Por aquellos días Juan de Dios Martínez aún seguía acostándose cada quince días con la doctora Elvira Campos. A veces al judicial le parecía un milagro que la relación todavía se mantuviera. Con dificultades, con malentendidos, pero seguían juntos. En la cama, eso creía, la atracción era mutua. Nunca había deseado tanto a una mujer como la deseaba a ella. Si de él hubiera dependido se habría casado con la directora sin pensarlo dos veces. En ocasiones, cuando llevaba muchos días sin verla, se ponía a darle vueltas a la diferencia cultural que los separaba y que él veía como el principal obstáculo entre ambos. A la directora le gustaba el arte y era capaz de ver una pintura y saber cuál era el pintor, por ejemplo. Los libros que leía a él ni le sonaban. La música que escuchaba a él sólo le provocaba un sopor agradable y al poco rato sólo tenía ganas de dormir y descansar, algo que, por otra parte, se cuidaba de hacer en casa de ella. Incluso la comida que le gustaba a la directora era diferente de la comida que le gustaba a él. Trató de adaptarse a la nueva situación y a veces iba a una tienda de discos y compraba música de Beethoven y Mozart, que luego escuchaba a solas en su casa. Generalmente se dormía. Sus sueños, sin embargo, eran plácidos y felices. Soñaba que Elvira Campos y él vivían juntos en una cabaña de la sierra. En la cabaña no había electricidad ni agua corriente ni nada que recordara a la civilización. Dormían sobre la piel de un oso y cubiertos por la piel de un lobo. Y Elvira Campos a veces se reía, muy fuerte, cuando salía a correr por el bosque y él no la podía ver.

Vamos a leer las cartas, Harry, dijo Demetrio Águila. Yo te las leo todas las veces que haga falta. La primera carta era de un antiguo amigo de Miguel que vivía en Tijuana, aunque el sobre carecía de remitente, y era un compendio de recuerdos acerca de los días felices que ambos habían vivido juntos. Hablaba de béisbol, de fulanas, de coches robados, de peleas, de alcohol, y se mencionaban de pasada por lo menos cinco delitos por los que Miguel Montes y su amigo se hubieran hecho acreedores a penas de cárcel. La segunda carta era de una mujer. El matasellos era de la propia Santa Teresa. La mujer le reclamaba dinero y le urgía a un rápido pago. De lo contrario atente a las consecuencias, decía. La tercera carta, a juzgar por la letra, ya que tampoco estaba firmada, era de la misma mujer, a quien Miguel aún no había satisfecho su deuda, que le decía que ya sólo tenía tres días para aparecer, por donde tú sabes, con el dinero en la mano, o de lo contrario, y aquí según Demetrio Águila y también según Harry Magaña se advertía un punto de simpatía, el punto de simpatía femenina de la que Miguel siempre anduvo, incluso en los peores momentos, sobrado, la mujer le recomendaba que se largara de la ciudad lo antes posible y sin decirle nada a nadie. La cuarta carta era de otro amigo y posiblemente, pues el matasellos era ilegible, venía de Ciudad de México. El amigo, un norteño recién llegado a la capital, le comentaba sus impresiones de la gran ciudad: hablaba del metro, que comparaba a la fosa común, de la frialdad de los chilangos, que vivían de espaldas a todo, de la dificultad de movimientos, pues en el DF de nada valía tener un carro chido puesto que los embotellamientos eran permanentes, de la contaminación y de lo feas que eran las mujeres. Sobre esto hacía algunas bromas de mal gusto. La última carta era de una muchacha de Chucarit, cerca de Navojoa, en el sur de Sonora, y se trataba, como era predecible, de una carta de amor. Decía que por supuesto lo esperaría, que tenía paciencia, que aunque se moría de ganas de verlo el primer paso tenía que darlo él y que ella no tenía ninguna prisa. Parece la carta de una novia de pueblo, dijo Demetrio Águila. Chucarit, dijo Harry Magaña. Tengo la corazonada de que nuestro hombre nació allí, señor Demetrio. Pues mire usted por dónde, yo diría lo mismo, dijo Demetrio Águila.

A veces Juan de Dios Martínez se ponía a pensar en lo mucho que le gustaría saber más cosas de la vida de la directora. Por ejemplo, sus amistades. ¿Quiénes eran sus amigos? Él no conocía a ninguno, sólo a algunos empleados del centro psiquiátrico, a quienes la directora trataba con amabilidad pero también guardando las distancias. ¿Tenía amigos? Él suponía que sí, aunque ella nunca hablaba de eso. Una noche, después de hacer el amor, le dijo que quería saber más cosas de su vida. La directora le dijo que ya sabía más que suficiente. Juan de Dios Martínez no insistió.

La Vaca murió en agosto de 1994. En octubre encontraron a la siguiente muerta en el nuevo basurero municipal, un vertedero infecto de tres kilómetros de largo por uno y medio de ancho situado en una hondonada al sur de la barranca El Ojito, en un desvío de la carretera a Casas Negras, a la que diariamente acudía una flota de más de cien camiones a dejar su carga. Pese a su tamaño, el basurero se estaba haciendo pequeño y ya se hablaba, ante la proliferación de basureros clandestinos, de hacer otro nuevo en los alrededores de Casas Negras o al oeste de aquella población. La muerta tenía entre quince y diecisiete años, según el forense, aunque el juicio final prefirieron dejárselo al patólogo, que la examinó tres días después, y que coincidió con su colega. Había sido violada por vía anal y vaginal y posteriormente estrangulada. Medía un metro y cuarentaidós centímetros. Los rebuscadores que la encontraron dijeron que iba vestida con un sostén, una falda de mezclilla azul y zapatillas de deporte marca Reebok. Al llegar la policía el sostén y la falda de mezclilla azul ya no estaban por ninguna parte. En el dedo anular de su mano derecha llevaba un anillo dorado con una piedra negra y con el nombre de una academia de inglés del centro de la ciudad. Se la fotografió y luego la policía visitó la academia de lenguas, pero nadie reconoció a la muerta. La foto apareció publicada en El Heraldo del Norte y en La Voz de Sonora, con el mismo resultado. Los judiciales José Márquez y Juan de Dios Martínez interrogaron durante tres horas al director de la escuela y al parecer se les fue la mano en el interrogatorio, por lo que el abogado del director interpuso una demanda por malos tratos. La demanda no prosperó pero ambos se hicieron merecedores de una amonestación del delegado y del jefe de policía. Se cursó también un informe sobre su conducta al jefe de la policía judicial en Hermosillo. Dos semanas después el cuerpo de la desconocida pasó a engrosar la reserva de cadáveres de los estudiantes de Medicina de la Universidad de Santa Teresa.

A veces el judicial Juan de Dios Martínez se sorprendía de lo bien que sabía coger Elvira Campos y de lo inagotable que era en la cama. Coge como si se fuera a morir, pensaba. En más de una ocasión le hubiera gustado decirle que no era necesario, que no se esforzara, que él, con tal de sentirla cerca, sólo rozándola, ya se daba por satisfecho, pero la directora, cuando se trataba de sexo, era práctica y efectiva. Mi reina, le decía a veces Juan de Dios Martínez, mi tesoro, mi amor, y ella, en la oscuridad, le decía que se callara y le sorbía hasta la última gota ¿de su semen?, ¿de su alma?, ¿de la poca vida que entonces él creía que le quedaba? Hacían el amor, por expreso deseo de ella, en una semipenumbra. Tentado estaba a veces de encender la luz y contemplarla, pero el deseo de no contrariarla lo refrenaba. No enciendas la luz, le dijo ella en una ocasión, y él pensó que Elvira Campos le podía leer el pensamiento.

En noviembre, en el segundo piso de un edificio en construcción, unos albañiles encontraron el cuerpo de una mujer de aproximadamente treinta años, de un metro cincuenta, morena, con el pelo teñido de rubio, con dos coronas de oro en la dentadura, vestida únicamente con un suéter y un hot-pant o short o pantalón corto. Había sido violada y estrangulada. No tenía papeles. El edificio en construcción estaba en la calle Alondra, en la colonia Podestá, un lugar de la zona alta de Santa Teresa. Por esa razón los obreros no se quedaban a dormir allí, como era usual en otras construcciones. Por las noches el edificio era vigilado por un guardia jurado. Al ser interrogado éste confesó que, contra lo que establecía su contrato, por las noches solía dormir, ya que durante el día trabajaba en una maquiladora, y que algunas noches permanecía en la obra hasta las dos de la mañana y luego se iba a su casa, sita en la avenida Cuauhtémoc, a la altura de la colonia San Damián. El interrogatorio fue duro, lo llevó el ayudante del jefe, Epifanio Galindo, pero ya desde el primer momento se veía que el vigilante decía la verdad. Se supuso, no sin cierta lógica, que la desconocida era una recién llegada, y que en alguna parte debía de existir una maleta con su ropa. A tal fin se investigó en algunas pensiones y hoteles del centro, pero ninguno había echado en falta a ningún cliente. Su foto salió publicada en los periódicos de la ciudad, con nulo resultado: o bien nadie la conocía o bien la foto no era buena o bien nadie quería verse envuelto en problemas con la policía. Se cotejaron las denuncias de desaparición llegadas desde otros estados de la república, pero ninguna coincidía con la muerta aparecida en el edificio de la calle Alondra. Sólo una cosa quedó clara o al menos le quedó clara a Epifanio: la muerta no era del barrio, la muerta no había sido estrangulada y violada en el barrio, ¿por qué entonces deshacerse de su cadáver en la zona alta de la ciudad, en calles que la policía o los agentes de seguridad privados patrullaban con esmero durante las noches?, ¿por qué ir a arrojar el cadáver allí, al segundo piso de un edificio en construcción, con el riesgo que ello implicaba, incluido el de caerse por las escaleras aún sin pasamanos, cuando lo más lógico era tirarla en el desierto o por los alrededores de un basurero? Durante dos días lo pensó. Mientras comía, mientras oía a sus compañeros hablar de deportes o de mujeres, mientras conducía el coche de Pedro Negrete, mientras dormía. Hasta que decidió que por más que lo pensara no iba a hallar una solución satisfactoria, y entonces dejó de pensar en ello.

A veces el judicial Juan de Dios Martínez tenía ganas, sobre todo en sus días libres, de salir a pasear con la directora. Es decir: tenía ganas de mostrarse públicamente con ella, de ir a comer a un restaurante del centro, ni barato ni muy caro, un restaurante normal adonde iban las parejas normales y en donde seguro que encontraría a algún conocido, al cual le presentaría a la directora de forma natural, casual, sin aspavientos, ésta es mi novia, Elvira Campos, médico psiquiatra. Después de comer probablemente irían a casa de ella a hacer el amor y luego la siesta. Y por la noche volverían a salir, en el BMW de ella o en el Cougar de él, al cine o a tomar un refresco en algún restaurante al aire libre o a bailar en alguno de los muchos locales que había en Santa Teresa. Chingados, la felicidad perfecta, pensaba Juan de Dios Martínez. Elvira Campos, por el contrario, no quería ni oír hablar de una relación pública. Llamadas telefónicas al centro psiquiátrico sí, a condición de que fueran breves. Encuentros personales cada quince días. Un vaso de whisky o de vodka Absolut y paisajes nocturnos. Despedidas esterilizadas.

En el mismo mes de noviembre de 1994 se encontró en un lote baldío el cadáver medio quemado de Silvana Pérez Arjona. Tenía quince años y era delgada, morena, de un metro sesenta de altura. El pelo de color negro le caía por debajo de los hombros, aunque cuando su cadáver fue encontrado tenía la mitad del cabello chamuscado. Su cuerpo fue hallado por unas mujeres de la colonia Las Flores que habían instalado sus tendederos de ropa en el borde del baldío, y que fueron quienes dieron aviso a la Cruz Roja. La ambulancia la conducía un tipo de unos cuarentaicinco años y lo acompañaba un camillero no mayor de veinte que parecía su hijo. Cuando llegó la ambulancia el tipo de más edad preguntó a las mujeres y a los curiosos que se arremolinaban alrededor del cadáver si alguien conocía a la muerta. Algunos desfilaron delante de ésta y le miraron el rostro y negaron con la cabeza. Nadie la conocía. Entonces si yo fuera ustedes me iría, amigos, dijo el camillero de más edad, porque la tirana querrá interrogarlos a todos. Lo dijo sin alzar el tono, pero la voz se corrió y todos se retiraron. A simple vista en el lote baldío ya no había nadie pero los dos camilleros se sonrieron porque sabían que la gente los miraba desde sus escondites. Mientras uno de ellos, el joven, daba desde la radio de la ambulancia el parte a la policía, el que tenía más edad se internó a pie por las calles de tierra de la colonia Las Flores hasta un sitio en donde vendían tacos y cuya propietaria lo conocía. Pidió seis de carnita, tres con crema y tres sin crema, los seis bien picantes, y dos latas de Coca-Cola. Luego pagó y volvió caminando sin prisas hasta la ambulancia, en donde el que parecía su hijo estaba leyendo, apoyado en el guardabarros, un cómic. Cuando llegó la policía ambos habían terminado de comer y fumaban. Durante tres horas el cadáver permaneció en el lote baldío. Según el forense había sido violada. Dos certeras cuchilladas en el corazón causaron su muerte. Después el asesino intentó quemarla para borrar sus huellas, pero por lo visto el asesino era un chapucero o le habían vendido agua por gasolina o le había dado un pasmón. Al día siguiente se supo que la muerta se llamaba Silvana Pérez Arjona, operaria en una maquiladora del parque industrial General Sepúlveda, no muy lejos de donde su cuerpo había sido hallado. Hasta hacía un año Silvana vivía con su madre y cuatro hermanos, todos trabajadores en diversas maquiladoras de la ciudad. Ella era la única que estudiaba, en la escuela secundaria Profesor Emilio Cervantes, en la colonia Lomas del Toro. Por motivos económicos, sin embargo, tuvo que dejar de estudiar y una de sus hermanas le consiguió trabajo en la maquiladora HorizonW&E, en donde conoció al trabajador Carlos Llanos, de treintaicinco años, del que se hizo novia y con el que finalmente se fue a vivir a la casa de éste, en la calle Prometeo. Según sus amigos, Llanos era un hombre afable, un poco bebedor, pero sin exagerar, y que en sus ratos de ocio leía libros, algo muy poco usual y que contribuía a dotarlo con un aura extraordinaria. Según la madre de Silvana, fue esta característica de Llanos la que sedujo a su hija, que hasta entonces ni siquiera había tenido novio a excepción de algún que otro escarceo inocente en la escuela. La relación duró siete meses. Llanos leía, sí, y a veces ambos se sentaban en la salita de su casa y comentaban sus lecturas, pero más que leer bebía y era un hombre extremadamente celoso e inseguro. Durante las visitas a su madre Silvana en alguna ocasión le contó que Llanos le pegaba. A veces se pasaban horas abrazadas, madre e hija, llorando y sin encender la luz del cuarto. La detención de Llanos no ofreció la más mínima dificultad y en ella participó Lalo Cura por primera vez. Aparecieron dos coches de la policía de Santa Teresa, llamaron a la puerta, Llanos abrió, lo redujeron a patadas sin decir una palabra, le pusieron las esposas y se lo llevaron a comisaría, en donde intentaron enjaretarle el asesinato de la desconocida de la calle Alondra o, al menos, el de la desconocida encontrada en el nuevo basurero municipal, pero no hubo manera, la propia Silvana Pérez era su coartada, pues con ella había sido visto en tales fechas, paseándose muy orondo por el raquítico parque de la colonia Carranza, en donde había habido feria y él y Silvana fueron vistos incluso por la parentela de ésta. En lo que respecta a las noches, hasta hacía apenas una semana las había malgastado en turnos nocturnos en la maquiladora y sus compañeras y compañeros podían dar fe de ello. Del asesinato de Silvana se declaró culpable y sólo sentía el haber intentado quemarla. Era retechula mi Silvana, dijo, y no se merecía esa salvajada.

También por aquellos días apareció en la televisión de Sonora una vidente llamada Florita Almada, a la que sus seguidores, que no eran muchos, apodaban la Santa. Florita Almada tenía setenta años y desde hacía relativamente poco, diez años, había recibido la iluminación. Veía cosas que nadie más veía. Oía cosas que nadie más oía. Y sabía buscar una interpretación coherente para todo lo que le sucedía. Antes que vidente fue yerbatera, que era su verdadero oficio, según decía, pues vidente significaba alguien que veía y ella a veces no veía nada, las imágenes eran borrosas, el sonido defectuoso, como si la antena que le había crecido en el cerebro estuviera mal puesta o la hubieran agujereado en una balacera o fuera de papel aluminio y el viento hiciera con ella lo que le venía en gana. Así que, aunque se reconocía vidente o dejaba que sus seguidores la reconocieran como tal, ella les tenía más fe a las hierbas y a las flores, a la comida sana y a la oración. A las personas con presión arterial alta les recomendaba que dejaran de comer huevos y queso y pan blanco, por ejemplo, porque eran alimentos con mucho sodio y el sodio atrae el agua, lo que hace que aumente el volumen de sangre y por consiguiente que aumente la presión arterial. Más claro que el agua, decía Florita Almada. Por mucho que a uno le guste desayunar huevos rancheros o huevos a la mexicana, si sufre hipertensión arterial lo mejor es que deje de comer huevos. Y si uno ha dejado de comer huevos, también puede dejar de comer carne y pescados, y puede dedicarse a comer sólo arroz y fruta. Eso es buenísimo para la salud, el arroz y la fruta, sobre todo cuando uno ya ha pasado los cuarenta años. También hablaba contra el consumo excesivo de grasas. La ingesta total de grasas, decía, no debe pasar jamás del veinticinco por ciento del total del aporte energético de la alimentación. Lo ideal es que el consumo de grasas se estabilice entre el quince por ciento y el veinte por ciento. Pero la gente que tiene trabajo puede consumir hasta un ochenta o un noventa por ciento de grasas, y si el trabajo es más o menos estable el consumo de grasas sube hasta un ciento por ciento, lo que resulta abominable, decía. Por el contrario, el consumo de grasas entre los que carecían de trabajo estaba entre el treinta por ciento y el cincuenta por ciento, lo que bien mirado también era una desgracia, pues esa pobre gente no sólo estaba subalimentada sino que encima estaba mal subalimentada, si se me entiende lo que quiero decir, decía Florita Almada, en realidad estar subalimentado ya es una desgracia en sí, y estar mal subalimentado poco añade y poco quita a esa desgracia, tal vez me he expresado mal, lo que quiero decir es que es más sana una tortilla con chile que unos chicharrones de perro o de gato o puede que de rata, decía como pidiendo perdón. Por otra parte, estaba en contra de las sectas y de los curanderos y de los seres viles que estafaban al pueblo. La botanomancia o el arte de adivinar el futuro por medio de los vegetales le parecía una tomadura de pelo. No obstante sabía de lo que hablaba y una vez le explicó a un curandero de tres al cuarto las diversas ramas en las que se dividía este arte adivinatorio, a saber, la botanoscopia, que se basa en las formas, movimientos y reacciones de las plantas, subdividida a su vez en la cromiomancia y la licnomancia, cuyo principio es la cebolla o los capullos de flores que germinarán o florecerán, la dendromancia, vinculada a la interpretación de los árboles, la filomancia, o estudio de las hojas, y la xilomancia, que también es parte de la botanoscopia, y que es la adivinación sobre la madera y ramas de los árboles, lo cual, decía, es bonito, es poético, pero no para adivinar el futuro sino para poner paz en algunos episodios del pasado y para alimentar y serenar el presente. Luego venía la botanomancia cleromántica, subdividida entre la quiamobolía, que se practica con varias habas blancas y una negra, y donde también están encuadradas las disciplinas de la rabdomancia y la palomancia, para las que se emplean varillas de madera y contra las que ella nada tenía y de las que nada, por lo tanto, podía decir. Luego venía la farmacología vegetal, es decir, el empleo de plantas alucinógenas y alcaloides, y contra los cuales ella tampoco tenía nada que decir. Allá cada cual con su cabeza. Hay gente a la que le va bien y hay gente, sobre todo jóvenes holgazanes y más bien viciosos, a la que no le va bien. Ella prefería no decir ni que sí ni que no. Luego venía la botanomancia meteorológica, que ésa sí que era interesante pero que muy poca gente, contados con los dedos de una mano, dominaba, que se basaba en la observación de las reacciones de las plantas. Por ejemplo: si la adormidera levanta las hojas hará buen tiempo. Por ejemplo: si un álamo se echa a temblar algo inesperado va a ocurrir. Por ejemplo: si esa flor chiquita, de hojitas blancas y corola amarilla diminuta, llamada el pijulí, inclina la cabeza, es que hará calor. Por ejemplo: si esa otra flor, esa que tiene hojas amarillentas y a veces rosadas y que en Sonora la llaman, no sé por qué, el alcanfor, y que en Sinaloa la llaman pico de cuervo porque parece, vista de lejos, un pájaro zumbón, cierra los pétalos, la muy viva, es que va a llover. Luego, finalmente, viene la radiestesia, en la cual antes se empleaba un bastón de avellano que ha sido sustituido por un péndulo, disciplina de la cual Florita Almada no tenía nada que decir. Cuando uno sabe, sabe, y cuando no sabe lo mejor es aprender. Y, mientras tanto, no decir nada, a menos que lo que uno diga esté encaminado a hacer más claro el aprendizaje. Su vida misma, según explicaba, había sido un aprendizaje constante. No aprendió a leer ni a escribir hasta los veinte años, por poner un número redondo. Había nacido en Nácori Grande y no pudo ir a la escuela como una niña normal porque su madre era ciega y a ella le tocó cuidarla. De sus hermanos, de los que guardaba un recuerdo vago y cariñoso, no sabía nada. El vendaval de la vida se los fue llevando a las cuatro esquinas de México y posiblemente ya estaban bajo tierra. Su infancia, pese a las estrecheces y a las desventuras propias de una familia campesina, fue feliz. Me encantaba el campo, decía, aunque ahora me molesta un poco porque me he desacostumbrado de los bichos. La vida en Nácori Grande, aunque a muchos les cueste creerlo, podía ser en ocasiones muy intensa. Cuidar a la madre ciega podía ser divertido. Cuidar a las gallinas podía ser divertido. Lavar la ropa podía ser divertido. Hacer la comida podía ser divertido. Lo único que lamentaba era no haber ido a la escuela. Después se mudaron, por causas que no venía al caso ventilar, a Villa Pesqueira, en donde murió su madre y en donde ella, al cabo de ocho meses del deceso, se casó con un hombre al que casi no conocía, una persona trabajadora y honrada y respetuosa con todo el mundo, un hombre bastante mayor que ella, dicho sea de paso, que en el momento de ir a la iglesia tenía treintaiocho años y ella sólo diecisiete, es decir un hombre ¡veintiún años mayor!, dedicado a la compraventa de animales, mayormente cabras y ovejas aunque de vez en cuando también vendía o compraba ganado vacuno e incluso porcino, y que por tales circunstancias laborales debía viajar constantemente por los pueblos de la zona, como San José de Batuc, San Pedro de la Cueva, Huépari, Tepache, Lampazos, Divisaderos, Nácori Chico, El Chorro y Napopa, por caminos de terracería o por sendas de animales y por atajos que bordeaban aquellas montañas intrincadas. El negocio no le iba mal. A veces ella lo acompañaba en alguno de sus viajes, no muchos, porque estaba mal visto que un comerciante de ganado viajara con una mujer, sobre todo si era su propia mujer, pero en alguno sí que lo acompañó. Era una oportunidad única para ver mundo. Para fijarse en otros paisajes, que aunque parecían el mismo, si uno los miraba bien, con los ojos bien abiertos, resultaban a la postre muy distintos de los paisajes de Villa Pesqueira. Cada cien metros el mundo cambia, decía Florita Almada. Eso de que hay lugares que son iguales a otros es mentira. El mundo es como un temblor. Por supuesto, a ella le hubiera gustado tener hijos, pero la naturaleza (la naturaleza en general o la naturaleza de su marido, decía riéndose) le privó de tal responsabilidad. El tiempo que le hubiera dedicado a su bebé lo empleó en estudiar. ¿Quién le enseñó a leer? Me enseñaron los niños, afirmaba Florita Almada, no hay mejores maestros que ellos. Los niños, con sus silabarios, que iban a su casa a que les diera pinole. Así es la vida, justo cuando ella creía que se desvanecían para siempre las posibilidades de estudiar o de retomar los estudios (vana esperanza, en Villa Pesqueira creían que Escuela Nocturna era el nombre de un burdel en las afueras de San José de Pimas), aprendió, sin grandes esfuerzos, a leer y a escribir. A partir de ese momento leyó todo lo que caía en sus manos. En un cuaderno anotó las impresiones y pensamientos que le produjeron sus lecturas. Leyó revistas y periódicos viejos, leyó programas políticos que cada cierto tiempo iban a tirar al pueblo jóvenes de bigotes montados en camionetas y periódicos nuevos, leyó los pocos libros que pudo encontrar y su marido, después de cada ausencia traficando con animales en los pueblos vecinos, se acostumbró a traerle libros que en ocasiones compraba no por unidad sino por peso. Cinco kilos de libros. Diez kilos. Una vez llegó con veinte kilos. Y ella no dejó ni uno sin leer y de todos, sin excepción, extrajo alguna enseñanza. A veces leía revistas que llegaban de Ciudad de México, a veces leía libros de historia, a veces leía libros de religión, a veces leía libros léperos que la hacían enrojecer, sola, sentada a la mesa, iluminadas las páginas por un quinqué cuya luz parecía bailar o adoptar formas demoniacas, a veces leía libros técnicos sobre el cultivo de viñedos o sobre construcción de casas prefabricadas, a veces leía novelas de terror y de aparecidos, cualquier tipo de lectura que la divina providencia pusiera al alcance de su mano, y de todos ellos aprendió algo, a veces muy poco, pero algo quedaba, como una pepita de oro en una montaña de basura, o para afinar la metáfora, decía Florita, como una muñeca perdida y reencontrada en una montaña de basura desconocida. En fin, ella no era una persona instruida, al menos no tenía lo que se dice una educación clásica, por lo que pedía perdón, pero tampoco se avergonzaba de ser lo que era, pues lo que Dios quita por un lado la Virgen lo repone por el otro, y cuando eso pasa uno tiene que estar en paz con el mundo. Así pasaron los años. Su marido, por esas cosas misteriosas que algunos llaman simetría, un día se quedó ciego. Por suerte ella ya tenía experiencia en el cuidado de invidentes y los últimos años del comerciante de animales fueron plácidos, pues su mujer lo cuidó con eficiencia y cariño. Después se quedó sola y ya para entonces había cumplido cuarentaicuatro años. No se volvió a casar, no porque le faltaran pretendientes, sino porque le halló el gusto a la soledad. Lo que hizo fue comprarse un revólver calibre 38, porque la escopeta que su marido le dejó en herencia se le antojó poco manejable, y seguir, de momento, los negocios de compra y venta de animales. Pero el problema, explicaba, es que para comprar y sobre todo para vender animales era necesaria una cierta sensibilidad, una cierta educación, una cierta propensión a la ceguera que ella de ningún modo poseía. Viajar con los animales por las trochas del monte era muy bonito, subastarlos en el mercado o en el matadero era un horror. Así que al poco tiempo abandonó el negocio y siguió viajando, en compañía del perro de su difunto marido y de su revólver y a veces de sus animales, que empezaron a envejecer con ella, pero esta vez lo hacía como curandera trashumante, de las tantas que hay en el bendito estado de Sonora, y durante los viajes buscaba hierbas o escribía pensamientos mientras los animales pastaban, como hacía Benito Juárez cuando era un niño pastor, ay, Benito Juárez, qué gran hombre, qué recto, qué cabal, pero también qué niño más encantador, de esa parte de su vida se hablaba poco, en parte porque poco se sabía, en parte porque los mexicanos saben que cuando hablan de niños suelen decir tonterías o cursiladas. Ella, por si no lo sabían, tenía algunas cosas que decir al respecto. De los miles de libros que había leído, entre ellos libros sobre historia de México, sobre historia de España, sobre historia de Colombia, sobre historia de las religiones, sobre historia de los papas de Roma, sobre los progresos de la NASA, sólo había encontrado unas pocas páginas que retrataban con total fidelidad, con absoluta fidelidad, lo que debió de sentir, más que pensar, el niño Benito Juárez cuando salía, a veces, como es normal, por varios días con sus noches, a buscar zonas de pastura para el rebaño. En esas páginas de un libro con tapas amarillas se decía todo con tanta claridad que a veces Florita Almada pensaba que el autor había sido amigo de Benito Juárez y que éste le había confidenciado al oído las experiencias de su niñez. Si es que eso es posible. Si es que es posible transmitir lo que se siente cuando cae la noche y salen las estrellas y uno está solo en la inmensidad, y las verdades de la vida (de la vida nocturna) empiezan a desfilar una a una, como desvanecidas o como si el que está a la intemperie se fuera a desvanecer o como si una enfermedad desconocida circulara por la sangre y nosotros no nos diéramos cuenta. ¿Qué haces, luna, en el cielo?, se pregunta el pastorcillo en el poema. ¿Qué haces, silenciosa luna? ¿Aún no estás cansada de recorrer los caminos del cielo? Se parece tu vida a la del pastor, que sale con la primera luz y conduce el rebaño por el campo. Después, cansado, reposa de noche. Otra cosa no espera. ¿De qué le sirve la vida al pastor, y a ti la tuya? Dime, se dice el pastor, decía Florita Almada con la voz transportada, ¿adónde tiende este vagar mío, tan breve, y tu curso inmortal? Al dolor nace el hombre y ya hay riesgo de muerte en el nacer, decía el poema. Y también: Pero ¿por qué alumbrar, por qué mantener vivo a quien, por nacer, es necesario consolar? Y también: Si la vida es desventura, ¿por qué continuamos soportándola? Y también: Intacta luna, tal es el estado mortal. Pero tú no eres mortal y acaso cuanto digo no comprendas. Y también, y contradictoriamente: Tú, solitaria, eterna peregrina, tan pensativa, acaso bien comprendas este vivir terreno, nuestra agonía y nuestros sufrimientos; acaso sabrás bien de este morir, de esta suprema palidez del semblante, y faltar de la tierra y alejarse de la habitual y amorosa compañía. Y también: ¿Qué hace el aire infinito y la profunda serenidad sin fin? ¿Qué significa esta inmensa soledad? ¿Y yo qué soy? Y también: Yo sólo sé y comprendo que de los eternos giros y de mi frágil ser otros hallarán bienes y provechos. Y también: Mi vida es mal tan sólo. Y también: Viejo, canoso, enfermo, descalzo y casi sin vestido, con la pesada carga a las espaldas, por calles y montañas, por rocas y por playas y por brañas, al viento, con tormenta, cuando se enciende el día y cuando hiela, corre, corre anhelante, cruza estanques, corrientes, cae, se levanta y se apresura siempre, sin reposo ni paz, herido, ensangrentado, hasta que al fin se llega allá donde el camino y donde tanto afán al fin se acaba: horrible, inmenso abismo donde al precipitarse todo olvida. Y también: Oh, virgen luna, así es la vida mortal. Y también: Oh, rebaño mío que reposas acaso ignorando tu miseria, ¡cuánta envidia te tengo! No sólo porque de afanes te encuentras libre y todo sufrimiento, todo daño, cada temor extremo pronto olvidas, acaso porque nunca sientes tedio. Y también: Cuando a la sombra y en la hierba tú descansas estás dichoso y sosegado y la mayoría del año vives en tal estado sin hastío. Y también: Yo a la sombra me siento, sobre el césped, y de hastío se llena mi mente, como si sintiese un aguijón. Y también: Y ya nada deseo y razón de llorar nunca he tenido. Y llegada a este punto, y después de suspirar profundamente, Florita Almada decía que se podían sacar varias conclusiones. 1: que los pensamientos que atenazan a un pastor pueden fácilmente desbocarse pues eso es parte de la naturaleza humana. 2: que mirar cara a cara al aburrimiento era una acción que requería valor y que Benito Juárez lo había hecho y que ella también lo había hecho y que ambos habían visto en el rostro del aburrimiento cosas horribles que prefería no decir. 3: que el poema, ahora se acordaba, no hablaba de un pastor mexicano, sino de un pastor asiático, pero que para el caso era lo mismo, pues los pastores son iguales en todas partes. 4: que si bien era cierto que al final de todos los afanes se abría un abismo inmenso, ella recomendaba, para empezar, dos cosas, la primera no engañar a la gente, y la segunda tratarla con corrección. A partir de ahí, se podía seguir hablando. Y eso era lo que ella hacía, escuchar y hablar, hasta el día en que Reinaldo fue a verla a su casa para hacerle una consulta sobre un amor que lo había abandonado, y se fue de allí con una dieta para adelgazar y con unas hierbas para infusiones que le calmaron los nervios y con otras hierbas aromáticas que ocultó en los rincones de su departamento y que le dieron a éste un olor como de iglesia y de nave espacial al mismo tiempo, tal como decía Reinaldo a los amigos que lo iban a visitar, un olor divino, un olor que relaja y alegra el alma, si hasta daban ganas de oír música clásica, ¿no les parece?, y los amigos de Reinaldo empezaron a insistirle en que les presentara a Florita, ay, Reinaldo, necesito a Florita Almada, primero uno y después otro y otro, como una sucesión de penitentes con sus capuchas moradas o bermellón chingón o ajedrezadas, y Reinaldo cavilaba en los beneficios y perjuicios que eso podía representarle, bueno, muchachos, me convencieron, les voy a presentar a Florita, y cuando Florita los vio, un sábado por la noche, en el departamento de Reinaldo engalanado para la ocasión hasta con una piñata que no venía a cuento en la terraza, no hizo ningún gesto feo o de desagrado, más bien dijo cómo es que se han molestado tanto por mí, los canapés excelentes, ¿quién los preparó para felicitarlo?, el pastel delicioso, no había comido uno así en mi vida, ¿era de piña, verdad?, los refrescos naturales y recién hechos, la disposición de la mesa irreprochable, qué muchachos más encantadores, qué muchachos más delicados, si hasta me han traído regalos, ni que fuera mi cumpleaños, y luego se fue a la habitación de Reinaldo y los muchachos fueron pasando uno por uno, a contarle sus cuitas, y los que entraron cuitados salieron esperanzados, esta mujer es un tesoro, Reinaldo, esta mujer es una santa, yo me puse a llorar y ella lloró conmigo, yo no encontraba palabras y ella adivinó mis penas, a mí me recomendó la ingesta de glicósidos azufrados, dizque porque estimulan el epitelio renal y son diuréticos, a mí me recomendó seguir un tratamiento de hidroterapia de colon, yo la vi sudar sangre, yo vi su frente llena de rubíes, a mí me arrulló en su seno y me cantó una canción de cuna y cuando desperté estaba como si acabara de salir de una sesión de sauna, la Santa comprende mejor que nadie a los desventurados de Hermosillo, la Santa tiene feeling con los heridos, con los niños sensibles y maltratados, con los que han sido violados y humillados, con los que son objeto de chistes y risas, para todos tiene una palabra amable, un consejo práctico, los risiones se sienten como divas cuando ella les habla, los zafarinfas se sienten sensatos, los gordos adelgazan, los enfermos de sida sonríen. Así que Florita Almada, tan querida, no tardó muchos años en aparecer en un programa de televisión. La primera vez que Reinaldo la invitó, sin embargo, dijo que no, que no le interesaba, que no tenía tiempo, que a la de peor a alguien se le ocurría preguntarle de dónde sacaba su dinero, ¡que ella no estaba dispuesta a pagar impuestos ni loca!, que mejor lo dejaran para otro día, que ella no era nadie. Pero meses después, cuando Reinaldo ya no insistía en el asunto, fue ella quien lo llamó por teléfono y le dijo que quería aparecer en su programa porque quería hacer público un mensaje. Reinaldo quiso saber qué clase de mensaje y ella dijo algo sobre visiones, sobre la luna, sobre dibujos en la arena, sobre las lecturas que hacía en su casa, en la cocina, sentada a la mesa de la cocina, cuando ya se habían ido las visitas, el periódico, los periódicos, las cosas que leía, las sombras que la observaban al otro lado de la ventana, que no son sombras, ni por lo tanto observan, sino que es la noche, la noche que a veces parece zafada, de tal manera que Reinaldo no entendió nada, pero como la quería de verdad, le improvisó un hueco en su próximo programa. Los estudios de televisión estaban en Hermosillo y la señal a veces llegaba con nitidez a Santa Teresa, pero otras veces llegaba llena de fantasmas y neblina y ruido de fondo. La vez que apareció por primera vez Florita Almada llegó muy mal y casi nadie en la ciudad la vio, aunque el programa al que ella estaba invitada, Una hora con Reinaldo, era uno de los más populares de la televisión sonorense. Le tocó hablar después de un ventrílocuo de Guaymas, un tipo autodidacto que había triunfado en el DF, Acapulco, Tijuana y San Diego, y que creía que su muñeco era un ser vivo. Tal como lo sentía lo decía. Mi pinche muñeco está vivo. A veces ha intentado fugarse. A veces me ha intentado matar. Pero sus manitos son muy débiles para sostener una pistola o un cuchillo. Y ya no digamos para estrangularme. Cuando Reinaldo le dijo, mientras miraba directamente a la cámara y sonreía con esa picardía tan de Reinaldo, que en muchas películas de ventrílocuos ocurría lo mismo, es decir que el muñeco se rebelaba contra el artista, el ventrílocuo de Guaymas, con la voz rota del ser infinitamente incomprendido, contestó que ya lo sabía, que había visto esas películas, y probablemente muchas más que ni Reinaldo ni el público que acudía a ver el programa en directo habían visto, y que a la única conclusión a la que había llegado era que si había tantas películas se debía a que la rebelión de los muñecos de los ventrílocuos estaba mucho más generalizada, a estas alturas extendida por el mundo entero, de lo que él al principio creía. En el fondo todos los ventrílocuos, de una u otra manera, sabemos que nuestros pinches muñecos, alcanzado cierto punto de ebullición, cobran vida. La extraen de las actuaciones. La extraen de los vasos capilares de los ventrílocuos. La extraen de los aplausos. ¡Y sobre todo de la credulidad del público! ¿Verdad, Andresito? Así es. ¿Y tú eres bueno o a veces te comportas como un escuincle malvado, Andresito? Bueno, retebueno, buenísimo. ¿Y nunca me has intentado matar, Andresito? Nunca, nunca, nuuunca. La verdad es que Florita Almada quedó muy impresionada por la expresión de inocencia del muñeco de madera y por el testimonio del ventrílocuo, por el cual sintió de inmediato una gran simpatía, y cuando le llegó su turno lo primero que hizo fue dirigirle al ventrílocuo unas cuantas palabras de ánimo, pese a las veladas advertencias de Reinaldo, quien le sonrió y le guiñó un ojo como dándole a entender que el ventrílocuo estaba medio loco y no le hiciera caso. Pero Florita sí le hizo caso y le preguntó por su salud, le preguntó cuántas horas dormía, cuántas comidas hacía al día y en dónde, y aunque las respuestas del ventrílocuo fueron más bien irónicas, hechas de cara al público, en busca del aplauso o de la fugaz simpatía, con ellas la Santa tuvo más que suficiente para recomendarle (con cierta vehemencia, además) una visita a algún acupunturista que supiera algo de craneopuntura, técnica buenísima para tratar neuropatías con origen en el sistema nervioso central. Después miró a Reinaldo, que se movía inquieto en la silla, y se puso a hablar de su última visión. Dijo que había visto mujeres muertas y niñas muertas. Un desierto. Un oasis. Como en las películas donde aparece la Legión extranjera francesa y árabes. Una ciudad. Dijo que en la ciudad mataban niñas. Mientras hablaba intentando recordar con la mayor exactitud posible su visión, se dio cuenta de que estaba a punto de entrar en trance y le dio mucha vergüenza, pues a veces, no muchas, los trances solían ser exagerados y terminar con la médium arrastrándose por el suelo, algo que ella no quería que sucediera pues era la primera vez que iba a la televisión. Pero el trance, la posesión, avanzaba, lo sentía en el pecho y en las pulsaciones, y no había manera de pararlo por más que se resistiera y sudara y sonriera a las preguntas de Reinaldo, que le preguntaba si se sentía bien, Florita, si quería que las azafatas le trajeran un vaso de agua, si la luz y los focos y el calor la molestaban. Ella tenía miedo de hablar, pues la posesión, a veces, de lo primero que se agarraba era de la lengua. Y aunque quería, pues habría significado un gran descanso, tenía miedo de cerrar los ojos, ya que cuando los ojos se cerraban, precisamente, uno veía justo lo que la posesión veía, por lo que Florita mantuvo los ojos abiertos y la boca cerrada (aunque curvada en una sonrisa muy agradable y enigmática), contemplando al ventrílocuo que ora la miraba a ella, ora a su muñeco, como si no entendiera nada pero, en cambio, oliera el peligro, el momento de la revelación no solicitada y posteriormente tampoco entendida, esa clase de revelación que pasa frente a nosotros dejándonos sólo la certidumbre de un vacío, un vacío que muy pronto escapa hasta de la palabra que lo contiene. Y el ventrílocuo sabía que eso era muy peligroso. Sobre todo peligroso para las personas como él, hipersensibles, de espíritu artístico y con heridas aún no cicatrizadas del todo. Y también Florita miraba a Reinaldo cuando se cansaba de mirar al ventrílocuo, quien le decía: Florita, no se me achicopale, no se me ponga tímida, considere este programa como si fuera su casa. Y también miraba, aunque menos, al público, en donde estaban sentadas varias amigas suyas, esperando sus palabras. Pobrecitas, pensó, qué pena deben de estar pasando. Y entonces ya no pudo más y entró en trance. Cerró los ojos. Abrió la boca. Su lengua empezó a trabajar. Repitió lo que ya había dicho: un desierto muy grande, una ciudad muy grande, en el norte del estado, niñas asesinadas, mujeres asesinadas. ¿Qué ciudad es ésa?, se preguntó. A ver, ¿qué ciudad es ésa? Yo quiero saber cómo se llama esa ciudad del demonio. Meditó durante unos segundos. Lo tengo en la punta de la lengua. Yo no me censuro, señoras, menos tratándose de un caso así. ¡Es Santa Teresa! ¡Es Santa Teresa! Lo estoy viendo clarito. Allí matan a las mujeres. Matan a mis hijas. ¡Mis hijas! ¡Mis hijas!, gritó al tiempo que se echaba sobre la cabeza un rebozo imaginario y Reinaldo sentía que un escalofrío le bajaba como un ascensor por la columna vertebral, o le subía, o ambas cosas a la vez. La policía no hace nada, dijo tras unos segundos, con otro tono de voz, mucho más grave y varonil, los putos policías no hacen nada, sólo miran, ¿pero qué miran?, ¿qué miran? En ese momento Reinaldo intentó llevarla al orden y que dejara de hablar, pero no pudo. Sáquese, so sobón, dijo Florita. Hay que avisar al gobernador del estado, dijo con la voz bronca. Esto no es ninguna broma. El licenciado José Andrés Briceño tiene que saber esto, tiene que enterarse de lo que le hacen a las mujeres y a las niñas en esa bella ciudad de Santa Teresa. Una ciudad que no sólo es bella sino también industriosa y trabajadora. Hay que romper el silencio, amigas. El licenciado José Andrés Briceño es un hombre bueno y cabal y no dejará en la impunidad tantos asesinatos. Tanta desidia y tanta oscuridad. Luego puso voz de niña y dijo: algunas se van en un carro negro, pero las matan en cualquier lugar. Después dijo, con la voz bien timbrada: por lo menos podrían respetar a las vírgenes. Acto seguido dio un salto, perfectamente captado por las cámaras del estudio 1 de televisión de Sonora, y cayó al suelo como impulsada por una bala. Reinaldo y el ventrílocuo acudieron prestos a socorrerla pero cuando la intentaban levantar, cada uno por un brazo, Florita rugió (Reinaldo jamás en su vida la había visto así, propiamente una erinia): ¡no me toquen, putos insensibles! ¡No se preocupen por mí! ¿Es que no entienden de qué hablo? Luego se levantó, miró hacia el público, se acercó a Reinaldo y le preguntó qué había pasado, y acto seguido pidió disculpas mirando directamente hacia su cámara.

Por aquellos días Lalo Cura encontró unos libros en la comisaría, que nadie leía y que parecían destinados a ser alimento de las ratas en lo alto de las estanterías llenas a rebosar de informes y archivos que todo el mundo había olvidado. Se los llevó a su casa. Eran ocho libros y al principio, para no abusar, se llevó tres: Técnicas para el instructor policíaco, de John C. Klotter, El informador en la investigación policíaca, de Malachi L. Harney y John C. Cross, y Métodos modernos de investigación policíaca, de Harry Söderman y John J. O’Connell. Una tarde le comentó a Epifanio lo que había hecho y éste le dijo que eran libros que enviaban desde el DF o desde Hermosillo y que nadie leía. Así que terminó llevándose a su casa los cinco que había dejado. El que más le gustaba (y el primero que leyó) fue Métodos modernos de investigación policíaca. Contra lo que anunciaba su título, el libro había sido escrito hacía mucho tiempo. La primera edición mexicana databa de 1965. La edición que él tenía era la décima reimpresión, de 1992. De hecho, en el prólogo a la cuarta edición, que aquí se reproducía, Harry Söderman se quejaba de que la muerte de su querido amigo, el finado inspector general John O’Connell, había echado sobre sus hombros la carga de la revisión. Y más adelante decía: en esta labor de modificación (del libro) he echado mucho de menos la inspiración, la rica experiencia y la valiosa colaboración del finado inspector O’Connell. Probablemente, pensó Lalo Cura mientras leía el libro alumbrado por una exigua bombilla durante las noches de la vecindad o iluminado por los primeros rayos del sol que se colaban por su ventana abierta, el mismo Söderman ya estuviera muerto hacía tiempo y él nunca lo sabría. Pero eso no importaba, al contrario, esa falta de certeza se convertía en un acicate más para leer. Y leía y a veces se reía de lo que decían el sueco y el gringo y otras veces se quedaba maravillado, como si le hubieran dado un balazo en la cabeza. Por aquellos días, asimismo, la rápida resolución del asesinato de Silvana Pérez ocultó en parte los anteriores fracasos policiales y la noticia salió en la televisión de Santa Teresa y en los dos periódicos de la ciudad. Algunos policías parecían más contentos de lo usual. En una cafetería Lalo Cura se encontró con unos policías jóvenes, de entre diecinueve y veinte años, que comentaban el caso. ¿Cómo es posible, dijo uno de ellos, que Llanos la violara si era su marido? Los demás se rieron, pero Lalo Cura se tomó la pregunta en serio. La violó porque la forzó, porque la obligó a hacer algo que ella no quería, dijo. De lo contrario, no sería violación. Uno de los policías jóvenes le preguntó si pensaba estudiar Derecho. ¿Quieres convertirte en licenciado, buey? No, dijo Lalo Cura. Los otros lo miraron como si se estuviera haciendo el pendejo. Por otra parte, en diciembre de 1994 no hubo más asesinatos de mujeres, al menos que se supiera, y el año terminó en paz.

Antes de que acabara el año 1994, Harry Magaña viajó a Chucarit y localizó a la muchacha que le escribía cartas de amor a Miguel Montes. Se llamaba María del Mar Enciso Montes y era prima de Miguel. Tenía diecisiete años y estaba enamorada desde los doce. Era muy delgada y tenía el pelo castaño, quemado por el sol. Le preguntó a Harry Magaña para qué quería ver a su primo y Harry le dijo que era su amigo y habló de un dinero que una noche Miguel le había prestado. Después la muchacha le presentó a sus padres, que tenían una pequeña tienda de comida en donde también vendían pescados en salazón que ellos mismos iban a comprar a los pescadores, recorriendo la costa desde Huatabampo hasta Los Médanos y a veces más al norte, hasta Isla Lobos, en donde casi todos los pescadores eran indios y tenían cáncer de piel, lo que no parecía importarles, y cuando habían llenado de pescado la camioneta volvían a Chucarit y luego ellos mismos se ocupaban de salarlos. A Harry Magaña le cayeron bien los padres de María del Mar. Esa noche se quedó allí a cenar. Pero antes salió y recorrió Chucarit en compañía de la muchacha buscando un sitio en donde comprar algo, un detalle para los padres que le habían abierto las puertas de su casa con tanta hospitalidad. No encontró nada, salvo un bar abierto en donde quiso comprar una botella de vino. La muchacha lo esperó afuera. Cuando salió ella le preguntó si quería conocer la casa de Miguel. Harry dijo que sí. El coche enfiló entonces hacia las afueras de Chucarit. Bajo la protección de unos árboles se mantenía en pie una vieja casa de adobes. Ya no vive nadie, dijo María del Mar. Harry Magaña bajó del coche y vio un chiquero, un corral con la reja destrozada y las maderas podridas, un gallinero en donde se movió algo, tal vez una rata o una culebra. Luego empujó la puerta y un aliento a bestia muerta le dio en la cara. Tuvo un presentimiento. Regresó al coche, buscó su linterna y volvió a la casa. Esta vez María del Mar iba detrás de él. En el cuarto descubrió varios pájaros muertos. Enfocó con la linterna la parte de arriba, entre las vigas hechas de rama se podía ver parte del entretecho en donde se amontonaban objetos o excrecencias naturales inidentificables. El primero en marcharse fue Miguel, dijo María del Mar en la oscuridad. Luego murió su madre y el padre aguantó durante un año viviendo aquí solo. Un día ya no lo vimos más. Según mi madre se mató. Según mi padre se fue al norte a buscar a Miguel. ¿No tenían más hijos? Tenían, dijo María del Mar, pero murieron cuando todavía eran bebés. ¿Tú también eres hija única?, dijo Harry Magaña. No, lo mismo le pasó a mi familia. Todos mis hermanos mayores enfermaron y murieron cuando todavía ninguno había pasado los seis. Lo siento, dijo Harry Magaña. La otra habitación era aún más oscura. Pero no olía a muerto. Qué cosa más extraña, pensó Harry. Olía a vida. Tal vez a vida suspendida, a visitas fugaces, a risas de gente mala, pero a vida. Cuando salieron la muchacha le mostró el cielo de Chucarit lleno de estrellas. ¿Esperas que Miguel vuelva algún día?, le preguntó Harry Magaña. Espero que vuelva, pero no sé si volverá. ¿En dónde crees que está ahora? No lo sé, dijo María del Mar. ¿En Santa Teresa? No, dijo, si estuviera allí tú no habrías venido a Chucarit, ¿verdad? Verdad, dijo Harry Magaña. Antes de irse, le tomó la mano y le dijo que Miguel Montes no se la merecía. La muchacha sonrió. Tenía los dientes pequeños. Pero yo sí que me lo merezco a él, dijo. No, dijo Harry Magaña, tú te mereces algo mucho mejor. Esa noche, después de cenar en casa de la muchacha, se dirigió de nuevo al norte. De madrugada llegó a Tijuana. Lo único que sabía del amigo de Miguel Montes en Tijuana era que se llamaba Chucho. Pensó en buscar en los bares y discotecas de Tijuana un mesero o un barman con ese nombre, pero no tenía tanto tiempo. Tampoco conocía a nadie en la ciudad que lo pudiera ayudar. A mediodía telefoneó a un antiguo conocido que vivía en California. Soy yo, Harry Magaña, dijo. El tipo le respondió que no recordaba a ningún Harry Magaña. Hace unos cinco años hicimos un curso juntos en Santa Bárbara, dijo Harry Magaña, ¿lo recuerdas? Joder, dijo el tipo, claro que sí, el sheriff de Huntville, Arizona. ¿Sigues siendo sheriff? Sí, dijo Harry Magaña. Después se preguntaron por la salud de sus respectivas mujeres. El policía de East Los Angeles dijo que la suya estaba bien, cada día más gorda. Harry dijo que la suya había muerto hacía cuatro años. Unos meses después de haber realizado el curso en Santa Bárbara. Lo siento, dijo el otro. Está bien, dijo Harry Magaña, y ambos guardaron un silencio incómodo durante un rato, hasta que el policía le preguntó cómo había muerto. Cáncer, dijo Harry, fue rápido. ¿Estás en Los Ángeles, Harry?, quiso saber el otro. No, no, estoy cerca, estoy en Tijuana. ¿Y qué has ido a hacer a Tijuana? ¿De vacaciones? No, no, dijo Harry Magaña. Estoy buscando a un tipo. Lo busco por mi cuenta, ¿entiendes? Pero sólo tengo un nombre. ¿Quieres que te ayude? dijo el policía. No me vendría mal, dijo Harry. ¿Desde dónde me llamas? Desde una cabina. Mete monedas y espera unos minutos, dijo el policía. Mientras esperaba Harry pensó no en su mujer sino en Lucy Anne Sander y luego dejó de pensar en Lucy Anne y se dedicó a contemplar a la gente que pasaba por la calle, algunos con sombreros de mariachi hechos de cartón y pintados de negro o morado o naranja, todos con grandes bolsas y sonrisas, y por su cabeza pasó la idea (pero de forma tan fugaz que él ni siquiera lo notó) de volver a Huntville y olvidarse de todo este asunto. Luego escuchó la voz del policía de East Los Angeles que le daba un nombre: Raúl Ramírez Cerezo, y una dirección: calle Oro n.º 401. ¿Sabes hablar español, Harry?, dijo la voz desde California. Cada día menos, contestó Harry Magaña. A las tres de la tarde, bajo un sol inclemente, llamó al 401 de la calle Oro. Le abrió una niña de unos diez años que vestía uniforme escolar. Busco al señor Raúl Ramírez Cerezo, dijo Harry. La niña le sonrió, dejó la puerta abierta y desapareció en la oscuridad. Al principio Harry no supo si entrar o esperar afuera. Tal vez fue el sol el que lo empujó hacia dentro. Olió a agua y a plantas recién regadas y a vasijas calientes después de ser mojadas. De la habitación salían dos pasillos. Al final de uno de ellos se veía un patio de baldosas grises y una pared cubierta de enredadera. El otro pasillo estaba más oscuro aún que el recibidor o lo que fuera en donde estaba. ¿Qué quiere?, dijo una voz de hombre. Busco al señor Ramírez, dijo Harry Magaña. ¿Y quién es usted?, dijo la voz. Un amigo de Don Richardson, de la policía de Los Ángeles. Ah, vaya, dijo la voz, qué interesante. ¿Y para qué es bueno el señor Ramírez? Estoy buscando a un hombre, dijo Harry. Como todos, dijo la voz con un dejo entre melancólico y cansado. Esa tarde acompañó a Raúl Ramírez Cerezo a una comisaría en el centro de Tijuana, en donde el mexicano lo dejó solo con más de mil expedientes. Revíselos, le dijo. Al cabo de dos horas encontró uno que podía aplicarse perfectamente bien al Chucho que él buscaba. Es un delincuente de poca monta, le dijo Ramírez cuando volvió y examinó el expediente. Ocasionalmente ejerce de proxeneta. Lo podemos encontrar esta noche en la discoteca Wow, suele ir allí, pero primero nos vamos a cenar juntos, dijo Ramírez. Mientras comían en una terraza al aire libre, el policía mexicano le contó su vida. Mi extracción social es humilde, dijo, y los primeros veinticinco años fueron una sucesión sin fin de obstáculos. Harry Magaña no tenía muchas ganas de escucharlo a él sino a Chucho, pero hizo como que lo escuchaba. Las palabras en español podían resbalarle por la piel, cuando así se lo proponía, y no dejarle la más mínima huella, algo que no sucedía, aunque también lo había intentado, con las palabras inglesas. Vagamente entendió que la vida de Ramírez, efectivamente, no había sido fácil. Operaciones, cirujanos, una pobre madre acostumbrada a las desgracias. La mala fama de la policía, a veces cierta, a veces falsa, la cruz que todos debemos cargar. Una cruz, pensó Harry Magaña. Después Ramírez habló de mujeres. Mujeres con las piernas abiertas. Muy abiertas. ¿Qué es lo que se ve? ¿Qué es lo que se ve? Dios mío, de estas cosas no se habla cuando uno está comiendo. Un puto agujero. Un puto ojo. Una puta rajadura, como la falla en la corteza terrestre que tienen en California, la falla de San Bernardino, creo que así se llama. ¿Eso tienen en California? Primera noticia. Bueno, dijo Harry, yo vivo en Arizona. Muy lejos, sí, señor, dijo Ramírez. No, aquí al lado, mañana regreso a casa, dijo Harry. Después escuchó una larga historia sobre hijos. ¿Has oído alguna vez con atención el llanto de un niño, Harry? No, dijo, no tengo hijos. Es cierto, dijo Ramírez, perdón, perdón. ¿Por qué me pide perdón?, pensó Harry. Una mujer decente y buena. Una mujer a la que tú, sin querer, tratas mal. Por costumbre. Nos volvemos ciegos (o, por lo menos, tuertos) por costumbre, Harry, hasta que de pronto, cuando ya nada tiene remedio, esa mujer enferma en nuestros brazos. Esa mujer preocupada por todos, excepto por ella misma, empieza a quedarse mustia en nuestros brazos. Y ni siquiera entonces nos damos cuenta, dijo Ramírez. ¿Le he contado mi historia?, pensó Harry Magaña. ¿He llegado hasta ese grado de infamia? Las cosas no son como uno las ve, susurró Ramírez. ¿Tú crees que las cosas son como las ves, tal cual, sin mayores problemas, sin preguntas? No, dijo Harry Magaña, siempre hay que hacer preguntas. Correcto, dijo el policía de Tijuana. Siempre hay que hacer preguntas, y siempre hay que preguntarse el porqué de nuestras propias preguntas. ¿Y sabes por qué? Porque nuestras preguntas, al primer descuido, nos dirigen hacia lugares adonde no queremos ir. ¿Puedes ver el meollo del asunto, Harry? Nuestras preguntas son, por definición, sospechosas. Pero necesitamos hacerlas. Y eso es lo más jodido de todo. Así es la vida, dijo Harry Magaña. Después el policía mexicano se quedó en silencio y ambos contemplaron a la gente que caminaba por la avenida, sintiendo en las mejillas acaloradas la brisa que soplaba sobre Tijuana. Una brisa que olía a aceite de automóvil, a plantas secas, a naranjas, a cementerio de proporciones ciclópeas. ¿Nos tomamos otro par de cervezas o vamos ahorita a buscar al tal Chucho? Nos tomamos otra cerveza, dijo Harry Magaña. Cuando entraron en la discoteca dejó que Ramírez llevara la iniciativa. Éste llamó a uno de los matones, un tipo con musculatura de culturista y una sudadera que se le pegaba al tórax como una malla, y le dijo algo al oído. El matón lo escuchó con la vista baja, luego lo miró a la cara y parecía que iba a decir algo, pero Ramírez dijo ándele y el matón desapareció entre las luces del local. Siguió a Ramírez hasta el pasillo posterior. Entraron en el lavabo de hombres. Había dos tipos, pero nada más ver al policía se largaron. Durante un rato Ramírez se estuvo mirando en un espejo. Se lavó las manos y la cara y luego sacó un peine de la americana y procedió a peinarse cuidadosamente. Harry Magaña no hizo nada. Se quedó quieto, apoyado contra la pared de cemento sin revestir, hasta que Chucho apareció en la puerta y preguntó qué querían. Acércate, Chucho, dijo Ramírez. Harry Magaña cerró la puerta de los lavabos. Las preguntas las hizo Ramírez y Chucho las respondió todas. Conocía a Miguel Montes. Era amigo de Miguel Montes. Que él supiera, Miguel Montes aún residía en Santa Teresa, en donde vivía con una puta. No sabía el nombre de la puta, pero sí sabía que era joven y que había trabajado durante un tiempo en un local llamado Asuntos Internos. ¿Elsa Fuentes?, dijo Harry Magaña, y el tipo se dio la vuelta, lo miró y asintió. Tenía la mirada torva de los pobres diablos que siempre pierden. Creo que así se llama, dijo. ¿Y cómo sé yo, Chuchito, que no me mientes?, dijo Ramírez. Porque yo a usted nunca le miento, boss, dijo el proxeneta. Pero tengo que asegurarme, Chuchito, dijo el policía mexicano al tiempo que sacaba una navaja de un bolsillo. Era una navaja automática, con mango de nácar y una delgada hoja de acero de quince centímetros. Yo nunca le miento, boss, gimió Chucho. Esto es importante para mi amigo, Chuchito, ¿cómo sé yo que no vas a telefonear a Miguel Montes apenas nos hayamos ido? Yo nunca lo haría, nunca, nunca, tratándose de usted, boss, esa idea ni siquiera se me podría pasar por la cabeza. ¿Qué hacemos, Harry?, dijo el policía mexicano. Yo creo que este pendejo no miente, dijo Harry Magaña. Cuando abrió la puerta del lavabo vio al otro lado a un par de putas de corta estatura y al matón del local. Las putas estaban entradas en carnes y debían de ser unas sentimentales pues cuando vieron a Chucho sano y salvo se abalanzaron a abrazarlo entre risas y lágrimas. Ramírez fue el último en salir del lavabo. ¿Algún problema?, le preguntó al matón. Ninguno, dijo éste con una voz muy delgada. ¿Todo bien, entonces? Suave, dijo el matón. Al salir a la calle encontraron una cola de gente joven que pretendía entrar en la discoteca. Harry Magaña distinguió, al final de la acera, la figura de Chucho que caminaba abrazado a sus dos putas. Sobre él pendía una luna llena que le trajo recuerdos del mar, un mar que había visitado en no más de tres ocasiones. Se va a la cama, dijo Ramírez cuando estuvo al lado de Harry Magaña. Demasiado miedo y demasiadas emociones como para no desear de inmediato un buen sillón, un buen jaibol, un buen programa en la tele y una buena comida preparada por sus dos viejas. La mera verdad es que sólo sirven para cocinar, dijo el policía mexicano como si conociera a las putas desde la escuela. En la cola también había algunos turistas norteamericanos que hablaban a gritos. ¿Qué vas a hacer ahora, Harry?, dijo Ramírez. Me voy a Santa Teresa, dijo Harry Magaña mirando el suelo. Esa noche siguió el camino de las estrellas. Al cruzar el río Colorado vio un aerolito en el cielo, o una estrella fugaz, y pidió en silencio un deseo tal como le había enseñado su madre a hacerlo. Recorrió la carretera solitaria de San Luis a Los Vidrios. Allí se detuvo y bebió en un restaurante dos tazas de café sin pensar en nada, sintiendo cómo el líquido caliente bajaba por su esófago y lo quemaba. Después recorrió la carretera de Los Vidrios-Sonoyta y entonces enfiló hacia el sur, hacia Caborca. Mientras buscaba la salida pasó por el centro del pueblo y todo parecía cerrado, salvo la gasolinera. Se dirigió hacia el este y atravesó Altar, Pueblo Nuevo y Santa Ana, hasta enlazar con la carretera de cuatro carriles que iba a Nogales y a Santa Teresa. Llegó a la ciudad a las cuatro de la mañana. En la casa de Demetrio Águila no encontró a nadie, por lo que ni siquiera se echó un rato en la cama. Se lavó la cara y los brazos, se frotó con agua fría el pecho y las axilas y cogió de su maletín una camisa limpia. El Asuntos Internos aún no había cerrado cuando llegó y pidió hablar con la madame. El tipo al que se lo dijo lo miró con sorna. Estaba detrás de un mostrador de madera labrada, un escenario concebido para una sola persona, un animador o un anunciador de números, y parecía más alto de lo que era. Aquí no hay ninguna madame, señor, le dijo. Entonces me gustaría hablar con el encargado, dijo Harry Magaña. No hay ningún encargado, señor. ¿Quién manda?, preguntó Harry Magaña. Hay una encargada, señor. Nuestra encargada de relaciones públicas, señor. La señorita Isela. Harry Magaña intentó sonreír y dijo que quería hablar un minuto con la señorita Isela. Suba a la discoteca y pregunte por ella, le dijo el animador. Harry Magaña entró en un salón y vio a un hombre de bigote blanco dormido en un sillón. Las paredes estaban recubiertas de una tela roja, almohadillada, como si el salón fuera la celda de seguridad en un manicomio de putas. En la escalera, con el pasamanos tapizado igualmente de rojo, se cruzó con una puta que acompañaba a un cliente y la sujetó de un brazo. Le preguntó si Elsa Fuentes aún trabajaba allí. Sáquese, dijo la puta, y siguió bajando. En la discoteca había bastante gente, aunque la música que se escuchaba eran boleros o tristes danzones del sur. Las parejas apenas se movían en la oscuridad. Con dificultad localizó a un camarero y le preguntó dónde podía encontrar a la señorita Isela. El camarero le indicó una puerta en el otro extremo de la discoteca. La señorita Isela estaba acompañada de un hombre de unos cincuenta años, vestido con traje negro y corbata amarilla. Cuando lo invitaron a sentarse el tipo se hizo a un lado y se apoyó contra la ventana que daba a la calle. Harry Magaña le dijo que buscaba a Elsa Fuentes. ¿Se puede saber por qué?, quiso saber la señorita Isela. Por ningún motivo bueno, dijo Harry Magaña con una sonrisa. La señorita Isela se rió. Era delgada y bien proporcionada, tenía tatuada en el hombro izquierdo una mariposa azul y probablemente aún no había cumplido los veintidós años. El tipo de la ventana también intentó reírse pero sólo le salió una mueca que apenas le estremeció el labio superior. Ya no trabaja aquí, dijo la señorita Isela. ¿Cuánto hace de eso?, preguntó Harry Magaña. Un mes o algo así, dijo la señorita Isela. ¿Y sabe usted dónde podría encontrarla? La señorita Isela miró al hombre de la ventana y le preguntó si se lo podían decir. ¿Por qué no?, dijo el hombre. Si no le soltamos la sopa nosotros, de otra manera lo va a conseguir. Este gringo parece obstinado. Es verdad, dijo Harry Magaña, soy obstinado. Pues no la hagas más cardiaca, Iselita, y dile dónde vive Elsa Fuentes, dijo el hombre. La señorita Isela sacó de un cajón un libro de contabilidad de tapa gruesa, muy alargado, y buscó en sus hojas. Elsa Fuentes vive, hasta donde sabemos, en la calle Santa Catarina número 23. ¿Y eso por dónde queda?, dijo Harry Magaña. En la colonia Carranza, dijo la señorita Isela. Usted vaya preguntando por ahí y al final llegará, dijo el hombre. Harry Magaña se levantó y les dio las gracias. Antes de marcharse se dio la vuelta y a punto estuvo de preguntarles si conocían o habían oído hablar de Miguel Montes, pero se arrepintió a tiempo y no les dijo nada.

Le costó llegar a la calle Santa Catarina, pero al final lo consiguió. La casa de Elsa Fuentes tenía las paredes encaladas y la puerta era de hierro. Golpeó dos veces. Las casas vecinas estaban en completo silencio, aunque por la calle se había cruzado con tres mujeres que salían a trabajar. Las tres mujeres se juntaron nada más salir de sus casas y desaparecieron rápidamente después de echarle una mirada a su coche. Sacó su navaja, se agachó y abrió la puerta sin dificultad. Por la parte de adentro la puerta tenía un hierro que hacía las veces de tranca y que no estaba echado, por lo que supuso que no había nadie. Cerró la puerta, dejó caer el hierro y empezó a buscar. Las habitaciones no ofrecían un aspecto de abandono sino más bien de decoro no exento de coquetería. En las paredes colgaban cántaros, una guitarra, atajos de hierbas medicinales que desprendían buen olor. La habitación de Elsa Fuentes tenía la cama deshecha, pero por lo demás su aspecto era impecable. La ropa en el armario estaba ordenada, sobre una mesilla de noche había varias fotografías (en dos de ellas aparecía junto a Miguel Montes), el polvo no había tenido tiempo para acumularse en el suelo. El refrigerador exhibía suficiente comida. No había nada encendido, ni siquiera una vela junto a la imagen de una santa, todo parecía dispuesto para esperar el regreso de la mujer. Buscó indicios de la estancia allí de Miguel Montes, pero no encontró nada. Se sentó en un sillón de la sala y se dispuso a esperar. No supo en qué momento se quedó dormido. Cuando se despertó, sin embargo, ya eran las doce del día y nadie había intentado abrir la puerta. Fue a la cocina y buscó algo para desayunar. Bebió un vaso grande de leche después de verificar la fecha de caducidad del cartón. Luego cogió una manzana de un cesto de plástico junto a la ventana y se la comió mientras volvía a registrar todos los rincones de la casa. No quiso prepararse café para no encender el fuego. En la cocina lo único que estaba pasado era el pan, que se había endurecido. Buscó una libreta de direcciones, una reserva de autobuses, alguna mínima señal de lucha que se le hubiera pasado por alto. Revisó el lavabo, miró bajo la cama de Elsa Fuentes, escarbó en la bolsa de la basura. Abrió tres cajas de zapatos y sólo halló zapatos. Miró bajo el colchón. Levantó las tres alfombras pequeñas, todas con motivos árabes, señales de la coquetería de Elsa Fuentes, y no encontró nada. Entonces se le ocurrió mirar el techo. En el dormitorio y en la sala no había nada. En la cocina, sin embargo, distinguió una fisura. Se subió a una silla y escarbó con la navaja hasta que el yeso cayó al suelo. Agrandó el agujero y metió la mano. Encontró una bolsa de plástico con diez mil dólares y una libreta. Se guardó el dinero en el bolsillo y empezó a hojear la libreta. Había números de teléfono sin nombre ni encabezamiento, como dispuestos al azar. Supuso que eran clientes. Unos pocos números tenían un nombre, Mamá, Miguel, Lupe, Juana y otros que aparecían por sus alias, posiblemente compañeras de trabajo. Entre los teléfonos reconoció algunos que no eran de México sino de Arizona. Se guardó la libreta junto con el dinero y decidió que ya era hora de marcharse. Estaba nervioso y el cuerpo le pedía a gritos un par de tazas de café. Al poner en marcha el coche tuvo la impresión de que lo espiaban. Todo, no obstante, estaba tranquilo y sólo unos niños se afanaban jugando un partido de fútbol en medio de la calle. Tocó el claxon y los niños tardaron mucho en apartarse. Por el espejo retrovisor vio que una Rand Charger aparecía por el otro lado de la calle. Se deslizó suavemente y dejó que la Rand Charger lo alcanzara. El conductor y el tipo que lo acompañaba no demostraron el más mínimo interés en él y en la esquina la Rand Charger lo adelantó y lo dejó atrás. Condujo hasta el centro y se detuvo junto a un restaurante bastante concurrido. Pidió un plato de huevos revueltos con jamón y una taza de café. Mientras esperaba la comida se dirigió a la barra y le preguntó a un muchacho si podía telefonear. El muchacho, que iba vestido con una camisa blanca y una pajarita negra, le preguntó si pensaba telefonear a los Estados Unidos o a México. Aquí, a Sonora, dijo Harry Magaña, y sacó la libreta y le enseñó los números. Okey, dijo el muchacho, usted telefonee a donde quiera y yo luego le paso la cuenta, ¿de acuerdo? Correcto, dijo Harry Magaña. El muchacho le puso el teléfono a un lado y luego se marchó a atender a otros clientes. Llamó primero al teléfono de la madre de Elsa Fuentes. Contestó una mujer. Le preguntó por Elsa. Elsita no está aquí, dijo la mujer. ¿Pero no es usted su madre?, dijo. Yo soy su mamá, sí, pero Elsita vive en Santa Teresa, dijo la mujer. ¿Y adónde estoy telefoneando entonces?, dijo Harry Magaña. ¿Mande?, dijo la mujer. ¿Dónde vive usted, señora? En Toconilco, dijo la mujer. ¿Y eso dónde queda, señora?, dijo Harry Magaña. En México, señor, dijo la mujer. ¿Pero en qué lugar de México? Cerca de Tepehuanes, dijo la mujer. ¿Y Tepehuanes dónde queda?, chilló Harry Magaña. Pues en Durango, señor. ¿En el estado de Durango?, dijo Harry Magaña mientras escribía en una hoja la palabra Toconilco y la palabra Tepehuanes y finalmente la palabra Durango. Antes de colgar le pidió su dirección. La mujer se la dio, enrevesada, pero sin ningún reparo. Le enviaré un dinero de parte de su hija, dijo Harry Magaña. Dios se lo pague, dijo la mujer. No, señora, a mí no, a su hija, dijo Harry Magaña. Pues que así sea, dijo la mujer, que Dios se lo pague a mi hija, y también a usted. Después le hizo una seña al muchacho de la pajarita dándole a entender que aún no había terminado y volvió a la mesa, en donde le esperaban sus huevos revueltos y su taza de café. Antes de volver a telefonear pidió que le repitieran el café y con la taza en la mano se trasladó una vez más a la barra. Llamó al número de Miguel Montes (aunque podía tratarse de otro Miguel, pensó) y tal como temía nadie respondió a la llamada. Después llamó al número de la tal Lupe y la conversación fue aún más caótica que la que acababa de sostener con la madre de Elsa Fuentes. En claro sacó que Lupe vivía en Hermosillo, que no quería saber nada ni de Elsa Fuentes ni de Santa Teresa, que en efecto había conocido a Miguel Montes pero que tampoco quería saber nada de él (si es que aún estaba vivo), que su vida en Santa Teresa había sido una equivocación desde el principio hasta el final y que no pensaba equivocarse dos veces. A continuación telefoneó a otras dos mujeres, la que aparecía bajo el epígrafe Juana y una (o uno, pues no quedaba claro que fuera mujer) que aparecía con el mote de Vaca. Ambos teléfonos, le informó una voz pregrabada, estaban dados de baja. El último intento lo hizo casi al azar. Llamó a uno de los teléfonos de Arizona. Una voz de hombre, deformada por el contestador automático, le pidió que dejara un mensaje y que él ya se encargaría de llamarlo. Pidió la cuenta. El muchacho de la pajarita hizo una operación matemática en un papel que extrajo de un bolsillo y le preguntó si había comido bien. Muy bien, dijo Harry Magaña. Durmió la siesta en casa de Demetrio Águila, en la calle Luciérnaga, y soñó con una calle de Huntville, la principal, batida por una tormenta de arena. ¡Hay que ir a buscar a las chicas de la factoría de baratijas!, gritaba alguien a sus espaldas, pero él no le hacía caso y seguía enfrascado en la lectura de un legajo de documentos, papeles fotocopiados, que parecían escritos en una lengua que no era de este mundo. Al despertar se dio una ducha de agua fría y se secó con una toalla blanca, grande, agradable al tacto. Después llamó por teléfono a Información y dio el número de Miguel Montes. Preguntó en qué lugar de la ciudad estaba registrado ese teléfono. La mujer que lo atendió lo hizo esperar un momento y luego recitó el nombre de una calle y un número. Antes de colgar preguntó a nombre de quién estaba registrado el teléfono. A nombre de Francisco Díaz, señor, dijo la telefonista. Empezaba a anochecer rápidamente en Santa Teresa cuando Harry Magaña llegó a la calle Portal de San Pablo, que corría paralela a la avenida Madero-Centro, en un barrio que aún conservaba las trazas de lo que había sido: casas de uno o dos pisos, hechas de cemento y ladrillos, de clase media, habitado antiguamente por funcionarios o profesionales jóvenes. Por las aceras ahora sólo se veían viejos y grupos de adolescentes que pasaban corriendo o en bicicleta o montados en destartalados coches, siempre aprisa, como si tuvieran algo muy urgente que hacer esa noche. En realidad, el único que tiene algo urgente que hacer soy yo, pensó Harry Magaña, y se quedó dentro de su coche, sin moverse, hasta que todo estuvo oscuro. Cruzó la calle sin que nadie lo viera. La puerta era de madera y no parecía difícil de abrir. Empuñó la navaja y la cerradura no se le resistió. De la sala salía un pasillo largo que acababa en un pequeño patio iluminado por las luces de un patio vecino. Todo estaba en completo desorden. Oyó los ruidos apagados de una televisión de otra vivienda y un resoplido. Supo de inmediato que no estaba solo. En ese momento Harry Magaña lamentó no tener su arma a mano. Se asomó a la primera habitación. Un tipo achaparrado pero de espalda ancha estaba sacando un bulto de debajo de una cama. La cama era baja y costaba sacar el bulto. Cuando por fin lo consiguió y empezó a arrastrarlo hacia el pasillo, el tipo se dio vuelta y lo miró sin sorpresa. El bulto estaba envuelto en plástico y Harry Magaña sintió que la náusea y la rabia lo estaban ahogando. Por un instante ambos permanecieron inmóviles. El tipo achaparrado llevaba un buzo negro, probablemente el buzo oficial de una maquiladora, y su expresión era de enfado e incluso de vergüenza. La chamba dura la hago yo, parecía decir. Con un sentimiento de fatalidad Harry Magaña pensó que en realidad no estaba allí, a pocos minutos del centro, en la casa de Francisco Díaz que era lo mismo que estar en la casa de nadie, sino en el campo, entre el polvo y los matojos, en una casucha con corral para los animales y un gallinero y un horno de leña, en el desierto de Santa Teresa o en cualquier desierto. Oyó que alguien cerraba la puerta de entrada y luego pasos en la sala. Una voz que llamaba al tipo achaparrado. Y también oyó que éste respondía: estoy aquí, con nuestro cuate. La rabia se acrecentó. Deseó enterrarle la navaja en el corazón. Se abalanzó sobre él mirando de reojo, desesperado, las dos sombras que ya había visto a bordo de la Rand Charger, que avanzaban por el pasillo.

El año de 1995 se inauguró con el hallazgo, el cinco de enero, de otra muerta. Esta vez se trataba de un esqueleto enterrado a poca profundidad en un potrero que pertenecía al ejido Hijos de Morelos. Los campesinos que lo desenterraron no sabían que se trataba de una mujer. Más bien pensaron que se trataba de un tipo chaparrito. Junto al esqueleto no había ropas ni nada que identificara los restos. Desde el ejido fue avisada la policía, que tardó seis horas en presentarse y que además de tomar declaración a cada uno de los que habían participado en el hallazgo hizo preguntas sobre si faltaba algún campesino, si había habido peleas recientemente, si el comportamiento de algún campesino había variado en los últimos tiempos. Por supuesto, dos jóvenes se habían marchado del ejido, como sucedía cada año, a Santa Teresa o a Nogales o a los Estados Unidos. Peleas, las había siempre, pero nunca graves. El comportamiento de los campesinos variaba, dependiendo de la estación del año, de la cosecha, del poco ganado que les quedaba, en fin, de la economía, como el de todo el mundo. El forense de Santa Teresa no tardó en dictaminar que el esqueleto pertenecía a una mujer. Si a esto se le añadía que no había ropas o restos de ropas en el agujero donde fue enterrada, la conclusión era más clara que el agua: se trataba de un asesinato. ¿Cómo había sido asesinada? Eso ya no podía decirlo. ¿Cuándo? Probablemente hacía unos tres meses, aunque en este último punto prefería no arriesgar ningún juicio contundente, pues la descomposición de un cadáver es variable, por lo que si alguien pretendía una fecha exacta, lo mejor era que se llevaran los huesos al Instituto Anatómico Forense de Hermosillo o, mejor aún, al del DF. La policía de Santa Teresa hizo un comunicado público en donde, vagamente, lo que hacía a fin de cuentas era rehuir cualquier responsabilidad. El asesino bien podía ser un conductor que viniera desde Baja California y se dirigiera a Chihuahua, y la muerta una autoestopista recogida en Tijuana, asesinada en Saric y enterrada, casualmente, allí.

El quince de enero apareció la siguiente muerta. Se trataba de Claudia Pérez Millán. El cuerpo fue encontrado en la calle Sahuaritos. La occisa vestía un suéter negro y tenía dos anillos de bisutería en cada mano, además de la argolla de compromiso. No llevaba falda ni bragas, aunque sí estaba calzada con unos zapatos de imitación de cuero, de color rojo y sin tacones. El cuerpo, que había sido violado y estrangulado, estaba envuelto en una cobija blanca, como si el asesino pensara trasladar el cuerpo a otro lugar y de pronto hubiera decidido, o las circunstancias lo hubieran obligado, abandonarlo detrás de un contenedor de basura de la calle Sahuaritos. Claudia Pérez Millán tenía treintaiún años y vivía con su esposo y sus dos hijos en la calle Marquesas, no lejos de donde fue encontrado el cadáver. Al presentarse la policía en su domicilio nadie abrió la puerta, aunque eran audibles los llantos y gritos que provenían del interior. Provistos de la pertinente orden judicial, la puerta del domicilio de la occisa fue echada abajo y en una de las habitaciones de la casa, encerrados con llave, fueron encontrados los menores de edad Juan Aparicio Pérez y su hermano Frank Aparicio Pérez. En la habitación había un cubo de agua potable y dos paquetes de pan de molde. Interrogados los menores en presencia de un psicólogo infantil, ambos admitieron que había sido su padre, Juan Aparicio Regla, quien los había encerrado la noche anterior. Luego oyeron ruidos y gritos, pero sin precisar quién gritaba ni qué producía los ruidos, hasta que se durmieron. A la mañana siguiente ya no había nadie en la casa y cuando oyeron a la policía se pusieron a gritar. El sospechoso Juan Aparicio Regla era poseedor de un coche, que tampoco fue encontrado, por lo que se deduce que huyó en él tras cometer el parricidio. Claudia Pérez Millán trabajaba como mesera en una cafetería del centro. Juan Aparicio Regla no tenía oficio conocido, algunos creían que trabajaba en una maquiladora, otros que hacía de pollero en el paso de emigrantes hacia los Estados Unidos. Se cursó una orden inmediata de busca y captura, pero los que sabían estaban seguros de que nunca más se le volvería a ver por la ciudad.

En febrero murió María de la Luz Romero. Tenía catorce años, medía un metro cincuentaiocho, tenía el pelo largo hasta la cintura, aunque se lo pensaba cortar uno de esos días, tal como le había confesado a una de sus hermanas. Desde hacía poco trabajaba en la maquiladora EMSA, una de las más antiguas de Santa Teresa, que no estaba en ningún parque industrial sino en medio de la colonia La Preciada, como una pirámide de color melón, con su altar de los sacrificios oculto detrás de las chimeneas y dos enormes puertas de hangar por donde entraban los obreros y los camiones. María de la Luz Romero salió a las siete de la tarde de su casa, acompañada por unas amigas que la habían ido a buscar. A sus hermanos les dijo que iba a bailar al Sonorita, una discoteca obrera ubicada en los lindes de la colonia San Damián con la colonia Plata, y que ya cenaría algo por ahí. Sus padres no estaban en casa porque aquella semana hacían los turnos de noche. María de la Luz, en efecto, comió junto a sus compañeras, de pie, al lado de una furgoneta que vendía tacos y quesadillas en la acera opuesta a la discoteca, a la que entraron a las ocho de la noche, hallándola repleta de jóvenes a los que conocían, bien porque trabajaban también en EMSA, bien porque los tenían vistos en el barrio. Según una de sus amigas María de la Luz bailó sola, al contrario que las demás que ya tenían allí a sus novios o conocidos. En dos ocasiones, sin embargo, fue abordada por dos jóvenes distintos que la quisieron invitar a una bebida o a un refresco, a lo que María de la Luz se negó, la primera vez porque no le gustaba el muchacho y la segunda por timidez. A las once y media de la noche se marchó, en compañía de una amiga. Ambas vivían más o menos cerca y hacer el viaje juntas resultaba mucho más grato que en solitario. Se separaron unas cinco calles antes de la casa de María de la Luz. Allí se pierde el rastro. Interrogados algunos vecinos que vivían en el trayecto que aún le quedaba por hacer, todos declararon no haber oído grito alguno ni mucho menos una llamada de auxilio. Su cadáver apareció dos días después, junto a la carretera de Casas Negras. Había sido violada y golpeada en la cara repetidas veces, en ocasiones con especial ensañamiento, presentándose incluso una fractura de palatino, algo muy poco usual en una golpiza y que llevó al forense a suponer (aunque por supuesto con la misma velocidad descartó la idea) que durante el secuestro el coche en que María de la Luz era trasladada había sufrido un accidente de carretera. La muerte se la habían producido las cuchilladas que exhibía en el tórax y en el cuello, y que afectaban los dos pulmones y múltiples arterias. El caso lo llevó el judicial Juan de Dios Martínez, que volvió a interrogar a las amigas que la habían acompañado a la discoteca, al dueño y algunos camareros de la discoteca y a los vecinos cuyas casas flanqueaban las cinco calles que María de la Luz recorrió o intentó recorrer en solitario antes de ser secuestrada. Los resultados fueron decepcionantes.

En marzo no apareció ninguna muerta en la ciudad, pero en abril aparecieron dos, con escasos días de diferencia, y también las primeras críticas a la actuación policial, incapaz no sólo de detener la ola (o el goteo incesante) de crímenes sexuales sino también de apresar a los asesinos y devolver la paz y la tranquilidad a una ciudad de natural laborioso. La primera muerta fue hallada en una habitación del hotel Mi Reposo, en el centro de Santa Teresa. Estaba debajo de la cama, envuelta en una sábana, vestida únicamente con un sostén blanco. Según el administrador de Mi Reposo, la habitación de la muerta correspondía a un cliente, de nombre Alejandro Peñalva Brown, que la había alquilado hacía tres días y del que no se tenía noticias. Interrogadas las empleadas de la limpieza y los dos recepcionistas, todos coincidieron en declarar que el mencionado Peñalva Brown sólo se había dejado ver durante el primer día de su estancia en el hotel. Las empleadas de la limpieza, por su parte, juraron que durante el segundo y el tercer día no habían hallado nada debajo de la cama, aunque esto último, según la policía, bien podía ser una añagaza para cubrir la falta de esmero con que limpiaban las habitaciones. En el libro de registro del hotel, la dirección que Peñalva Brown había dejado era de Hermosillo. Avisada la policía de Hermosillo, pronto se descubrió que en aquella dirección el tal Peñalva Brown no había vivido jamás. En los brazos de la muerta, una mujer de aproximadamente treintaicinco años, morena y robusta, había numerosas marcas de pinchazos, por lo que la policía investigó en los ambientes de droga de la ciudad, sin encontrar indicios que llevaran a la identidad del cadáver. Según el forense la muerte se había debido a una sobredosis de cocaína en mal estado. No se descartó que la cocaína se la hubiera suministrado el sospechoso Peñalva Brown ni tampoco el que éste supiera que le estaba dando veneno. Dos semanas después, cuando los esfuerzos se habían volcado en el esclarecimiento del crimen de la segunda desconocida, dos mujeres aparecieron en la comisaría, en donde declararon que conocían a la muerta. Ésta se llamaba Sofía Serrano y había trabajado como obrera en tres maquiladoras y como camarera y últimamente hacía de puta en los baldíos de la colonia Ciudad Nueva, a espaldas del cementerio. No tenía familia en Santa Teresa, sólo algunos amigos, todos pobres, por lo que su cuerpo fue entregado a los alumnos de la facultad de Medicina de la Universidad de Santa Teresa.

La segunda muerta apareció cerca de un basurero de la colonia Estrella. Había sido violada y estrangulada. Poco después se la identificó como Olga Paredes Pacheco, de veinticinco años, trabajadora en una tienda de ropa de la avenida Real, cerca del centro, soltera, de un metro sesenta de estatura, domiciliada en la calle Hermanos Redondo, en la colonia Rubén Darío, en donde vivía con su hermana menor, Elisa Paredes Pacheco, ambas bien conocidas en el barrio por su simpatía, don de gentes y seriedad. Los padres habían muerto hacía cinco años, primero el padre, de cáncer, y luego la madre, de un ataque al corazón, con un intervalo de apenas dos meses, y Olga se hizo cargo de las responsabilidades de la casa con eficiencia y naturalidad. No se le conocía ningún novio. Su hermana, de veinte años, sí tenía novio, con el que pensaba casarse. El novio de Elisa, un joven abogado recién egresado de la Universidad de Santa Teresa, trabajaba en el bufete de un abogado mercantil muy reputado en la ciudad, y además poseía una coartada para la noche en que se supone Olga fue secuestrada. Muy conmocionado por la muerte de su futura cuñada, durante el interrogatorio (informal) que se le hizo confesó no tener ni la más remota idea de quién podía malquerer a Olga como para llegar al extremo de matarla y se mostró obsesionado por la mala suerte, el destino trágico que, según él, rondaba a la familia de su novia, primero con la muerte de sus padres y luego con la muerte de su hermana. Las pocas amigas de Olga ratificaron lo dicho por su hermana y el joven abogado. Todo el mundo la quería, era una santateresana como quedan pocas, es decir recta, de una sola palabra, honesta y seria. Y además sabía vestir bien, con elegancia y buen gusto. Sobre el gusto en el vestir el forense estuvo de acuerdo y, además, descubrió algo curioso en el cadáver: la falda que llevaba la noche de su muerte y con la que fue encontrada estaba puesta al revés.

En mayo el cónsul norteamericano visitó al alcalde de Santa Teresa y luego, en compañía de éste, realizó una visita informal al jefe de la policía. El cónsul se llamaba Abraham Mitchell, pero su mujer y sus amigos lo llamaban Conan. Era un tipo de uno noventa de estatura y ciento cinco kilos de peso, con la cara surcada de arrugas y las orejas tal vez demasiado grandes, a quien le encantaba vivir en México y salir de acampada al desierto y sólo se ocupaba personalmente de los casos graves. Es decir, que casi nunca tenía nada que hacer, salvo acudir a fiestas representando a su país y visitar subrepticiamente alguna noche, una vez cada dos meses, en compañía de compatriotas bragados en los afanes alcohólicos, las dos más reputadas pulquerías de Santa Teresa. El sheriff de Huntville había desaparecido y todos los informes de que disponía decían que se hallaba en Santa Teresa la última vez que fue visto. El jefe de la policía quiso saber si estaba en Santa Teresa en misión oficial o como turista. Como turista, por supuesto, dijo el cónsul. Pues, entonces, ¿qué puedo saber yo?, dijo Pedro Negrete, por aquí pasan cientos de turistas cada día. El cónsul meditó un instante y acabó dándole la razón al jefe de la policía. Mejor no mover la mierda, pensó. Aun así, como una deferencia del alcalde, que era su amigo, se le permitió que revisara él o la persona que él considerara idónea las fotos de los desconocidos muertos en la ciudad desde noviembre del 94 hasta la fecha actual y ninguno de ellos fue identificado por Rory Campuzano, ayudante del sheriff, que se desplazó desde Huntville expresamente por esta razón. Probablemente el sheriff se volvió loco, dijo Kurt A. Banks y se suicidó en el desierto. O está ahora viviendo con un travesti en Florida, dijo Henderson, el otro empleado del consulado. Conan Mitchell los miró con gesto grave y les dijo que no era piadoso hablar así de un sheriff de los Estados Unidos. En mayo, por otra parte, no murió asesinada ninguna mujer en Santa Teresa y lo mismo se repitió durante el mes de junio. Pero en julio aparecieron dos muertas y las primeras protestas de una asociación feminista, Mujeres de Sonora por la Democracia y la Paz (MSDP), cuya central estaba en Hermosillo, y que en Santa Teresa sólo contaba con tres afiliadas. La primera muerta apareció en el patio de un taller dedicado a la reparación de coches, en la calle Refugio, casi al final, muy cerca de la carretera a Nogales. La mujer tenía diecinueve años y había sido violada y estrangulada. Su cadáver se encontró en el interior de un coche listo para el desguace. Iba vestida con pantalones de mezclilla, blusa blanca algo escotada, y llevaba botas rancheras. Tres días después se supo que se trataba de Paula García Zapatero, vecina de la colonia Lomas del Toro, operaria en la maquiladora TECNOSA, y natural del estado de Querétaro. Vivía con otras tres queretanas y no se le conocía novio, aunque había tenido una historia sentimental con dos compañeros de la misma maquiladora. Éstos fueron localizados e interrogados durante algunos días y ambos pudieron probar sus coartadas, aunque uno de ellos acabó en el hospital con un shock nervioso y tres costillas rotas. Mientras aún se investigaba el caso de Paula García Zapatero apareció la segunda muerta de julio. Su cuerpo fue hallado detrás de unos depósitos de Pémex, en la carretera a Casas Negras. Tenía diecinueve años, era delgada, de tez morena y pelo negro largo. Había sido violada anal y vaginalmente, repetidas veces, según el forense, y el cuerpo presentaba hematomas múltiples que revelaban que se había ejercido con ella una violencia desmesurada. El cuerpo, sin embargo, fue hallado completamente vestido, pantalones de mezclilla, bragas negras, pantimedias de color marrón claro, sostén blanco, blusa blanca, prendas que no exhibían ni el más mínimo desgarro, de lo que se deducía que el asesino o los asesinos, tras desnudarla y vejarla y matarla, habían procedido luego a vestirla antes de abandonar su cuerpo detrás de los depósitos de Pémex. El caso de Paula García Zapatero lo llevó el policía de la judicial del estado Efraín Bustelo y el caso de Rosaura López Santana le fue encomendado al judicial Ernesto Ortiz Rebolledo y ambos casos entraron rápidamente en un callejón sin salida, pues no había testigos ni nada que ayudara a la policía.

En agosto de 1995 fueron encontrados los cuerpos de siete mujeres y Florita Almada apareció por segunda vez en la televisión de Sonora y dos policías de Tucson estuvieron en Santa Teresa haciendo preguntas. Estos últimos se entrevistaron con los empleados del consulado Kurt A. Banks y Dick Henderson, ya que el cónsul se hallaba pasando una temporada en su rancho de Sage, California, en realidad una cabaña de madera podrida, al otro lado de la Ramona Indian Reservation, mientras su mujer descansaba unos meses en casa de su hermana en Escondido, cerca de San Diego. La cabaña antes había tenido tierras, pero las tierras las vendió el padre de Conan Mitchell y ahora sólo le quedaban mil metros cuadrados de jardín agreste en donde se dedicaba a matar ratones de campo armado con una Remington 870 Wingmaster y a leer novelas de vaqueros y ver vídeos pornográficos. Cuando se cansaba se metía en su coche y bajaba a Sage, al bar, en donde algunos viejos lo conocían desde que era niño. A veces Conan Mitchell se quedaba mirando a los viejos y pensaba que era imposible que tuvieran ese tipo de recuerdos sobre su infancia, pues algunos no parecían mucho mayores que él. Pero los viejos hacían bailar sus dentaduras postizas y recordaban las travesuras del niño Abe Mitchell como si lo estuvieran viendo en ese instante y a Conan no le quedaba más remedio que fingir que él también se reía. La verdad es que no tenía recuerdos precisos de su infancia. Se acordaba de su padre y de su hermano mayor y a veces recordaba temporales de lluvia, pero la lluvia no era de Sage, sino de otro sitio donde había vivido. La superstición de morir calcinado por un rayo lo acompañaba desde su infancia y eso sí lo recordaba, aunque, salvo a su mujer, a poca gente se lo había contado. La verdad es que Conan Mitchell no era muy hablador. Ésa era una de las razones por las que le gustaba vivir en México, en donde tenía dos pequeñas empresas de transporte. A los mexicanos les gusta hablar, pero prefieren no hacerlo con las personas altas, más aún si son norteamericanos. Esta idea, que era suya y que vaya Dios a saber cómo se había forjado en su cabeza, le producía una gran tranquilidad cuando estaba al sur de la frontera. De vez en cuando, sin embargo, y siempre por imposición de su mujer, tenía que pasar temporadas en California o en Arizona, que él aceptaba con resignación. Los primeros días el cambio parecía no afectarle. A las dos semanas, incapaz de soportar el ruido (ruido que se dirigía a él y que le exigía respuestas), se marchaba a Sage, a encerrarse en su vieja cabaña. Cuando los policías de Tucson llegaron a Santa Teresa, hacía veinte días que Conan ya no estaba allí, algo que en el fondo los policías agradecieron, pues tenían noticias de su incompetencia. Henderson y Banks hicieron el papel de cicerones. Los policías recorrieron la ciudad, visitaron bares y discotecas, fueron presentados a Pedro Negrete, con quien mantuvieron una larga conversación sobre narcotráfico, se entrevistaron con los judiciales Ortiz Rebolledo y Juan de Dios Martínez, hablaron con dos forenses de la morgue de la ciudad, examinaron algunos dossieres de muertos sin nombre encontrados en el desierto y visitaron el burdel Asuntos Internos, en donde se acostaron con sendas putas. Después, tal como habían llegado, se marcharon.

Por lo que respecta a Florita Almada, su segunda aparición televisiva fue menos espectacular que la primera. Habló, por expreso deseo de Reinaldo, de los tres libros que había escrito y publicado. No eran buenos libros, dijo, pero para una mujer que había sido analfabeta hasta pasados los veinte años no carecían de mérito. Todas las cosas de este mundo, afirmó, incluso las más grandes, comparadas con el universo en realidad eran chiquititas. ¿Qué quería decir con esto? Pues que el ser humano, si se lo proponía, podía superarse. No quería decir que un campesino, por poner un ejemplo, de la noche a la mañana fuera capaz de dirigir la NASA, ni siquiera de trabajar en la NASA, pero ¿quién podía afirmar que el hijo de ese campesino, guiado por el ejemplo y el cariño de su padre, no llegaría algún día a trabajar allí? A ella, por poner otro ejemplo, le hubiera gustado estudiar y ser maestra de escuela, pues ése era tal vez, a su modesto entender, el mejor trabajo del mundo, enseñar a los niños, abrir con toda la delicadeza los ojos de los niños para que contemplaran, aunque sólo fuera una puntita, los tesoros de la realidad y de la cultura, que al fin y al cabo eran la misma cosa. Pero no pudo ser y ella estaba en paz con el mundo. A veces soñaba que era maestra de escuela y que vivía en el campo. Su escuela estaba en lo alto de una loma desde donde se veía el pueblo, las casas de color marrón, algunas blancas, los techos amarillos oscuros en donde a veces se acomodaban los viejos mirando las calles terrosas. Desde el patio de la escuela podía ver a las niñas que subían a clase. Cabelleras negras recogidas en colas de caballo o en trenzas o sujetas por cintillos. Rostros morenos y sonrisas blancas. A lo lejos, los campesinos labraban la tierra, sacaban frutos del desierto, pastoreaban rebaños de cabras. Ella podía entender sus palabras, sus formas de decir buenos días o buenas noches, con qué claridad podía entenderlos, todas sus palabras, las que no cambiaban y las que iban cambiando cada día, cada hora, cada minuto, ella las entendía sin el menor problema. Bueno, así eran los sueños. Había sueños en donde todo encajaba y había sueños en donde nada encajaba y el mundo era un ataúd lleno de chirridos. A pesar de todo ella estaba en paz con el mundo, pues si bien no había estudiado para ser maestra de escuela, tal como era su sueño, ahora era yerbatera y según algunos vidente y muchísima gente le estaba agradecida por algunas cositas que había hecho por ella, nada importante, pequeños consejos, pequeñas indicaciones, como por ejemplo recomendarles que incorporaran a su dieta la fibra vegetal, que no es comida para seres humanos, es decir que nuestro aparato digestivo no puede degradar y absorber, pero que es buena para ir al baño o para hacer del dos o, con perdón de Reinaldo y del distinguido público, para defecar. Sólo el aparato digestivo de los animales herbívoros, decía Florita, dispone de sustancias capaces de digerir la celulosa y por lo tanto de absorber sus componentes, las moléculas de glucosa. La celulosa y otras sustancias similares es lo que llamamos fibra vegetal. Su consumo, pese a que no nos proporcione elementos energéticos aprovechables, es beneficioso. Al no ser absorbida la fibra hace que el bolo alimenticio, en su recorrido por el tubo digestivo, mantenga su volumen. Y eso hace que genere presión dentro del intestino, lo cual estimula su actividad, haciendo que los restos de la digestión avancen fácilmente a lo largo de todo el tubo digestivo. Tener diarrea no es bueno, salvo en contadas excepciones, pero ir al baño una o dos veces al día proporciona tranquilidad y mesura, una especie de paz interior. No una gran paz interior, no seamos exagerados, pero sí una pequeña y reluciente paz interior. ¡Qué diferencia entre lo que representa la fibra vegetal y lo que representa el hierro! La fibra vegetal es comida de herbívoros y es pequeña y no nos alimenta sino que nos proporciona una paz del tamaño de un frijol saltarín. El hierro, por el contrario, representa la dureza para con los demás y para con uno mismo en su máxima expresión. ¿De qué hierro estoy hablando? Pues del hierro con el que se hacen las espadas. O con el que se hacían las espadas y que también representa la inflexibilidad. En cualquier caso, con el hierro se daba la muerte. El rey Salomón, ese rey tan inteligente, probablemente el más inteligente que haya habido en la historia, hijo a su vez del rey de las mañanitas y protector de la infancia, aunque en cierta ocasión se dijo que quiso partir a un escuincle en dos, cuando mandó construir el templo de Jerusalén prohibió tajantemente que se utilizara hierro como medio de soporte en la construcción, ni siquiera en el menor detalle, y también prohibió que se utilizase hierro en la circuncisión, una práctica, dicho sea de paso y sin ánimo de ofender, que puede que tuviera su razón de ser en aquella época y en aquellos desiertos, pero que ahora, con las medidas higiénicas modernas, me parece una exageración. Yo creo que los hombres deberían circuncidarse a los veintiún años, si quieren, y si no quieren, pues no pasa nada. Volviendo al hierro, decía Florita, hay que añadir que ni los griegos ni los celtas lo emplearon cuando se trataba de recolectar hierbas medicinales o mágicas. Pues el hierro significaba muerte, inflexibilidad, poder. Y eso está reñido con las prácticas curativas. Aunque los romanos vieron luego en el hierro una larga serie de virtudes terapéuticas para aliviar o sanar diversas afecciones, como las mordeduras de los perros rabiosos, las hemorragias, la disentería, las hemorroides. Esta idea pasó a la Edad Media, en la que además se creía que los demonios, las brujas y los brujos huían del hierro. ¡Y cómo no iban a huir si con el hierro se los mataba! ¡Tontos de remate hubieran tenido que ser para no salir corriendo! En aquellos años oscuros con el hierro se practicaba la suerte adivinatoria llamada sideromancia, que consistía en calentar al rojo vivo un trozo de hierro en la fragua y después arrojar sobre él briznas de paja que al arder producían reflejos brillantes, semejantes a las estrellas. Bien bruñido producía un brillo cegador que servía para proteger los ojos de la ponzoñosa mirada de las brujas. Ese hierro bien bruñido a mí me hace pensar, disculpen la digresión, decía Florita Almada, en las gafas de cristales negros de algunos dirigentes políticos o de algunos jefes sindicales o de algunos policías. ¿Para qué se tapan los ojos, me pregunto? ¿Han pasado una mala noche estudiando formas para que el país progrese, para que los obreros tengan mayor seguridad en el trabajo o un aumento salarial, para que la delincuencia se bata en retirada? Puede ser. Yo no digo que no. Tal vez sus ojeras se deban a eso. ¿Pero qué pasaría si yo me acercara a uno de ellos y le quitara las gafas y viera que no tiene ojeras? Me da miedo imaginármelo. Me da coraje. Mucho coraje, queridas amigas y amigos. Pero más miedo y coraje le daba, y eso tenía que decirlo allí, delante de las cámaras, en el bonito programa de Reinaldo, llamado tan acertadamente Una hora con Reinaldo, un programa ameno y sano donde todos se podían reír y pasar un buen rato y de paso aprender algo nuevo, pues Reinaldo era un muchacho culto y siempre se preocupaba por llevar invitados interesantes, una cantante, un pintor, un tragafuegos jubilado del DF, un diseñador de interiores, un ventrílocuo y su muñeco, una madre de quince hijos, un compositor de baladas románticas, ella, decía, allí, aprovechando la oportunidad que le daban, tenía el deber de hablar de otras cosas, es decir, no podía hablar de sí misma, no podía caer en esa tentación del ego, en esa frivolidad que acaso no fuera ni frivolidad ni pecado ni nada si se tratara de una chamaca de diecisiete o dieciocho años, pero que en una mujer de setenta resultaba imperdonable, aunque mi vida, dijo, da para varias novelas y al menos para una telenovela, pero que Dios la librara y sobre todo la Virgen santísima de ponerse a hablar de sí misma, Reinaldo me perdonará, él quiere que hable de mí misma, pero hay algo más importante que mi persona y que mis llamados milagros, que no son milagros, no me cansaré de repetirlo, sino el fruto de muchos años de lectura y de trasiego con las plantas, es decir mis milagros son producto del trabajo y de la observación y puede, digo puede, que también de un don natural, dijo Florita. Y luego dijo: me da mucho coraje, me da miedo y coraje lo que está pasando en este bonito estado de Sonora, que es mi estado natal, el suelo donde nací y probablemente moriré. Y luego dijo: estoy hablando de visiones que le cortarían el aliento al más macho de los machos. En sueños veo los crímenes y es como si un aparato de televisión explotara y siguiera viendo, en los trocitos de pantalla esparcidos por mi dormitorio, escenas horribles, llantos que no acaban nunca. Y dijo: después de estas visiones no puedo dormir. Ya puedo tomar lo que sea para los nervios, que no me da resultado. En casa del herrero, cuchillo de palo. Así que me quedo despierta hasta que amanece e intento leer y hacer algo útil y práctico, pero al final me siento a la mesa de la cocina y me pongo a darle vueltas a este problema. Y finalmente dijo: estoy hablando de las mujeres bárbaramente asesinadas en Santa Teresa, estoy hablando de las niñas y de las madres de familia y de las trabajadoras de toda condición y ley que cada día aparecen muertas en los barrios y en las afueras de esa industriosa ciudad del norte de nuestro estado. Hablo de Santa Teresa. Hablo de Santa Teresa.

Por lo que respecta a las mujeres muertas de agosto de 1995, la primera se llamaba Aurora Muñoz Álvarez y su cadáver se encontró en el arcén de la carretera Santa Teresa-Cananea. Había muerto estrangulada. Tenía veintiocho años y vestía unas mallas verdes, una playera blanca y unos tenis de color rosa. Según el forense, había sido golpeada y azotada: en su espalda aún se podían apreciar las marcas de un cinturón de cinta ancha. Trabajaba de mesera en un café del centro de la ciudad. El primero en caer fue su novio, con el que no se llevaba bien según algunos testigos. Este individuo se llamaba Rogelio Reinosa y trabajaba en la maquiladora Rem&Co y no tenía coartada para la tarde en que secuestraron a Aurora Muñoz. Durante una semana se la pasó de interrogatorio en interrogatorio. Al cabo de un mes, cuando ya estaba instalado en la cárcel de Santa Teresa, lo soltaron por falta de pruebas. No hubo ninguna otra detención. Según los testigos presenciales, quienes en ningún momento pensaron que se trataba de un secuestro, Aurora Muñoz se subió a un Peregrino de color negro en compañía de dos tipos a quienes parecía conocer. Dos días después de aparecer el cuerpo de la primera víctima de agosto fue encontrado el cuerpo de Emilia Escalante Sanjuán, de treintaitrés años, con profusión de hematomas en el tórax y el cuello. El cadáver se halló en el cruce entre Michoacán y General Saavedra, en la colonia Trabajadores. El informe del forense dictamina que la causa de la muerte es estrangulamiento, después de haber sido violada innumerables veces. El informe del policía judicial que se encargó del caso, Ángel Fernández, señala, por el contrario, que la causa de la muerte es intoxicación. Emilia Escalante Sanjuán vivía en la colonia Morelos, al oeste de la ciudad, y trabajaba en la maquiladora NewMarkets. Tenía dos hijos de corta edad y vivía con su madre, a quien había mandado traer desde Oaxaca, de donde era originaria. No tenía marido, aunque una vez cada dos meses salía a las discotecas del centro, en compañía de amigas del trabajo, en donde solía beber e irse con algún hombre. Medio puta, dijeron los policías. Una semana después apareció el cuerpo de Estrella Ruiz Sandoval, de diecisiete años, en la carretera a Casas Negras. Había sido violada y estrangulada. Vestía bluejeans y blusa azul oscuro. Tenía los brazos atados a la espalda. Su cuerpo no presentaba huellas de tortura ni de golpes. Había desaparecido de su casa, en donde vivía con sus padres y hermanos, tres días antes. El caso lo llevaron Epifanio Galindo y Noé Velasco, de la policía de Santa Teresa, para aligerar a los judiciales, que se quejaron por exceso de trabajo. Un día después de ser hallado el cadáver de Estrella Ruiz Sandoval se encontró el cuerpo de Mónica Posadas, de veinte años de edad, en el baldío cercano a la calle Amistad, en la colonia La Preciada. Según el forense, Mónica había sido violada anal y vaginalmente, aunque también le encontraron restos de semen en la garganta, lo que contribuyó a que se hablara en los círculos policiales de una violación «por los tres conductos». Hubo un policía, sin embargo, que dijo que una violación completa era la que se hacía por los cinco conductos. Preguntado sobre cuáles eran los otros dos, contestó que las orejas. Otro policía dijo que él había oído hablar de un tipo de Sinaloa que violaba por los siete conductos. Es decir, por los cinco conocidos, más los ojos. Y otro policía dijo que él había oído hablar de un tipo del DF que violaba por los ocho conductos, que eran los siete ya mencionados, digamos los siete clásicos, más el ombligo, al que el tipo del DF practicaba una incisión no muy grande con su cuchillo y luego metía allí su verga, aunque, claro, para hacer eso había que estar muy taras bulba. Lo cierto es que la violación «por los tres conductos» se extendió, se popularizó en la policía de Santa Teresa, adquirió un prestigio semioficial que en ocasiones se vio reflejado en los informes redactados por los policías, en los interrogatorios, en las charlas off the record con la prensa. En el caso de Mónica Posadas, ésta no sólo había sido violada «por los tres conductos» sino que también había sido estrangulada. El cuerpo, que hallaron semioculto detrás de unas cajas de cartón, estaba desnudo de cintura para abajo. Las piernas estaban manchadas de sangre. Tanta sangre que vista de lejos, o vista desde una cierta altura, un desconocido (o un ángel, puesto que allí no había ningún edificio desde el cual contemplarla) hubiera dicho que llevaba medias rojas. La vagina estaba desgarrada. La vulva y las ingles presentaban señales claras de mordidas y desgarraduras, como si un perro callejero se la hubiera intentado comer. Los judiciales centraron las investigaciones en el círculo familiar y entre los conocidos de Mónica Posadas, quien vivía con su familia en la calle San Hipólito, a unas seis manzanas del baldío en donde fue encontrado su cuerpo. La madre y el padrastro, así como el hermano mayor, trabajaban en la maquiladora Overworld, en donde Mónica había trabajado durante tres años, al cabo de los cuales decidió marcharse y probar suerte en la maquiladora Country&SeaTech. La familia de Mónica procedía de un pueblito de Michoacán desde donde había llegado para instalarse en Santa Teresa hacía diez años. Al principio la vida, en vez de mejorar, pareció empeorar y el padre se decidió a cruzar la frontera. Nunca más se supo de él y al cabo de un tiempo lo dieron por muerto. Entonces la madre de Mónica conoció a un hombre trabajador y responsable con el que terminaría casándose. De este nuevo matrimonio nacieron tres hijos, uno de los cuales trabajaba en una pequeña fábrica de botas y los otros dos iban a la escuela. Al ser interrogado, el padrastro no tardó mucho en caer en contradicciones flagrantes y terminó por admitir su culpabilidad en el asesinato. Según su confesión, amaba en secreto a Mónica desde que ésta tenía quince años. Su vida había sido desde entonces un tormento, les dijo a los judiciales Juan de Dios Martínez, Ernesto Ortiz Rebolledo y Efraín Bustelo, pero siempre se contuvo y le mantuvo el respeto, en parte porque era su hijastra y en parte porque su madre era también la madre de sus propios hijos. Su relato sobre el día del crimen era vago y lleno de lagunas y olvidos. En la primera declaración dijo que fue de madrugada. En la segunda dijo que ya había amanecido y que sólo Mónica y él estaban en casa, pues ambos tenían turno de tarde aquella semana. El cadáver lo escondió en un armario. En mi armario, les dijo a los judiciales, un armario que nadie tocaba porque era mi armario y yo exigía respeto sobre mis cosas. Por la noche, mientras la familia dormía, envolvió el cuerpo en una manta y lo abandonó en el baldío más cercano. Preguntado por las mordidas y por la sangre que cubría las piernas de Mónica, no supo qué responder. Dijo que la estranguló y que sólo se acordaba de eso. Lo demás se había borrado de su memoria. Dos días después de que se descubriera el cadáver de Mónica en el baldío de la calle Amistad apareció el cuerpo de otra muerta en la carretera Santa Teresa-Caborca. Según el forense, la mujer debía de tener entre dieciocho y veintidós años, aunque también podía ser que tuviera entre dieciséis y veintitrés. La causa de la muerte sí que estaba clara. Muerte por disparo de arma de fuego. A veinticinco metros de donde fue hallada se descubrió el esqueleto de otra mujer, semienterrada en posición decúbito ventral, que conservaba una chamarra azul y unos zapatos de cuero, de medio tacón y de buena calidad. El estado del cadáver hacía imposible dictaminar las causas de la muerte. Una semana después, cuando ya agosto llegaba a su fin, fue encontrado en la carretera Santa Teresa-Cananea el cuerpo de Jacqueline Ríos, de veinticinco años, empleada en una tienda de perfumería de la colonia Madero. Iba vestida con pantalones vaqueros y blusa gris perla. Tenis blancos y ropa interior negra. Había muerto por disparos de arma de fuego en el tórax y el abdomen. Compartía casa con una amiga en la calle Bulgaria, en la colonia Madero, y ambas soñaban con irse a vivir algún día a California. En su habitación, que compartía con su amiga, se encontraron recortes de actrices y actores de Hollywood y fotos de distintos lugares del mundo. Primero queríamos irnos a vivir a California, encontrar trabajos decentes y bien pagados, y después, ya establecidas, visitar el mundo en nuestras vacaciones, dijo su amiga. Ambas estudiaban inglés en una academia privada de la colonia Madero. El caso quedó sin aclarar.

Estos putos judiciales siempre dejan los casos sin aclarar, le dijo Epifanio a Lalo Cura. Después se puso a registrar entre sus papeles hasta que dio con una libretita. ¿Qué crees que es esto?, le dijo. Una libreta de direcciones, dijo Lalo Cura. No, dijo Epifanio, esto es un caso sin aclarar. Ocurrió antes de que tú llegaras a Santa Teresa. No recuerdo el año. Poco antes de que te trajera don Pedro, de eso sí me acuerdo, pero no me acuerdo del año exacto. Tal vez fue en 1993. ¿Tú en qué año llegaste? En el 93, dijo Lalo Cura. ¿Ah, sí? Pues sí, dijo Lalo Cura. Bueno, pues esto ocurrió meses antes de que tú llegaras, dijo Epifanio. Por esas fechas mataron a una locutora de radio y periodista. Se llamaba Isabel Urrea. La mataron a balazos. Nadie supo nunca quién había sido el asesino. Lo buscaron, pero no lo encontraron. Por supuesto, a nadie se le ocurrió mirar la agenda de Isabel Urrea. Los bueyes pensaron que había sido un intento frustrado de robo. Se habló de un centroamericano. Un pobre diablo desesperado que necesitaba dinero para cruzar la frontera, un ilegal, ¿me entiendes?, un ilegal incluso en México, que ya es mucho decir, porque aquí todos somos ilegales en potencia y a nadie le importa que haya un ilegal más o uno menos. Yo estuve entre los que registraron su casa a ver si encontraban alguna pista. Por supuesto, no encontraron nada. La agenda de Isabel Urrea estaba en su bolso. Recuerdo que me senté en un sillón, con un vaso de tequila al lado, tequila de Isabel Urrea, y que me puse a echarle un vistazo a la agenda. Un judicial me preguntó de dónde había sacado el tequila. Pero nadie me preguntó de dónde había sacado la agenda ni si había allí algo importante. Yo la leí, me sonaron algunos de los nombres y luego dejé la agenda entre las pruebas. Un mes después me di una vuelta por el archivo de la comisaría y allí estaba la agenda, junto con algunas otras pertenencias de la locutora. Me la metí en un bolsillo de la chaqueta y me la llevé. Así pude estudiarla con más calma. Encontré los teléfonos de tres narcos. Uno de ellos era Pedro Rengifo. También encontré los números de varios judiciales, entre ellos un jefazo de Hermosillo. ¿Qué hacían esos teléfonos en la agenda de una simple locutora? ¿Los había entrevistado, los había llevado a la radio? ¿Era amiga de ellos? ¿Y si no era amiga quién le había proporcionado esos teléfonos? Misterio. Hubiera podido hacer algo. Llamar a alguno de los que aparecían allí y pedirle dinero. Pero a mí el dinero no me calienta. Así que conservé la chingada libreta y no hice nada.

En los primeros días de septiembre apareció el cuerpo de una desconocida a la que luego se identificaría como Marisa Hernández Silva, de diecisiete años, desaparecida a principios de julio cuando iba camino a la preparatoria Vasconcelos, en la colonia Reforma. Según el dictamen forense había sido violada y estrangulada. Uno de los pechos estaba casi completamente cercenado y en el otro faltaba el pezón, que había sido arrancado a mordidas. El cuerpo se localizó a la entrada del basurero clandestino llamado El Chile. La llamada que puso sobre aviso a la policía la efectuó una mujer que se había acercado al basurero a tirar un refrigerador, al mediodía, una hora en la que no hay vagabundos en el basurero, sólo alguna partida ocasional de niños y perros. Marisa Hernández Silva estaba tirada entre dos grandes bolsas de plástico gris llenas de retales de fibra sintética. Vestía la misma ropa que en el momento de su desaparición: pantalón de mezclilla, blusa amarilla y tenis. El alcalde de Santa Teresa decretó el cierre del basurero, aunque luego cambió la orden de cierre (su secretario le informó sobre la imposibilidad jurídica de cerrar algo que, a todos los efectos, nunca se había abierto) por la orden de demolición, traslado, destrucción de aquel sitio infecto en donde se infringían todas las leyes municipales. Durante una semana se mantuvo una vigilancia policial en las fronteras de El Chile y durante tres días unos pocos camiones de basura, auxiliados por los dos únicos camiones volquete de propiedad municipal, estuvieron trasladando los desechos hacia el basurero de la colonia Kino, pero, ante la magnitud del trabajo y la escasez de fuerzas para acometerlo, pronto cedieron.

Por aquellas fechas Sergio González, el periodista del DF, se había afianzado en la sección de cultura de su periódico y su sueldo era más alto, con lo cual podía pasarle la manutención mensual a su ex mujer y aún le quedaba suficiente dinero para vivir sin apuros, e incluso tenía una amante, una periodista de la sección de política internacional, con la que de vez en cuando se acostaba, pero con la que no podía platicar, tan diferentes eran sus caracteres. No había olvidado —aunque él mismo se preguntaba por la persistencia de este recuerdo— los días que pasó en Santa Teresa ni los asesinatos de mujeres, ni aquel asesino de curas llamado el Penitente que desapareció tan misteriosamente como apareció. A veces, pensaba, ser periodista cultural, en México, era lo mismo que ser periodista de policiales. Y ser periodista de nota roja era lo mismo que trabajar en la sección de cultura, aunque para los periodistas de policiales todos los periodistas culturales eran putos (periodistas «pulturales», los llamaban), y para los periodistas culturales todos los de la nota roja eran perdedores natos. Algunas noches, después de terminado el trabajo, se iba de copas con algunos viejos periodistas de policiales, que era la sección, por otra parte, en donde se hallaba el porcentaje de periodistas más viejos del periódico, seguidos, aunque a distancia, por los de política nacional y luego por los de deportes. Generalmente acababan en un local de putas de la colonia Guerrero, un enorme salón presidido por una estatua de yeso de Afrodita de más de dos metros, probablemente, pensaba él, un local que había gozado de cierta gloria licenciosa en la época de Tin-Tan, y que desde entonces no había hecho otra cosa sino caer, una de esas caídas interminables y mexicanas, es decir una caída pespunteada de tanto en tanto por una risa en sordina, por un disparo en sordina, por un quejido en sordina. ¿Una caída mexicana? En realidad, una caída latinoamericana. A los periodistas policiales les gustaba beber en aquel lugar, pero rara vez se acostaban con una puta. Hablaban de viejos casos, rememoraban historias de corrupción, extorsiones y sangre, saludaban o hacían apartes con los policías que también se dejaban caer por el local, intercambio de información, lo llamaban, pero rara vez se iban con una puta. Al principio, Sergio González los imitaba, hasta que dedujo que si no se encamaban con ninguna era, básicamente, porque ya lo habían hecho, y desde hacía muchos años, con todas, y porque no estaban en edad de andar tirando el dinero por ahí. Así que dejó de imitarlos y se buscó una puta joven y bonita, con la que se iba a un hotel cercano. En una ocasión, le preguntó a uno de los periodistas más viejos qué opinión tenía de los asesinatos de mujeres que ocurrían en el norte. El periodista le contestó que aquélla era un zona de narcos y que seguramente nada de lo que pasaba allí era ajeno, en una u otra medida, al fenómeno del tráfico de drogas. Le pareció una respuesta obvia, que le hubiera podido dar cualquiera, y cada cierto tiempo pensaba en ella, como si pese a la obviedad de las palabras del periodista o a su simpleza la respuesta orbitara alrededor de su cabeza enviándole señales. Sus pocos amigos escritores, los que iban a verlo a la redacción de cultura, no tenían ni idea de lo que ocurría en Santa Teresa, aunque las noticias sobre las muertes llegaban al DF como un goteo, y Sergio pensó que probablemente no les importaba gran cosa lo que ocurría en aquel lejano rincón del país. Los compañeros del periódico, incluso los de la sección de nota roja, también se mostraban indiferentes. Una noche, después de hacer el amor con la puta, mientras fumaban tendidos en la cama, le preguntó qué opinaba ella sobre tanto secuestro y tantos cuerpos de mujeres hallados en el desierto, y ésta le dijo que apenas si sabía algo de lo que le estaba hablando. Entonces Sergio le contó todo lo que sabía sobre las muertes y le relató el viaje que había hecho a Santa Teresa y por qué lo hizo, porque le faltaba dinero, porque se acababa de divorciar, y luego le habló de las muertes de las que él, como lector de periódicos, tenía noticias y de los comunicados de prensa de una asociación de mujeres cuyas siglas recordaba, MSDP, aunque había olvidado qué querían decir esas siglas, ¿Mujeres de Sonora Democráticas y Populares?, y mientras él hablaba la puta bostezaba, no porque no le interesara lo que él decía, sino porque tenía sueño, de modo que concitó el enojo de Sergio, quien exasperado le dijo que en Santa Teresa estaban matando putas, que por lo menos demostrara un poco de solidaridad gremial, a lo que la puta le contestó que no, que tal como él le había contado la historia las que estaban muriendo eran obreras, no putas. Obreras, obreras, dijo. Y entonces Sergio le pidió perdón y como tocado por un rayo vio un aspecto de la situación que hasta ese momento había pasado por alto.

El mes de septiembre aún guardaba otras sorpresas a la ciudadanía de Santa Teresa. Tres días después del hallazgo del cadáver mutilado de Marisa Hernández Silva apareció el cuerpo de una desconocida en la carretera Santa Teresa-Cananea. La muerta debía de rondar los veinticinco años y tenía una luxación congénita en la cadera derecha. Nadie, sin embargo, la echó en falta ni nadie, después de aparecer en la prensa los detalles de esta malformación, se presentó en la policía con nuevas informaciones tendentes a aclarar su identidad. El cuerpo fue encontrado atado de manos utilizando para tal fin la correa de una bolsa de mujer. Había sido desnucada y presentaba heridas de navaja en ambos brazos. Pero lo más significativo de todo era que, al igual que la joven Marisa Hernández Silva, uno de sus pechos había sufrido una amputación y el pezón del otro pecho había sido arrancado a mordidas.

El mismo día en que encontraron a la desconocida de la carretera Santa Teresa-Cananea, los empleados municipales que intentaban remover de sitio el basurero El Chile hallaron un cuerpo de mujer en estado de putrefacción. No se pudo determinar la causa de la muerte. Tenía el pelo negro y largo. Vestía una blusa de color claro con figuras oscuras que la descomposición hacía indiscernibles. Llevaba un pantalón de mezclilla de la marca Jokko. Nadie se personó en la policía con información tendente a aclarar su identidad.

A finales de septiembre fue encontrado el cuerpo de una niña de trece años, en la cara oriental del cerro Estrella. Como Marisa Hernández Silva y como la desconocida de la carretera Santa Teresa-Cananea, su pecho derecho había sido amputado y el pezón de su pecho izquierdo arrancado a mordidas. Vestía pantalón de mezclilla de la marca Lee, de buena calidad, una sudadera y un chaleco rojo. Era muy delgada. Había sido violada repetidas veces y acuchillada y la causa de la muerte era rotura del hueso hioides. Pero lo que más sorprendió a los periodistas es que nadie reclamara o reconociera el cadáver. Como si la niña hubiera llegado sola a Santa Teresa y hubiera vivido allí de forma invisible hasta que el asesino o los asesinos se fijaron en ella y la mataron.

Mientras los crímenes se sucedían Epifanio siguió trabajando, solo, en la investigación de la muerte de Estrella Ruiz Sandoval. Habló con los padres y con los hermanos que aún vivían en la casa. No sabían nada. Habló con una hermana mayor, que estaba casada y que ahora vivía en la calle Esperanza, en la colonia Lomas del Toro. Vio fotografías de Estrella. Era una muchacha bonita, alta, con una hermosa cabellera y facciones agradables. La hermana le dijo quiénes eran sus amigas en la maquiladora donde trabajaba. Las esperó a la salida. Se dio cuenta de que él era la única persona mayor que esperaba, los demás eran niños, algunos incluso con los libros de la escuela. Junto a los niños había un tipo con un carro verde de paletas. El carro tenía un toldo blanco. Como si quisiera hacerlos desaparecer llamó a los niños con un silbido y les compró paletas a todos, menos a uno que no tenía aún tres meses y que su hermana, de unos seis años, llevaba en brazos. Las amigas de Estrella se llamaban Rosa Márquez y Rosa María Medina. Preguntó por ellas a las obreras que salían y una de ellas le señaló a Rosa Márquez. Le dijo que era policía y le pidió que buscara a su otra amiga. Después se fueron caminando del parque industrial. Mientras recordaban a Estrella la que se llamaba Rosa María Medina se puso a llorar. A las tres les gustaba el cine y los domingos, no todos, iban al centro y solían ver el programa doble del cine Rex. Otras veces se dedicaban sólo a mirar tiendas, en especial los escaparates de ropa de mujer, o se iban a un centro comercial que había en la colonia Centeno. Allí los domingos tocaban grupos musicales y no se cobraba entrada. Les preguntó si Estrella tenía planes para el futuro. Por supuesto que tenía planes, quería estudiar, no quedarse toda la vida trabajando en la maquiladora. ¿Y qué quería estudiar? Quería aprender a manejar una computadora, dijo Rosa María Medina. Después Epifanio les preguntó si ellas también querían aprender un oficio y le contestaron que sí, aunque no resultaba fácil hacerlo. ¿Sólo salía con ustedes o tenía alguna otra amiga?, quiso saber. Nosotras éramos sus mejores amigas, le respondieron. Novio no tenía. Una vez tuvo uno. Pero de eso hacía mucho tiempo. Ellas no lo conocieron. Cuando les preguntó qué edad tenía Estrella cuando lo del novio, las dos muchachas pensaron un poco y dijeron que por lo menos doce años. ¿Y cómo es que a una muchacha tan chula no la pretendía nadie?, quiso saber. Las amigas se rieron y dijeron que había habido muchos a los que les hubiera gustado ennoviarse con Estrella, pero que ella no quería perder el tiempo. ¿Para qué queremos un hombre si nosotras solas ya trabajamos y nos ganamos nuestro sueldo y somos independientes?, le preguntó Rosa Márquez. Pues es verdad, dijo Epifanio, eso mismo pienso yo, aunque de vez en cuando, sobre todo si eres joven, no está mal salir y divertirte, a veces es una necesidad. Nosotras ya nos divertíamos solas, le dijeron las muchachas, y no sentimos nunca esa necesidad. Antes de que llegaran a la casa de una de ellas les pidió que, aunque no sirviera para nada, le describieran a los tipos que habían querido hacerse novios o amigos de Estrella. Se detuvieron en la calle y Epifanio anotó cinco nombres sin apellido, todos trabajadores de la misma maquiladora. Después acompañó unas calles más a Rosa María Medina. No creo que haya sido ninguno de ésos, dijo la muchacha. ¿Por qué no lo crees? Porque tienen cara de buenas personas, dijo la muchacha. Hablaré con ellos, dijo Epifanio, y cuando haya hablado te lo diré. En tres días ubicó a los cinco hombres de la lista. Ninguno tenía cara de mala persona. Uno de ellos estaba casado, pero la noche en que desapareció Estrella había estado en casa con su mujer y sus tres hijos. Los otros cuatro tenían coartadas más o menos seguras y, sobre todo, ninguno de los cinco tenía coche. Volvió a hablar con Rosa María Medina. Esta vez la esperó sentado en la puerta de su casa. Cuando la muchacha llegó le preguntó escandalizada cómo es que no había llamado. Llamé, dijo Epifanio, me abrió tu mamá y me invitó a una taza de café, pero luego se tuvo que ir a trabajar y yo me quedé esperándote aquí. La muchacha lo invitó a pasar pero Epifanio prefirió seguir sentado afuera, dizque porque hacía menos calor que adentro. Le preguntó si fumaba. La muchacha primero se quedó de pie, a un lado, y luego se sentó sobre una piedra plana y le dijo que no fumaba. Epifanio contempló la piedra: era muy curiosa, tenía forma de silla, aunque sin respaldo, y el hecho de que la madre o alguien de la familia la hubiera puesto allí, en aquel jardincito, indicaba buen gusto y hasta delicadeza. Le preguntó a la muchacha dónde había sido encontrada esa piedra. La encontró mi papá, dijo Rosa María Medina, en Casas Negras, y se la trajo para acá a puro pulso. Allí encontraron el cuerpo de Estrella, dijo Epifanio. En la carretera, dijo la muchacha cerrando los ojos. Mi papá encontró esta piedra en el mero Casas Negras, en una fiesta, y se enamoró de ella. Así era él. Luego le dijo que su padre había muerto. Epifanio quiso saber cuándo. Hace un montón de años, dijo la muchacha con un gesto de indiferencia. Encendió un cigarrillo y le dijo que le contara otra vez, de la manera que quisiera, las salidas que hacía con Estrella y con la otra, ¿cómo se llama?, Rosa Márquez, los domingos. La muchacha empezó a hablar, con la vista fija en los pocos tiestos con plantas que su madre tenía en el diminuto jardín de la entrada, aunque a veces levantaba la vista y lo miraba como para calibrar si lo que le contaba resultaba de provecho o sólo era una pérdida de tiempo. Cuando terminó a Epifanio sólo le había quedado una cosa clara: que no sólo salían los domingos, a veces se iban al cine los lunes o los jueves, o a bailar, todo dependía de los turnos en la maquiladora, que eran flexibles y obedecían a protocolos de producción que quedaban fuera de la comprensión de los obreros. Entonces cambió las preguntas y quiso saber cómo se divertían los martes, por ejemplo, si aquél resultaba el día libre de la semana. La rutina, según la muchacha, era similar, aunque en según qué cosas un poco mejor pues los establecimientos del centro estaban todos abiertos, lo que no ocurría los días oficialmente festivos. Epifanio apretó un poco. Quiso saber cuál era el cine favorito, aparte del Rex, a qué otros cines habían ido, si alguien había abordado a Estrella en algún lugar, qué locales comerciales visitaban, aunque no entraran en ellos y sólo se quedaran mirando los escaparates, a qué cafeterías iban, el nombre de éstas, si en alguna ocasión habían visitado alguna discoteca. La muchacha dijo que nunca habían estado en una discoteca, que a Estrella no le gustaban esos sitios. Pero a ti sí, dijo Epifanio. A ti y a tu amiguita Rosa Márquez. La muchacha no lo quiso mirar a la cara y dijo que a veces, cuando salían sin Estrella, iban a las discotecas del centro. ¿Y Estrella no? ¿Estrella nunca las acompañó? Nunca, dijo la muchacha. Estrella quería saber cosas de computadoras, quería aprender, quería progresar, dijo la muchacha. Tanta computadora, tanta computadora, no me trago una palabra de lo que me dices, tortita, dijo Epifanio. Yo no soy su pinche tortita, dijo la muchacha. Durante un rato permanecieron sin decirse nada. Epifanio se rió un poco y luego encendió otro cigarrillo, allí, sentado en la entrada de la casa, contemplando el ir y venir de la gente. Hay un sitio, dijo la muchacha, pero ya no me acuerdo dónde, está en el centro, es una tienda de computadoras. Fuimos un par de veces. Rosa y yo la esperábamos afuera y sólo ella entraba y se ponía a platicar con un tipo muy alto, pero de verdad muy alto, mucho más que usted, dijo la muchacha. Un tipo muy alto, ¿y qué más?, dijo Epifanio. Alto y güero, dijo la muchacha. ¿Y qué más? Pues que Estrella al principio parecía entusiasmada, digo, la primera vez que entró y habló con ese hombre. Según me dijo era el dueño de la tienda y sabía mucho de computadoras y además se notaba que tenía dinero. La segunda vez que fuimos a verlo Estrella salió encorajinada. Le pregunté qué le había pasado y no me quiso decir nada. Íbamos las dos solas y luego nos fuimos a la feria de la colonia Veracruz y lo olvidamos todo. ¿Y cuándo fue eso, tortita?, dijo Epifanio. Ya le he dicho que no soy su pinche tortita, lépero, dijo la muchacha. ¿Cuándo fue eso?, dijo Epifanio, que ya empezaba a ver a un tipo muy alto y muy rubio que caminaba en la oscuridad, en un largo pasillo oscuro, arriba y abajo, como si lo estuviera esperando a él. Una semana antes de que la mataran, dijo la muchacha.

La vida es dura, dijo el presidente municipal de Santa Teresa. Tenemos tres casos que no ofrecen ninguna duda, dijo el judicial Ángel Fernández. Hay que mirar las cosas con lupa, dijo el tipo de la cámara de comercio. Yo todo lo miro con lupa, una y otra vez, hasta que se me cierran los ojos de sueño, dijo Pedro Negrete. De lo que se trata es de no moverle al cucarachero, dijo el presidente municipal. La verdad es una y ni modo, dijo Pedro Negrete. Tenemos un asesino en serie, como en las películas de los gringos, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. Hay que fijarse muy bien dónde uno pone los pies, dijo el tipo de la cámara de comercio. ¿En qué se distingue un asesino en serie de uno normal y corriente?, dijo el judicial Ángel Fernández. Pues muy sencillo: el asesino en serie deja su firma, ¿entienden?, no tiene un móvil, pero tiene una firma, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. ¿Cómo que no tiene un móvil? ¿Acaso se mueve por impulsos eléctricos?, dijo el presidente municipal. En esta clase de asuntos hay que examinar muy bien las palabras, no vaya uno a meterse donde no debe, dijo el tipo de la cámara de comercio. Hay tres mujeres muertas, dijo el judicial Ángel Fernández enseñando el pulgar, el índice y el dedo medio a los que estaban en la habitación. Ojalá sólo hubiera tres, dijo Pedro Negrete. Tres mujeres muertas a las que les han cortado el seno derecho y les han arrancado a mordiscos el pezón izquierdo, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. ¿A qué les suena eso?, dijo el judicial Ángel Fernández. ¿A que hay un asesino en serie?, dijo el presidente municipal. Pues claro, dijo el judicial Ángel Fernández. Mucha casualidad sería que a tres cabrones se les ocurriera despacharse así a sus víctimas, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. Suena lógico, dijo el presidente municipal. Pero es que la cosa puede no quedar aquí, dijo el judicial Ángel Fernández. Si damos rienda suelta a la imaginación podemos llegar a cualquier parte, dijo el tipo de la cámara de comercio. Ya me imagino adónde quieren llegar, dijo Pedro Negrete. ¿Y a ti te parece bien?, dijo el presidente municipal. Si las tres mujeres que aparecieron con la teta derecha amputada fueron asesinadas por la misma persona, ¿por qué no pensar que esa persona mató a otras mujeres?, dijo el judicial Ángel Fernández. Es científico, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. ¿El asesino es científico?, dijo el tipo de la cámara de comercio. No, el modus operandi, la forma en que ese hijo de la chingada empieza a cogerle gusto a lo que hace, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. Me explico: el asesino empezó violando y estrangulando, que es una manera normal, digamos, de matar a alguien. Al ver que no lo atrapaban sus asesinatos se fueron personalizando. La bestia salió a la superficie. Ahora cada crimen lleva su firma personal, dijo el judicial Ángel Fernández. ¿Y usted qué opina, juez?, dijo el presidente municipal. Todo puede ser, dijo el juez. Todo puede ser, pero sin caer en el caos, sin perder la brújula, dijo el tipo de la cámara de comercio. Lo que sí parece claro es que el que mató y mutiló a esas tres pobres mujeres es la misma persona, dijo Pedro Negrete. Pues encuéntrenlo y acabemos con este pinche negocio, dijo el presidente municipal. Pero con discreción, si no es mucho pedir, sin sembrar el pánico, dijo el tipo de la cámara de comercio.

Juan de Dios Martínez no fue invitado a esa reunión. Supo que se iba a hacer, supo que Ortiz Rebolledo y Ángel Fernández acudirían, y que a él lo dejaban fuera. Cuando Juan de Dios Martínez cerraba los ojos, sin embargo, sólo veía el cuerpo de Elvira Campos en la penumbra de su departamento en la colonia Michoacán. A veces la veía en la cama, desnuda, acercándose a él. Otras veces la veía en la terraza, rodeada de objetos metálicos, objetos fálicos, que resultaban ser telescopios de los más variados tipos (aunque en realidad sólo había tres telescopios), con los que contemplaba el cielo estrellado de Santa Teresa y luego anotaba algo con un lápiz en un cuaderno. Cuando se acercaba, por detrás de ella, y observaba el cuaderno, sólo veía números de teléfono, la mayoría de Santa Teresa. El lápiz era un lápiz común y corriente. El cuaderno era un cuaderno escolar. Ambos objetos, le parecía, no tenían nada que ver con los objetos que solía utilizar la directora. Esa noche, después de saber lo de la reunión en donde él estaba excluido, la llamó y le dijo que necesitaba verla. Un momento de debilidad. Ella le respondió que no podía y colgó. Juan de Dios Martínez pensó que la directora, en ocasiones, lo trataba como a un paciente. Recordó que una vez ella había hablado de la edad, la de ella y la de él. Tengo cincuentaiún años, le había dicho, y tú tienes treintaicuatro. Dentro de un tiempo, por más que me cuide, yo seré una ruca solitaria y tú todavía serás joven. ¿Qué quieres, acostarte con alguien como tu mamá? Juan de Dios nunca la había escuchado emplear palabras de argot. ¿Una ruca? A él, sinceramente, no se le había pasado por la cabeza considerarla una vieja. Porque me mato haciendo gimnasia, dijo ella. Porque me cuido. Porque me mantengo delgada y me compro las antiarrugas más caras que hay en el mercado. ¿Las antiarrugas? Potingues, cremas suavizantes, cosas de mujeres, dijo ella con una voz neutra que lo asustó. Tú a mí me gustas tal cual eres, dijo él. Su voz no le pareció convincente. Si abría los ojos, sin embargo, y observaba el mundo real y procuraba controlar sus propios temblores, todo seguía más o menos en el mismo sitio.

¿Así que Pedro Rengifo es narcotraficante?, dijo Lalo Cura. Así es, dijo Epifanio. Si me lo hubieran dicho no lo habría creído, dijo Lalo Cura. Porque tú todavía estás muy tiernecito, dijo Epifanio. Una india vieja y gorda les trajo un plato de pozole a cada uno. Eran las cinco de la mañana. Lalo Cura había trabajado toda la noche en un patrullero dedicado a poner infracciones de tráfico. Cuando estaban detenidos en una esquina alguien les tocó en la ventana. Ni Lalo Cura ni el otro policía lo vieron llegar. Era Epifanio, desvelado y con pinta de borracho, aunque no estaba borracho. Me llevo al escuincle, le dijo al otro patrullero. Éste se encogió de hombros y se quedó solo en la esquina, debajo de unos robles con los troncos pintados de blanco. Epifanio andaba sin coche. La noche era fresca y la brisa del desierto permitía ver todas las estrellas. Caminaron hacia el centro, sin hablar, hasta que Epifanio le preguntó si tenía hambre. Lalo Cura dijo que sí. Pues entonces vamos a comer, dijo Epifanio. Cuando la india vieja y gorda les sirvió el pozole Epifanio se quedó mirando el plato de barro como si hubiera visto reflejada en su superficie una imagen que no era la suya. ¿Sabes de dónde viene el pozole, Lalito?, dijo. No, ni idea, dijo Lalo Cura. No es una comida del norte sino del centro del país. Es un plato típico del DF. Lo inventaron los aztecas, dijo. ¿Los aztecas?, pues está rico, dijo Lalo Cura. ¿Tú en Villaviciosa comías pozole?, dijo Epifanio. Lalo Cura se puso a pensar, como si Villaviciosa hubiera quedado muy lejos, y luego dijo que no, que la mera verdad es que no, aunque ahora le parecía raro no haberlo probado antes de vivir en Santa Teresa. Igual sí que lo probé y ya no me acuerdo, dijo. Pues este pozole en realidad no es como el pozole original de los aztecas, dijo Epifanio. Le falta un ingrediente. ¿Y cuál es ese ingrediente?, dijo Lalo Cura. Carne humana, dijo Epifanio. No la amoles, dijo Lalo Cura. Pues así es, los aztecas cocinaban el pozole con trozos de carne humana, dijo Epifanio. No me lo creo, dijo Lalo Cura. Bueno, es igual, tal vez yo esté equivocado o el buey que me lo contó estaba equivocado, aunque sabía un chingo, dijo Epifanio. Después hablaron de Pedro Rengifo y Lalo Cura se preguntó cómo había sido posible que él no se diera cuenta de que don Pedro era narcotraficante. Porque todavía eres chamaco, dijo Epifanio. Y después dijo: ¿por qué crees que tiene tantos guardaespaldas? Pues porque es rico, dijo Lalo Cura. Epifanio se rió. Ándele, dijo, vamos a dormir, que usted está más dormido que despierto.

En octubre no apareció ninguna mujer muerta en Santa Teresa, ni en la ciudad ni en el desierto, y las obras para eliminar el basurero clandestino de El Chile se interrumpieron definitivamente. Un periodista de La Tribuna de Santa Teresa que hizo la nota del traslado o demolición del basurero dijo que nunca en toda su vida había visto tanto caos. Preguntado sobre si el caos lo producían los trabajadores municipales vanamente empeñados en el intento, contestó que no, que el caos lo producía el pudridero inerte. En octubre llegaron cinco policías judiciales enviados por Hermosillo para reforzar a la dotación de judiciales que ya estaba en la ciudad. Uno de ellos vino de Caborca, el otro de Ciudad Obregón y los tres restantes de Hermosillo. Parecían tipos bragados. En octubre volvió a salir Florita Almada en el programa Una hora con Reinaldo y dijo que había consultado con sus amigos (a veces los llamaba amigos y otras veces los llamaba protectores) y que éstos le habían dicho que los crímenes iban a seguir. También le dijeron que se cuidara, que había gente que la miraba con malos ojos. Pero yo no me preocupo, dijo ella, para qué, si ya soy vieja. Después intentó hablar, delante de las cámaras, con el espíritu de una de las víctimas, pero no pudo y se desmayó. Reinaldo creyó que el desmayo era fingido y trató de reanimarla él mismo, acariciándole las mejillas y dándole de beber sorbitos de agua, pero el desmayo no tenía nada de fingido (en realidad era una lipotimia) y Florita acabó en el hospital.

Güero y muy alto. Dueño o tal vez empleado de confianza de un negocio de computadoras. En el centro. Epifanio no tardó mucho en encontrar la tienda. El tipo se llamaba Klaus Haas. Medía un metro noventa y tenía el pelo muy rubio, de un amarillo canario, como si se lo tiñera cada semana. La primera vez que fue a la tienda, Klaus Haas estaba sentado en su escritorio hablando con un cliente. Un adolescente bajito y muy moreno se le acercó y le preguntó en qué podía serle útil. Epifanio señaló a Haas y le preguntó quién era. El jefe, dijo el adolescente. Quiero hablar con él, dijo. Ahora está ocupado, dijo el adolescente, si me dice qué anda buscando yo tal vez se lo pueda encontrar. No, dijo Epifanio. Se sentó, encendió un cigarrillo y se dispuso a esperar. Entraron otros dos clientes. Luego entró un tipo con un guardapolvo azul y dejó unas cajas de cartón en un rincón. Haas lo saludó desde su escritorio levantando una mano. Tenía los brazos largos y fuertes, pensó Epifanio. El adolescente se acercó y le dejó un cenicero. Al fondo de la tienda había una muchacha escribiendo a máquina. Cuando los clientes se marcharon apareció una mujer con pinta de secretaria y empezó a mirar los computadores portátiles. Mientras los miraba iba apuntando precios y prestaciones. Iba vestida con falda y zapatos de tacón alto y Epifanio pensó que seguramente cogía con su jefe. Luego llegaron otros dos clientes y el adolescente dejó a la mujer y acudió a atenderlos. Haas, ajeno a todo, seguía hablando con el hombre al que Epifanio sólo podía verle la espalda. Las cejas de Haas eran casi blancas y de vez en cuando se reía o se sonreía por algo que decía el otro y su dentadura resplandecía como la de un actor de cine. Epifanio apagó el cigarrillo y encendió otro. La mujer se dio la vuelta y miró hacia la calle, como si alguien la esperara afuera. Su cara le pareció conocida, como si hacía tiempo la hubiera arrestado. ¿Cuánto tiempo?, pensó. Un titipuchal de años. Pero la mujer no aparentaba más de veinticinco, así que si él la había arrestado eso debió de suceder cuando ella no pasaba de los diecisiete. Puede ser, pensó Epifanio. Y después pensó que el negocio del güero no iba mal. Tenía clientes fijos y se daba el lujo de permanecer sentado en su escritorio, platicando sin prisas. Epifanio pensó entonces en Rosa María Medina y en su credibilidad. Me vale madres su credibilidad, se dijo. Media hora después no había nadie en la tienda. Al marcharse la mujer lo miró como si ella también lo reconociera. Las risas de Haas y su amigo se habían apagado. Detrás del mostrador, que tenía forma de herradura, el güero lo estaba esperando con una sonrisa. Se sacó del bolsillo del saco la foto de Estrella Ruiz Sandoval y se la mostró. El güero la miró, sin tocarla, y luego hizo un gesto extraño con los labios, arrugando el inferior y montándolo sobre el labio superior y lo miró como preguntándole de qué iba el asunto. ¿La conoce? Creo que no, dijo Haas, aunque por la tienda pasa mucha gente. Después se presentó: Epifanio Galindo, de la policía de Santa Teresa. Haas le extendió la mano y al estrechársela tuvo la sensación de que los huesos del güero eran de hierro. Le hubiera gustado decirle que no le mintiera, que tenía testigos, pero en lugar de eso prefirió sonreír. A espaldas de Haas, sentado en otro escritorio, el adolescente hacía como que revisaba unos papeles, pero en realidad no se perdía una palabra.

Después de cerrar la tienda el adolescente se montó en una moto japonesa y se dio una vuelta por las calles del centro, despacio, como si esperara ver a alguien, hasta que al llegar a la calle Universidad aceleró y empezó a alejarse en dirección a la colonia Veracruz. Detuvo la moto junto a una casa de dos pisos y volvió a ponerle la cadena de seguridad. Su madre lo esperaba desde hacía diez minutos con la comida hecha. El adolescente le dio un beso y encendió el televisor. La madre entró en la cocina. Se quitó el delantal y cogió un bolso de imitación de cuero. Le dio un beso al adolescente y se marchó. Ahorita vuelvo, dijo. El adolescente pensó en preguntarle adónde iba pero al final no dijo nada. Desde una de las habitaciones salió el llanto de un niño. El adolescente al principio no le hizo caso y siguió viendo la tele, pero cuando el llanto arreció se levantó, entró en la habitación y volvió a salir con un bebé de pocos meses en los brazos. El bebé era blanco y corpulento, todo lo contrario que su hermano. El adolescente lo sentó sobre sus rodillas y siguió comiendo. En la tele daban un programa de noticias. Vio un grupo de negros que corrían por unas calles de una ciudad norteamericana, un hombre que hablaba de Marte, un grupo de mujeres que salían del mar y se echaban a reír frente a las cámaras. Cambió de canal con el mando a distancia. Un par de jóvenes boxeaban. Volvió a cambiar de canal, pues no le gustaba el boxeo. La madre parecía haberse esfumado, pero el bebé ya no lloraba y al adolescente no le molestaba tener que cargarlo. Sonó el timbre de la puerta. El adolescente aún tuvo tiempo de cambiar de canal —una telenovela— y luego se levantó con el niño en brazos y abrió la puerta. Así que vives aquí, dijo Epifanio. Sí, dijo el adolescente. Detrás de Epifanio entró un policía de corta estatura, pero más alto que el adolescente, que se sentó en el sillón sin pedir permiso. ¿Estabas cenando?, dijo Epifanio. Sí, dijo el adolescente. Sigue, sigue, dijo Epifanio mientras entraba en los otros cuartos y volvía a salir rápidamente, como si sólo una mirada le bastara para registrar todos los rincones de la casa. ¿Cómo te llamas?, dijo Epifanio. Juan Pablo Castañón, dijo el adolescente. Bueno, Juan Pablo, primero siéntate y sigue comiendo, dijo Epifanio. Sí, señor, dijo el adolescente. Y no te pongas nervioso porque se te puede caer la criaturita, dijo Epifanio. El otro policía se sonrió.

Una hora después se fueron y Epifanio tenía las cosas bastante más claras que antes. Klaus Haas era alemán pero se había nacionalizado norteamericano. Era el dueño de dos tiendas en Santa Teresa en donde vendía desde walkman hasta computadoras y también tenía otra tienda similar en Tijuana, que lo obligaba a ausentarse una vez al mes, para revisar los libros, pagar a los empleados y reponer existencias. También viajaba a los Estados Unidos cada dos meses, aunque en esto no había regularidad ni fecha fija salvo en la duración de los desplazamientos que no excedían nunca los tres días. Había vivido unos años en Denver, de donde se había marchado por un lío de faldas. Le gustaban las mujeres, pero que se supiera no estaba casado y no se le conocía novia. Solía frecuentar discotecas y burdeles del centro, y era amigo de algunos de los propietarios de estos locales, a quienes les había instalado en alguna ocasión cámaras de vigilancia o programas informáticos de contabilidad. Al menos en un caso el adolescente estaba seguro de lo que decía, pues había sido él el programador. Como jefe era justo y razonable y no pagaba mal, aunque a veces montaba en cólera por causas injustificadas y podía abofetear sin problemas a cualquiera, sin importarle de quién se tratara. A él nunca le había pegado, pero sí reñido por llegar alguna vez tarde al trabajo. ¿A quién había abofeteado entonces? El adolescente dijo que a una secretaria. Preguntado sobre si la secretaria que había abofeteado era la actual secretaria, el adolescente dijo que no, que era la anterior, a la que él no había conocido. ¿Cómo sabía entonces que la había abofeteado? Porque eso decían los empleados más antiguos, los del almacén, en donde el güero guardaba parte de su mercancía. Los nombres de los empleados estaban todos perfectamente anotados. Al final Epifanio le mostró la foto de Estrella Ruiz Sandoval. ¿La has visto por la tienda? El adolescente miró la foto y dijo que sí, que su cara le sonaba de algo.

La siguiente visita que le hizo Epifanio a Klaus Haas fue cerca de la medianoche. Tocó el timbre y tuvo que esperar mucho rato a que le abrieran, aunque en la casa aún había luces. La casa estaba en la colonia El Cerezal, una colonia de clase media con casas de uno o dos pisos, no todas de construcción reciente, en donde uno podía ir caminando a comprar el pan o la leche, por aceras arboladas y tranquilas, lejos del ruido de la colonia Madero, que estaba un poco más allá, y lejos del estruendo del centro. Fue el propio Haas quien abrió la puerta. Llevaba una camisa blanca, por fuera de los pantalones, y al principio no lo reconoció o hizo como que no lo reconocía. Epifanio le mostró su placa, como si estuvieran jugando, y le preguntó si se acordaba de él. Haas le preguntó qué quería. ¿Puedo pasar?, dijo Epifanio. La sala estaba bien amueblada, con sillones y un gran sofá blanco. De un mueble bar Haas sacó una botella de whisky y se sirvió un vaso. Le preguntó si quería uno. Epifanio movió la cabeza negativamente. Estoy de servicio, dijo. Haas se sacudió una risa extraña. Fue como si dijera haaa, o jaaa, o como si estornudara, pero sólo una vez. Epifanio se sentó en uno de los sillones y le preguntó si tenía una buena coartada para el día en que mataron a Estrella Ruiz Sandoval. Haas lo miró de arriba abajo y tras unos segundos le dijo que a veces ni siquiera se acordaba de lo que había hecho la noche anterior. La cara se le puso colorada y las cejas parecieron más blancas de lo que en realidad eran, como si estuviera haciendo un esfuerzo de contención. Tengo dos testigos que afirman haberlo visto a usted con la víctima, dijo Epifanio. ¿Quiénes?, dijo Haas. Epifanio no contestó. Miró la sala e hizo un gesto de asentimiento. Esto debió de costarle una fortuna, dijo. Trabajo mucho y algo de dinero gano, dijo Haas. ¿Me la muestra?, dijo Epifanio. ¿Qué?, dijo Haas. La casa, dijo Epifanio. No andemos con chingaderas, hombre, dijo Haas, si quiere registrar mi casa venga con una orden del juez. Antes de marcharse Epifanio dijo: yo creo que usted mató a esa niña. A ésa y quién sabe a cuántas más. Déjese de chingaderas, dijo Haas. Hasta pronto, dijo Epifanio, y le tendió la mano. Déjese de chingaderas, dijo Haas. Es usted un tipo con un par de huevos, dijo Epifanio ya en la puerta. Por Dios, hombre, por Dios, déjese de chingaderas y déjeme en paz, dijo Haas. Por intermedio de un amigo de la policía de El Adobe consiguió una ficha policial de Klaus Haas. Supo así que éste no había vivido jamás en Denver sino en Tampa, Florida, en donde había sido acusado de intento de violación de una mujer llamada Laurie Enciso. Estuvo detenido un mes y luego Laurie Enciso retiró la denuncia y lo soltaron. Había otras denuncias contra él por exhibicionismo y comportamiento impropio. Cuando quiso averiguar qué demonios querían decir los gringos con comportamiento impropio le dijeron que básicamente se referían a manoseos, insinuaciones verbales subidas de tono y a una tercera falta compuesta por las dos primeras. En Tampa, asimismo, Haas había sido multado en varias ocasiones por comercio con prostitutas, nada del otro mundo. Había nacido en Bielefeld, en la entonces República Federal de Alemania, en 1955, y había emigrado en 1980 a los Estados Unidos. En 1990 se decidió a cambiar de país, aunque ya con la nacionalidad norteamericana. Vivir en México, en el norte del estado de Sonora, fue, sin duda, una decisión feliz, pues al poco tiempo abrió una segunda tienda en Santa Teresa, en donde su cartera de clientes no cesaba de crecer, y otra en Tijuana que no parecía ir mal. Una noche, acompañado por dos policías de Santa Teresa y un judicial, entró en la tienda que Haas tenía en el centro (la otra estaba en la colonia Centeno). La tienda era mucho más grande de lo que pensaba. Varias habitaciones de la parte trasera estaban llenas de cajas con componentes de computadora que el propio Haas luego montaba. En una de ellas, sin embargo, había una cama, una palmatoria con una vela y un gran espejo junto a la cama. La luz no funcionaba, pero el judicial que iba con Epifanio se dio cuenta de inmediato de que no funcionaba simplemente porque alguien había quitado la bombilla. Había dos baños. Uno muy aseado, con jabón, papel higiénico y el suelo limpio. Junto a la taza del wáter había un escobillón que Haas obligaba a usar a sus empleados, acostumbrados tan sólo a tirar de la cadena. El otro baño estaba tan sucio que más que abandonado, aunque tenía agua y la cadena del wáter estaba intacta, parecía puesto allí a propósito para ilustrar un fenómeno asimétrico e incomprensible. Después venía un largo pasillo que desembocaba en una puerta que salía a un callejón. El callejón exhibía una amplia variedad de basura y cajas de cartón, pero desde ahí se podía ver una de las esquinas más bulliciosas de la ciudad, en una de las calles más concurridas de la noche de Santa Teresa. Después bajaron al sótano.

Dos días más tarde Epifanio, dos judiciales y tres policías de Santa Teresa acudieron a la tienda portando las órdenes judiciales que los capacitaban para detener a Klaus Haas, ciudadano norteamericano de cuarenta años, como sospechoso de la violación, tortura y asesinato de Estrella Ruiz Sandoval, ciudadana mexicana de diecisiete años, pero al llegar a la tienda, según les dijeron los empleados, el jefe no había aparecido por allí ese día, por lo que la partida se dividió, y mientras un judicial y dos policías de Santa Teresa se iban en un coche a la otra tienda, sita en la colonia Centeno, Epifanio, un judicial y el policía restante de Santa Teresa partían hacia la casa del germano-norteamericano en la colonia El Cerezal, en donde se distribuyeron estratégicamente, guardando el policía de Santa Teresa la parte trasera de la casa mientras Epifanio y el judicial llamaban a la puerta, que, para su sorpresa, les franqueó el propio Haas, con cara de estar en la punta álgida de un resfriado o gripe, en cualquier caso con síntomas notorios de haber pasado una mala noche. Haas fue informado de inmediato, sin que los policías aceptaran su invitación a pasar al interior de la casa, de que se hallaba bajo arresto desde ese preciso momento, dicho lo cual le mostraron la orden de detención y someramente lo dejaron leer las órdenes de registro que pesaban sobre su casa y sus dos tiendas, y acto seguido lo esposaron, pues el detenido era alto y corpulento y nadie sabía qué actitud podía adoptar tras asimilar el hecho consumado. Después lo metieron en la parte trasera del coche patrulla, en el cual se dirigieron de inmediato a la comisaría n.º 1, dejando al agente de la policía de Santa Teresa de vigilancia en el domicilio del detenido.

El interrogatorio de Klaus Haas duró cuatro días y lo realizaron los policías Epifanio Galindo y Tony Pintado y los judiciales Ernesto Ortiz Rebolledo, Ángel Fernández y Carlos Marín. Presenció el interrogatorio el jefe de la policía de Santa Teresa, Pedro Negrete, quien llevó, como invitados especiales, a dos jueces de la ciudad y a César Huerta Cerna, el jefe de la Subprocuraduría General de Justicia de la Zona Norte de Sonora. El detenido sufrió dos accesos de violencia incontrolada, por lo que tuvo que ser reducido por los agentes que lo interrogaban. Después de esto Haas reconoció haber tenido tratos con Estrella Ruiz Sandoval, la que fue a visitarlo a su tienda de computadoras en tres ocasiones. Cinco policías de Hermosillo, del Grupo Especial Anti-Secuestros de la Policía Judicial del Estado de Sonora, buscaron pruebas incriminatorias tanto en la casa de Haas como en sus dos tiendas de Santa Teresa, con especial atención en el sótano de la tienda situada en el centro de la ciudad, y hallaron restos de sangre en una de las mantas de la habitación del sótano y también en el suelo. Los familiares de Estrella Ruiz Sandoval se prestaron a la prueba del ADN, pero las muestras de sangre se perdieron antes de llegar a Hermosillo, desde donde tenían que salir a un laboratorio de San Diego. Preguntado al respecto, el detenido Haas dijo que la sangre probablemente era de alguna de las mujeres con las que había mantenido relaciones durante el período menstrual. Cuando Haas dio esta información el judicial Ortiz Rebolledo le preguntó si se creía muy hombre. Lo normal, dijo Haas. Un hombre normal no coge con una mujer que sangra, dijo Ortiz Rebolledo. Yo sí, fue la respuesta de Haas. Sólo los puercos lo hacen, dijo el judicial. En Europa todos somos puercos, contestó Haas. Entonces el judicial Ortiz Rebolledo se puso excesivamente nervioso y fue reemplazado en el interrogatorio por Ángel Fernández y por el policía de Santa Teresa Epifanio Galindo. Los agentes científicos del Grupo Anti-Secuestros no encontraron huellas dactilares en la habitación del sótano, pero en el garaje de la vivienda de Haas hallaron varios objetos punzocortantes, entre ellos un machete cuya hoja medía setentaicinco centímetros, antiguo pero en perfecto estado de conservación, y dos grandes navajas de cazador. Estas armas estaban limpias y no se pudo detectar en ellas ni un solo rastro de sangre o tejidos. Durante su interrogatorio Klaus Haas tuvo que ser llevado al Hospital General Sepúlveda en un par de ocasiones, la primera para que fuera atendido de su gripe, que se complicó con fiebre muy alta, y la segunda para que le proporcionaran una cura a una herida que se hizo en el ojo y en la ceja derecha mientras se dirigía de la sala de interrogatorios a su calabozo. Al tercer día de estancia, por sugerencia de la propia policía de Santa Teresa, Haas se avino a llamar por teléfono a su cónsul en la ciudad, Abraham Mitchell, el cual se encontraba en paradero desconocido. Un funcionario, de nombre Kurt A. Banks, atendió la llamada y al día siguiente acudió a la comisaría, en donde sostuvo una plática de diez minutos con su compatriota, pasados los cuales se marchó sin elevar ni una protesta. Poco después el detenido Klaus Haas fue trasladado a un furgón y se le condujo hasta el presidio de la ciudad.

Mientras estuvo en la comisaría algunos policías fueron a ver a Haas. La mayoría fue a verlo a los calabozos, pero allí Haas sólo se dedicaba a dormir o a fingir que dormía, la cara tapada con una manta, y únicamente pudieron admirar sus enormes pies huesudos. A veces se dignaba hablar con el policía que le bajaba el rancho. Hablaban de comida. El policía le preguntaba si le gustaba la comida mexicana y Haas decía que no estaba mal y luego se quedaba en silencio. Epifanio Galindo llevó a Lalo Cura a ver a Haas durante uno de los interrogatorios. A Lalo le pareció un tipo astuto. No parecía astuto, pero supuso que lo era por la forma que tenía de responder a las preguntas que le hacían los judiciales. Y también le pareció un tipo incansable que hacía sudar y perder la paciencia a los tipos que estaban encerrados con él en la sala insonorizada, los tipos que le juraban amistad o simpatía y le decían habla, aliviánate, en México no hay pena de muerte, sácate de dentro eso que te está matando, y que luego le pegaban y lo insultaban. Pero Haas era incansable y parecía salirse de la realidad (o intentaba sacar de la realidad a los judiciales) con frases inesperadas y preguntas incoherentes. Durante media hora Lalo Cura estuvo contemplando el interrogatorio, y se hubiera quedado dos o tres horas más, pero Epifanio le dijo que se marchara porque iban a llegar de un momento a otro el jefe y otra gente importante y no querían que aquello se convirtiera en una atracción de feria.

En la cárcel de Santa Teresa a Haas lo pusieron en una celda individual hasta que se le bajara la fiebre. Sólo había cuatro celdas individuales. Una de ellas la ocupaba un narcotraficante acusado de matar a dos policías norteamericanos, la otra la ocupaba un abogado mercantilista acusado de fraude, la tercera estaba ocupada por los dos guardaespaldas del narco y la cuarta estaba ocupada por un ranchero de El Alamillo que había estrangulado a su mujer y matado a balazos a sus dos hijos. Para poner a Haas llevaron a los guardaespaldas del narcotraficante a la crujía número tres, a una celda ocupada por cinco reclusos. Las celdas individuales sólo tenían una cama, atornillada al suelo, y cuando dejaron a Haas en su nuevo hogar éste descubrió, por el olor, que allí estuvieron dos personas, una que dormía en la cama y la otra que dormía sobre un petate en el suelo. La primera noche que pasó en la cárcel le costó quedarse dormido. Caminaba por la celda y de vez en cuando se daba palmadas en los brazos. El ranchero, que tenía el sueño ligero, le dijo que dejara de hacer ruido y que se pusiera a dormir. Haas preguntó, en la oscuridad, quién le había hablado. El ranchero no le contestó y durante un minuto Haas permaneció inmóvil, silencioso, esperando que alguien le dijera algo. Cuando se dio cuenta de que nadie le iba a responder siguió dando vueltas por la celda y dándose palmadas en los brazos, como si matara mosquitos, aunque allí no había mosquitos, hasta que el ranchero volvió a decirle que dejara de hacer ruido. Esta vez Haas no se detuvo ni preguntó quién le hablaba. La noche se hizo para dormir, pinche gringo, oyó que le decía el ranchero. Luego lo oyó darse vueltas en su cama y se imaginó que el tipo se tapaba la cabeza con la almohada, lo que le provocó un ataque de hilaridad. No te tapes la cabeza, le dijo en voz alta y bien timbrada, igual vas a morir. ¿Y quién me va a matar, pinche gringo, tú? Yo no, hijo de la chingada, dijo Haas, va a venir un gigante y el gigante te va a matar. ¿Un gigante?, dijo el ranchero. Tal como lo oyes, hijo de la chingada, dijo Haas. Un gigante. Un hombre muy grande, muy grande, y te va a matar a ti y a todos. Estás loco, pinche gringo, dijo el ranchero. Durante un instante nadie dijo nada y el ranchero pareció dormirse otra vez. Al poco rato, sin embargo, Haas dijo que escuchaba sus pasos. El gigante ya estaba en camino. Era un gigante ensangrentado de la cabeza a los pies y ya se había puesto en camino. El abogado mercantilista se despertó y preguntó de qué hablaban. Su voz era suave, astuta y asustada. Aquí el compadre se ha vuelto loco, dijo la voz del ranchero.

Cuando Epifanio fue a visitar a Haas uno de los carceleros le comentó que el gringo no dejaba dormir a los otros presos. Hablaba de un monstruo y se pasaba las noches en vela. Epifanio quiso saber a qué clase de monstruo se refería el gringo y el carcelero le dijo que hablaba de un gigante, un amigo suyo, probablemente, que iba a ir a rescatarlo y a matar a todos los que lo habían jodido. Como él no puede dormir no respeta el sueño de nadie, le dijo el carcelero, y tampoco respetaba a los mexicanos, a quienes llamaba indios o grasientos. Epifanio quiso saber por qué grasientos y el carcelero, muy serio, le contestó que, según Haas, los mexicanos no se lavaban, no se bañaban. Añadió que, según Haas, los mexicanos tenían una glándula que los hacía segregar una especie de sudor aceitoso, más o menos como los negros, que, según Haas, tenían una glándula que los hacía segregar un olor particular e inconfundible. Aunque la verdad era que el único que no se bañaba era Haas, a quien los funcionarios de la prisión preferían no obligar a ir a las duchas hasta no recibir órdenes del juez o del alcaide en persona, el cual, por lo visto, estaba llevando el asunto con guantes de seda. Cuando Epifanio se enfrentó con Haas éste no lo reconoció. Tenía grandes ojeras y parecía mucho más delgado que cuando lo vio por primera vez, pero no se le apreciaba ninguna de las heridas producidas durante el interrogatorio. Epifanio le ofreció cigarrillos, pero Haas dijo que no fumaba. Después Epifanio le habló de la cárcel de Hermosillo, que era un edificio de construcción reciente, con crujías amplias y patios enormes dotados de instalaciones deportivas. Si se declaraba culpable, le dijo, él se encargaría de que lo trasladaran allá, en donde iba a tener una celda para él solo, pero mucho mejor que ésta. Sólo entonces Haas lo miró a los ojos por primera vez y dijo déjese de chingaderas. Epifanio se dio cuenta de que Haas lo había reconocido y le sonrió. Haas no le devolvió la sonrisa. Tenía una cara, pensó Epifanio, rara, no sé, como escandalizado. Moralmente escandalizado. Le preguntó por el monstruo, por el gigante, le preguntó si el gigante era él mismo y entonces Haas sí que se rió. ¿Yo mismo? No tiene idea de nada, escupió. Sáquese a chingar a su puta madre.

Los presos de las celdas individuales podían salir al patio de la crujía o podían quedarse encerrados y sólo salir muy temprano, de seis y media a siete y media de la mañana, cuando el patio estaba vedado al resto de presos, o a partir de las nueve de la noche, cuando en teoría se había realizado el recuento nocturno y los internos habían vuelto a sus celdas. El ranchero parricida y el abogado mercantilista salían sólo por la noche, después de cenar. Daban un paseo por el patio, hablaban de negocios y de política y luego retornaban a sus celdas. El narcotraficante compartía los horarios de patio con los demás presos y se podía estar horas apoyado en una pared, fumando y contemplando el cielo, mientras sus guardaespaldas, nunca demasiado lejos, marcaban con su presencia un perímetro invisible alrededor de su jefe. Klaus Haas, cuando la fiebre remitió, decidió salir «en horario normal», según le explicó al carcelero. Cuando éste le preguntó si no tenía miedo de que lo mataran en el patio, Haas hizo un gesto de desprecio y mencionó la palidez cadavérica de los rostros del ranchero y del abogado, a quienes nunca tocaba la luz del sol. La primera vez que salió al patio el narcotraficante, que hasta entonces no se había interesado por él, le preguntó quién era. Haas dijo su nombre y se presentó como experto en computación. El narcotraficante lo miró de arriba abajo y siguió caminando como si su curiosidad se hubiera agotado de forma instantánea. Algunos presos, pocos, llevaban los restos remendados de lo que había sido el uniforme de la prisión, aunque la mayoría iba vestido como le daba la gana. Había quienes vendían refrescos que llevaban en cajas que conservaban el frío, cajas de plástico que cargaban con un solo brazo y que luego ponían en el suelo cerca de donde se jugaban partidos de fútbol de cuatro jugadores por bando o de básket. Otros vendían cigarrillos y fotos pornográficas. Los más discretos repartían droga. El patio tenía la forma de una V. La mitad del suelo era de cemento y la otra de tierra y estaba flanqueado por dos muros con torres de vigilancia de donde asomaban guardianes aburridos que fumaban marihuana. En la parte estrecha de la V se apreciaban las ventanas de algunas celdas, con ropa tendida colgando de los barrotes. En la parte abierta, había una reja metálica de unos diez metros de altura, detrás de la cual se deslizaba un camino pavimentado que conducía a otras dependencias de la cárcel, y más allá había otra reja, menos alta, pero adornada con una crin de alambre de púas, que parecía surgida directamente del desierto. La primera vez que salió al patio, durante unos minutos, a Haas le pareció que estaba caminando por un parque de una ciudad extranjera donde nadie sabía quién era. Por un instante se sintió libre. Pero allí todos sabían todo, se dijo, y esperó pacientemente a que se le acercara el primer preso. Al cabo de una hora le ofrecieron drogas y cigarrillos, pero él sólo compró un refresco. Mientras se lo tomaba, mirando el partido de básket, se le acercaron unos cuantos presos y le preguntaron si era cierto que él había matado a todas esas mujeres. Haas dijo que no. Entonces los presos le preguntaron por su trabajo y si daba lana vender computadoras. Haas dijo que eso iba por rachas. Y que un empresario, a ciencia cierta, nunca lo sabía. O sea que tú eres un empresario, dijeron los presos. No, dijo Haas, soy un experto en informática que ha levantado su propio negocio. Lo dijo con tanta seriedad y convicción que algunos de los presos asintieron. Después Haas quiso saber qué hacían ellos afuera y la mayoría se puso a reír. Ahí no más, fue la única frase que entendió. Él también se puso a reír e invitó a los cinco o seis que lo rodeaban a tomar unos refrescos.

La primera vez que fue a las duchas un tipo al que llamaban el Anillo lo quiso forzar. El tipo era grande pero comparado con Haas resultaba pequeño y por la cara que puso se veía que hacía aquello como si las circunstancias lo obligaran a interpretar aquel rol. Si de él hubiera dependido, decía su cara, se habría hecho una paja tranquilamente en su celda. Haas lo miró a la cara y le preguntó cómo era posible que un adulto se comportara así. El Anillo no entendió nada y se rió. Tenía la cara ancha y el rostro lampiño y su risa no era desagradable. Los presos que estaban a su lado también se rieron. El amigo del Anillo, un preso más joven llamado el Guajolote, sacó un punzón de debajo de una toalla y le dijo que se callara el hocico y fuera con ellos a una esquina. ¿En una esquina?, dijo Haas. ¿En una chingada esquina? Dos de los amigos que había hecho Haas en el patio se pusieron detrás del Guajolote y le sujetaron los brazos. El rostro de Haas estaba escandalizado. El Anillo volvió a reírse y dijo que no era para tanto. ¿En una esquina no es para tanto?, gritó Haas. ¿En una esquina como los perros no es para tanto? Otro de los amigos de Haas se puso junto a la puerta y nadie pudo entrar ni salir de las duchas. Que te haga una mamada, gringo, gritó uno de los presos. Que el pinche buey te haga un guagüis, gringo. Ahorita. Plánchalo. Las voces de los presos subieron de volumen. Haas le arrebató el punzón al Guajolote y le dijo al Anillo que se pusiera a cuatro patas. Si no tiemblas, pendejo, nada te pasará. Si tiemblas o tienes miedo, vas a tener dos agujeros para cagar. El Anillo se quitó la toalla y se puso en el suelo a cuatro patas. No, ahí no, dijo Haas, bajo la ducha. El Anillo se levantó con un gesto de indiferencia y se puso debajo del agua. El pelo, ondulado y peinado hacia atrás, le cayó sobre los ojos. Disciplina, chingados, sólo pido un poco de disciplina y respeto, dijo Haas cuando a su vez entró en el pasillo de las duchas. Luego se arrodilló detrás del Anillo, le susurró a éste que se abriera bien de piernas, y le introdujo lentamente el punzón hasta el mango. Algunos pudieron ver que cada cierto tiempo el Anillo sofocaba un gritito. Otros pudieron ver que del culo del Anillo caían gotas de sangre muy oscura que el agua deshacía en segundos.

Los amigos de Haas se llamaban el Tormenta, el Tequila y el Tutanramón. El Tormenta tenía veintidós años y estaba cumpliendo condena por haber matado a un guarura de un narco que se quería beneficiar a su hermana. En la cárcel lo habían intentado matar dos veces. El Tequila tenía treinta años y tenía los anticuerpos del sida, aunque muy pocos lo sabían puesto que aún no había desarrollado la enfermedad. El Tutanramón tenía dieciocho años y su mote venía de una película. Su nombre auténtico era Ramón, pero había ido a ver más de tres veces La venganza de la momia, que era su película favorita, y sus amigos, o tal vez él mismo, como creía Haas, lo bautizaron con el nombre de Tutanramón. Haas los contentaba comprándoles latas de conserva y drogas. Ellos le hacían recados o le servían de guardaespaldas. A veces Haas los escuchaba hablar de sus cosas, de sus negocios, de su vida familiar, de lo que más deseaban y de lo que más temían, y no entendía nada. Parecían extraterrestres. Otras veces era Haas el que hablaba y sus tres amigos escuchaban sumidos en un silencio conmovedor. Haas hablaba de contención, de autoesfuerzo, de autoayuda, el destino de los individuos está en manos de cada individuo, un hombre podía llegar a ser Lee Giacoca si se lo proponía. Ellos no tenían idea de quién era Lee Giacoca. Suponían que se trataba de un jefe de la mafia. Pero no preguntaban nada por temor a que Haas perdiera el hilo.

Cuando Haas fue trasladado a la crujía con los demás presos, el narcotraficante se le acercó para despedirse, un detalle que Haas agradeció emocionado. Si tienes algún problema, avísame, le dijo, pero sólo si tienes un problema gordo, no me molestes por chingaderas. Procuro no molestar, dijo Haas. Ya me he dado cuenta, dijo el narcotraficante. En la visita del día siguiente, su abogada le preguntó si quería que iniciara las diligencias para que lo volvieran a poner en la celda individual. Haas le dijo que ya estaba bien así, que tarde o temprano iba a tener que dejar aquella celda y que más valía aceptar lo antes posible la realidad. ¿Qué puedo hacer por ti?, le dijo su abogada. Tráeme un teléfono celular, le dijo Haas. No es fácil que te dejen tener un teléfono en la cárcel, le dijo su abogada. Es fácil, es fácil, dijo Haas. Tráemelo.

Una semana más tarde le pidió a su abogada otro celular, y poco después otro. El primero se lo vendió a un tipo que cumplía condena por la muerte de tres personas. Era un tipo común y corriente, más bien chaparro, al que regularmente le mandaban dinero de afuera, probablemente para que mantuviera la boca cerrada. Haas le dijo que la mejor manera de controlar los negocios era mediante un celular y el tipo pagó tres veces lo que le había costado el teléfono. El otro se lo vendió a un carnicero que había matado a uno de sus empleados, un adolescente de quince años, con un cuchillo de destazar bestias. Cuando al carnicero le preguntaban, medio en broma, por qué había matado al muchacho, contestaba que por ladrón y por abusar de su confianza. Los reclusos entonces se reían y le preguntaban si no había sido, más bien, por no dejarse encular. El carnicero entonces agachaba la cabeza y negaba varias veces, con obstinación, pero de sus labios no salía ni una sola palabra en contra de aquel infundio. Desde la cárcel quería seguir manejando sus dos carnicerías pues pensaba que su hermana, que ahora estaba al frente de los negocios, le robaba. Haas le vendió el teléfono y le enseñó a utilizar la agenda y a mandar mensajes. Le cobró cinco veces el valor original del aparato.

Haas compartía la celda con otros cinco reclusos. El que mandaba era un tipo llamado Farfán. Tenía cerca de cuarenta años y Haas nunca había visto un hombre más feo. El pelo le crecía desde la mitad de la frente, tenía ojos de ave rapaz puestos como al azar en medio de una cara de filiación porcina. Era panzudo y olía mal. Tenía un bigote ralo, que crecía de forma despareja y al que se le solían adherir restos minúsculos de comida. Las raras ocasiones en que se reía lo hacía como un burro y sólo en aquellos momentos su rostro parecía soportable. Cuando Haas llegó a la celda pensó que no tardaría en meterse con él, pero lo cierto es que Farfán no sólo no se metió con él sino que parecía perdido en una especie de laberinto, en donde todos los presos eran figuras inmateriales. Tenía amigos en la crujía, otros tipos duros que lo utilizaban como valedor, pero sólo buscaba la compañía de un preso igual de feo que él, un tal Gómez, un tipo delgado y con cara de lombriz, que tenía un lunar del tamaño de un puño en la mejilla izquierda y ojos vidriosos de drogado perenne. Se solían ver en el patio y en el comedor. En el patio se saludaban con un movimiento de cabeza y si bien participaban en corros mayores, al final siempre se despegaban y terminaban tomando el sol apoyados en la pared o caminando ensimismados de la cancha de básket hasta la reja. Entre ellos no hablaban mucho, tal vez porque no tenían demasiadas cosas que decirse. Farfán, cuando entró en la cárcel, era tan pobre que ni el abogado de oficio lo iba a visitar. Gómez, que estaba allí por robar camiones, sí que tenía abogado, y después de conocerse consiguió que su abogado tramitara los papeles de Farfán. La primera vez que se encularon fue en una de las dependencias de la cocina. De hecho, Farfán violó a Gómez. Lo golpeó, lo arrojó contra unos sacos y lo violó dos veces. La rabia de Gómez fue tan grande que intentó matar a Farfán. Una tarde lo esperó en la cocina, donde Farfán trabajaba lavando platos y acarreando sacos de frijoles, y trató de apuñalarlo con un punzón, pero a Farfán no le costó mucho reducirlo. Volvió a violarlo y después, mientras aún mantenía a Gómez debajo de su cuerpo, le dijo que una situación como ésa tenía que acabar de una forma o de otra. Como compensación se prestó a que Gómez lo enculara. Es más, le devolvió el punzón en prenda de confianza y luego se bajó los pantalones y se dejó caer en el jergón. Allí tirado, con el culo al aire, Farfán parecía una cerda, sin embargo Gómez lo enculó y retomaron su amistad.

Como Farfán era el más fuerte, en ocasiones obligaba a los otros a abandonar la celda. Al poco rato aparecía Gómez y se ponían a coger y luego, cuando ambos habían acabado, se ponían a fumar y a hablar o permanecían en silencio, Farfán acostado en su camastro y Gómez acostado en el de otro recluso, mirando el techo o las volutas de humo que salían por la ventana abierta. A Farfán, en ocasiones, el humo le parecía que adquiría formas extrañas: culebras, brazos, piernas que se doblaban, cinturones que restallaban el aire, submarinos de otra dimensión. Entrecerraba los ojos y decía: qué suave, qué jalada más suave. Gómez, que era más práctico, le preguntaba qué era lo suave, de qué hablaba, y Farfán no sabía explicarse. Entonces Gómez se incorporaba y empezaba a mirar a todos lados, como si buscara los fantasmas de su amigo, y terminaba diciendo: te rugen las patrullas.

Haas no entendía cómo una verga se podía poner erecta delante de un agujero del culo como el de Farfán o el de Gómez. Podía entender que un hombre se calentara con un adolescente, un efebo, pensaba, pero no que un hombre o el cerebro de ese hombre pudiera enviar señales para que la sangre llenara las esponjas del pene, una por una, con lo difícil que eso era, con el solo reclamo de un ojete como el de Farfán o el de Gómez. Animales, pensaba. Bestias inmundas atraídas por la inmundicia. En sus sueños se veía a sí mismo recorriendo los pasillos de la cárcel, las diferentes crujías, y podía ver sus ojos semejantes a los de un halcón mientras caminaba con paso firme por aquel laberinto de ronquidos y de pesadillas, atento a lo que pasaba en cada celda, hasta que de pronto ya no podía seguir avanzando y se detenía al borde de un abismo (pues la cárcel de sus sueños era como un castillo levantado a orillas de un abismo insondable). Allí, incapaz de retroceder, levantaba los brazos, como si clamara al cielo (tan ensombrecido como el abismo), y luego intentaba decir algo, hablar, advertir, aconsejar a una legión de Klaus Haas en miniatura, pero se daba cuenta, o por un instante tenía la impresión, de que alguien le había cosido los labios. En el interior de la boca, sin embargo, notaba algo. No era su lengua, no eran sus dientes. Un trozo de carne que procuraba no tragar mientras con una mano se arrancaba los hilos. La sangre le corría por la barbilla. Sentía las encías como anestesiadas. Cuando por fin podía abrir la boca escupía el trozo de carne y luego se ponía de rodillas en la oscuridad y lo buscaba. Al encontrarlo, y tras palparlo con detenimiento, se daba cuenta de que era un pene. Alarmado, se llevaba una mano a la bragueta, con miedo de no encontrar su propio pene, pero éste estaba allí, de modo que el pene que tenía en las manos era el pene de otra persona. ¿De quién?, pensaba mientras de sus labios seguía manando sangre. Luego sentía mucho sueño y se ovillaba al borde del abismo y se quedaba dormido. Entonces lo que solía pasar era que tenía otros sueños.

Violar mujeres y luego matarlas le parecía más atractivo, más sexy, que enterrar la verga en el agujero purulento de Farfán o en el agujero lleno de mierda de Gómez. Si siguen enculándose los voy a matar, pensaba a veces. Primero mataré a Farfán, luego mataré a Gómez, los tres T me ayudarán, me proporcionarán el arma y la coartada, la logística, luego tiraré los cuerpos al abismo y nadie volverá a acordarse de ellos.

Al cabo de quince días de haber ingresado en el presidio de Santa Teresa, Haas dio lo que se podría llamar su primera rueda de prensa, a la que asistieron cuatro periodistas del DF y casi la totalidad de los medios escritos del estado de Sonora. Durante la entrevista Haas se ratificó en su inocencia, dijo que durante el interrogatorio le fueron administradas «sustancias extrañas» para conseguir doblegar su voluntad. No recordaba haber firmado nada, ninguna declaración autoinculpatoria, pero señaló que si la había ésta fue conseguida tras cuatro días de tortura física, psicológica «y médica». Advirtió a los periodistas que ocurrirían «cosas» en Santa Teresa que demostrarían que él no era el asesino de mujeres. En la cárcel, insinuó, uno se enteraba de muchas noticias. Entre los periodistas llegados del DF estaba Sergio González. Su presencia allí no obedecía, como en la primera ocasión, a que necesitara dinero y estuviera haciendo un trabajo extra. Cuando se enteró de que Haas había sido detenido, habló con el jefe de la sección de policiales y le pidió, como un favor especial, que lo dejara seguir el caso. El jefe no puso ningún reparo y cuando se supo que Haas pensaba hablar con la prensa, telefoneó a Sergio a la sección de cultura y le dijo que si quería ir, que fuera. El asunto está cerrado, le dijo, no termino de entender muy bien el interés que tienes por él. Tampoco Sergio González lo entendía muy bien. ¿Puro morbo o tal vez la certeza de que en México nunca nada se cerraba del todo? Cuando la improvisada rueda de prensa terminó la abogada de Haas se despidió de todos los periodistas con un apretón de mano. Cuando le tocó el turno a Sergio éste notó que le había deslizado, sin que nadie se diera cuenta, un papel. Se metió la mano en el bolsillo y dejó el papel allí. Al salir de la cárcel, y mientras esperaba un taxi, lo examinó. En el papel sólo había un número de teléfono.

La rueda de prensa de Haas fue un pequeño escándalo. En algunos medios se preguntaron desde cuándo un recluso podía citar a la prensa y hablar con ella, en la cárcel, como si ésta fuera su casa y no el lugar al que lo destinaba el Estado y la justicia para pagar un delito o, como bien recordaban las fojas propias del caso, para cumplir una pena. Se dijo que el alcaide había recibido un dinero de Haas. Se dijo que Haas era el heredero, el único heredero, de una riquísima familia europea. Según esta noticia, Haas nadaba en lana y tenía a su servicio a toda la cárcel de Santa Teresa.

Aquella noche, después de la rueda de prensa, Sergio González llamó al número que le había dado la abogada. Le contestó Haas. No supo qué decir. ¿Bueno?, dijo Haas. Tiene usted un teléfono, dijo Sergio González. ¿Con quién hablo?, dijo Haas. Soy uno de los periodistas que hoy estuvieron con usted. El del DF, dijo Haas. Sí, dijo Sergio González. ¿Con quién esperaba hablar usted?, dijo Haas. Con su abogada, reconoció Sergio. Vaya, vaya, vaya, dijo Haas. Durante un instante ambos se quedaron en silencio. ¿Quiere que le cuente algo?, dijo Haas. Aquí en la cárcel, los primeros días, yo tenía miedo. Pensaba que los otros presos, al verme, se abalanzarían sobre mí para vengar la muerte de todas esas niñas. Para mí, estar en la cárcel era exactamente igual que ser abandonado un sábado al mediodía en uno de esos barrios, la colonia Kino, la San Damián, la colonia Las Flores. Un linchamiento. Morir despellejado. ¿Me entiende? La turba escupiéndome y luego pateándome y luego despellejándome. Sin posibilidad de decir nada. Pero pronto me di cuenta de que en la cárcel nadie me iba a despellejar. Al menos no por lo que me acusaban. ¿Qué quiere decir eso?, me pregunté a mí mismo. ¿Que estos bueyes eran insensibles a los asesinatos? No. Aquí, quien más y quien menos, todos son sensibles a lo que ocurre fuera, como si dijéramos, a los latidos de la ciudad. ¿Qué pasaba, entonces? Se lo pregunté a un preso. Le pregunté qué pensaba de las mujeres muertas, de las muchachitas muertas. Me miró y me dijo que eran unas putas. ¿O sea, se merecían la muerte?, dije. No, dijo el preso. Se merecían ser cogidas cuantas veces tuviera uno ganas de cogerlas, pero no la muerte. Entonces le pregunté si creía que yo las había matado y el cabrón me dijo no, no, tú seguro que no, gringo, como si yo fuera un jodido gringo, que puede que lo sea en el fondo, aunque cada vez lo soy menos. ¿Qué pretende decirme?, dijo Sergio González. Que en la cárcel saben que yo soy inocente, dijo Haas. ¿Y cómo lo saben?, se preguntó Haas. Eso me costó un poco más averiguarlo. Es como un ruido que alguien oye en un sueño. El sueño, como todos los sueños que se sueñan en espacios cerrados, es contagioso. De pronto lo sueña uno y al cabo de un rato lo sueña la mitad de los reclusos. Pero el ruido que alguien ha oído no es parte del sueño sino de la realidad. El ruido pertenece a otro orden de cosas. ¿Me entiende? Alguien y luego todos han oído un ruido en un sueño, pero el ruido no se produjo en el sueño sino en la realidad, el ruido es real. ¿Me entiende? ¿Está claro para usted, señor periodista? Creo que sí, dijo Sergio González. Creo que lo estoy entendiendo. ¿Sí, sí, seguro que sí?, dijo Haas. Quiere usted decir que hay alguien en la cárcel que sabe fehacientemente que usted no pudo cometer los asesinatos, dijo Sergio. Exactamente, dijo Haas. ¿Y sabe usted quién es esa persona? Tengo algunas ideas, dijo Haas, pero necesito tiempo, lo que en mi caso resulta paradójico, ¿no le parece? ¿Por qué?, dijo Sergio. Pues porque aquí lo único que tengo en abundancia es tiempo. Pero yo necesito más tiempo aún, mucho más, dijo Haas. Después Sergio quiso preguntarle a Haas por su confesión, por la fecha del juicio, por el trato recibido por la policía, pero Haas le dijo que de eso hablarían en otro momento.

Esa misma noche el judicial José Márquez le confidenció al judicial Juan de Dios Martínez una conversación que había escuchado sin querer en una de las dependencias de la policía de Santa Teresa. Los que hablaban eran Pedro Negrete, el judicial Ortiz Rebolledo, el judicial Ángel Fernández y el guarura de Negrete, Epifanio Galindo, aunque a decir verdad Epifanio Galindo fue el único que no abrió la boca. El tema de conversación era la rueda de prensa que había dado el sospechoso Klaus Haas. Para Ortiz Rebolledo la culpa era del alcaide. Seguramente Haas le había dado dinero. Ángel Fernández estaba de acuerdo. Pedro Negrete dijo que probablemente allí había algo más. Un peso extra para inclinar la voluntad del alcaide en una u otra dirección. Entonces salió el nombre de Enrique Hernández. Yo creo que Enriquito Hernández convenció al alcaide, dijo Negrete. Puede ser, dijo Ortiz Rebolledo. Hijo de la gran chingada, dijo Ángel Fernández. Y eso fue todo. Después José Márquez entró en la oficina donde estaban los otros, saludó, hizo ademán de quedarse pero Ortiz Rebolledo, con un gesto, le indicó que era mejor que se largara, y cuando salió el mismo Ortiz Rebolledo cerró la puerta con pestillo para no volver a ser molestados.

Enrique Hernández tenía treintaiséis años. Durante un tiempo trabajó para Pedro Rengifo y luego para Estanislao Campuzano. Había nacido en Cananea y cuando tuvo suficiente dinero se compró un rancho en las afueras, en donde criaba ganado vacuno, y una casa, la mejor que pudo hallar, en el centro de la ciudad, a pocos pasos de la plaza del mercado. Todos sus hombres de confianza, además, eran naturales de Cananea. Se suponía que era el encargado de transportar la droga que llegaba por mar a Sonora, en algún punto entre Guaymas y Cabo Tepoca, con una flota de cinco camiones y tres Suburban. Su misión consistía en dejar los alijos a salvo en Santa Teresa, después otra persona se encargaba de transportarla a los Estados Unidos. Pero un día Enriquito Hernández entró en contacto con un salvadoreño que estaba metido en el negocio y que, como él, quería independizarse, y el salvadoreño lo puso en contacto con un colombiano, y de golpe Estanislao Campuzano se encontró sin encargado de transporte en México y con Enriquito convertido en competidor. El volumen de los negocios, de todas maneras, no era comparable. Por cada kilo que movía Enriquito, Campuzano movía veinte, pero el rencor no conoce diferencias de lonja, así que Campuzano, con paciencia y sin precipitarse, esperó su hora. Por supuesto, no le convenía entregar a Enriquito por motivos relacionados con el tráfico de drogas, sino sacarlo de circulación, de forma legal, y luego encargarse él, bajo cuerda, de recuperar la ruta. Cuando llegó el momento (un asunto de faldas en el que a Enriquito se le fue la mano y terminó matando a cuatro personas de una misma familia), Campuzano puso sobre aviso a la Procuraduría de Sonora, repartió dinero y pistas, y Enriquito acabó con sus huesos en la cárcel. Durante las dos primeras semanas no pasó nada, pero a la tercera semana cuatro pistoleros se presentaron en un almacén en las afueras de San Blas, en el norte del estado de Sinaloa, y tras matar a los dos vigilantes se llevaron un cargamento de cien kilos de coca. El almacén pertenecía a un campesino de Guaymas, en el sur del estado de Sonora, que llevaba muerto más de cinco años. Campuzano envió a investigar el asunto a uno de sus hombres de confianza, un tal Sergio Cansino (alias Sergio Carlos, alias Sergio Camargo, alias Sergio Carrizo), quien, tras preguntar en la gasolinera y en los alrededores del almacén, sólo sacó en claro que durante el robo más de una persona vio por allí una Suburban negra como las que usaban los hombres de Enriquito Hernández. Después Sergio buscó, por si acaso encontraba al propietario, en los ranchos de la zona, y en su búsqueda llegó hasta El Fuerte, pero allí nadie, ni los pocos rancheros que encontró, tenía dinero para comprarse un vehículo así. El dato no era tranquilizador, pero sólo era eso, pensó Estanislao Campuzano, un dato que necesitaba ser contrastado. La Suburban bien podía ser de un turista norteamericano perdido por aquellas polvaredas, o podía ser de un judicial que pasaba por allí, o de un alto funcionario de vacaciones con su familia. Poco después, mientras iba por la carretera de terracería de La Discordia a El Sasabe, en la frontera con Estados Unidos, le asaltaron un camión cargado con veinte kilos de coca a Estanislao Campuzano, matando al chofer y al acompañante, que iban desarmados, pues pensaban cruzar esa tarde a Arizona y nadie cruza armado al tiempo que transporta droga. O pasas con armas o con drogas, pero no con las dos cosas al mismo tiempo. De los hombres que iban en el camión nunca más se supo. De la droga, tampoco. El camión apareció dos meses después en una chatarrería de Hermosillo. Según Sergio Cansino el dueño de la chatarrería les había comprado el camión, en muy mal estado, además, a tres yonquis que eran delincuentes habituales y soplones de la policía de Hermosillo. Habló con uno de ellos, apodado el Elvis, quien le dijo que el camión se lo había regalado por cuatro pesos un salidor de Sinaloa. Cuando Sergio le preguntó cómo sabía que era de Sinaloa, el Elvis contestó que por la forma de hablar. Cuando le preguntó cómo sabía que era un salidor, el Elvis contestó que por los ojos. Miraba como salidor, generoso, sin miedo a nada, ni a los tirantes ni a los ricardos, un salidor de verdad, uno que igual te pega un balazo en el hígado que te cambia su camión por un Marlboro o un toquesín de mora. ¿Te dio el camión a cambio de un cigarrillo de grifa?, le preguntó Sergio riéndose. Medio cigarro de mostaza, dijo el Elvis. Esta vez sí que Campuzano sintió coraje.

¿Por qué Enriquito Hernández, a su manera, claro, está protegiendo a Haas?, se preguntó el judicial Juan de Dios Martínez. ¿Cómo se beneficia? ¿A quiénes perjudica protegiendo a Haas? Y también se preguntó: ¿hasta cuándo piensa protegerlo? ¿Durante un mes, durante dos meses, todo el tiempo que crea necesario? ¿Y por qué descartar la simpatía, la amistad? ¿Acaso no era posible que Enriquito se hubiera hecho amigo de Haas? ¿Acaso no era posible que la protección sólo estuviera determinada por la amistad? Pero no, se dijo Juan de Dios Martínez, Enriquito Hernández no tenía amigos.