Según la encargada del Departamento de Delitos Sexuales de Santa Teresa, una entidad gubernamental que tenía apenas medio año de existencia, la proporción de asesinatos en toda la república mexicana era de diez hombres por una mujer mientras que la proporción en Santa Teresa era de cuatro mujeres por cada diez hombres. La encargada se llamaba Yolanda Palacio y era una mujer de unos treinta años, de piel clara y pelo castaño, formal, aunque detrás de su formalidad se vislumbraba el deseo de ser feliz, el deseo de la fiesta permanente. ¿Pero qué es la fiesta permanente?, se preguntó Sergio González. Tal vez lo que diferencia a algunos del resto de nosotros, que vivimos en la tristeza cotidiana. Ganas de vivir, ganas de hacerle la lucha, como decía su padre, ¿pero hacerle la lucha a qué, a lo inevitable? ¿Luchar contra quién? ¿Y para conseguir qué? ¿Más tiempo, una certeza, el vislumbre de algo esencial? Como si hubiera algo esencial en este pinche país, pensó, como si lo hubiera en este pinche planeta mamador de su propia verga. Yolanda Palacio había estudiado Derecho en la Universidad de Santa Teresa, y luego se especializó en derecho penal en la Universidad de Hermosillo, pero no le gustaban los juzgados, lo descubrió un poco tarde, ni convertirse en litigante, así que se dedicó a la investigación. ¿Sabe usted cuántas mujeres son víctimas de delitos sexuales en esta ciudad? Más de dos mil cada año. Y casi la mitad son menores de edad. Y probablemente un número similar no denuncia la violación, por lo que estaríamos hablando de cuatro mil violaciones al año. Es decir, cada día violan a más de diez mujeres aquí, hizo un gesto como si los estupros se estuvieran cometiendo en el pasillo. Un pasillo mal iluminado por un tubo fluorescente de color amarillo, exactamente igual que el tubo fluorescente que permanecía apagado en la oficina de Yolanda Palacio. Algunas de las violaciones, por supuesto, acaban en asesinato. Pero no quiero exagerar, la mayoría se conforma con violar y ya está, se acabó, a otra cosa. Sergio no supo qué decir. ¿Sabe usted cuántas personas trabajamos en el Departamento de Delitos Sexuales? Sólo yo. Antes tuve una secretaria. Pero se cansó y se fue a Ensenada, donde tiene familia. Sopas, dijo Sergio. Eso, sí, sopas, mucho sopas por aquí y sopas por allá, mucho híjole, mucho chale, mucho sácatelas, pero a la hora de la verdad aquí nadie tiene memoria de nada, ni palabra de nada, ni huevos para hacer nada. Sergio miró el suelo y luego miró la cara cansada de Yolanda Palacio. Y, a propósito de sopas, dijo ésta, ¿tiene ganas de comer?, yo me muero de hambre, aquí cerca hay un restaurante que se llama El Rey del Taco, si le gusta la comida tex-mex debería ir. Sergio se levantó. La invito, dijo. Eso lo daba por supuesto, dijo Yolanda Palacio.
El doce de abril se encontraron los restos de una mujer en un campo vecino a Casas Negras. Los que la encontraron se dieron cuenta de que era una mujer por el pelo, negro y largo hasta la cintura. El cadáver se hallaba en un estado de descomposición avanzada. Tras el examen del forense se dictaminó que la víctima tenía entre veintiocho y treintaitrés años, un metro sesentaisiete de estatura y que las causas de la muerte fueron dos golpes contusos muy fuertes en la región tempoparietal. No llevaba identificación. Vestía pantalón negro, una blusa verde y zapatos tenis. En uno de los bolsillos del pantalón se encontraron las llaves de un coche. Su perfil no encajaba con el de las desaparecidas de Santa Teresa. Probablemente llevaba muerta un par de meses. El caso se archivó.
Sin que supiera muy bien por qué, puesto que no creía en videntes, Sergio González buscó a Florita Almada en los estudios del Canal 7 de Hermosillo. Habló con una secretaria, luego con otra, luego con Reinaldo. Éste le dijo que no era fácil ver a Florita. Sus amigos, dijo Reinaldo, la protegemos. Protegemos su intimidad. Somos un escudo humano alrededor de la Santa. Sergio se identificó como periodista y dijo que la intimidad de Florita estaba garantizada. Reinaldo le dio una cita para esa noche. Sergio volvió a su hotel y trató de escribir el borrador de la crónica sobre los asesinatos de mujeres, pero al cabo de un rato se dio cuenta de que no podía escribir nada. Bajó al bar del hotel y estuvo bebiendo y leyendo periódicos locales. Después subió a su habitación, se dio una ducha y volvió a bajar. Media hora antes de la hora señalada por Reinaldo tomó un taxi y le pidió que diera algunas vueltas por el centro antes de dirigirse a su cita. El taxista le preguntó de dónde era. Del DF, dijo Sergio. Ciudad loca, dijo el taxista. Una vez me asaltaron siete veces el mismo día. Sólo faltó que me violaran, dijo el taxista riéndose en el espejo retrovisor. Las cosas han cambiado, dijo Sergio, ahora son los taxistas los que asaltan a la gente. Eso he oído decir, dijo el taxista, ya era hora. Depende de cómo se mire, dijo Sergio. La cita era en un bar de clientela masculina. El lugar se llamaba Popeye y un matón de casi dos metros y más de cien kilos vigilaba la puerta. En el interior había una barra que hacía zigzag y mesillas enanas iluminadas con pequeñas lámparas y sillones forrados de satén de color morado. Por los altavoces se oía música new age y los camareros iban vestidos de marineros. Reinaldo y un desconocido lo esperaban sentados en unos taburetes demasiado altos, junto a la barra. El desconocido tenía el pelo lacio, cortado a la moda, y vestía ropa cara. Se llamaba José Patricio y era el abogado de Reinaldo y de Florita. ¿Así que Florita Almada necesita un abogado? Todo el mundo necesita uno, dijo José Patricio muy serio. Sergio no quiso tomar nada y poco después los tres se subieron al BMW de José Patricio y enfilaron por calles cada vez más oscuras hacia la casa de Florita. Durante el viaje José Patricio quiso saber cómo era la vida de un periodista de nota roja en el DF y Sergio tuvo que confesar que él, en realidad, trabajaba para cultura y espectáculos. A grandes rasgos explicó cómo había entrado en contacto con los crímenes de Santa Teresa y José Patricio y Reinaldo lo escucharon con atención y recogimiento, como niños que oyen por enésima vez el mismo cuento que los aterroriza e inmoviliza, asintiendo gravemente con la cabeza, cómplices en el mismo secreto. Más adelante, sin embargo, cuando ya faltaba poco para llegar a la casa de Florita, Reinaldo quiso saber si Sergio conocía a un famoso presentador de Televisa. Sergio reconoció que lo conocía de nombre, pero que nunca había coincidido con él en una fiesta. Reinaldo contó entonces que ese presentador estuvo enamorado de José Patricio. Durante un tiempo venía todos los fines de semana a Hermosillo e invitaba a José Patricio y a sus amigos a la playa, en donde gastaba el dinero a manos llenas. José Patricio, por aquel entonces, estaba enamorado de un gringo, un profesor de Derecho de Berkeley, y no le hacía ni el más mínimo caso. Una noche, dijo Reinaldo, el famoso presentador me llevó a su habitación del hotel y me dijo que tenía algo que proponerme. Yo pensé que, tal como estaba de despechado, quería acostarse conmigo o llevarme al DF para que iniciase allí una nueva carrera en la televisión, apadrinado por él, pero el presentador lo único que quería era hablar y que Reinaldo lo escuchase. Al principio, dijo Reinaldo, yo sólo sentía desprecio. No es un hombre atractivo y en persona parece aún peor que en la tele. En esa época aún no conocía a Florita Almada y mi vida era la vida de un pecador. (Risas). En fin: lo despreciaba, probablemente también sentía un poquito de envidia por su suerte, que consideraba desproporcionada. Lo cierto es que lo acompañé a su habitación, dijo Reinaldo, la mejor suite del mejor hotel de Bahía Kino, desde donde solíamos dar paseos en yate hasta la isla Tiburón o la isla Turner, todo el lujo del mundo, como te puedes figurar, dijo Reinaldo mientras miraba las pobres casas que flanqueaban la avenida por la que transitaba el BMW de José Patricio, y allí estaba el presentador famoso, el niño mimado de Televisa, sentado a los pies de la cama, con una copa en la mano, el pelo alborotado y los ojos achinaditos que casi no se le veían, y cuando me ve, cuando se da cuenta de que yo estoy en la habitación, de pie, esperando, va y me suelta que aquella noche probablemente va a ser la última noche de su vida. Como comprenderás, me quedé helado, porque de inmediato pensé: este puto primero me mata a mí y luego se mata él, todo con tal de darle un disgusto póstumo a José Patricio. (Risas). ¿Se dice así, no, póstumo? Más o menos, dijo José Patricio. Así que le dije, dijo Reinaldo, oye, no bromees. Oye, mejor salgamos a dar un paseo. Y mientras iba hablando buscaba con los ojos la pistola. Pero no vi ni una pistola por ninguna parte, aunque el presentador perfectamente bien la podía tener debajo de la camisa, como los pistoleros, aunque él, en ese instante, no tenía pinta de pistolero sino más bien de estar desesperado y solo. Recuerdo que encendí la tele y puse un programa nocturno que transmitían desde Tijuana, un talk-show, y le dije: seguro que tú, con los mismos medios, lo sabrías hacer mejor, pero el presentador ni siquiera se dignó echarle una ojeada a la tele. Lo único que hacía era mirar el suelo y murmurar que la vida no tenía sentido y que ya más valía morirse que seguir viviendo. Bla bla bla. Cualquier cosa que yo le dijera, comprendí entonces, estaba de más. Él ni siquiera me escuchaba, sólo quería tenerme cerca, por si acaso, ¿por si acaso qué?, no lo sé, pero por si acaso definitivamente. Recuerdo que me asomé al balcón y contemplé la bahía. Era noche de luna llena. Qué bonita es la costa, reflexioné, y lo peor es que no nos damos cuenta salvo en situaciones extremas, cuando apenas la podemos disfrutar. Qué bonita es la costa y la playa y el firmamento repleto de estrellas. Pero luego me cansé y volví a sentarme en el sillón de la habitación y por no verle la cara al presentador volví a contemplar la tele, en donde un tipo contaba que tenía en su poder, lo decía con esas palabras, en su poder, como si estuviera refiriendo una historia medieval o una historia política, el récord de expulsiones de los Estados Unidos. ¿Saben cuántas veces había entrado ilegal a los Estados Unidos? ¡Trescientas cuarentaicinco veces! Y trescientas cuarentaicinco veces había sido detenido y deportado a México. Y todo en el lapso de cuatro años. La verdad es que de pronto se me despertó el interés. Lo imaginé en mi programa. Imaginé las preguntas que yo le haría. Me puse a cavilar cómo entrar en contacto con él, porque la historia, eso no me lo puede negar nadie, era muy interesante. El de la tele de Tijuana le hizo una pregunta clave: ¿de dónde sacaba dinero para pagar a los polleros que lo llevaban al otro lado? Porque estaba claro, al ritmo desenfrenado de sus expulsiones, que en los Estados Unidos no tenía materialmente tiempo para trabajar y ahorrar algo de lana. La contestación del tipo fue alucinante. Dijo que al principio pagaba lo que le pedían, pero que luego, digamos tras la décima deportación, regateaba y pedía rebajas, y que tras la quincuagésima deportación los polleros y los coyotes lo llevaban con ellos por amistad, y que tras la centésima deportación probablemente, creía él, lo llevaban de lástima. Ahorita mismo, le dijo al presentador de Tijuana, lo llevaban como amuleto, porque al entender de los polleros daba suerte, pues su presencia, en cierta forma, aligeraba el estrés de los demás: si caía alguien ese alguien iba a ser él, no los otros, al menos si los otros sabían dejarlo de lado una vez cruzada la frontera. Digamos: se había convertido en la carta marcada, en el billete marcado, según sus propias palabras. Entonces el presentador, que era malo, le hizo la pregunta estúpida y luego la pregunta buena. La estúpida fue preguntarle si pensaba inscribir su récord en el libro Guiness de los récords. El tipo ni siquiera sabía de qué chingados le hablaba, en su vida había oído hablar del Guiness. La buena fue preguntarle si iba a seguir intentándolo. ¿Intentando qué?, dijo el tipo. Intentando pasar al otro lado, dijo el presentador. El tipo dijo que, si Dios lo permitía y le daba salud, en ningún momento se le había borrado de la cabeza la idea de vivir en los Estados Unidos. ¿No estás cansado?, dijo el presentador. ¿No te dan ganas de volverte a tu pueblo o de buscarte una chamba aquí en Tijuana? El tipo sonrió como con vergüenza y dijo que cuando se le metía una idea en la cabeza no había nada que hacerle. Era un tipo loco, loco, loco, un loco de verdad, dijo Reinaldo, pero yo estaba en el hotel más loco de Bahía Kino y junto a mí, sentado a los pies de la cama, estaba el presentador más loco de la tele del DF, así que ¿qué podía pensar, realmente? Por supuesto, el presentador ya no se pensaba suicidar. Seguía sentado a los pies de la cama, pero tenía los ojos, unos ojos de perro cansado, clavados en la tele. ¿Qué te parece?, le dije. ¿Puede existir una persona así? ¿No es encantador? ¿No es la inocencia personificada? Entonces el presentador se levantó y tomó la pistola que todo ese tiempo había ocultado debajo de una pierna o debajo de una nalga y yo volví a empalidecer de golpe y él me hizo un gesto, un gesto apenas perceptible, como si me dijera que ya no tenía nada de que preocuparme y entró en el baño sin cerrar la puerta y yo pensé ay, chingados, ahorita se va a suicidar, pero él lo que hizo fue mear largamente, todo quedaba como en familia, todo encajaba, la tele encendida, la puerta abierta, la noche como un guante sobre el hotel, el espalda mojada perfecto, el espalda mojada que yo quería llevar a mi programa y que tal vez el presentador enamorado de José Patricio quería llevar a su programa, el espalda mojada monstruoso, el rey de la mala suerte, el hombre que cargaba sobre sus espaldas el destino de México, el espalda mojada sonriente, ese ser similar a un sapo, ese inerme dago seboso y poco inteligente, ese trozo de carbón que en otra reencarnación hubiera podido ser un diamante, ese intocable que no había nacido en la India sino en México, todo encajaba, de pronto todo encajaba y ya para qué suicidarse. Desde donde estaba vi que el presentador de Televisa guardaba la pistola en su neceser y luego cerraba el neceser y lo metía en un cajón del baño. Le pregunté si quería que fuéramos al bar del hotel a tomarnos unas copas. Bueno, dijo, pero antes quiso ver el final del programa. En la tele ya estaban hablando con otro tipo, creo que un amaestrador de gatos. ¿Qué canal es éste?, me dijo el presentador. El 35 de Tijuana, le contesté. El 35 de Tijuana, dijo él como si hablara en sueños. Luego salimos de la habitación. En el pasillo el presentador se detuvo y sacó un peine del bolsillo trasero de su pantalón y se peinó. ¿Cómo estoy?, me preguntó. Divino, le dije. Luego llamamos al elevador y esperamos. Qué día, dijo el presentador. Yo asentí con la cabeza. Cuando el elevador llegó nos metimos y bajamos hasta el bar sin decir ni una palabra. Poco después nos separamos y cada uno se fue a acostar.
Después de comer, cuando ambos miraban la noche a través de los ventanales del Rey del Taco, Yolanda Palacio le dijo que no todo era malo en Santa Teresa. No todo, en lo que concernía a las mujeres. Como si al estar con los estómagos satisfechos, y además cansados y con ganas de dormir, ambos apreciaran las cosas buenas, los detalles falseados de la esperanza. Fumaron. ¿Sabes cuál es la ciudad con el índice de desempleo femenino más bajo de México? Sergio González vio la luna del desierto, un fragmento, un corte helicoidal, asomándose por entre las azoteas. ¿Santa Teresa?, dijo. Pues sí, Santa Teresa, dijo la encargada del Departamento de Delitos Sexuales. Aquí casi todas las mujeres tienen trabajo. Un trabajo mal pagado y explotado, con horarios de miedo y sin garantías sindicales, pero trabajo al fin y al cabo, lo que para muchas mujeres llegadas de Oaxaca o de Zacatecas es una bendición. ¿Un corte helicoidal? No puede ser, pensó Sergio. Una ilusión óptica sí, unas nubes extrañas con forma de puritos, ropa tendida al viento nocturno, la mosca o el mosquito de Poe. ¿Así que aquí no hay desempleo femenino?, dijo. No sea sangrón, dijo Yolanda Palacio, claro que hay desempleo, femenino y masculino, sólo que aquí la tasa de desempleo femenino es mucho menor que en el resto del país. De hecho, se podría decir, grosso modo, que todas las mujeres de Santa Teresa tienen trabajo. Pida cifras y compare.
En mayo asesinaron en su propio domicilio a Aurora Cruz Barrientos, de dieciocho años. Fue encontrada en la cama conyugal, con múltiples heridas de arma blanca, casi todas en el tórax, los brazos abiertos como si clamara al cielo, en medio de una gran mancha de sangre coagulada. Realizó el hallazgo una vecina y amiga, a la que le pareció extraño que las cortinas de la casa estuvieran aún echadas. La puerta estaba abierta y la vecina entró en la casa, en donde de inmediato notó algo raro, que sin embargo no supo precisar. Al llegar al dormitorio y ver lo que le habían hecho a Aurora Cruz se desmayó. La casa estaba ubicada en la calle Estepa n.º 870, en la colonia Féliz Gómez, un barrio de clase media baja. El caso le fue adjudicado al judicial Juan de Dios Martínez, que se personó en el lugar de los hechos una hora después de que la casa hubiera sido tomada por la policía. El esposo de Aurora Cruz, Rolando Pérez Mejía, se encontraba trabajando en la maquiladora City Keys y aún no había sido avisado de la muerte de su mujer. Los policías que registraron la casa encontraron unos calzoncillos, presumiblemente de Pérez Mejía, abandonados en el baño y manchados de sangre. A primeras horas de la tarde una patrulla se acercó a City Keys y se llevaron a Pérez Mejía rumbo a la comisaría n.º 2. En su declaración éste asegura que antes de salir a trabajar desayunó con su mujer, como todas las mañanas, y que la relación entre ambos era armoniosa pues no dejaban que los problemas, económicos, mayormente, interfirieran en sus vidas. Llevaban, según Pérez Mejía, un año y pocos meses de matrimonio, y nunca se habían peleado. Cuando le fue mostrado el calzoncillo manchado de sangre, Pérez Mejía lo reconoció como suyo, o parecido a uno que tenía, y Juan de Dios Martínez pensó que se derrumbaría. Pero el marido, pese a llorar amargamente tras ver su calzoncillo, lo que a Juan de Dios no dejó de parecerle extraño, pues un calzoncillo no es una foto ni una carta sino sólo eso, un calzoncillo, no se derrumbó. De todas maneras, quedó detenido a la espera de nuevos acontecimientos, los que no tardaron en llegar. Primero apareció un testigo que dijo haber visto a un hombre merodeando en las cercanías de la casa de Aurora Cruz. El merodeador, según este testigo, era un tipo joven con pinta de deportista que tocaba los timbres de las casas y pegaba la cara a las ventanas como si quisiera cerciorarse de que estaban vacías. Al menos eso fue lo que hizo en tres casas, una de ellas la de Aurora Cruz, y luego desapareció. ¿Qué pasó después?, el testigo no lo sabía, pues se había ido a trabajar, no sin antes advertir a su mujer y a la madre de su mujer, que vivía con ellos, la presencia del intruso. Según la mujer del testigo, poco después de que su marido se marchara ella se pasó un rato delante de la ventana, pero no vio nada. Al cabo de un rato ella también se fue a trabajar y en la casa sólo quedó la suegra, quien, al igual que antes hiciera su yerno y su hija, durante un rato estuvo espiando la calle desde la ventana, sin ver ni notar nada sospechoso, hasta que sus nietos se levantaron y ella tuvo que ocuparse de que desayunaran antes de mandarlos a la escuela. Nadie más en el barrio, por otra parte, vio al merodeador de aspecto deportivo. En la maquiladora donde trabajaba el marido de la víctima varios trabajadores atestiguaron que Rolando Pérez Mejía había llegado como cada mañana, poco antes de que empezara su turno. Según el dictamen del forense, Aurora Cruz había sido violada por los dos conductos. El violador y asesino, según el forense, era una persona de gran energía, un tipo joven, sin duda, y completamente desbocado. Preguntado por Juan de Dios Martínez qué quería decir con desbocado, el forense contestó que la cantidad de semen encontrado en el cuerpo de la víctima y en las sábanas era anormal. Pueden haber sido dos personas, dijo Juan de Dios Martínez. Puede, dijo el forense, aunque para asegurarse ya había enviado muestras a la policía científica de Hermosillo para confirmar, si no el ADN, sí al menos el tipo de sangre del agresor. Por los desgarros anales, el forense se inclinaba a creer que las violaciones por este conducto se produjeron cuando la víctima ya era cadáver. Durante unos días, sintiéndose cada vez más enfermo, Juan de Dios investigó a algunos jóvenes del barrio relacionados con pandillas juveniles. Una noche tuvo que ir al médico, quien le confirmó que padecía una gripe y le recetó descongestionantes y paciencia. La gripe se le complicó al cabo de unos días con placas bacterianas en la garganta y tuvo que tomar antibióticos. El marido de la víctima estuvo una semana en los calabozos de la comisaría n.º 2 y luego lo pusieron en la calle. Las muestras de semen enviadas a Hermosillo se perdieron, no se sabía muy bien si en el camino de ida o en el de vuelta.
Florita en persona les abrió la puerta. Sergio no esperaba que fuera tan vieja. Florita saludó con un beso a Reinaldo y José Patricio y a él le extendió la mano. Venimos muertos de aburrimiento, oyó que decía Reinaldo. La mano de Florita estaba cuarteada, como si fuera la mano de una persona que pasaba mucho tiempo entre productos químicos. La sala era pequeña, con dos sillones y un aparato de televisión. En las paredes colgaban fotos en blanco y negro. En una de las fotos vio a Reinaldo y a otros hombres, todos sonrientes, vestidos como para salir de picnic, alrededor de Florita: los adeptos de una secta alrededor de su sacerdotisa. Le ofrecieron té o cerveza. Sergio pidió una cerveza y le preguntó a Florita si era verdad que ella podía ver las muertes ocurridas en Santa Teresa. La Santa parecía cohibida y tardó un poco en contestar. Se arregló el cuello de la blusa y la chaquetita de lana, tal vez demasiado estrecha. Su respuesta fue vaga. Dijo que en ocasiones, como todo hijo de vecino, veía cosas y que las cosas que veía no necesariamente eran visiones sino imaginaciones, cosas que le pasaban por la cabeza, como a todo hijo de vecino, el impuesto que dizque había que pagar por vivir en una sociedad moderna, aunque ella era del parecer de que todo el mundo, viviera donde viviera, podía en determinado momento ver o figurarse cosas, y que ella, en efecto, últimamente sólo se figuraba asesinatos de mujeres. Una charlatana de buen corazón, pensó Sergio. ¿Por qué de buen corazón? ¿Porque todas las viejitas de México tenían buen corazón? Más bien un corazón de piedra, pensó Sergio, para aguantar tanto. Florita, como si le hubiera leído el pensamiento, asintió varias veces. ¿Y cómo sabe que estos asesinatos son los de Santa Teresa?, dijo Sergio. Por la carga, dijo Florita. Y por la cadena. Instada a que se explicara mejor, dijo que un asesinato común y corriente (aunque no existían asesinatos comunes y corrientes) terminaba casi siempre con una imagen líquida, lago o pozo que tras ser hendido volvía a aquietarse, mientras que una sucesión de asesinatos, como los de la ciudad fronteriza, proyectaban una imagen pesada, metálica o mineral, una imagen que quemaba, por ejemplo, que quemaba cortinas, que bailaba, pero que a más cortinas quemaba más oscura se hacía la habitación o el salón o el galpón o el granero donde aquello acontecía. ¿Y puede usted ver el rostro de los asesinos?, dijo Sergio sintiéndose de pronto cansado. A veces, dijo Florita, a veces veo sus caras, hijito, pero cuando despierto se me olvidan. ¿Cómo diría usted que son sus caras, Florita? Pues son caras comunes y corrientes (aunque no existen en el mundo, o al menos en México, caras comunes y corrientes). ¿O sea que usted no diría que son caras de asesinos? No, yo sólo diría que son caras grandes. ¿Grandes? Sí, grandes, como hinchadas, como infladas. ¿Como máscaras? Yo no diría eso, dijo Florita, son caras, no máscaras ni disfraces, sólo que están hinchadas, como si tomaran demasiada cortisona. ¿Cortisona? O cualquier otro corticoide que hinche, dijo Florita. ¿O sea están enfermos? No lo sé, depende. ¿Depende de qué? De la manera en que uno los mire. ¿Ellos se consideran a sí mismos personas enfermas? No, de ninguna manera. ¿Se saben sanos, entonces? Saber, lo que se dice saber, en este mundo nadie sabe nada a ciencia cierta, hijito. ¿Pero ellos se creen sanos? Digamos que sí, dijo Florita. ¿Y sus voces, las ha oído alguna vez?, dijo Sergio (me ha llamado hijito, qué cosa más rara, me ha llamado hijito). Muy pocas veces, pero alguna vez sí que los he escuchado hablar. ¿Y qué dicen, Florita? No lo sé, hablan en español, un español enrevesado que no parece español, tampoco es inglés, a veces pienso que hablan en una lengua inventada, pero no puede ser inventada puesto que entiendo algunas palabras, así que yo diría que es español lo que hablan y que ellos son mexicanos, sólo que la mayor parte de sus palabras me resultan incomprensibles. Me ha llamado hijito, pensó Sergio. Sólo una vez, por lo que es legítimo pensar que no se trata de una muletilla en su discurso. Una charlatana de buen corazón. Le ofrecieron otra cerveza, que rechazó. Dijo que se sentía cansado. Dijo que tenía que volver a su hotel. Reinaldo lo miró con rencor mal disimulado. ¿Qué culpa tengo yo?, pensó Sergio. Fue al baño: olía a vieja, pero en el suelo había dos macetas con plantas de un verde intenso, casi negro. No es mala idea, plantas en el wáter, pensó Sergio mientras oía las voces de Reinaldo y José Patricio y Florita que parecían discutir en la sala. Desde la minúscula ventana del baño se podía ver un pequeño patio encementado y húmedo, como si acabara de llover, en donde, junto a las macetas con plantas, distinguió macetas con flores rojas y azules, de una variedad desconocida. Al volver a la sala ya no se volvió a sentar. Le dio la mano a Florita y le prometió que le enviaría el artículo que pensaba publicar, aunque él sabía muy bien que no le iba a enviar nada. Hay algo que sí entiendo, dijo la Santa cuando los acompañó hasta la puerta. Lo dijo mirando a Sergio a los ojos y luego a Reinaldo. ¿Qué es lo que entiende, Florita?, dijo Sergio. No lo digas, Florita, dijo Reinaldo. Todo el mundo, cuando habla, deja traslucir, aunque sea en parte, sus alegrías y sus penas, ¿verdad? Verdad de Dios, dijo José Patricio. Pues cuando esas figuraciones mías hablaban entre ellos, pese a no entender sus palabras, me daba perfecta cuenta de que sus alegrías y sus penas eran grandes, dijo Florita. ¿Qué tan grandes?, dijo Sergio. Florita lo miró a los ojos. Abrió la puerta. Pudo sentir la noche de Sonora tocándole la espalda como un fantasma. Inmensas, dijo Florita. ¿Como si se supieran impunes? No, no, no, dijo Florita, aquí no tiene nada que ver la impunidad.
El uno de junio Sabrina Gómez Demetrio, de quince años de edad, llegó a pie al hospital del IMSS Gerardo Regueira, con heridas múltiples de arma blanca y dos balazos en la espalda. Fue ingresada de inmediato en la unidad de urgencias, en donde al cabo de pocos minutos falleció. Pronunció pocas palabras antes de morir. Dijo su nombre y mencionó la calle donde vivía con sus hermanas y hermanos. Dijo que había estado encerrada en una Suburban. Dijo algo sobre un hombre que tenía cara de cerdo. Una de las enfermeras que intentaban pararle la hemorragia le preguntó si ese hombre la había secuestrado. Sabrina Gómez dijo que lamentaba no ver nunca más a sus hermanos.
En junio, Klaus Haas convocó mediante llamadas telefónicas una conferencia de prensa en el penal de Santa Teresa a la que asistieron seis periodistas. La conferencia la había desaconsejado su abogada, pero Haas por aquellos días parecía haber perdido el control de los nervios que hasta entonces había exhibido y no quiso escuchar ni un solo argumento en contra de su plan. Tampoco, según su abogada, le reveló a ésta el tema de la conferencia. Sólo le dijo que ahora estaba en posesión de un dato del que antes carecía y que quería hacerlo público. Los periodistas que fueron no esperaban ninguna declaración nueva ni mucho menos algo que iluminara el pozo oscuro en el que se había convertido la aparición regular de muertas en la ciudad o en el extrarradio de la ciudad o en el desierto que circundaba Santa Teresa como un puño de hierro, pero fueron porque al fin y al cabo Haas y las muertas eran su noticia. Los grandes periódicos del DF no mandaron a sus representantes.
En junio, pocos días después de que Haas, telefónicamente, les prometiera a los periodistas una declaración, según sus propias palabras, sensacional, apareció muerta cerca de la carretera a Casas Negras Aurora Ibáñez Medel, cuya desaparición había sido reportada hacía un par de semanas por su marido. Aurora Ibáñez tenía treintaicuatro años y trabajaba en la maquiladora Interzone-Berny, tenía cuatro hijos de edades comprendidas entre los catorce y los tres años y llevaba casada desde los diecisiete años con Jaime Pacheco Pacheco, mecánico, quien en el momento de la desaparición de su mujer estaba desempleado, víctima de una reducción del personal de talleres de la Interzone-Berny. Según el informe forense, la muerte había sido causada por asfixia y en el cuello de la víctima, pese al tiempo transcurrido, aún se apreciaban lesiones típicas de estrangulamiento. El hioides no estaba roto. Probablemente Aurora había sido violada. El caso lo llevó el judicial Efraín Bustelo, con asesoramiento del judicial Ortiz Rebolledo. Tras hacer algunas averiguaciones en el entorno de la víctima se procedió a arrestar a Jaime Pacheco, quien después de ser sometido a un interrogatorio confesó su crimen. El móvil, dijo Ortiz Rebolledo a la prensa, fueron los celos. No por un hombre en particular, sino por todos los hombres con los que ella hubiera podido cruzarse o por la situación, que era nueva e inaguantable. El pobre Pacheco pensó que su mujer lo iba a dejar. Preguntado por el medio de transporte que utilizó para llevar, engañada, a su mujer hasta más allá del kilómetro treinta de la carretera a Casas Negras, o para deshacerse del cadáver en dicha carretera, en el supuesto de que la hubiera matado en otro lugar, punto sobre el que Pacheco no quiso hablar pese a la dureza del interrogatorio, declaró que un amigo le prestó su carro, un Coyote del año 87, amarillo con dibujos de llamas rojas en los costados, amigo que la policía no encontró o no buscó con la dedicación que el caso ameritaba.
Junto a Haas, mirando al frente, rígida, como si por su cabeza pasaran las imágenes de una violación, estaba su abogada, y alrededor los reporteros de El Heraldo del Norte, La Voz de Sonora, La Tribuna de Santa Teresa, los tres periódicos locales, y los de El Independiente de Phoenix, El Sonorense de Hermosillo y La Raza de Green Valley, un periódico de pocas páginas, de aparición semanal (en ocasiones quincenal o mensual), que sobrevivía casi sin anuncios, de las suscripciones de algunos chicanos de clase media baja de la zona comprendida entre Green Valley y Sierra Vista, antiguos braceros establecidos en Río Rico, Carmen, Tubac, Sonoita, Amado, Sahuarita, Patagonia, San Xavier, y en cuyas páginas sólo aparecían historias de crímenes, cuanto más horrendos, mejor. Sólo había un fotógrafo, Chuy Pimentel, de La Voz de Sonora, que se mantuvo detrás del círculo formado por los periodistas. De vez en cuando la puerta se abría y aparecía un carcelero que miraba a Haas o a su abogada como preguntándoles si necesitaban algo. En una ocasión la abogada le pidió al carcelero que trajera agua fresca. El carcelero asintió y dijo ahorita mismo y desapareció. Al cabo de un rato apareció con dos botellas de agua y varias latas frías de refresco. Los periodistas se lo agradecieron y casi todos se decidieron por una lata, salvo Haas y su abogada, que prefirieron tomar agua. Durante unos minutos nadie dijo nada, ni la más mínima observación, y todos bebieron.
En julio se halló el cuerpo de una mujer en una acequia de aguas negras, al este de la colonia Maytorena, no muy lejos de una pista de terracería y de unas torres de alta tensión. La mujer tenía aproximadamente entre veinte y veinticinco años y según los forenses llevaba muerta por lo menos tres meses. El cadáver presentaba las manos atadas a la espalda, con cuerda de plástico, como la que se usa para embalar paquetes grandes. En la mano izquierda llevaba un guante negro, largo, que le cubría hasta la mitad del brazo. No se trataba, por lo demás, de un guante barato sino de uno de terciopelo, como los que usan las vedettes, pero sólo las vedettes de cierto prestigio. Tras quitarle el guante encontraron dos anillos, uno en el dedo medio, de plata de ley, y otro en el anular, de plata con una serpiente labrada. También llevaba puesto, en el pie derecho, un calcetín de hombre, marca Tracy. Y lo más sorprendente de todo: atado alrededor de la nuca, como un extraño pero no del todo imposible sombrero, se encontró un sostén negro, de buena calidad. Por lo demás la mujer estaba desnuda y no tenía ningún papel que sirviera para una posterior identificación. El caso, tras los trámites de rigor, se archivó y su cuerpo fue arrojado a la fosa común del cementerio de Santa Teresa.
A finales de julio las autoridades de Santa Teresa, en colaboración con las autoridades del estado de Sonora, invitaron al investigador Albert Kessler a la ciudad. Cuando la noticia se hizo pública algunos periodistas, sobre todo del DF, le preguntaron al presidente municipal José Refugio de las Heras si la presencia del antiguo agente del FBI era una tácita aceptación de que las investigaciones de la policía mexicana habían fracasado. El licenciado de las Heras respondió que no, que en modo alguno, que el señor Kessler iba a venir a Santa Teresa a dictar un curso de capacitación profesional de quince horas ante un selecto grupo de alumnos escogidos entre los mejores policías de Sonora y que Santa Teresa había sido seleccionada como sede de dicho curso, en detrimento, por ejemplo, de Hermosillo, además de por su pujanza industrial, por su triste historial de asesinos en serie, una lacra desconocida o casi desconocida hasta entonces en México, que ellos, las autoridades del país, deseaban parar a tiempo, ¿y qué mejor manera de extirpar una lacra que formar un cuerpo policial experto en la materia?
Les voy a decir quién asesinó a Estrella Ruiz Sandoval, de cuya muerte se me acusa injustamente, dijo Haas. Son los mismos que han matado por lo menos a otras treinta jóvenes de esta ciudad. La abogada de Haas agachó la cabeza. Chuy Pimentel hizo la primera foto. En ella se ven los rostros de los periodistas que miran a Haas o consultan sus cuadernos de notas, sin ninguna excitación, sin ningún entusiasmo.
En septiembre encontraron el cuerpo de Ana Muñoz Sanjuán detrás de unos cubos de basura en la calle Javier Paredes, entre la colonia Félix Gómez y la colonia Centro. El cadáver estaba completamente desnudo y presentaba indicios de estrangulamiento y violación, que luego serían confirmados por el forense. Tras las primeras investigaciones se determinó su identidad. La víctima se llamaba Ana Muñoz Sanjuán, vivía en la calle Maestro Caicedo de la colonia Rubén Darío, en donde compartía casa con otras tres mujeres, tenía dieciocho años y trabajaba como mesera de la cafetería El Gran Chaparral, en el casco histórico de Santa Teresa. Su desaparición no fue notificada a la policía. Las últimas personas con las que se la vio fueron tres hombres que respondían a los alias de el Mono, el Tamaulipas y la Vieja. La policía intentó localizarlos, pero parecía que la tierra se los había tragado. El caso se archivó.
¿Quién invita a Albert Kessler?, se preguntaron los periodistas. ¿Quién va a pagar por los servicios del señor Kessler? ¿Y cuánto? ¿La ciudad de Santa Teresa, el estado de Sonora? ¿De dónde va a salir el dinero de los honorarios del señor Kessler? ¿De la Universidad de Santa Teresa, de los fondos negros de la policía del estado? ¿Hay dinero de particulares en el asunto? ¿Hay algún mecenas detrás de la visita del eminente investigador norteamericano? ¿Y por qué ahora, justo ahora, traen a un experto en asesinos en serie y no antes? ¿Y es que en México no hay criminólogos capaces de colaborar con la policía? ¿El profesor Silverio García Correa, por ejemplo, no es lo suficientemente bueno? ¿No fue acaso el mejor psicólogo de su promoción en la UNAM? ¿No obtuvo un master en criminología por la Universidad de Nueva York y otro master por la universidad de Stanford? ¿No hubiera salido más barato contratar al profesor García Correa? ¿No hubiera sido más patriótico encargarle un asunto mexicano a un mexicano que a un norteamericano? ¿Y, a propósito, sabe hablar español el investigador Albert Kessler? ¿Y si no sabe, quién va a servirle de traductor? ¿Trae él a su propio traductor o le van a poner uno de aquí?
Haas dijo: he estado investigando. Dijo: he recibido soplos. Dijo: en la cárcel todo se sabe. Dijo: los amigos de los amigos son tus amigos y cuentan cosas. Dijo: los amigos de los amigos de los amigos cubren un amplio radio de acción y te hacen favores. Nadie se rió. Chuy Pimentel siguió haciendo fotos. En ellas se ve a la abogada que parece a punto de soltar unas lágrimas. De coraje. Las miradas de los periodistas son miradas de reptiles: observan a Haas, que mira las paredes grises como si en la erosión del cemento hubiera escrito su guión. El nombre, dice uno de los periodistas, lo susurra, pero es lo suficientemente audible para todos. Haas dejó de mirar la pared y sus ojos consideraron al que habló. En lugar de contestar directamente, explicó una vez más su inocencia en el asesinato de Estrella Ruiz Sandoval. No la conocí, dijo. Luego se cubrió el rostro con las manos. Una muchacha linda, dijo. Ojalá la hubiera conocido. Se siente mareado. Imagina una calle llena de gente, al ocaso, que se va vaciando armoniosamente, hasta que no queda nadie, sólo un coche estacionado en una esquina. Luego cae la noche y Haas siente sobre su mano los dedos de su abogada. Dedos demasiado gruesos, dedos demasiado cortos. El nombre, dijo otro periodista, sin el nombre no avanzamos nada.
En septiembre, en un descampado de la colonia Sur, envuelto en una cobija y en bolsas de plástico de color negro se encontró el cuerpo desnudo de María Estela Ramos. Tenía los pies atados con un cable y presentaba señales de tortura. Se hizo cargo del caso el judicial Juan de Dios Martínez, quien estableció que el cadáver había sido arrojado al descampado entre las doce de la noche y la una y media de la madrugada del sábado, pues durante el resto del tiempo el descampado en cuestión había sido utilizado como punto de encuentro de vendedores y compradores de droga y por pandillas de adolescentes que acudían al lugar a escuchar música. Tras confrontar diversas declaraciones, quedó establecido que, por una causa o por otra, entre las doce y la una y media, allí no había nadie. María Estela Ramos vivía en la colonia Veracruz y aquéllos no eran sus rumbos. Tenía veintitrés años y un hijo de cuatro y compartía casa con dos compañeras de trabajo en la maquila, una de ellas desempleada en el momento de los hechos pues, según le contó a Juan de Dios, había intentado organizar un sindicato. ¿Qué le parece a usted?, le dijo. Me botaron por exigir mis derechos. El judicial se encogió de hombros. Le preguntó quién se iba a encargar del hijo de María Estela. Yo, dijo la sindicalista frustrada. ¿No hay familia, no tiene abuelos el escuincle? No creo, dijo la mujer, pero intentaremos averiguarlo. Según el forense, la causa del deceso había sido un golpe con objeto contundente en la cabeza, aunque también tenía cinco costillas rotas y heridas de arma blanca, de tipo superficial, en los brazos. Había sido violada. Y su muerte se produjo por lo menos cuatro días antes de que los drogadictos la encontraran entre las basuras y malezas del descampado de la Sur. Según sus compañeras, María Estela tenía o había tenido un novio, al que llamaban el Chino. Nadie sabía su nombre real, pero sí sabían dónde trabajaba. Juan de Dios fue a buscarlo a una tlapalería de la colonia Serafín Garabito. Preguntó por el Chino y le dijeron que allí no conocían a nadie con ese nombre. Lo describió, tal como antes habían hecho las compañeras de María Estela, pero la respuesta fue la misma: allí nunca había trabajado nadie, ni en el mostrador ni en los almacenes, con ese nombre ni con esas características. Puso a trabajar a sus soplones y durante unos días se dedicó exclusivamente a buscarlo. Pero fue como buscar a un fantasma.
El señor Albert Kessler es un profesional de connotado prestigio, dijo el profesor García Correa. El señor Kessler, por lo que me cuentan, fue uno de los pioneros en el trazado de perfiles psicológicos de asesinos en serie. Tengo entendido que trabajó para el FBI y que antes trabajó para la policía militar de los Estados Unidos o para la inteligencia militar, lo que es casi un oxímoron, pues la palabra inteligencia raras veces es aplicable a la palabra militar, dijo el profesor García Correa. No, no me siento ofendido ni desplazado por el hecho de que no se me haya encargado a mí este trabajo. Las autoridades del estado de Sonora me conocen muy bien y saben que soy un hombre cuya única diosa es la Verdad, dijo el profesor García Correa. En México siempre nos deslumbramos con una facilidad espantosa. A mí se me ponen los pelos de punta cuando veo o escucho o leo en la prensa algunos adjetivos, algunas alabanzas que parecen vertidas por una tribu de monos enloquecidos, pero ni modo, así somos y uno con los años se acostumbra, dijo el profesor García Correa. Ser criminólogo en este país es como ser criptógrafo en el polo norte. Es como ser niño en una crujía de pedófilos. Es como ser merolico en un país de sordos. Es como ser condón en el reino de las amazonas, dijo el profesor García Correa. Si te vejan, te acostumbras. Si te miran por encima del hombro, te acostumbras. Si desaparecen tus ahorros, los ahorros de toda una vida y que guardabas para jubilarte, te acostumbras. Si tu hijo te estafa, te acostumbras. Si tienes que seguir trabajando cuando por ley deberías dedicarte a lo que te diera la real gana, te acostumbras. Si encima te bajan el sueldo, te acostumbras. Si para redondear el sueldo tienes que trabajar para abogados deshonestos y detectives corruptos, te acostumbras. Pero esto es mejor que no lo pongan en su artículo, muchachos, porque si no me estaría jugando el puesto, dijo el profesor García Correa. El señor Albert Kessler, como les iba diciendo, es un investigador de connotado prestigio. Según tengo entendido trabaja con computadoras. Interesante trabajo. También hace de consejero o de asesor en algunas películas de acción. Yo no he visto ninguna, porque hace mucho que no voy al cine y la basura de Hollywood sólo me provoca sueño. Pero, según me dijo mi nieto, son películas divertidas en donde siempre ganan los buenos, dijo el profesor García Correa.
El nombre, dijo el periodista. Antonio Uribe, dijo Haas. Durante un instante los periodistas se miraron, por si a alguno de ellos le sonaba ese nombre, pero todos se encogieron de hombros. Antonio Uribe, dijo Haas, ése es el nombre del asesino de mujeres de Santa Teresa. Tras un silencio, agregó: y alrededores. ¿Y alrededores?, dijo uno de los periodistas. El asesino de Santa Teresa, dijo Haas, y también de las mujeres muertas que han aparecido por los alrededores de la ciudad. ¿Y tú conoces a ese tal Uribe?, dijo uno de los periodistas. Lo vi una vez, una sola vez, dijo Haas. Luego tomó aliento, como si se dispusiera a contar una larga historia y Chuy Pimentel aprovechó para sacarle una foto. En ella se ve a Haas, por efecto de la luz y de la postura, mucho más delgado, el cuello más largo, como el cuello de un guajolote, pero no un guajolote cualquiera sino un guajolote cantor o que en aquel momento se dispusiera a elevar su canto, no simplemente a cantar, sino a elevarlo, un canto agudo, rechinante, un canto de vidrio molido pero con una fuerte reminiscencia de cristal, es decir de pureza, de entrega, de falta absoluta de dobleces.
El siete de octubre fue hallado a treinta metros de las vías del tren, en unos matorrales lindantes con unos campos de béisbol, el cuerpo de una mujer de edad comprendida entre los catorce y los diecisiete años. El cuerpo presentaba señales claras de tortura, con múltiples hematomas en brazos, tórax y piernas, así como heridas punzantes de arma blanca (un policía se entretuvo en contarlas y se aburrió al llegar a la herida número treintaicinco), ninguna de las cuales, sin embargo, dañó o penetró ningún órgano vital. La víctima carecía de papeles que facilitaran su identificación. Según el forense la causa de la muerte fue estrangulamiento. El pezón del pecho izquierdo presentaba señales de mordeduras y estaba medio arrancado, sosteniéndose tan sólo por algunos cartílagos. Otro dato facilitado por el forense: la víctima tenía una pierna más corta que otra, lo que en principio se pensó facilitaría su identificación, algo que a la postre resultó infundado, pues de las desapariciones denunciadas en las comisarías de Santa Teresa ninguna correspondía a tales características. El día del hallazgo del cuerpo, encontrado por un grupo de adolescentes jugadores de béisbol, se presentaron en el lugar de los hechos Epifanio y Lalo Cura. El sitio estaba lleno de policías. Había algunos judiciales, algunos municipales, miembros de la policía científica, la Cruz Roja y periodistas. Epifanio y Lalo Cura se pasearon por el lugar hasta llegar al sitio exacto donde aún yacía el cadáver. No era baja. Medía por lo menos un metro sesentaiocho. Estaba desnuda a excepción de una blusa blanca llena de manchas de sangre y de tierra y un sostén blanco. Cuando se alejaron de allí Epifanio le preguntó a Lalo Cura qué le había parecido. ¿La muerta?, dijo Lalo. No, el lugar del crimen, dijo Epifanio encendiendo un cigarrillo. No hay lugar del crimen, dijo Lalo. Lo han limpiado a conciencia. Epifanio puso el coche en marcha. A conciencia no, dijo, como pendejos, pero para el caso es lo mismo. Lo han limpiado.
1997 fue un buen año para Albert Kessler. Había dado conferencias en Virginia, en Alabama, en Kentucky, en Montana, en California, en Oregon, en Indiana, en Maine, en Florida. Había recorrido universidades y hablado con antiguos alumnos que ahora eran profesores y tenían hijos grandes, algunos incluso casados, lo que nunca dejaba de sorprenderle. Había viajado a París (Francia), a Londres (Inglaterra), a Roma (Italia), en donde su nombre era conocido y en donde los asistentes a sus conferencias llegaban con su libro, traducido al francés, al italiano, al alemán, al español, para que él estampara su firma y alguna frase cariñosa o alguna frase ingeniosa, cosa que él hacía muy a gusto. Había viajado a Moscú (Rusia) y San Petersburgo (Rusia), y a Varsovia (Polonia), y lo habían invitado a ir a muchos otros lugares, por lo que cabía imaginar que 1998 iba a ser un año tan movido como éste. El mundo, en realidad, es pequeño, pensaba a veces Albert Kessler, sobre todo cuando iba en avión, en un asiento de primera o de business, y olvidaba por unos segundos la conferencia que iba a dictar en Tallahassee o en Amarillo o en New Bedford y se dedicaba a mirar las caprichosas formas de las nubes. Casi nunca soñaba con asesinos. Había conocido a muchos y había seguido la pista a muchos más, pero rara vez soñaba con alguno de ellos. En realidad, soñaba poco o tenía la fortuna de olvidar los sueños en el preciso instante en que despertaba. Su mujer, con la que vivía desde hacía más de treinta años, solía recordar sus sueños y a veces, cuando Albert Kessler paraba en casa, se los contaba mientras desayunaban juntos. Ponían la radio, un programa de música clásica, y desayunaban café, zumo de naranja, pan congelado que su mujer ponía en el microondas y que quedaba delicioso, crujiente, mejor que cualquier otro pan que él hubiera comido en ninguna otra parte. Mientras untaba el pan con mantequilla su mujer le contaba lo que había soñado esa noche, casi siempre con familiares de ella, casi todos muertos, o con amigos, de ambos, a los que hacía mucho no veían. Después su mujer se encerraba en el baño y Albert Kessler salía al jardín y oteaba el horizonte de tejados rojos, grises, amarillos, las aceras limpias y ordenadas, los coches último modelo que los hijos menores de sus vecinos estacionaban sobre los caminos de grava y no en el garaje. En el barrio sabían quién era él y lo respetaban. Si cuando estaba en el jardín aparecía un hombre, antes de meterse en su coche y partir, levantaba una mano y decía buenos días, señor Kessler. Todos eran menores que él. No demasiado jóvenes, médicos o ejecutivos medios, profesionales que se ganaban la vida trabajando duramente y que procuraban no hacer daño a nadie, aunque sobre esto último uno nunca podía saber nada a ciencia cierta. Casi todos estaban casados y tenían uno o dos hijos. A veces hacían barbacoas en los jardines, junto a la piscina, y en una ocasión, porque su mujer se lo rogó, acudió a una de estas comidas y se bebió media cerveza Bud y un vaso de whisky. En el barrio no vivía ningún policía y el único que parecía despierto era un profesor universitario, un tipo calvo y larguirucho que finalmente resultó un imbécil que sólo sabía hablar de deportes. Un policía o un ex policía, pensaba a veces, con quien mejor está es con una mujer o con otro policía, otro poli de su mismo rango. En su caso, sólo era verdad la segunda parte. Hacía mucho que ya no le interesaban las mujeres, salvo si eran policías y se dedicaban a la investigación de homicidios. En cierta ocasión, un colega japonés le dijo que dedicara los ratos libres a la jardinería. El tipo era un poli jubilado como él y durante una época, o eso decían, había sido el as de la brigada criminal de Osaka. Siguió su consejo y al volver a casa le dijo a su mujer que despidiera al jardinero, que a partir de entonces se ocuparía él personalmente del jardín. Por supuesto, no tardó en estropearlo todo y el jardinero volvió. ¿Por qué he intentado curar, y además mediante la jardinería, un estrés que no tengo?, se preguntó. A veces, cuando regresaba después de veinte o treinta días de gira, promocionando el libro o asesorando a escritores policiacos y directores de thrillers o invitado por universidades o por departamentos de policía que estaban estancados con un asesinato irresoluble, contemplaba a su mujer y tenía la vaga impresión de que no la conocía. Pero la conocía, sobre eso no tenía la menor duda. Tal vez era su forma de caminar y de moverse por la casa o su forma de invitarlo a ir, por las tardes, cuando ya empezaba a anochecer, al supermercado al que ella iba siempre y en donde compraba ese pan congelado que comía por las mañanas y que parecía recién salido de un horno europeo y no de un microondas norteamericano. A veces, después de hacer la compra, se detenían, cada uno con su carrito, delante de una librería en donde estaba la edición de bolsillo de su libro. Su mujer lo señalaba con el índice y le decía: aún sigues allí. Él, invariablemente, asentía con la cabeza y luego seguían curioseando por las tiendas del mall. ¿La conocía o no la conocía? La conocía, claro que sí, sólo que a veces la realidad, la misma realidad pequeñita que servía de anclaje a la realidad, parecía perder los contornos, como si el paso del tiempo ejerciera un efecto de porosidad en las cosas, y desdibujara e hiciera más leve lo que ya de por sí, por su propia naturaleza, era leve y satisfactorio y real.
Lo vi una sola vez, dijo Haas. Fue en una discoteca o en un sitio que parecía una discoteca pero que tal vez sólo era un bar con la música demasiado alta. Yo iba con unos amigos. Amigos y clientes. Y allí estaba este joven, sentado a una mesa, con gente conocida por algunos de los que iban conmigo. Junto a él estaba su primo, Daniel Uribe. A ambos me los presentaron. Parecían dos jóvenes bien educados, los dos hablaban inglés y vestían como si fueran rancheros, pero estaba claro que no eran rancheros. Eran fuertes y altos, más alto Antonio Uribe que su primo, se notaba que iban al gimnasio y que hacían pesas y cuidaban su cuerpo. Se notaba también que la apariencia les preocupaba. Llevaban una barba de tres días, pero olían bien, el corte de pelo era el adecuado, las camisas limpias, los pantalones limpios, todo de marca, las botas rancheras relucientes, la ropa interior probablemente limpia y también de marca, dos jóvenes, en una palabra, modernos. Yo platiqué un rato con ellos (sobre cosas sin interés, las cosas que uno habla y escucha en un lugar así y que podría decirse que son cosas de hombres: coches nuevos, dvd, compact discs de canciones rancheras, Paulina Rubio, narcocorridos, la negra esta cuyo nombre no recuerdo, ¿Whitney Huston?, no, ésa no, ¿Lana Jones?, tampoco, una negra que ahora no me acuerdo cómo se llama), y bebí una copa con ellos y con los demás, y luego todos salimos fuera de la discoteca, no recuerdo el motivo, todos de golpe para afuera, y allí, en la noche, dejé de ver a estos Uribe, fue la única vez que los vi, pero eran ellos, y luego uno de mis amigos me metió en su coche y salimos de allí como si fuera a explotar una bomba.
El diez de octubre, cerca de los campos de fútbol de PEMEX, entre la carretera a Cananea y la vía férrea, se encontró el cadáver de Leticia Borrego García, de dieciocho años de edad, semienterrada y en avanzado estado de descomposición. El cuerpo estaba envuelto en una bolsa industrial de plástico y según el informe forense la muerte se debía a estrangulamiento con rotura del hueso hioides. El cadáver fue identificado por su madre, que había denunciado la desaparición un mes atrás. ¿Por qué el asesino se tomó la molestia de cavar un pequeño agujero y hacer como que la enterraba?, se preguntó Lalo Cura mientras estuvo curioseando por el lugar. ¿Por qué no arrojarla directamente a un costado de la carretera a Cananea o entre los escombros de los antiguos almacenes del ferrocarril? ¿Es que el asesino no se dio cuenta de que dejaba el cuerpo de su víctima al lado de unos campos de fútbol? Durante un rato, hasta que lo echaron, Lalo Cura estuvo de pie contemplando el lugar donde encontraron el cuerpo. En el agujero con dificultad hubiera cabido el cuerpo de un niño o de un perro, en modo alguno el de una mujer. ¿Se trataba de un asesino con prisa por deshacerse de su víctima? ¿Era de noche y no conocía el lugar?
La noche antes de que llegara el investigador Albert Kessler a Santa Teresa, a las cuatro de la mañana, Sergio González Rodríguez recibió la llamada telefónica de Azucena Esquivel Plata, periodista y diputada del PRI. Cuando contestó al teléfono, temeroso de que lo llamara alguien de su familia para comunicarle un accidente, escuchó una voz de mujer, recia, mandona, imperativa, una voz que no estaba acostumbrada a pedir perdón ni a que le dieran excusas. La voz le preguntó si estaba solo. Sergio dijo que estaba durmiendo. ¿Pero estás solo, buey, o no estás solo?, dijo la voz. En ese momento su oído o su memoria auditiva la reconoció. No podía ser más que Azucena Esquivel Plata, la María Félix de la política mexicana, la más-más, la Dolores del Río del PRI, la Tongolele de la lascivia de algunos diputados y de casi todos los periodistas políticos mayores de cincuenta años, más bien cercanos a los sesenta, que se hundían como caimanes en el pantano, más mental que real, regentado, algunos decían que inventado, por Azucena Esquivel Plata. Estoy solo, dijo. Y además en pijama, ¿me equivoco? No, no se equivoca. Pues vístase y baje a la calle, lo paso a buscar en diez minutos. En realidad, Sergio no estaba en pijama pero le pareció poco delicado contradecirla ya desde el principio, así que se puso unos jeans, los calcetines y un suéter y bajó hasta el umbral de su edificio. Enfrente de la puerta vio un Mercedes con las luces apagadas. Desde el Mercedes también lo vieron a él, pues una de las puertas traseras se abrió y una mano con los dedos enjoyados le hizo una seña para que subiera. En una esquina del asiento trasero, arrebujada en una manta escocesa, estaba la diputada Azucena Esquivel Plata, la más-más, que pese a la oscuridad de la noche, y como si fuera la hija bastarda de Fidel Velázquez, cubría sus ojos con unas gafas negras, de montura negra y con patillas anchas y negras, similares a las que a veces se ponía Stevie Wonder y que suelen usar algunos ciegos para que los curiosos no les vean los globos oculares vacíos.
Primero voló a Tucson y desde Tucson tomó una avioneta que lo dejó en el aeropuerto de Santa Teresa. El procurador del estado de Sonora le comentó que dentro de poco, un año, un año y medio tal vez, se iniciarían los trabajos de construcción del nuevo aeropuerto de Santa Teresa, que iba a ser lo suficientemente grande como para que allí aterrizaran aviones Boeing. El presidente municipal de la ciudad le dio la bienvenida y mientras pasaban por el control de aduanas un mariachi empezó a tocar en su honor y a cantar una canción en la que se mencionaba, o eso creyó, su nombre. Prefirió no preguntar nada y sonrió. El presidente municipal apartó de un empujón al funcionario de aduanas que sellaba los pasaportes y fue él mismo el que le puso el sello al ilustre invitado. En el momento de timbrar el pasaporte de Kessler adoptó una pose de inmovilidad total. El sello en alto, la sonrisa esculpida de oreja a oreja, para que los fotógrafos reunidos pudieran hacer sus fotos con total tranquilidad. El procurador del estado hizo una broma y todos se rieron, menos el funcionario de aduanas, cuya expresión no parecía feliz. Luego todos subieron a una caravana de coches y se dirigieron a la alcaldía, en cuyo salón de actos principal el ex agente del FBI procedió a dar su primera conferencia de prensa. Le preguntaron si ya tenía en sus manos el dossier o algo parecido a un dossier sobre los asesinatos de mujeres en Santa Teresa. Le preguntaron si era verdad que Terry Fox, el protagonista de la película Los ojos manchados, era realmente, es decir en la vida real, un psicópata, como había declarado su tercera mujer antes de divorciarse. Le preguntaron si ya había estado en México y, en caso de ser afirmativa la respuesta, si le gustaba. Le preguntaron si era cierto que R. H. Davis, el novelista que escribió Los ojos manchados y El asesino entre los niños y Nombre codificado, era incapaz de dormir con las luces de su casa apagadas. Le preguntaron si era verdad que Ray Samuelson, el director de Los ojos manchados, le prohibió a Davis la entrada al set donde estaban rodando la película. Le preguntaron si una serie de asesinatos como los de Santa Teresa hubiera sido posible en los Estados Unidos. Sin comentarios, dijo Kessler y después, con movimientos muy medidos, saludó a los periodistas, les dio las gracias y se marchó rumbo a su hotel, en donde tenía reservada la mejor suite, que no era la suite presidencial o la suite matrimonial, como suele pasar en casi todos los hoteles, sino la suite del desierto, porque desde su terraza, que estaba de cara al sur y al oeste, se apreciaba en toda su extensión la grandeza y soledad del desierto de Sonora.
Son de Sonora, dijo Haas, pero también son de Arizona. ¿Y eso cómo se come?, dijo uno de los periodistas. Son mexicanos, pero también norteamericanos. Tienen doble nacionalidad. ¿Existe la doble nacionalidad entre mexicanos y norteamericanos? La abogada asintió sin levantar la cabeza. ¿Y dónde viven?, dijo uno de los periodistas. En Santa Teresa, pero también tienen casa en Phoenix. Uribe, dijo uno de los periodistas, me suena de algo. Sí, a mí también me suena, dijo otro de los periodistas. ¿No estarán emparentados con el Uribe de Hermosillo? ¿Cuál Uribe? Este buey de Hermosillo, dijo el periodista de El Sonorense, el de los transportes. El de la flota de camiones. Chuy Pimentel fotografió en ese momento a los periodistas. Jóvenes, mal vestidos, algunos con cara de venderse al mejor postor, muchachos trabajadores con pinta de sueño y mala noche que se miraban entre sí y ponían a funcionar una especie de memoria compartida, incluso el enviado de La Raza de Green Valley, que más que periodista parecía bracero, entendía y se aplicaba con cierta eficiencia al ejercicio de recordar, de aportar un grado más de definición al cuadro. Uribe de Hermosillo. El Uribe de la flota de camiones. ¿Cómo se llama? ¿Pedro Uribe? ¿Rafael Uribe? Pedro Uribe, dijo Haas. ¿Tiene algo que ver con los Uribe de esta historia? Es el padre de Antonio Uribe, dijo Haas. Y luego dijo: Pedro Uribe tiene más de cien camiones de transporte. Traslada mercancías de varias maquiladoras, tanto de Santa Teresa como de Hermosillo. Sus camiones cruzan la frontera cada hora o cada media hora. También tiene propiedades en Phoenix y Tucson. Su hermano, Joaquín Uribe, posee varios hoteles en Sonora y Sinaloa y una cadena de cafeterías en Santa Teresa. Es el padre de Daniel. Los dos Uribe están casados con norteamericanas. Antonio y Daniel son los hijos mayores. Antonio tiene dos hermanas y un hermano. Daniel es hijo único. Antes Antonio trabajaba en las oficinas de su padre en Hermosillo, pero desde hace tiempo ya no trabaja en ninguna parte. Daniel siempre ha sido un bala perdida. Los dos son protegidos del narcotraficante Fabio Izquierdo, que a su vez trabaja para Estanislao Campuzano. Se dice que Estanislao Campuzano fue el padrino de bautizo de Antonio. Sus amigos son hijos de millonarios, como ellos, pero también policías y narcos de Santa Teresa. Allá por donde van gastan el dinero a manos llenas. Ellos son los asesinos en serie de Santa Teresa.
El diez de octubre, el mismo día en que se encontró el cuerpo de Leticia Borrego García cerca de los campos de fútbol de PEMEX, fue hallado el cadáver de Lucía Domínguez Roa, en la colonia Hidalgo, en una acera de la calle Perséfone. En el primer informe policial se dijo que Lucía ejercía la prostitución y era drogadicta y que la causa de la muerte probablemente había sido una sobredosis. A la mañana siguiente, sin embargo, la declaración de la policía varió ostensiblemente. Se dijo entonces que Lucía Domínguez Roa trabajaba como mesera en un bar de la colonia México y que su muerte fue ocasionada por un disparo en el abdomen, con munición del calibre 44, probablemente un revólver. No había testigos del asesinato y no se descartaba que el asesino hubiera disparado desde el interior de un coche en marcha. Tampoco se descartaba que la bala apuntara a otra persona. Lucía Domínguez Roa tenía treintaitrés años, estaba separada y vivía sola en una habitación de la colonia México. Nadie supo decir qué hacía en la colonia Hidalgo, aunque era probable, según la policía, que hubiera estado dando un paseo y que se topara con la muerte por pura casualidad.
El Mercedes entró en la colonia Tlalpan, dio varias vueltas y finalmente enfiló por una calle empedrada, llena de bardas, con casas iluminadas por la luna que parecían deshabitadas o destruidas. Durante todo el trayecto Azucena Esquivel Plata permaneció en silencio, fumando arrebujada en su manta escocesa, y Sergio se dedicó a mirar por la ventana. La casa de la diputada era grande, de una sola planta, con patios en donde antiguamente entraban carruajes y viejas caballerizas y abrevaderos tallados directamente en la piedra. La siguió hasta una sala en donde colgaba un Tamayo y un Orozco. El Tamayo era rojo y verde. El Orozco negro y gris. Las paredes de la sala, blanquísimas, evocaban de alguna manera un hospital privado o la muerte. La diputada le preguntó qué quería beber. Sergio dijo que un café. Un café y un tequila, dijo la diputada sin levantar la voz, simplemente como si comentara lo que ambos querían a aquellas horas de la madrugada. Sergio miró a sus espaldas, por si había algún sirviente, pero no vio a nadie. Al cabo de unos minutos, sin embargo, apareció una mujer de mediana edad, más o menos de la generación de la diputada, pero mucho más avejentada por el trabajo y los años, con un tequila y una taza de café humeante. El café era espléndido y Sergio así se lo dijo a su anfitriona. Azucena Esquivel Plata se rió (en realidad sólo mostró los dientes y dejó escapar un sonido de ave nocturna que remedaba la risa) y le dijo que si probara el tequila que ella tenía entonces sí se iba a enterar de lo que era bueno. Pero vayamos a lo nuestro, dijo sin quitarse las enormes gafas negras. ¿Ha oído usted hablar de Kelly Rivera Parker? No, dijo Sergio. Me lo temía, dijo la diputada. ¿De mí ha oído usted hablar? Claro, dijo Sergio. ¿Pero no de Kelly? No, dijo Sergio. Así es este puto país, dijo Azucena, y durante unos minutos permaneció en silencio, mirando el vaso de tequila al trasluz de una lámpara de mesa o mirando el suelo o con los ojos cerrados, porque todo eso, y más, podía hacer bajo la impunidad de sus gafas. Yo conocía a Kelly desde que éramos chicas, dijo la diputada como si hablara en sueños. Al principio no me cayó bien, creo que era demasiado remilgada, o eso creía yo entonces. Su padre era arquitecto y trabajaba para los nuevos ricos de la ciudad. Su madre era gringa y el padre la había conocido mientras estudiaba en Harvard o en Yale, una de las dos. Por supuesto, no había ido allí, el padre, digo, enviado por sus propios padres, los abuelos de Kelly, sino gracias a una beca del gobierno. Supongo que como estudiante fue bastante bueno, ¿no? Seguramente, dijo Sergio al ver que el silencio volvía a enseñorearse del ánimo de la diputada. Como estudiante de arquitectura fue bueno, sí, pero como arquitecto era una mierda. ¿Conoce usted la casa Elizondo? No, dijo Sergio. Está en Coyoacán, dijo la diputada. Es un horror de casa. La construyó el padre de Kelly. No la conozco, dijo Sergio. Ahora vive allí un productor de cine, un borracho impenitente, un tipo acabado que ya no hace películas. Sergio se encogió de hombros. Cualquier día de éstos lo van a encontrar muerto y sus sobrinos venderán la casa Elizondo a una constructora para que levanten allí un edificio de apartamentos. En realidad, cada vez quedan menos huellas del paso por el mundo del arquitecto Rivera. Qué puta sidosa más caliente es la realidad, ¿no cree usted? Sergio asintió con la cabeza y luego dijo que sí, que así era. El arquitecto Rivera, el arquitecto Rivera, dijo la diputada. Tras un instante de silencio, dijo: la madre era una mujer muy hermosa, bella es la palabra, bellísima. La señora Parker. Una mujer moderna y bella a la que el arquitecto Rivera trataba como a una reina, dicho sea de paso. Y más le valía hacerlo, porque cuando los hombres la veían se volvían locos por ella y si hubiera querido dejar al arquitecto, buenos partidos no le iban a faltar. Lo cierto es que no lo dejó nunca, aunque cuando yo era chica se hablaba a veces de que un general y un político la pretendían y que ella no veía con malos ojos sus requiebros. Ya sabe usted cómo es la gente de mal pensada. Pero ella debió de querer a Rivera pues nunca lo dejó. Sólo tuvieron una hija, Kelly, que en realidad se llamaba Luz María, como su abuela. La señora Parker se quedó embarazada más veces, claro, pero tenía dificultad con los embarazos. Supongo que algo le pasaba a su matriz. Tal vez esa matriz no soportaba más hijos mexicanos y abortaba de forma natural. Puede ser. Cosas más raras se han visto. Lo cierto es que Kelly fue hija única y esa desgracia o esa suerte marcó su carácter. Por un lado era o parecía ser una niña remilgada, la típica güerita hija de arribista, y por otro lado tenía una personalidad, ya desde pequeña, muy fuerte, decidida, una personalidad que me atrevería a llamar original. Lo cierto es que al principio no me cayó bien y luego, cuando la fui conociendo, cuando me invitó a su casa y yo la invité a la mía, fui simpatizando cada vez más con ella, hasta que nos convertimos en inseparables. Esas cosas suelen marcar para siempre, dijo la diputada como si escupiera a la cara de un hombre o de un fantasma. Me lo imagino, dijo Sergio. ¿No quiere otro café?
El mismo día de su llegada a Santa Teresa Kessler salió del hotel. Primero bajó al lobby. Habló durante un rato con el recepcionista, le preguntó por la computadora del hotel y por las conexiones a la red, y luego fue al bar, en donde bebió un vaso de whisky que dejó a medias tras levantarse y meterse en el lavabo. Cuando salió parecía haberse lavado la cara y no miró a nadie de los que estaban en las mesas del bar o sentados en los sillones y se dirigió al restaurante. Pidió un plato de ensalada César y pan negro de molde y mantequilla y una cerveza. Mientras esperaba la comida se levantó y realizó una llamada telefónica desde el teléfono que está en la entrada del restaurante. Luego volvió a sentarse y sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta un diccionario inglés-español y estuvo buscando algunas palabras. Después un mesero le puso la ensalada en la mesa y Kessler bebió un par de sorbos de cerveza mexicana y untó un trozo de pan con mantequilla. Volvió a levantarse y se dirigió al baño. Pero no llegó a entrar sino que, tras darle un dólar e intercambiar unas palabras en inglés con el hombre encargado de la limpieza de los lavabos del restaurante, dobló por un pasillo lateral y abrió una puerta y atravesó otro pasillo. Al final aparecieron las cocinas del hotel, sobre las que flotaba una nube que olía a salsas picantes y carnes en adobo, y Kessler le preguntó a uno de los pinches por dónde se salía a la calle. El pinche lo acompañó hasta una puerta. Kessler le dio un dólar y salió por el patio. En la esquina lo esperaba un taxi y se subió. Vamos a dar una vuelta por los barrios bajos, le dijo en inglés. El taxista dijo okey y partieron. El recorrido duró aproximadamente dos horas. Estuvieron dando vueltas por el centro de la ciudad, por la colonia Madero-Norte y por la colonia México, casi hasta llegar a la frontera desde donde se divisaba El Adobe, que ya era territorio norteamericano. Luego volvieron a la Madero-Norte y se internaron por las calles de la colonia Madero y la colonia Reforma. Esto no es lo que quiero, dijo Kessler. ¿Qué es lo que quiere, jefe?, dijo el taxista. Barrios pobres, la zona de las maquiladoras, los basureros clandestinos. El taxista volvió a cruzar la colonia Centro y puso dirección a la colonia Félix Gómez, en donde tomó la avenida Carranza y atravesó la colonia Veracruz, la colonia Carranza y la colonia Morelos. Al final de la avenida había una especie de plaza o explanada de grandes proporciones, de un amarillo intenso, donde se acumulaban camiones de carga y camiones de transporte público y tenderetes donde la gente vendía y compraba desde hortalizas y gallinas hasta abalorios. Kessler le dijo al taxista que parara, que tenía ganas de echar una mirada. El taxista le dijo que mejor no, jefe, que allí la vida de un gringo no valía gran cosa. ¿Usted cree que nací ayer?, dijo Kessler. El taxista no entendió la expresión e insistió en que no bajara. Pare aquí, joder, dijo Kessler. El taxista frenó y dijo que le pagara. ¿Piensa usted marcharse?, dijo Kessler. No, dijo el taxista, yo lo espero, pero nadie me garantiza que vaya a volver usted con algo de dinero en los bolsillos. Kessler se echó a reír. ¿Cuánto quiere? Con veinte dólares es suficiente, dijo el taxista. Kessler le dio un billete de veinte y se bajó del taxi. Durante un rato, con las manos en los bolsillos y la corbata desanudada, estuvo curioseando por el improvisado mercadillo. Le preguntó a una viejita que vendía piña con chile hacia dónde iban los camiones, pues todos salían en la misma dirección. Se recogen a Santa Teresa, dijo la viejita. ¿Y más allá qué hay?, dijo en español e indicando con el dedo la dirección contraria. El parque, pues, dijo la viejita. Le compró, por delicadeza, un trozo de piña con chile, que tiró al suelo nada más alejarse de allí. Ya ve que no me ha pasado nada, le dijo al taxista al volver al coche. Habrá sido un milagro, dijo el taxista sonriendo por el espejo retrovisor. Vamos al parque, dijo Kessler. Al final de la explanada, que era de tierra, el camino se bifurcaba en dos direcciones, que luego, a su vez, volvían a bifurcarse en otras dos. Los seis caminos estaban pavimentados y confluían en el Parque Industrial Arsenio Farrel. Las naves industriales eran altas y cada fábrica estaba cercada por barreras de alambre y la iluminación que caía de los grandes postes de luz lo inundaba todo con un halo incierto de premura, de evento importante, lo que no era cierto, pues sólo se trataba de un día más de trabajo. Kessler volvió a bajarse del taxi y respiró el aire de la maquila, el aire laboral del norte de México. Los autobuses que llegaban con trabajadores y los que abandonaban el parque con trabajadores. Un aire húmedo y fétido, como de aceite quemado, le azotó la cara. Creyó escuchar risas y una música de acordeón engarzadas con el viento. Hacia el norte del Parque Industrial se extendía un mar de techados construidos con material de desecho. Hacia el sur, tras las chabolas perdidas, divisó una isla de luz y supo de inmediato que aquello era otro Parque Industrial. Le preguntó al taxista por el nombre. El taxista salió y miró durante un rato en la dirección indicada por Kessler. Ése debe ser el Parque Industrial General Sepúlveda, dijo. Empezó a anochecer. Hacía tiempo que Kessler no veía un atardecer tan hermoso. Los colores se arremolinaban en el ocaso y aquello le recordó un atardecer que había visto hacía muchos años en Kansas. No era exactamente igual, pero en lo que respecta a los colores era lo mismo. Él estaba allí, recordó, en la carretera, con el sheriff y un compañero del FBI, y el coche se detuvo un momento, tal vez porque uno de los tres tenía que bajarse a orinar, y entonces lo vio. Colores vivos en el oeste, colores como mariposas gigantescas danzando mientras la noche avanzaba como un cojo por el este. Vámonos, jefe, dijo el taxista, no abusemos de la suerte.
¿Y tú qué pruebas tienes, Klaus, para afirmar que los Uribe son los asesinos en serie?, dijo la periodista de El Independiente de Phoenix. En la cárcel todo se sabe, dijo Haas. Algunos periodistas hicieron gestos afirmativos con la cabeza. La periodista de Phoenix dijo que eso era imposible. Sólo es una leyenda, Klaus. Una leyenda inventada por los reclusos. Un sustituto falaz de la libertad. En la cárcel uno sabe lo poco que llega a la cárcel, sólo eso. Haas la miró con rabia. He querido decir, dijo, que en la cárcel se sabe todo lo que pasa en los márgenes de la ley. Eso no es verdad, Klaus, dijo la periodista. Es cierto, dijo Haas. No, no lo es, dijo la periodista. Eso es una leyenda urbana, un invento de las películas. A la abogada le rechinaron los dientes. Chuy Pimentel la fotografió: el pelo negro, teñido, cubriéndole el rostro, el contorno de la nariz levemente aguileña, los párpados silueteados con lápiz. Si de ella hubiera dependido todos los que la rodeaban, las sombras en los márgenes de la foto, habrían desaparecido en el acto, y también la habitación aquella, y la cárcel, con carceleros y encarcelados, los muros centenarios del penal de Santa Teresa, y de todo no hubiera quedado sino un cráter, y en el cráter sólo hubiera habido silencio y la presencia vaga de ella y de Haas, aherrojados en la sima.
El catorce de octubre, a un lado de un camino de terracería que lleva desde la colonia Estrella hasta los ranchos del extrarradio de Santa Teresa, se localizó el cuerpo de otra mujer muerta. Vestía una camiseta azul marino de manga larga, una chamarra rosa con rayas verticales negras y blancas, pantalón de mezclilla marca Levis, un cinturón ancho con hebilla forrada de terciopelo, botas de tacón fino, de media caña, y calcetines blancos, bragas negras y sostén blanco. La muerte, según el informe forense, fue debida a asfixia por estrangulamiento. Alrededor del cuello conservaba un cable eléctrico de color blanco, de un metro de longitud, con un nudo en medio y cuatro puntas, el que previsiblemente fue utilizado para estrangularla. Se apreciaron asimismo huellas externas de violencia alrededor del cuello, como si antes de usar el cable hubieran pretendido estrangularla con las manos, excoriaciones en el brazo izquierdo y en la pierna derecha y marcas de golpes en los glúteos, como si la hubieran pateado. Según el informe llevaba tres o cuatro días muerta. Se calculó su edad entre los veinticinco y treinta años. Posteriormente fue identificada como Rosa Gutiérrez Centeno, de treintaiocho años de edad, antigua obrera de la maquila y en el momento de su deceso mesera de una cafetería del centro de Santa Teresa, desaparecida desde hacía cuatro días. La identificó su hija, del mismo nombre y de diecisiete años de edad, con la que vivía en la colonia Álamos. La joven Rosa Gutiérrez Centeno vio el cadáver de su madre en las dependencias de la morgue y dijo que era ella. Por si quedaba alguna duda declaró que la chamarra rosa con rayas verticales negras y blancas era suya, de su propiedad, y que con su madre solía compartirla, como compartían tantas cosas.
Hubo varias épocas, dijo la diputada, en que nos veíamos a diario. Por supuesto, de niñas, en el colegio, no teníamos otra alternativa. Pasábamos los recreos juntas y compartíamos juegos y hablábamos de nuestras cosas. A veces ella me invitaba a su casa y yo solía ir encantada, aunque mis padres y mis abuelos no eran proclives a que me juntara con niñas como Kelly, no por ella, claro, sino por sus padres, por miedo a que el arquitecto Rivera de alguna manera aprovechara la amistad de su hija para acceder a lo que mi familia consideraba sacrosanto, el círculo de hierro de nuestra intimidad, que había resistido a los embites de la revolución y a la represión que hubo después del levantamiento cristero y a la marginación en que se asaban a fuego lento los restos del porfirismo, en realidad los restos del iturbidismo mexicano. Para que se haga usted una idea: con Porfirio Díaz mi familia no estaba mal, pero con el emperador Maximiliano estaba mejor, y con Iturbide, con una monarquía iturbidista sin sobresaltos e interrupciones, pues habría estado en su momento óptimo. Para mi familia, sépalo usted, los mexicanos de verdad éramos muy pocos. Trescientas familias en todo el país. Mil quinientas o dos mil personas. El resto eran indios rencorosos o blancos resentidos o seres violentos venidos de no se sabe dónde para llevar a México a la ruina. Ladrones, la mayoría. Arribistas. Vividores. Gente sin escrúpulos. El arquitecto Rivera, como puede usted imaginar, encarnaba para ellos el prototipo del trepador social. Daban por supuesto que su mujer no era católica. Probablemente, por lo que llegué a escuchar, la consideraban una puta. En fin, lindezas de ese tipo. Pero jamás me prohibieron que la visitara (aunque, como le digo, no era de su agrado) o que yo la invitara, cada vez con más frecuencia, a mi casa. La verdad es que a Kelly le gustaba mi casa, yo diría que le gustaba más que la suya, y en el fondo resulta comprensible que así fuera y eso decía mucho sobre su gusto, que ya desde niña se manifestaba con gran lucidez. O con gran terquedad, que tal vez es la palabra más apropiada. En este país siempre hemos confundido lucidez con terquedad, ¿no le parece? Creemos ser lúcidos, pero en realidad somos tercos. En este sentido, Kelly era muy mexicana. Era terca y obstinada. Más terca que yo, que ya es decir. ¿Por qué le gustaba mi casa más que la suya? Pues porque la mía tenía clase y la suya sólo tenía estilo, ¿comprende la diferencia? La casa de Kelly era bonita, mucho más cómoda que la mía, con más confort, quiero decir, una casa con luz, con una sala grande y agradable, ideal para recibir visitas o dar fiestas, con un jardín moderno, de césped y cortacésped, una casa racional, como se solía decir en aquellos años. La mía, ya usted la puede apreciar, es esta misma, aunque por supuesto mucho más descuidada de como está ahora, un caserón que olía a momias y a velas, más que una casa una capilla gigantesca, pero en donde estaban presentes los atributos de la riqueza y de la permanencia de México. Una casa sin estilo, en ocasiones fea como un barco hundido, pero con clase. ¿Y sabe lo que es tener clase? Ser, en última instancia, soberano. No deberle nada a nadie. No tener que dar explicaciones de nada a nadie. Y así era Kelly. No quiero decir que ella tuviera consciencia de eso. Ni yo. Las dos éramos unas niñas y éramos simples y complicadas como niñas y no nos enredábamos con palabras. Pero ella era así. Pura voluntad, pura explosión, puro deseo de placer. ¿Tiene usted hijas? No, dijo Sergio. Ni hijas ni hijos. Bueno, si tiene alguna vez hijas sabrá de lo que le hablo. La diputada guardó silencio durante un rato. Yo sólo he tenido un hijo, dijo. Vive en los Estados Unidos, está estudiando. A veces me gustaría que no volviera a México jamás. Creo que sería lo mejor para él.
Aquella noche a Kessler lo fueron a buscar al hotel para una cena de gala en casa del presidente municipal. En la mesa estaban el procurador del estado de Sonora, el subprocurador, dos policías judiciales, un tal doctor Emilio Garibay, jefe del departamento forense y catedrático de patología y medicina legal de la Universidad de Santa Teresa, el cónsul de los Estados Unidos, Mr. Abraham Mitchell, a quien todos llamaban Conan, los empresarios Conrado Padilla y René Alvarado, y el rector de la universidad, don Pablo Negrete, acompañados de sus esposas los que las tenían o solos, mucho más fúnebres y silenciosos los célibes, aunque alguno entre estos últimos parecía feliz de su condición y no paraba de reír y de contar anécdotas y alguno había que estando casado había sido invitado sin su esposa. Durante la comida no se habló de crímenes sino de negocios (la situación económica de aquella franja fronteriza era buena y podía todavía mejorar) y de películas, en especial de aquellas en las que Kessler había trabajado como asesor. Tras el café, y después de la desaparición diríase que instantánea de las mujeres, previamente aleccionadas por sus cónyuges, los hombres, recogidos en la biblioteca, que más que biblioteca parecía un salón de trofeos o salón de caza de un rancho de lujo, tocaron, con prudencia al principio excesiva, el gran tema. Para sobresalto de algunos, Kessler respondió a las preguntas iniciales con otras preguntas. Preguntas que dirigió, además, a las personas equivocadas. Por ejemplo, le preguntó a Conan Mitchell qué creía él, como ciudadano norteamericano, que estaba pasando en Santa Teresa. Los que sabían inglés tradujeron. A algunos no les pareció de buen tono empezar por el norteamericano. Y menos aún hacerle la pregunta en su condición de ciudadano norteamericano. Conan Mitchell dijo que no tenía una idea formada al respecto. Acto seguido Kessler le hizo la misma pregunta al rector Pablo Negrete. Éste se encogió de hombros, ensayó una sonrisa, dijo que lo suyo era el mundo de la cultura y luego tosió y se calló. Finalmente Kessler quiso saber la opinión del doctor Garibay. ¿Quiere que le responda como vecino de Santa Teresa o como forense?, preguntó a su vez Garibay. Como ciudadano común y corriente, dijo Kessler. Un forense difícilmente será jamás un ciudadano común y corriente, dijo Garibay, demasiados cadáveres. La mención de los cadáveres rebajó el entusiasmo de los que allí se congregaban. El procurador del estado de Sonora le hizo entrega de un dossier. Uno de los judiciales dijo que él creía que había, en efecto, un asesino en serie, pero que éste ya estaba en la cárcel. El subprocurador le contó a Kessler la historia de Haas y de la banda de los Bisontes. El otro judicial quiso saber qué pensaba Kessler de los asesinos imitativos. A Kessler le costó entender la pregunta hasta que Conan Mitchell le susurró copycats. El rector de la universidad lo invitó a dar un par de clases magistrales. El presidente municipal le reiteró lo feliz que lo hacía su presencia allí, en la ciudad. Cuando volvió a su hotel, en uno de los coches oficiales de la corporación municipal, Kessler pensó que toda esa gente era, en verdad, muy simpática y hospitalaria, tal como él pensaba que eran los mexicanos. Por la noche, cansado, soñó con un cráter y con un tipo que daba vueltas alrededor del cráter. Ese tipo probablemente soy yo, se dijo en el sueño, pero no le dio ninguna importancia y la imagen se apagó.
El que empezó a matar fue Antonio Uribe, dijo Haas. Daniel lo acompañaba y lo ayudaba después a deshacerse de los cadáveres. Pero poco a poco Daniel se fue interesando, aunque ésta no es la palabra correcta, dijo Haas. ¿Cuál es la palabra correcta?, le preguntaron los periodistas. La diría si no hubiera mujeres escuchando, dijo Haas. Los periodistas se rieron. La periodista de El Independiente de Phoenix dijo que por ella no se anduviera con remilgos. Chuy Pimentel fotografió a la abogada. Una mujer hermosa, a su manera, pensó el fotógrafo: con buen porte, alta, de expresión orgullosa, ¿qué es lo que empuja a una mujer así a pasarse la vida en juzgados y visitando a sus clientes en la cárcel? Dilo, Klaus, dijo la abogada. Haas miró el techo. La palabra correcta, dijo, es calentando. ¿Calentando?, dijeron los periodistas. Daniel Uribe, a fuerza de mirar lo que hacía su primo, se fue calentando, dijo Haas, y poco después él también empezó a violar y a matar. Chale, exclamó la periodista de El Independiente de Phoenix.
En los primeros días de noviembre un grupo de excursionistas de un colegio privado de Santa Teresa encontró los restos de una mujer en la ladera más abrupta del cerro La Asunción, también conocido como cerro Dávila. Desde el teléfono móvil del profesor que iba a cargo del grupo se telefoneó a la policía, que se presentó en el lugar de autos cinco horas después, cuando ya faltaba poco para oscurecer. En la ascensión al cerro uno de los policías, el judicial Élmer Donoso, resbaló y se rompió las dos piernas. Auxiliados por los excursionistas, que no se habían movido del sitio, se procedió a trasladar al judicial a un hospital de Santa Teresa. A la mañana siguiente, de madrugada, el judicial Juan de Dios Martínez, ayudado por varios policías, volvió al cerro La Asunción acompañado por el profesor que había denunciado el hallazgo de los huesos, los cuales fueron localizados esta vez sin ningún problema, procediendo a levantarlos y trasladarlos a las dependencias forenses de la ciudad, en donde se determinó que los restos pertenecían a una mujer, sin poderse establecer las causas de la muerte. Los restos carecían de tejidos blandos y ya ni siquiera tenían fauna cadavérica. En el sitio donde fueron hallados el judicial Juan de Dios Martínez descubrió un pantalón carcomido por la intemperie. Como si le hubieran sacado el pantalón antes de arrojarla contra los matorrales. O como si la hubieran subido desnuda y en una bolsa hubieran metido el pantalón, que luego arrojarían a varios metros de la muerta. La verdad es que nada tenía sentido.
A los doce años dejamos de vernos. El arquitecto Rivera tuvo la ocurrencia de morirse de forma inesperada, sin previo aviso, y de golpe la madre de Kelly se encontró no sólo sin marido sino llena de deudas. La primera medida que tomó fue cambiar a Kelly de colegio y luego vendió su casa de Coyoacán y se fueron a vivir a un apartamento en la colonia Roma. Con Kelly, sin embargo, seguimos llamándonos por teléfono y nos vimos en dos o tres ocasiones. Después dejaron el apartamento de la Roma y se marcharon a Nueva York. Recuerdo que cuando se fue me pasé llorando dos días enteros. Pensaba que nunca más la iba a volver a ver. A los dieciocho años entré en la universidad. Creo que fui la primera mujer de mi familia que lo hizo. Probablemente me dejaron seguir estudiando porque los amenacé con matarme si no me dejaban. Primero estudié Derecho y luego Periodismo. Ahí me di cuenta de que si quería seguir viva, quiero decir seguir viva como lo que era, como Azucena Esquivel Plata, tenía que dar un giro de ciento ochenta grados a mis prioridades, que hasta entonces no diferían sustancialmente de las prioridades de mi familia. Yo, como Kelly, era hija única, y los miembros de mi familia languidecían y se morían uno tras otro. En mi naturaleza no estaba, como puede usted suponer, ni languidecer ni morirme. Me gustaba demasiado la vida. Me gustaba lo que la vida me podía ofrecer a mí, a nadie más que a mí, y que yo, además, estaba segura de merecer. En la universidad empecé a cambiar. Conocí a otra clase de gente. En Derecho a los jóvenes tiburones del PRI, en Periodismo a los perros perdigueros de la política mexicana. Todos me enseñaron algo. Mis profesores me querían. Al principio eso era algo que me desconcertaba. ¿Por qué yo, que parecía salida de un rancho anclado en los primeros años del siglo XIX? ¿Tenía algo especial? ¿Era particularmente atractiva o inteligente? Tonta no era, eso es cierto, pero tampoco muy inteligente. ¿Por qué entonces despertaba esa simpatía entre mis profesores? ¿Por ser la última de los Esquivel Plata a la que le corría sangre por las venas? ¿Y si así fuera, qué más daba, por qué eso me tenía que hacer diferente? Podría escribir un tratado sobre los resortes secretos de la sentimentalidad de los mexicanos. Qué retorcidos que somos. Qué sencillos parecemos o nos mostramos ante los demás y en el fondo qué retorcidos que somos. Qué poquita cosa que somos y de qué manera tan espectacular nos retorcemos ante nosotros mismos y ante los demás, los mexicanos. ¿Y todo para qué? ¿Para ocultar qué? ¿Para hacer creer qué?
A las siete de la mañana se despertó. A las siete y media, duchado y ya vestido con un traje gris perla, camisa blanca y corbata verde, bajó a desayunar. Pidió un jugo de naranja, un café y dos tostadas con mantequilla y mermelada de fresa. La mermelada era buena, la mantequilla no. A las ocho y media, mientras ojeaba los informes sobre los crímenes, llegaron dos policías a buscarlo. La actitud de los policías era de entrega total. Parecían dos putas a quienes se les permitía por primera vez vestir a su padrote, pero esto Kessler no lo notó. A las nueve dictó una conferencia a puerta cerrada exclusivamente para un grupo escogido de veinticuatro policías, la mayoría vestidos de civil aunque alguno había que llevaba uniforme. A las diez y media visitó las dependencias de la policía judicial y estuvo un rato examinando y jugando con las computadoras y los programas de identificación de sospechosos ante la mirada satisfecha del séquito de policías que lo acompañaban. A las once y media se fueron todos a comer a un restaurante especializado en comida mexicana y norteña que no quedaba lejos del edificio de los judiciales. Kessler pidió un café y un sándwich de queso, pero los judiciales insistieron en que probara antojitos mexicanos, que el dueño del restaurante en persona trajo en dos grandes bandejas. Al mirar los antojitos Kessler pensó en comida china. Después del café, sin que lo pidiera, le pusieron delante un vasito con jugo de piña. Lo probó y notó de inmediato el alcohol. Muy poco, sólo para aromatizar o para servir de contrapunto al aroma de la piña. El vaso lleno de hielo picado, muy fino. Algunos antojitos eran crujientes y el relleno indescifrable, otros tenían la piel suave, como si se tratara de frutas hervidas, pero rellenas de carne. En una bandeja estaban los picantes y en la otra los que apenas picaban. Kessler probó un par de esta última. Buenos, dijo, muy buenos. Luego probó los picantes y se bebió el resto del jugo de piña. Comen bien estos hijos de puta, pensó. A la una salió con dos judiciales que hablaban inglés a visitar diez lugares que Kessler escogió previamente de entre los dossiers que había recibido. Detrás de su coche se puso en marcha otro coche con tres judiciales más. Primero estuvieron en el barranco de Podestá. Kessler se bajó del coche, se acercó al barranco, sacó un mapa de la ciudad y realizó algunas anotaciones. Luego les pidió a los judiciales que lo llevaran al Fraccionamiento Buenavista. Cuando llegaron ni siquiera se bajó del coche. Extendió el mapa delante de él, realizó encima cuatro garabatos que a los judiciales les resultaron incomprensibles y luego pidió que lo llevaran al cerro Estrella. Llegaron por el sur, a través de la colonia Maytorena, y cuando Kessler preguntó cómo se llamaba ese barrio y los judiciales se lo dijeron, insistió en detenerse y caminar un rato. El coche que los seguía se detuvo junto a ellos y el que conducía preguntó con un gesto a los del coche principal qué pasaba. El judicial que estaba en la calle, junto a Kessler, se encogió de hombros. Al final todos se bajaron y se pusieron a caminar detrás del norteamericano, mientras la gente los miraba de refilón, algunos temiéndose lo peor, otros pensando que se trataba de una partida de narcos, aunque algunos reconocieron en el viejo que caminaba delante del grupo al gran detective del FBI. Al cabo de dos cuadras Kessler descubrió un merendero con las mesas al aire libre, debajo de un parrón y de unas lonas de rayas azules y blancas atadas a unos palos. El suelo era de madera apisonada y el local estaba vacío. Sentémonos un rato, le dijo a uno de los judiciales. Desde el patio se veía el cerro Estrella. Los judiciales juntaron dos mesas y se sentaron y procedieron a encender cigarrillos y no pudieron evitar sonreírse entre ellos, como si dijeran aquí estamos, señor, dispuestos para lo que usted mande. Rostros jóvenes, pensó Kessler, enérgicos, rostros de chicos sanos, algunos morirán antes de llegar a viejos, antes de arrugarse por la edad o el miedo o las cavilaciones inútiles. Una mujer de mediana edad, con un mandil blanco, apareció por el fondo del merendero. Kessler dijo que quería un jugo de piña con hielo, similar al que había tomado por la mañana, pero los policías le aconsejaron que pidiera otra cosa, que el agua con que hacían los jugos, en aquel barrio, no era de fiar. Tardaron en encontrar la palabra inglesa «potable». ¿Qué van a tomar ustedes, amigos?, dijo Kessler. Bacanora, dijeron los policías, y le explicaron que se trataba de una bebida que sólo se destilaba en Sonora, con una especie de agave que únicamente crecía allí y en ningún otro lugar de México. Pues probemos el bacanora, dijo Kessler, mientras unos niños se asomaban al merendero y miraban al grupo de policías y luego echaban a correr. Cuando la mujer volvió llevaba una bandeja con cinco vasos y una botella de bacanora. Ella misma le sirvió y se quedó esperando la opinión de Kessler. Muy bueno, dijo el detective norteamericano mientras la sangre le subía a la cabeza. ¿Usted está aquí por las muertas, señor Kessler?, preguntó la mujer. ¿Cómo sabe mi nombre?, dijo Kessler. Lo vi ayer en la televisión. También he visto sus películas. Ah, mis películas, dijo Kessler. ¿Piensa acabar con las muertes?, dijo la mujer. Es difícil responder a eso, lo intentaré, eso es todo lo que le puedo prometer, dijo Kessler, y el judicial se lo tradujo a la mujer. Desde donde estaban, bajo las lonas de rayas azules y blancas, el cerro Estrella parecía una estructura de yeso. Las estrías negras debían de ser basura. Las estrías marrones, casas o casuchas que se aguantaban en precario y extraño equilibrio. Las estrías rojas, tal vez trozos de hierro picados por la intemperie. Bueno el bacanora, dijo Kessler cuando se levantó de la mesa y dejó caer un billete de diez dólares que los judiciales le devolvieron de inmediato. Aquí es usted nuestro invitado, señor Kessler. Aquí está usted en su casa, señor Kessler. Para nosotros es un honor estar con usted. Patrullar con usted. ¿Estamos patrullando?, preguntó Kessler con una sonrisa. La mujer los vio irse desde el fondo del merendero, a medias velada, como una estatua, por una cortina azul que separaba la cocina o lo que fuera de las mesas. ¿Quién ha subido esos hierros a lo alto del cerro?, pensó Kessler.
¿Y tú, Klaus, desde cuándo sabes todo esto? Desde hace mucho, dijo Haas. ¿Y por qué no lo dijiste antes? Porque tenía que verificar la información, dijo Haas. ¿Cómo puedes verificar nada estando en la cárcel?, dijo la periodista de El Independiente. No volvamos a lo mismo, dijo Haas. Tengo mis contactos, tengo amigos, tengo gente que se entera de cosas. ¿Y, según tus contactos, dónde están ahora esos Uribe? Hace seis meses que desaparecieron, dijo Haas. ¿Desaparecieron de Santa Teresa? Correcto, desaparecieron de Santa Teresa, aunque hay personas que dicen haberlos visto en Tucson, en Phoenix, hasta en Los Ángeles, dijo Haas. ¿Cómo podemos verificarlo nosotros? Muy sencillo, consigan los teléfonos de sus padres y pregunten por ellos, dijo Haas con una sonrisa de triunfo.
El doce de noviembre el judicial Juan de Dios Martínez escuchó por la frecuencia de la policía que se había encontrado el cuerpo de otra mujer asesinada en Santa Teresa. Aunque no le había sido asignado el caso se dirigió al lugar de los hechos, entre las calles Caribe y Bermudas, en la colonia Félix Gómez. La muerta se llamaba Angélica Ochoa y tal como le contaron los policías que acordonaban la calle, todo parecía más un ajuste de cuentas que un delito sexual. Poco antes de que se cometiera el crimen dos policías vieron a una pareja discutir acaloradamente en la acera, junto a la discoteca El Vaquero, pero no quisieron intervenir al pensar que se trataba de la clásica rencilla entre enamorados. Angélica Ochoa tenía un impacto de arma de fuego en la sien izquierda con orificio de salida por el oído derecho. Una segunda bala en la mejilla, con salida en el lado derecho del cuello. Una tercera bala en la rodilla derecha. Una cuarta en el muslo izquierdo. Y una quinta y última bala en el muslo derecho. La secuencia de los disparos, pensó Juan de Dios, probablemente se inició por la quinta bala y terminó con la primera, el tiro de gracia en la sien izquierda. ¿En dónde se hallaban, en el momento de producirse los disparos, los policías que habían visto reñir a la pareja? Interrogados, no supieron dar una explicación coherente. Dijeron haber oído los balazos, dieron media vuelta, regresaron a la calle Caribe y allí ya sólo estaba Angélica tirada en el suelo y los curiosos que empezaban a asomarse por las puertas de los locales vecinos. Al día siguiente del suceso la policía declaró que el crimen era de índole pasional y que el probable homicida se llamaba Rubén Gómez Arancibia, un padrote de la zona conocido también por el alias de la Venada, no porque se pareciera a dicho animal sino porque a veces contaba que había venadeado a muchos hombres, que es como si dijéramos que había cazado a muchos hombres, a traición y con ventaja, como correspondía a un padrote de segunda o tercera fila. Angélica Ochoa era su mujer y según parece la Venada oyó que pretendía abandonarlo. Probablemente, pensó Juan de Dios sentado al volante de su coche, el coche detenido en una esquina oscura, el asesinato no había sido premeditado. Probablemente, al principio, la Venada sólo quiso hacer daño o atemorizar o advertir, de ahí el balazo al muslo derecho, luego, al ver el rostro de dolor o de sorpresa de Angélica, a la rabia se le añadió el sentido del humor, el abismo del humor, que se manifestó en un deseo de simetría, y entonces disparó sobre su muslo izquierdo. A partir de ese momento ya no pudo contenerse. Las puertas estaban abiertas. Juan de Dios apoyó la cabeza contra el volante y trató de llorar pero no pudo. Los intentos de la policía por encontrar a la Venada fueron vanos. Había desaparecido.
A los diecinueve años empecé a tener amantes. Mi leyenda sexual es conocida por todo México, pero las leyendas nunca son ciertas y menos que en ninguna otra parte en México. La primera vez que me acosté con un hombre fue por curiosidad. Tal como lo oye. Ni por amor ni por admiración ni por miedo, que es por lo que suelen hacerlo el resto de las mujeres. Me hubiera podido acostar por lástima, porque en el fondo aquel chavo con el que cogí por primera vez me daba lástima, pero la mera verdad es que lo hice por curiosidad. Al cabo de dos meses lo dejé y me fui con otro, un pendejo que creía que iba a hacer la revolución. México es pródigo en pendejos de este tipo. Muchachos de una estupidez supina, arrogantes, que cuando se encuentran con una Esquivel Plata pierden el sentido, se la quieren coger de inmediato, como si el acto de poseer a una mujer como yo equivaliera a tomar el Palacio de Invierno. ¡El Palacio de Invierno! ¡Ellos, que no son capaces ni de cortar el césped de la Dacha de Verano! Bueno, a ése también lo dejé pronto, ahora es un periodista con cierta reputación que cada vez que se emborracha cuenta que él fue el primer amor de mi vida. Los amantes que vinieron después los tuve porque me gustaban en la cama o porque me aburría y ellos eran ocurrentes o divertidos o tan raros, tan infinitamente raros, que sólo a mí me hacían reír. Durante una época, como usted sin duda sabrá, fui un personaje con cierto interés en la izquierda universitaria. Hasta llegué a viajar a Cuba. Después me casé, tuve a mi hijo, mi marido, que también era de izquierda, se hizo del PRI. Yo empecé a trabajar en la prensa. Los domingos iba a mi casa, quiero decir a mi antigua casa, en donde se pudría lentamente mi familia, y me dedicaba a dar vueltas por los pasillos, por el jardín, a mirar los álbumes de fotos, a leer los diarios de antepasados desconocidos, que más que diarios parecían misales, a quedarme mucho rato quieta, sentada junto al pozo de piedra que hay en el patio, sumida en un silencio expectante, fumando un cigarrillo tras otro, sin leer, sin pensar, a veces incluso sin poder recordar nada. La verdad es que me aburría. Quería hacer cosas, pero no sabía concretamente qué cosas quería hacer. Meses después me divorcié. Mi matrimonio no llegó a los dos años. Por supuesto, mi familia intentó disuadirme, me amenazaron con dejarme en la calle, dijeron, y con toda la razón del mundo, por otra parte, que era la primera Esquivel que rompía con el sagrado sacramento del matrimonio, un tío sacerdote, un viejito de unos noventa años, don Ezequiel Plata, quiso platicar conmigo, mantener unas pláticas informales informativas, pero entonces, cuando ellos menos se lo esperaban, me salió el monstruo del mando o el monstruo del liderazgo, como se dice ahora, y los puse a cada uno y a todos en conjunto en su lugar correspondiente. En una palabra: bajo estos muros me convertí en lo que soy y en lo que seré hasta que me muera. Les dije que se había acabado el tiempo de las beaterías y del chingaqueditismo. Les dije que no iba a tolerar más maricones en la familia. Les dije que la fortuna y las propiedades de los Esquivel no hacían sino menguar año tras año y que a este paso mi hijo, por ejemplo, o mis nietos, si mi hijo salía a mí y no a ellos, no iban a tener dónde caerse muertos. Les dije que no quería voces discordantes mientras yo hablara. Les dije que si alguien no estaba de acuerdo con mis palabras, que se fuera, la puerta era ancha y más ancho aún era México. Les dije que a partir de esa noche relampagueante (porque, en efecto, caían relámpagos por alguna parte de la ciudad, y desde las ventanas lo veíamos) se acababan las limosnas dispendiosas a la Iglesia, que nos aseguraba el Cielo, pero que en la tierra nos estaba sangrando desde hacía más de cien años. Les dije que no me volvería a casar, pero les advertí que de mí oirían cosas aún más horribles. Les dije que se estaban muriendo y que yo no quería que se murieran. Todos empalidecieron y se quedaron boquiabiertos, pero a nadie le dio un infarto. Los Esquivel, en el fondo, somos duros. Pocos días después, lo recuerdo como si fuera ayer, volví a ver a Kelly.
Aquel día Kessler estuvo en el cerro Estrella y se paseó por la colonia Estrella y la colonia Hidalgo y recorrió los alrededores de la carretera a Pueblo Azul y vio los ranchos vacíos como cajas de zapatos, construcciones sólidas, sin gracia, sin utilidad, que se alzaban en los recodos de los caminos que iban a desembocar en la carretera a Pueblo Azul, y luego quiso ver los barrios que lindaban con la frontera, la colonia México, justo al lado de El Adobe, que ya era Estados Unidos, los bares y restaurantes y los hoteles de la colonia México y su avenida principal permanentemente sometida a los atronadores ruidos de los camiones y los coches que se dirigían al cruce fronterizo, y luego hizo que su comitiva bajara hacia el sur por la avenida General Sepúlveda y la carretera a Cananea, en donde se desvió y entraron a la colonia La Vistosa, un lugar en el que casi nunca se aventuraba la policía, le dijo uno de los judiciales, el que conducía el coche, y el otro asintió con un gesto de pesar, como si la ausencia de policías en la colonia La Vistosa y en la colonia Kino y en la colonia Remedios Mayor fuera como una mancha vergonzosa que ellos, muchachos jóvenes y enérgicos, llevaran con pesar, ¿y por qué con pesar?, pues porque la impunidad les dolía, dijeron, ¿la impunidad de quiénes?, la de las bandas que controlaban la droga en esas colonias dejadas de la mano de Dios, algo que hizo pensar a Kessler, pues en principio, mirando por la ventana del coche el paisaje que se fragmentaba, resultaba difícil imaginarse a cualquiera de esos pobladores comprando droga, fácil consumiéndola, pero difícil, dificilísimo, comprándola, esculcándose los bolsillos hasta el fondo para reunir las monedas suficientes para comprarla, algo que sí era imaginable en los guetos negros e hispanos del norte, los cuales parecían barrios residenciales, sin embargo, en comparación con ese caos abandonado, pero los dos judiciales asintieron, sus quijadas fuertes y jóvenes, así es, aquí corre mucho la coca y toda la basura de la coca, y entonces Kessler volvió a mirar el paisaje fragmentado o en proceso de fragmentación constante, como un puzzle que se hacía y deshacía a cada segundo, y le dijo al que conducía que lo llevara al basurero El Chile, el mayor basurero clandestino de Santa Teresa, más grande que el basurero municipal, en donde iban a depositar las basuras no sólo los camiones de las maquiladoras sino también los camiones de la basura contratados por la alcaldía y los camiones y camionetas de basura de algunas empresas privadas que trabajaban con subcontratos o en zonas licitadas que no cubrían los servicios públicos, y el coche salió entonces de las callejas de tierra y pareció que retrocedía, que volvía a la colonia La Vistosa y la carretera, pero luego dio la vuelta y se metió por una calle más ancha, igual de desolada, en donde hasta los matorrales estaban cubiertos por una gruesa capa de polvo, como si por aquellos lugares hubiera caído una bomba atómica y nadie se hubiera dado cuenta, salvo los afectados, pensó Kessler, pero los afectados no cuentan porque han enloquecido o porque están muertos, aunque caminen y nos miren, ojos y miradas salidos directamente de una película del oeste, del lado de los indios o de los malos, por descontado, es decir miradas de locos, miradas de gente que vive en otra dimensión y cuyas miradas necesariamente ya no nos tocan, percibimos pero no nos tocan, no se adhieren a nuestra piel, nos traspasan, pensó Kessler mientras hacía el ademán de bajar la ventana. No, no la baje, dijo uno de los judiciales. ¿Por qué? El olor, huele a muerto. No huele bien. Diez minutos después llegaron al basurero.
¿Y usted qué piensa de todo esto?, le preguntó uno de los periodistas a la abogada. La abogada agachó la cabeza y luego miró al periodista y después a Haas. Chuy Pimentel la fotografió: parecía como si le faltara el aire y los pulmones le fueran a estallar en cualquier momento, aunque a diferencia de aquellos a quienes les falta el aire no estaba roja sino profundamente pálida. Esto ha sido una idea del señor Haas, dijo, con la que yo no necesariamente me identifico. Luego habló del estado de indefensión del señor Haas, de los juicios que se postergaban, de las pruebas que se perdían, de los testigos coaccionados, del limbo en el que vivía su defendido. Cualquiera, en su lugar, perdería los nervios, susurró. La periodista de El Independiente la miró con sorna e interés. Usted mantiene una relación sentimental con Klaus, ¿verdad?, dijo. La periodista era joven, aún no había cumplido los treinta años y estaba acostumbrada a tratar con gente que hablaba de forma directa y a veces brutal. La abogada tenía más de cuarenta y parecía cansada, como si llevara varios días sin dormir. No voy a contestar a esa pregunta, dijo. No viene al caso.
El dieciséis de noviembre se encontró el cadáver de otra mujer en los terrenos traseros de la maquiladora Kusai, en la colonia San Bartolomé. La víctima, según las primeras averiguaciones, tenía entre dieciocho y veintidós años y la causa de la muerte, según el informe forense, fue asfixia debida a estrangulamiento. El cuerpo estaba totalmente desnudo y su ropa se hallaba a cinco metros de distancia, escondida entre los matorrales. De todas formas, no se encontró toda la ropa sino sólo un pantalón tipo malla, de color negro, y unas bragas rojas. Dos días después el cuerpo fue identificado por sus padres como el de Rosario Marquina, de diecinueve años, desaparecida el día doce de noviembre cuando fue a bailar al salón Montana, en la avenida Carranza, no lejos de la colonia Veracruz, donde vivían. Se da la casualidad de que tanto la víctima como sus padres trabajaban, precisamente, en la maquiladora Kusai. Según los forenses, antes de morir la víctima fue violada numerosas veces.
Kelly reapareció como un regalo. La primera noche que nos vimos estuvimos despiertas hasta el amanecer contándonos nuestras vidas. La de ella, en síntesis, había sido un desastre. Intentó ser actriz de teatro en Nueva York, actriz de cine en Los Ángeles, intentó ser modelo en París, fotógrafa en Londres, traductora en España. Quiso estudiar danza contemporánea, pero lo dejó el primer año. Quiso ser pintora y cuando expuso por primera vez se dio cuenta de que había cometido el peor error de su vida. No se había casado, no tenía hijos, no tenía familia (su madre acababa de morir después de una larga enfermedad), no tenía proyectos. Era el momento justo para volver a México. En el DF no le costó nada encontrar trabajo. Tenía amigos y me tenía a mí, que era, no lo dude usted ni un segundo, su mejor amiga. Pero no fue necesario que recurriera a nadie (al menos a nadie de los que yo conocía) porque pronto empezó a trabajar en lo que podríamos llamar los circuitos del arte. Es decir, preparaba las inauguraciones, se ocupaba de diseñar y de imprimir los catálogos, se acostaba con los artistas, hablaba con los compradores, todo a cuenta de cuatro marchantes de arte que en aquellos tiempos eran los marchantes de arte del DF, los tipos fantasmales que estaban detrás de las galerías y de los pintores y que manejaban los hilos del asunto. Por entonces yo había abandonado mi militancia en la izquierda inútil, no se ofenda usted, y me acercaba cada vez más a ciertos sectores del PRI. Una vez mi ex marido me dijo: si sigues escribiendo lo que escribes te van a marginar o algo peor. Yo no me paré a pensar qué significado tenía la palabra peor, pero seguí escribiendo y haciendo artículos. El resultado fue que no sólo no me marginaron sino que recibí señales de que los de arriba estaban cada vez más interesados por mí. Fue una época increíble. Éramos jóvenes, no teníamos demasiadas responsabilidades, éramos independientes y no nos faltaba el dinero. Fue por aquellos años cuando Kelly decidió que el nombre que más le iba era Kelly. Yo todavía le decía Luz María, pero las otras personas la llamaban Kelly, hasta que un día ella misma me lo dijo. Me dijo: Azucena, Luz María Rivera no me gusta, no me gusta cómo suena, prefiero Kelly, toda la gente me llama así, ¿lo harás tú también? Y yo le dije: no hay problema. Si quieres que te diga Kelly, lo haré. Y a partir de ese momento empecé a llamarla Kelly. Al principio me parecía chistoso. Una cursilada típicamente norteamericana. Pero luego me di cuenta de que el nombre le pegaba. Tal vez porque Kelly tenía un ligero aire a Grace Kelly. O porque Kelly es un nombre corto, dos sílabas, mientras que Luz María era más largo. O porque Luz María evocaba algo religioso y Kelly no evocaba nada o evocaba una foto. En alguna parte debo de tener algunas cartas suyas firmadas Kelly R. Parker. Creo que hasta los cheques los llegó a firmar así. Kelly Rivera Parker. Hay gente que cree que el nombre es el destino. Yo no creo que sea verdad. Pero si lo fuera, al elegir ese nombre, de alguna manera, Kelly dio el primer paso para entrar en la invisibilidad, para entrar en la pesadilla. ¿Usted cree que el nombre sea el destino? No, dijo Sergio, y más me vale que no lo crea. ¿Por qué?, suspiró sin curiosidad la diputada. Tengo un nombre común y corriente, dijo Sergio mirando las gafas negras de su anfitriona. Durante un momento la diputada se llevó las manos a la cabeza, como si tuviera jaqueca. ¿Quiere que le diga una cosa? Todos los nombres son comunes y corrientes, todos son vulgares. Llamarse Kelly o llamarse Luz María en el fondo es lo mismo. Todos los nombres se desvanecen. Eso tendrían que enseñárselo a los niños desde la primaria. Pero nos da miedo hacerlo.
El basurero de El Chile no impresionó tanto a Kessler como las calles que pudo recorrer, siempre en el interior de un coche policial escoltado por otro coche policial, en las colonias donde solían producirse los levantones. La colonia Kino, La Vistosa, la Remedios Mayor y La Preciada en el suroeste de la ciudad, la colonia Las Flores, la colonia Plata, la Álamos, la Lomas del Toro en el oeste, cercanas a los parques industriales y afianzadas, como si se tratara de una doble columna vertebral, en las avenidas Rubén Darío y Carranza, y la colonia San Bartolomé, la Guadalupe Victoria, la Ciudad Nueva, la colonia Las Rositas en la parte noroeste de la ciudad. Caminar por estas calles, a plena luz del día, dijo a la prensa, da miedo. Quiero decir: a un hombre como yo le da miedo. Los periodistas, ninguno de lo cuales vivía en aquellos barrios, asintieron. Los policías, por el contrario, sonrieron con disimulo. El tono de Kessler les pareció ingenuo. El tono de un gringo. Un gringo bueno, claro, porque los gringos malos tienen otro tono, hablan de otra manera. De noche, para una mujer, dijo Kessler, es un peligro. También: es una temeridad. La mayoría de las calles, si exceptuamos las arterias mayores por donde pasan los autobuses, tiene una iluminación deficiente o carece totalmente de iluminación. En algunos barrios no entra la policía, le dijo al presidente municipal, el cual se removió en su asiento como si lo hubiera picado una víbora y puso cara de infinita tristeza y de infinita comprensión. El procurador del estado de Sonora, el subprocurador, los judiciales, dijeron que el problema tal vez, quizá, eventualmente, cabía la posibilidad de que fuera, digo, es un decir, un problema de la policía municipal, la cual estaba a cargo de don Pedro Negrete, el hermano gemelo del rector de la universidad. Y Kessler preguntó quién era Pedro Negrete, si se lo habían presentado, y los dos judiciales jovencitos pero enérgicos que lo escoltaban a todas partes y cuyo inglés no era malo, le dijeron que no, que la verdad era que ellos no habían visto a don Pedro cerca del señor Kessler, y Kessler les pidió que se lo describieran, pues tal vez sí lo había visto, el primer día, en el aeropuerto, y los judiciales le hicieron una descripción somera del jefe de la policía, con no demasiadas ganas, un mal retrato robot, como si después de haber mencionado a Pedro Negrete se arrepintieran de haberlo hecho. Y el retrato robot no le dijo nada a Kessler. Permaneció mudo. Hecho de palabras huecas. Un tipo duro y auténtico, dijeron los judiciales jovencitos y enérgicos. Un antiguo miembro de la policía judicial. Debe ser igual que su hermano el rector, pensó Kessler. Pero los judiciales se rieron y lo invitaron a un último vasito de bacanora y le dijeron que no, que no se hiciera esa idea, pues, que don Pedro no se parecía nada, pero nada de nada, a don Pablo, que era el rector y que era un tipo alto, delgado, en los puros huesos, diríase, mientras que don Pedro se había quedado más bien chaparro, ancho de hombros pero chaparro, y entradito en carnes pues le gustaba la buena mesa y no le hacía ascos ni a la comida norteña ni a las hamburguesas americanas. Y entonces Kessler se preguntó a sí mismo si debía hablar con ese policía. Si debía ir a visitarlo. Y también se preguntó por qué razón el jefe de la policía local no había ido a visitarlo a él, que a fin de cuentas era el invitado. Así que anotó su nombre en su libreta de notas. Pedro Negrete, antiguo judicial, jefe de la policía municipal de la ciudad, hombre respetado, no ha venido a saludarme. Y luego se dedicó a otros asuntos. Se dedicó a estudiar uno a uno los asesinatos de mujeres. Se dedicó a tomar vasitos de bacanora, joder qué buena que era. Se dedicó a preparar sus dos conferencias en la universidad. Y una tarde salió por la puerta trasera, como había hecho el día que llegó, y se fue en taxi al mercado de artesanías, que algunos llamaban mercado indio y otros mercado norteño, a comprarle un souvenir a su mujer. E igual que la primera vez, sin que se diera cuenta, un coche de la policía sin distintivos lo siguió durante todo el trayecto.
Cuando los periodistas abandonaron el penal de Santa Teresa, la abogada recostó la cabeza sobre la mesa y se puso a sollozar muy bajito, con una discreción que contradecía su figura de mujer blanca. Las indias lloran así. Algunas mestizas. Pero no las blancas y menos aún las blancas que han cursado estudios universitarios. Cuando sintió que la mano de Haas se posaba sobre su hombro, no en una caricia sino en un gesto amistoso o tal vez ni siquiera amistoso sino testimonial, las pocas lágrimas que había dejado resbalar sobre la superficie de la mesa (una mesa que olía a desinfectante y, extrañamente, a cordita) se secaron y levantó la cabeza y observó el rostro pálido de su defendido, de su novio, de su amigo, un rostro envarado y al mismo tiempo relajado (¿cómo se podía estar relajado y envarado a la vez?), que la observaba con rigor científico, pero no desde aquella habitación presidiaria sino desde los vapores sulfurosos de otro planeta.
El veinticinco de noviembre se encontró el cadáver de María Elena Torres, de treintaidós años, en el interior de su vivienda ubicada en la calle Sucre de la colonia Rubén Darío. Dos días antes, el veintitrés de noviembre, una manifestación de mujeres recorrió las calles de Santa Teresa, concretamente de la universidad hasta la presidencia municipal, en protesta por los asesinatos de mujeres y la impunidad. La marcha fue convocada por el MSDP y a ella se sumaron diversas organizaciones no gubernamentales, así como el PRD y algunos grupos estudiantiles. Según las autoridades no participaron más de cinco mil personas. Según los convocantes, fueron más de sesenta mil personas las que marcharon por las calles de Santa Teresa. María Elena Torres iba entre ellos. Dos días después la acuchillaron en su propia casa. Una de las heridas le atravesó el cuello, provocándole una hemorragia que a la postre le causó la muerte. María Elena Torres vivía sola, pues no hacía mucho se había separado de su marido. No tenía hijos. Según los vecinos aquella semana había discutido con su esposo. Cuando la policía se presentó en la pensión donde vivía el esposo, éste ya se había dado a la fuga. El caso le fue encargado al judicial Luis Villaseñor, recién llegado de Hermosillo, quien tras una semana de interrogatorios llegó a la conclusión de que el asesino no era el esposo huido sino el novio de María Elena, un tal Augusto o Tito Escobar, con el cual la víctima se veía desde hacía un mes. El tal Escobar vivía en la colonia La Vistosa y no tenía oficio conocido. Cuando lo fueron a buscar ya no estaba. Al igual que el esposo, se había dado a la fuga. En su casa encontraron a tres hombres. Tras ser sometidos a interrogatorio éstos declararon haber visto al tal Escobar regresar una noche a casa con la camisa manchada de sangre. El judicial Villaseñor confesó que nunca en su vida había tenido que interrogar a tres tipos que olieran peor. La mierda, dijo, era como una segunda piel. Los tres hombres trabajaban pepenando basura en el basurero clandestino de El Chile. En la casa donde vivían no sólo no había ducha sino que tampoco había agua corriente. ¿Cómo chingados, se preguntó el judicial Villaseñor, el tal Escobar había conseguido hacerse amante de María Elena? Al final del interrogatorio Villaseñor sacó a los tres detenidos al patio y les dio una paliza con un trozo de manguera. Luego los obligó a desnudarse, les arrojó un jabón y los duchó a manguerazo limpio durante quince minutos. Después, mientras vomitaba, pensó que ambos actos no carecían de cierta lógica. Como si uno propiciara el siguiente. La paliza con el trocito de manguera verde. El agua que salía de la manguera negra. Pensar esto le reconfortó. Con la descripción conjunta de los pepenadores se realizó un retrato robot del presunto asesino y se alertó a las policías de otras localidades. El caso, sin embargo, no prosperó. El ex esposo y el novio simplemente desaparecieron y nunca más se supo nada de ellos.
Por supuesto, un día se acabó el trabajo. Los marchantes o las galerías cambian. Los pintores mexicanos no. Ésos siempre son pintores mexicanos, como los mariachis, digamos, pero los marchantes un día emprenden el vuelo a las islas Caimán y las galerías se cierran o les bajan los sueldos a sus empleados. Algo así le tuvo que pasar a Kelly. Entonces se dedicó a organizar pases de moda. Los primeros meses le fue bien. La moda es como la pintura, pero más fácil. La ropa es más barata, nadie se hace muchas ilusiones al adquirir un vestido, en fin, al principio le fue bien, tenía experiencia y amistades, la gente confiaba si no en ella sí en su gusto, las pasarelas que organizó Kelly fueron un éxito. Pero era una mala gestora de sí misma y de sus ingresos y siempre, que yo recuerde, iba falta de dinero. A veces, su ritmo de vida conseguía sacarme de mis casillas y manteníamos unas peleas tremendas. En más de una ocasión le presenté a hombres solteros o más bien divorciados que hubieran estado dispuestos a casarse con ella y a financiar su ritmo de vida, pero Kelly en este punto era de una independencia irreprochable. No le quiero decir con eso que fuera una santa. De santa no tenía nada. Sé de hombres (lo sé porque esos mismos hombres me lo contaron con lágrimas en los ojos) a los que les sacó cuanto pudo. Pero nunca bajo un amparo legal. Si le daban lo que ella pedía que fuera porque lo pedía ella, Kelly Rivera Parker, no porque se sintieran obligados con la esposa o con la madre (aunque a esas alturas de su vida Kelly ya tenía decidido que no iba a tener hijos) o con la amante oficial. Algo había en su naturaleza que rechazaba cualquier noción de compromiso sentimental, aunque ese vivir constantemente sin compromisos la pusiera en una situación delicada, situación que Kelly, por lo demás, jamás achacaba a su actitud sino a los giros imprevistos del destino. Vivía, como Oscar Wilde, por encima de sus posibilidades. Lo más increíble de todo es que esto no agriaba jamás su carácter. Bueno, alguna vez sí, alguna vez la vi rabiosa, colérica, pero estos arrebatos se le pasaban al cabo de pocos minutos. Otra de sus cualidades, a la que yo siempre correspondí, era su solidaridad con los amigos. Pensándolo bien, puede que no sea precisamente una cualidad. Pero ella era así, un amigo o una amiga era algo sagrado y ella siempre iba a estar del lado de sus amigos. Por ejemplo, cuando yo entré en el PRI hubo una ligera conmoción doméstica, por llamarlo de algún modo. Algunos periodistas que me conocían desde hacía años dejaron de hablarme. Otros, los peores, me siguieron hablando pero sobre todo se pusieron a hablar de mí a mis espaldas. Este país de machos, como usted bien sabe, siempre ha estado lleno de maricones. De lo contrario no se explica la historia de México. Pero Kelly siempre estuvo a mi lado, nunca me pidió una explicación, nunca hizo un comentario al respecto. Los demás, ya sabe usted, dijeron que había entrado a medrar. Claro que entré a medrar. Sólo que hay formas y formas de medrar y yo ya me había cansado de predicar en el vacío. Quería poder, eso no se lo discutiré a nadie. Quería las manos libres para cambiar algunas cosas en este país. Eso tampoco lo niego. Quería mejorar la salud pública y la enseñanza pública y contribuir con mi granito de arena a preparar a México para la entrada en el siglo XXI. Si eso es medrar, quería medrar. Por supuesto, poco es lo que conseguí. Le metí más ilusión que cabeza, seguramente, y no tardé en darme cuenta de mi error. Uno cree que desde adentro puede mejorar algunas cosas. Primero tratas de mejorarlas desde afuera, luego crees que si estuvieras dentro las posibilidades reales de cambio serían mayores. Al menos uno cree que desde el interior va a tener más libertad de acción. Falso. Hay cosas que no cambian ni desde afuera ni desde dentro. Pero aquí viene la parte más divertida. La parte más increíble de la historia (y me da lo mismo que sea la historia de nuestro triste México o de nuestra triste Latinoamérica). Aquí viene la parte in-cre-í-ble. Cuando uno comete errores desde adentro, los errores pierden su significado. Los errores dejan de ser errores. Los errores, los cabezazos en el muro, se convierten en virtudes políticas, en contingencias políticas, en presencia política, en puntos mediáticos a tu favor. Estar y errar es, a la hora de la verdad, que son todas las horas o al menos todas las horas a partir de las ocho pasado meridiano hasta las cinco ante meridiano, una actitud tan congruente como agazaparse y esperar. No importa que no hagas nada, no importa que la riegues, lo importante es que estés. ¿Dónde? Pues ahí, donde hay que estar. Así fue como yo dejé de ser conocida y me hice famosa. Era una mujer atractiva, no tenía pelos en la lengua, los dinosaurios del PRI se reían con mis exabruptos, los tiburones del PRI me consideraban uno de los suyos, el ala izquierda del partido celebraba de forma unánime mis salidas de tono. Yo no me daba cuenta ni de la mitad. La realidad es como un padrote drogado. ¿No lo cree usted así?
La primera conferencia de Albert Kessler en la Universidad de Santa Teresa fue un éxito de público que pocos recordaban. Si se exceptuaban dos charlas dadas en el lugar hacía años, una por el candidato del PRI a la presidencia de la nación y otra por un presidente electo, nunca antes se había llenado el anfiteatro universitario, con capacidad para mil quinientas personas, de esa manera. Según las estimaciones más conservadoras, la gente que fue a oír a Kessler superó con creces las tres mil personas. Fue un acontecimiento social, pues todo aquel que era algo en Santa Teresa quería conocerlo, ser presentado a tan ilustre visitante o, por lo menos, verlo de cerca, y también un acontecimiento político, pues hasta los grupos más recalcitrantes de la oposición parecieron calmarse u optar por una actitud más discreta y menos vocinglera que la mostrada hasta entonces, e incluso las feministas y los grupos de familiares de mujeres y niñas desaparecidas resolvieron esperar el milagro científico, el milagro de la mente humana puesta en marcha por aquel Sherlock Holmes moderno.
La noticia con la declaración de Haas inculpando a los Uribe salió en los seis periódicos que enviaron a sus corresponsales al presidio de Santa Teresa. Cinco de ellos, antes de publicarla, la confrontaron con la policía, quien, al igual que los grandes periódicos de México, de forma expresa no le dio la más mínima credibilidad. También llamaron por teléfono a casa de los Uribe y hablaron con sus familiares, quienes les dijeron que Antonio y Daniel estaban de viaje o ya no vivían en México o habían trasladado sus residencias al DF en una de cuyas universidades estudiaban. La periodista de El Independiente de Phoenix, Mary-Sue Bravo, consiguió incluso la dirección del padre de Daniel Uribe y trató de entrevistarlo, pero todos los intentos acabaron de forma infructuosa. Joaquín Uribe siempre tenía algo que hacer o no se hallaba en Santa Teresa o acababa de salir. Durante los días que Mary-Sue Bravo permaneció en Santa Teresa se encontró por casualidad con el periodista de La Raza de Green Valley, que había sido el único periódico que cubrió la conferencia de Haas que no confrontó sus declaraciones con la opinión oficial de la policía, arriesgándose de esta manera a una demanda por parte de la familia Uribe y por parte de los organismos oficiales del estado de Sonora que llevaban el caso. Mary-Sue Bravo lo vio a través de los ventanales de un restaurante económico de la colonia Madero en donde el periodista de La Raza estaba comiendo. No estaba solo, a su lado había un tipo fornido que Mary-Sue pensó que tenía pinta de policía. Al principio la periodista de El Independiente de Phoenix no le dio mayor importancia al asunto y siguió caminando, pero a los pocos metros tuvo un presentimiento y se volvió. Encontró al periodista de La Raza solo, dando cuenta de unos chilaquiles. Se saludaron y le preguntó si podía sentarse. El periodista de La Raza dijo que cómo no. Mary-Sue pidió una Coca-Cola light y durante un rato estuvieron hablando de Haas y de la huidiza familia Uribe. Después el periodista de La Raza pagó su cuenta y se marchó dejando a Mary-Sue sola en el restaurante lleno de tipos que, al igual que el periodista, tenían pinta de braceros y de espaldas mojadas.
El uno de diciembre se encontró el cadáver de una joven de entre dieciocho y veintidós años en el cauce de un arroyo seco, por los alrededores de Casas Negras. El hallazgo lo realizó Santiago Catalán, que se hallaba de cacería y que se extrañó de la conducta que en ese momento, al acercarse al arroyo, mostraron sus perros. De repente, según expresó el testigo, los perros se pusieron a temblar, como si hubieran olfateado un tigre o un oso. Pero como aquí no hay tigres ni osos, yo me imaginé que habían olfateado el fantasma de un tigre o un oso. Conozco a mis perros y sé que cuando se ponen a temblar y a gemir es por una causa justificada. Entonces me entró a mí la curiosidad, así que después de patear a los perros para que se comportaran como machos, me dirigí resueltamente al arroyo. Al meterse en el cauce seco, cuya profundidad no excedía los cincuenta centímetros, Santiago Catalán no vio ni olió nada y hasta los perros parecieron tranquilizarse. Pero al llegar al primer recodo oyó un ruido y los perros volvieron a ladrar y a temblar. Una nube de moscas envolvía el cadáver. Santiago Catalán quedó tan impresionado que soltó a los perros y disparó un perdigonazo al aire. Las moscas se retiraron por un momento y pudo darse cuenta de que el cuerpo era el de una mujer. Recordó, asimismo, que por aquella zona ya se habían encontrado cuerpos de mujeres jóvenes asesinadas. Por unos segundos tuvo miedo de que los asesinos siguieran en el lugar y lamentó haber disparado. Después, extremando las precauciones, salió del cauce seco y contempló el panorama a su alrededor. Sólo choyas y biznagas y a lo lejos algún sahuaro y toda la gama del color amarillo que se superponía por placas. Al volver a su rancho, llamado El Jugador y situado en las afueras de Casas Negras, llamó por teléfono a la policía y les indicó el lugar exacto de su hallazgo. Luego se lavó la cara pensando en la muerta y se cambió de camisa y antes de volver a salir le ordenó a uno de sus empleados que lo acompañara. Cuando la policía llegó al cauce seco, Catalán portaba aún la escopeta y el cinto con las municiones. El cadáver estaba boca arriba y sólo tenía puesta la pantalonera en una pierna, a la altura del tobillo. Se observaron cuatro heridas de arma blanca en el abdomen y tres en el pecho, así como una lesión en el cuello. Era de tez morena, pelo negro teñido, largo hasta los hombros. A pocos metros se encontró el calzado: tenis Converse de color negro con agujetas blancas. El resto de la ropa había desaparecido. La policía rastreó el cauce en busca de pistas, pero no hallaron o no supieron hallar nada. Cuatro meses después, de pura casualidad, se logró identificarla. Se trataba de Úrsula González Rojo, de veinte o veintiún años, sin familia, y aposentada, en los últimos tres años, en la ciudad de Zacatecas. Hacía tres días que había llegado a Santa Teresa cuando fue secuestrada y luego asesinada. Esto último lo relató una amiga de Zacatecas, a quien Úrsula llamó por teléfono. Se la notaba dichosa, dijo, porque iba a encontrar trabajo en una maquiladora. La identificación fue posible gracias a las Converse y a una pequeña cicatriz en la espalda con forma de rayo.
La realidad es como un padrote drogado en medio de una tormenta de truenos y relámpagos, dijo la diputada. Después se quedó callada un rato, como si se dispusiera a escuchar los truenos lejanos. Y después cogió su vaso de tequila, que volvía a estar lleno, y dijo: yo cada día tenía más trabajo, ésa es la pura verdad. Cada día ocupada con cenas, viajes, reuniones, planificaciones que no llevaban a ninguna parte, salvo a conseguir mi cansancio infinito, cada día con entrevistas, cada día con desmentidos, apariciones en la televisión, amantes, tipos a los que me cogía no sé por qué, por mantener la leyenda, tal vez, o tal vez porque me gustaban, o tal vez porque me convenía cogérmelos, una sola vez, eso sí, que probaran pero que no se acostumbraran, o tal vez simplemente porque me gusta coger cuando y donde se me da la real gana, y no tenía tiempo para nada, mis negocios en manos de mis abogados, el patrimonio Esquivel Plata, que ya no menguaba, no quiero mentirle, sino que crecía, en manos de mis abogados, mi hijo en manos de sus profesores, y yo cada vez con más trabajo: problemas hidrográficos en el estado de Michoacán, carreteras en Querétaro, entrevistas, monumentos ecuestres, alcantarillado público, toda la mierda de un barrio pasando por mis manos. Por esa época, supongo, descuidé un poco a mis amigos. Kelly era la única a la que veía. Apenas tenía tiempo me iba para su casa, un departamento en la colonia Condesa, y tratábamos de hablar. Pero la verdad es que yo llegaba tan cansada que la comunicación era un problema. Ella me contaba cosas, eso lo recuerdo con claridad, me contaba cosas de su vida, en más de una ocasión me explicó algo y luego me pidió dinero y yo lo que hice fue sacar mi chequera y firmarle un cheque por la cantidad que ella necesitaba. Otras veces me quedaba dormida en plena conversación. Otras veces salíamos juntas a cenar y nos reíamos, pero casi siempre yo tenía la cabeza en otro sitio, le daba vueltas a un problema aún no resuelto, me costaba seguir el hilo de la plática. Kelly eso nunca me lo reprochó. Cada vez que aparecía por televisión, por ejemplo, al día siguiente me enviaba un ramo de rosas y una nota diciéndome lo bien que había estado y lo orgullosa que se sentía de mí. Nunca dejó de mandarme un regalo el día de mi cumpleaños. En fin, detalles de ésos. Por supuesto, con el tiempo me di cuenta de algunas cosas. Los desfiles de moda que organizaba Kelly se iban espaciando cada vez más. La agencia de modas que tenía dejó de ser lo que era, un sitio elegante y dinámico, y se convirtió en una oficina más bien oscura y casi siempre cerrada. Una vez acompañé a Kelly a su agencia y el abandono en que estaba me impresionó. Le pregunté qué pasaba. Me miró sonriendo, con una de sus típicas sonrisas despreocupadas, y dijo que las mejores modelos mexicanas preferían firmar con agencias norteamericanas o europeas. Allí estaba el dinero. Quise saber qué pasaba con su negocio. Entonces Kelly abrió los brazos y dijo aquí está. Abarcaba la oscuridad, el polvo, las cortinas bajadas. Tuve un estremecimiento premonitorio. Tuvo que ser premonitorio. Yo no soy una mujer que se estremezca con cualquier cosa. Me senté en un sillón y traté de razonar. El alquiler de aquellas oficinas era alto y a mí me pareció que no valía la pena seguir pagando tanto por algo que se moría. Kelly me dijo que de vez en cuando organizaba pases de moda y nombró lugares que me parecieron pintorescos, lugares inusitados o impensables para desfiles de alta costura, aunque supongo que de alta costura no había nada de nada, y luego dijo que con lo que ganaba ya le salía a cuenta mantener abierta la oficina. También me explicó que ahora se dedicaba a organizar fiestas, no en el DF sino en capitales de provincia. ¿Y eso qué es?, le dije. Es algo muy sencillo, dijo Kelly, supón por un momento que tú eres una tipa rica de Aguascalientes. Vas a dar una fiesta. Supón que quieres que esa fiesta sea una gran fiesta. Es decir, una fiesta que impresione a tus amistades. ¿Qué es lo que hace que una fiesta sea memorable? Pues el buffet que se sirve, los camareros, la orquesta, en fin, muchas cosas, pero sobre todo hay una que marca la diferencia. ¿Sabes cuál es? Los invitados, dije yo. Exacto, los invitados. Si tú eres una tipa de Aguascalientes y tienes mucho dinero y ganas de hacer una fiesta memorable, pues te pones en contacto conmigo. Yo lo superviso todo. Como si fuera un pase de modelos. Me ocupo de la comida, de los empleados, de la decoración, de la música, pero sobre todo, y dependiendo del dinero de que disponga, me ocupo de los invitados. Si quieres que vaya el galán de tu telenovela favorita, tienes que hablar conmigo. Si quieres que vaya un presentador de televisión, tienes que hablar conmigo. Digamos que yo me encargo de los invitados famosos. Todo depende del dinero. Llevar a un presentador famoso a Aguascalientes tal vez no sea posible. Pero si la fiesta es en Cuernavaca, tal vez yo consiga hacerlo aparecer por ahí. No digo que sea fácil ni tampoco que sea barato, pero puedo intentarlo. Llevar a un galán de telenovela a Aguascalientes sí que es posible, aunque tampoco te sale barato. Si el galán no está en su mejor momento, por ejemplo, si no ha trabajado en el último año y medio, la posibilidad de que aparezca por tu fiesta es mayor. Y el precio no es excesivo. ¿Cuál es mi trabajo? Pues convencerlos de que vayan. Primero los llamo por teléfono, voy a tomar un café con ellos, los sondeo. Luego les hablo de la fiesta. Les digo que si se dejan ver por allí hay un dinero para ellos. Llegados a este punto, generalmente entramos en un regateo. Yo oferto poco. Ellos piden más. Acercamos posiciones lentamente. Les aclaro el nombre de sus anfitriones. Les digo que es gente importante, gente de provincia, pero gente importante. Les hago repetir el nombre de la mujer y del marido varias veces. Me preguntan si yo estaré allí. Claro que estaré allí. Supervisándolo todo. Me preguntan por los hoteles de Aguascalientes, de Tampico, de Irapuato. Buenos hoteles. Además, todas las casas adonde vamos tienen un montón de habitaciones para invitados. Al final llegamos a un acuerdo. El día de la fiesta aparezco yo y dos o tres o cuatro invitados famosos y la fiesta es un éxito. ¿Y eso te da suficiente dinero? Más que suficiente, dijo Kelly, aunque el único problema es que hay temporadas secas, nadie quiere oír hablar de fiestas a lo grande, y como yo no sé ahorrar, entonces paso apuros. Después nos fuimos, no sé adónde, a una fiesta, puede ser, o al cine o a cenar con unos amigos, y no volvimos a hablar del asunto. De todas maneras, nunca oí una queja por su parte. Supongo que en ocasiones le iba bien y en ocasiones mal. Una noche, sin embargo, me llamó por teléfono y me dijo que tenía un problema. Pensé que se trataba de dinero y le dije que podía contar conmigo. Pero no era dinero. Estoy metida en un problema, dijo. ¿Debes dinero?, le pregunté. No, no se trata de eso, dijo ella. Yo estaba en la cama, medio dormida, y me pareció que el timbre de su voz era otro, era la voz de Kelly, claro, pero su voz sonaba rara, como si estuviera sola, pensé, en su oficina de modelos, con las luces apagadas, sentada en un sillón sin saber qué decir o sin saber por dónde empezar. Creo que estoy metida en un lío, dijo. Si es un lío con la policía, le dije, dime dónde estás y te voy a buscar de inmediato. Me dijo que no se trataba de esa clase de líos. Por Dios, Kelly, habla claro o déjame dormir, le dije. Durante unos segundos me pareció que había colgado o que había dejado el teléfono sobre el sillón y se había marchado. Luego oí su voz, como la voz de una niña, que decía no sé, no sé, no sé, varias veces, y además con la certeza de que ese no sé no me lo decía a mí sino a ella misma. Le pregunté entonces si estaba borracha o drogada. Al principio no me respondió, como si no me hubiera escuchado, luego se rió, no estaba ni borracha ni drogada, me aseguró, tal vez había bebido un par de whiskys con soda, pero nada más. Después se disculpó por la llamada intempestiva. Iba a colgar. Espera, dije yo, a ti algo te pasa, a mí no me engañas. Volvió a reírse. No me pasa nada, dijo. Perdóname, con los años nos volvemos más histéricas, dijo, buenas noches. Espera, no cuelgues, no cuelgues, dije yo. Algo pasa, no me mientas. Nunca lo he hecho, dijo ella. Hubo un silencio. Sólo cuando éramos niñas, dijo Kelly. ¿Ah, sí? Cuando niña yo mentía a todo el mundo, no siempre, claro, pero mentía. Ahora ya no lo hago más.
Una semana más tarde, mientras hojeaba distraídamente La Raza de Green Valley, Mary-Sue Bravo se enteró de que el periodista que había cubierto la famosa y a la postre decepcionante declaración de Haas había desaparecido. Así lo decía su propio periódico, que era, por lo demás, el único que se hacía eco de la noticia, una noticia vaga y local, tan local que a los únicos que parecía interesarles era a los que gestionaban La Raza. Según la noticia, Josué Hernández Mercado, ése era su nombre, había desaparecido hacía cinco días. Era el encargado de escribir sobre los asesinatos de mujeres en Santa Teresa. Tenía treintaidós años. Vivía solo, en Sonoita, en una casa modesta. Había nacido en Ciudad de México, pero desde los quince años vivía en los Estados Unidos, en donde se había naturalizado ciudadano norteamericano. Tenía dos libros de poesía publicados, ambos en español, en una pequeña editorial de Hermosillo, probablemente pagados por él mismo, y dos obras de teatro, escritas en chicano o spanglish y publicadas en una revista tejana, La Windowa, en cuyo revuelto seno se cobijaba un grupo impredecible de escritores que escribían en esta neolengua. Como periodista de La Raza había publicado una larga serie de trabajos sobre los braceros de la zona, un oficio que conocía por sus padres y que él mismo había ejercido. Su formación era autodidacta y heroica, terminaba diciendo la noticia, que más que noticia, pensó Mary-Sue, parecía una necrológica.
El tres de diciembre se encuentra el cuerpo de otra mujer tirada en un descampado de la colonia Maytorena, cerca de la carretera a Pueblo Azul. Aparece vestida y sin señales de violencia externa. Posteriormente es identificada como Juana Marín Lozada. Según el forense la causa de la muerte ha sido fractura de vértebras cervicales. O lo que es lo mismo: que alguien le había roto el cuello. Se encarga del caso el judicial Luis Villaseñor, quien como primera medida interroga al marido y luego lo detiene como presunto homicida. Juana Marín vivía en la colonia Centeno, en un barrio de clase media, y trabajaba en una tienda especializada en computadoras. Según el informe de Villaseñor, probablemente la mataron en alguna vivienda, sin excluir su propio domicilio, y luego la arrojaron al descampado de la colonia Maytorena. Se desconoce si fue violada, aunque tras el frotis vaginal se encontraron señales de que había mantenido relaciones sexuales en las últimas veinticuatro horas. Según el informe de Villaseñor, Juana Marín supuestamente mantenía relaciones extramaritales con un profesor de computación de una academia cercana a la tienda donde trabajaba. Otra versión decía que el amante era alguien que trabajaba en el canal de televisión de la Universidad de Santa Teresa. El marido estuvo dos semanas detenido y luego salió en libertad por falta de pruebas. El caso quedó sin resolver.
Tres meses después Kelly desapareció en Santa Teresa, Sonora. Desde la llamada telefónica yo no la había vuelto a ver. Me llamó su socia, una mujer joven y fea que la adoraba, quien tras muchos esfuerzos logró ponerse en contacto conmigo. Me dijo que Kelly tenía que haber regresado de Santa Teresa hacía dos semanas y que no lo había hecho. Le pregunté si había intentado ponerse en contacto telefónico con ella. Me dijo que su celular estaba muerto. Llama y llama y llama y nadie contesta, dijo. Yo veía a Kelly capaz de embarcarse en una relación sentimental y desaparecer durante unos días, de hecho alguna vez ya lo había hecho, pero no la veía capaz de no hacerle una llamada a su socia, aunque sólo fuera para indicarle cómo llevar el negocio durante el período en que ella pensaba estar ausente. Le pregunté si se había puesto en contacto con la gente para la que trabajaba en Santa Teresa. Me contestó afirmativamente. Según el tipo que la contrató, Kelly se marchó al aeropuerto un día después de la fiesta, a tomar el vuelo Santa Teresa-Hermosillo, desde donde pensaba tomar otro avión rumbo al DF. ¿Esto cuándo sucedió?, le pregunté. Hace dos semanas, dijo ella. La imaginé llorosa, pegada al aparato, bien vestida pero sin gracia, con el maquillaje corrido, y luego pensé que era la primera vez que me llamaba por teléfono, que era la primera vez que hablábamos de esta manera y me preocupé. ¿Has llamado a los hospitales de Santa Teresa o a la policía?, le pregunté. Dijo que sí y que nadie sabía nada. Salió del rancho rumbo al aeropuerto y desapareció, simplemente se esfumó en el aire, dijo con voz chillona. ¿Del rancho? La fiesta era en un rancho, dijo ella. O sea que la tuvieron que acompañar, que alguien la fue a dejar al aeropuerto. No, dijo ella. Kelly había alquilado un coche. ¿Y el coche dónde está? Lo encontraron en el aparcadero del aeropuerto, dijo ella. O sea que llegó al aeropuerto, dije yo. Pero no se subió a su avión, dijo ella. Le pregunté el nombre de la gente que la había contratado. Dijo que la familia Salazar Crespo y me dio un número de teléfono. Veré qué puedo averiguar, le dije. En realidad, yo creía que Kelly no tardaría en reaparecer. Probablemente estuviera metida en una aventura sentimental, por cómo se estaba desarrollando el asunto con casi total seguridad con un hombre casado. La imaginé en Los Ángeles o San Francisco, dos ciudades perfectas para unos amantes que quieren pasárselo bien sin llamar la atención. Así que procuré tomarme las cosas con calma y esperar. Al cabo de una semana, sin embargo, volvió a llamarme su socia y me dijo que seguía sin saber nada de mi amiga. Me habló de uno o dos contratos perdidos, de que no sabía qué hacer, en una palabra lo que quería decirme era que se sentía sola. La imaginé más desarreglada que nunca y dando vueltas por aquella oficina oscura y sentí un estremecimiento. Le pregunté qué noticias tenía de Santa Teresa. Había hablado con la policía, pero la policía no sabía nada o no quería decirle nada. Simplemente se ha esfumado, dijo. Esa tarde, desde mi oficina, llamé a un amigo de confianza, que durante un tiempo trabajó para mí, y le expuse el caso. Me dijo que lo mejor era hablar personalmente y nos citamos en El Rostro Pálido, una cafetería de moda, ya no sé si existe o si todavía existe o si ya cerró, las modas en México, usted ya sabe, se esfuman o se esconden como las personas y nadie las echa de menos. Le expliqué a mi amigo lo de Kelly. Me hizo algunas preguntas. Anotó el nombre de Salazar Crespo en una libreta y me dijo que esa noche me llamaría por teléfono. Cuando nos despedimos y yo me subí a mi coche pensé que otra persona estaría ya o empezaría a estar atemorizada, pero yo lo único que sentía, cada vez más, era coraje, una rabia inmensa, toda la rabia que los Esquivel Plata habían atesorado desde hacía décadas o siglos, y que se instalaba de golpe en mi sistema nervioso, y también pensé, con rabia y con arrepentimiento, que ese coraje o esa rabia tenía que haberse instalado antes y no propulsada, no sé si ésa es la palabra, no propiciada por una amistad particular, aunque esa amistad particular sin duda rebalsaba el concepto mismo de amistad particular, sino por tantas otras cosas que yo había visto desde que tenía uso de razón, pero ni modo, ni modo, ni modo, así es la pinche vida, me dije llorando y haciendo rechinar los dientes. Esa noche, a eso de las once, mi amigo me llamó y lo primero que me dijo fue si el teléfono era seguro. Mala señal, malas noticias, pensé en el acto. Mi actitud, de todas maneras, volvía a ser fría como el hielo. Le dije que el teléfono era completamente seguro. Mi amigo me dijo entonces que el nombre que yo le había proporcionado (se cuidó de pronunciarlo) pertenecía a un banquero que, según sus informes, lavaba dinero para el cártel de Santa Teresa, que es como decir el cártel de Sonora. Bien, dije. Luego dijo que dicho banquero, en efecto, poseía no sólo un rancho en las afueras de la ciudad, sino varios ranchos, pero que según sus informes en ninguno de éstos se había celebrado una fiesta durante los días en que mi amiga estuvo por allí. Es decir, no se celebró ninguna fiesta pública, dijo, con fotógrafos de sociedad y esas cosas. ¿Me entiendes? Sí, dije. Luego dijo que el referido banquero, hasta donde él sabía y sus informantes le confirmaban, tenía buenas relaciones con el partido. ¿Qué tan buenas?, le pregunté. De agasajo, susurró. ¿Hasta qué punto?, insistí. Profundas, muy profundas, dijo mi amigo. Luego nos dimos las buenas noches y yo me quedé pensando. Profundas quería decir lejanas en el tiempo, según el lenguaje cifrado que utilizábamos, lejanas en el tiempo, lejanísimas, es decir de millones de años atrás, es decir con los dinosaurios. ¿Quiénes eran los dinosaurios del PRI?, pensé. Varios nombres se me vinieron a la cabeza. Dos de ellos, recordé, eran del norte o tenían negocios allí. A ninguno de los dos lo conocía personalmente. Durante un rato estuve pensando en un amigo común. Pero no quería meter en ningún lío a ningún amigo. La noche, la recuerdo como si hubiera sucedido hace dos días y no hace años, era cerrada, sin estrellas, sin luna, y la casa, esta casa, estaba silenciosa y no se oía ni siquiera a los pájaros nocturnos que viven en el jardín, aunque yo sabía que mi guardaespaldas estaba por allí cerca, despierto, tal vez jugando al dominó con mi chofer, y que si tocaba un timbre no tardaría en aparecer una de mis sirvientas. Al día siguiente, a primera hora, después de pasar la noche sin dormir, tomé un avión a Hermosillo y luego un avión a Santa Teresa. Cuando le anunciaron al presidente municipal, al licenciado José Refugio de las Heras, que la diputada Esquivel Plata lo estaba esperando, dejó en suspenso todos los asuntos que tenía entre manos y no tardó en aparecer. Probablemente alguna vez nos habíamos visto. En cualquier caso yo no lo recordaba. Cuando lo vi, sonriente y obsequioso como un perrito, tuve ganas de abofetearlo pero me aguanté. Uno de esos perros que se mantienen erectos apoyados en las patas traseras, no sé si me explico. Perfectamente, dijo Sergio. Luego me preguntó si había desayunado. Le dije que no. Mandó a traer un desayuno sonorense, un típico desayuno de la frontera, y mientras esperábamos dos funcionarios vestidos de meseros se encargaron de preparar una mesa junto a la ventana de su oficina. Desde allí se veía la plaza vieja de Santa Teresa y la gente que iba de un lado a otro por motivos de trabajo o por matar el tiempo. Me pareció un lugar horroroso, pese a la luz, que parecía dorada, de un dorado ligerísimo por la mañana y de un dorado intenso y espeso por la tarde, como si el aire, en el crepúsculo, marchara grávido de polvo del desierto. Antes de empezar a comer le dije que estaba allí por Kelly Rivera. Le dije que había desaparecido y que quería que la encontraran. El alcalde llamó a su secretario, que se puso a tomar notas. ¿Cómo se llama su amiga, diputada? Kelly Rivera Parker. Y más preguntas: el día que desapareció, el motivo de su estancia en Santa Teresa, edad, profesión, y el secretario apuntaba todo lo que yo iba diciendo, y cuando acabé de contestar sus preguntas el presidente municipal le ordenó que se fuera corriendo a buscar al jefazo de los judiciales, un tal Ortiz Rebolledo, y que lo trajera de inmediato a la municipalidad. No le dije nada de Salazar Crespo. Quería ver qué pasaba. El licenciado y yo nos pusimos a comer huevos a la ranchera.
Mary-Sue Bravo pidió a su jefe de redacción que la dejara investigar la desaparición del periodista de La Raza. El jefe de redacción respondió que probablemente Hernández Mercado se había vuelto loco del todo y que era posible que ahora estuviera vagando por el parque estatal de Tubac o por el parque estatal de Patagonia Lake, comiendo bayas y hablando solo. No hay bayas en esos parques, le dijo Mary-Sue. Pues entonces babeando y hablando solo, respondió el jefe de redacción, pero al final le encargó cubrir la noticia. Primero estuvo en Green Valley, en el local de La Raza, y habló con el director del periódico, otro tipo con pinta de bracero, y con el periodista que había escrito sobre la desaparición de Hernández Mercado, un muchacho de dieciocho años, tal vez diecisiete, que se tomaba muy en serio el trabajo de periodista. Luego fue a Sonoita en compañía del muchacho, y estuvo en la casa de Hernández Mercado, el muchacho le franqueó la entrada con una llave que dijo se guardaba en la redacción de La Raza aunque a Mary-Sue le pareció una ganzúa, y en la oficina del sheriff. Éste le dijo que probablemente Hernández Mercado se encontraba ahora en California. Mary-Sue quiso saber por qué creía eso. El sheriff le dijo que el periodista tenía numerosas deudas (por ejemplo, debía seis meses del alquiler y el dueño de la casa pensaba echarlo) y que lo que ganaba trabajando en el periódico apenas le alcanzaba para comer. El muchacho refrendó, a su pesar, las palabras del sheriff: en La Raza pagaban poco porque era un periódico del pueblo, dijo. El sheriff se rió. Mary-Sue quiso saber si Hernández tenía coche. El sheriff dijo que no, que Hernández, cuando tenía que salir de Sonoita, se desplazaba en autobús. El sheriff era un tipo agradable y la acompañó hasta el apeadero de autobuses y estuvieron preguntando por Hernández, pero la información obtenida fue caótica e inservible. El día de su desaparición, según el viejo que vendía los billetes y el chofer y las pocas personas que viajaban a diario, Hernández lo mismo hubiera podido abordar el autobús como podía no haberlo abordado. Antes de abandonar Sonoita Mary-Sue quiso ver una vez más la casa del periodista. Todo estaba en su sitio, no se veían huellas de violencia, el polvo se acumulaba en los escasos muebles. Mary-Sue le preguntó al sheriff si había encendido el computador de Hernández. El sheriff le contestó que no. Mary-Sue lo encendió y se puso a revisar, más bien al azar, los archivos del periodista y poeta de La Raza de Green Valley. No encontró nada interesante. Una novela iniciada, aparentemente de misterio, escrita en spanglish. Artículos publicados. Semblanzas de la vida diaria de los braceros y de los peones de los ranchos del sur de Arizona. Los artículos sobre Haas, casi todos de carácter sensacionalista. Y poca cosa más.
El diez de diciembre unos empleados del rancho La Perdición informaron a la policía del hallazgo de una osamenta en los terrenos situados en las lindes del rancho, a la altura del kilómetro veinticinco de la carretera a Casas Negras. Al principio creyeron que se trataba de un animal, pero al encontrar la calavera se dieron cuenta de su error. Según el informe forense se trataba de una mujer, y las causas de la muerte, debido al tiempo transcurrido, quedaron sin determinar. A unos tres metros del cuerpo se encontró un pantalón tipo malla y unos tenis.
En total estuve dos noches en Santa Teresa, durmiendo en el Hotel México, y aunque todo el mundo se mostraba dispuesto a consentirme hasta el más mínimo capricho, en realidad no avanzamos nada. El tal Ortiz Rebolledo parecía un coprero. El licenciado José Refugio de las Heras parecía del otro bando. El subprocurador parecía muy viernes casi llegando a sábado. Todos incurrieron en mentiras e incongruencias. Por lo pronto, me aseguraron que nadie había denunciado la desaparición de Kelly, cuando fehacientemente yo sabía que su socia lo había hecho. El nombre de Salazar Crespo no salió a relucir ni una sola vez. Nadie me habló de las desapariciones de mujeres, que ya eran de dominio público, ni mucho menos relacionó a Kelly con estos lamentables casos. La noche antes de marcharme llamé a los tres periódicos locales y anuncié que iba a dar una conferencia de prensa en mi hotel. Allí conté el caso de Kelly, que luego salió reproducido en la prensa nacional, y dije que como política y feminista, además de como amiga, no iba a cejar en mi empeño de llegar hasta el descubrimiento de la verdad. Para mis adentros pensaba: no saben con quién se han metido, bola de cobardes, se van a mear en los pantalones. Aquella noche, después de dar mi rueda de prensa, me encerré en la habitación del hotel y me dediqué a hacer llamadas. Hablé con dos diputados del PRI, amigos de confianza, que me dijeron que contaba con su apoyo para lo que fuera. Ciertamente no esperaba menos. Luego llamé a la socia de Kelly y le dije que estaba en Santa Teresa. La pobre muchacha, tan fea, tan rematadamente fea, se puso a llorar y, no sé por qué, me dio las gracias. Después llamé a mi casa y pregunté si alguien me había telefoneado durante esos días. Rosita me leyó el parte de las llamadas. Nada fuera de lo corriente. Todo estaba igual que siempre. Intenté dormir, pero no pude. Durante un rato estuve mirando por la ventana los edificios oscuros de la ciudad, los jardines, las avenidas por las que apenas transitaba de vez en cuando un coche último modelo. Di vueltas por la habitación. Me fijé en que había dos espejos. Uno en un extremo y el otro junto a la puerta y que no se reflejaban. Pero si una adoptaba una determinada postura, entonces sí que un espejo aparecía en el azogue del otro. La que no aparecía era yo. Qué curioso, me dije, y durante un rato, mientras me ganaba el sueño, estuve haciendo comprobaciones y ensayando posturas. Así me dieron las cinco de la mañana. A más estudiaba los espejos, más inquieta me sentía. Comprendí que a esa hora era ridículo acostarse. Me di una ducha, me cambié de ropa, preparé la maleta. Cuando dieron las seis bajé a desayunar al restaurante, que a esa hora aún estaba cerrado. Uno de los empleados del hotel, sin embargo, se metió en las cocinas y me preparó mi naranjada y mi ración de café cargado. Traté de comer, pero no pude. A las siete un taxi me llevó al aeropuerto. Al pasar por algunos barrios de la ciudad pensé en Kelly, en lo que Kelly había pensado al contemplar lo mismo que yo contemplaba ahora, y entonces supe que volvería. Lo primero que hice al volver al DF fue ir a ver a un amigo que había trabajado en la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal y pedirle que me recomendara a un buen detective, un hombre fuera de toda sospecha, un tipo que tuviera lo que hay que tener. Mi amigo me preguntó cuál era el problema. Se lo conté. Me recomendó a Luis Miguel Loya, que había trabajado en la Procuraduría General de la República. ¿Por qué no sigue allí?, le pregunté. Porque gana más en la empresa privada, dijo mi amigo. Yo me quedé pensando que mi amigo no me había contado todo lo que tenía que contarme, ¿porque desde cuándo la empresa privada y la empresa pública son incompatibles en México? Pero me limité a darle las gracias y le hice una visita al tal Loya. Éste, por supuesto, había sido avisado por mi amigo y me esperaba. Loya era un tipo extraño. Más bien chaparro, pero con pinta de boxeador, sin un gramo de grasa, aunque cuando lo conocí debía tener más de cincuenta años. Buenos modales, bien vestido, la oficina era grande y tenía trabajando para él por lo menos a unas diez personas, entre secretarias y tipos con pinta de matones profesionales. Volví a contarle lo de Kelly, le hablé del banquero Salazar Crespo, de sus tratos con los narcos, de la actitud de las autoridades de Santa Teresa. No me hizo preguntas estúpidas. No tomó notas. Ni siquiera cuando me preguntó a qué número de teléfono podía llamarme. Supongo que lo estaba grabando todo. Cuando me marché, al darme la mano, me dijo que en tres días tendría noticias suyas. Olía a un aftershave o a una colonia que yo no conocía. Una mezcla de espliego y lavanda, con un ligero aroma de fondo, pero muy ligero, de café de importación. Me acompañó hasta la puerta. Tres días. Cuando me lo dijo me pareció muy poco tiempo. Vivirlos, esperar que transcurran, puede convertirse en una eternidad. Volví, desganada, a mi trabajo. Al segundo día de espera recibí la visita de un grupo de feministas a quienes mi actitud tras la desaparición de Kelly había parecido digna y congruente en una mujer. Eran tres y, por lo que pude entender, su grupo no era demasiado numeroso. De buena gana las hubiera sacado a patadas de mi oficina, pero probablemente estaba deprimida, sin saber con claridad lo que tenía que hacer, y las invité a quedarse un rato conmigo. Si no hablábamos de política, hasta simpáticas podían resultar. Una de ellas, además, había estudiado en el mismo colegio de monjas en donde estudiamos Kelly y yo, aunque dos cursos por debajo, y teníamos recuerdos comunes. Tomamos té, hablamos de hombres, de nuestros respectivos trabajos, las tres eran profesoras universitarias y dos de ellas estaban divorciadas, me preguntaron por qué no me había casado nunca, yo me reí, porque en el fondo, les confesé, yo soy más feminista que ninguna. Al tercer día Loya me llamó a las diez de la noche. Me dijo que ya tenía listo un primer informe y que si quería me lo podía mostrar de inmediato. Para pronto es tarde, le dije. ¿Dónde está usted? En mi coche, dijo Loya, no es necesario que se mueva, voy para su casa. El dossier de Loya tenía diez páginas. Su trabajo había consistido en hacer un seguimiento detallado de las actividades profesionales de Kelly. Aparecían algunos nombres, gente del DF, fiestas en Acapulco, Mazatlán, Oaxaca. Según Loya, la mayoría de los encargos laborales de Kelly podían considerarse, sin más, como prostitución encubierta. Prostitución de altas esferas. Sus modelos eran putas, las fiestas que organizaba eran sólo para hombres, incluso su porcentaje de ganancias se asemejaba al de una madam de lujo. Le dije que no me lo podía creer. Le arrojé los papeles a la cara. Loya se inclinó y recogió los papeles del suelo y me los volvió a dar. Léalo entero, dijo. Seguí leyendo. Mierda, pura mierda. Hasta que apareció el nombre de Salazar Crespo. Según Loya, Kelly ya había trabajado otras veces para Salazar Crespo, en total cuatro veces. También leí que entre 1990 y 1994 Kelly había viajado en avión por lo menos diez veces a Hermosillo y que, de estas diez veces, en siete ocasiones había tomado luego otro avión rumbo a Santa Teresa. Los encuentros con Salazar Crespo estaban señalados bajo la rúbrica «organización de fiesta». A juzgar por los vuelos de Hermosillo al DF nunca estuvo más de dos noches en Santa Teresa. El número de modelos que llevaba a esta ciudad era variable. Al principio, en el año 90 o 91, llegó a ir con cuatro o cinco. Después sólo iba con dos y los últimos viajes los hizo sola. Tal vez entonces, realmente, organizaba fiestas. Otro nombre aparecía junto al de Salazar Crespo. Un tal Conrado Padilla, empresario sonorense con intereses en algunas maquiladoras, en algunas empresas de transporte y en el matadero de Santa Teresa. Para este Conrado Padilla había trabajado en tres ocasiones, según Loya. Le pregunté quién era Conrado Padilla. Loya se encogió de hombros y me dijo que era un tipo con mucho dinero, es decir un tipo expuesto a todos los peligros, a todas las desgracias. Le pregunté si había estado en Santa Teresa. No, dijo. Le pregunté si había mandado a alguno de sus empleados. No, dijo. Le dije que fuera a Santa Teresa, que lo quería ver allí, en el cogollito del asunto, y que siguiera investigando. Durante un rato pareció pensar en mi propuesta o más bien pareció buscar las palabras que tenía que decirme. Luego dijo que no quería que yo perdiera ni mi dinero ni mi tiempo. Que, tal como lo veía él, el caso estaba cerrado. ¿Quiere decir que cree que Kelly está muerta?, le grité. Más o menos, dijo sin perder un ápice de compostura. ¿Cómo que más o menos?, grité. ¡O se está muerto o no se está muerto, chingados! En México uno puede estar más o menos muerto, me contestó muy seriamente. Lo miré con ganas de abofetearlo. Qué tipo tan frío y reservado era ése. No, le dije casi silabeando, ni en México ni en ninguna otra parte del mundo alguien puede estar más o menos muerto. Deje de hablar como si fuera un guía turístico. O mi amiga está viva, y entonces quiero que la encuentre, o mi amiga está muerta, y entonces quiero a sus asesinos. Loya sonrió. ¿De qué se ríe?, le pregunté. Me ha hecho gracia lo del guía turístico, dijo. Estoy harta de los mexicanos que hablan y se comportan como si todo esto fuera Pedro Páramo, dije. Es que tal vez lo sea, dijo Loya. No, no lo es, se lo puedo asegurar, dije yo. Durante un rato Loya permaneció en silencio, sentado con las piernas cruzadas, con mucha dignidad, pensando en lo que le acababa de decir. Puedo tardar meses, incluso años, dijo Loya finalmente. Y además, añadió después, no creo que me dejen hacer mi trabajo. ¿Quiénes? Su propia gente, diputada, sus propios compañeros de partido. Yo estaré detrás suyo, yo lo voy a respaldar en cada momento, le dije. Me parece que usted se sobrestima, dijo Loya. Chingados, claro que me sobrestimo, si no lo hiciera no estaría donde estoy, dije yo. Loya volvió a quedarse en silencio. Por un instante pensé que se había dormido, pero tenía los ojos muy abiertos. Si no lo hace usted, ya encontraré a otro, le dije sin mirarlo. Al cabo de un rato se levantó. Lo acompañé hasta la puerta. ¿Va a trabajar para mí? Veré qué puedo hacer, pero no le prometo nada, me dijo, y se perdió por el sendero que conduce hasta la calle, en donde estaban mi guardaespaldas y mi chofer albureándose como dos zombis.
Una noche Mary-Sue Bravo soñó que una mujer estaba sentada a los pies de su cama. Sintió el peso de un cuerpo aplastando el colchón, pero cuando se estiró no tocó nada. Aquella noche, antes de irse a la cama, había leído en Internet un par de noticias sobre los Uribe. En una de ellas, firmada por un periodista de un conocido diario del DF, se decía que Antonio Uribe estaba, efectivamente, desaparecido. Su primo Daniel Uribe se encontraba, al parecer, en Tucson, el periodista había hablado con él por teléfono. Según Daniel Uribe, toda la información facilitada por Haas era una sarta de embustes fácilmente rebatibles. Sobre el paradero de Antonio, sin embargo, no daba ningún detalle o los detalles que le arrancó el periodista eran ambiguos, inexactos, dilatorios. Cuando Mary-Sue despertó la sensación de que había otra mujer en la habitación no se fue del todo hasta que se levantó de la cama y se bebió un vaso de agua en la cocina. Al día siguiente llamó a la abogada de Haas. No sabía muy bien qué quería preguntarle, qué quería escuchar, pero la necesidad de oír su voz se impuso a cualquier imperativo lógico. Tras identificarse le preguntó cómo estaba su cliente. Isabel Santolaya dijo que igual que en los últimos meses. Le preguntó si había leído las declaraciones de Daniel Uribe. La abogada dijo que sí. Voy a intentar entrevistarlo, dijo Mary-Sue. ¿Se le ocurre algo que debería preguntarle? No, no se me ocurre nada, dijo la abogada. A Mary-Sue le pareció que la abogada hablaba como hablan las personas sometidas a un trance hipnótico. Luego, sin venir a cuento, le preguntó por su vida. Mi vida no tiene importancia, dijo la abogada. El tono con que lo dijo fue igual al que emplearía una mujer arrogante al dirigirse a una adolescente entrometida.
El quince de diciembre Esther Perea Peña, de veinticuatro años, fue muerta por un disparo en el salón de baile Los Lobos. La víctima estaba sentada a una mesa en compañía de tres amigas. En una de las mesas vecinas un tipo bien parecido, de traje negro y camisa blanca, sacó un arma y se puso a manipularla. Se trataba de una pistola Smith & Wesson modelo 5906 con cargador de quince tiros. Según algunos testigos el mismo tipo antes había sacado a bailar a Esther y a una de sus amigas, lo que había sucedido en un clima de distensión y cordialidad. Los dos acompañantes del tipo de la pistola, según la versión de los testigos, lo conminaron a que guardara el arma. El tipo no les hizo caso. Al parecer quería impresionar a alguien, presumiblemente a la misma víctima o a la amiga de la víctima con la que previamente había bailado. Según otros testigos, el tipo dijo ser policía judicial adscrito a la brigada de narcóticos. Pinta de judicial tenía. Era alto y fuerte, y además tenía un buen corte de pelo. En determinado momento, mientras manipulaba el arma, se le disparó la bala de la recámara, la cual hirió mortalmente a Esther. Cuando llegó la ambulancia la joven había muerto y el agresor había desaparecido. Se encargó personalmente del caso el judicial Ortiz Rebolledo y a la mañana siguiente pudo informar a la prensa de que la policía había encontrado el cuerpo de un hombre (cuyas ropas y características físicas coincidían con las del asesino de Esther) tirado en los viejos terrenos deportivos de PEMEX, con una Smith & Wesson igualita a la que llevaba el asesino de Esther y un balazo en la sien derecha. Se llamaba Francisco López Ríos y tenía un amplio prontuario como ladrón de coches. Pero no era un asesino nato y matar a alguien, aunque fuera de forma accidental, lo debió de alterar bastante. El tipo se suicidó, dijo Ortiz Rebolledo. Caso cerrado. Más tarde Lalo Cura le comentaría a Epifanio que era raro que no hubiera habido una rueda de reconocimiento del cadáver. Y que también era raro que no hubieran aparecido los acompañantes del homicida. Y que también era raro que la Smith & Wesson, una vez guardada en los almacenes de la policía, hubiera desaparecido. Y que lo más raro de todo era que un ladrón de coches se suicidara. ¿Usted conoció a ese Francisco López Ríos?, le preguntó Epifanio. Lo vi una vez y yo no diría que era un tipo atractivo, dijo Lalo Cura. No, más bien parecía una rata. Todo es raro, dijo Epifanio.
Durante dos años tuve a Loya trabajando en el caso. Durante dos años tuve tiempo para forjar una imagen que poco a poco fue calando en los medios de comunicación: la de la mujer sensibilizada contra la violencia, la de la mujer que representaba el cambio en el seno del partido, no sólo un cambio generacional sino también un cambio de actitud, una visión abierta y no dogmática de la realidad mexicana. En realidad, yo sólo ardía de rencor por la desaparición de Kelly, por la broma macabra de la que había sido objeto. Cada vez me importaba menos la consideración que podía lograr en aquello que llamamos el público, los votantes, a quienes en el fondo no veía o si veía, de forma accidental o episódica, despreciaba. A medida que conocía otros casos, sin embargo, a medida que oía otras voces, mi rabia fue adquiriendo una estatura, digamos, de masa, mi rabia se hizo colectiva o expresión de algo colectivo, mi rabia, cuando se dejaba contemplar, se veía a sí misma como el brazo vengador de miles de víctimas. Sinceramente, creo que me estaba volviendo loca. Esas voces que escuchaba (voces, nunca rostros ni bultos) provenían del desierto. En el desierto yo vagaba con un cuchillo en la mano. En la hoja del cuchillo se reflejaba mi rostro. Tenía el pelo blanco y los pómulos como chupados y cubiertos de pequeñas cicatrices. Cada cicatriz era una pequeña historia que me esforzaba vanamente por recordar. Terminé tomando pastillas para los nervios. Cada tres meses veía a Loya. Por expreso deseo suyo nunca lo iba a ver a su oficina. A veces él me llamaba o yo lo llamaba a él, a un teléfono seguro, y nunca decíamos gran cosa cuando hablábamos por teléfono, porque nada hay, decía Loya, seguro al ciento por ciento. Gracias a los informes de Loya fui construyendo un mapa o completando un puzzle del lugar donde había desaparecido Kelly. Así supe que las fiestas que daba el banquero Salazar Crespo eran en realidad orgías y que Kelly presumiblemente hacía de directora de orquesta de esas orgías. Loya había hablado con una modelo que trabajó para Kelly durante unos meses y que ahora vivía en San Diego. Esa modelo le dijo que Salazar Crespo hacía las fiestas indistintamente en dos ranchos de su propiedad, ranchos improductivos, trozos de tierra que los ricos compran y que no explotan ni con ganadería ni con agricultura. Es simplemente una extensión de tierra y en medio una casa grande, con un salón amplio y muchas habitaciones, a veces, pero no siempre, una piscina, en realidad no son lugares cómodos, no hay un gusto femenino en esas propiedades. En el norte los llaman narcorranchos, porque muchos narcotraficantes tienen ranchos de este tipo, más que ranchos guarniciones en medio del desierto, algunos incluso con torres de vigilancia en donde instalan a sus tiradores de élite. Estos narcorranchos a veces permanecen vacíos durante largas temporadas. Si acaso dejan a un empleado, sin llaves para entrar en la casa principal, encargado de nada, de vagar por unos pedregales improductivos, encargado de vigilar que no se instale en el lugar una manada de perros salvajes. Estos pobres hombres sólo tienen un teléfono celular y unas instrucciones vagas que poco a poco van olvidando. Según Loya, no es extraño que a veces uno de ellos muera y nadie se entere o que desaparezca, simplemente, atraído por el simurg del desierto. Luego, de pronto, el narcorrancho vuelve a la vida. Primero llegan unos empleados menores, póngale usted tres o cuatro, a bordo de una Combi, y preparan en un día la casa grande. Luego llegan los guardaespaldas, los tipos fornidos, en sus Suburban negras o en sus Spirit o Peregrinos, y lo primero que hacen al llegar, además de pavonearse, es trazar un perímetro de seguridad. Finalmente aparece el dueño y sus achichincles de confianza. Mercedes Benz o Porsches blindados culebreando en medio del recato del desierto. Por la noche las luces no se apagan. Es posible ver carros de todo tipo, hasta Lincoln Continental y viejos Cadillacs de coleccionista que llevan y sacan gente del rancho. Trackers cargados de carne, la pastelería que llega en Chevys Astra. Y música y gritos toda la noche. Ésas eran las fiestas que, según me dijo Loya, contribuía a organizar Kelly en sus viajes al norte. Según Loya, al principio Kelly llevaba modelos dispuestas a ganar bastante dinero en poco tiempo. La muchacha que vivía en San Diego le había contado que nunca eran más de tres. En las fiestas había otras mujeres, mujeres a las que Kelly en principio no conocía, chavas jovencitas, más jovencitas que las modelos, a las que Kelly vestía convenientemente para las fiestas. Putitas de Santa Teresa, supongo. ¿Qué pasaba durante las noches? Pues lo usual. Los hombres se emborrachaban o se drogaban, veían partidos de fútbol o de béisbol grabados en vídeo, jugaban a las cartas, salían al patio a hacer puntería, hablaban de negocios. Nadie filmó nunca una película pornográfica o al menos eso le aseguró la muchacha de San Diego a Loya. A veces, en una habitación, los invitados veían películas pornográficas, la modelo había entrado una vez, por equivocación, y vio lo de siempre, tipos hieráticos con las caras iluminadas por el resplandor del vídeo porno. Siempre es así. Digo: hieráticos, como si ver una película en la que la gente coge convirtiera a los espectadores en estatuas. Pero nadie, según la modelo, ni filmó ni grabó en los narcorranchos una película de ese tipo. A veces, algunos invitados se ponían a cantar rancheras y corridos. A veces, estos invitados salían al patio y recorrían el rancho como si fueran en procesión, cantando con toda su alma. Y en una ocasión lo hicieron desnudos, tal vez alguno se cubría las partes pudendas con una tanga o con un calzoncillito de leopardo o de tigre, desafiando el frío que hace en esos lugares a las cuatro de la mañana, cantando y riéndose, de relajo en relajo, como si fueran los servidores de Satán. No son mis palabras. Son las palabras que la modelo que vivía en San Diego le dijo a Loya. Pero nada de vídeos porno, de eso nada. Después Kelly dejó de contar con las modelos y ya no las llamó más. Según Loya, probablemente la decisión surgió de la misma Kelly puesto que las modelos tenían una tarifa alta y las putitas de Santa Teresa cobraban poco y Kelly no andaba con la economía muy saneada. Los primeros viajes los hizo a cuenta de Salazar Crespo, pero mediante éste conoció a gente importante de la zona y era posible que también hubiera organizado fiestas para un tal Sigfrido Catalán, que tenía una flota de camiones de basura y se decía que trabajaba en franquicia con la mayoría de las maquiladoras de Santa Teresa, y para Conrado Padilla, un empresario con intereses en Sonora, Sinaloa y Jalisco. Tanto Salazar Crespo como Sigfrido Catalán y Padilla, según Loya, tenían conexiones con el cártel de Santa Teresa, es decir con Estanislao Campuzano, que en algunas ocasiones, no muchas, a decir verdad, había asistido a esas fiestas. Pruebas, lo que cualquier tribunal civilizado consideraría pruebas, pues no las había, pero Loya durante el tiempo que trabajó para mí reunió una cantidad enorme de testimonios, pláticas de burdel o de borrachos, en las que se decía que Campuzano no iba pero a veces sí iba. En cualquier caso, narcotraficantes no faltaban en las orgías de Kelly, sobre todo dos de ellos, considerados lugartenientes de Campuzano, uno que se llamaba Muñoz Otero, Sergio Muñoz Otero, y que era el jefe de los narcos de Nogales, y un tal Fabio Izquierdo, que durante un tiempo fue el jefe de los narcos de Hermosillo y que luego había trabajado abriendo rutas para los transportes de droga desde Sinaloa a Santa Teresa o desde Oaxaca o desde Michoacán e incluso desde Tamaulipas que era territorio del cártel de Ciudad Juárez. La presencia en algunas fiestas de Kelly de Muñoz Otero y Fabio Izquierdo, Loya la daba por segura. Así que allí está Kelly, sin modelos, trabajando con muchachas de extracción social baja o ya de plano con putas, en narcorranchos abandonados a la buena de Dios, y en sus fiestas tenemos a un banquero, Salazar Crespo, a un empresario, el tal Catalán, a un millonario, el tal Padilla, y si no a Campuzano, al menos a dos de sus hombres más notorios, Fabio Izquierdo y Muñoz Otero, además de otras personalidades de la sociedad, del crimen y de la política. Una colección de próceres. Y una mañana o una noche mi amiga se desvanece en el aire.
Durante unos días, desde la redacción de El Independiente de Phoenix, Mary-Sue intentó ponerse en contacto con el periodista del DF que había entrevistado a Daniel Uribe. Éste casi nunca paraba en su periódico y la gente con la que hablaba se negaba a proporcionarle su número de celular. Cuando por fin pudo hablar con él, el periodista, que tenía voz de borracho y de mala persona, pensó Mary-Sue, o al menos de arrogante, no quiso darle el teléfono de Daniel Uribe pretextando que debía proteger la intimidad de sus fuentes. En un mal momento Mary-Sue le recordó que eran colegas, que ambos trabajaban para la prensa, y el tipo del DF le dijo que ni que hubieran sido amantes. De Josué Hernández Mercado, el periodista desaparecido de La Raza, nada se sabía. Una noche Mary-Sue se puso a rebuscar en el archivo que tenía sobre el caso Haas hasta dar con la crónica que Hernández Mercado escribió después de la no muy concurrida rueda de prensa en el penal de Santa Teresa. El estilo de Hernández Mercado era efectista y pobre casi en el mismo grado. La crónica estaba plagada de lugares comunes, inexactitudes, afirmaciones temerarias, exageraciones y mentiras flagrantes. En ocasiones Hernández Mercado pintaba a Haas como el chivo expiatorio de una conjura de ricos sonorenses y en ocasiones Haas aparecía como el ángel de la venganza o como un detective encerrado en una celda, pero en modo alguno derrotado, que poco a poco iba arrinconando a sus verdugos gracias únicamente a su inteligencia. A las dos de la mañana, mientras bebía su último café antes de abandonar el periódico, Mary-Sue pensó que nadie con dos dedos de frente se podía haber tomado la molestia de matar y luego hacer desaparecer el cadáver de una persona por haber escrito una bazofia así. ¿Pero entonces qué le ocurrió a Hernández Mercado? Su jefe de redacción, que también trabajaba hasta tarde, le dio varias posibles respuestas. Se cansó y se largó. Se volvió loco y se largó. Se largó sin más. Una semana más tarde la llamó el periodista adolescente que la había acompañado hasta Sonoita. Quería saber cómo estaba la crónica que Mary-Sue iba a escribir sobre Hernández Mercado. No voy a escribir nada, le dijo ella. El periodista adolescente quiso saber por qué. Porque no hay misterio, dijo Mary-Sue. Hernández debe de estar viviendo y trabajando en California. No lo creo, dijo el periodista adolescente. A Mary-Sue le pareció que el muchacho había gritado. De fondo escuchó el ruido de un camión o de varios camiones, como si la llamada la hiciera desde el patio de una empresa de transporte. ¿Por qué no lo quieres creer?, dijo. Porque he estado en su casa, dijo el muchacho. Yo también he estado en su casa, y no vi nada que me hiciera pensar que lo habían levantado. Se fue porque quiso irse. No, oyó que decía el muchacho. Si se hubiera ido por voluntad propia, se hubiera llevado sus libros. Los libros pesan, dijo Mary-Sue, y además uno siempre puede volver a comprarlos. En California hay más librerías que en Sonoita, dijo queriendo hacer un chiste, pero en el acto se dio cuenta de que aquella aseveración carecía de todo sentido del humor. No, no me refiero a esos libros sino a los suyos, dijo el muchacho. ¿A qué libros suyos?, dijo Mary-Sue. A los que él escribió y publicó. Ésos no los hubiera abandonado ni aunque se acabara el mundo. Durante un rato Mary-Sue estuvo intentando recordar la casa de Hernández Mercado. En la sala había algunos libros, también en la habitación. Todos juntos no sumaban más de cien ejemplares. No era una gran biblioteca, pero para un tipo como el periodista bracero tal vez era suficiente y más que suficiente. No se le ocurrió pensar que entre aquellos volúmenes podían estar los que Hernández Mercado había escrito. ¿Y tú crees que no se hubiera ido sin ellos? De ninguna manera, pues, dijo el muchacho, si eran como sus hijos. Mary-Sue pensó que los libros firmados por Hernández Mercado no debían de pesar mucho y que en modo alguno hubiera podido éste volver a comprarlos en California.
El diecinueve de diciembre, en unos terrenos cercanos a la colonia Kino, a pocos kilómetros del ejido Gavilanes del Norte, se encontraron dentro de una bolsa de plástico los restos de una mujer. Según declaración de la policía, se trataba de otra víctima de la banda de los Bisontes. Según los forenses, la víctima tenía entre quince y diecisiete años de edad, medía entre metro cincuentaicinco y metro sesenta de estatura y el asesinato se había cometido aproximadamente hacía un año. Dentro de la bolsa se encontró un pantalón azul marino, barato, como los que usan las mujeres de las maquiladoras para ir a trabajar, una camiseta y un cinturón de plástico de color negro, con hebilla grande también de plástico, de aquellos cinturones llamados de fantasía. El caso lo llevó el judicial Marcos Arana, recién trasladado de Hermosillo, en donde estaba adscrito a la brigada de narcóticos, pero el primer día aparecieron por el lugar del hallazgo los judiciales Ángel Fernández y Juan de Dios Martínez. Este último, cuando le informaron de que dejara el caso en manos de Arana, a quien querían foguear, se dio una vuelta a pie por los alrededores hasta llegar a las puertas del ejido Gavilanes del Norte. La casa principal conservaba el techo y las ventanas, pero las otras edificaciones daban un aspecto de lugar arrasado por un huracán. Durante un rato, Juan de Dios estuvo dando vueltas por el ejido fantasma, a ver si encontraba por lo menos a un campesino o a un niño o siquiera a un perro, pero ya ni perros quedaban allí.
¿Qué es o qué quiero que usted haga?, dijo la diputada. Quiero que escriba sobre esto, que siga escribiendo sobre esto. He leído sus artículos. Son buenos, pero a menudo golpea allí donde sólo hay aire. Yo quiero que golpee sobre seguro, sobre carne humana, sobre carne impune y no sobre sombras. Quiero que vaya a Santa Teresa y la huela bien. Quiero que la muerda. Al principio yo no conocía Santa Teresa. Tenía algunas ideas generales, como todos, pero creo que empecé a conocer la ciudad y el desierto a partir de mi cuarta visita. Ahora no puedo sacármelos de la cabeza. Conozco los nombres de todos o de casi todos. Conozco algunas actividades ilícitas. Pero no puedo acudir a la policía mexicana. En la Procuraduría General creerían que me he vuelto loca. Tampoco puedo entregar mis informes a la policía gringa. Por una cuestión de patriotismo, al fin y al cabo, le pese a quien le pese (empezando por mí) soy mexicana. Y además diputada mexicana. Esto lo resolvemos nosotros a chingadazos, como siempre, o nos hundimos juntos. Hay gente a la que no quiero hacer daño y a la que, sin embargo, sé que dañaré. Lo doy por bueno, puesto que los tiempos están cambiando y el PRI también tiene que cambiar. Así que sólo me queda la prensa. Tal vez por mis años como periodista, el respeto que siento por algunos de ustedes se mantiene incólume. Además, aunque el sistema está lleno de defectos, al menos gozamos de libertad de expresión y eso el PRI casi siempre lo ha respetado. He dicho casi siempre, no ponga esa cara de incredulidad, dijo la diputada. Aquí uno publica lo que quiere sin problemas. En fin, no vamos a discutir sobre esto, ¿verdad? Usted ha publicado una novela dizque política en donde lo único que hace es repartir mierda sin ningún fundamento y no le pasó nada, ¿verdad? Ni se la censuraron ni lo demandaron. Fue mi primera novela, dijo Sergio, y es muy mala. ¿La leyó? La leí, dijo la diputada, he leído todo lo que ha escrito. Es muy mala, dijo Sergio, y luego dijo: aquí ni se censura ni se lee, pero la prensa es otra cosa. Los periódicos sí que se leen. Al menos los titulares. Y tras un silencio: ¿qué pasó con Loya? Loya murió, dijo la diputada. No, no lo mataron ni lo desaparecieron. Simplemente se murió. Tenía cáncer y nadie lo sabía. Era un hombre reservado. Ahora su oficina de investigaciones la dirige otra persona, tal vez ya ni siquiera exista, tal vez ahora sea una oficina de consulting o de asesoría para empresas. No tengo ni idea. Antes de morir, Loya me entregó todas las carpetas concernientes al caso de Kelly. Lo que no me pudo pasar lo destruyó. Yo intuí algo malo, pero él prefirió no decirme nada. Se marchó a los Estados Unidos, a una clínica en Seattle, y allí aguantó tres meses y murió. Era un hombre extraño. Sólo una vez estuve en su casa, vivía solo en un apartamento de la colonia Nápoles. Por fuera era un sitio común y corriente, de clase media, pero por dentro era otra cosa, no sé cómo describirlo, era Loya, como un espejo de Loya o como el autorretrato de Loya, eso sí, un autorretrato inconcluso. Tenía muchos discos y libros de arte. Las puertas eran blindadas. Tenía la foto de una mujer mayor en un marco de oro, un gesto más bien melodramático. La cocina estaba completamente reformada y era grande y llena de utensilios de cocinero profesional. Cuando supo que le quedaba poco tiempo me llamó por teléfono desde Seattle y a su manera se despidió de mí. Recuerdo que le pregunté si tenía miedo. No sé por qué le hice esa pregunta. Él me respondió con otra. Me dijo si yo tenía miedo. No, no tengo miedo, le dije. Entonces yo tampoco, dijo él. Ahora quiero que usted utilice todo lo que entre Loya y yo reunimos y que agite el avispero. Por supuesto, no va a estar solo. Yo estaré siempre a su lado, aunque usted no me vea, para ayudarlo en cada momento.
El último caso del año 1997 fue bastante similar al penúltimo, sólo que en lugar de encontrar la bolsa con el cadáver en el extremo oeste de la ciudad, la bolsa fue encontrada en el extremo este, en la carretera de terracería que corre, digamos, paralela a la línea fronteriza y que luego se bifurca y se pierde al llegar a las primeras montañas y a los primeros desfiladeros. La víctima, según los forenses, llevaba mucho tiempo muerta. De edad aproximada a los dieciocho años, medía entre metro cincuentaiocho y metro sesenta. El cuerpo estaba desnudo, pero en el interior de la bolsa se encontraron un par de zapatos de tacón alto, de cuero, de buena calidad, por lo que se pensó que podía tratarse de una puta. También se encontraron unas bragas blancas, de tipo tanga. Tanto este caso como el anterior fueron cerrados al cabo de tres días de investigaciones más bien desganadas. Las navidades en Santa Teresa se celebraron de la forma usual. Se hicieron posadas, se rompieron piñatas, se bebió tequila y cerveza. Hasta en las calles más humildes se oía a la gente reír. Algunas de estas calles eran totalmente oscuras, similares a agujeros negros, y las risas que salían de no se sabe dónde eran la única señal, la única información que tenían los vecinos y los extraños para no perderse.