En octubre de 1995 no apareció ninguna mujer muerta en Santa Teresa ni en sus alrededores. Desde mediados de septiembre, como se suele decir, la ciudad respiraba en paz. En noviembre, sin embargo, fue encontrada una desconocida en la barranca El Ojito, a quien posteriormente se identificó como Adela García Estrada, de quince años de edad, desaparecida una semana antes, trabajadora de la maquiladora EastWest. Según el forense la causa de la muerte había sido la rotura del hueso hioides. Llevaba una sudadera gris con un estampado de un grupo de rock y debajo de la sudadera un sostén blanco. Sin embargo el pecho derecho estaba cercenado y el pezón del pecho izquierdo había sido arrancado a mordidas. Se ocuparon del caso el judicial Lino Rivera y posteriormente los judiciales Ortiz Rebolledo y Carlos Marín.
El veinte de noviembre, una semana después del hallazgo del cadáver de Adriana García Estrada, fue encontrado el cuerpo de una desconocida en un descampado de la colonia La Vistosa. Aparentemente la desconocida tenía unos diecinueve años y las causas de la muerte eran varias cuchilladas en el tórax, producidas por un arma con doble filo, todas o casi todas mortales. La desconocida llevaba un chaleco gris perla y un pantalón negro. Cuando en el laboratorio del forense le quitaron el pantalón se encontraron con que debajo de éste llevaba otro pantalón, de color gris. Las manías de los seres humanos son un misterio, dictaminó el forense. Se encargó del caso el judicial Juan de Dios Martínez. Nadie reclamó el cuerpo.
Cuatro días después apareció el cadáver mutilado de Beatriz Concepción Roldán a un lado de la carretera Santa Teresa-Cananea. La causa de la muerte era una herida, presumiblemente infligida con un machete o un cuchillo de grandes dimensiones, que la había abierto en canal desde el ombligo hasta el pecho. Beatriz Concepción Roldán tenía veintidós años, medía un metro sesentaicinco, era delgada y de tez morena. Tenía el pelo largo, hasta la mitad de la espalda. Trabajaba de mesera en un establecimiento de la Madero-Norte y vivía con Evodio Cifuentes y una hermana de éste, llamada Eliana Cifuentes, aunque nadie denunció su desaparición. En diversas partes del cuerpo el cadáver exhibía hematomas, pero cuchilladas sólo una, la que provocó su muerte, por lo que el forense dedujo que la víctima no se defendió o que estaba inconsciente en el instante en que fue mortalmente agredida. Tras aparecer su foto en La Voz de Sonora, una llamada anónima la identificó como Beatriz Concepción Roldán, vecina de la colonia Sur. Al presentarse la policía, cuatro días después, en el domicilio de la víctima, hallaron el inmueble, de cuarenta metros cuadrados y con dos habitaciones pequeñas, más la sala provista con muebles forrados de plástico transparente, completamente abandonado. Según los vecinos, el llamado Evodio Cifuentes y su hermana Eliana hacía seis días, aproximadamente, que no estaban allí. Una de las vecinas los vio salir arrastrando dos maletas cada uno. Examinada la casa, pocos efectos personales de los hermanos Cifuentes se encontraron. Desde el principio el caso fue llevado por el judicial Efraín Bustelo, que no tardó en descubrir que los hermanos Cifuentes sólo tenían un poco más de entidad que un par de fantasmas. No había fotos de ellos. Las descripciones que pudo conseguir fueron vagas, cuando no contradictorias: Cifuentes era chaparro y muy delgado y su hermana tenía rasgos físicos nada memorables. Según un vecino creía recordar, Evodio Cifuentes trabajaba en la maquiladora File-Sis, pero allí no tenían en nómina a ningún tipo que se llamara así, ni ahora ni en los últimos tres meses. Cuando Efraín Bustelo pidió las listas de trabajadores de hacía seis meses, le dijeron que lamentablemente, por un fallo técnico, éstas se habían perdido o traspapelado. Antes de que Efraín Bustelo les preguntara cuándo podían tener esas listas para que él les echara una mirada, un ejecutivo de File-Sis le entregó un sobre con dinero y Bustelo se olvidó del asunto. Probablemente en aquellas listas, si es que aún existían, si es que nadie las había quemado, pensó, tampoco iba a encontrar el rastro de Evodio Cifuentes. Se dictó una orden de detención a nombre de los dos hermanos, que circuló como circula un mosquito alrededor de una fogata por varias comisarías de la República. El caso quedó sin aclarar.
En diciembre, en un descampado de la colonia Morelos, a la altura de la calle Colima y la calle Fuensanta, no lejos de la preparatoria Morelos, se encontró el cadáver de Michelle Requejo, desaparecida una semana antes. El hallazgo del cuerpo fue realizado por unos niños que acostumbraban a jugar partidos de béisbol en el descampado. Michelle Requejo vivía en la colonia San Damián, al sur de la ciudad, y trabajaba en la maquiladora HorizonW&E. Tenía catorce años y era delgada y sociable. No se le conocía novio. Su madre trabajaba en la misma empresa y en sus ratos libres ganaba unos pesos extra como adivina y curandera. Básicamente atendía a mujeres del barrio o a algunas compañeras de trabajo que tenían problemas de amor. Su padre trabajaba en la maquiladora Aguilar&Lennox. Solía hacer turnos dobles cada semana. Tenía dos hermanas menores de diez años que iban a la escuela y un hermano de dieciséis que trabajaba, junto al padre, en la Aguilar&Lennox. El cuerpo de Michelle Requejo presentaba varias heridas de cuchillo, algunas en los brazos y otras en el tórax. Iba vestida con una blusa negra, que presentaba desgarraduras producidas, presumiblemente, por el mismo cuchillo. Los pantalones eran ajustados, de tela sintética, y estaban bajados hasta las rodillas. Calzaba tenis de color negro, de la marca Reebok. Las manos las llevaba atadas a la espalda y poco después alguien indicó que el nudo era idéntico al que ataba a Estrella Ruiz Sandoval, lo que hizo sonreír a algunos policías. El caso lo llevó José Márquez, quien le comentó algunas de sus particularidades a Juan de Dios Martínez. Éste le hizo notar que las casualidades curiosas no sólo se limitaban a los nudos, sino que antes, en un baldío junto a la preparatoria Morelos, ya se había cometido un crimen. José Márquez no recordaba el caso. Juan de Dios Martínez le dijo que era una mujer que jamás pudo ser identificada. Aquella noche los dos judiciales fueron al descampado donde se encontró el cadáver de Michelle Requejo. Durante un rato estuvieron mirando las sombras del descampado. Luego salieron del coche y caminaron por entre los matorrales pisando bolsas de plástico con materia blanda en su interior. Se pusieron a fumar. Olía a cadáver. José Márquez le dijo que empezaba a estar harto de ese trabajo, habló de un puesto de jefe de seguridad en Monterrey y le preguntó dónde quedaba la preparatoria. Juan de Dios Martínez señaló un sitio en la oscuridad. Allí, dijo. Caminaron en esa dirección. Cruzaron varias calles de tierra y sintieron que los vigilaban. José Márquez se llevó la mano a la funda de la pistola y aunque no la sacó consiguió tranquilizarse. Llegaron hasta las rejas de la preparatoria iluminadas por un farol solitario. Allí estaba la muerta, dijo Juan de Dios Martínez indicando con el índice un lugar impreciso cercano a la carretera a Nogales. La descubrió el conserje de la prepa. El asesino o los asesinos tuvieron que llegar en carro. Sacaron a la muerta del maletero y la arrojaron al descampado. No pudieron tardar menos de cinco minutos. Yo calculo unos diez minutos, porque el sitio no está cerca de la carretera. Iban a Cananea o venían de Cananea. Yo diría, por el lugar en donde arrojaron el cadáver, que iban en dirección a Cananea. ¿Por qué, mano?, dijo José Márquez. Porque si vienes de Cananea, antes de llegar a Santa Teresa hay un montón de lugares mejores donde deshacerse de un cuerpo. Además, creo que se tomaron su tiempo. Según me dijeron, el cadáver estaba medio empalado. Híjole, dijo José Márquez. Pues sí, Pepito, y resulta difícil meter un cuerpo así, de esa manera, como si dijéramos ya preparado, en el maletero de un carro. Lo más probable es que la empalaran junto a la prepa. Pero qué bestias, mano, dijo José Márquez. La tiraron al suelo y le metieron luego la estaca por el culo, ¿qué te parece? Una barbaridad, mano, dijo José Márquez. Pero ella ya no estaba viva, ¿no? No, la verdad es que ya no estaba viva, dijo Juan de Dios Martínez.
Las dos siguientes muertas también fueron halladas en diciembre de 1995. La primera se llamaba Rosa López Larios, tenía veintinueve años y su cuerpo se encontró detrás de una torre de Pemex en donde por las noches se juntaban algunas parejas para hacer el amor. Al principio venían en coches o en furgonetas, pero el lugar se puso de moda y no resultaba extraño ver a adolescentes en moto o bicicleta, e incluso algunas parejas de jóvenes trabajadores llegaban a pie, pues cerca de allí había una parada de autobuses. Detrás de la torre de Pemex pensaban construir otro edificio, que finalmente no se hizo, y ahora sólo hay una explanada y más allá de la explanada se levantan unas barracas prefabricadas, actualmente vacías, que durante un tiempo ocuparon trabajadores de la empresa. Cada noche, a veces de forma provocadora, con la radio encendida a todo volumen, pero las más de las veces discretamente, los coches se alineaban en la explanada y los chicos que llegaban en motos o en bicis abrían las puertas desvencijadas de las barracas, en donde encendían linternas y velas y ponían música y a veces incluso preparaban la cena. Detrás de las barracas, en una ligera pendiente, se alzaba un bosque de pinos bajos que Pemex plantó allí cuando construyó la torre. Algunos chicos, buscando más intimidad, se internaban en el bosque provistos de mantas. Allí fue donde encontraron el cuerpo de Rosa López Larios. Fueron dos chicos de diecisiete años quienes lo hallaron. La chica creyó que era alguien que dormía, pero cuando la enfocaron con la linterna se dieron cuenta de que estaba muerta. La chica se puso a gritar y salió huyendo despavorida. El chico tuvo la suficiente entereza, o la mucha curiosidad, como para darle la vuelta al cuerpo y mirarle la cara a la muerta. Los gritos de la chica alertaron a los ocupantes de la explanada. De inmediato algunos coches se marcharon. En uno de los coches había un policía municipal, que fue quien dio parte del hallazgo y trató de evitar, inútilmente, la desbandada generalizada. Cuando llegó la policía sólo quedaban unos pocos adolescentes atemorizados y el policía municipal los tenía a todos encañonados. A las tres de la mañana apareció en el lugar de los hechos el judicial Ortiz Rebolledo y el policía Epifanio Galindo. Para entonces los otros policías habían conseguido que el policía municipal guardara su Taurus Magnum no reglamentaria y que se calmara. Epifanio interrogó en la explanada, apoyado en un coche patrulla, a la muchacha, mientras Ortiz Rebolledo subía hasta el bosquecillo a echarle una mirada al cadáver. Rosa López había muerto debido a las múltiples heridas de arma blanca que también destrozaron su blusa y su jersey. No tenía ningún papel que la identificara, por lo que al principio se la catalogó como desconocida. Dos días después, sin embargo, y tras aparecer su foto en los tres periódicos de Santa Teresa, una mujer que dijo ser su prima la identificó como Rosa López Larios y dijo a la policía todo lo que sabía, incluyendo la dirección de la occisa, sita en la calle San Mateo, en la colonia Las Flores. La torre de Pemex estaba cerca de la carretera a Cananea, la cual, sin estar próxima a la colonia Las Flores, tampoco estaba excesivamente lejos, por lo que cabía la posibilidad de que la víctima se hubiera dirigido hacia ese lugar caminando o en autobús, tal vez a una cita. Rosa López Larios vivía con dos amigas, trabajadoras veteranas como ella de diversas maquiladoras instaladas en el Parque Industrial General Sepúlveda. Las amigas dijeron que Rosa tenía un novio, un tal Ernesto Astudillo, natural del estado de Oaxaca, que trabajaba repartiendo refrescos para la Pepsi. En el almacén de refrescos de la Pepsi dijeron que, en efecto, allí trabajaba un tal Astudillo, como peón cargador en el camión que hacía la ruta de la colonia Las Flores hasta la colonia Kino, pero que desde hacía cuatro días no se presentaba a su puesto de trabajo, por lo que, en lo que respecta a la empresa, ya se podía dar por despedido. Localizada su vivienda, se procedió a un allanamiento legal, pero en el sitio sólo se hallaba un amigo del tal Astudillo, el cual compartía con aquél la vivienda, una casucha de menos de veinte metros cuadrados. Interrogado el amigo, resultó que Astudillo tenía un primo o un amigo al que quería como a un primo carnal, que se dedicaba al oficio de pollero. El caso se fue a la chingada, dijo Epifanio Galindo. Se buscó, no obstante, entre los polleros, al amigo de Astudillo, pero en este gremio el silencio es la norma y no se sacó nada en claro. Ortiz Rebolledo abandonó el caso. Epifanio siguió otras líneas de investigación. Se preguntó qué pasaría si Astudillo estuviera muerto. Si hubiera muerto, por ejemplo, tres días antes de que los chicos descubrieran el cuerpo de su novia. Se preguntó qué fue a buscar, a quién fue a buscar Rosa López Larios a la torre de Pemex, el día o la noche que la mataron. El caso, efectivamente, se había ido a la chingada.
La segunda muerta de diciembre fue Ema Contreras, pero esta vez fue fácil dar con el asesino. Ema Contreras vivía en la calle Pablo Cifuentes, en la colonia Álamos. Una noche los vecinos oyeron gritar a un hombre. Según contaron después, daba la impresión de que el hombre estaba solo y se había vuelto loco. A eso de las dos de la mañana el hombre dejó de perorar y se calló. La casa entonces se sumió en el silencio general. A eso de las tres de la mañana dos balazos despertaron a los vecinos. La casa tenía las luces apagadas, pero nadie tuvo la menor duda de que el ruido procedía de allí. Luego siguieron otros dos balazos y oyeron a alguien que lanzó un grito. Al cabo de unos minutos vieron salir a un hombre, subirse a un coche aparcado delante de la casa y desaparecer. Uno de los vecinos llamó a la policía. Un coche patrulla se presentó sobre las tres y media de la mañana. La puerta de la casa estaba abierta de par en par y los policías no dudaron en penetrar en su interior. En el dormitorio más grande encontraron el cuerpo de Ema Contreras, atado de pies y manos, y con cuatro balazos, dos de los cuales le destrozaron el rostro. El caso lo llevó el judicial Juan de Dios Martínez, quien tras personarse a las cuatro de la mañana en el lugar de los hechos y revisar la vivienda no tardó en llegar a la conclusión de que el asesino era el conviviente (o amasio) de la víctima, el policía Jaime Sánchez, el mismo que días antes y provisto de una Magnum Taurus brasileña había intentado evitar la desbandada de las parejas en la torre de Pemex. Se dio orden por radio de busca y captura. A las seis de la mañana lo encontraron en el bar Serafino’s. A esa hora el Serafino’s estaba cerrado, pero en su interior se desarrollaba una timba de póquer. Junto a la mesa de los jugadores y espectadores, en la barra, un grupo de gente de la noche, en donde había más de un policía, se dedicaba a beber y platicar. Jaime Sánchez estaba en este grupo. Cuando recibió el dato, Juan de Dios Martínez dio orden de rodear el local y no dejarlo salir bajo ningún concepto, pero también dio orden para que nadie entrara hasta que él llegara. Jaime Sánchez hablaba de mujeres cuando vio que el judicial entraba en el local acompañado por dos policías más. Siguió hablando. En la timba, junto a los espectadores, estaba el judicial Ortiz Rebolledo, quien al ver a Juan de Dios se levantó y le preguntó qué le traía por allí a esas horas. Vengo a detener a alguien, le dijo Juan de Dios, y Ortiz Rebolledo lo miró con una gran sonrisa de oreja a oreja. ¿Tú y estos dos?, dijo. Y luego: no seas ojete, ¿por qué no te vas a mamar verga a otro lado? Juan de Dios Martínez lo miró entonces como si no lo conociera, se lo sacó de encima y llegó hasta donde estaba Jaime Sánchez. Desde allí alcanzó a ver que Ortiz Rebolledo retenía del brazo a uno de los dos policías, el cual no dejaba de hablar. Seguramente le está contando a quién vengo a detener, pensó Juan de Dios. Jaime Sánchez se entregó sin oponer resistencia. Juan de Dios buscó debajo de su chaqueta hasta dar con la sobaquera y la Magnum Taurus. ¿Con ésta la mataste?, le preguntó. Me azoté y perdí el control, dijo Sánchez. No me humilles delante de mis amigos, añadió. Me pelan los dientes tus amigos, dijo Juan de Dios mientras le ponía las esposas. Cuando abandonaron el local la partida de póquer se reanudó como si nada.
En enero de 1996 Klaus Haas volvió a reunir a la prensa. Esta vez no acudieron tantos periodistas como la primera, pero los que se presentaron en la cárcel de Santa Teresa no encontraron ningún estorbo para el normal desarrollo de su trabajo. Haas les preguntó a los periodistas cómo era posible que estando el asesino (es decir él) encarcelado, se siguieran cometiendo asesinatos. Habló, sobre todo, del nudo con que fue atada Michelle Requejo, idéntico al nudo que tenía Estrella Ruiz Sandoval, la única de las muertas que, según Haas, tuvo un trato directo con él, debido, puntualizó, a su interés por la informática y las computadoras. El periódico La Razón, donde trabajaba Sergio González, envió a un periodista novato de nota roja, que leyó el dossier del caso en el avión que lo llevó a Hermosillo. En el dossier estaban las crónicas de Sergio González, el cual se quedó en el DF escribiendo una larga reseña sobre la nueva narrativa mexicana y latinoamericana. Antes de que enviaran al novato el jefe de nota roja subió los cinco pisos que lo separaban de cultura, pese a que casi nunca tomaba el ascensor, y le preguntó si quería ir. Sergio lo miró sin responderle y al final movió la cabeza negativamente. En enero, también, la filial santateresana del grupo Mujeres de Sonora por la Democracia y la Paz hizo una rueda de prensa, a la que asistieron únicamente dos periódicos de Santa Teresa, en la cual expusieron los tratos vejatorios y desconsiderados que sufrían los familiares de las mujeres muertas y enseñaron las cartas que sobre esta cuestión pensaban enviar al gobernador del estado, el licenciado José Andrés Briceño, del PAN, y a la Procuraduría General de la República. Cartas que nunca fueron contestadas. La sección santateresana del MSDP creció de tres militantes o simpatizantes a veinte. Enero de 1996, sin embargo, no fue un mal mes para la policía de la ciudad. Tres tipos murieron a balazos en un bar cercano a la vieja vía del tren, presumiblemente en un ajuste de cuentas entre narcos. El cadáver degollado de un centroamericano apareció en un paso utilizado por polleros. Un tipo gordito y chaparrito, que llevaba una corbata muy extraña, llena de arcos iris y de mujeres desnudas con cabezas de animales, se pegó un tiro en el paladar jugando a la ruleta rusa en un local nocturno de la Madero-Norte. Pero no se encontraron cadáveres de mujeres ni en los baldíos de la ciudad, ni en los aledaños, ni en el desierto.
A principios de febrero, sin embargo, una llamada anónima advirtió a la policía sobre un cuerpo abandonado en el interior de un viejo galpón ferroviario. El cuerpo, según dictaminó el forense, era de una mujer de aproximadamente treinta años, aunque visto así, a ojo, cualquiera hubiera podido echarle cuarenta. Tenía dos heridas de arma blanca de pronóstico mortal. También mostraba heridas profundas en los antebrazos. Según el forense, probablemente habían sido causadas por una daga, una daga grande, de hoja gruesa, como las que se ven en las películas norteamericanas. Preguntado al respecto, el forense aclaró que se refería a las películas norteamericanas del oeste y a las dagas de cazar osos. Es decir, una daga muy grande. Al tercer día de la investigación, el forense dio otra pista importante. La mujer muerta era una india. Podía ser una yaqui, pero él no lo creía, y podía ser una pima, pero él tampoco lo creía. Estaba la posibilidad de que fuera una india mayo, del sur del estado, pero francamente él tampoco lo creía. ¿Qué clase de india podía ser? Bueno, podía ser una seri, pero según el forense, por determinadas características físicas, era improbable que lo fuera. También podía ser una india pápago, lo cual resultaría de lo más natural, puesto que los pápagos son los indios geográficamente más cercanos a Santa Teresa, pero él pensaba que tampoco era una india pápago. Al cuarto día el forense, al cual sus alumnos empezaron a llamar el doctor Mengele de Sonora, dijo que la india asesinada, tras muchas cavilaciones y mediciones, era sin duda ninguna una india tarahumara. ¿Qué hacía una tarahumara en Santa Teresa? Probablemente trabajar de empleada doméstica en alguna casa de clase media o alta. O esperar turno para pasar a los Estados Unidos. La investigación se centró en los polleros orejas y en las casas cuyas gatas hubieran abandonado el puesto de trabajo de improviso. Pronto cayó en el olvido.
La siguiente muerta fue encontrada entre la carretera a Casas Negras y una vaguada sin nombre en donde abundaban los matorrales y las flores silvestres. Fue la primera muerta encontrada en marzo de 1996, mes funesto en el que se encontrarían cinco cadáveres más. Entre los seis policías que acudieron al lugar de los hechos estaba Lalo Cura. La muerta tenía diez años, aproximadamente. Su estatura era de un metro y veintisiete centímetros. Llevaba zapatillas de plástico transparente, atadas con una hebilla de metal. Tenía el pelo castaño, más claro en la parte que le cubría la frente, como si lo llevara teñido. En el cuerpo se apreciaron ocho heridas de cuchillo, tres a la altura del corazón. Uno de los policías se puso a llorar cuando la vio. Los tipos de la ambulancia bajaron a la vaguada y procedieron a atarla en la camilla, porque el ascenso podía ser accidentado y en un traspié dar con su cuerpito en el suelo. Nadie fue a reclamarla. Según declaró oficialmente la policía, no vivía en Santa Teresa. ¿Qué hacía allí? ¿Cómo había llegado allí? Eso no lo dijeron. Sus datos fueron enviados por fax a varias comisarías del país. De la investigación se encargó el judicial Ángel Fernández y el caso pronto se cerró.
Pocos días después, a la misma altura de la vaguada pero en el otro lado de la carretera a Casas Negras, fue encontrado el cadáver de otra niña, ésta de aproximadamente trece años de edad, muerta por estrangulamiento. Como la anterior víctima, tampoco llevaba encima ningún papel que ayudara a identificarla. Iba vestida con pantalones cortos, de color blanco, y una sudadera gris con el distintivo de un equipo de fútbol americano. Según el forense llevaba muerta por lo menos cuatro días, por lo que cabía la posibilidad de que ambos cadáveres hubieran sido arrojados el mismo día. Según Juan de Dios Martínez la idea era un poco rara, por decir algo suave, pues si el asesino tiró el primer cadáver en la vaguada tuvo por fuerza que dejar el vehículo no lejos de la carretera a Casas Negras, con el segundo cadáver en su interior, corriendo con ello el riesgo no sólo de que se detuviera un coche patrulla, sino incluso de que pasaran por allí unos desaprensivos y se lo robaran, y lo mismo podía decirse en el supuesto de que hubiera arrojado el primer cadáver en el otro lado de la carretera, es decir cerca del poblado llamado El Obelisco, que ni era propiamente un poblado ni tampoco llegaba a colonia de Santa Teresa y que era más bien un refugio de los más miserables entre los miserables que cada día llegaban del sur de la república y que allí pasaban las noches e incluso morían, en casuchas que no consideraban sus casas sino una estación más en el camino hacia algo distinto o que al menos los alimentara. Algunos no lo llamaban El Obelisco sino El Moridero. Y en parte tenían razón, porque allí no había ningún obelisco y en cambio la gente se moría mucho más rápido que en otros lugares. Pero había habido un obelisco, cuando los límites de la ciudad eran otros, más reducidos, y Casas Negras era un poblado, digamos, independiente. Un obelisco de piedra, o mejor dicho, tres piedras, una sobre otra, que formaban una figura nada estilizada, pero que con imaginación o con sentido del humor podía uno considerar un obelisco primitivo o un obelisco dibujado por un niño que recién aprende a dibujar, un bebé monstruoso que vivía en las afueras de Santa Teresa y que se paseaba por el desierto comiendo alacranes y lagartos y que nunca dormía. Lo más práctico, pensó Juan de Dios Martínez, era deshacerse de los dos cadáveres en el mismo lugar, primero uno y luego otro. Y no arrastrar el primer cadáver hasta la vaguada que quedaba demasiado lejos de la carretera, sino arrojarlo allí mismo, unos metros más allá del arcén. Y lo mismo con el segundo cadáver. ¿Por qué caminar hasta las afueras de El Obelisco, con el riesgo que eso incluía, pudiendo tirarlo en cualquier otro lugar? A menos, se dijo, que en el coche viajaran tres asesinos, uno para conducir y los otros dos para deshacerse rápidamente de las niñas muertas, que apenas pesaban y que, llevadas entre dos, seguramente era como cargar una valija pequeña. La elección de El Obelisco, entonces, adquiría otra luz, otros contornos. ¿Pretendían los asesinos que la policía desviara sus sospechas hacia los habitantes de aquel lago de casas de papel? ¿Pero entonces por qué no deshacerse de ambos cadáveres en aquel lugar? ¿En aras de la verosimilitud? ¿Y por qué no pensar que ambas niñas, acaso, vivían en El Obelisco? ¿En qué otro lugar de Santa Teresa podía haber niñas de diez años que nadie reclamara? ¿Entonces los asesinos no tenían coche? ¿Cruzaron la carretera con la primera niña hasta la vaguada cercana a Casas Negras y la dejaron allí tirada? ¿Y por qué, si se tomaron tantas molestias, no la enterraron? ¿Porque el suelo de la vaguada estaba endurecido y ellos no tenían herramientas? El caso lo llevó el judicial Ángel Fernández, quien realizó una redada en El Obelisco y detuvo a veinte personas. Cuatro de ellas ingresaron en prisión por delitos de robo comprobado. Otra murió en los calabozos de la comisaría n.º 2, según el forense, debido a una tuberculosis. Nadie se quiso inculpar de ninguna de las dos muertes.
Una semana después del hallazgo del cadáver de la niña de trece años en los alrededores de El Obelisco, fue hallado el cuerpo sin vida de una muchacha de aproximadamente dieciséis años a un lado de la carretera a Cananea. La muerta medía casi un metro sesenta y tenía el pelo negro y largo y era de complexión delgada. Sólo tenía un herida de arma blanca, en el abdomen, profunda, que literalmente le había atravesado el cuerpo. Pero la muerte, según dictamen del forense, se produjo por estrangulamiento y rotura del hueso hioides. Desde el sitio donde se encontró el cadáver se podía ver una sucesión de lomas bajas y casas desperdigadas de color amarillo o blanco, de techos bajos, y algún que otro galpón industrial en donde las maquiladoras guardaban sus componentes de reserva, y caminos que salían de la carretera y que se deshacían como sueños, sin motivo ni causa. La víctima, según la policía, probablemente era una autoestopista que se dirigía a Santa Teresa y a la que habían violado. Vanos fueron todos los intentos de identificarla y el caso se cerró.
Casi al mismo tiempo fue hallado el cadáver de otra muchacha, de aproximadamente dieciséis años, acuchillada y mutilada (aunque las mutilaciones tal vez fueron obra de los perros del lugar), en las faldas del cerro Estrella, en el noreste de la ciudad, a muchos kilómetros de donde aparecieron las tres primeras víctimas de marzo. De complexión delgada y pelo negro y largo, la muerta, dijeron algunos policías, parecía la hermana gemela de la presunta autoestopista encontrada en la carretera de Cananea. Como ésta, tampoco llevaba ningún papel que facilitara su identificación. En la prensa de Santa Teresa se habló de las hermanas malditas, y luego, recogiendo la versión de los policías, de las gemelas infaustas. El caso lo llevó el judicial Carlos Marín y no tardó en clasificarse como caso no resuelto.
Cuando ya finalizaba marzo, el mismo día, fueron encontradas las dos últimas víctimas. La primera se llamaba Beverly Beltrán Hoyos. Tenía dieciséis años y trabajaba en una maquiladora del Parque Industrial General Sepúlveda. Su desaparición se produjo tres días antes del hallazgo del cadáver. Su madre, Isabel Hoyos, se presentó en una comisaría del centro y tras esperar cinco horas fue atendida y su denuncia, aunque de mala gana, fue redactada y firmada y pasó al siguiente trámite. Beverly, al contrario que las anteriores víctimas de marzo, tenía el pelo castaño. En lo demás había algunas similitudes: de complexión delgada, un metro sesentaidós de estatura, el pelo largo. Su cuerpo fue encontrado por unos niños en unos baldíos al oeste del Parque Industrial General Sepúlveda, un lugar de difícil acceso en coche. El cadáver presentaba diversas heridas de arma en zona torácica y abdominal. Había sido violada vaginal y analmente y luego vestida por sus asesinos, pues la ropa, la misma que llevaba cuando desapareció, no mostraba ni un solo desgarrón ni agujero o quemadura de bala. El caso lo llevó el judicial Lino Rivera, quien inició y agotó sus pesquisas interrogando a las compañeras de trabajo y tratando de encontrar a un novio inexistente. No se rastreó la zona del crimen ni nadie tomó moldes de las numerosas huellas que había en el lugar.
La segunda víctima de aquel día y la última del mes de marzo fue hallada en un lote baldío al oeste de la colonia Remedios Mayor y del basurero clandestino El Chile y al sur del Parque Industrial General Sepúlveda. Según el judicial José Márquez, a quien le fue encargado el caso, era muy atractiva. Tenía las piernas largas y el cuerpo delgado aunque no flaco, el pecho abundante, la cabellera por debajo de los hombros. Tanto la vagina como el ano mostraban señales de abrasiones. Después de ser violada la acuchillaron hasta matarla. Según el forense, la mujer debía de tener entre dieciocho y veinte años. No tenía papeles que facilitaran su identificación y nadie acudió a reclamar el cadáver, por lo que su cuerpo fue enterrado, tras una espera prudencial, en la fosa común.
El dos de abril, en el programa de Reinaldo, apareció Florita Almada acompañada de algunas activistas del MSDP. Florita Almada dijo que ella estaba allí sólo para presentar a esas mujeres, que tenían algo importante que decir. Acto seguido las activistas del MSDP hablaron de la impunidad que se vivía en Santa Teresa, de la desidia policial, de la corrupción y del número de mujeres muertas que crecía sin parar desde el año 1993. Luego dieron las gracias al amable público y a nuestra amiga Florita Almada y se despidieron no sin antes emplazar al gobernador del estado, el licenciado José Andrés Briceño, a poner remedio a esta situación insostenible en un país donde dizque se respetaban los derechos humanos y la ley. El director de la cadena llamó a Reinaldo y a punto estuvo de suspenderlo. Reinaldo tuvo un ataque de nervios y le dijo que lo despidiera, si así se lo habían mandado. El director de la cadena lo llamó joto y agitador. Reinaldo se encerró en su camerino y estuvo hablando por teléfono con unas personas de Los Ángeles que tenían una emisora de radio y a quienes les hubiera gustado llevárselo. El productor del programa le dijo al director que mejor dejara a Reinaldo en paz. El director mandó a su secretaria a buscar a Reinaldo. Reinaldo no quiso ir y siguió hablando por teléfono. El chicano con el que estaba hablando le contó la historia de un asesino en serie de Los Ángeles, un tipo que sólo mataba homosexuales. Dios mío, dijo Reinaldo, aquí hay alguien que sólo mata mujeres. El tipo de Los Ángeles era un merodeador de los locales gay. Siempre hay gente así, dijo Reinaldo, lobos detrás del rebaño de ovejas. El tipo de Los Ángeles seducía a los homosexuales en los locales de homosexuales o en las calles donde solía agruparse la prostitución masculina y luego se los llevaba a alguna parte en donde los mataba. Era sanguinario como Jack el Destripador. Literalmente destazaba a sus víctimas. ¿Van a hacer una película sobre él?, preguntó Reinaldo. Ya la hicieron, dijo el chicano al otro lado del teléfono. ¿O sea que la policía lo detuvo? Claro, dijo el chicano. ¡Qué alivio!, dijo Reinaldo. ¿Y quiénes trabajan en la película? Keanu Reeves, dijo el chicano. ¿Keanu como asesino? No, como el policía que lo atrapa. ¿Y quién hace de asesino? Este rubio, ¿cómo se llama?, dijo el chicano, el que tiene el nombre igualito al del personaje de una novela de Salinger. Ay, yo no he leído a ese escritor, dijo Reinaldo. ¿No has leído a Salinger?, dijo el chicano. Pues no, dijo Reinaldo. Una enorme laguna en su vida, carnal, dijo el chicano. Yo es que últimamente sólo leo a escritores gay, dijo Reinaldo. A ser posible, escritores gay que tengan una cultura literaria similar a la mía. Eso ya me lo explicarás en LA, dijo el chicano. Cuando colgaron Reinaldo cerró los ojos y se imaginó viviendo en un barrio de grandes palmeras, con chalets pequeños pero bonitos y vecinos aspirantes a actores, a quienes él entrevistaría mucho antes de que alcanzaran la fama. Luego habló con el productor del programa y el director de la cadena y ambos, en la puerta de su camerino, le pidieron que se olvidara del asunto y que siguiera. Reinaldo dijo que se lo iba a pensar, que tenía otras ofertas. Esa noche dio una fiesta en su departamento y ya de madrugada unos amigos propusieron irse a la playa a ver el amanecer. Reinaldo se encerró en su dormitorio y llamó a Florita Almada. Al tercer timbrazo contestó la vidente. Reinaldo le preguntó si la había despertado. Florita Almada le dijo que sí pero que no importaba pues estaba soñando con él. Reinaldo le pidió que le contara el sueño. Florita Almada habló de una lluvia de aerolitos en una playa de Sonora y describió a un niño parecido a él. ¿Y ese niño miraba caer los aerolitos?, preguntó Reinaldo. Así es, dijo Florita Almada, miraba la lluvia de aerolitos mientras el mar le acariciaba las pantorrillas. Qué bonito, dijo Reinaldo. A mí también me lo pareció, dijo Florita Almada. Pero es que es muy bonito tu sueño, Florita, dijo Reinaldo. Sí, dijo ella.
El programa de Florita Almada y las mujeres del MSDP fue visto por mucha gente. Elvira Campos, la directora del hospital psiquiátrico de Santa Teresa, lo vio y se lo comentó a Juan de Dios Martínez, que no lo había visto. Don Pedro Rengifo, el antiguo patrón de Lalo Cura, que vivía casi sin salir de su rancho en las afueras de Santa Teresa, también lo vio, pero no lo comentó con nadie aunque su hombre de confianza, Pat O’Bannion, estaba sentado junto a él. El Tequila, uno de los amigos de Klaus Haas, lo vio en el penal de Santa Teresa y se lo comentó a Haas, aunque éste no le dio importancia. No tiene ninguna importancia lo que digan o piensen esas viejas sangronas, dijo. El asesino sigue matando y yo estoy encerrado. Eso es un hecho incontrovertible. Alguien debería pensar en eso y sacar conclusiones. Esa misma noche, mientras dormía en su celda, Haas dijo: el asesino está afuera y yo estoy adentro. Pero va a venir a esta puta ciudad alguien peor que yo y peor que el asesino. ¿Oyes sus pasos que se acercan? ¿Oyes sus pasos? Cállese de una chingada vez, güero, dijo Farfán desde su camastro. Haas se calló.
La primera semana de abril se encontró el cuerpo de otra mujer muerta en los baldíos que se extienden al este de los viejos almacenes ferroviarios. La muerta carecía de identificación, salvo una tarjeta sin fotografía que la acreditaba como trabajadora de la maquiladora Dutch&Rhodes, a nombre de Sagrario Baeza López. El cuerpo presentaba múltiples heridas de arma blanca, así como señales de haber sido violado. Tenía aproximadamente veinte años. Tras presentarse la policía en las oficinas de Dutch&Rhodes, resultó que la operaria Sagrario Baeza López estaba viva. Después de ser interrogada declaró que no conocía, ni siquiera de vista, a la muerta. Que su tarjeta la había perdido hacía por lo menos seis meses. Y, finalmente, que llevaba una vida ordenada, dedicada al trabajo y a su familia, con la que vivía en la colonia Carranza, y que nunca había tenido problemas con la justicia, lo que fue corroborado por algunas de sus compañeras de trabajo. En los archivos de Dutch&Rhodes, en efecto, se encontró la fecha exacta en que le fue entregada la nueva tarjeta a Sagrario Baeza, con la admonición de que esta vez tuviera más cuidado y no la perdiera. ¿Qué hacía la muerta con la tarjeta de identificación laboral de otra persona?, se preguntó el judicial Efraín Bustelo. Durante unos días se investigó el personal de Dutch&Rhodes, por si la muerta era otra de las trabajadoras de la empresa, pero las únicas mujeres que se habían ido no coincidían con las características físicas de la muerta. Tres de ellas, de edades comprendidas entre los veinticinco y treinta años, optaron por cruzar a los Estados Unidos. Otra, una mujer gorda chaparra, había sido despedida por intentar crear un sindicato. El caso se cerró sin ruido.
La última semana de abril se encontró otra mujer muerta. Según el forense, antes de morir había sido golpeada en todo el cuerpo. La muerte, sin embargo, se produjo por estrangulamiento y rotura del hueso hioides. El cadáver fue encontrado en el desierto, a unos cincuenta metros de una carretera secundaria que va hacia el este, hacia las montañas, en un lugar donde no era extraño ver aterrizar de vez en cuando las avionetas de los señores de la droga. Del caso se encargó el judicial Ángel Fernández. La muerta no tenía papeles que la identificaran y su desaparición no aparecía en registro alguno de ninguna comisaría de Santa Teresa. Su foto no salió en los periódicos, pese a que la policía facilitó tres copias de su rostro mutilado a El Heraldo del Norte, La Voz de Sonora y La Tribuna de Santa Teresa.
En mayo de 1996 no se encontraron más cadáveres de mujeres. Lalo Cura participó en una investigación sobre coches robados, que se saldó con cinco detenciones. Epifanio Galindo fue a la cárcel a visitar a Haas. La conversación fue breve. El presidente municipal de Santa Teresa declaró a la prensa que la ciudadanía podía estar tranquila, que el asesino estaba preso y que los asesinatos de mujeres cometidos posteriormente eran obra de delincuentes comunes. Juan de Dios Martínez se encargó de un caso de lesiones y robo. En dos días capturó a los culpables. En la cárcel de Santa Teresa se suicidó un preso preventivo de veintiún años. El cónsul norteamericano Conan Mitchell se fue a cazar al rancho que poseía en las estribaciones de la Sierra el empresario Conrado Padilla. Allí también estaban sus amigos, el rector de la universidad Pablo Negrete y el banquero Juan Salazar Crespo, y un tercer personaje al que nadie conocía, un tipo gordo y de corta estatura, de pelo rojo, y que no salió ni un solo día a cazar con ellos pues manifestó que las armas lo ponían nervioso y que además estaba enfermo del corazón, llamado René Alvarado. Este tal René Alvarado era de Guadalajara y según les contó se dedicaba a negocios bursátiles. Por la mañana, mientras ellos salían a cazar, Alvarado se envolvía en una manta y se sentaba en un sillón en la terraza, de cara a las montañas, siempre en compañía de un libro.
En junio fue asesinada una bailarina del bar El Pelícano. Según los testigos presenciales, la bailarina estaba en el salón, bailando semidesnuda, cuando apareció su esposo, Julián Centeno, quien sin cruzar una sola palabra con la víctima le descerrajó cuatro balazos. La bailarina, conocida con el nombre de Paula o de Paulina, aunque en otros locales de Santa Teresa también se la conocía con el nombre de Norma, cayó fulminada y no recuperó la conciencia, pese a que dos de sus compañeras intentaron reanimarla. Cuando llegó la ambulancia estaba muerta. El caso lo llevó el judicial Ortiz Rebolledo, quien de madrugada se presentó en el domicilio de Julián Centeno, hallándolo vacío y con claras señales de una huida apresurada. El tal Julián Centeno tenía cuarentaiocho años y la bailarina, según sus compañeras de trabajo, no pasaba de los veintitrés. Él era de Veracruz y ella del DF y habían llegado a Sonora hacía un par de años. Según la bailarina, estaban legalmente casados. Al principio, nadie supo decir cómo se apellidaba la tal Paula o Paulina. En su casa, un departamento de reducidas dimensiones y pocos muebles sito en la calle Lorenzo Covarrubias 79, en la colonia Madero-Norte, no se encontraron papeles que aclararan la identidad de la víctima. Cabía la posibilidad de que Centeno los hubiera quemado, pero Ortiz Rebolledo se inclinó por la posibilidad de que la tal Paulina hubiera vivido todos esos últimos años sin un solo papel que diera fe de su vida, algo no poco usual en algunas cabareteras y en algunas putas nómades. Un fax del Registro de Identificación Policial del DF, sin embargo, les dijo que Paulina se llamaba Paula Sánchez Garcés. En su prontuario se consignaban varias detenciones por prostitución, oficio al que al parecer se dedicaba desde los quince años. Según sus compañeras de El Pelícano, la víctima se había enamorado recientemente de un cliente, un tipo del que sólo sabían el nombre de pila, Gustavo, y que pensaba dejar a Centeno para irse a vivir con aquél. La búsqueda de Centeno fue infructuosa.
Pocos días después del asesinato de Paula Sánchez Garcés apareció cerca de la carretera a Casas Negras el cadáver de una joven de diecisiete años, aproximadamente, de un metro setenta de estatura, pelo largo y complexión delgada. El cadáver presentaba tres heridas por arma punzocortante, abrasiones en las muñecas y en los tobillos, y marcas en el cuello. La muerte, según el forense, se debió a una de las heridas de arma blanca. Iba vestida con una camiseta roja, sostén blanco, bragas negras y zapatos de tacón rojos. No llevaba pantalones ni falda. Tras practicársele un frotis vaginal y otro anal, se llegó a la conclusión de que la víctima había sido violada. Posteriormente un ayudante del forense descubrió que los zapatos que llevaba la víctima eran por lo menos dos números más grandes que los que ésta calzaba. No se encontró identificación de ningún tipo y el caso se cerró.
A finales de junio se encontró el cadáver de otra desconocida, a la salida de la colonia El Cerezal, cerca de la carretera a Pueblo Azul. El cuerpo, perteneciente a una mujer de aproximadamente veintiún años, estaba literalmente cosido a puñaladas. Más tarde el forense contaría veintisiete, sumando las heridas leves y las graves. Al día siguiente del hallazgo del cadáver se presentaron en la comisaría los padres de Ana Hernández Cecilio, de diecisiete años, desaparecida hacía una semana, quienes reconocieron a la muerta como su hija. Tres días después, sin embargo, cuando la presunta Ana Hernández Cecilio ya había sido enterrada en el cementerio de Santa Teresa, apareció en la comisaría la verdadera Ana Hernández Cecilio, quien dijo que se había fugado con su novio. Los dos seguían viviendo en Santa Teresa, en la colonia San Bartolomé, y ambos trabajaban en una maquiladora del Parque Industrial Arsenio Farrel. Los padres de Ana Hernández corroboraron la declaración de su hija. Se ordenó entonces la exhumación del cadáver encontrado en la carretera a Pueblo Azul y prosiguieron las investigaciones, a las que se destinó a los judiciales Juan de Dios Martínez y Ángel Fernández y al policía de Santa Teresa Epifanio Galindo. Este último se dedicó a recorrer la colonia Maytorena y la colonia El Cerezal, acompañado de un viejo abarrotero que había sido policía. De esta forma se enteró de que un tal Arturo Olivárez había sido abandonado por su mujer. Lo raro era que la mujer no se había llevado a sus hijos, un niño de dos años y una niña de sólo unos meses. Mientras seguía otras pistas, Epifanio le pidió al abarrotero ex policía que lo mantuviera informado de los movimientos del tal Olivárez. Así supo que a veces visitaba al sospechoso un tal Segovia, que resultó ser primo carnal de Olivárez. Segovia vivía en una colonia del oeste de Santa Teresa y no tenía oficio conocido. Hasta hacía un mes, rara vez se presentaba en la colonia Maytorena. Pusieron a Segovia bajo vigilancia y encontraron un par de testigos que dijeron haberlo visto volver a casa con manchas de sangre en la camisa. Los testigos eran vecinos de Segovia y no tenían buenas relaciones. Segovia se ganaba la vida haciendo de intermediario en las peleas de perros que se celebraban en algunos patios de la colonia Aurora. Juan de Dios Martínez y Ángel Fernández entraron en la casa de Segovia cuando éste no estaba. No encontraron nada que lo incriminara directamente en el asesinato de la desconocida de la carretera a Pueblo Azul. Le preguntaron a un policía que tenía perros de lucha si conocía a Segovia. La respuesta del policía fue afirmativa. Le encargaron que lo vigilara. Dos días más tarde el policía les dijo que últimamente Segovia no se limitaba a hacer de intermediario sino que apostaba. Por supuesto, lo perdía todo, pero al cabo de una semana volvía a apostar. Alguien le está pasando dinero, dijo Ángel Fernández. Siguieron a Segovia. Cada semana, como mínimo, iba a ver a su primo. Epifanio Galindo siguió a Olivárez. Descubrió que estaba vendiendo las cosas de la casa. Olivárez se piensa largar, dijo Epifanio. Los domingos jugaba al fútbol con un equipo del barrio. El campo de fútbol estaba situado en unos terrenos junto a la carretera a Pueblo Azul. Cuando Olivárez vio que se acercaban los policías, dos vestidos de paisano y tres de uniforme, dejó de jugar y los esperó sin salir de la cancha, como si ésta fuera un espacio mental que lo protegería de cualquier desventura. Epifanio le preguntó su nombre y le puso las esposas. Olivárez no se resistió. Los otros jugadores y la treintena de espectadores que contemplaban el partido se quedaron inmovilizados. El silencio, le contaría esa noche Epifanio a Lalo Cura, era total. Con un gesto, el policía señaló el desierto que se extendía al otro lado de la carretera y le preguntó si la había matado allí o en su casa. Allí mero, dijo Olivárez. Los niños estaban con la mujer de un amigo de Olivárez que los cuidaba los domingos de fútbol. ¿Lo hiciste solo o te ayudó tu primo? Me ayudó, dijo Olivárez, pero no mucho.
Toda vida, le dijo esa noche Epifanio a Lalo Cura, por más feliz que sea, acaba siempre en dolor y sufrimiento. Depende, dijo Lalo Cura. ¿Depende de qué, buey? De muchas cosas, dijo Lalo Cura. Si te pegan un balazo en la nuca, por ejemplo, y el pinche asesino se acerca sin que lo escuches, te vas al otro mundo sin dolor y sin sufrimiento. Pinche escuincle, dijo Epifanio. ¿A ti te han pegado muchos tiros en la nuca?
La muerta se llamaba Erica Mendoza. Era madre de dos hijos de corta edad. Tenía veintiún años. Su marido, Arturo Olivárez, era un tipo celoso y solía maltratarla. La noche en que Olivárez decidió matarla se hallaba borracho y en compañía de su primo. Veían un partido de fútbol en la tele y hablaban de deporte y de mujeres. Erica Mendoza no veía la tele pues estaba preparando la comida. Los niños dormían. De pronto Olivárez se levantó, cogió un cuchillo y le pidió a su primo que lo acompañara. Entre ambos condujeron a Erica hasta el otro lado de la carretera a Pueblo Azul. Según Olivárez, la mujer al principio no protestó. Luego se internaron en el desierto y procedieron a violarla. Primero la violó Olivárez. Luego éste le dijo a su primo que hiciera lo mismo, a lo que el primo al principio se negó. La actitud de Olivárez, sin embargo, lo convenció de que oponerse podía ser fatal. Tras ser violada por ambos Olivárez comenzó a asestarle puñaladas a su mujer. Luego, con las manos, cavaron un agujero a todas luces insuficiente y allí dejaron el cuerpo de la víctima. De vuelta en la casa Segovia temió que Olivárez la emprendiera con él o con los niños, pero éste parecía haberse sacado un peso de la espalda y se le veía relajado, al menos tan relajado como las circunstancias lo permitían. Siguieron viendo la tele y después cenaron y al cabo de tres horas Segovia se marchó a su casa. El trayecto que tuvo que hacer Segovia fue largo y accidentado debido a la hora. Caminó tres cuartos de hora hasta la colonia Madero, en donde esperó media hora la llegada del autobús Avenida Madero-Avenida Carranza. Se bajó en la colonia Carranza y caminó en dirección norte, atravesando la colonia Veracruz y la colonia Ciudad Nueva hasta llegar a la avenida Cementerio, desde donde caminó en línea recta hacia su casa de la colonia San Bartolomé. En total, más de cuatro horas. Cuando llegó ya había amanecido aunque por ser domingo había poca gente en las calles. El feliz desenlace del caso Erica Mendoza le dio un margen de confianza a la policía de Santa Teresa en los medios de comunicación.
En los medios de comunicación del estado de Sonora, pues en el DF un grupo feminista llamado Mujeres en Acción (MA) salió en un programa de la tele denunciando el goteo incesante de muertes en Santa Teresa y pidiendo al gobierno el envío de policías del DF para resolver la situación, ya que la policía de Sonora era incapaz, cuando no cómplice, para enfrentarse a un problema que a todas luces la excedía. En el mismo programa se trató el tema del asesino en serie. ¿Detrás de las muertes había un asesino en serie? ¿Dos asesinos en serie? ¿Tres? El conductor del programa mencionó a Haas, que estaba en prisión y cuya fecha de juicio aún no se había fijado. Las Mujeres en Acción dijeron que Haas, probablemente, era un chivo expiatorio y retaron al conductor del programa a que mencionara una sola prueba de peso contra él. También hablaron del MSDP, las feministas de Sonora, unas compañeras cuyo trabajo solidario y reivindicativo se hacía en las condiciones más adversas, y descalificaron a la vidente que había aparecido junto a ellas en un programa televisivo regional, una viejita sin mayor trascendencia que al parecer quería explotar los crímenes en beneficio propio.
A veces Elvira Campos tenía la sospecha de que todo México se había vuelto loco. Cuando vio en la tele a las mujeres del MA reconoció a una de éstas como una antigua compañera de universidad. Estaba cambiada, mucho más vieja, pensó con estupor, con más arrugas, con las mejillas caídas, pero se trataba de la misma persona. La doctora González León. ¿Aún ejercería la medicina? ¿Y por qué ese desdén hacia la vidente de Hermosillo? A la directora del centro psiquiátrico de Santa Teresa le dieron ganas de preguntarle más cosas acerca de los crímenes a Juan de Dios Martínez, pero supo que hacerlo era como estrechar la relación, entrar, juntos, en una habitación cerrada de la que sólo ella tenía la llave. A veces Elvira Campos pensaba que lo mejor sería irse de México. O suicidarse antes de cumplir los cincuentaicinco. ¿Tal vez los cincuentaiséis?
En julio se encontró el cadáver de una mujer a unos quinientos metros del arcén de la carretera a Cananea. La víctima estaba desnuda y según Juan de Dios Martínez, que se encargó del caso hasta que fue sustituido por el judicial Lino Rivera, el asesinato se produjo allí mismo, pues en la mano cerrada de la víctima se encontró zacate, que era lo único que crecía en aquella zona. Según el forense, la muerte se debía a traumatismo craneoencefálico o a tres heridas punzocortantes en el tórax, sin poder dar una respuesta concluyente ya que el estado de putrefacción del cadáver no permitía hacerlo sin estudios patológicos posteriores. Dichos estudios fueron realizados por tres alumnos de medicina forense de la Universidad de Santa Teresa y sus conclusiones se perdieron tras ser archivadas. La víctima tenía entre quince y dieciséis años. Nunca fue identificada.
Poco después, cerca de la línea fronteriza, en un sitio similar al que fue hallado Lucy Ann Sander, los judiciales Francisco Álvarez y Juan Carlos Reyes, adscritos a la brigada de estupefacientes, encontraron el cuerpo de una muchacha de aproximadamente diecisiete años. Interrogados por el judicial Ortiz Rebolledo, los estupas dijeron haber recibido una llamada telefónica desde el lado norteamericano, de unos cuates de la patrulla de fronteras, que les avisaban que cerca de la línea había algo raro. Álvarez y Reyes pensaron que podía tratarse de un paquete de cocaína, presumiblemente perdido por un grupo de ilegales, y acudieron al lugar indicado por los norteamericanos. Según el forense, la víctima tenía roto el hueso hioides, es decir había muerto estrangulada. Previamente fue sometida a abusos sexuales que incluían la violación anal y vaginal. Se revisaron las denuncias de desapariciones y la muerta resultó ser Guadalupe Elena Blanco. Había llegado a Santa Teresa hacía menos de una semana, en compañía de su padre, su madre y tres hermanos menores, procedentes de Pachuca. El día de su desaparición tenía una cita de trabajo en una maquiladora del Parque Industrial El Progreso y ya no volvió a aparecer. Según los empleados de la maquiladora, no se presentó a la cita. Ese mismo día los padres presentaron la denuncia de desaparición. Guadalupe era delgada, medía un metro sesentaitrés, tenía el pelo largo y negro. El día que acudió a la cita de trabajo en la maquiladora llevaba puesto un pantalón de mezclilla y una blusa de color verde oscuro, recién comprada.
Poco después, en un callejón que colindaba con la parte de atrás de un cine, apareció el cadáver apuñalado de Linda Vázquez, de dieciséis años. Según sus padres, Linda fue al cine acompañada por una amiga, María Clara Soto Wolf, de diecisiete años, compañera de colegio de la víctima. Interrogada en su domicilio por los judiciales Juan de Dios Martínez y Efraín Bustelo, María Clara declaró haber ido al cine con su amiga a ver una película de Tom Cruise. Acabada la función, María Clara se ofreció a llevar a Linda a su casa, pero ésta dijo que tenía una cita con su novio por lo que María Clara se marchó y Linda se quedó en la entrada del cine, mirando las fotos de las películas que se iban a exhibir en las semanas siguientes. Cuando María Clara volvió a pasar por el cine, ya a bordo de su coche, Linda aún seguía allí. Todavía no había oscurecido del todo. No hubo ninguna dificultad en localizar al novio, un muchacho de dieciséis años llamado Enrique Sarabia, el cual negó que tuviera una cita con Linda. No sólo sus padres, sino también la empleada de la casa y dos amigos estaban en disposición de testificar que aquel día Enrique no salió de su casa, en donde se dedicó a jugar con la computadora y luego a bañarse en la piscina. Por la noche llegaron dos parejas amigas de sus padres, quienes también podían corroborar su coartada. En los alrededores del cine nadie vio ni oyó nada, aunque por las heridas que exhibía el cuerpo de Linda era fácil deducir que ésta se había defendido. Juan de Dios Martínez y Efraín Bustelo decidieron aplicarle el tercer grado a la taquillera del cine. Ésta dijo que había visto a una muchacha que esperaba en la entrada y que poco después fue abordada por un muchacho que no parecía de su misma condición social. Le dio la impresión de que entre ambos había algo más que una relación amistosa. No pudo explicar nada más pues cuando no vendía boletos se dedicaba a leer en el interior de la taquillería. Más suerte tuvieron en una tienda de fotografía. El dueño estaba bajando las cortinas metálicas cuando vio a Linda y al desconocido. Por alguna razón pensó que se disponían a atracarlo y se dio prisa en poner el candado y marcharse. La descripción que dio del desconocido era bastante completa: un metro setentaicuatro, chamarra de mezclilla con un distintivo en la espalda, pantalones de mezclilla negros y botas rancheras. Los judiciales le preguntaron por la insignia de la espalda. El dueño de la tienda de fotografía dijo no recordarla muy bien, pero que le parecía una calavera. Juan de Dios Martínez le trajo un libro del grupo que se dedicaba a la lucha contra las bandas juveniles (dos policías que en ese momento habían sido trasladados a la brigada antidroga) y le enseñó más de veinte insignias. El tipo reconoció la que llevaba el desconocido sin dudarlo. Esa misma noche se montó un operativo que capturó a dos docenas de miembros de la banda de los Caciques. Tanto la taquillera como el dueño de la tienda reconocieron en la rueda de sospechosos a un tal Jesús Chimal, de dieciocho años, trabajador eventual en un taller de motos de la colonia Rubén Darío, con antecedentes por delitos menores. El interrogatorio de Chimal lo dirigió el jefe de policía en persona, acompañado por Epifanio Galindo y el judicial Ortiz Rebolledo. Al cabo de una hora Chimal confesó ser el asesino de Linda Vázquez. Según su historia, desde hacía tres semanas era novio de la víctima, a la que había conocido en un concierto de rock en las afueras de El Adobe. Chimal se enamoró de ella como no se había enamorado de nadie hasta entonces. Se veían a espaldas de los padres de Linda. En dos ocasiones Chimal había visitado su casa, mientras los padres estaban de viaje por California. Según Chimal, cada año los padres de Linda solían ir por lo menos una vez a Disneyland. Allí, en la casa solitaria, hicieron el amor por primera vez. La tarde del crimen Chimal invitó a Linda a otro concierto, éste en el Arenas, un local en donde también se celebraban combates de boxeo. Linda dijo que no podía ir. Caminaron un rato: dieron la vuelta a la manzana y luego entraron en el callejón. Allí esperaban los amigos de Chimal, cuatro hombres y una mujer, en el interior de un coche Peregrino negro acabado de robar. Linda conocía a la mujer y a otros dos. Hablaron del concierto. Fumaron marihuana. Linda también. Hablaron de una casa abandonada cerca de un ejido en donde ya no había campesinos. Uno de los muchachos propuso ir. Linda se negó. Alguien le recriminó algo a Linda. Alguien la acusó de algo. Linda quiso irse pero Chimal no la dejó. Le pidió que entrara en el coche y que hicieran el amor. Linda no quiso. Entonces Chimal y los otros empezaron a golpearla. Después, para que no dijera nada a sus padres, la acuchillaron. Esa misma noche, gracias a la información proporcionada por Chimal, detuvieron a los otros, menos a uno, el cual, según sus padres, se largó de Santa Teresa pocas horas después del crimen. Todos los detenidos reconocieron su culpabilidad.
A finales de julio unos niños encontraron los restos de Marisol Camarena, de veintiocho años, propietaria del cabaret Los Héroes del Norte. El cuerpo había sido introducido en un tambor de doscientos litros que contenía ácido corrosivo. Sólo quedaban sin disolverse las manos y los pies. Se logró su identificación gracias a los implantes de silicona. Dos días antes había sido secuestrada por diecisiete individuos, en su casa, que quedaba en los altos del cabaret. La sirvienta, Carolina Arancibia, de dieciocho años, consiguió escapar de una suerte presumiblemente similar, al esconderse en el desván de la casa en compañía de la hija de la occisa, una bebita de dos meses. Desde allí oyó a los hombres hablar, los oyó reírse, oyó gritos, insultos, el ruido de varios coches que arrancaban. El caso lo llevó el judicial Lino Rivera, que interrogó a varios clientes habituales del cabaret, pero los diecisiete raptores y asesinos jamás fueron encontrados.
Del uno al quince de agosto hubo una ola de calor y fueron halladas otras dos muertas. La primera se llamaba Marina Rebolledo y tenía trece años. Su cadáver se encontró detrás de la secundaria 30, en la colonia Félix Gómez, a pocos metros del edificio de la policía judicial del estado. Era morena y de pelo largo, de complexión delgada, y medía un metro y cincuentaiséis. Vestía la misma ropa que llevaba en el momento de su desaparición: shorts amarillos, blusa blanca, calcetas del mismo color y zapatos negros. La niña había salido de su casa, en la calle Mistula n.º 38, en la colonia Veracruz, a las seis de la mañana para acompañar a su hermana que trabajaba en una maquiladora del Parque Industrial Arsenio Farrel, y ya no regresó. Aquel mismo día sus familiares presentaron una denuncia de desaparición. Fueron detenidos dos amigos de la niña, de quince años y dieciséis años, pero al cabo de una semana de calabozo los soltaron a ambos. El quince de agosto fue hallado el cadáver de Angélica Nevares, de veintitrés años, más conocida por el apelativo de Jessica, cerca de un canal de aguas negras al oeste del Parque Industrial General Sepúlveda. Angélica Nevares vivía en la colonia Plata y era bailarina en el cabaret Mi Casita. También había trabajado como bailarina en el cabaret Los Héroes del Norte, cuya dueña Marisol Camarena no hacía mucho había sido hallada en el interior de un tambo de ácido. Angélica Nevares era natural de Culiacán, en el estado de Sinaloa, y desde hacía cinco años vivía en Santa Teresa. El día dieciséis de agosto la ola de calor remitió y empezó a soplar viento de las montañas, un poco más fresco.
El diecisiete de agosto fue encontrada en su habitación, colgando de una soga, la profesora Perla Beatriz Ochoterena, de veintiocho años y natural del pueblo de Morelos, casi en la frontera entre los estados de Sonora y Chihuahua. La profesora Ochoterena impartía clases en la secundaria 20 y era, según sus amigos y conocidos, una persona amable y serena. Vivía en un piso de la calle Jaguar, a dos calles de la avenida Carranza, que compartía con otras dos profesoras. En su habitación se encontraron muchos libros, sobre todo de poesía y ensayo, que la profesora Ochoterena compraba mediante pago a reembolso a librerías del DF o de Hermosillo. Según sus compañeras de piso se trataba de una mujer sensible e inteligente, que había empezado casi desde cero (Morelos, en Sonora, es un pueblo bonito pero pequeñísimo en donde virtualmente no hay nada salvo paisajes fotografiables) y que todo cuanto tenía lo había logrado mediante el trabajo y el tesón constante. También dijeron que le gustaba escribir y que una revista literaria de Hermosillo había publicado, bajo seudónimo, algunas poesías suyas. El caso lo llevó Juan de Dios Martínez y desde el primer vistazo no le cupo duda de que se trataba de un suicidio. En el escritorio de la profesora Ochoterena encontraron una carta, sin destinatario, en la que intentaba explicar que ya no soportaba más lo que ocurría en Santa Teresa. En la carta decía: todas esas niñas muertas. Era una carta sentida, pensó Juan de Dios, y también un poco cursi. En la carta decía: ya no lo soporto más. Decía: trato de vivir, como todo el mundo, ¿pero cómo? El judicial buscó entre los papeles de la profesora alguno de sus poemas, pero no encontró ninguno. Anotó varios títulos de su biblioteca. Preguntó a sus compañeras de piso si la profesora tenía novio. Las compañeras dijeron que nunca la habían visto con un hombre. La profesora Ochoterena era discreta hasta el punto de que a veces crispaba la paciencia de sus amigos. Parecía interesarse únicamente por sus clases, por sus alumnos, por sus libros. No tenía mucha ropa. Era aseada y trabajadora y nunca protestaba por nada. Juan de Dios preguntó qué querían decir con que nunca protestaba. Las compañeras de piso le pusieron un ejemplo: a veces ellas olvidaban hacer su parte de trabajo en la casa, como lavar los platos o barrer, cosas de ese tipo, y la profesora Ochoterena las hacía y luego no se lo echaba en cara. En realidad nunca echaba nada en cara, su vida parecía exenta de reproches y de recriminaciones.
El veinte de agosto fue encontrado en un despoblado cercano al cementerio del oeste el cuerpo de una nueva víctima. Tenía entre dieciséis y dieciocho años y no llevaba ningún tipo de documentación. El cuerpo fue encontrado desnudo, salvo una blusa blanca, envuelto en una vieja manta de color amarillo con estampados de elefantes negros y rojos. Tras el examen forense se dictaminó que la causa de la muerte fueron dos heridas punzocortantes en el cuello y otra muy cerca de la aurícula. En la primera declaración la policía afirmó que no había habido violación. Cuatro días después rectificaron y dijeron que sí había habido violación. El forense encargado de realizar la autopsia declaró a la prensa que ellos, el equipo de patólogos de la policía y de la Universidad de Santa Teresa, nunca tuvieron la menor duda sobre la violación y que así lo expresaron en el primer (y único) informe oficial redactado. El portavoz de la policía informó de que el malentendido se debía a un problema de interpretación de dicho informe. El caso lo llevó el judicial José Márquez y pronto se archivó. La desconocida fue enterrada en la fosa común la segunda semana de septiembre.
¿Por qué se suicidó la profesora Ochoterena? Según Elvira Campos, probablemente estaba deprimida. Tal vez empezaba a manifestarse en ella un brote psicótico. Seguramente era una mujer solitaria e hipersensible. Juan de Dios Martínez le leyó algunos de los títulos que había anotado al azar de su biblioteca. ¿Tú has leído alguno de estos libros?, le preguntó la directora. Juan de Dios admitió que ninguno. Son buenos libros, dijo la directora, algunos difíciles de encontrar, al menos aquí, en Santa Teresa. Se los hacía mandar del DF, dijo Juan de Dios.
La siguiente muerta fue Adela García Ceballos, de veinte años, trabajadora en la maquiladora Dun-Corp, asesinada a puñaladas en casa de sus padres. El homicida era Rubén Bustos, de veinticinco años, con quien hasta entonces Adela había convivido en la calle Taxqueña n.º 56, en la colonia Mancera, y con el cual tenía un hijo de un año. Desde hacía una semana la pareja iba mal y Adela se trasladó a vivir a casa de sus padres. Según Bustos, la mujer pensaba abandonarlo definitivamente por otro hombre. La captura de Bustos fue relativamente fácil. Éste se atrincheró en su vivienda de la colonia Mancera, pero sólo tenía un cuchillo para defenderse. El judicial Ortiz Rebolledo entró disparando en la casa y Bustos se refugió debajo de su cama. Los policías rodearon la cama, de la que Bustos no quería salir, y lo amenazaron con coserlo a balazos. Lalo Cura estaba en el grupo de policías. De vez en cuando el brazo de Bustos asomaba desde debajo de la cama, empuñando la misma daga con la que mató a Adela, y trataba de herirlos en los tobillos. Los policías se reían y daban saltos hacia atrás. Uno de ellos se puso de pie sobre la cama y Bustos trató de traspasar el colchón con el cuchillo para herirlo en las plantas de los pies. Uno de los policías, un tal Cordero, famoso en la comisaría n.º 3 por el tamaño de su verga, se puso a orinar apuntando directamente hacia debajo de la cama. Bustos vio cómo la orina corría por el suelo hasta llegar a donde estaba él y se puso a sollozar. Finalmente Ortiz Rebolledo se cansó de reírse y le dijo que si no salía lo mataba allí mismo. Los policías vieron un guiñapo que reptaba hacia afuera y lo arrastraron a la cocina. Allí uno de ellos llenó una olla de agua y se la arrojó encima. Ortiz Rebolledo cogió por el cuello a Cordero y le advirtió que si quedaba un rastro de olor a meado en su coche ya se encargaría él de hacérselo pagar. Cordero, aunque se estaba ahogando, se rió y le prometió que no pasaría. ¿Y si se mea él, jefe?, dijo. Yo sé distinguir el olor de cada meado, dijo Ortiz Rebolledo. La orina de este culero debe oler a miedo y la tuya jiede a tequila. Cuando Cordero entró en la cocina Bustos estaba llorando. Entre sollozos decía algo sobre su hijo. Hablaba de sus padres, aunque no se entendía si se refería a los padres de él o a los padres de Adela que fueron testigos del asesinato. Cordero llenó la olla de agua y se la echó encima con fuerza. Luego la volvió a llenar y se la volvió a arrojar. Las perneras de los dos policías que vigilaban a Bustos estaban mojadas, así como sus zapatos negros.
¿Qué era lo que la profesora no soportaba?, dijo Elvira Campos. ¿La vida en Santa Teresa? ¿Las muertes en Santa Teresa? ¿Las niñas menores de edad que morían sin que nadie hiciera nada para evitarlo? ¿Era suficiente eso para llevar a una mujer joven al suicidio? ¿Una universitaria se habría suicidado por esa razón? ¿Una campesina que había tenido que trabajar duro para llegar a ser profesora se habría suicidado por esa razón? ¿Una entre mil? ¿Una entre cien mil? ¿Una entre un millón? ¿Una entre cien millones de mexicanos?
En septiembre casi no hubo asesinatos de mujeres. Hubo peleas. Hubo tráfico y detenciones. Hubo fiestas y trasnochadas calientes. Hubo camiones cargados de cocaína que cruzaron el desierto. Hubo avionetas Cesna que volaron a ras del desierto como espíritus de indios católicos dispuestos a degollar a todo el mundo. Hubo conversaciones de oreja a oreja y risas y narcocorridos de fondo. El último día de septiembre, sin embargo, encontraron los cadáveres de dos mujeres por el rumbo de Pueblo Azul. El lugar donde fueron hallados era un sitio que usaban los motociclistas de Santa Teresa para echar carreras de motos. Las dos mujeres vestían ropa de andar por casa, una de ellas incluso llevaba puestas unas pantuflas y una bata. No encontraron en los cadáveres documentos que sirvieran para identificarlas. El caso lo llevó el judicial José Márquez y el judicial Carlos Marín, quienes por la marca de la ropa supusieron que podía tratarse de norteamericanas. Informada la policía de Arizona, finalmente las muertas resultaron ser las hermanas Reynolds, de Rillito, en las afueras de Tucson, Lola y Janet Reynolds, de treinta y cuarentaicuatro años respectivamente, ambas con antecedentes por tráfico de drogas. Márquez y Marín supusieron el resto: las hermanas dejaron a deber una compra, no mucho, pues nunca movieron demasiada droga, y luego se olvidaron de pagar. Tal vez tuvieron problemas de liquidez, tal vez se envalentonaron (según la policía de Tucson, Lola era una mujer de armas tomar), tal vez sus proveedores las fueron a buscar, llegaron de noche y las encontraron a punto de irse a la cama, tal vez cruzaron la frontera con ellas y ya en Sonora las mataron, o tal vez las mataron en Arizona, dos balazos en la cabeza cada una, medio dormidas aún, y luego cruzaron la frontera y las abandonaron cerca de Pueblo Azul.
En octubre se encontró el cuerpo de otra mujer en el desierto, al sur de Santa Teresa, entre dos pistas vecinales. El cuerpo se hallaba en estado de descomposición y los forenses dijeron que iba a llevar días determinar las causas de la muerte. El cadáver tenía las uñas pintadas de rojo, lo que llevó a pensar a los primeros policías que acudieron al lugar del hallazgo que se trataba de una puta. Por las prendas de vestir dedujeron que era joven: pantalón de mezclilla y blusa escotada. Aunque tampoco era raro ver a viejas de sesenta años vestidas de esa manera. Cuando finalmente llegó el informe forense (probable muerte por herida de arma blanca) ya nadie se acordaba de la desconocida, ni siquiera los medios de comunicación, y el cuerpo fue arrojado sin más dilaciones a la fosa común.
En octubre, asimismo, Jesús Chimal, de la banda de los Caciques, el autor de la muerte de Linda Vázquez, ingresó en el penal de Santa Teresa. Aunque cada día entraba gente nueva, la aparición del joven asesino despertó un inusitado interés entre la población reclusa, como si los visitara un cantante famoso o el hijo de un banquero que les iba a alegrar, por lo menos, un fin de semana. Klaus Haas sintió la excitación de las crujías y se preguntó si cuando él llegó había pasado lo mismo. No, esta vez la expectación era distinta. Tenía algo de espeluznante y algo que alivianaba. Los presos no hablaban directamente del tema, pero de alguna manera aludían a él cuando hablaban de fútbol o de béisbol. Cuando hablaban de sus familias. De bares y de putas que sólo existían en su imaginación. Incluso el comportamiento de algunos de los reclusos más conflictivos mejoró. Como si no quisieran desmerecer. ¿Pero desmerecer a ojos de quién?, se preguntaba Haas. A Chimal lo esperaban. Sabían que iba hacia allí. Sabían qué celda iba a ocupar y sabían que se había cargado a la hija de una persona de dinero. Según el Tequila, los presos que habían pertenecido a los Caciques eran los únicos que permanecían al margen de todo este teatro. El día que llegó Chimal fueron también los únicos que se acercaron a saludarlo. Chimal, por su parte, no llegó solo. Lo acompañaban los otros tres detenidos por el asesinato de Linda Vázquez y ninguno de ellos se separaba del otro ni para ir a hacer sus necesidades. Uno de la banda de los Caciques que ya llevaba un año en el tambo le pasó a Chimal un punzón de hierro. Otro le pasó por debajo de la mesa tres cápsulas de anfetamina. Los dos primeros días Chimal se comportó como un loco. No paraba de darse vuelta y mirar lo que pasaba a sus espaldas. Dormía con el punzón en la mano. Llevaba la anfetamina a todos lados, como un escapulario mínimo que lo protegería de todo mal. Sus tres compañeros no le iban a la zaga. Cuando paseaban por el patio lo hacían en fila de dos. Se movían como comandos perdidos en una isla tóxica de otro planeta. A veces Haas los miraba desde lejos y pensaba: pobres chicos, pobres escuincles perdidos en un sueño. Al octavo día de estar en la cárcel los atraparon a los cuatro en la lavandería. De golpe, desaparecieron los carceleros. Cuatro reclusos controlaban la puerta. Cuando Haas llegó lo dejaron pasar como si fuera uno más, uno de la familia, algo que Haas agradeció sin palabras, aunque él nunca dejó de despreciarlos. Chimal y sus tres carnales estaban inmovilizados en el centro de la lavandería. A los cuatro los habían amordazado con esparadrapo. Dos de los Caciques ya estaban desnudos. Uno de ellos temblaba. Desde la quinta fila, apoyado en una columna, Haas observó los ojos de Chimal. Le pareció evidente que quería decir algo. Si le hubieran quitado el esparadrapo, pensó, tal vez hubiera arengado a sus propios captores. Desde una ventana unos carceleros observaban la escena que se producía en la lavandería. La luz que salía de aquella ventana era amarilla y débil en comparación con la luz que irradiaban los tubos fluorescentes de la lavandería. Los carceleros, notó Haas, se habían quitado las gorras. Uno de ellos llevaba una cámara fotográfica. Un tipo llamado Ayala se acercó a los Caciques desnudos y les realizó un corte en el escroto. Los que los mantenían inmovilizados se tensaron. Electricidad, pensó Haas, pura vida. Ayala pareció ordeñarlos hasta que los huevos cayeron envueltos en grasa, sangre y algo cristalino que no supo (ni le importaba saber) qué era. ¿Quién es ese tipo?, preguntó Haas. Es Ayala, murmuró el Tequila, el hígado negro de la frontera. ¿Hígado negro?, pensó Haas. Más tarde el Tequila le explicaría que entre las muchas muertes que debía Ayala, estaban las de ocho emigrantes a los que pasó a Arizona a bordo de una Pick-up. Al cabo de tres días de estar desaparecido Ayala volvió a Santa Teresa, pero de la Pick-up y de los emigrantes nada se supo hasta que los gringos encontraron los restos del vehículo, con sangre por todos los sitios, como si Ayala, antes de volver sobre sus pasos, se hubiera dedicado a trocear los cuerpos. Algo grave pasó aquí, dijeron los del border patrol, pero la ausencia de cadáveres propició que el caso se olvidara. ¿Qué hizo Ayala con los cadáveres? Según el Tequila, se los comió, así era de grande su locura y su maldad, aunque Haas dudaba de que existiera alguien capaz de zamparse, por más loco o hambriento que estuviera, a ocho emigrantes ilegales. Uno de los Caciques a los que acababan de castrar se desmayó. El otro tenía los ojos cerrados y las venas del cuello parecía que iban a explotarle. Junto a Ayala estaba ahora Farfán y ambos ejercían como jefes de ceremonia. Deshágase de esto, dijo Farfán. Gómez levantó los huevos del suelo y comentó que parecían huevos de caguama. Tiernecitos, dijo. Algunos de los espectadores asintieron y nadie se rió. Después Ayala y Farfán, cada uno con un palo de escoba de unos setenta centímetros de longitud, se dirigieron hacia Chimal y el otro Cacique.
A principios de noviembre mataron a María Sandra Rosales Zepeda, de treintaiún años, que solía prostituirse en las aceras del bar Pancho Villa. María Sandra había nacido en un pueblo del estado de Nayarit y a los dieciocho años llegó a Santa Teresa, en donde trabajó en la maquiladora HorizonW&E y en El Mueble Mexicano. A los veintidós años empezó a hacer de puta. La noche que la mataron había por lo menos cinco compañeras en la calle. Según los testigos presenciales un Suburban negro aparcó cerca de las mujeres. En su interior había por lo menos tres hombres. La música la tenían puesta a todo volumen. Los hombres llamaron a una de las mujeres y hablaron un rato con ella. Después la mujer se apartó de la Suburban y los hombres llamaron a María Sandra. Ésta se apoyó en la ventanilla bajada de la Suburban, como si estuviera dispuesta a discutir durante un rato la tarifa que pensaba pedirles. Pero la conversación apenas duró un minuto. Uno de los hombres sacó un arma y le disparó a quemarropa. María Sandra cayó hacia atrás y durante los primeros instantes las putas que esperaban en la acera no supieron qué ocurría. Luego vieron un brazo que salía por la ventanilla y remataba a María Sandra que yacía en el suelo. Después la Suburban se puso en marcha y desapareció en dirección al centro de la ciudad. El caso lo llevó el judicial Ángel Fernández y luego se apuntó, por iniciativa propia, Epifanio Galindo. Nadie recordaba la matrícula de la Suburban. La puta que había hablado con los desconocidos dijo que éstos le preguntaron por María Sandra. Hablaban de ella como si la conocieran de oídas, como si alguien se la hubiera mentado en los mejores términos. Eran tres y los tres querían hacer un número con ella. Sus rostros no los recordaba bien. Eran mexicanos, hablaban como sonorenses y parecían relajados, dispuestos a pasar una noche de juerga. Según uno de los confidentes de Epifanio Galindo, tres hombres aparecieron una hora después del asesinato de María Sandra en el bar Los Zancudos. Los tipos eran salidores y bebían vasos de mezcal como otros comen cacahuetes. En determinado momento uno de ellos sacó un arma de la cintura y apuntó al cielo raso, como si quisiera cargarse una araña. Nadie les dijo nada y el tipo volvió a guardar su arma. Según el confidente se trataba de una pistola Glock austriaca con cargador de quince tiros. Después se les unió una cuarta persona, un tipo flaco y alto vestido con camisa blanca, con el que estuvieron bebiendo un rato, y luego se marcharon a bordo de un Dodge rojo encarnado. Epifanio le preguntó a su oreja si no habían llegado en una Suburban. Éste le dijo que no lo sabía, sólo sabía que se habían marchado en un Dodge rojo encarnado. El calibre de las balas que acabaron con la vida de María Sandra era 7,65 mm. Browning. La Glock usaba balas de calibre 9 mm. Parabellum. Probablemente, pensó Epifanio, mataron a la pobrecita con una pistola-ametralladora Skorpion, de fabricación checa, un arma que a Epifanio no le gustaba pero algunos de cuyos modelos últimamente empezaban a verse bastante en Santa Teresa, especialmente entre los grupos pequeños que se dedicaban al narcotráfico o entre secuestradores llegados de Sinaloa.
La noticia apenas ocupó una columna interior en los periódicos de Santa Teresa y pocos medios del resto de la república se hicieron eco de ella. Ajuste de cuentas en la cárcel, decía el titular. Cuatro miembros de la banda los Caciques detenidos en espera de juicio por el asesinato de una adolescente fueron masacrados por algunos reclusos del penal de Santa Teresa. Sus cuerpos sin vida se encontraron amontonados en el cuarto donde se guardan los útiles de limpieza de la lavandería. Más tarde se hallaron los cadáveres de otros dos antiguos miembros de los Caciques en las dependencias sanitarias. Miembros de la propia institución penitenciaria y de la policía investigaron el crimen, sin aclarar los motivos ni la identidad de los autores.
Cuando al mediodía lo fue a ver su abogada, Haas le dijo que había presenciado el asesinato de los Caciques. Estaba toda la crujía, dijo Haas. Los guardias miraban desde una especie de claraboya del piso superior. Sacaban fotos. Nadie hizo nada. Los empalaron. Les destrozaron el ojete. ¿Son malas palabras?, dijo Haas. Chimal, el jefe, pedía a gritos que lo mataran. Le echaron agua cinco veces para que se despertara. Los verdugos se apartaban para que los guardias tomaran buenas fotos. Se apartaban y apartaban a los espectadores. Yo no estaba en la primera fila. Yo podía verlo todo porque soy alto. Raro: no se me revolvió el estómago. Raro, muy raro: vi la ejecución hasta el final. El verdugo parecía feliz. Se llama Ayala. Lo ayudó otro tipo, uno muy feo, que está en mi misma celda, se llama Farfán. El amante de Farfán, un tal Gómez, también participó. No sé quiénes mataron a los Caciques que encontraron después en el baño, pero a estos cuatro los mataron Ayala, Farfán y Gómez, ayudados por otros seis que sujetaban a los Caciques. Tal vez fueron más. Quita seis y pon doce. Y todos los de la crujía que vimos el mitote y no hicimos nada. ¿Y tú crees, dijo la abogada, que afuera no lo saben? Ay, Klaus, qué ingenuo eres. Más bien soy tonto, dijo Haas. ¿Pero si lo saben por qué no lo dicen? Porque la gente es discreta, Klaus, dijo la abogada. ¿Los periodistas también?, dijo Haas. Ésos son los más discretos de todos, dijo la abogada. En ellos la discreción equivale a dinero. ¿La discreción es dinero?, dijo Haas. Ahora lo vas entendiendo, dijo la abogada. ¿Sabes tú acaso por qué mataron a los Caciques? No lo sé, dijo Haas, sólo sé que no estaban en un colchón de rosas. La abogada se rió. Por dinero, dijo. Esos bestias mataron a la hija de un hombre que tenía dinero. Lo demás sobra. Puro blablablá, dijo la abogada.
A mediados de noviembre se encontró en el barranco de Podestá el cuerpo de otra mujer muerta. Tenía múltiples fracturas en el cráneo, con pérdida de masa encefálica. Algunas marcas en el cuerpo indicaban que opuso resistencia. El cadáver fue hallado con los pantalones bajados hasta la rodilla, por lo que se supuso que había sido violado, aunque tras la realización del frotis vaginal se descartó esta hipótesis. Al cabo de cinco días se pudo identificar a la muerta. Su nombre era Luisa Cardona Pardo, de treintaicuatro años de edad, natural del estado de Sinaloa en donde ejerció la prostitución desde los diecisiete años. Vivía en Santa Teresa desde hacía cuatro años y trabajaba en la maquiladora EMSA. Anteriormente trabajó de mesera y tuvo un puestito de flores en el centro. No figuraba en ninguna ficha policial de la ciudad. Vivía con una amiga en una casa modesta, pero con luz eléctrica y agua corriente, de la colonia La Preciada. Su amiga, trabajadora como ella en EMSA, contó a la policía que al principio Luisa hablaba de emigrar a los Estados Unidos y que incluso tuvo tratos con un pollero, pero finalmente decidió quedarse en la ciudad. La policía interrogó a algunos compañeros de trabajo y luego cerró el caso.
Tres días después del hallazgo del cadáver de Luisa Cardona se encontró en el mismo barranco de Podestá el cuerpo de otra mujer. Los patrulleros Santiago Ordóñez y Olegario Cura encontraron el cadáver. ¿Qué hacían Ordóñez y Cura en aquel lugar? Curioseaban, según admitió Ordóñez. Más tarde dijo que estaban allí porque Cura había insistido en ir. La zona que tenían asignada para aquel día iba de la colonia El Cerezal a la colonia Las Cumbres, pero Lalo Cura le dijo que tenía ganas de ver el lugar donde habían encontrado el cuerpo de Luisa Cardona y Ordóñez, que era quien conducía el coche, no opuso reparos. Estacionaron el patrullero en la parte alta del barranco y bajaron por una senda muy empinada. El barranco de Podestá no era muy grande. Las cintas de plástico que delimitaban la actuación de la policía científica aún estaban allí, enredadas entre las piedras de color amarillo o gris y los matorrales. Durante un rato, según Ordóñez, Lalo Cura estuvo haciendo cosas raras, como si midiera el terreno y la altura de las paredes, mirando hacia la parte alta del barranco y calculando el arco que tuvo que hacer el cuerpo de Laura Cardona mientras caía. Al cabo de un rato, cuando Ordóñez ya se aburría, Lalo Cura le dijo que el asesino o los asesinos tiraron el cadáver allí precisamente para que fuera encontrado lo antes posible. Al objetar Ordóñez que aquel lugar no era precisamente un sitio concurrido, Lalo Cura señaló hacia lo alto de una de las paredes del barranco. Ordóñez levantó la mirada y vio a tres niños, o tal vez un adolescente y dos niños, todos vestidos con pantalones cortos, que los observaban atentamente. Después Lalo Cura se puso a caminar hacia el sur del barranco y Ordóñez se quedó sentado sobre una roca, fumando y pensando que tal vez lo mejor hubiera sido entrar en el cuerpo de bomberos. Al cabo de un rato, cuando Lalo ya había desaparecido de su vista, oyó un silbido de su compañero y se dirigió en la misma dirección. Cuando lo alcanzó vio que a sus pies yacía un cuerpo de mujer. Estaba vestida con algo que parecía una blusa, rasgada en un costado, y desnuda de cintura para abajo. Según Ordóñez, la expresión de Lalo Cura era muy rara, no de sorpresa, sino más bien de felicidad. ¿Cómo de felicidad? ¿Se reía? ¿Sonreía?, le preguntaron. No sonreía, dijo Ordóñez, se le veía concentrado, reconcentrado, como si no estuviera allí, no en aquel momento, como si estuviera en el barranco de Podestá, pero a otra hora, a la hora en que habían matado a aquella fulana. Cuando llegó junto a él Lalo Cura le dijo que no se moviera. En sus manos tenía una libretita y había sacado un lápiz y anotaba todo lo que veía. Tiene un tatuaje, oyó que decía Lalo Cura. Un tatuaje bien hecho. Por la postura yo diría que le rompieron el cuello. Pero antes, probablemente, la violaron. ¿Dónde tiene el tatuaje?, preguntó Ordóñez. En el muslo izquierdo, oyó que decía su compañero. Luego Lalo Cura se levantó y buscó en los alrededores la ropa que faltaba. Sólo halló periódicos viejos, latas oxidadas, bolsas de plástico reventadas. Aquí no están sus pantalones, dijo. Luego le dijo a Ordóñez que subiera al coche y llamara a la policía. La muerta medía un metro setentaidós y tenía el pelo largo y de color negro. No llevaba nada que sirviera para identificarla. Nadie reclamó el cadáver. El caso no tardó en ser archivado.
Cuando Epifanio le preguntó por qué razón había ido al barranco de Podestá, Lalo Cura le contestó que porque era policía. Usted es un escuincle de mierda, le dijo Epifanio, no se meta donde no le llaman, buey. Después Epifanio lo cogió de un brazo y lo miró a la cara y le dijo que quería saber la verdad. Me pareció raro, dijo Lalo Cura, en todo este tiempo nunca había aparecido una muerta en el barranco de Podestá. ¿Y eso usted cómo lo sabe, buey?, dijo Epifanio. Porque leo los periódicos, dijo Lalo Cura. Pinche escuincle mamón, ¿así que lee los periódicos? Sí, dijo Lalo Cura. ¿Y también lee libros, supongo? Pues sí, dijo Lalo Cura. ¿Los putos libros para putos que yo le regalé? Los Métodos modernos de investigación policiaca, del ex director en jefe del Instituto Nacional de Policía Técnica de Suecia, el señor Harry Söderman y del ex presidente de la Asociación Internacional de Jefes de Policía, el ex inspector John J. O’Connell, dijo Lalo Cura. ¿Y si esos mentados superpolicías eran tan buenos por qué ahora son unos putos ex?, dijo Epifanio. ¿A ver, contésteme ésa, buey? ¿No sabe usted, pendejete, que en la investigación policiaca no existen los métodos modernos? Usted todavía ni ha cumplido los veinte años, ¿me equivoco? No te equivocas, Epifanio, dijo Lalo Cura. Pues ándese con cuidado, valedor, ésa es la primera y la única norma, dijo Epifanio soltándolo del brazo y sonriendo y dándole un abrazo y llevándoselo a comer al único lugar donde servían pozole en el centro de Santa Teresa, en esas horas turbias de la noche.
En diciembre, y éstas fueron las últimas muertas de 1996, se hallaron en el interior de una casa vacía de la calle García Herrero, en la colonia El Cerezal, los cuerpos de Estefanía Rivas, de quince años, y de Herminia Noriega, de trece. Ambas eran hermanas de madre. El padre de Estefanía desapareció poco después de nacer ésta. El padre de Herminia vivía en el domicilio familiar y trabajaba de vigilante nocturno de la maquiladora MachenCorp, en donde también estaba en nómina, como operaria, la madre de las niñas, las cuales, por su parte, se limitaban a estudiar y a ayudar en los quehaceres de la casa, aunque Estefanía, para el año siguiente, tenía pensado dejar la escuela y ponerse a trabajar. La mañana en que las secuestraron ambas iban a clases, junto con dos hermanas más pequeñas, una de once y otra de ocho años. Las dos pequeñas, al igual que Herminia, iban a la Escuela Primaria José Vasconcelos. Después de dejarlas allí, Estefanía, como siempre, se dirigiría a su propia escuela, a unas quince calles de distancia, un trayecto que realizaba a pie cada día. El día del secuestro, sin embargo, un coche se detuvo junto a las cuatro hermanas, y un hombre salió y metió a empujones a Estefanía dentro del coche y luego volvió a salir y metió a Herminia y luego el coche desapareció. Las dos pequeñas se quedaron paralizadas en la acera y luego volvieron caminando a casa, en donde no había nadie, por lo que llamaron a la puerta de la casa vecina, en donde contaron su historia y se echaron, por fin, a llorar. La mujer que las acogió, una trabajadora de la maquiladora HorizonW&E, fue a llamar a otra vecina y luego telefoneó a la maquiladora MachenCorp intentando localizar a los padres de las niñas. En la MachenCorp le informaron de que estaban prohibidas las llamadas privadas y le colgaron. La mujer volvió a telefonear y dijo el nombre y el puesto del padre, pues pensó que la madre, al ser operaria como ella, era sin duda considerada de un rango inferior, es decir prescindible en cualquier momento o por cualquier razón o capricho de la razón, y esta vez la telefonista la tuvo esperando tanto rato que las monedas se le agotaron y la llamada se cortó. No tenía más dinero. Desconsolada, la vecina volvió a su casa, en donde la aguardaba la otra vecina y las niñas y durante un rato las cuatro experimentaron lo que era estar en el purgatorio, una larga espera inerme, una espera cuya columna vertebral era el desamparo, algo muy latinoamericano, por otra parte, una sensación familiar, algo que si uno lo pensaba bien experimentaba todos los días, pero sin angustia, sin la sombra de la muerte sobrevolando el barrio como una bandada de zopilotes y espesándolo todo, trastocando la rutina de todo, poniendo todas las cosas al revés. Así, mientras esperaban a que llegara el padre de las niñas, la vecina pensó (para matar el tiempo y el miedo) que le gustaría tener un revólver y salir a la calle. ¿Y luego qué? Pues aventar unos cuantos tiros al aire para desencorajinarse y gritar viva México para armarse de valor o para sentir un postrero calor y después cavar con las manos, a una velocidad desconsiderada, un agujero en la calle de tierra apisonada y enterrarse ella misma, mojada hasta el huesito, para siempre jamás. Cuando llegó finalmente el padre fueron todos juntos a la comisaría más cercana. Allí, tras exponer someramente (o atolondradamente) su problema, los tuvieron esperando más de una hora hasta que aparecieron dos judiciales. Los judiciales les volvieron a hacer las mismas preguntas y otras nuevas, sobre todo relativas al coche que se llevó a Estefanía y Herminia. Al cabo de un rato, en el despacho donde estaban siendo interrogadas las niñas, había cuatro judiciales. Uno de ellos, que parecía buena persona, le pidió a la vecina que los acompañara y se llevó a las niñas al garaje de la comisaría, donde les preguntó qué coche, de los que estaban allí aparcados, se parecía más al coche que se había llevado a sus hermanas. Con los datos que le proporcionaron las niñas el judicial dijo que había que buscar un Peregrino o un Arquero de color negro. A las cinco de la tarde apareció la madre en la comisaría. Una de las vecinas ya se había ido y la otra no paraba de llorar acariciando a la más pequeña. A las ocho de la noche llegó Ortiz Rebolledo y dispuso dos grupos operativos de búsqueda, uno que se encargaría de investigar a los allegados de las muchachas, bajo el mando de los judiciales Juan de Dios Martínez y Lino Rivera, y el otro que se encargaría de localizar, con apoyo de la policía municipal, el Peregrino o el Arquero o el Lincoln en donde dizque las secuestraron, coordinados por los judiciales Ángel Fernández y Efraín Bustelo. Juan de Dios Martínez se mostró públicamente en desacuerdo con esa línea de investigación, ya que a su parecer ambos grupos operativos debían conjuntar sus esfuerzos en la localización del coche del secuestro. Arguyó como su principal razón el hecho de que poca gente, por no decir ninguna, del círculo de amigos, conocidos o compañeros de trabajo de la familia Noriega, poseía ya no digamos un Peregrino negro o un Chevy Astra negro, sino que virtualmente todos pertenecían a la clase peatonal, siendo algunos tan pobres que para dirigirse al trabajo ni siquiera tomaban el autobús, prefiriendo hacer a pie el camino y así ahorrarse unas pocas monedas. La respuesta de Ortiz Rebolledo fue contundente: cualquiera podía robar un Peregrino, cualquiera podía robar un Arquero o un Bocho o un Jetta, no era necesario que tuviera dinero o permiso de conducir, sólo que supiera abrir un coche y ponerlo en marcha. Así que los grupos operativos quedaron estructurados tal como dispuso Ortiz Rebolledo y los policías, con gesto cansado, como soldados atrapados en un continuum temporal que acuden una y otra vez a la misma derrota, se pusieron a trabajar. Esa misma noche, tras hacer algunas averiguaciones, Juan de Dios Martínez supo que Estefanía tenía un novio o un pretendiente, un muchacho algo alocado, de unos diecinueve años, llamado Ronald Luis Luque, alias Lucky Strike, alias Ronnie, alias Ronnie el Mágico, en cuyo expediente policial figuraban dos detenciones por robo de coches. Al salir de la cárcel Ronald Luis había compartido casa con un tal Felipe Escalante, al cual conoció en la cárcel. Escalante era un profesional del robo de coches y también había sido investigado, aunque nunca inculpado, como violador de menores. Durante cinco meses Ronald Luis vivió con Escalante y luego se marchó. Juan de Dios Martínez fue a ver a Escalante esa misma noche. Según éste, su antiguo compañero de celda no se había marchado por su propia voluntad sino que él lo había echado, debido a que Lucky Strike no colaboraba económicamente con nada. Actualmente Escalante trabajaba como peón de bodega de un supermercado y ya no se dedicaba a actividades delictivas. Hace muchos años que no robo un carro, jefe, se lo juro por ésta, le dijo besándose los dedos en cruz. De hecho, ni siquiera tenía una mala nave, realizando ahora, ni modo, todos sus desplazamientos en camión o a pata, que es más barato y además da sensación de libertad. Preguntado sobre si el llamado Lucky Strike se dedicaba, aunque fuera ocasionalmente, al robo de coches, Escalante dijo no creerlo, aunque a fe de Dios no podía poner las manos en el fuego, ya que el mentado era más bien torpón en esas vicisitudes. Otros interrogados parecieron corroborar lo declarado por Escalante: Ronnie el Mágico era un flojo y un holgazán, pero no un ladrón, tampoco un tipo violento, al menos de una violencia gratuita, y la mayoría, aunque no se mojó, lo veía incapaz de secuestrar a su novia y a la hermana de su novia. Ahora Ronald Luis vivía con sus padres y seguía sin encontrar trabajo. Hacia allí se dirigió Juan de Dios Martínez y habló con el padre, que fue quien le abrió resignadamente la puerta y quien le informó de que su hijo se había marchado pocas horas después de producirse el secuestro de Estefanía y Herminia. El judicial le preguntó si podía echarle un ojo al piojero. Está en su casa, dijo el padre. Durante un rato Juan de Dios Martínez estuvo examinando a solas la habitación que Ronnie compartía con tres hermanos menores, aunque desde el primer momento se dio cuenta de que allí no había nada que buscar. Luego salió al patio y encendió un cigarrillo mientras contemplaba el atardecer anaranjado y violáceo que caía sobre la ciudad fantasma. ¿Dijo adónde iba?, preguntó. A Yuma, respondió el padre. ¿Y usted ha estado en Yuma alguna vez? De joven, muchas veces: entraba, trabajaba, la migra me capturaba, me regresaban a México y luego volvía a entrar, muchas veces, dijo el padre. Hasta que me cansé y me dediqué a trabajar aquí y a cuidar a mi vieja y a los chamacos. ¿Y usted cree que a Ronald Luis le pasará lo mismo? Dios no lo quiera, dijo el padre. Al cabo de tres días, Juan de Dios Martínez se enteró de que el grupo operativo encargado de localizar el coche negro empleado en el secuestro se había disuelto. Cuando le fue a pedir explicaciones a Ortiz Rebolledo éste le contestó que la orden vino de arriba. Al parecer los policías molestaron a algunos peces gordos cuyos hijos, los juniors de Santa Teresa, poseían la casi totalidad de la flota de Peregrinos de la ciudad (un coche de moda entre los jóvenes pudientes, así como el Arcángel o el descapotable Desertwind), quienes hablaron con las autoridades pertinentes para que los polis dejaran de joder. Cuatro días después una llamada anónima avisó a la policía de unos disparos en el interior de una casa de la calle García Herrero. La patrulla se presentó al cabo de media hora. Tocaron el timbre repetidas veces y nadie respondió. Interrogados los vecinos, éstos dijeron no haber escuchado nada, aunque la repentina sordera se podía deber al volumen de los televisores, que era muy alto y se podía oír desde la calle. Un niño, sin embargo, dijo que mientras paseaba en bicicleta había oído disparos. Preguntados los vecinos sobre quiénes habitaban en aquella casa, las respuestas fueron contradictorias, por lo que los patrulleros pensaron que podía tratarse de narcotraficantes y que tal vez lo mejor sería irse y no remover más el asunto. Uno de los vecinos, sin embargo, dijo que había visto estacionado junto a la casa un Peregrino de color negro. Los policías sacaron entonces sus armas y volvieron a llamar, con idéntico resultado, a la casa de la calle García Herrero n.º 677. Luego se comunicaron por radio con la comisaría y esperaron. Una media hora después apareció por allí otro patrullero, para reforzar la vigilancia, según dijeron, y poco más tarde Juan de Dios Martínez y Lino Rivera. Según este último, la orden era aguardar a la llegada del resto de los judiciales. Pero Juan de Dios Martínez dijo que no había tiempo y los patrulleros, por expresa indicación suya, tiraron la puerta abajo. Juan de Dios Martínez fue el primero en entrar. La casa olía a semen y a alcohol, dijo. ¿Cómo huelen el semen y el alcohol? Pues mal, dijo Juan de Dios Martínez, francamente huelen mal. Pero luego te acostumbras. No es como el olor de la carne en descomposición, que no te acostumbras nunca y que se te mete dentro de la cabeza, hasta en los pensamientos, y por más que te duches y te cambies de ropa tres veces al día sigues oliéndolo durante muchos días, a veces semanas, a veces meses enteros. Detrás de él entró Lino Rivera y nadie más. No toques nada, recuerda este último que le dijo Juan de Dios. Primero examinaron la sala. Normal. Muebles baratos, pero decorosos, una mesa con periódicos, no los toques, dijo Juan de Dios, en el comedor dos botellas vacías de tequila Sauza y una botella vacía de vodka Absolut. La cocina limpia. Normal. Restos de comida de McDonald’s en el cubo de la basura. Suelo limpio. Por la ventana de la cocina un pequeño patio, la mitad encementado, la otra mitad seco, con algunos matorrales adheridos a la pared que lo separaba de otro patio. Normal. Luego dieron marcha atrás. Primero Juan de Dios y tras él Lino Rivera. El pasillo. Las habitaciones. Dos habitaciones. En una de ellas, tendido en la cama, boca abajo, el cadáver desnudo de Herminia. Ah, chingados, oyó Juan de Dios que musitaba su compañero. En el baño, ovillado debajo de la ducha, las manos atadas a la espalda, el cadáver de Estefanía. Quédate en el pasillo. No entres, dijo Juan de Dios. Él sí que entró en el baño. Entró y se arrodilló junto al cuerpo de Estefanía y lo examinó detenidamente, hasta perder la noción del tiempo. A sus espaldas escuchó la voz de Lino que hablaba por la radio. Que venga el forense, dijo Juan de Dios. Según el forense, Estefanía fue asesinada de dos balazos en la nuca. Antes había sido golpeada y se apreciaban señales de estrangulamiento. Pero no murió estrangulada, dijo el forense. Jugaron con ella a estrangularla. En los tobillos eran visibles la señales de abrasión. Diría que la colgaron de los pies, dijo el forense. Juan de Dios buscó una viga o un gancho en el techo. La casa estaba llena de policías. Alguien había tapado a Herminia con una sábana. En la otra habitación lo encontró: una gafa de hierro sujeta al techo, justo en medio de las dos camas. Cerró los ojos e imaginó a Estefanía colgando cabeza abajo. Llamó a dos policías y les ordenó que buscaran la cuerda. El forense estaba en la habitación de Herminia. A ésta también le metieron un tiro en la nuca, le dijo cuando lo vio junto a él, pero no creo que ésa fuera la causa de la muerte. ¿Y entonces por qué le dispararon?, preguntó Juan de Dios. Para asegurarse. Que salgan de la casa todos los que no sean de la policía científica, gritó Juan de Dios. Los policías fueron saliendo poco a poco. En la sala dos tipos achaparrados y con cara de estar agotados buscaban huellas dactilares. Todos fuera, gritó Juan de Dios. Sentado en un sillón Lino Rivera leía una revista de boxeo. Aquí están las cuerdas, jefe, dijo uno de los policías. Gracias, dijo Juan de Dios, y ahora lárgate, buey, sólo pueden permanecer aquí los científicos. Un tipo que hacía fotos bajó la cámara y le guiñó un ojo. Esto no acaba, ¿eh, Juan de Dios? No acaba, no acaba, le respondió mientras se dejaba caer en el sofá donde estaba Lino Rivera y encendía un cigarrillo. Tómatelo con calma, buey, le dijo el judicial. Antes de que terminara de fumarse el cigarrillo el forense lo llamó a la habitación. Las dos fueron violadas, yo diría que varias veces, por los dos conductos, aunque puede que a la del baño la violaran por los tres. Las dos fueron torturadas. En una la causa de la muerte es clara. En la otra no tanto. Mañana te doy un informe fiable. Ahora desocúpame la calle que me las llevo a la morgue, dijo el forense. Juan de Dios salió al patio y le dijo a un policía que iban a trasladar los cadáveres. La acera estaba llena de curiosos. Es extraño, pensó Juan de Dios cuando la ambulancia desapareció en dirección al Instituto Anatómico Forense, de repente, en unos segundos, todo ha cambiado. Una hora después, cuando aparecieron Ortiz Rebolledo y Ángel Fernández, Juan de Dios estaba interrogando a los vecinos. Según algunos, en el número 677 vivía una pareja, según otros vivían tres muchachos, o mejor dicho, un hombre y dos muchachos, que sólo iban a dormir, y según otros allí vivía un tipo más bien raro, que no le dirigía la palabra a nadie del barrio, y que a veces pasaba días enteros sin aparecer, como si trabajara fuera de Santa Teresa, y otras veces pasaba días enteros sin salir de casa, viendo la tele hasta muy tarde o escuchando corridos y danzones y luego durmiendo hasta pasado el mediodía. Los que aseguraban que en el 677 vivía una pareja dijeron que ésta poseía una Combi o una furgoneta similar y que ambos solían salir y llegar juntos del trabajo. ¿Qué clase de trabajo? No lo sabían, aunque uno dijo que probablemente los dos trabajaban de meseros. Los que pensaban que en aquella casa vivía un hombre en compañía de dos muchachos creían que el hombre conducía una furgoneta, que podía ser, efectivamente, una Combi. Los que aseguraron que allí vivía un tipo solo, fueron incapaces de recordar si éste tenía coche o no, aunque dijeron que a menudo era visitado por amigos que sí tenían coche. ¿En resumidas cuentas, quién chingados vive aquí?, dijo Ortiz Rebolledo. Habrá que investigarlo, le contestó Juan de Dios antes de marcharse para casa. Al día siguiente, ya realizadas las pertinentes autopsias, el forense se reafirmó en sus primeras apreciaciones y añadió que la muerte de Herminia no se debía al balazo alojado en su nuca sino a un paro cardiaco. La pobrecita, les dijo el forense a un grupo de judiciales, no pudo resistir el trance de la tortura y las vejaciones. Ni modo. El arma utilizada probablemente era una pistola Smith & Wesson calibre 9 mm. La casa donde se encontraron los cadáveres era propiedad de una anciana que no se enteraba de nada, una vieja dama de la alta sociedad santateresana, que vivía de los alquileres de sus propiedades, entre las que se contaban la mayoría de las casas vecinas. El alquiler lo gestionaba una empresa de promotores inmobiliarios, propiedad de un nieto de la anciana. Según los papeles en poder del gestor, todos por lo demás legales, el inquilino del 677 se llamaba Javier Ramos y realizaba sus pagos mensuales a través del banco. Investigado el banco, se descubrió que el tal Javier Ramos había hecho un par de ingresos fuertes, suficientes como para pagar seis meses de alquiler más las cuentas de luz y agua, y nadie más lo había vuelto a ver. Como dato curioso, pero a tener en cuenta, Juan de Dios Ramírez averiguó en el Registro de la Propiedad que las casas de la siguiente manzana de la calle García Herrero pertenecían, en su totalidad, a Pedro Rengifo, y que las casas de la calle Tablada, que corría paralela a García Herrero, eran propiedad de un tal Lorenzo Juan Hinojosa, que era un hombre de paja del narcotraficante Estanislao Campuzano. Asimismo, todos los inmuebles de la calle Hortensia y Licenciado Cabezas, que eran las paralelas a Tablada, estaban registrados a nombre del presidente municipal de Santa Teresa o de algunos de sus hijos. También: que dos manzanas al norte, las casas y los edificios de la calle Ingeniero Guillermo Ortiz eran propiedad de Pablo Negrete, el hermano de Pedro Negrete y rector benemérito de la Universidad de Santa Teresa. Qué cosa más rara, se dijo Juan de Dios. Uno está con los cadáveres y tiembla. Luego se llevan los cadáveres y deja de temblar. ¿Está metido Rengifo en el crimen de las niñas? ¿Está metido hasta las cejas Campuzano? Rengifo era el narco bueno. Campuzano era el narco malo. Qué raro, qué raro, se dijo Juan de Dios. Nadie viola y mata en su propia casa. Nadie viola y mata cerca de su propia casa. A menos que esté loco y quiera que lo atrapen. Dos noches después del hallazgo de los cadáveres se reunieron en un club privado anexo al campo de golf el presidente municipal de Santa Teresa, el licenciado José Refugio de las Heras, el jefe de la policía Pedro Negrete y los señores Pedro Rengifo y Estanislao Campuzano. El encuentro duró hasta las cuatro de la mañana y se aclararon algunas cosas. Al día siguiente toda la policía de la ciudad, se podría decir, se puso a la caza de Javier Ramos. Lo buscaron hasta debajo de las piedras del desierto. Pero la verdad es que ni siquiera fueron capaces de hacerle un retrato robot convincente.
Durante muchos días Juan de Dios Martínez pensó en los cuatro infartos que sufrió Herminia Noriega antes de morir. A veces se ponía a pensar en ello mientras comía o mientras orinaba en los baños de una cafetería o de un local de comidas corridas frecuentado por judiciales, o antes de dormirse, justo en el momento de apagar la luz, o tal vez segundos antes de apagar la luz, y cuando eso sucedía simplemente no podía apagar la luz y entonces se levantaba de la cama y se acercaba a la ventana y miraba la calle, una calle vulgar, fea, silenciosa, escasamente iluminada, y luego se iba a la cocina y ponía a hervir agua y se hacía café, y a veces, mientras bebía el café caliente y sin azúcar, un café de mierda, ponía la tele y se dedicaba a ver los programas nocturnos que llegaban por los cuatro puntos cardinales del desierto, a esa hora captaba canales mexicanos y norteamericanos, canales de locos inválidos que cabalgaban bajo las estrellas y que se saludaban con palabras ininteligibles, en español o en inglés o en spanglish, pero ininteligibles todas las jodidas palabras, y entonces Juan de Dios Martínez dejaba la taza de café sobre la mesa y se cubría la cabeza con las manos y de sus labios escapaba un ulular débil y preciso, como si llorara o pugnara por llorar, pero cuando finalmente retiraba las manos sólo aparecía, iluminada por la pantalla de la tele, su vieja jeta, su vieja piel infecunda y seca, sin el más mínimo rastro de una lágrima.
Cuando le contó a Elvira Campos lo que le sucedía, la directora del psiquiátrico lo escuchó en silencio y luego, mucho rato después, mientras ambos descansaban desnudos en la penumbra del dormitorio, le confesó que ella a veces soñaba que lo dejaba todo. Es decir, que lo dejaba todo de forma radical, sin paliativos de ningún tipo. Soñaba, por ejemplo, que vendía su piso y otras dos propiedades que tenía en Santa Teresa, y su automóvil y sus joyas, todo lo vendía hasta alcanzar una cifra respetable, y luego soñaba que tomaba un avión a París, en donde alquilaba un piso muy pequeño, un estudio, digamos entre Villiers y la Porte de Clichy, y luego se iba a ver a un médico famoso, un cirujano plástico que hacía maravillas, para que le realizara un lifting, para que le arreglara la nariz y los pómulos, para que le aumentara los senos, en fin, que al salir de la mesa de operaciones parecía otra, una mujer diferente, ya no de cincuenta y tantos años sino de cuarenta y tantos o, mejor, cuarenta y pocos, irreconocible, nueva, cambiada, rejuvenecida, aunque por supuesto durante un tiempo iba vendada a todas partes, como si fuera la momia, no la momia egipcia sino la momia mexicana, cosa que le gustaba, salir a pasear en el metro, por ejemplo, sabiendo que todos los parisinos la miraban subrepticiamente, incluso algunos le cedían el asiento, pensando o imaginando los dolores horribles, quemaduras, accidente de tránsito, por los que había pasado aquella desconocida silenciosa y estoica, y luego bajarse del metro y entrar en un museo o en una galería de arte o en una librería de Montparnasse, y estudiar francés dos horas diarias, con alegría, con ilusión, qué bonito es el francés, qué idioma más musical, tiene un je ne sais quoi, y luego, una mañana lluviosa, quitarse las vendas, despacio, como un arqueólogo que acaba de encontrar un hueso indescriptible, como una niña de gestos lentos que deshace, paso a paso, un regalo que quisiera dilatar en el tiempo, ¿para siempre?, casi para siempre, hasta que finalmente cae la última venda, ¿adónde cae?, al suelo, a la moqueta o a la madera, pues el suelo es de primera calidad, y en el suelo todas las vendas se estremecen como culebras, o todas las vendas abren sus ojos adormilados como culebras, aunque ella sabe que no son culebras sino más bien los ángeles de la guarda de las culebras, y luego alguien le acerca un espejo y ella se contempla, se asiente, se aprueba con un gesto en el que redescubre la soberanía de su niñez, el amor de su padre y de su madre, y luego firma algo, un papel, un documento, un cheque, y se marcha por las calles de París. ¿Hacia una nueva vida?, dijo Juan de Dios Martínez. Supongo que sí, dijo la directora. Tú a mí me gustas tal como eres, dijo Juan de Dios Martínez. Una nueva vida sin mexicanos ni México ni enfermos mexicanos, dijo la directora. Tú a mí me vuelves loco tal como eres, dijo Juan de Dios Martínez.
Al finalizar el año 1996, se publicó o se dijo en algunos medios mexicanos que en el norte se filmaban películas con asesinatos reales, snuff-movies, y que la capital del snuff era Santa Teresa. Una noche dos periodistas embozados hablaron con el general Humberto Paredes, antiguo jefe de la policía del DF, en su castillo amurallado de la colonia del Valle. Los periodistas eran el viejo Macario López Santos, un colmillo de la nota roja desde hacía más de cuarenta años, y Sergio González. La cena con que los agasajó el general consistía en tacos de carnita extra chilosos y tequila La Invisible. Cualquier otra cosa que se echara al buche de noche sólo conseguía provocarle agruras. Mediada la comida, Macario López le preguntó qué opinaba sobre la industria del snuff en Santa Teresa y el general les dijo que durante su dilatada vida profesional había visto muchas barbaridades, pero que nunca había visto una película de esas características y que dudaba de que existieran. Pero existen, le dijo el viejo periodista. Puede que existan, puede que no existan, le respondió el general, lo raro es que yo, que lo vi y lo supe todo, no haya visto ninguna. Los dos periodistas convinieron en que eso, efectivamente, era raro, aunque dejaron caer la sugerencia de que tal vez, en la época en que el general estuvo en activo, aquella modalidad del horror no se hubiera desarrollado aún. El general no estuvo de acuerdo: según él, la pornografía había alcanzado su total desarrollo poco antes de la revolución francesa. Todo lo que uno pudiera ver en una película holandesa actual o en una colección de fotos o en un librito sicalíptico, ya había sido fijado con anterioridad al año 1789, y en gran medida era una repetición, una vuelta de tuerca a una mirada que ya miraba. General, le dijo Macario López Santos, usted habla a veces igualito que Octavio Paz, ¿no lo estará leyendo? El general soltó una risotada y dijo que lo único que había leído, y de esto hacía muchos años, era El laberinto de la soledad, y que no había entendido nada. Entonces yo era muy jovencito, dijo el general mirando a los periodistas fijamente, debía tener unos cuarenta años. Ah, que mi general, dijo Macario López. Luego hablaron sobre la libertad y el mal, sobre las autopistas de la libertad en donde el mal es como un Ferrari, y al cabo de un rato, cuando una vieja sirvienta retiró los platos y les preguntó si los señores iban a querer café, volvieron al tema de las snuff-movies. Según Macario López la situación en México había experimentado algunos reacomodos novedosos. Por una parte nunca como entonces había habido tanta corrupción. A esto había que sumar el problema del narcotráfico y de las montañas de dinero que se movían alrededor de este nuevo fenómeno. La industria del snuff, en este contexto, era sólo un síntoma. Un síntoma virulento en el caso de Santa Teresa, pero sólo un síntoma, al fin y al cabo. La respuesta del general fue apaciguadora. Dijo que no creía que la corrupción de ahora fuera mayor que la que hubo en otros gobiernos del pasado. Si la comparábamos con la que hubo durante el gobierno de Miguel Alemán, por ejemplo, era menor, y también resultaba menor comparada con la del sexenio de López Mateos. La desesperación ahora tal vez fuera mayor, pero no la corrupción. El narcotráfico, les concedió, era algo nuevo, pero el peso real del narcotráfico en la sociedad mexicana (y también en la norteamericana) estaba sobrevalorado. Lo único que era necesario para hacer una película snuff, les dijo, era dinero, sólo dinero, y dinero había habido antes de que el narco asentara sus reales y también industria pornográfica y sin embargo la película, la famosa película, no se había hecho. Puede que usted no la haya visto, general, dijo Macario López. El general se rió y su risa se perdió entre los arriates del jardín oscuro. Yo lo vi todo, mi buen Macario, contestó. Antes de marcharse, el viejo periodista de la nota roja le comentó que no había tenido el gusto de saludar a ningún guardaespaldas al llegar a la vieja casa amurallada de la colonia del Valle. El general le respondió que eso se debía a que ya no tenía guardaespaldas. ¿Y eso por qué, mi general?, preguntó el periodista. ¿Se le rindieron los enemigos? Los servicios de seguridad cada día están más caros, Macario, dijo el general mientras los acompañaba por un camino bordeado de buganvillas hasta la puerta, y yo prefiero gastarme mis pesitos en caprichos más amables. ¿Y si lo atacan? El general se llevó una mano a la espalda y les enseñó a ambos periodistas una Desert Eagle israelí, calibre 50 Magnum, con cargador de siete tiros. En el bolsillo, les dijo, llevaba siempre dos cargadores de repuesto. Pero no creo que tenga que utilizarla, les dijo, soy demasiado viejo y mis enemigos deben de creer que ya estoy criando malvas en el cementerio. Hay gente muy rencorosa, observó Macario López Santos. Eso es verdad, Macario, dijo el general, en México no sabemos perder ni ganar con verdadero espíritu deportivo. Claro que aquí perder significa morir y ganar, a veces, también significa morir, por lo que es difícil mantener un espíritu deportivo, pero, bueno, reflexionó el general, algunos le hacemos la lucha. Ah, que mi general, se rió Macario López Santos.
En enero de 1997 fueron detenidos cinco integrantes de la banda los Bisontes. Se les acusó de varios asesinatos cometidos con posterioridad al apresamiento de Haas. Los detenidos eran Sebastián Rosales, de diecinueve años, Carlos Camilo Alonso, de veinte, René Gardea, de diecisiete, Julio Bustamante, de diecinueve, y Roberto Aguilera, de veinte. Los cinco tenían antecedentes de abusos sexuales y dos de ellos, Sebastián Rosales y Carlos Camilo Alonso, habían estado en prisión preventiva por la violación de una menor, María Inés Rosales, prima carnal de Sebastián, la cual retiró la denuncia a los pocos meses de haber ingresado éste en el penal de Santa Teresa. De Carlos Camilo Alonso se dijo que era el inquilino de la casa de la calle García Herrero en donde se encontraron los cuerpos de Estefanía y Herminia. A los cinco se les acusó de haber secuestrado, violado, torturado y asesinado a las dos mujeres muertas halladas en el barranco de Podestá, así como de la muerte de Marisol Camarena, cuyo cadáver fue encontrado en un tambo lleno de ácido, y de la muerte de Guadalupe Elena Blanco, además de los asesinatos de Estefanía y Herminia. En el interrogatorio al que fueron sometidos Carlos Camilo Alonso perdió todos los dientes y sufrió rotura del tabique nasal, dizque en un intento de suicidio. Roberto Aguilera terminó con cuatro costillas rotas. Julio Bustamante fue encerrado en un calabozo con dos bujarrones, los cuales lo sodomizaron hasta cansarse, amén de someterlo a una madriza cada tres horas y romperle los dedos de la mano izquierda. Se organizó una rueda de sospechosos y de los diez vecinos de la calle García Herrero sólo dos reconocieron a Carlos Camilo Alonso como el inquilino del 677. Dos testigos, uno de los cuales era un conocido soplón de la policía, declararon haber visto a Sebastián Rosales, durante la semana en que secuestraron a Estefanía y Herminia, a bordo de un Peregrino negro. Según les dijo el mismo Rosales, se trataba de un coche que acababa de robar. En poder de los Bisontes se encontraron tres armas de fuego: dos pistolas CZ modelo 85 de 9 mm y una Heckler & Koch alemana. Otro testigo, sin embargo, dijo que Carlos Camilo Alonso se jactaba de poseer una Smith & Wesson como la que había sido utilizada para matar a las dos hermanas. ¿Dónde estaba el arma? Según el mismo testigo, Carlos Camilo le dijo que se la había vendido a unos narcos gringos a quienes conocía. Por otra parte, cuando los Bisontes ya estaban detenidos, se descubrió casualmente que uno de ellos, Roberto Aguilera, era el hermano menor de un tal Jesús Aguilera, interno en el penal de Santa Teresa y apodado el Tequila, gran amigo y protegido de Klaus Haas. Las conclusiones no tardaron en materializarse. Era muy probable, dijo la policía, que la serie de asesinatos protagonizados por los Bisontes fueran asesinatos por encargo. Haas pagaba, según esta versión, tres mil dólares por cada muerta que reuniera unas características semejantes a sus propios asesinatos. La noticia no tardó en ser filtrada a la prensa. Hubo voces que pidieron la dimisión del alcaide. Se dijo que la cárcel estaba en poder de bandas organizadas de criminales y que sobre todas ellas reinaba Enriquito Hernández, el narco de Cananea y verdadero mandamás de la prisión, desde donde seguía controlando impunemente sus negocios. En La Tribuna de Santa Teresa apareció un artículo que maridaba a Enriquito Hernández y Haas en el tráfico de drogas disfrazado de negocio legal de importación y exportación de componentes de computadoras a uno y otro lado de la frontera. El artículo no estaba firmado y el periodista que lo escribió sólo había visto a Haas una vez en su vida, lo que no fue óbice para que pusiera en su boca declaraciones que éste jamás había realizado. El caso de los asesinatos en serie de mujeres ha concluido con éxito, declaró a la televisión de Hermosillo (y fue reproducido en las noticias de las grandes cadenas del DF) José Refugio de las Heras, el presidente municipal de Santa Teresa. Todo lo que a partir de ahora suceda entra en el rubro de los crímenes comunes y corrientes, propios de una ciudad en constante crecimiento y desarrollo. Se acabaron los psicópatas.
Una noche, mientras leía a George Steiner, recibió una llamada que al principio no supo identificar. Una voz muy excitada y con acento extranjero decía todo es mentira, todo es una trampa, no como si acabara de llamarlo sino como si ya llevaran media hora hablando. ¿Qué quiere?, le preguntó, ¿con quién quiere hablar? ¿Es usted Sergio González?, dijo la voz. Soy yo. Órale, cabrón, cómo le va, dijo la voz. Parecía como si viniera de muy lejos, pensó Sergio. ¿Quién es?, preguntó. ¿Ah, chingados, no me reconoce?, preguntó la voz con un dejo de asombro. ¿Klaus Haas?, dijo Sergio. En el otro lado de la línea escuchó una risa y luego una especie de viento metálico, el ruido del desierto y el ruido de las cárceles en la noche. El mismo, cabrón, ya veo que no me ha olvidado. No, no lo he olvidado, dijo Sergio. ¿Cómo podía olvidarlo? Tengo poco tiempo, dijo Haas. Sólo quería decirle que no es verdad esa bola de que yo he pagado a los Bisontes. Mucha galleta tendría que tener para pagar tantas muertes. ¿Galleta?, dijo Sergio. Dinero, dijo Haas. Soy amigo del Tequila, un bato loco al que llaman así, y el Tequila es hermano de uno de los Bisontes. Pero eso es todo. No hay más, se lo juro por ésta, dijo la voz con acento extranjero. Cuénteselo a su abogada, dijo Sergio, yo ya no escribo sobre los crímenes de Santa Teresa. Al otro lado Haas se rió. Es lo que todo el mundo me dice. Cuéntelo por aquí, cuéntelo por allá. Mi abogada ya lo sabe, dijo. Yo no puedo hacer nada por usted, dijo Sergio. Mire por dónde, yo creo que sí, dijo Haas. Luego Sergio volvió a escuchar el ruido de tuberías, rasguños, un viento huracanado que llegaba por rachas. ¿Qué haría yo si estuviera encerrado?, pensó Sergio. ¿Me refugiaría en un rincón, tapado con mi colcha, como un niño? ¿Temblaría? ¿Pediría ayuda, lloraría, intentaría suicidarme? Me quieren hundir, dijo Haas. Aplazan el juicio. Me temen. Me quieren hundir. Luego escuchó el ruido del desierto y algo que le parecieron los pasos de un animal. Todos nos estamos volviendo locos, pensó. ¿Haas? ¿Sigue usted allí? Nadie le contestó.
Tras la detención en enero de la banda de los Bisontes, la ciudad se dio un respiro. El mejor regalo de Reyes, tituló La Voz de Sonora la noticia del apresamiento de los cinco pachucos. Ciertamente, hubo muertos. Murió apuñalado un ladrón habitual cuyo teatro de operaciones eran las calles del centro, murieron dos tipos vinculados al narcotráfico, murió un criador de perros, pero nadie encontró a ninguna mujer violada y torturada y después asesinada. Eso en el mes de enero. Y en el mes de febrero se repitió lo mismo. Las muertes habituales, sí, las usuales, gente que empezaba festejando y terminaba matándose, muertes que no eran cinematográficas, muertes que pertenecían al folklore pero no a la modernidad: muertes que no asustaban a nadie. El asesino en serie oficialmente estaba entre rejas. Sus imitadores o seguidores o empleados también. La ciudad podía respirar tranquila.
En enero, el corresponsal de un periódico de Buenos Aires, de paso a Los Ángeles, se detuvo tres días en Santa Teresa y escribió una crónica sobre la ciudad y los asesinatos de mujeres. Intentó visitar a Haas en la cárcel, pero el permiso le fue denegado. Asistió a una corrida de toros. Estuvo en el burdel Asuntos Internos y se acostó con una puta llamada Rosana. Visitó la discoteca Domino’s y el bar Serafino’s. Conoció a un colega periodista de El Heraldo del Norte y consultó, en el mismo periódico, el dossier sobre mujeres desaparecidas, secuestradas y asesinadas. El periodista del Heraldo le presentó a un amigo el cual le presentó a otro amigo que decía haber visto una película snuff. El argentino le dijo que él quería verla. El amigo del amigo del periodista le preguntó cuántos dólares estaba dispuesto a pagar. El argentino le dijo que él no daba ni medio mango por una cochinada de esas características, que sólo quería verla por interés profesional y también, tenía que reconocerlo, por curiosidad. El mexicano le dio una cita en una casa de la parte norte de la ciudad. El argentino tenía los ojos verdes y medía un metro noventa y pesaba casi cien kilos. Acudió a la cita y vio la película. El mexicano era chaparro y tirando a gordito y mientras veían la película estuvo muy quieto, sentado en un sofá al lado del argentino, como una señorita. Durante todo lo que duró la película el argentino estuvo esperando el momento en que el mexicano le iba a tocar la pinga. Pero el mexicano no hizo nada, salvo respirar ruidosamente, como si no quisiera perderse ni un centímetro cúbico de oxígeno previamente respirado por el argentino. Cuando la película acabó el argentino le pidió, con buenas maneras, una copia, pero el mexicano no quiso ni oír hablar de eso. Esa noche se fueron a tomar cervezas a un local llamado El Rey del Taco. Mientras bebían el argentino, por un instante, creyó que todos los camareros eran zombis. Le pareció normal. El local era enorme, lleno de murales y pinturas alusivas a la infancia del Rey del Taco y sobre las mesas flotaba un aire denso, de pesadilla detenida. En determinado momento el argentino pensó que alguien había echado alguna droga en su cerveza. Se despidió repentinamente y volvió a su hotel en taxi. Al día siguiente tomó un autobús que lo llevó hasta Phoenix y allí tomó un avión hasta Los Ángeles, en donde durante el día se dedicó a hacerles entrevistas a los actores que se dejaban, que eran pocos, y por las noches escribía un largo artículo sobre los asesinatos de mujeres en Santa Teresa. El artículo estaba centrado en la industria del cine porno y en la subindustria clandestina de las snuff movies. El término snuff movie, según el argentino, había sido inventado en la Argentina, aunque no por un nacional sino por una pareja de norteamericanos que se desplazó hasta allá para filmar una película. Los norteamericanos se llamaban Mike y Clarissa Epstein y contrataron a dos actores porteños de cierto renombre aunque en horas bajas y a varios jóvenes, algunos de los cuales fueron luego muy conocidos. El equipo técnico también era argentino, salvo el cámara, un amigote de Epstein llamado JT Hardy que llegó a Buenos Aires un día antes de que comenzara la filmación. Esto había ocurrido en 1972, cuando en Argentina se hablaba de revolución, de revolución peronista, de revolución socialista e incluso de revolución mística. Por las calles deambulaban los psicoanalistas y los poetas y desde las ventanas eran observados por los brujos y por la gente oscura. Cuando JT llegó a Buenos Aires en el aeropuerto lo esperaban Mike y Clarissa Epstein, que cada día que pasaba estaban más entusiasmados con Argentina. Mientras se dirigían en taxi hasta la casa que habían alquilado en la periferia de la ciudad Mike le confesó que aquello, y para expresarse mejor extendió los brazos y abarcó todo, era como el oeste, el oeste norteamericano, mejor que el oeste norteamericano, porque allá, en el oeste, bien mirado, los vaqueros sólo servían para arrear ganado, y aquí, en la pampa vislumbrada cada vez con mayor claridad, los vaqueros eran cazadores de zombis. ¿Va de zombis la película?, quiso saber JT. Hay alguno, dijo Clarissa. Esa noche, en honor del cámara, se realizó un asado típico del país en el jardín de los Epstein, junto a la piscina, adonde asistieron los actores y el equipo técnico. Dos días después se marcharon al Tigre. Al cabo de una semana de rodaje volvió todo el equipo a Buenos Aires. Descansaron un par de días, los actores, jóvenes en su mayoría, fueron a ver a sus padres y amigos, y JT leyó, junto a la piscina de los Epstein, el guión. No se enteró de gran cosa y, lo que es peor, no reconoció en lo escrito ninguna de las escenas que había filmado en el Tigre. Poco después, en una flota de dos camiones y una camioneta, marcharon a la pampa. Parecían, dijo uno de los actores argentinos, una cuadrilla de gitanos internándose en lo desconocido. El viaje fue interminable. La primera noche durmieron en una especie de motel para camioneros y Mike y Clarissa protagonizaron su primera riña. Una actriz argentina de dieciocho años se puso a llorar y dijo que quería irse a su casa, con su mamá y sus hermanitos. Uno de los actores argentinos con pinta de galán se emborrachó y se quedó dormido en el baño y los demás actores tuvieron que arrastrarlo hasta su habitación. Al día siguiente Mike los despertó a todos muy temprano y volvieron, cabizbajos, a la carretera. Las comidas, para ahorrar, las hacían junto a los ríos, como si estuvieran de picnic. Las chicas cocinaban bien e incluso los chicos parecían tener aptitudes en la preparación de asados. La dieta era a base de carne y vino. Casi todos llevaban cámaras fotográficas y durante los altos para comer aprovechaban para hacerse fotos mutuamente. Algunos hablaban en inglés con Clarissa y con JT, para practicar, decían. Mike, por el contrario, hablaba con todos en español, un español plagado de expresiones en lunfardo que hacía sonreír a los chicos. Al cuarto día de viaje, cuando JT creía que se hallaba en medio de una pesadilla, arribaron a una estancia, donde fueron recibidos por los dos únicos empleados, un matrimonio cincuentón que se ocupaba del mantenimiento de la casa y los establos. Mike habló un rato con ellos, les dijo que era amigo del patrón, y luego todo el mundo bajó de los camiones y tomaron posesión de la casa. Esa misma tarde se reanudó el trabajo. Filmaron una escena en el campo, un tipo que preparaba una hoguera, una tipa que estaba atada a una cerca de alambres, dos tipos que hablaban de negocios sentados en el suelo comiendo grandes trozos de carne. La carne estaba caliente, por lo que los tipos se la cambiaban de mano cada cierto tiempo para no quemarse. Por la noche celebraron una fiesta. Se habló de política, de la necesidad de que hubiera una reforma agraria, de los dueños de la tierra, del futuro de Latinoamérica, y los Epstein y JT permanecieron callados, en parte porque no les interesaba el tema y en parte porque tenían cosas más importantes en que pensar. Esa noche JT descubrió que Clarissa le ponía los cuernos a Mike con uno de los actores, aunque a Mike no parecía importarle. Al día siguiente filmaron en el interior de la estancia. Escenas de sexo, las que mejor se le daban a JT, que era un experto en la preparación de iluminación indirecta, en el oficio de proponer y sugerir. El empleado de la estancia carneó una ternera, que se comerían al mediodía, y Mike lo acompañó provisto de varias bolsas de plástico. Cuando volvió las bolsas estaban llenas de sangre. El rodaje de aquella mañana fue lo más parecido a una carnicería. Dos de los actores se suponía que mataban a una de las actrices y que luego la destazaban, envolvían sus restos en trozos de arpillera y salían a enterrarla al campo. Se emplearon pedazos de carne de la ternera carneada en la madrugada y la casi totalidad de sus vísceras. Una de las chicas argentinas lloró y dijo que estaban filmando una cochinada. La empleada de la estancia, por el contrario, parecía muy divertida. Al tercer día de rodaje, un domingo, apareció en la estancia la patrona a bordo de un Bentley. El único Bentley que JT recordaba era el de un productor de Hollywood, en una época lejana, cuando él todavía pensaba que en Hollywood podía hallar su futuro. La patrona tenía unos cuarentaicinco años y era una rubia guapa y elegante que hablaba un inglés mucho más correcto que el de los tres norteamericanos. Los chicos argentinos al principio la trataron con reserva. Como si desconfiaran de ella y como si ella, necesariamente, tuviera que desconfiar de ellos, lo que no era el caso. Además, la dueña de la estancia resultó ser una persona de lo más práctica: reorganizó la despensa de tal manera que nunca faltaran las viandas, mandó traer a otra mujer para ayudar a la empleada en las tareas de limpieza, estableció horarios en las comidas, puso su Bentley al servicio del director de la película. De golpe la estancia dejó de ser un poblado indio. O mejor dicho: la estancia perdida en la pampa dejó de ser Esparta y se convirtió en Atenas, tal como sonoramente lo expresó uno de los jóvenes actores durante las veladas nocturnas que a partir de la llegada de la dueña se organizaron diariamente en el amplio y acogedor porche. De estas veladas, que a veces se prolongaban hasta las tres o cuatro de la mañana, JT recordaría la disponibilidad para escuchar de la anfitriona, sus ojos vivaces, su piel que brillaba a la luz de la luna, las historias que contaba sobre su infancia en el campo y su adolescencia en un internado suizo. A veces, sobre todo cuando estaba solo, en su habitación, acostado y tapado con una manta hasta la cabeza, JT pensaba que tal vez esa mujer era la mujer que había buscado infructuosamente toda su vida. ¿Qué vine a hacer aquí, se preguntaba, sino a conocerla? ¿Qué sentido tiene la asquerosa e incomprensible película de Mike sino la posibilidad de que yo me desplazara a este país perdido y la conociera? ¿Significaba algo el que yo estuviera sin trabajo cuando Mike me llamó? ¡Claro que significaba algo! Significaba que no me quedaba más remedio que aceptar su oferta y así conocerla. La dueña de la estancia se llamaba Estela y JT era capaz de repetir su nombre hasta que se le quedaba la boca seca. Estela, Estela, decía una y otra vez, debajo de las mantas, como un gusano o un topo insomne. Por el día, sin embargo, cuando se encontraban o cuando hablaban el cámara era todo discreción y prudencia. No se permitía miradas de carnero degollado, no se permitía sugerencias ni deliquios amorosos. Su relación con la anfitriona no se desvió en ningún momento de los estrictos cauces de la cortesía y del respeto. Cuando acabó el rodaje la dueña de la estancia se ofreció a llevar en su Bentley a los Epstein y a JT, pero éste prefirió hacer el viaje de vuelta a Buenos Aires con el equipo de actores. Tres días después los Epstein lo fueron a dejar al aeropuerto y JT no se atrevió a preguntarles directamente por Estela. Tampoco les preguntó nada de la película. En Nueva York intentó vanamente olvidarla. Los primeros días estuvieron teñidos de melancolía y tristeza y JT pensó que jamás podría recuperarse. ¿Además: recuperarse para qué? Con el transcurso del tiempo, sin embargo, su espíritu comprendió que no había perdido nada sino que había ganado mucho. Al menos, se dijo a sí mismo, he conocido a la mujer de mi vida. Otros, la mayoría, la entrevén en las películas, la sombra de grandes actrices, la mirada de tu verdadero amor. Yo, por el contrario, la vi en carne y hueso, oí su voz, vi su silueta recortada sobre la pampa infinita. Le hablé y ella también me habló. ¿De qué puedo quejarme? En Buenos Aires, mientras tanto, el montaje de la película lo realizó Mike en un estudio que alquilaba por horas, baratísimo, de la calle Corrientes. Un mes después de haber terminado la filmación una de las jóvenes actrices se enamoró de un revolucionario italiano que estaba de paso por Buenos Aires y se marchó con él a Europa. Se corrió la voz de que ambos, la actriz y el italiano, sin especificar el motivo, habían desaparecido. Luego, sin que se sepa por qué, se dijo que la actriz había muerto durante el rodaje de la película de Epstein, y poco después se rumoreó, aunque hay que aclarar que nadie se lo tomó en serio, que Epstein y su troupe la habían matado. Según esta última versión Epstein quería filmar un asesinato real y se había servido para tales propósitos, con la anuencia de los demás actores y del staff técnico, todos, a esa altura del delirio, inmersos en misas satánicas, de la actriz menos conocida y más inerme del reparto. Enterado de los rumores, Epstein personalmente se encargó de propagarlos y la historia, con ligeras variantes, llegó a algunos círculos cinéfilos de los Estados Unidos. Al año siguiente se estrenó la película en Los Ángeles y Nueva York. El fracaso fue absoluto. Se trataba de una película doblada al inglés, caótica, con un guión endeble y unas actuaciones lamentables. Epstein, que volvió a los Estados Unidos, trató de explotar el filón morboso, pero un comentarista televisivo demostró, fotograma a fotograma, que la supuesta escena del crimen real era una impostura. Esa actriz, concluyó el crítico, merece estar muerta por su deficiente actuación, pero lo cierto es que, al menos en esta película, nadie tuvo el buen juicio de liquidarla. Después de Snuff Epstein filmó dos películas más, ambas de bajo presupuesto. Clarissa, su mujer, se quedó en Buenos Aires, en donde se puso a vivir con un productor de cine argentino. Su nuevo acompañante, de filiación peronista, participó posteriormente como miembro activo de un batallón de la muerte que empezó matando a trotskistas y montoneros y que terminó haciendo desaparecer a niños y amas de casa. Durante la dictadura militar Clarissa volvió a los Estados Unidos. Un año antes, mientras rodaba la que sería su última película (y en cuyos títulos de crédito su nombre no aparece), Epstein murió al caerse por el hueco de un ascensor. El estado en el que quedó el cadáver tras una caída de catorce pisos fue, según los testigos, indescriptible.
La segunda semana de marzo de 1997 se reanudó la ronda macabra con el hallazgo de un cuerpo en una zona desértica del sur de la ciudad, llamada El Rosario, que entraba en los planes urbanísticos municipales y en donde se pensaba construir un barrio de casas al estilo Phoenix. El cuerpo fue hallado semienterrado a unos cincuenta metros del camino que cruzaba El Rosario y que lo conectaba a una carretera de terracería que salía por la parte este del barranco de Podestá. El cuerpo fue descubierto por un campesino de un rancho de las cercanías que pasaba por allí a caballo. Según los forenses la muerte se debió a estrangulamiento, con rotura del hueso hioides. En el cadáver, pese a su estado de descomposición, era posible apreciar huellas de golpes producidos por un objeto contundente en la cabeza, manos y piernas. Probablemente hubo violación. La fauna cadavérica encontrada en el cuerpo indicaba como fecha de fallecimiento aproximadamente la primera o la segunda semana de febrero. No hay identificación, aunque sus datos coinciden con los de Guadalupe Guzmán Prieto, de once años de edad, desaparecida el ocho de febrero, al atardecer, en la colonia San Bartolomé. Se realizaron estudios de antropometría y odontología para establecer la identidad, con resultados positivos. Posteriormente se le practica al cadáver una nueva necropsia y se confirman los golpes y hematomas en el cráneo, la equimosis en el cuello, así como la rotura del hueso hioides. Según uno de los judiciales a cargo del caso, existe la posibilidad de que haya sido ahorcada con las manos. Se detectan asimismo golpes en el muslo derecho y en los glúteos. Los padres reconocieron el cadáver como el de su hija Guadalupe. Según La Voz de Sonora el cuerpo estaba bien conservado, lo que ayudó a la identificación, con la piel acartonada, como si las tierras yermas y amarillas de El Rosario propiciaran una suerte de momificación.
Cuatro días después del hallazgo del cadáver de la niña Guadalupe Guzmán Prieto se encontró en el cerro Estrella, en la ladera este, el cuerpo de Jazmín Torres Dorantes, también de once años de edad. Como causa de la muerte se dictaminó un shock hipovolémico producido por las más de quince puñaladas que le asestó su agresor o agresores. El frotis vaginal y anal determinó que había sido violada repetidas veces. El cadáver estaba completamente vestido: sudadera caqui, pantalón de mezclilla de color azul y tenis baratos. La niña vivía en la parte oeste de la ciudad, en la colonia Morelos, y había sido secuestrada, aunque su caso no había salido a la luz pública, hacía veinte días. La policía detuvo a ocho jóvenes de la colonia Estrella, miembros de una banda dedicada al robo de coches y al tráfico al por menor de drogas como autores del crimen. Tres de los jóvenes pasaron al juez de menores y otros seis terminaron como presos preventivos en el penal de Santa Teresa, aunque no había ninguna prueba concluyente contra ellos.
Dos días después de hallarse el cadáver de Jazmín, un grupo de niños localizó en un baldío al oeste del Parque Industrial General Sepúlveda el cuerpo sin vida de Carolina Fernández Fuentes, de diecinueve años de edad, trabajadora de la maquiladora WS-Inc. Según el forense la muerte había ocurrido hacía dos semanas. El cuerpo estaba completamente desnudo, aunque a quince metros se halló un sostén de color azul, manchado de sangre, y a unos cincuenta metros una media de nylon, de color negro, de mediana calidad. Interrogada la persona que compartía habitación con Carolina, trabajadora como ella en WS-Inc, declaró que el sostén era de la occisa, pero que la media, sin ninguna duda, no pertenecía a su amiga y compañera tan querida, pues ésta sólo utilizaba pantis y jamás se había puesto una media, prenda que juzgaba más propia de putas que de una operaria de la maquila. Realizado el análisis pertinente, sin embargo, resultó que tanto la media como el sostén tenían restos de sangre y que en ambos casos procedían de la misma persona, Carolina Fernández Fuentes, por lo que corrió el rumor de que la tal Carolina llevaba una doble vida o que la noche en que encontró la muerte había participado voluntariamente en una orgía, pues también se encontraron restos de semen en la vagina y ano. Durante dos días se interrogó a algunos hombres de la WS-Inc que pudieran estar relacionados con su muerte, sin ningún éxito. Los padres de Carolina, originarios del pueblo de San Miguel de Horcasitas, viajaron a Santa Teresa y no hicieron declaraciones. Reclamaron el cadáver de su hija, firmaron los papeles que les pusieron delante y volvieron en autobús a Horcasitas con lo que quedaba de Carolina. La causa de la muerte fueron cinco puñaladas punzocortantes en el cuello. Según los expertos, no murió en el lugar donde fue encontrada.
Tres días después del hallazgo del cuerpo de Carolina, en el aciago mes de marzo de 1997, se localizó a una mujer de entre dieciséis y veinte años, en unos pedregales cercanos a la carretera a Pueblo Azul. El cadáver estaba en un estado avanzado de descomposición por lo que se supone que llevaba muerta al menos quince días. El cuerpo estaba completamente desnudo y sólo llevaba unos pendientes dorados, de latón, con forma de elefantitos. Se permitió que varias familias de desaparecidas lo vieran, pero nadie lo reconoció como el de una de sus hijas, hermanas, primas o esposas. Según el forense el cadáver presentaba señales de mutilación en el seno derecho y el pezón del pecho izquierdo le había sido arrancado, probablemente de un mordisco o empleando un cuchillo, la putrefacción del cuerpo hacía imposible hacerse una idea más exacta. Se dictaminó oficialmente como causa de la muerte: rotura del hueso hioides.
En la última semana de marzo se descubrió el esqueleto de otra mujer, a unos cuatrocientos metros de la carretera a Cananea, en medio, podría decirse, del desierto. Los descubridores fueron tres estudiantes y un maestro de historia norteamericanos, de la Universidad de Los Ángeles, que viajaban en moto por el norte de México. Según los norteamericanos, se internaron con las motos por un camino vecinal, buscando una aldea yaqui, y se perdieron. Según los policías de Santa Teresa los gringos se salieron del camino para cometer actos nefandos, es decir para encularse mutuamente, y los metieron a los cuatro en un calabozo a la espera de acontecimientos. Entrada la noche, cuando los estudiantes y su profesor llevaban más de ocho horas encerrados, apareció por la comisaría Epifanio Galindo y quiso escuchar la historia. Los norteamericanos la repitieron e incluso trazaron un mapa que indicaba el sitio exacto en donde encontraron el cadáver semienterrado. A la pregunta de si no era posible que hubieran confundido los huesos de una res o de un coyote con los de un ser humano, el profesor respondió que ningún animal, salvo, tal vez, un primate, poseía la calavera de una persona. El tonito con que lo dijo molestó a Epifanio, que decidió presentarse en el lugar de los hechos al día siguiente, de amanecida, y en compañía de los gringos, por lo que determinó que para agilizar los trámites éstos permanecieran a mano, es decir como invitados de la policía de Santa Teresa, en una celda en donde sólo estuvieran los cuatro, así como que se les alimentara a cuenta del erario público, pero no con el rancho carcelario sino con comida decente que un policía fue a buscar a la cafetería más cercana. Y, pese a las protestas de los extranjeros, así se hizo. Al día siguiente, Epifanio Galindo, varios policías y dos judiciales se presentaron acompañados de los descubridores del cuerpo en el lugar de los hechos, un lugar conocido como El Pajonal, denominación que a todas luces resultaba más la expresión de un deseo que una realidad, pues allí no había ni pajonales ni nada que se le pareciera, sino sólo desierto y piedras y, de tanto en tanto, arbustos verdigrises cuya sola visión entristecía el semblante de quien observara semejante yermo. Allí, mal enterrados, en el sitio exacto marcado por los gringos, encontraron los huesos. Según el forense, se trataba de una mujer joven a la que le habían roto el hueso hioides. No llevaba ropa ni zapatos ni nada que facilitara su identificación. Trajeron el cadáver encuerado o bien la desnudaron antes de enterrarla, dijo Epifanio. ¿Llamas enterrar a esto?, dijo el forense. Pues no, señor, no se esmeraron, dijo Epifanio, no se esmeraron.
Al día siguiente se encontró el cadáver de Elena Montoya, de veinte años, a un lado del camino vecinal del cementerio al rancho La Cruz. La mujer desde hacía tres días faltaba de su domicilio y ya había sido cursada una denuncia por desaparición. El cuerpo presentaba heridas punzocortantes en la zona abdominal, abrasaduras en las muñecas y tobillos y marcas en el cuello, además de una herida en el cráneo producida por un objeto contundente, tal vez un martillo o una piedra. El caso lo llevó el judicial Lino Rivera y su primera medida fue interrogar al marido de la occisa, Samuel Blanco Blanco, el cual permaneció bajo interrogatorio durante cuatro días, al cabo de los cuales se le dejó marchar por falta de pruebas. Elena Montoya trabajaba en la maquiladora Cal&Son y tenía un hijo de tres meses.
El último día de marzo unos niños pepenadores hallaron un cadáver en el basurero El Chile, en un estado de descomposición total. Lo que quedaba de él fue trasladado al Instituto Anatómico Forense de la ciudad en donde se le practicaron todos los protocolos de rigor. Resultó que se trataba de una mujer de entre quince y veinte años. No se pudieron dictaminar las causas de la muerte, la cual, según los forenses, había acontecido hacía más de doce meses. Estos datos, sin embargo, pusieron en alerta a la familia González Reséndiz, de Guanajuato, cuya hija desapareció por las mismas fechas, por lo que la policía de Guanajuato solicitó a la de Santa Teresa el informe anatómico de la desconocida hallada en El Chile, haciendo especial hincapié en el envío de las pruebas odontológicas. Una vez recibidas las pruebas se confirmó que la muerta era Irene González Reséndiz, de dieciséis años, fugada del domicilio paterno en enero de 1996, tras reñir con la familia. Su padre era un conocido político priísta de la provincia y su madre había salido en un programa de televisión de gran audiencia pidiéndole a su hija, delante de las cámaras y en directo, que regresara al hogar. Incluso una foto de Irene, una foto tipo pasaporte, se pegó durante un tiempo en los envases de botellas de leche, con sus señas personales y un teléfono. Ningún policía de Santa Teresa vio nunca esa foto. Ningún policía de Santa Teresa bebía leche. Excepto Lalo Cura.
Los tres forenses de Santa Teresa no se parecían entre sí. El mayor de ellos, Emilio Garibay, era gordo y grande y padecía asma. A veces le daban ataques de asma en la morgue, cuando estaba practicándole la autopsia a un cadáver, y él se aguantaba. Si tenía cerca a doña Isabel, la auxiliar, ésta sacaba de su chaqueta, colgada en el perchero, su inhalador y Garibay abría la boca, como un pollezno, y se dejaba chisgueterear. Pero cuando estaba solo se aguantaba y seguía haciendo su trabajo. Había nacido allí, en Santa Teresa, y todo parecía indicar que moriría allí. Su familia pertenecía a la clase media alta, a los poseedores de tierra, y muchos se enriquecieron vendiendo solares yermos a las maquiladoras que en los ochenta empezaron a instalarse a este lado de la frontera. Emilio Garibay, sin embargo, no había hecho negocios. O no muchos. Era profesor en la facultad de Medicina y como forense, desgraciadamente, nunca le faltó trabajo, así que tiempo para otras cosas, como los negocios, por ejemplo, no tenía. Era ateo y desde hacía años ya no leía ningún libro, pese a que en su casa atesoraba una biblioteca más que decente sobre temas de su especialidad, amén de algunos libros de filosofía, historia de México, y una que otra novela. A veces pensaba que ya no leía precisamente por ser ateo. Digamos que la no lectura era el escalón más alto del ateísmo o al menos del ateísmo tal cual él lo concebía. Si no crees en Dios, ¿cómo creer en un pinche libro?, pensaba.
El segundo forense se llamaba Juan Arredondo y era de Hermosillo, la capital del estado de Sonora. Sus estudios médicos, al contrario que Garibay que estudió en la UNAM, los realizó en la facultad de Medicina de la Universidad de Hermosillo. Tenía cuarentaicinco años, estaba casado con una santateresana con la que tenía tres hijos y su simpatía política se inclinaba por la izquierda, por el PRD, aunque nunca militó en ese partido. Como Garibay, alternaba su trabajo de forense con la enseñanza de su especialidad en la Universidad de Santa Teresa, en donde era apreciado por los alumnos, que veían en él más que a un profesor a un amigo. Su afición era ver la tele y comer con su familia en casa, aunque cuando llegaban invitaciones para congresos en el extranjero se volvía loco y trataba por todos los medios de conseguir uno de los billetes. El decano, que era amigo de Garibay, lo despreciaba, y en ocasiones, por puro desprecio, lo beneficiaba. Por este medio había viajado tres veces a los Estados Unidos, una a España y otra a Costa Rica. En una ocasión representó al Instituto Anatómico Forense y a la Universidad de Santa Teresa en un simposio celebrado en Medellín, Colombia, y cuando regresó parecía otro. No tenemos ni idea de lo que pasa allí, le dijo a su mujer, y no volvió a hablar del asunto.
El tercer forense se llamaba Rigoberto Frías y tenía treintaidós años. Era natural de Irapuato, Irapuato, y durante un tiempo trabajó en el DF, de donde salió repentinamente sin que mediara explicación alguna. Llevaba dos años trabajando en Santa Teresa, adonde llegó recomendado por un antiguo condiscípulo de Garibay, y era, a juicio de sus propios compañeros, puntilloso y eficiente. Trabajaba como ayudante de cátedra en la facultad de Medicina y vivía solo en una calle tranquila de la colonia Serafín Garabito. Su departamento era pequeño pero estaba amueblado con gusto. Tenía muchos libros y casi ningún amigo. Con sus alumnos, fuera de las horas de clase, apenas hablaba, y no hacía vida social, al menos no en el círculo docente. A veces, a una orden de Garibay, los tres forenses salían a desayunar juntos de madrugada. A esa hora sólo estaba abierta una cafetería de estilo norteamericano, que no cerraba las veinticuatro horas del día, y en donde se reunía la gente de los alrededores que no había pegado ojo: auxiliares y enfermeras del Hospital General Sepúlveda, conductores de ambulancia, familiares y amigos de accidentados, putas, estudiantes. La cafetería se llamaba Runaway y en la acera, junto a uno de sus ventanales, había una entrada de alcantarilla de la cual escapaban grandes vaharadas de vapor. El letrero del Runaway era verde y en ocasiones el vapor se teñía de verde, un verde intenso, como un bosque subtropical, y cuando Garibay lo veía indefectiblemente decía: chingados, qué bonito. Luego no decía nada más y los tres forenses esperaban a la mesera, una adolescente un poco gordita y muy morena, de Aguascalientes, según tenían entendido, que les llevaba café y les preguntaba qué querían desayunar. Generalmente el joven Frías no comía nada o si acaso un donut. Arredondo solía pedir un trozo de pastel con helado. Y Garibay, una chuleta de vaca sangrante. Tiempo atrás Arredondo le había dicho que aquello le iba fatal para sus articulaciones. A su edad, no debería, dijo. La respuesta de Garibay ya no la recordaba, pero fue escueta y perentoria. Mientras esperaban que les trajeran los desayunos los forenses permanecían en silencio, Arredondo mirándose el dorso de las manos, como si buscara alguna gotita de sangre, Frías mirando la mesa o con la vista perdida en el cielo raso ocre del Runaway y Garibay mirando la calle y los pocos coches que pasaban. A veces, muy raramente, los acompañaban dos estudiantes que se sacaban un sueldo extra como ayudantes de laboratorio o de mesa, y entonces solían hablar un poco más, pero por regla general permanecían en silencio, hundidos hasta el cuello en lo que Garibay llamaba la certeza del trabajo bien hecho. Después cada uno pagaba su cuenta y salían a la calle como gallinazos y uno de ellos, al que le tocara, volvía caminando al Instituto Anatómico y los otros dos bajaban al párking subterráneo y se separaban sin decirse adiós, y poco después salía un Renault, Arredondo agarrado con ambas manos al volante, y se perdía por la ciudad, y poco después salía otro coche, el Gran Marquis de Garibay, y las calles se lo tragaban como una pesadumbre cotidiana.
A esa misma hora los policías que acababan el servicio se juntaban a desayunar en la cafetería Trejo’s, un local oblongo y con pocas ventanas, parecido a un ataúd. Allí bebían café y comían huevos a la ranchera o huevos a la mexicana o huevos con tocino o huevos estrellados. Y se contaban chistes. A veces eran monográficos. Los chistes. Y abundaban aquellos que iban sobre mujeres. Por ejemplo, un policía decía: ¿cómo es la mujer perfecta? Pues de medio metro, orejona, con la cabeza plana, sin dientes y muy fea. ¿Por qué? Pues de medio metro para que te llegue exactamente a la cintura, buey, orejona para manejarla con facilidad, con la cabeza plana para tener un lugar donde poner tu cerveza, sin dientes para que no te haga daño en la verga y muy fea para que ningún hijo de puta te la robe. Algunos se reían. Otros seguían comiendo sus huevos y bebiendo su café. Y el que había contado el primero, seguía. Decía: ¿por qué las mujeres no saben esquiar? Silencio. Pues porque en la cocina no nieva nunca. Algunos no lo entendían. La mayoría de los polis no había esquiado en su vida. ¿En dónde esquiar en medio del desierto? Pero algunos se reían. Y el contador de chistes decía: a ver, valedores, defínanme una mujer. Silencio. Y la respuesta: pues un conjunto de células medianamente organizadas que rodean a una vagina. Y entonces alguien se reía, un judicial, muy bueno ése, González, un conjunto de células, sí, señor. Y otro más, éste internacional: ¿por qué la Estatua de la Libertad es mujer? Porque necesitaban a alguien con la cabeza hueca para poner el mirador. Y otro: ¿en cuántas partes se divide el cerebro de una mujer? ¡Pues depende, valedores! ¿Depende de qué, González? Depende de lo duro que le pegues. Y ya caliente: ¿por qué las mujeres no pueden contar hasta setenta? Porque al llegar al sesentainueve ya tienen la boca llena. Y más caliente: ¿qué es más tonto que un hombre tonto? (Ése era fácil). Pues una mujer inteligente. Y aún más caliente: ¿por qué los hombres no les prestan el coche a sus mujeres? Pues porque de la habitación a la cocina no hay carretera. Y por el mismo estilo: ¿qué hace una mujer fuera de la cocina? Pues esperar a que se seque el suelo. Y una variante: ¿qué hace una neurona en el cerebro de una mujer? Pues turismo. Y entonces el mismo judicial que ya se había reído volvía a reírse y a decir muy bueno, González, muy inspirado, neurona, sí, señor, turismo, muy inspirado. Y González, incansable, seguía: ¿cómo elegirías a las tres mujeres más tontas del mundo? Pues al azar. ¿Lo captan, valedores? ¡Al azar! ¡Da lo mismo! Y: ¿qué hay que hacer para ampliar la libertad de una mujer? Pues darle una cocina más grande. Y: ¿qué hay que hacer para ampliar aún más la libertad de una mujer? Pues enchufar la plancha a un alargue. Y: ¿cuál es el día de la mujer? Pues el día menos pensado. Y: ¿cuánto tarda una mujer en morirse de un disparo en la cabeza? Pues unas siete u ocho horas, depende de lo que tarde la bala en encontrar el cerebro. Cerebro, sí, señor, rumiaba el judicial. Y si alguien le reprochaba a González que contara tantos chistes machistas, González respondía que más machista era Dios, que nos hizo superiores. Y seguía: ¿cómo se llama una mujer que ha perdido el noventa y nueve por ciento de su cociente intelectual? Pues muda. Y: ¿qué hace el cerebro de una mujer en una cuchara de café? Pues flotar. Y: ¿por qué las mujeres tienen una neurona más que los perros? Pues para que cuando estén limpiando el baño no se tomen el agua del wáter. Y: ¿qué hace un hombre tirando a una mujer por la ventana? Pues contaminar el medio ambiente. Y: ¿en qué se parece una mujer a una pelota de squash? Pues en que cuanto más fuerte le pegas, más rápido vuelve. Y: ¿por qué las cocinas tienen una ventana? Pues para que las mujeres vean el mundo. Hasta que González se cansaba y se tomaba una cerveza y se dejaba caer en una silla y los demás policías volvían a dedicarse a sus huevos. Entonces el judicial, exhausto de una noche de trabajo, rumiaba cuánta verdad de Dios se hallaba escondida tras los chistes populares. Y se rascaba las verijas y ponía sobre la mesa de plástico su revólver Smith & Wesson modelo 686, de un kilo y casi doscientos gramos de peso, que hacía un ruido seco, como el de un trueno oído en la lejanía, al chocar contra la superficie de la mesa, y que lograba atraer la atención de los cinco o seis policías más cercanos, quienes escuchaban, no, quienes divisaban sus palabras, las palabras que el judicial pensaba decir, como si fueran espaldas mojadas perdidos en el desierto y divisaran un oasis o un poblado o una manada de caballos salvajes. Verdad de Dios, decía el judicial. ¿Quién chingados inventará los chistes?, decía el judicial. ¿Y los refranes? ¿De dónde chingados salen? ¿Quién es el primero en pensarlos? ¿Quién el primero en decirlos? Y tras unos segundos de silencio, con los ojos cerrados, como si se hubiera dormido, el judicial entreabría el ojo izquierdo y decía: háganle caso al tuerto, bueyes. Las mujeres de la cocina a la cama, y por el camino a madrazos. O bien decía: las mujeres son como las leyes, fueron hechas para ser violadas. Y las carcajadas eran generales. Una gran manta de risas se elevaba en el local oblongo, como si los policías mantearan a la muerte. No todos, por supuesto. Algunos, en las mesas más distantes, refinaban sus huevos con chile o sus huevos con carne o sus huevos con frijoles en silencio o hablando entre ellos, de sus cosas, aislados del resto. Desayunaban, como si dijéramos, acodados en la angustia y en la duda. Acodados en lo esencial que no lleva a ninguna parte. Ateridos de sueño: es decir de espaldas a las risas que propugnaban otro sueño. Por contra, acodados en los extremos de la barra, otros bebían sin decir nada, no más mirando el borlote, o murmurando qué jalada, o sin murmurar nada, simplemente fijando en la retina a los mordelones y a los judiciales.
La mañana de los chistes de mujeres, por ejemplo, cuando González y su compañero, el patrullero Juan Rubio, abandonaron el Trejo’s, Lalo Cura los estaba esperando. Y cuando González y su compañero quisieron deshacerse de Lalo Cura, de un rincón salió Epifanio y les dijo que mejor le hicieran caso al chavo. Según el patrullero Juan Rubio habían trabajado todo el turno de noche y estaban cansados y Epifanio era mucho Epifanio como para llevarle la contraria. Esta clase de evento gustaba tanto en la policía de Santa Teresa como los chistes de mujeres. En realidad, muchísimo más. Los dos coches enfilaron hacia un sitio discreto. A poca velocidad. Total, qué prisa había por partirse la madre. Primero el que conducía González, seguido a pocos metros por el de Epifanio. Dejaron atrás las calles pavimentadas y los edificios de más de tres pisos. Vieron por las ventanillas cómo el sol se levantaba. Se pusieron gafas negras. De uno de los coches salió la noticia del evento y poco después de llegar al descampado aparecieron por allí unos diez coches de policía. Los tipos bajaban de sus coches y se invitaban mutuamente a cigarrillos o se reían o pateaban las piedras del lugar. Los que tenían petacas se echaban sus tragos y hacían comentarios inocentes sobre el tiempo o sobre los negocios que se traían entre ellos. Al cabo de media hora todos los coches abandonaron el descampado dejando tras de sí una nube de polvo amarillo que quedó suspendida en el aire.
Hábleme de su genealogía, decían los cabrones. Enuméreme su árbol genealógico, decían los valedores. Bueyes mamones de su propia verga. Lalo Cura no se encorajinaba. Volteados hijos de su chingada madre. Hábleme de su escudo de armas. Ya estuvo suave. Va a toser Pedrito. Pero sin encorajinarse. Respetando el uniforme. Sin abrirse ni sacarle al parche, pero con cara de no hay fijón. Algunas noches, en la penumbra del vecindario, cuando dejaba los libros de criminología (no se me frunza ahora, buey), mareado con tantas huellas dactilares, manchas de sangre y semen, elementos de toxicología, investigaciones sobre hurtos, robos con allanamiento, huellas de pies, cómo hacer bosquejos del lugar del delito y fotografías del escenario de un delito, semidormido, varado entre el sueño y la vigilia, escuchaba o recordaba voces que le hablaban de la primera de su familia, el árbol genealógico que se remontaba hasta 1865, con una huérfana sin nombre, de quince años, violada por un soldado belga en una casa de adobes de una sola habitación en las afueras de Villaviciosa. Al día siguiente el soldado murió degollado y nueve meses más tarde nació una niña a la que llamaron María Expósito. La huérfana, la primera, decía la voz o las voces que se iban turnando, murió de fiebres puerperales y la niña creció como allegada en la misma casa donde fue concebida, que pasó a ser propiedad de unos campesinos que en adelante cuidaron de ella. En 1881, cuando María Expósito tenía quince años, durante las fiestas de San Dimas, un forastero borracho se la llevó en su caballo mientras cantaba a toda voz: Qué chingaderas son éstas / Dimas le dijo a Gestas. En las faldas de un cerro que parecía un dinosaurio o un monstruo gila, la violó repetidas veces y desapareció. En 1882 María Expósito tuvo una niña a la que bautizaron como María Expósito Expósito, dijo la voz, y esa niña fue el asombro de los campesinos de Villaviciosa. Desde muy pequeña demostró poseer una gran inteligencia y vivacidad y aunque nunca supo leer y escribir tuvo fama de mujer sabia, conocedora de hierbas y ungüentos medicinales. En 1898, tras permanecer ausente del pueblo durante siete días, María Expósito apareció una mañana por la plaza de Villaviciosa, un espacio abierto y pelado en el centro del pueblo, con un brazo roto y el cuerpo lleno de magulladuras. Nunca quiso explicar lo que ocurrió ni las viejas que la cuidaron insistieron en que lo hiciera. Nueve meses más tarde nació una niña que fue llamada María Expósito y a la que su madre, que nunca se casó ni tuvo más hijos ni vivió con ningún hombre, inició en los secretos de la curandería. Pero la joven María Expósito sólo se asemejaba a su madre en el buen carácter, algo que por lo demás compartieron todas las Marías Expósito de Villaviciosa, aunque algunas fueran reservadas y otras habladoras, el buen carácter y la disposición de ánimo para atravesar los períodos de violencia o pobreza extrema fueron comunes a todas. La infancia y adolescencia de la joven María Expósito fueron, sin embargo, más desahogadas que las de su madre y su abuela. En 1914, a los dieciséis años, aún pensaba y se comportaba como una niña cuyo único trabajo era acompañar a su madre una vez al mes en busca de yerbajos raros y lavar la ropa en la parte de atrás de su casa, en una vieja artesa de madera y no en los lavaderos públicos, que le quedaban un poco lejos. Ese año apareció por el pueblo el coronel Sabino Duque (que moriría fusilado por cobarde en 1915) buscando hombres valientes, y los de Villaviciosa tenían fama de ser más valientes que nadie, para luchar por la Revolución. Varios muchachos del pueblo se alistaron. Uno de ellos, que hasta entonces María Expósito había visto sólo como un ocasional compañero de juegos, de su misma edad y aparentemente tan pueril como ella, decidió confesarle su amor la noche antes de marchar a la guerra. Para tal fin escogió un granero que ya nadie usaba (pues los de Villaviciosa cada vez tenían menos) y ante las risas que su declaración despertó en la muchacha procedió a violarla allí mismo, con desesperación y torpeza. De madrugada, antes de partir, le prometió que volvería y se casaría con ella, pero siete meses después murió en una escaramuza con los federales y él y su caballo fueron arrastrados por el río Sangre de Cristo. Así pues, jamás volvió a Villaviciosa, como tantos otros jóvenes del pueblo que se iban a la guerra o a trabajar de pistoleros a sueldo y nunca más se sabía nada de ellos o se sabían historias poco fiables oídas por aquí y por allá. En todo caso, nueve meses después nació María Expósito Expósito, y la joven María Expósito, convertida en madre de la noche a la mañana, se puso a trabajar vendiendo en los pueblos vecinos las pócimas de su madre y los huevos de su gallinero y no le fue mal. En 1917 ocurriría algo poco frecuente en la familia Expósito: María, después de uno de sus viajes, volvió a quedar embarazada y esta vez tuvo un niño. Se llamó Rafael. Sus ojos eran verdes como los de su lejano tatarabuelo belga y su mirada tenía ese aire extraño que los forasteros percibían en la mirada de los habitantes de Villaviciosa: una mirada opaca e intensa de asesinos. En las raras ocasiones en que le preguntaron por la identidad del padre del niño, María Expósito, que paulatinamente había adoptado las palabras y la actitud de bruja de su madre, aunque ella nunca fue más allá de vender las pócimas, confundiendo los frasquitos del reuma con los botellines buenos para las varices, respondía que el padre era el diablo y que Rafael era su vivo retrato. En 1934, durante una juerga homérica, el torero Celestino Arraya y sus compadres del club Los Charros de la Muerte llegaron de madrugada a Villaviciosa y se instalaron en una fonda que ya no existe y que por entonces incluso ofrecía camas para los viajeros. A gritos pidieron una barbacoa de chivo que les fue servida por tres muchachas del pueblo. Una de estas muchachas era María Expósito. A las doce del mediodía se fueron y tres meses después María Expósito le confesó a su madre que iba a tener un hijo. ¿Y quién es el padre?, preguntó su hermano. Las mujeres guardaron silencio y el muchacho se dedicó a investigar por su cuenta los pasos de su hermana. Una semana después Rafael Expósito pidió prestada una carabina y se marchó caminando hacia Santa Teresa. Nunca había estado en un lugar tan grande y las calles asfaltadas, el Teatro Carlota, los cines, el edificio de la municipalidad y las putas que por entonces trabajaban en la colonia México, al lado de la línea fronteriza y del pueblo norteamericano de El Adobe, lo sorprendieron en grado extremo. Decidió permanecer tres días en la ciudad, aclimatarse un poco, antes de realizar su cometido. El primer día se dedicó a buscar los sitios frecuentados por Celestino Arraya y un lugar donde dormir gratis. Descubrió que en ciertos barrios las noches eran iguales que los días y se hizo la promesa de no dormir. Al segundo día, mientras caminaba arriba y abajo por la calle de las putas, una yucateca bajita y bien formada, de pelo renegrido y largo hasta la cintura, se apiadó de él y se lo llevó a donde vivía. En un cuarto de una pensión le preparó una sopa de arroz y luego se encamaron hasta la noche. Para Rafael Expósito fue la primera vez. Cuando se separaron la puta le ordenó que la esperara en la habitación o, en caso de salir, en el café de la esquina o en las escaleras. El muchacho le dijo que estaba enamorado de ella y la puta se marchó feliz. Al tercer día fueron al Teatro Carlota a escuchar las canciones románticas de Pajarito de la Cruz, el trovador dominicano que hacía una gira por todo México, y las rancheras de José Ramírez, pero lo que al muchacho más le gustó fueron las vicetiples y los números de magia de un chino ilusionista de Michoacán. Al atardecer del cuarto día, bien comido y con el ánimo sereno, Rafael Expósito se despidió de la puta, fue a buscar la carabina al lugar donde la había escondido y se dirigió resueltamente al bar Los Primos Hermanos, en donde encontró a Celestino Arraya. Segundos después de dispararle supo sin el más mínimo resquicio de duda que lo había matado y se sintió vengado y feliz. No cerró los ojos cuando los amigos del torero vaciaron sus revólveres sobre él. Fue enterrado en la fosa común de Santa Teresa. En 1935 nació otra María Expósito. Era tímida y dulce, y de una estatura que dejaba pequeños incluso a los hombres más altos del pueblo. Desde los diez años se dedicó a vender, junto a su madre y su abuela, las pócimas medicinales de su bisabuela, y a acompañar a ésta al clarear el día en la búsqueda y selección de hierbas. A veces los campesinos de Villaviciosa veían su larga silueta recortada contra el horizonte, subiendo y bajando cerros, y les parecía extraordinario que pudiera existir una muchacha tan alta y capaz de dar tales zancadas. Fue la primera de su estirpe, dijo la voz o las voces, que aprendió a leer y escribir. A los dieciocho años la violó un buhonero y en 1953 nació una niña a la que llamaron María Expósito. Por entonces convivían cinco generaciones de Marías Expósito en las afueras de Villaviciosa y el ranchito había crecido con habitaciones añadidas y una cocina grande con estufa de petróleo y un fogón de leña en donde la más vieja preparaba los mejunjes y medicinas. Por la noche, a la hora de cenar, siempre estaban las cinco juntas, la niña, la larguirucha, la melancólica hermana de Rafael, la aniñada y la bruja, y solían hablar de santos y de enfermedades que ellas jamás padecieron, del tiempo y de los hombres, a los que consideraban una peste, tanto al tiempo como a los hombres, y daban gracias al cielo, aunque sin excesivo entusiasmo, dijo la voz, de ser sólo mujeres. En 1976 la joven María Expósito encontró en el desierto a dos estudiantes del DF que le dijeron que se habían perdido pero que más bien parecían estar huyendo de algo y a los que tras una semana vertiginosa nunca más volvió a ver. Los estudiantes vivían dentro de su propio coche y uno de ellos parecía estar enfermo. Parecían como drogados y hablaban mucho y no comían nada, aunque ella les llevaba tortillas y frijoles que sustraía de su casa. Hablaban, por ejemplo, de una nueva revolución, una revolución invisible que ya se estaba gestando pero que tardaría en salir a las calles al menos cincuenta años más. O quinientos. O cinco mil. Los estudiantes conocían Villaviciosa pero lo que querían era encontrar la carretera a Ures o a Hermosillo. Cada noche hicieron el amor con ella, dentro del coche o sobre la tierra tibia del desierto, hasta que una mañana ella llegó al lugar y no los encontró. Tres meses después, cuando su tatarabuela le preguntó quién era el padre de la criatura que esperaba, la joven María Expósito tuvo una extraña visión de sí misma: se vio pequeña y fuerte, se vio cogiendo con dos hombres en medio de un lago de sal, vio un túnel lleno de macetas con plantas y flores. En contra de los deseos de su familia, que pretendió bautizar al niño con el nombre de Rafael, María Expósito le puso Olegario, que es el santo al que se encomiendan los cazadores y que fue un monje catalán del siglo XII, obispo de Barcelona y arzobispo de Tarragona, y también decidió que el primer apellido de su hijo no sería Expósito, que es nombre de huérfano, tal como le habían explicado los estudiantes del DF una de las noches que pasó con ellos, dijo la voz, sino Cura, y así lo inscribió en la parroquia de San Cipriano, a treinta kilómetros de Villaviciosa, Olegario Cura Expósito, pese al interrogatorio al que la sometió el sacerdote y a su incredulidad acerca de la identidad del supuesto padre. La tatarabuela dijo que era pura soberbia anteponer el nombre de Cura al de Expósito, que era el suyo de siempre, y poco después murió, cuando Lalo tenía dos años y caminaba desnudo por el patio de su casa, mirando las casas amarillas o blancas, siempre cerradas de Villaviciosa. Y cuando Lalo tenía cuatro años murió la otra vieja, la aniñada, y al cumplir los quince murió la hermana de Rafael Expósito, dijo la voz o las voces. Y cuando vino a buscarlo Pedro Negrete para que se pusiera a trabajar bajo las órdenes de don Pedro Rengifo, sólo vivían la larguirucha Expósito y su madre.
Vivir en este desierto, pensó Lalo Cura mientras el coche conducido por Epifanio se alejaba del descampado, es como vivir en el mar. La frontera entre Sonora y Arizona es un grupo de islas fantasmales o encantadas. Las ciudades y los pueblos son barcos. El desierto es un mar interminable. Éste es un buen sitio para los peces, sobre todo para los peces que viven en las fosas más profundas, no para los hombres.
Las muertas de marzo propiciaron que los periódicos del DF se hicieran en voz alta algunas preguntas. ¿Si el asesino estaba preso, quién había matado a todas esas mujeres? ¿Si los achichincles o cómplices del asesino también estaban presos, quién era el culpable de todas esas muertes? ¿Hasta qué punto era real esa infame e improbable pandilla juvenil llamada los Bisontes y hasta qué punto era creación de la policía? ¿Por qué se retrasaba una y otra vez el juicio a Haas? ¿Por qué las autoridades federales no mandaban un fiscal especial que dirigiera las investigaciones? El cuatro de abril Sergio González consiguió que su periódico lo enviara a escribir una nueva crónica de los asesinatos en Santa Teresa.
El seis de abril se encontró el cadáver de Michele Sánchez Castillo, cerca de los galpones de almacenaje de una embotelladora de refrescos. El hallazgo lo realizaron dos trabajadores de la misma empresa, encargados de la limpieza de esa zona. A unos cincuenta metros del cadáver se recuperó un trozo de hierro con manchas de sangre y restos de cuero cabelludo, por lo que se supone que fue con ese objeto con el que la mataron. Michele Sánchez estaba envuelta en cobijas viejas, junto a una pila de neumáticos, un sitio en el que no era extraño encontrar a gente de paso o a teporochos del barrio durmiendo y que la embotelladora, de una u otra forma, toleraba. Gente de paz, según los guardias nocturnos, pero que si se enojaban eran capaces de prenderles fuego a los neumáticos, lo que haría que la situación fuera aún más enojosa. La víctima presentaba varios golpes en la cara y laceraciones en la región torácica de carácter leve, y una fractura de cráneo, mortal, justo detrás del oído derecho. Vestía pantalón negro con abalorios blancos, que la policía encontró bajados hasta la rodilla, blusa rosa, con grandes botones negros, subida por encima de los senos. Los zapatos eran de tipo minero, con suela de tractor. Llevaba el sostén y las bragas puestas. A las diez de la mañana el sitio estaba lleno de curiosos. Según el judicial José Márquez, a cargo de la investigación, la mujer fue atacada y muerta en el mismo lugar. Los periodistas que lo conocían le pidieron que los dejara acercarse para tomarle una foto y el judicial no puso reparos. No se sabía quién era porque no llevaba ningún tipo de identificación encima. Pero parecía tener menos de veinte años, dijo José Márquez. Entre los periodistas que se acercaron al cadáver estaba Sergio González. Nunca había visto una muerta. Las pilas de neumáticos formaban, a intervalos, algo parecido a unas cuevas. Si la noche era fría no era un mal sitio para meterse a dormir. Uno tenía que entrar arrodillado. Y probablemente salir era aún más difícil. Vio dos piernas y una manta. Oyó que los periodistas de Santa Teresa le pedían a José Márquez que la destapara y que éste se reía. No quiso seguir allí y se fue caminando hasta la carretera en donde tenía estacionado su Beetle de alquiler. Al día siguiente se identificó a la víctima como Michele Sánchez Castillo, de dieciséis años. La necropsia, según el informe forense, estableció que la muerte fue debida a un traumatismo craneoencefálico severo y que no fue violentada sexualmente. Se encontraron restos de piel en las uñas por lo que era posible sostener que luchó contra su agresor hasta el final. Los golpes en la cara y en los costados eran una evidencia más de la lucha que mantuvo con su asesino. Tras el frotis vaginal se podía concluir asimismo que no había sido violada. Sus familiares dijeron que Michele fue a visitar a una amiga el día cinco de abril, de donde salió a buscar trabajo en una maquiladora. Según el comunicado de la policía probablemente fue atacada y asesinada entre la noche del cinco y la madrugada del seis. No se encontraron huellas dactilares en la barra de hierro.
Sergio González entrevistó al judicial José Márquez. Llegó cuando recién la noche había empezado a instalarse sobre la ciudad y el edificio de la policía judicial estaba casi vacío. Un tipo que hacía las veces de conserje le indicó cómo llegar a la oficina de José Márquez. Por el pasillo no se cruzó con nadie. La mayoría de los despachos tenían las puertas abiertas y en algún sitio impreciso se oía el ruido de una fotocopiadora. José Márquez lo atendió mirando la hora y al poco rato le pidió que, para ganar tiempo, lo acompañara hasta los vestidores. Mientras el judicial se desnudaba Sergio le preguntó cómo era posible que Michele Sánchez hubiera llegado viva al patio trasero de la embotelladora. Es perfectamente posible, le contestó Márquez. Según tengo entendido, dijo Sergio, las mujeres son secuestradas en un lugar, son llevadas a otro lugar, en donde se las viola y luego se las mata, y finalmente sus cuerpos son arrojados en un tercer lugar, en este caso la trasera del galpón de almacenaje. En ocasiones ocurre eso, le dijo Márquez, pero no todos los asesinatos siguen un mismo patrón. Márquez metió su traje en una bolsa y se enfundó un chándal. Usted se preguntará, le dijo mientras por debajo de la chaqueta del chándal se acomodaba la sobaquera con su Desert Eagle calibre 357 Magnum, por qué el edificio está tan vacío. Sergio le dijo que lo más lógico era pensar que todos los judiciales estaban en la calle, trabajando. A esta hora, no, dijo Márquez. ¿Por qué, entonces?, dijo Sergio. Pues porque hoy es el partido de fútbol sala entre el equipo de la policía de Santa Teresa y el nuestro. ¿Y usted va a jugar?, dijo Sergio. Puede que sí, puede que no, soy reserva, dijo Márquez. Cuando abandonaron el vestuario, el judicial le dijo que no intentara buscarles una explicación lógica a los crímenes. Esto es una mierda, ésa es la única explicación, dijo Márquez.
Al día siguiente vio a Haas y a los padres de Michele Sánchez. Haas le pareció, si eso era posible, más frío que nunca. Y también más alto, como si en la cárcel las hormonas se le hubieran disparado y estuviera alcanzando su estatura final. Le preguntó por Michele Sánchez, le preguntó si tenía alguna opinión al respecto, le preguntó por los Bisontes y por todas las muertas que literalmente brotaban del desierto de Santa Teresa después de su detención. La respuesta de Haas fue desganada y sonriente y Sergio pensó que aunque él no fuera el culpable de las últimas muertes, seguro que era culpable de algo. Luego, cuando abandonó la cárcel, pensó cómo podía juzgar a alguien por su sonrisa o por sus ojos. ¿Quién era él para atreverse a juzgar?
La madre de Michele Sánchez le dijo que desde hacía un año tenía sueños terribles. Se despertaba en mitad de la noche o mitad del día (cuando trabajaba en los turnos de noche) con la certeza de haber perdido para siempre a su pequeña. Sergio le preguntó si Michele era la menor de sus hijos. No, tengo otros dos más pequeños, dijo la mujer. Pero en mis sueños a la que perdía era a Michele. ¿Y eso? Pues no sé, dijo la mujer, Michele era una bebita, no tenía la edad de ahora, en mis sueños tenía unos dos años o tres a lo sumo, y de pronto desaparecía. Yo no veía al que me la robaba. No veía nada más que una calle vacía o un patio vacío o una habitación vacía. Y antes allí estaba mi pequeña. Y cuando volvía a mirar ya no estaba. Sergio le preguntó si la gente tenía miedo. Las madres sí, dijo la mujer. Algunos padres también. Pero la gente, no lo creo. Antes de despedirse, en la explanada de acceso al Parque Industrial Arsenio Farrel, la mujer dijo que los sueños empezaron por la misma época en que vio por primera vez a Florita Almada, en la televisión, Florita Almada, la Santa, como la llaman. Un enjambre de mujeres llegaba caminando o bajaba de los autobuses habilitados por las diversas maquiladoras del Parque. ¿Los camiones son gratis?, preguntó Sergio distraído. Aquí nada es gratis, dijo la mujer. Después le preguntó quién era esa tal Florita Almada. Es una viejita que aparece de vez en cuando en la tele de Hermosillo, en el show de Reinaldo. Ella sabe qué se esconde detrás de los crímenes y nos puso en alerta, pero no le hicimos caso, nadie le hace caso. Ella ha visto las caras de los asesinos. Si quiere usted saber algo más vaya a verla y cuando la haya visto llámeme o escríbame. Así lo haré, dijo Sergio.
A Haas le gustaba sentarse en el suelo, la espalda apoyada contra la pared, en la parte sombreada del patio. Y le gustaba pensar. Le gustaba pensar que Dios no existía. Unos tres minutos, como mínimo. También le gustaba pensar en la insignificancia de los seres humanos. Cinco minutos. Si no existiera el dolor, pensaba, seríamos perfectos. Insignificantes y ajenos al dolor. Perfectos, carajo. Pero allí estaba el dolor para chingarlo todo. Finalmente pensaba en el lujo. El lujo de tener memoria, el lujo de saber un idioma o varios idiomas, el lujo de pensar y no salir huyendo. Después abría los ojos y contemplaba, como desde un sueño, a algunos de los Bisontes que daban vueltas, como si pastaran, en el otro lado, en la parte soleada del patio. Los Bisontes pastan en el patio de la cárcel, pensaba y eso lo tranquilizaba como un sedante de acción rápida, pues en ocasiones, no muy a menudo, Haas iniciaba el día como si le hubieran introducido la punta de un cuchillo en la cabeza. El Tequila y el Tormenta estaban a su lado. A veces se sentía como un pastor incomprendido hasta por las piedras. Algunos presos parecían moverse en cámara lenta. El de los refrescos, por ejemplo, que se acercaba con tres Coca-Colas frías para ellos. O los que jugaban básket. La noche anterior, antes de acostarse, un vigilante lo fue a buscar y le dijo que lo siguiera, que don Enrique Hernández quería verlo. El narcotraficante no estaba solo. A su lado estaba el alcaide y un tipo que resultó ser su abogado. Acababan de comer y Enriquito Hernández le ofreció una taza de café que Haas rechazó dizque porque le quitaba el sueño. Todos se rieron menos el abogado, que no dio señales de haberlo oído. Me caes bien, gringo, le dijo el narcotraficante, sólo quería que supieras que se está investigando el asunto de los Bisontes. ¿Está claro? Clarísimo, don Enrique. Después lo invitaron a sentarse y le preguntaron por la vida de los presos. Al día siguiente le dijo al Tequila que el negocio estaba en manos de Enriquito Hernández. Díselo a tu carnal. El Tequila movió la cabeza afirmativamente y dijo: qué bueno. Qué suave es estar aquí, en la sombrita, dijo Haas.