—La verdad, no se lo digas a nadie —dijo la muchacha—, es que yo no creo en el ejército.
—¿En qué crees? —dijo Reiter.
—En pocas cosas —dijo la muchacha después de meditar un segundo su respuesta—. A veces incluso me olvido de las cosas en que creo. Son muy pocas, muy pocas, y las cosas en las que no creo son muchas, muchísimas, tantas que consiguen ocultar las cosas en que sí creo. En este momento, por ejemplo, no me acuerdo de ninguna.
—¿Crees en el amor? —dijo Reiter.
—No, francamente no —dijo la muchacha.
—¿Y en la honestidad? —dijo Reiter.
—Uf, menos que en el amor —dijo la muchacha.
—¿Crees en las puestas de sol —dijo Reiter—, en las noches estrelladas, en los amaneceres diáfanos?
—No, no, no —dijo la muchacha con un gesto de evidente asco—, no creo en ninguna cosa ridícula.
—Tienes razón —dijo Reiter—. ¿Y en los libros?
—Menos todavía —dijo la muchacha—, además en mi casa sólo hay libros nazis, política nazi, historia nazi, economía nazi, mitología nazi, poesía nazi, novelas nazis, obras de teatro nazi.
—No tenía idea de que los nazis hubieran escrito tanto —dijo Reiter.
—Tú, por lo que veo, tienes idea de muy pocas cosas, Hans —dijo la muchacha—, salvo de besarme.
—Es verdad —dijo Reiter, que siempre estaba bien dispuesto a admitir su ignorancia.
Para entonces ambos paseaban por el parque tomados de la mano y de vez en cuando Ingeborg se detenía y besaba a Reiter en la boca y quienquiera que los hubiera visto habría pensado que sólo eran un joven soldado y su novia y que no tenían dinero para ir a otro lugar y que estaban muy enamorados y que tenían muchas cosas que contarse. No obstante si ese observador hipotético se hubiera acercado a la pareja y los hubiera mirado a los ojos se habría dado cuenta de que la joven estaba loca y de que el joven soldado lo sabía y sin embargo no le importaba. En realidad, a Reiter, a esas alturas del encuentro, ya no sólo no le importaba que la joven estuviera loca ni mucho menos la dirección de su amigo Hugo Halder, sino enterarse de una vez por todas de cuáles eran las pocas cosas que a Ingeborg le parecían dignas de un juramento. Así que preguntó y preguntó y nombró tentativamente a las hermanas de la muchacha y la ciudad de Berlín y la paz en el mundo y los niños del mundo y los pájaros del mundo y la ópera y los ríos de Europa y las imágenes, ay, de antiguos novios, y su propia vida (la de Ingeborg), y la amistad y el humor y todo cuanto se le ocurrió, recibiendo una respuesta negativa tras otra, hasta que por fin, después de dar vueltas por todos los recovecos del parque, la muchacha recordó dos cosas por las que ella daba por bueno un juramento.
—¿Quieres saber cuáles son?
—¡Naturalmente que quiero saberlo! —dijo Reiter.
—Espero que no te rías cuando te lo diga.
—No me reiré —dijo Reiter.
—¿Te diga lo que te diga no te reirás?
—No me reiré —dijo Reiter.
—La primera son las tormentas —dijo la muchacha.
—¿Las tormentas? —dijo Reiter extrañadísimo.
—Sólo las grandes tormentas, cuando el cielo se vuelve negro y el aire se vuelve gris. Truenos, rayos y relámpagos y campesinos muertos al cruzar un potrero —dijo la muchacha.
—Ya te entiendo —dijo Reiter, que francamente no amaba las tormentas—. ¿Y cuál es la segunda cosa?
—Los aztecas —dijo la muchacha.
—¿Los aztecas? —dijo Reiter, más perplejo que con las tormentas.
—Sí, sí, los aztecas —dijo la muchacha—, los que vivían en México antes de que llegara Cortés, los de las pirámides.
—Así que los aztecas, esos aztecas —dijo Reiter.
—Son los únicos aztecas —dijo la muchacha—, los que vivían en Tenochtitlán y Tlatelolco y hacían sacrificios humanos y habitaban en dos ciudades lacustres.
—Así que vivían en dos ciudades lacustres —dijo Reiter.
—Sí —dijo la muchacha.
Durante un rato pasearon en silencio. Después la muchacha dijo: yo imagino esas ciudades como si fueran Ginebra y Montreaux. Una vez estuve con mi familia de vacaciones en Suiza. Tomamos un barco de Ginebra a Montreaux. El lago Leman es maravilloso en verano, aunque tal vez haya demasiados mosquitos. Pasamos la noche en una posada de Montreaux y al día siguiente volvimos en otro barco a Ginebra. ¿Has estado en el lago Leman?
—No —dijo Reiter.
—Es muy hermoso y no sólo existen esas dos ciudades, hay muchos pueblos a la orilla del lago, como Lausanne, que es más grande que Montreaux, o Vevey, o Evian. En realidad hay más de veinte pueblos, algunos diminutos. ¿Te haces una idea?
—Vagamente —dijo Reiter.
—Mira, éste es el lago —la muchacha con la punta del zapato dibujó el lago en el suelo—, aquí está Ginebra, aquí, en el otro extremo, Montreaux, y el resto son otros pueblos. ¿Te haces una idea, ahora?
—Sí —dijo Reiter.
—Pues así imagino yo —dijo la muchacha mientras borraba con el zapato el mapa— el lago de los aztecas. Sólo que mucho más bonito. Sin mosquitos, con una temperatura agradable todo el año, con multitud de pirámides, tantas y tan grandes que es imposible contarlas, pirámides superpuestas, pirámides que ocultan otras pirámides, todas teñidas de rojo con la sangre de la gente sacrificada cada día. Y luego imagino a los aztecas, pero eso tal vez no te interese —dijo la muchacha.
—Sí, me interesa —dijo Reiter, quien nunca antes había pensado en los aztecas.
—Son gente muy extraña —dijo la muchacha—, si los miras a los ojos, con atención, te das cuenta al cabo de poco tiempo de que están locos. Pero no están encerrados en un manicomio. O tal vez sí. Pero aparentemente no. Los aztecas visten con suma elegancia, son muy cuidadosos al elegir los vestidos que se ponen cada día, uno diría que se pasan horas en el vestidor, eligiendo la ropa más apropiada, y luego se encasquetan unos sombreros emplumados de gran valor, y joyas en los brazos y en los pies, además de collares y anillos, y tanto los hombres como las mujeres se pintan la cara, y luego salen a pasear por las orillas del lago, sin hablar entre ellos, contemplando absortos los botes que navegan y cuyos tripulantes, si no son aztecas, prefieren bajar la mirada y seguir pescando o alejarse rápidamente de allí, pues algunos aztecas tienen caprichos crueles, y después de pasear como filósofos entran en las pirámides, que son todas huecas, con el interior semejante al de las catedrales, y cuya única iluminación es una luz cenital, una luz filtrada por una gran piedra de obsidiana, es decir una luz oscura y brillante. A propósito, ¿has visto alguna vez una piedra de obsidiana? —dijo la muchacha.
—No, nunca —dijo Reiter—, o tal vez sí y no me he dado cuenta.
—Te habrías dado cuenta en el acto —dijo la muchacha—. Una obsidiana es un feldespato negro o de un verde oscurísimo, cosa de por sí curiosa porque los feldespatos suelen ser de color blanco o amarillento. Los feldespatos más importantes son la ortosa, la albita y la labradorita, para que lo sepas. Pero mi feldespato preferido es la obsidiana. Bueno, sigamos con las pirámides. En lo más alto de éstas está la piedra de los sacrificios. ¿Adivinas de qué material está hecha?
—De obsidiana —dijo Reiter.
—Exacto —dijo la muchacha—, una piedra semejante a la mesa de un quirófano, en donde los sacerdotes o médicos aztecas extendían a sus víctimas antes de arrancarles el corazón. Pero, ahora viene lo que de verdad te sorprenderá, estas camas de piedra eran ¡transparentes! Estaban pulidas de tal manera o elegidas de tal manera que eran unas piedras de sacrificio transparentes. Y los aztecas que estaban dentro de la pirámide contemplaban el sacrificio, como si dijéramos, desde el interior, porque, como ya habrás adivinado, la luz cenital que iluminaba las entrañas de las pirámides provenía de una abertura justo por debajo de la piedra de sacrificios. De tal manera que al principio la luz es negra o gris, una luz atenuada que sólo deja ver las siluetas de los aztecas que están, hieráticos, en el interior de las pirámides, pero luego, al extenderse la sangre de la nueva víctima sobre la claraboya de obsidiana transparente, la luz se hace roja y negra, de un rojo muy vivo y de un negro muy vivo, de modo tal que ya no sólo se distinguen las siluetas de los aztecas sino también sus facciones, unas facciones transfiguradas por la luz roja y por la luz negra, como si la luz ejerciera el poder de personalizarlos a cada uno de ellos, y eso, en resumen, es todo, pero eso puede durar mucho tiempo, eso escapa del tiempo o se instala en otro tiempo, regido por otras leyes. Cuando los aztecas abandonan el interior de las pirámides la luz del sol no les hace daño. Se comportan como si hubiera un eclipse de sol. Y vuelven a sus quehaceres diarios, que consisten básicamente en pasear y bañarse y luego volver a pasear y quedarse mucho tiempo quietos contemplando cosas indiscernibles o estudiando los dibujos que hacen los insectos en la tierra y en comer acompañados de sus amigos, pero todos en silencio, que es casi lo mismo que comer solos, y de vez en cuando en hacer la guerra. Y sobre el cielo siempre hay un eclipse que los acompaña —dijo la muchacha.
—Vaya, vaya, vaya —dijo Reiter, que estaba impresionado con los conocimientos de su nueva amiga.
Durante un rato, sin proponérselo, ambos pasearon en silencio por aquel parque, como si fueran aztecas, hasta que la muchacha le preguntó por quién iba a jurar, si por los aztecas o por las tormentas.
—No lo sé —dijo Reiter, que ya había olvidado a santo de qué tenía que jurar.
—Escoge —dijo la muchacha—, y piénsatelo bien porque es mucho más importante de lo que crees.
—¿Qué es importante? —dijo Reiter.
—Tu juramento —dijo la muchacha.
—¿Y por qué es importante? —dijo Reiter.
—Para ti no lo sé —dijo la muchacha—, pero para mí es importante porque marcará mi destino.
En ese momento Reiter recordó que tenía que jurar que nunca la olvidaría y sintió una enorme pena. Por un momento le costó respirar y luego sintió que las palabras se le atoraban en la garganta. Decidió que juraría por los aztecas, ya que las tormentas no le gustaban.
—Te lo juro por los aztecas —dijo—, nunca te olvidaré.
—Gracias —dijo la muchacha y siguieron paseando.
Al cabo de un rato, aunque ya sin interés, Reiter le preguntó la dirección de Halder.
—Vive en París —dijo la muchacha con un suspiro—, la dirección no la sé.
—Ah —dijo Reiter.
—Es normal que viva en París —dijo la muchacha.
Reiter pensó que tal vez tenía razón y que lo más normal del mundo era que Halder se hubiese mudado a París. Cuando empezó a anochecer Reiter acompañó a la muchacha hasta la puerta de su casa y luego se fue corriendo hacia la estación.