El jefe de su sección le dijo que se olvidara de escribir un reportaje sobre la Hermandad.

—Esos negros, ¿cuántos son? —dijo.

—Veinte, aproximadamente —dijo Fate.

—Veinte negratas —dijo el jefe de sección—. Por lo menos cinco deben de ser agentes del FBI infiltrados.

—Puede que más —dijo Fate.

—¿Qué es lo que nos puede interesar de ellos? —dijo el jefe de sección.

—La estupidez —dijo Fate—. La variedad interminable de formas con que nos destrozamos a nosotros mismos.

—¿Te has vuelto masoquista, Oscar? —dijo el jefe de sección.

—Puede —admitió Fate.

—Deberías follar más —dijo el jefe de sección—. Salir más, escuchar más música, tener amigos y conversar con ellos.

—Lo he pensado —dijo Fate.

—¿Qué has pensado?

—En follar más —dijo Fate.

—Esas cosas no se piensan, se hacen —dijo el jefe de sección.

—Primero hay que pensarlas —dijo Fate. Luego añadió—. ¿Tengo luz verde para mi reportaje?

El jefe de sección movió la cabeza negativamente.

—Ni hablar —dijo—. Eso véndelo a una revista de filosofía, a una revista de antropología urbana, escribe, si quieres, un jodido guión para el cine y que lo filme el jodido Spike Lee, pero yo no lo pienso publicar.

—De acuerdo —dijo Fate.

—Joder, si se pasearon con un cartel de Bin Laden, los muy bastardos —dijo el jefe de sección.

—Hay que tener cojones —dijo Fate.

—Hay que tener cojones de cemento armado y además hay que ser muy imbécil.

—Seguramente se le ocurrió a algún infiltrado de la policía —dijo Fate.

—Da igual —dijo el jefe de sección—, se le ocurriera a quien se le ocurriera es una señal.

—¿Una señal de qué? —dijo Fate.

—De que vivimos en un planeta de locos —dijo el jefe de sección.

Cuando su jefe de sección se puso al teléfono Fate le explicó lo que estaba sucediendo en Santa Teresa. Fue una explicación sucinta de su reportaje. Le habló de los asesinatos de mujeres, de la posibilidad de que todos los crímenes hubieran sido cometidos por una o dos personas, lo que los convertía en los mayores asesinos en serie de la historia, le habló del narcotráfico y de la frontera, de la corrupción policial y del crecimiento desmesurado de la ciudad, le aseguró que sólo necesitaba una semana más para averiguar todo lo necesario y que después se marcharía a Nueva York y en cinco días tendría armado el reportaje.

—Oscar —le dijo el jefe de sección—, estás allí para cubrir un jodido combate de box.

—Esto es superior —dijo Fate—, la pelea es una anécdota, lo que te estoy proponiendo es muchas cosas más.

—¿Qué me estás proponiendo?

—Un retrato del mundo industrial en el Tercer Mundo —dijo Fate—, un aide-mémoire de la situación actual de México, una panorámica de la frontera, un relato policial de primera magnitud, joder.

—¿Un aide-mémoire? —dijo el jefe de sección—. ¿Eso es francés, negro? ¿Desde cuándo sabes tú francés?

—No sé francés —dijo Fate—, pero sé lo que es un jodido aide-mémoire.

—Yo también sé lo que es un puto aide-mémoire —dijo el jefe de sección—, y también sé lo que significa merci y au-revoir y faire l’amour. Lo mismo que coucher avec moi, ¿recuerdas esa canción?, voulez-vous coucher avec moi, ce soir? Y creo que tú, negro, quieres coucher avec moi, pero sin decir antes voulez-vous, que en este caso es primordial. ¿Lo has entendido? Tienes que decir voulez-vous y si no lo dices te jodes.

—Aquí hay materia para un gran reportaje —dijo Fate.

—¿Cuántos putos hermanos están metidos en el asunto? —dijo el jefe de sección.

—¿De qué mierdas me hablas? —dijo Fate.

—¿Cuántos jodidos negros están con la soga al cuello? —dijo el jefe de sección.

—Y yo qué sé, te estoy hablando de un gran reportaje —dijo Fate—, no de una revuelta en el gueto.

—O sea: no hay ningún puto hermano en esa historia —dijo el jefe de sección.

—No hay ningún hermano, pero hay más de doscientas mexicanas asesinadas, hijo de puta —dijo Fate.

—¿Qué posibilidades tiene Count Pickett? —dijo el jefe de sección.

—Métete a Count Pickett en tu jodido culo negro —dijo Fate.

—¿Has visto ya a su rival? —dijo el jefe de sección.

—Métete a Count Pickett en tu jodido ojete de maricón —dijo Fate—, y pídele que te lo vigile porque cuando vuelva a Nueva York te voy a reventar el culo a patadas.

—Tú cumple con tu deber y no hagas trampas con las dietas, negro —dijo el jefe de sección.

Fate colgó.

Junto a él, sonriéndole, había una mujer vestida con bluejeans y chaqueta de cuero crudo. Llevaba gafas negras y sobre el hombro le colgaba un bolso de buena calidad y una cámara de fotos. Parecía una turista.

—¿Le interesan los asesinatos de Santa Teresa? —dijo.

Fate la miró y tardó en comprender que ella había escuchado su conversación telefónica.

—Me llamo Guadalupe Roncal —dijo la mujer tendiéndole la mano.

Se la estrechó. Era una mano delicada.

—Soy periodista —dijo Guadalupe Roncal cuando Fate le soltó la mano—. Pero no estoy aquí para cubrir la pelea. Ese tipo de peleas no me interesan, aunque sé que hay mujeres que encuentran muy sexy el boxeo. La verdad es que a mí me parece más bien algo vulgar y sin sentido. ¿No lo cree usted así? ¿O a usted sí le gusta ver cómo dos hombres se pegan?

Fate se encogió de hombros.

—¿No me responde? Bien, no soy quién para juzgar sus aficiones deportivas. En realidad, a mí no me agrada ningún deporte. Ni el boxeo, por las razones que le he dado, ni el fútbol, ni el básketbol, ni siquiera el atletismo. ¿Se preguntará usted qué hago entonces en un hotel lleno de periodistas deportivos y no en otro lugar más tranquilo, en donde no estaría escuchando cada vez que bajo al bar o al comedor estas tristes y patéticas historias de grandes peleas del pretérito pluscuamperfecto? Se lo diré si me acompaña a mi mesa y se toma una copa conmigo.

Mientras la seguía se le pasó por la cabeza que estaba en compañía de una loca o tal vez de una buscona, pero Guadalupe Roncal no tenía pinta ni de loca ni de puta, aunque en realidad Fate ignoraba cómo eran las locas o las putas mexicanas. Tampoco tenía pinta de periodista. Se sentaron en la terraza del hotel, desde donde se veía un edificio en construcción de más de diez pisos. Otro hotel, le informó la mujer con indiferencia. Algunos obreros, apoyados en las vigas o sentados sobre apilamientos de ladrillos, también los miraban a ellos, o eso fue lo que pensó Fate aunque no había manera de comprobarlo, pues las figuras que se movían en el edificio a medio construir eran demasiado pequeñas.

—Soy, como ya le he dicho, periodista —dijo Guadalupe Roncal—. Trabajo en uno de los grandes periódicos del DF. Y me he alojado en este hotel por miedo.

—Miedo a qué —dijo Fate.

—Miedo a todo. Cuando se trabaja en algo relativo a los asesinatos de mujeres de Santa Teresa, una termina teniendo miedo a todo. Miedo a que te peguen. Miedo a un levantón. Miedo a la tortura. Por supuesto, con la experiencia el miedo se atenúa. Pero yo no tengo experiencia. Carezco de experiencia. Adolezco de falta de experiencia. Incluso, si existiera el término, se podría decir que estoy aquí como periodista secreta. Conozco todo lo relativo a los asesinatos. Pero en el fondo soy inexperta en el tema. Quiero decir que hasta hace una semana éste no era mi tema. No estaba al corriente, no había escrito nada al respecto y de repente, sin yo esperarlo ni pedirlo, pusieron sobre mi mesa el dossier de las muertas y me dieron el caso. ¿Quiere saber por qué?

Fate asintió con la cabeza.

—Porque soy mujer y las mujeres no podemos rechazar un encargo. Por supuesto, yo ya sabía cuál había sido el destino o el final de mi antecesor. Todos en el periódico lo sabíamos. El caso había sido muy sonado y tal vez usted lo conozca. —Fate negó con la cabeza—. Lo mataron, claro. Se metió demasiado en el asunto y lo mataron. No aquí, en Santa Teresa, sino en el DF. La policía dijo que se trataba de otro robo con desenlace fatal. ¿Quiere saber cómo fue? Se subió a un taxi. El taxi se puso en marcha. Al llegar a una esquina se detuvo y se subieron dos desconocidos. Durante un rato estuvieron dando vueltas por diferentes cajeros automáticos, vaciando la tarjeta de crédito de mi antecesor, luego se dirigieron a una zona del extrarradio y lo cosieron a cuchilladas. No es el primer periodista muerto por lo que escribe. Entre sus papeles encontré información sobre dos más. Una mujer, locutora de radio, que secuestraron en el DF y un chicano que trabajaba para un periódico de Arizona llamado La Raza, que desapareció. Los dos llevaban a cabo investigaciones sobre los asesinatos de mujeres de Santa Teresa. A la locutora de radio la conocí en la facultad de periodismo. Nunca fuimos amigas. Puede que sólo cruzáramos dos palabras en toda la vida. Pero creo que la conocí. Antes de matarla la violaron y la torturaron.

—¿Aquí, en Santa Teresa? —dijo Fate.

—No, hombre, en el DF. El brazo de los asesinos es largo, muy largo —dijo Guadalupe Roncal con voz soñadora—. Antes yo trabajaba en la sección de noticias locales. Casi nunca firmaba mis notas. Era una desconocida absoluta. Cuando murió mi antecesor vinieron a verme dos jefazos del periódico. Me invitaron a comer. Por supuesto, yo pensé que algo había hecho mal. O bien que uno de los dos tenía intenciones de acostarse conmigo. A ninguno lo conocía. Sabía quiénes eran, pero nunca antes había hablado con ellos. La comida fue muy agradable. Muy correctos y educados ellos, muy inteligente y observadora yo. Más me hubiera valido causar una peor impresión. Después volvimos al periódico y me dijeron que los siguiera, que tenían que hablar de algo importante conmigo. Nos encerramos en la oficina de uno de ellos. Lo primero que hicieron fue preguntarme si me gustaría que me aumentaran el sueldo. Allí ya cavilé algo raro y estuve tentada de decir que no, pero dije sí, y entonces ellos sacaron un papel y dijeron una cifra, que se correspondía exactamente a mi sueldo como periodista local, y luego me miraron a los ojos y dijeron otra cifra, que era como si me ofrecieran un aumento del cuarenta por ciento. Casi pegué un salto de alegría. Luego me pasaron el dossier reunido por mi antecesor y me dijeron que a partir de ese momento trabajaría única y exclusivamente en el caso de las muertas de Santa Teresa. Me di cuenta de que si me echaba atrás lo iba a perder todo. Con un hilo de voz les pregunté por qué yo. Porque eres muy inteligente, Lupita, dijo uno de ellos. Porque nadie te conoce, dijo el otro.

La mujer suspiró largamente. Fate le sonrió comprensivo. Pidieron otro whisky y otra cerveza. Los obreros del edificio en construcción habían desaparecido. Estoy bebiendo demasiado, dijo la mujer.

—Desde que leí el dossier de mi antecesor abuso del whisky, mucho más que antes, y también abuso del vodka y del tequila y ahora he descubierto esta bebida de Sonora, el bacanora, y también abuso de ella —dijo Guadalupe Roncal—. Y cada día tengo más miedo y a veces no controlo mis nervios. Usted, por supuesto, habrá oído decir que los mexicanos nunca tenemos miedo. —Se rió—. Es mentira. Tenemos mucho miedo, pero lo disimulamos bastante bien. Cuando yo llegué a Santa Teresa, por ejemplo, estaba muerta de miedo. Mientras volaba de Hermosillo para acá no me hubiera importado que el avión se estrellara. Total, dicen que es una muerte rápida. Menos mal que un compañero del DF me dio la dirección de este hotel. Me dijo que él iba a estar en el Sonora Resort para cubrir la pelea y que, confundida entre tantos periodistas deportivos, nadie se atrevería a hacerme daño. Dicho y hecho. El problema es que cuando la pelea se acabe yo no podré marcharme junto con los periodistas y tendré que permanecer un par de días más en Santa Teresa.

—¿Por qué? —dijo Fate.

—Tengo que hacerle una entrevista al principal sospechoso de los asesinatos. Es un compatriota suyo.

—No tenía idea —dijo Fate.

—¿Cómo quería escribir sobre los crímenes si no sabía eso? —dijo Guadalupe Roncal.

—Pensaba informarme. En la conversación telefónica que usted oyó lo que hacía era pedir más tiempo.

—Mi antecesor era la persona que más sabía de esto. Necesitó siete años para hacerse una idea general de lo que está pasando aquí. La vida es de una tristeza insoportable, ¿no le parece?

Guadalupe Roncal se acarició con los dedos índice ambas sienes, como si de pronto padeciera un ataque de migraña. Murmuró algo que Fate no oyó y luego intentó llamar al camarero, pero sólo estaban ellos dos en la terraza. Cuando se dio cuenta tuvo un escalofrío.

—Tengo que ir a visitarlo a la cárcel —dijo—. El principal sospechoso, su compatriota, está desde hace años en la cárcel.

—¿Y cómo puede ser entonces el principal sospechoso? —dijo Fate—. Tengo entendido que los crímenes se siguen cometiendo.

—Misterios de México —dijo Guadalupe Roncal—. ¿Le gustaría acompañarme? ¿Le gustaría venir conmigo y hacerle una entrevista? La verdad es que yo me sentiría más tranquila si un hombre me acompañara, lo que es contradictorio con mis ideas, pues yo soy feminista. ¿Tiene usted algo en contra de las feministas? Es difícil ser feminista en México. Si una tiene dinero, no es tan difícil, pero si es de la clase media, es difícil. Al principio, no, por supuesto, al principio es fácil, en la universidad, por ejemplo, es muy fácil, pero cuando van pasando los años cada vez es más difícil. Para los mexicanos, sépalo usted, el único encanto del feminismo radica en la juventud. Pero aquí envejecemos aprisa. Nos envejecen aprisa. Menos mal que yo todavía soy joven.

—Es usted bastante joven —dijo Fate.

—Aun así tengo miedo. Y necesito compañía. Esta mañana pasé con mi carro por los alrededores de la cárcel de Santa Teresa y por poco no me da un ataque de histeria.

—¿Tan horrible es?

—Es como un sueño —dijo Guadalupe Roncal—. Parece una cárcel viva.

—¿Viva?

—No sé cómo explicarlo. Más viva que un edificio de departamentos, por ejemplo. Mucho más viva. Parece, no se sorprenda usted de lo que le voy a decir, una mujer destazada. Una mujer destazada, pero todavía viva. Y dentro de esa mujer viven los presos.

—Entiendo —dijo Fate.

—No, no creo que entienda nada, pero es igual. A usted le interesa el tema, yo le ofrezco la posibilidad de conocer al principal sospechoso de los asesinatos a cambio de que usted me acompañe y me proteja. Me parece un trato justo y equitativo. ¿Estamos de acuerdo?

—Es justo —dijo Fate—. Y muy amable por su parte. Lo que no acabo de comprender es a qué le tiene usted miedo. En la cárcel nadie puede hacerle daño. En teoría, al menos, la gente que está presa ya no le hace daño a nadie. Sólo se dañan entre ellos.

—Usted no ha visto nunca una foto del sospechoso principal.

—No —dijo Fate.

Guadalupe Roncal miró el cielo y sonrió.

—Debo parecerle una loca —dijo—. O una buscona. Pero no soy ni lo uno ni lo otro. Sólo estoy nerviosa y últimamente he bebido demasiado. ¿Usted cree que quiero llevarlo a la cama?

—No. Creo en lo que me ha dicho.

—Entre los papeles de mi pobre predecesor había varias fotos. Algunas del sospechoso. Concretamente, tres. Las tres hechas en la cárcel. En dos de ellas el gringo, perdón, lo digo sin ánimo de ofender, está sentado, probablemente en una sala de visitas, y mira a la cámara. Tiene el pelo muy rubio y los ojos muy azules. Tan azules que parece ciego. En la tercera foto mira hacia otra parte y está de pie. Es enorme y delgado, muy delgado, aunque no parece débil ni mucho menos. Su rostro es el rostro de un soñador. No sé si me explico. No parece incómodo, está en la cárcel, pero no da la impresión de estar incómodo. Tampoco parece sereno o reposado. Tampoco parece enfadado. Es el rostro de un soñador, pero de un soñador que sueña a gran velocidad. Un soñador cuyos sueños van muy por delante de nuestros sueños. Y eso me da miedo. ¿Lo entiende?

—La verdad es que no —dijo Fate—. Pero cuente conmigo para ir a entrevistarlo.

—De acuerdo, pues —dijo Guadalupe Roncal—. Lo espero pasado mañana, en la entrada del hotel, a las diez. ¿Le parece bien?

—A las diez de la mañana. Aquí estaré —dijo Fate.

—A las diez ante meridiano. Okey —dijo Guadalupe Roncal. Luego le dio un apretón de manos y se marchó de la terraza. Su caminar, observó Fate, era vacilante.

El resto del día se lo pasó bebiendo con Campbell en el bar del Sonora Resort. Se lamentaron de la profesión de periodista deportivo, un agujero del que nunca salía un Pulitzer y a quien pocas personas concedían un valor más allá del mero testimonio accidental. Luego se pusieron a recordar sus años de universidad, los de Fate en la Universidad de Nueva York, los de Campbell en la Universidad de Sioux City, en Iowa.

—En aquellos años lo más importante para mí era el béisbol y la ética —dijo Campbell.

Durante un segundo Fate imaginó a Campbell de rodillas en el rincón de una habitación en penumbra, abrazado a una Biblia y llorando. Pero luego Campbell se puso a hablar de mujeres, de un bar que había en Smithland, una especie de parador campestre cerca del río Little Sioux, primero había que llegar hasta Smithland y luego seguir unos pocos kilómetros en dirección este y allí, bajo unos árboles, estaba el bar y las chicas del bar que solían atender a campesinos y a algunos estudiantes que venían en coche desde Sioux City.

—Hacíamos siempre lo mismo —le dijo Campbell—, primero follábamos con las chicas, luego salíamos al patio y jugábamos al béisbol hasta el agotamiento y después, cuando empezaba a anochecer, nos emborrachábamos y cantábamos canciones de vaqueros en el porche del bar.

Por el contrario, cuando Fate estudiaba en la Universidad de Nueva York no solía emborracharse ni ir con putas (de hecho, nunca en su vida había estado con una mujer a la que tuviera que pagarle), sino que dedicaba los días libres a trabajar y a leer. Una vez a la semana, los sábados, iba a un taller de escritura creativa y durante un tiempo, poco, no más de unos meses, imaginó que tal vez podía dedicarse a escribir ficción, hasta que el escritor que dirigía el taller le dijo que mejor concentrara sus esfuerzos en el periodismo.

Pero eso no se lo dijo a Campbell.

Cuando empezaba a anochecer llegó Chucho Flores y se lo llevó. Fate se dio cuenta de que Chucho Flores no invitó a Campbell a ir con ellos. Sin saber por qué, eso le gustó y al mismo tiempo le disgustó. Durante un rato circularon por las calles de Santa Teresa sin rumbo fijo, o eso le pareció a Fate, como si Chucho Flores tuviera algo que decirle y no hallara la ocasión. Las luces del alumbrado nocturno transformaron el rostro del mexicano. Los músculos de la cara se le tensaron. Un perfil más bien feo, pensó Fate. Sólo en ese instante se dio cuenta de que en algún momento iba a tener que volver al Sonora Resort pues allí había quedado estacionado su coche.

—No vayamos muy lejos —dijo.

—¿Tienes hambre? —le preguntó el mexicano. Fate dijo que sí. El mexicano se rió y puso música. Escuchó un acordeón y unos gritos lejanos, no de dolor ni de felicidad, sino energía que se bastaba a sí misma y que se consumía a sí misma. Chucho Flores sonrió y la sonrisa se le quedó incrustada en la cara, sin dejar de conducir y sin mirarlo a los ojos, con la vista al frente, como si le hubieran instalado en el cuello un collarín ortopédico de acero, mientras los aullidos se iban acercando a los micrófonos y las voces de unos tipos a los que Fate conjeturó caras patibularias echaban a cantar o seguían gritando, menos que al principio del disco, y dando vivas no se sabía bien a qué.

—¿Qué es esto? —dijo Fate.

—Jazz de Sonora —dijo Chucho Flores.

Cuando volvió al motel eran las cuatro de la mañana. Aquella noche se había emborrachado y luego se le había ido la borrachera y luego se había vuelto a emborrachar y ahora, delante de su habitación, se le había ido otra vez la borrachera, como si lo que bebían los mexicanos no fuera alcohol de verdad sino agua con efectos hipnóticos de corta duración. Durante un rato, sentado sobre el maletero del coche, estuvo mirando los camiones que pasaban por la carretera. La noche era fresca y llena de estrellas. Pensó en su madre y en lo que ésta debía de pensar durante las noches de Harlem sin asomarse a la ventana a ver las pocas estrellas que brillaban allí, sentada delante del televisor o fregando platos en la cocina, mientras del televisor encendido salían risas, negros y blancos riéndose, contándose chistes que a ella tal vez le hicieran gracia, aunque lo más probable es que ni siquiera prestara demasiada atención a lo que decían, ocupada en fregar los platos que acababa de ensuciar y la olla que acababa de ensuciar y el tenedor y la cuchara que acababa de ensuciar, con una tranquilidad que probablemente, pensó Fate, significaba algo más que simple tranquilidad, o tal vez no, tal vez esa tranquilidad sólo significaba tranquilidad y algo de cansancio, tranquilidad y brasas consumidas, tranquilidad y apaciguamiento y sueño, que finalmente es, el sueño, la fuente y también el refugio último de la tranquilidad. Pero entonces, pensó Fate, la tranquilidad no es sólo tranquilidad. O el concepto de tranquilidad que tenemos está equivocado y la tranquilidad o los territorios de la tranquilidad en realidad no son más que un indicador de movimiento, un acelerador o un desacelerador, depende.

Al día siguiente se levantó a las dos de la tarde. Lo primero que recordó fue que antes de acostarse se había sentido mal y había vomitado. Miró a los lados de la cama y luego fue al baño pero no encontró ni un solo rastro de vómito. Sin embargo, mientras dormía, se había despertado dos veces, y en ambas ocasiones olió el vómito: un olor a podrido que emanaba de todos los rincones de la habitación. Estaba demasiado cansado para levantarse y abrir las ventanas y había seguido durmiendo.

Ahora el olor había desaparecido y no encontró ni un solo rastro de que hubiera vomitado la noche anterior. Se duchó y luego se vistió pensando que aquella noche, después del combate, se subiría a su coche y volvería a Tucson, donde intentaría tomar un vuelo nocturno a Nueva York. No iba a acudir a la cita con Guadalupe Roncal. ¿Para qué entrevistar al sospechoso de una serie de asesinatos si luego no le iban a publicar la historia? Pensó en llamar y reservar billete desde el motel, pero a última hora decidió hacerlo más tarde, desde uno de los teléfonos del Pabellón Arena o desde el Sonora Resort. Después guardó sus cosas en la maleta y se acercó a la recepción a cancelar su cuenta. No es necesario que se vaya ahora, le dijo el recepcionista, le cobro lo mismo que si se marcha a las doce de la noche. Fate le dio las gracias y se guardó la llave en un bolsillo, pero no sacó la maleta del coche.

—¿Quién cree que va a ganar? —le preguntó el recepcionista.

—No lo sé, en esta clase de peleas puede pasar cualquier cosa —dijo Fate como si toda su vida hubiera sido corresponsal deportivo.

El cielo era de un azul intenso apenas rayado por unas nubes con forma de cilindros que flotaban por el este y que avanzaban hacia la ciudad.

—Parecen tubos —dijo Fate desde la puerta abierta de la recepción.

—Son cirros —dijo el recepcionista—, cuando lleguen a la vertical de Santa Teresa habrán desaparecido.

—Es curioso —dijo Fate sin moverse del quicio de la puerta—, cirro significa duro, viene del griego skirrhós, que significa duro, y se aplica a los tumores, a los tumores duros, pero esas nubes no tienen ninguna pinta de dureza.

—No —dijo el recepcionista—, son nubes de las capas altas de la atmósfera, si bajan o suben un poquito, sólo un poquito, desaparecen.

En el Pabellón Arena del Norte no encontró a nadie. La puerta principal estaba cerrada. En las paredes, unos carteles prematuramente envejecidos anunciaban la pelea Fernández-Pickett. Algunos habían sido arrancados y sobre otros unas manos desconocidas habían pegado carteles nuevos que anunciaban conciertos de música, bailes populares, incluso el cartel de un circo que se hacía llamar Circo Internacional.

Fate dio la vuelta al edificio. Se topó con una mujer que arrastraba un carrito de jugos frescos. La mujer tenía el pelo largo y negro y llevaba unas faldas que le caían hasta los tobillos. Entre los bidones de agua y los baldes con hielo asomaban la cabeza dos niños. Al llegar a la esquina la mujer se detuvo y empezó a montar una especie de parasol con tubos metálicos. Los niños bajaron del carrito y se sentaron en la acera, con las espaldas apoyadas en la pared. Durante un rato Fate se quedó inmóvil contemplándolos y contemplando la calle rigurosamente deshabitada. Cuando reemprendió la marcha apareció por la esquina contraria otro carrito y Fate se detuvo nuevamente. El tipo que arrastraba el nuevo carrito saludó con la mano a la mujer. Ésta apenas movió la cabeza en señal de reconocimiento y empezó a sacar de uno de los laterales de su vehículo unos enormes jarros de vidrio que fue depositando en un aparador portátil. El tipo recién llegado vendía maíz y su carrito humeaba. Fate descubrió una puerta trasera y buscó un timbre pero no había ninguna clase de timbre así que tuvo que golpear con los nudillos. Los niños se habían acercado al carrito de maíz y el hombre sacó dos mazorcas, las untó con crema, les espolvoreó queso y luego algo de chile y se las dio. Mientras esperaba Fate pensó que el hombre del maíz tal vez era el padre de los niños y que su relación con la madre, la mujer de los jugos, no era buena, de hecho era posible que estuvieran divorciados y que sólo se vieran cuando coincidían sus ocupaciones laborales. Pero evidentemente eso no podía ser real, pensó. Luego volvió a golpear y nadie le abrió.

En el bar del Sonora Resort encontró a casi todos los periodistas que iban a cubrir el combate. Vio a Campbell conversando con un tipo con pinta de mexicano y se acercó a él, pero antes de llegar se dio cuenta de que Campbell estaba trabajando y no quiso interrumpirlo. Cerca de la barra vio a Chucho Flores y lo saludó desde lejos. Chucho Flores estaba acompañado por tres tipos que parecían ex boxeadores y su saludo no fue muy efusivo. Buscó una mesa vacía en la terraza y se sentó. Durante un rato estuvo observando a la gente que se levantaba de las mesas y se saludaba dándose largos abrazos o se gritaba de una punta a otra, y vio el trasiego de los fotógrafos que disparaban sus cámaras haciendo y deshaciendo grupos a su antojo, y el desfile de la gente importante de Santa Teresa, rostros que no le sonaban de nada, mujeres jóvenes y bien vestidas, tipos altos con botas vaqueras y trajes de Armani, jóvenes con los ojos brillantes y las mandíbulas endurecidas que no hablaban y que se limitaban a mover la cabeza de forma afirmativa o negativa, hasta que se aburrió de esperar a que el camarero le trajera una bebida y se marchó dando codazos, sin mirar atrás, sin importarle dejar a sus espaldas uno o dos o tres insultos en español que no entendió y que si hubiera entendido tampoco habrían constituido un pretexto suficiente para retenerlo.

Comió en un restaurante del este de la ciudad, bajo un patio emparrado y fresco. Al fondo del patio, junto a una cerca de alambre y sobre el suelo de tierra, había tres futbolines. Durante unos minutos estuvo contemplando la carta, sin entender nada. Luego intentó explicarse mediante signos, pero la mujer que lo atendía sólo atinaba a sonreír y a encogerse de hombros. Al cabo de un rato apareció un hombre, pero el inglés que utilizaba le resultó aún más ininteligible. Sólo entendió la palabra pan. Y la palabra cerveza.

Luego el hombre desapareció y se quedó solo. Se levantó y se acercó al extremo del emparrado, junto a los futbolines. Uno de los equipos llevaba camiseta blanca y pantalones verdes, el pelo negro y la piel de un color crema muy pálido. El otro equipo iba vestido de rojo, con pantalones negros, y todos los jugadores exhibían una poblada barba. Lo más curioso, sin embargo, era que los jugadores del equipo de rojo exhibían unos diminutos cuernos en la frente. Los otros dos futbolines eran exactamente iguales.

En el horizonte vio un cerro. El color del cerro era amarillo oscuro y negro. Supuso que más allá estaba el desierto. Sintió deseos de salir y dirigirse hacia el cerro, pero cuando se dio la vuelta sobre su mesa la mujer había puesto una cerveza y una especie de sándwich muy gordo. Dio una mordida y le gustó. El sabor era extraño, un poco picante. Por curiosidad abrió una de las tapas del pan: en el sándwich había de todo. Bebió un largo trago de cerveza y se estiró en la silla. Entre las hojas de parra distinguió una abeja inmóvil. Dos delgados rayos de sol caían verticales sobre el suelo de tierra. Cuando el hombre volvió a aparecer le preguntó cómo se llegaba al cerro. El hombre se rió. Dijo unas cuantas palabras que no entendió y luego dijo no bonito, varias veces.

—¿No bonito?

—No bonito —dijo el hombre, y volvió a reírse.

Luego lo cogió del brazo y lo arrastró hasta una habitación que hacía de cocina y que a Fate le pareció muy ordenada, cada cosa en su lugar, las baldosas blancas de la pared sin rastro de grasa, y le enseñó el cubo de basura.

—¿El cerro no bonito? —dijo Fate.

El hombre volvió a reírse.

—¿El cerro es basura?

El hombre no dejaba de reírse. Sobre el antebrazo izquierdo tenía tatuado un pájaro. No un pájaro en vuelo, como suelen ser los tatuajes de este tipo, sino un pájaro posado en una rama, un pájaro pequeño, posiblemente un gorrión.

—¿El cerro es un basurero?

El hombre se rió aún más y movió la cabeza afirmativamente.

A las siete de la tarde Fate enseñó su acreditación como periodista y entró en el Pabellón Arena del Norte. Había mucha gente en la calle y puestos ambulantes que vendían comida, refrescos, souvenirs con motivos pugilísticos. En el interior ya habían empezado las peleas de relleno. Un peso gallo mexicano combatía contra otro peso gallo mexicano pero muy pocos estaban atentos al combate. La gente compraba refrescos, hablaba, se saludaba. Vio, en el ringside, a dos cámaras de televisión. Uno de ellos parecía estar grabando lo que sucedía en el pasillo central. El otro se había sentado sobre una banqueta e intentaba sacar un pastelillo de su envoltorio de plástico. Se internó por uno de los pasillos laterales cubiertos. Vio gente haciendo apuestas, una mujer alta con un vestido ajustado abrazada por dos hombres más bajos que ella, tipos que fumaban y que bebían cerveza, tipos con las corbatas flojas y que hacían señales con los dedos, al mismo tiempo, como si jugaran a un juego de niños. Encima del toldo que cubría el pasillo estaban las localidades baratas y allí el bullicio era aún mayor. Decidió ir a echar una mirada a los vestuarios y a la sala de prensa. En esta última sólo encontró a dos periodistas mexicanos que le lanzaron una mirada agonizante. Ambos estaban sentados y tenían las camisas mojadas de sudor. En la entrada del vestuario de Merolino Fernández vio a Omar Abdul. Lo saludó pero el sparring fingió no conocerlo y siguió hablando con unos mexicanos. Los que estaban junto a la puerta hablaban de sangre, o eso creyó entender Fate.

—¿De qué estáis hablando? —les preguntó.

—De toros —le dijo en inglés uno de los mexicanos.

Cuando ya se iba oyó que lo llamaban por su nombre. Señor Fate. Se volvió y encontró la amplia sonrisa de Omar Abdul.

—¿Ya no saludas a los amigos, negro?

Al observarlo de cerca se dio cuenta de que tenía los dos pómulos amoratados.

—Veo que Merolino se ha entrenado bien —dijo.

—Gajes del oficio —dijo Omar Abdul.

—¿Puedo ver a tu jefe?

Omar Abdul miró hacia atrás, hacia la puerta de entrada al vestuario, y luego movió la cabeza y dijo que no.

—Si te dejara entrar a ti, hermano, tendría que dejar entrar a todos estos maricones.

—¿Son periodistas?

—Algunos son periodistas, hermano, pero la mayoría sólo quieren tomarse una foto con Merolino, tocarle las manos y las pelotas.

—¿Y a ti cómo te va la vida?

—No me quejo, no me quejo demasiado —dijo Omar Abdul.

—¿Adónde piensas ir después del combate?

—A celebrarlo, supongo —dijo Omar Abdul.

—No, no me refiero a después de esta noche sino a después de que todo esto se haya acabado —dijo Fate.

Omar Abdul sonrió. Una sonrisa de confianza y de desafío. La sonrisa del gato de Cheshire en el supuesto de que el gato de Cheshire no estuviera retrepado en la rama de un árbol, sino en un descampado y bajo una tormenta. Una sonrisa, pensó Fate, de joven negro, pero también una sonrisa tan americana.

—No lo sé —dijo—, buscar un trabajo, pasar una temporada en Sinaloa, junto al mar, ya veremos.

—Que tengas suerte —dijo Fate.

Cuando ya se alejaba oyó que Omar le decía: suerte es lo que va a necesitar esta noche Count Pickett. Al volver al auditorio otros dos boxeadores estaban en el ring y ya casi no quedaban asientos vacíos. Avanzó por el pasillo principal hacia la fila destinada a la prensa. Su asiento estaba ocupado por un tipo gordo que lo miró sin entender lo que le decía. Le enseñó la entrada y el tipo se levantó y buscó en los bolsillos del saco hasta dar con la suya. Los dos tenían el mismo número. Fate sonrió y el tipo gordo sonrió. En ese momento uno de los boxeadores derribó con un gancho a su oponente y muchos de los asistentes al pabellón se pusieron en pie y gritaron.

—¿Qué hacemos? —le dijo Fate al gordo. El gordo se encogió de hombros y siguió con la vista la cuenta de protección del árbitro. El boxeador caído se levantó y el público volvió a gritar.

Fate alzó una mano, con la palma hacia el gordo, y se retiró. Cuando volvió al pasillo principal oyó que lo llamaban. Miró hacia todos lados pero no vio a nadie. Fate, Oscar Fate, gritaron. El boxeador que se acababa de levantar se abrazó a su oponente. Éste intentó deshacer el clinch proyectando una batería de golpes al estómago mientras retrocedía. Aquí, Fate, aquí, gritaron. El árbitro deshizo el clinch. El boxeador que se acababa de levantar amagó con atacar pero retrocedió con pasos lentos esperando la campana. Su oponente también retrocedió. El primero llevaba un pantalón blanco y tenía el rostro cubierto de sangre. El segundo llevaba un pantalón a rayas negras, violetas y rojas y parecía sorprendido de que el otro aún no estuviera en el suelo. Oscar, Oscar, estamos aquí, gritaron. Cuando sonó la campana el árbitro se acercó a la esquina del boxeador del pantalón blanco y pidió mediante gestos que subiera un médico. El médico, o lo que fuera, le examinó una ceja y dijo que el combate podía continuar.

Fate se volvió y trató de localizar a quienes lo llamaban. La mayoría de los espectadores se había levantado de su asiento y no pudo ver a nadie. Cuando comenzó el siguiente round el boxeador del pantalón a rayas se lanzó dispuesto a conseguir la victoria por knock out. Durante los primeros segundos el otro le plantó cara, pero luego se abrazó a él. El árbitro los separó varias veces. El hombro del boxeador del pantalón a rayas estaba manchado con la sangre del otro. Fate se acercó lentamente a las localidades de ringside. Vio a Campbell leyendo una revista de básketbol, vio a otro periodista norteamericano tomando notas despreocupadamente. Uno de los camarógrafos había instalado su cámara sobre un trípode y el chico de la iluminación que estaba a su lado mascaba chicle y le miraba de tanto en tanto las piernas a una señorita sentada en primera fila.

Oyó otra vez su nombre y se volvió. Creyó ver a una mujer rubia que le hacía señas con las manos. El boxeador del pantalón blanco volvió a caer. El protector bucal saltó de sus labios y atravesó el ring hasta detenerse justo al lado de donde estaba Fate. Por un momento pensó en arrodillarse y recogerlo, pero luego le dio asco y siguió quieto, mirando el cuerpo desmadejado del boxeador que oía la cuenta de protección del árbitro y luego, antes de que éste señalara con los dedos el número nueve, volvía a levantarse. Va a pelear sin protector, pensó, y entonces se agachó y buscó el protector pero no lo encontró. ¿Quién lo ha cogido?, pensó. ¿Quién demonios ha cogido el jodido protector si yo no me he movido y no he visto a nadie hacerlo?

Cuando la pelea terminó por los altavoces sonó una canción que reconoció como una de aquellas que Chucho Flores había definido como jazz de Sonora. Los espectadores de las localidades más baratas lanzaron gritos de júbilo y luego se pusieron a cantar la canción. Tres mil mexicanos encaramados en la galería del Pabellón Arena cantando al unísono la misma canción. Fate intentó mirarlos pero la iluminación, focalizada en el centro, dejaba aquella zona a oscuras. El tono de las voces, le pareció, era grave y desafiante, un himno de guerra perdida interpretado en la oscuridad. En la gravedad sólo había desesperanza y muerte, pero en el desafío era dable percibir la punta de un humor corrosivo, un humor que sólo existía en función de sí mismo y de los sueños, sin importar la duración que éstos tuvieran. Jazz de Sonora. En los asientos de abajo algunos también entonaban la canción, pero no eran demasiados. La mayoría prefería conversar o beber cerveza. Vio a un niño con una camisa blanca y pantalones negros corretear pasillo abajo. Vio al tipo que vendía cervezas avanzar pasillo arriba canturreando la canción. Una mujer con los brazos en jarra se reía de lo que le decía un hombre bajito y con un bigote diminuto. El hombre bajito gritaba pero su voz apenas se oía. Un grupo de hombres daban la impresión de conversar sólo con el movimiento de sus mandíbulas (y éstas sólo expresaban desprecio o indiferencia). Un tipo miraba el suelo y hablaba solo y sonreía. Todo el mundo parecía feliz. Justo en ese momento, como si tuviera una revelación, Fate comprendió que casi todos los que estaban en el Pabellón Arena creían que Merolino Fernández iba a ganar la pelea. ¿Qué los llevaba a semejante certeza? Por un momento creyó saberlo pero la idea se le escapó como agua de las manos. Mejor así, pensó, pues la sombra escurridiza de aquella idea (otra idea tonta) tal vez fuera capaz de destruirlo de un solo zarpazo.

Entonces, por fin, los vio. Chucho Flores le indicaba mediante señas que se fuera a sentar con ellos. Reconoció a la rubia que estaba a su lado. La había visto antes, pero ahora vestía mucho mejor. Compró una cerveza y se abrió paso entre la gente. La rubia le dio un beso en la mejilla. Le dijo su nombre, que él ya había olvidado. Rosa Méndez. Chucho Flores le presentó a los otros dos: un tipo al que no había visto jamás, llamado Juan Corona, que Fate pensó que era otro periodista, y una mujer joven extremadamente guapa, llamada Rosa Amalfitano. Éste es Charly Cruz, el rey de los vídeos, a quien ya conoces, dijo Chucho Flores. Charly Cruz le tendió la mano. Era el único que seguía sentado, ajeno a los movimientos del Pabellón. Todos iban muy bien vestidos, como si después del combate pensaran ir a una fiesta de gala. Una de las sillas estaba vacía y Fate se sentó después de que ellos quitaran de allí sus americanas y chaquetas. Les preguntó si esperaban a alguien.

—Sí, esperábamos a una amiga —le dijo Chucho Flores al oído—, pero a última hora parece que se rajó.

—Si llega no hay problema —dijo Fate—, me levanto y me voy.

—No, hombre, quédate aquí con los amigos —dijo Chucho Flores.

Corona le preguntó de qué parte de los Estados Unidos era. Nueva York, dijo Fate. ¿Y cuál es tu trabajo? Periodista. Después de eso a Corona se le agotó su inglés y ya no preguntó nada más.

—Eres el primer hombre negro que conozco —dijo Rosa Méndez.

Charly Cruz se lo tradujo. Fate sonrió. Rosa Méndez también sonrió.

—Me gusta Denzel Washington —dijo.

Charly Cruz se lo tradujo y Fate volvió a sonreír.

—Nunca había sido amiga de un negro —dijo Rosa Méndez—, los he visto en la tele y a veces en la calle, pero en la calle no hay muchos negros.

Charly Cruz le dijo que Rosita era así, buena persona y un poquito inocente. Fate no entendió a qué se refería con un poquito inocente.

—En México, la verdad es que hay pocos negros —dijo Rosa Méndez—. Los pocos que hay viven en Veracruz. ¿Conoces Veracruz?

Charly Cruz se lo tradujo. Le dijo que Rosita quería saber si había estado alguna vez en Veracruz. No, no he estado nunca, dijo Fate.

—Yo tampoco. Una vez pasé por allí, cuando tenía quince años —dijo Rosa Méndez—, pero lo he olvidado todo. Es como si me hubiera pasado algo malo en Veracruz y mi cerebro lo hubiera borrado, ¿entiendes?

Esta vez fue Rosa Amalfitano quien tradujo. Mientras lo hacía no sonreía como Charly Cruz sino que se limitó a traducir lo que había dicho la otra mujer con total seriedad.

—Entiendo —dijo Fate sin entender nada.

Rosa Méndez lo miraba a los ojos y él hubiera sido incapaz de decir si la mujer estaba pasando el rato o lo hacía partícipe de un secreto íntimo.

—Algo debió ocurrirme —dijo Rosa Méndez—, porque la verdad es que no me acuerdo de nada. Sé que estuve allí, no muchos días, tal vez tres o sólo dos, pero no guardo ni el más mínimo recuerdo de la ciudad. ¿Te ha ocurrido a ti algo semejante?

Probablemente a mí también, pensó Fate, pero en lugar de admitirlo le preguntó si le gustaba el box. Rosa Amalfitano tradujo la pregunta y Rosa Méndez dijo que a veces, sólo a veces, era excitante, sobre todo cuando peleaba un boxeador hermoso.

—¿Y a ti? —le preguntó a la que sabía inglés.

—A mí me da igual —dijo Rosa Amalfitano—, es la primera vez que vengo a una cosa así.

—¿La primera vez? —dijo Fate sin recordar que tampoco él era un experto en boxeo.

Rosa Amalfitano sonrió y asintió con la cabeza. Luego encendió un cigarrillo y Fate aprovechó para mirar en otra dirección y se encontró con los ojos de Chucho Flores que lo miraba como si no lo hubiera visto nunca. Hermosa muchacha, dijo Charly Cruz a su lado. Fate comentó que hacía calor. Una gota de transpiración le bajaba por la sien derecha a Rosa Méndez. Llevaba un vestido escotado que dejaba ver dos grandes pechos y el sostén de color crema. Brindemos por Merolino, dijo Rosa Méndez. Charly Cruz, Fate y Rosa Méndez entrechocaron sus botellas de cerveza. Rosa Amalfitano se unió al brindis con un vaso de papel en donde probablemente había agua o vodka o tequila. Fate pensó en preguntárselo, pero acto seguido la pregunta le pareció de una insensatez descomunal. A esta clase de mujeres no se les hacen estas preguntas. Chucho Flores y Corona eran los únicos del grupo que permanecían de pie, como si aún no perdieran las esperanzas de ver aparecer a la chica del asiento vacío. Rosa Méndez le preguntó si le gustaba mucho o demasiado Santa Teresa. Rosa Amalfitano tradujo. Fate no entendió la pregunta. Rosa Amalfitano sonrió. Fate pensó que sonreía como una diosa. La cerveza le supo mal, cada vez más amarga y más tibia. Estuvo tentado de pedirle un trago de su vaso, pero eso, lo supo, era algo que él jamás haría.

—¿Mucho o demasiado? ¿Cuál es la respuesta correcta?

—Creo que demasiado —dijo Rosa Amalfitano.

—Pues entonces demasiado —dijo Fate.

—¿Has ido a las corridas de toros? —dijo Rosa Méndez.

—No —dijo Fate.

—¿Y a los partidos de fútbol? ¿Y a los partidos de béisbol? ¿Y a ver jugar a nuestro equipo de básketbol?

—A tu amiga le interesan mucho los deportes —dijo Fate.

—No mucho —dijo Rosa Amalfitano—, sólo trata de darte algo de conversación.

¿Sólo es conversación?, pensó Fate. De acuerdo, sólo trata de parecer idiota o natural. No, sólo trata de ser simpática, pensó, pero también intuyó que había otra cosa.

—No he ido a ninguno de esos lugares —dijo Fate.

—¿No eres periodista deportivo? —dijo Rosa Méndez.

Ah, pensó Fate, no trata de parecer idiota ni natural, ni siquiera trata de ser simpática, ella piensa que yo soy periodista deportivo y por lo tanto que me intereso por ese tipo de eventos.

—Soy un periodista deportivo accidental —dijo Fate, y luego les explicó a las dos Rosas y a Charly Cruz la historia del corresponsal deportivo titular y de su muerte y de cómo lo mandaron a él a cubrir la pelea Pickett-Fernández.

—¿Y sobre qué escribes, entonces? —dijo Charly Cruz.

—Sobre política —dijo Fate—. Sobre temas políticos que afectan a la comunidad afroamericana. Sobre temas sociales.

—Eso debe ser muy interesante —dijo Rosa Méndez.

Fate miró los labios de Rosa Amalfitano mientras traducía. Se sintió feliz de estar allí.

La pelea fue corta. Primero salió Count Pickett. Ovación de cortesía, algunos abucheos. Después salió Merolino Fernández. Ovación atronadora. En el primer round se estudiaron. En el segundo Pickett se lanzó al ataque y noqueó en menos de un minuto a su contrincante. El cuerpo de Merolino Fernández, estirado sobre la lona del cuadrilátero, ni siquiera se movió. Sus segundos lo sacaron en andas hasta la esquina y como no se recuperaba entraron los camilleros y se lo llevaron al hospital. Count Pickett levantó un brazo, sin demasiado entusiasmo, y se marchó rodeado de su gente. Los espectadores empezaron a vaciar el Pabellón.

Comieron en un local llamado El Rey del Taco. En la entrada había un dibujo de neón: un niño con una gran corona, montado en un burro que cada cierto tiempo se levantaba sobre sus patas delanteras tratando de tirarlo. El niño jamás se caía, aunque en una mano llevaba un taco y en la otra una especie de cetro que también podía servirle de fusta. El interior estaba decorado como un McDonald’s, sólo que algo chocante. Las sillas no eran de plástico sino de paja. Las mesas eran de madera. El suelo estaba embaldosado con grandes baldosas verdes en algunas de las cuales se veían paisajes del desierto y pasajes de la vida del Rey del Taco. Del techo colgaban piñatas que remitían, asimismo, a otras aventuras del niño rey, siempre en compañía del burro. Algunas de las escenas reproducidas eran de una cotidianidad desarmante: el niño, el burro y una viejita tuerta, o el niño, el burro y un pozo, o el niño, el burro y una olla de frijoles. Otras escenas entraban de lleno en lo extraordinario: en algunas se veía al niño y al burro caer por un desfiladero, en otras se veía al niño y al burro atados a una pira funeraria, e incluso en una se veía al niño que amenazaba a su burro poniéndole el cañón de una pistola en la sien. Como si el Rey del Taco no fuera el nombre de un restaurante sino el personaje de un cómic que Fate jamás había tenido oportunidad de leer. Sin embargo, la sensación de estar en un McDonald’s persistía. Tal vez las camareras y camareros, muy jóvenes y vestidos con uniforme militar (Chucho Flores le dijo que iban vestidos como federales), contribuían a fomentar esta impresión. Sin duda aquél no era un ejército victorioso. Los jóvenes, aunque sonreían a los clientes, transmitían un aire de cansancio enorme. Algunos parecían perdidos en el desierto que era la casa del Rey del Taco. Otros, quinceañeros o catorceañeros, trataban inútilmente de bromear con algunos clientes, tipos solos o parejas masculinas con pinta de funcionarios o de policías, tipos que miraban a los adolescentes con ojos que no estaban para bromas. Algunas chicas tenían los ojos llorosos y no parecían reales sino rostros entrevistos en un sueño.

—Este lugar es infernal —le dijo a Rosa Amalfitano.

—Tienes razón —dijo ella mirándolo con simpatía—, pero la comida no es mala.

—A mí se me ha ido el hambre —dijo Fate.

—Apenas te pongan delante un plato con tacos te volverá —dijo Rosa Amalfitano.

—Confío en que sea así —dijo Fate.

Habían llegado en tres coches distintos al restaurante. En el de Chucho Flores viajó Rosa Amalfitano. En el del silencioso Corona viajaron Charly Cruz y Rosa Méndez. Él condujo solo, pegado a los otros dos, y en más de una ocasión, cuando las vueltas por la ciudad parecían no tener fin, pensó en tocar la bocina y abandonar para siempre aquella comitiva en donde percibía, sin saber exactamente por qué, algo absurdo e infantil, y enfilar en dirección al Sonora Resort a escribir desde el hotel su crónica del breve combate que acababa de presenciar. Tal vez aún estuviera allí Campbell y le pudiera explicar algo que él no había entendido. Aunque bien pensado no había nada que entender. Pickett sabía boxear y Fernández no, así de sencillo. O tal vez lo mejor hubiera sido no ir al Sonora Resort y conducir directamente hacia la frontera, hacia Tucson, en cuyo aeropuerto seguro que encontraría un cibercafé desde donde escribir la crónica, agotado y sin pensar en lo que escribía, y luego volar hacia Nueva York, en donde todo volvería a tener la consistencia de la realidad.

Pero en lugar de eso Fate siguió a la comitiva de coches que daba vueltas y vueltas por una ciudad ajena, con la leve sospecha de que tantas vueltas obedecían a un único fin, que él se cansara y desistiera de su compañía, aunque habían sido ellos quienes lo habían invitado, quienes le dijeron vente a cenar con nosotros y luego te marchas a los Estados Unidos, una última cena mexicana, sin convicción ni sinceridad, atrapados en una hospitalidad verbal, un convencionalismo mexicano al que se debía responder dando las gracias (¡efusivamente!) y luego alejándose dignamente por una calle semivacía.

Sin embargo él aceptó la invitación. Buena idea, dijo, tengo hambre. Vamos a cenar todos juntos, como algo natural. Y aunque vio el cambio de expresión en los ojos de Chucho Flores, y la forma en que lo miraba Corona, más frío todavía, como si pretendiera ahuyentarlo con la mirada o como si le echara la culpa de la derrota del boxeador mexicano, insistió en ir a comer algo típico, mi última noche en México, ¿qué os parece si comemos comida mexicana? Sólo Charly Cruz pareció divertirse ante la idea de seguir con él durante la cena, Charly Cruz y las dos chicas, aunque de distinta manera, cada uno de acuerdo a su naturaleza, aunque también cabía la posibilidad, pensó Fate, de que las chicas simplemente se alegraran, y nada más, mientras que a Charly Cruz, por el contrario, se le abrieran perspectivas inesperadas en un paisaje hasta ese momento fijo y rutinario.

¿Por qué estoy aquí, comiendo tacos y bebiendo cerveza con unos mexicanos a quienes apenas conozco?, pensó Fate. La respuesta, lo sabía, era sencilla. Estoy por ella. Todos hablaban en español. Sólo Charly Cruz se dirigía a él en inglés. A Charly Cruz le gustaba hablar de cine y también le gustaba hablar en inglés. Su inglés era rápido, como si intentara imitar a un estudiante universitario, aunque abundaba en incorrecciones. Mencionó el nombre de un director de Los Ángeles al que conocía personalmente, Barry Guardini, pero Fate no había visto ninguna película de Guardini. Luego se puso a hablar de dvd. Dijo que en el futuro todo sería grabado en dvd o algo similar y mejorado y las salas de cine desaparecerían.

Las únicas salas de cine que cumplían una función, dijo Charly Cruz, eran las viejas, ¿las recuerdas?, esos teatros enormes que cuando se apagaban las luces a uno se le encogía el corazón. Esas salas estaban bien, eran los verdaderos cines, lo más parecido a una iglesia, techos altísimos, grandes cortinas rojo granate, columnas, pasillos con viejas alfombras desgastadas, palcos, localidades de platea y galería o gallinero, edificios construidos en los años en los que el cine todavía era una experiencia religiosa, cotidiana y sin embargo religiosa, y que poco a poco fueron demolidos para edificar bancos o supermercados o multicines. Hoy, le dijo Charly Cruz, apenas sobreviven unos pocos, hoy todos los cines son multicines, con pantallas pequeñas, espacio reducido, butacas comodísimas. En el espacio de una vieja sala de verdad caben siete salas reducidas de un multicine. O diez. O quince, depende. Y ya no hay experiencia abismal, no existe el vértigo antes del inicio de una película, ya nadie se siente solo en el interior de un multicine. Después, según recordaba Fate, se puso a hablar sobre el fin de lo sagrado.

El fin había empezado en alguna parte, a Charly Cruz le daba lo mismo, tal vez en las iglesias, cuando los curas dejaron de lado la misa en latín, o en las familias, cuando los padres abandonaron (aterrorizados, créeme, brother) a las madres. Pronto el fin de lo sagrado llegó al cine. Derribaron los grandes cines y construyeron cajas inmundas llamadas multicines, cines prácticos, cines funcionales. Las catedrales cayeron bajo la bola de acero de los equipos de demolición. Hasta que alguien inventó el vídeo. Un televisor no es lo mismo que una pantalla de cine. La sala de tu casa no es lo mismo que una vieja platea casi infinita. Pero, si uno observa con cuidado, es lo que más se le parece. En primer lugar porque mediante el vídeo puedes ver tú solo una película. Cierras las ventanas de tu casa y enciendes la tele. Metes el vídeo y te sientas en un sillón. Primer requisito: estar solo. La casa puede ser grande o pequeña, pero si no hay nadie más toda casa, por pequeña que sea, de alguna manera se agranda. Segundo requisito: preparar el momento, es decir, alquilar la película, comprar la bebida que vas a beber, la botana que vas a comer, determinar la hora en que te vas a sentar delante de tu tele. Tercer requisito: no contestar al teléfono, ignorar el timbre de la puerta, estar dispuesto a pasar una hora y media o dos horas o una hora o cuarentaicinco minutos en la más completa y rigurosa soledad. Cuarto requisito: tener a mano el mando a distancia por si quieres ver más de una vez una escena. Y eso es todo. A partir de ese momento todo depende de la película y de ti. Si todo va bien, que no siempre va bien, uno está otra vez en presencia de lo sagrado. Uno mete su cabeza en el interior de su propio pecho y abre los ojos y mira, silabeó Charly Cruz.

¿Qué es para mí lo sagrado?, pensó Fate. ¿El dolor impreciso que siento ante la desaparición de mi madre? ¿El conocimiento de lo que no tiene remedio? ¿O esta especie de calambre en el estómago que siento cuando miro a esta mujer? ¿Y por qué razón experimento un calambre, llamémoslo así, cuando ella me mira y no cuando me mira su amiga? Porque su amiga es notoriamente menos hermosa, pensó Fate. De lo que se deduce que para mí lo sagrado es la belleza, una mujer guapa y joven y de rasgos perfectos. ¿Y si de pronto, en medio de este restaurante tan grande como infecto, apareciera la actriz más guapa de Hollywood, seguiría sintiendo calambres en el estómago cada vez que, subrepticiamente, mis ojos se encontraran con los de ella, o, por el contrario, la aparición repentina de una belleza superior, de una belleza ornada por el reconocimiento, mitigaría el calambre, disminuiría su belleza hasta una altura real, la de una muchacha un tanto extraña que sale una noche de fin de semana a divertirse con tres amigos un tanto singulares y una amiga que más bien parece una puta? ¿Y quién soy yo para pensar que Rosita Méndez parece una puta?, pensó Fate. ¿Conozco algo, acaso, acerca de las putas mexicanas como para reconocerlas a las primeras de cambio? ¿Conozco algo sobre la inocencia o sobre el dolor? ¿Conozco algo sobre las mujeres? Me gusta ver vídeos, pensó Fate. También me gusta ir al cine. Me gusta acostarme con mujeres. No tengo en este momento una pareja estable, pero no ignoro lo que significa tenerla. ¿Veo lo sagrado en alguna parte? Sólo percibo experiencias prácticas, pensó Fate. Un hueco que hay que llenar, hambre que debo aplacar, gente a la que debo hacer hablar para poder terminar mi artículo y cobrar. ¿Y por qué pienso que los que acompañan a Rosa Amalfitano son tres tipos singulares? ¿Qué tienen de singulares? ¿Y por qué estoy tan seguro de que si apareciera de pronto una actriz de Hollywood la belleza de Rosa Amalfitano se amortiguaría? ¿Y si no fuera así? ¿Y si se acelerara? ¿Y si todo comenzara a acelerarse a partir del instante en que una actriz de Hollywood traspusiera el umbral de El Rey del Taco?

Después, según recordaba vagamente, estuvieron en un par de discotecas, tal vez tres. En realidad, puede que fueran cuatro discotecas. No: tres. Pero también estuvieron en un cuarto lugar, que no era precisamente una discoteca ni tampoco una casa particular. La música estaba alta. Una de las discotecas, no la primera, tenía un patio. Desde el patio, donde se amontonaban cajas de refrescos y cerveza, se veía el cielo. Un cielo negro como el fondo del mar. En algún momento Fate vomitó. Luego se rió porque algo en el patio le hizo gracia. ¿Qué? No lo sabía. Algo que se movía o que se arrastraba junto a la reja de alambre. Tal vez la hoja de un periódico. Cuando volvió al interior vio a Corona que besaba a Rosa Méndez. La mano derecha de Corona apretaba uno de los pechos de la mujer. Al pasar junto a ellos Rosa Méndez abrió los ojos y lo miró como si no lo conociera. Charly Cruz estaba apoyado en la barra hablando con el barman. Le preguntó por Rosa Amalfitano. Charly Cruz se encogió de hombros. Repitió la pregunta. Charly Cruz lo miró a los ojos y dijo que tal vez estaba en los reservados.

—¿Dónde están los reservados? —dijo Fate.

—Arriba —dijo Charly Cruz.

Fate subió por la única escalera que encontró: una escalera metálica que se movía un poco, como si la base estuviera suelta. Le pareció la escalera de un barco antiguo. La escalera terminaba en un pasillo enmoquetado de verde. Al final del pasillo había una puerta abierta. Se oía música. La luz que salía de la habitación también era verde. Detenido en medio del pasillo un tipo joven y flaco lo miró y luego se movió hacia él. Fate pensó que lo iba a atacar y se preparó mentalmente para recibir el primer puñetazo. Pero el tipo lo dejó pasar y luego bajó por la escalera. Su rostro era muy serio, recordaba Fate. Luego caminó hasta llegar a una habitación en donde vio a Chucho Flores que hablaba por un teléfono móvil. Junto a él, sentado sobre un escritorio, había un tipo de unos cuarenta y tantos años, vestido con una camisa de cuadros y una corbata de lazo, que se lo quedó mirando y le preguntó con un gesto qué quería. Chucho Flores vio el gesto del tipo y miró hacia la puerta.

—Adelante, Fate, pasa —dijo.

La lámpara que colgaba del techo era verde. Junto a una ventana, sentada en un sillón, estaba Rosa Amalfitano. Tenía las piernas cruzadas y fumaba. Cuando Fate traspuso el umbral levantó la vista y lo miró.

—Estamos aquí haciendo unos negocios —dijo Chucho Flores.

Fate se apoyó en la pared como si le faltara el aire. Es el color verde, pensó.

—Ya veo —dijo.

Rosa Amalfitano parecía drogada.

Según Fate creía recordar, alguien, en algún momento, anunció que aquella noche cumplía años, alguien que no iba con ellos, pero a quien Chucho Flores y Charly Cruz, al parecer, conocían. Mientras bebía un vaso de tequila una mujer se puso a cantar el «Happy Birthday». Después tres hombres (¿Chucho Flores era uno de ellos?) se pusieron a cantar «Las mañanitas». Muchas voces se unieron al canto. Junto a él, de pie en la barra, estaba Rosa Amalfitano. Ella no cantaba, pero le tradujo la letra de la canción. Fate le preguntó qué relación había entre el rey David y el cumpleaños de una persona.

—No lo sé —dijo Rosa—, yo no soy mexicana, soy española.

Fate pensó en España. Iba a preguntarle de qué parte de España era cuando vio que en una esquina de la sala un hombre abofeteaba a una mujer. La primera bofetada hizo que la cabeza de la mujer girara violentamente y la segunda bofetada la lanzó al suelo. Fate, sin pensar en nada, intentó moverse en esa dirección, pero alguien lo sujetó de un brazo. Cuando se volvió para ver quién lo retenía no había nadie. En la otra esquina de la discoteca el hombre que había abofeteado a la mujer se acercó al bulto caído y le pateó el estómago. A pocos metros de él vio a Rosa Méndez que sonreía feliz. Junto a ella estaba Corona, que miraba hacia otra parte, con el semblante serio de siempre. El brazo de Corona rodeaba los hombros de la mujer. De vez en cuando Rosa Méndez se llevaba la mano de Corona a la boca y le mordisqueaba un dedo. En ocasiones los dientes de Rosa Méndez mordían demasiado fuerte y entonces Corona arrugaba ligeramente el ceño.

En el último sitio donde estuvieron Fate vio a Omar Abdul y al otro sparring. Bebían solos en un rincón de la barra y se acercó a saludarlos. El sparring que se llamaba García apenas hizo un gesto de reconocimiento. Omar Abdul, por el contrario, le obsequió con una amplia sonrisa. Fate les preguntó cómo estaba Merolino Fernández.

—Bien, muy bien —dijo Omar Abdul—. En el rancho.

Antes de que Fate se despidiera de ellos Omar Abdul le preguntó cómo era que no se había largado todavía.

—Me gusta esta ciudad —dijo Fate por decir algo.

—Esta ciudad es una mierda, hermano —dijo Omar Abdul.

—Bueno, hay mujeres muy guapas —dijo Fate.

—Las mujeres de aquí no valen un pedazo de mierda —dijo Omar Abdul.

—Entonces deberías volver a California —dijo Fate.

Omar Abdul lo miró a los ojos y asintió varias veces.

—Me gustaría ser un jodido periodista —dijo—, a vosotros no se os escapa nada, ¿verdad?

Fate sacó un billete y llamó al barman. Lo que quieran tomar estos amigos lo pago yo, dijo. El barman cogió el billete y se quedó mirando a los sparrings.

—Otros dos mezcales —dijo Omar Abdul.

Cuando volvió a su mesa Chucho Flores le preguntó si era amigo de los boxeadores.

—No son boxeadores —dijo Fate—, son sparrings.

—García fue un boxeador bastante conocido en Sonora —dijo Chucho Flores—. No era muy bueno, pero aguantaba como nadie.

Fate miró hacia el fondo de la barra. Omar Abdul y García seguían allí, silenciosos, mirando las hileras de botellas.

—Una noche se volvió loco y mató a su hermana —dijo Chucho Flores—. Su abogado consiguió que lo declararan con enajenación mental transitoria y sólo pasó en la cárcel de Hermosillo ocho años. Cuando salió ya no quiso boxear. Durante un tiempo estuvo con los pentecostalistas de Arizona. Pero Dios no le dio el don de la palabra y un día dejó de predicar el verbo divino y se puso a trabajar de matón de discoteca. Hasta que llegó López, el preparador de Merolino, y lo contrató como sparring.

—Un par de mierdas —dijo Corona.

—Sí —dijo Fate—, a juzgar por la pelea, un par de mierdas.

Después, y esto sí que lo recordaba con claridad, acabaron en casa de Charly Cruz. Lo recordaba por los vídeos. Concretamente, por el supuesto vídeo de Robert Rodríguez. La casa de Charly Cruz era grande, sólida como un búnker de dos pisos, eso también lo recordaba con claridad, y su sombra se proyectaba sobre un descampado. No había jardín, pero tenía un párking en donde cabían cuatro, tal vez cinco coches. En algún momento de la noche, aunque esto ya no era nada claro, un cuarto hombre se había unido a la comitiva. El cuarto hombre no hablaba mucho pero sonreía sin que viniera a cuento y parecía simpático. Era moreno y llevaba bigote. Y viajó con él, en su coche, a su lado, sonriendo a cada palabra que Fate decía. De vez en cuando el tipo del bigote miraba hacia atrás y de vez en cuando consultaba su reloj. Pero no decía ni una sola palabra.

—¿Eres mudo? —le dijo Fate en inglés después de varios intentos de entablar con él una conversación—. ¿No tienes lengua? ¿Por qué miras tanto el reloj, cabrón? —E invariablemente el tipo sonreía y asentía.

El coche de Charly Cruz iba delante, seguido por el de Chucho Flores. A veces Fate podía ver las siluetas de Chucho y de Rosa Amalfitano. Generalmente cuando se detenían frente a un semáforo. En ocasiones ambas siluetas estaban muy juntas, como si se besaran. Otras veces sólo veía la silueta del conductor. En una ocasión intentó ponerse a un lado del coche de Chucho Flores, pero no lo consiguió.

—¿Qué hora es? —le preguntó al tipo del bigote y éste se encogió de hombros.

En el párking de Charly Cruz había un mural pintado sobre una de las paredes de cemento. El mural era de un par de metros de largo y tal vez tres metros de ancho y representaba a la Virgen de Guadalupe en medio de un paisaje riquísimo en donde había ríos y bosques y minas de oro y plata y torres petrolíferas y enormes sembrados de maíz y de trigo y amplísimas praderas donde pastaban las reses. La Virgen tenía los brazos abiertos, como en el acto de ofrecer toda esa riqueza a cambio de nada. Pero en su rostro, Fate pese a estar borracho lo advirtió de inmediato, había algo que discordaba. Uno de los ojos de la Virgen estaba abierto y el otro estaba cerrado.

La casa tenía muchas habitaciones. Algunas sólo servían como almacén en donde se amontonaban pilas de vídeos y dvd de los videoclubs de Charly Cruz o de su colección particular. La sala estaba en el primer piso. Dos sillones y dos sofás de cuero y una mesa de madera y un aparato de televisión. Los sillones eran de buena calidad, pero viejos. El suelo era de baldosas amarillas con estrías negras y estaba sucio. Ni siquiera un par de alfombras indias multicolores podían disimularlo. Un espejo de cuerpo entero colgaba de una pared. En la otra había un cartel de una película mexicana de los años cincuenta, enmarcado y protegido con un cristal. Charly Cruz le dijo que era el póster auténtico de una película muy rara, de la que se habían perdido casi todas las copias. En un aparador de cristal se guardaban las botellas de licor. Junto a la sala había una habitación aparentemente sin uso en donde estaba el aparato de música, de última generación, y en una caja de cartón los compact discs. Rosa Méndez se agachó junto a la caja y se puso a hurgar en su interior.

—A las mujeres las vuelve loca la música —le dijo Charly Cruz al oído—, a mí me vuelve loco el cine.

La proximidad de Charly Cruz lo sobresaltó. Sólo en ese momento se dio cuenta de que la habitación no tenía ventanas y le pareció extraño que alguien la hubiera elegido para ubicar la sala, sobre todo teniendo en cuenta que la casa era grande y que seguramente no faltarían habitaciones con más luz. Cuando la música empezó a sonar Corona y Chucho Flores tomaron a las muchachas de los brazos y salieron de la sala. El tipo del bigote se sentó en un sillón y miró la hora. Charly Cruz le preguntó si le interesaba ver la película de Robert Rodríguez. Fate asintió. Al tipo del bigote, por la disposición del sillón, le era imposible ver la película sin torcer exageradamente el cuello, pero en realidad no mostró la más mínima curiosidad. Se quedó sentado, mirándolos a ellos y de tanto en tanto mirando el techo.

La película no duraba, según Charly Cruz, más de media hora. Se veía el rostro de una vieja, muy pintarrajeado, que miraba a la cámara y que, al cabo de un rato, se ponía a murmurar palabras incomprensibles y a llorar. Parecía una puta retirada y en ocasiones, pensó Fate, una puta agonizante. Después aparecía una mujer joven, muy morena, delgada y con grandes pechos, que se desnudaba sentada en una cama. De la oscuridad surgían tres tipos que primero le hablaban al oído y luego la follaban. Al principio la mujer oponía resistencia. Miraba directamente a la cámara y decía algo en español que Fate no entendía. Luego, fingía un orgasmo y se ponía a gritar. Entonces los tipos, que hasta ese momento la estaban poseyendo alternativamente, se acoplaban a la vez, el primero la penetraba por la vagina, el segundo por el ano y el tercero metía su verga en la boca de la mujer. El cuadro que formaban era el de una máquina de movimiento continuo. El espectador adivinaba que la máquina iba a estallar en algún momento, pero la forma del estallido, y cuándo ocurriría, era imprevisible. Y entonces la mujer se corría de verdad. Un orgasmo que no estaba previsto y que ella era la que menos esperaba. Los movimientos de la mujer, constreñidos por el peso de los tres tipos, se aceleraron. Sus ojos, fijos en la cámara, que a su vez se acercó a su rostro, decían algo aunque en un lenguaje inidentificable. Por un instante toda ella pareció brillar, refulgieron sus sienes, el mentón semioculto por el hombro de uno de los tipos, los dientes adquirieron una blancura sobrenatural. Luego la carne pareció desprenderse de sus huesos y caer al suelo de aquel burdel anónimo o desvanecerse en el aire, dejando un esqueleto mondo y lirondo, sin ojos, sin labios, una calavera que de improviso empezó a reírse de todo. Después se vio una calle de una gran ciudad mexicana, el DF con toda seguridad, al atardecer, barrida por la lluvia, los coches estacionados en las aceras, las tiendas con las cortinas metálicas bajadas, personas que caminaban aprisa para no empaparse. Un charco de lluvia. El agua que limpia la carrocería de un coche cubierto por una gruesa capa de polvo. Ventanas iluminadas de edificios públicos. Una parada de autobuses junto a un pequeño parque. Las ramas de un árbol enfermo que vanamente intentan tenderse hacia la nada. El rostro de la puta vieja que ahora sonríe a la cámara, como diciendo ¿lo hice bien?, ¿he estado bien?, ¿no hay quejas? Una escalera de ladrillos rojos a la vista. Un suelo de linóleo. La misma lluvia pero filmada desde el interior de una habitación. Una mesa de plástico con los rebordes llenos de muescas. Vasos y un frasco de Nescafé. Una sartén con restos de huevos revueltos. Un pasillo. El cuerpo de una mujer semivestida, tirado en el suelo. Una puerta. Una habitación en completo desorden. Dos tipos durmiendo en la misma cama. Un espejo. La cámara se acerca al espejo. Se corta la cinta.

—¿Dónde está Rosa? —preguntó Fate cuando acabó la película.

—Hay una segunda cinta —dijo Charly Cruz.

—¿Dónde está Rosa?

—En alguno de los cuartos —dijo Charly Cruz—, mamándole la verga a Chucho.

Luego se levantó, salió de la habitación y cuando volvió traía en una mano la cinta que faltaba. Mientras rebobinaba el vídeo Fate dijo que tenía que ir al baño.

—Al fondo, la cuarta puerta —dijo Charly Cruz—. Pero tú no quieres ir al baño, tú quieres buscar a tu Rosa, gringo mentiroso.

Fate se rió.

—Bueno, tal vez Chucho necesite una ayuda —dijo como si estuviera dormido y borracho al mismo tiempo.

Al levantarse el tipo del bigote dio un respingo. Charly Cruz le dijo algo en español y el tipo del bigote volvió a extenderse muellemente sobre el sillón. Fate caminó por el pasillo contando las puertas. Al llegar a la tercera oyó un ruido que provenía del piso superior. Se detuvo. El ruido cesó. El baño era grande y parecía surgido de una revista de arquitectura. Las paredes y el suelo eran de mármol blanco. En la bañera, circular, podían caber por lo menos cuatro personas. Junto a la bañera había una gran caja de madera de roble con forma de ataúd. Un ataúd en donde la cabeza quedaba afuera y que Fate hubiera dicho que se trataba de una sauna, a no ser por la estrechez de la caja. La taza del wáter era de mármol negro. Junto a ésta había un bidet y junto al bidet una protuberancia de mármol de medio metro de alzada cuya utilidad Fate fue incapaz de discernir. Semejaba, si uno forzaba la imaginación, una silla o un sillín. Pero no pudo imaginar a nadie sentado allí, no en una posición normal. Tal vez servía para poner las toallas del bidet. Durante un rato, mientras orinaba, estuvo mirando la caja de madera y la escultura de mármol. Por un instante pensó que ambos objetos estaban vivos. A su espalda había un espejo que cubría toda la pared y que hacía que el baño pareciera más grande de lo que en realidad era. Fate miraba hacia la izquierda y veía el ataúd de madera y luego torcía el cuello hacia la derecha y veía el protuberante artefacto de mármol, y en una ocasión miró hacia atrás y vio su propia espalda, de pie ante el inodoro, flanqueado por el ataúd y por el sillín de apariencia inútil. La sensación de irrealidad que le perseguía aquella noche se acentuó.

Subió las escaleras procurando no hacer ruido. En la sala Charly Cruz y el tipo del bigote hablaban en español. La voz de Charly Cruz era apaciguadora. La voz del tipo del bigote era aguda, como si tuviera atrofiadas las cuerdas vocales. El ruido que había oído en el pasillo volvió a repetirse. La escalera terminaba en una sala con un gran ventanal cubierto por una cortina veneciana con listones de plástico marrón oscuro. Fate se internó por otro pasillo. Abrió una puerta. Rosa Méndez estaba tirada bocabajo sobre una cama de aspecto militar. Estaba vestida y llevaba puestos los zapatos de tacón, pero parecía dormida o demasiado borracha. En la habitación no había más que la cama y una silla. El suelo, al contrario que en el primer piso, estaba enmoquetado, por lo que sus pasos apenas hacían ruido. Se acercó a la chica y le volteó la cabeza. Rosa Méndez, sin abrir los ojos, le sonrió. A mitad de camino el pasillo se bifurcaba. Fate distinguió una luz que salía por el quicio de una de las puertas. Oyó a Chucho Flores y a Corona que discutían, pero no supo el motivo. Pensó que ambos se querían follar a Rosa Amalfitano. Después pensó que tal vez discutían acerca de él. Corona parecía enfadado de verdad. Abrió la puerta sin golpear y los dos hombres se volvieron al mismo tiempo con una mezcla de sorpresa y sueño grabada en sus rostros. Ahora debo procurar ser lo que soy, pensó Fate, un negro de Harlem, un negro jodidamente peligroso. Casi de inmediato se dio cuenta de que ninguno de los mexicanos estaba impresionado.

—¿Dónde está Rosa? —dijo.

Chucho Flores alcanzó a indicar con un gesto un rincón de la habitación que Fate no había visto. Esta escena, pensó Fate, yo ya la he vivido. Rosa estaba sentada en un sillón, con las piernas cruzadas, esnifando cocaína.

—Vámonos —le dijo.

No se lo ordenó ni se lo suplicó. Sólo le dijo que se fuera con él, pero puso toda el alma en sus palabras. Rosa le sonrió con simpatía, no daba la impresión de entender nada. Oyó que Chucho Flores decía en inglés: largo de aquí, amigo, espéranos abajo. Fate le extendió la mano a la muchacha. Rosa se levantó y cogió su mano. La mano de la muchacha le pareció tibia, una temperatura que evocaba otros escenarios pero que también evocaba o comprendía aquella sordidez. Al estrecharla tuvo conciencia de la frialdad de su propia mano. He estado agonizando todo este tiempo, pensó. Estoy frío como el hielo. Si ella no me hubiera dado la mano me habría muerto aquí mismo y hubieran tenido que repatriar mi cadáver a Nueva York.

Cuando salían de la habitación sintió cómo Corona lo agarraba de un brazo y levantaba la mano libre, que empuñaba, le pareció, un objeto contundente. Se revolvió y golpeó, al estilo Count Pickett, la mandíbula del mexicano de abajo hacia arriba. Como antes Merolino Fernández, Corona cayó al suelo sin exhalar ni un solo gemido. Sólo entonces se dio cuenta de que empuñaba una pistola. Se la quitó y le preguntó a Chucho Flores qué pensaba hacer.

—Yo no soy celoso, amigo —dijo Chucho Flores con las manos levantadas a la altura del pecho para que Fate viera que no llevaba ningún arma.

Rosa Amalfitano miró la pistola de Corona como si fuera un artilugio de sex-shop.

—Vámonos —oyó que le decía.

—¿Quién es el tipo de abajo? —dijo Fate.

—Charly, Charly Cruz, tu amigo —dijo Chucho Flores sonriendo.

—No, hijo de puta, el otro, el del bigote.

—Un amigo de Charly —dijo Chucho Flores.

—¿Esta puta casa tiene otra salida?

Chucho Flores se encogió de hombros.

—¿Oye, hombre, no estás llevando las cosas demasiado lejos? —dijo.

—Sí, hay una salida por la parte de atrás —dijo Rosa Amalfitano.

Fate miró el cuerpo caído de Corona y pareció meditar durante unos segundos.

—El coche está en el garaje —dijo—, no nos podemos ir sin él.

—Entonces hay que salir por la parte de delante —dijo Chucho Flores.

—¿Y éste? —dijo Rosa Amalfitano indicando a Corona—, ¿está muerto?

Fate volvió a mirar el cuerpo desmadejado que yacía en el suelo. Hubiera podido estar mirándolo durante horas.

—Vámonos —dijo con voz resuelta.

Bajaron las escaleras, pasaron por una enorme cocina que olía a abandono, como si hiciera mucho tiempo allí ya nadie guisara, atravesaron un corredor desde donde se veía un patio en donde había una camioneta ranchera tapada con una lona negra y luego anduvieron completamente a oscuras hasta llegar a la puerta que descendía hacia el garaje. Al encender la luz, dos grandes tubos fluorescentes colgados del techo, Fate volvió a observar el mural de la Virgen de Guadalupe. Al moverse para abrir la puerta metálica se dio cuenta de que el único ojo abierto de la Virgen parecía seguirlo estuviera donde estuviera. Metió a Chucho Flores en el asiento del copiloto y Rosa se sentó detrás. Al salir del garaje alcanzó a ver al tipo del bigote que aparecía en lo alto de la escalera y los buscaba con una mirada de adolescente azorado.

Dejaron atrás la casa de Charly Cruz y se metieron por calles sin pavimentar. Atravesaron, sin que lo advirtieran, un descampado que despedía un fuerte olor a maleza y a comida en descomposición. Fate detuvo el coche, limpió la pistola con un pañuelo y la arrojó al descampado.

—Qué noche más bonita —murmuró Chucho Flores.

Ni Rosa ni Fate dijeron nada.

Dejaron a Chucho Flores junto a una parada de autobuses en una avenida desierta y profusamente iluminada. Rosa se sentó en el asiento de delante y al despedirse le dio una bofetada. Después se internaron por un laberinto de calles que ni Rosa ni Fate conocían, hasta salir a otra avenida que llevaba directamente al centro de la ciudad.

—Creo que me he comportado como un idiota —dijo Fate.

—Yo me he comportado como una idiota —dijo Rosa.

—No, yo —dijo Fate.

Se pusieron a reír y tras dar un par de vueltas por el centro se dejaron llevar por el flujo de coches con matrículas mexicanas y norteamericanas que salían de la ciudad.

—¿Adónde vamos? —dijo Fate—. ¿Dónde vives?

Ella le dijo que no quería volver a su casa todavía. Pasaron por delante del motel de Fate y durante unos segundos éste no supo si seguir hacia el paso fronterizo o quedarse allí. Cien metros más adelante dio la vuelta y enfiló una vez más en dirección sur, hacia el motel. El recepcionista lo reconoció. Le preguntó cómo había ido la pelea.

—Perdió Merolino —dijo Fate.

—Era lógico —dijo el recepcionista.

Fate le preguntó si aún estaba libre su habitación. El recepcionista le dijo que sí. Fate metió una mano en el bolsillo y sacó la llave de la habitación, que aún conservaba.

—Es cierto —dijo.

Le pagó un día más y luego se marchó. Rosa lo esperaba en el coche.

—Puedes quedarte aquí un rato —dijo Fate—, cuando me lo digas te llevaré a tu casa.

Rosa asintió con la cabeza y entraron. La cama estaba hecha y las sábanas eran limpias. Las dos ventanas estaban entornadas, tal vez porque la persona que había hecho la limpieza, pensó Fate, encontró un rastro de olor a vómito. Pero la habitación olía bien. Rosa encendió la televisión y se sentó en una silla.

—Te he estado observando —dijo.

—Me halaga —dijo Fate.

—¿Por qué limpiaste la pistola antes de deshacerte de ella? —dijo Rosa.

—Uno nunca sabe —dijo Fate—, pero prefiero no andar dejando mis huellas dactilares en armas de fuego.

Después Rosa se concentró en el programa de la tele, un talk-show mexicano en el que, básicamente, sólo hablaba una mujer ya anciana. Tenía el pelo largo y completamente blanco. A veces sonreía y uno podía darse cuenta de que se trataba de una viejita de buen corazón, incapaz de hacerle daño a nadie, pero la mayor parte del tiempo su expresión era de alerta, como si estuviera tratando un tema de mucha gravedad. Por supuesto, no entendió nada de lo que decían. Después Rosa se levantó de la silla, apagó la tele y le preguntó si se podía dar una ducha. Fate asintió en silencio. Cuando Rosa se encerró en el baño se puso a pensar en todo lo que había sucedido aquella noche y le dolió el estómago. Sintió una oleada de calor que le subía a la cara. Se sentó en la cama, se cubrió la cara con las manos y pensó que se había comportado como un estúpido.

Cuando salió del baño Rosa le contó que había sido novia o algo parecido de Chucho Flores. Se sentía sola en Santa Teresa y un día, mientras estaba en el videoclub de Charly Cruz adonde iba a alquilar películas, conoció a Rosa Méndez. Ignoraba el motivo, pero Rosa Méndez le cayó simpática desde el primer momento. Durante el día, según le dijo, trabajaba en un supermercado y por las tardes trabajaba de camarera en un restaurante. Le gustaba el cine y adoraba las películas de suspense. Tal vez lo que le gustó de Rosa Méndez fue su alegría inagotable y también su pelo teñido de rubio, que contrastaba fuertemente con su piel morena.

Un día Rosa Méndez le presentó a Charly Cruz, el dueño del videoclub, a quien sólo había visto un par de veces, y Charly Cruz le pareció un tipo tranquilo, que todo se lo tomaba bien y con calma, y que en ocasiones le prestaba películas o no le cobraba los vídeos que ella alquilaba. A menudo pasaba tardes enteras en el videoclub, hablando con ellos o ayudando a Charly Cruz a desempaquetar nuevos pedidos de películas. Una noche, cuando el videoclub estaba a punto de cerrar, conoció a Chucho Flores. Esa misma noche Chucho Flores los invitó a todos a cenar y más tarde la fue a dejar en coche hasta su casa, aunque cuando ella lo invitó a pasar él prefirió no hacerlo, para no molestar a su papá. Pero ella le dio su número de teléfono y Chucho Flores llamó al día siguiente y la invitó al cine. Cuando Rosa llegó al cine encontró a Chucho Flores y a Rosa Méndez acompañada de un tipo mayor, de unos cincuenta años, que dijo dedicarse a la compra y venta de bienes inmuebles y que trataba a Chucho como a un sobrino. Después de la película fueron a cenar a un restaurante de lujo y más tarde Chucho Flores la fue a dejar a su casa, aduciendo que al día siguiente tenía que levantarse muy temprano porque se iba a Hermosillo a hacer una entrevista para la radio.

Por aquellos días Rosa Amalfitano solía ver a Rosa Méndez no sólo en el videoclub de Charly Cruz sino también en la casa que ésta tenía en la colonia Madero, un departamento en el cuarto piso de un viejo edificio de cinco pisos, sin ascensor, por el cual Rosa Méndez pagaba mucho dinero. Al principio, Rosa Méndez compartía la casa con dos amigas, lo que hacía que el alquiler no resultara tan oneroso. Pero una de las amigas se marchó a probar suerte al DF y con la otra se enfadó, y a partir de ese momento empezó a vivir sola. A Rosa Méndez le gustaba vivir sola, aunque para sufragar los gastos tuvo que buscar un segundo empleo. A veces Rosa Amalfitano se pasaba horas en el departamento de Rosa Méndez, sin hablar, tirada en el sofá, bebiendo agua fresca y escuchando las historias que su amiga solía contar. A veces hablaban de hombres. En esto, como en otras cosas, la experiencia de Rosa Méndez era más rica y variada que la de Rosa Amalfitano. Tenía veinticuatro años y había tenido, según sus propias palabras, cuatro amantes que la habían marcado. El primero a los quince años, un tipo que trabajaba en una maquiladora y que la dejó para irse a los Estados Unidos. A ése lo recordaba con cariño, pero de todos sus amantes era el que menos huella había dejado en su vida. Cuando Rosa Méndez decía esto Rosa Amalfitano se reía y su amiga también se reía aunque sin saber exactamente el motivo.

—Hablas como la letra de un bolero —le decía Rosa Amalfitano.

—Ah, era eso —contestaba Rosa Méndez—, es que los boleros tienen razón, mana, en realidad todas las letras de las canciones nacen en el corazón del pueblo y siempre tienen razón.

—No —le decía Rosa Amalfitano—, parece que tienen razón, parece que son auténticas, pero en realidad es pura mierda.

Cuando llegaban a este punto Rosa Méndez prefería dejar de discutir. Tácitamente reconocía que su amiga, que por algo iba a la universidad, sabía más que ella de estas cosas. El novio que se había ido a los Estados Unidos, volvía a contar, era, como había dicho, el que menos huella había dejado en su vida, pero también al que más echaba de menos. ¿Cómo podía ser eso posible? No lo sabía. Los otros, los que vinieron después, eran diferentes. Y eso era todo. Un día Rosa Méndez le contó a Rosa Amalfitano lo que se sentía al hacer el amor con un policía.

—Es lo máximo —le dijo.

—¿Por qué, cuál es la diferencia? —quiso saber su amiga.

—Pues no sabría explicártelo muy bien, mana —dijo Rosa Méndez—, pero es como coger con un hombre que no es del todo un hombre. Es como volver a ser niña, ¿me entiendes? Es como si te cogiera una roca. Una montaña. Tú sabes que vas a estar allí, arrodillada, hasta que la montaña diga ya está. Y que vas a quedar llena.

—¿Llena de qué? —le preguntó Rosa Amalfitano—, ¿llena de semen?

—No, mana, no seas lépera, llena de otra cosa, es como si te cogiera una montaña pero como si te cogiera dentro de una gruta, ¿me entiendes?

—¿Dentro de una caverna? —le preguntó Rosa Amalfitano.

—Así es —dijo Rosa Méndez.

—O sea es como si te follara una montaña dentro de una caverna o cueva que está en la misma montaña —dijo Rosa Amalfitano.

—Exactamente eso —dijo Rosa Méndez.

Y luego dijo:

—Me encanta la palabra follar, qué bonito hablan los españoles.

—Mira que eres rara —le dijo Rosa Amalfitano.

—Desde chiquita —dijo Rosa Méndez.

Y añadió:

—¿Quieres que te cuente otra cosa?

—A ver —dijo Rosa Amalfitano.

—Yo he follado con narcos. Te lo juro. ¿Quieres saber qué se siente? Pues se siente como si te cogiera el aire. Ni más ni menos, el mero aire.

—O sea que follar con un policía es como si te cogiera una montaña y coger con un narco es como si te follara el aire.

—Sí —dijo Rosa Méndez—, pero no el aire que respiramos ni el que sentimos cuando vamos por la calle, sino el aire del desierto, un temporal de aire, que no tiene el mismo sabor que el aire de aquí, ni tampoco huele a naturaleza, a campo, sino que huele a lo que huele, un olor propio que no se puede explicar, simplemente es aire, puro aire, tanto aire que a veces te cuesta respirar y crees que vas a morir ahogada.

—O sea —concluyó Rosa Amalfitano—, que si te folla un policía es como si te follara una montaña dentro de la misma montaña, y que si te folla un narco es como si te follara el aire en el desierto.

—Simón, mana, si te coge un narco siempre es a la intemperie.

Por aquellas fechas Rosa Amalfitano empezó a salir formalmente con Chucho Flores. Fue el primer mexicano con el que se acostó. En la universidad había habido dos o tres muchachos que intentaron galantear con ella, pero con quienes no pasó nada. Con Chucho Flores, por el contrario, se fue a la cama. Los días de cortejo no fueron muchos, pero fueron más de los que Rosa esperaba. Cuando regresó de Hermosillo Chucho Flores le trajo de regalo un collar de perlas. A solas, delante del espejo, Rosa se lo probó, y aunque el collar no carecía de encanto (y además debía de haberle costado mucho dinero), le pareció imposible llegar a ponérselo algún día. El cuello de Rosa era alargado y hermoso, pero ese collar necesitaba otro tipo de guardarropa. A este primer regalo siguieron otros: a veces, cuando paseaban por las calles de las tiendas de moda, Chucho Flores se detenía delante de un escaparate y señalándole una prenda le pedía que se la probase y que si le gustaba él se la compraría. Generalmente Rosa se probaba primero la prenda indicada y luego se probaba otras y finalmente salía con una de su entero gusto. También Chucho Flores le regalaba libros de arte, pues en una ocasión la oyó hablar de pintura y pintores cuyas obras había visto en prestigiosos museos de Europa. Otras veces le regalaba compact discs, normalmente de autores clásicos, aunque en ocasiones, como un guía turístico atento al color local, introducía en sus ofrendas música del norte de México o música del folklore mexicano, que Rosa después, a solas en su casa, escuchaba distraída mientras se dedicaba a lavar los platos o a meter la ropa sucia de ella y de su padre en la lavadora.

Por las noches solían ir a cenar a buenos restaurantes, en donde invariablemente encontraban a hombres y, en menor medida, a mujeres que conocían a Chucho Flores, y ante los cuales éste la presentaba como su amiga, la señorita Rosa Amalfitano, hija del profesor de filosofía Óscar Amalfitano, mi amiga Rosa, la señorita Amalfitano, concitando de inmediato comentarios acerca de su belleza y de su porte, y luego comentarios acerca de España y de Barcelona, ciudad por la que habían pasado en giras turísticas todos, absolutamente todos, los prohombres de Santa Teresa, y de la que sólo tenían palabras de alabanza y comentarios encomiásticos. Una noche, en lugar de ir a dejarla a su casa, le preguntó si quería seguir con él. Rosa esperaba que la llevara a su departamento, pero el coche enfiló hacia el oeste, hasta dejar atrás Santa Teresa, y tras circular media hora por una carretera solitaria llegaron a un motel en donde Chucho Flores alquiló una habitación. El motel estaba en medio del desierto, justo antes de un altozano, y junto a la carretera sólo había matorrales grises que en ocasiones exhibían sus raíces desenterradas por el viento. La habitación era grande y en el baño había un jacuzzi similar a una piscina pequeña. La cama era redonda y de las paredes y de parte del techo colgaban espejos que contribuían a magnificarla. La moqueta del suelo era gruesa, casi como un colchón. No había minibar sino una pequeña barra provista de toda clase de licores y refrescos. Cuando Rosa le preguntó por qué la había llevado a un lugar así, el típico lugar al que los ricos traían a sus putas, Chucho Flores, tras reflexionar un rato, le dijo que por los espejos. La manera de decirlo fue como si le pidiera perdón. Después la desnudó y follaron en la cama y sobre la moqueta.

La actitud de Chucho Flores hasta ese momento fue más bien tierna, preocupado más por el placer de su pareja que por el propio. Al final Rosa tuvo un orgasmo y entonces Chucho Flores dejó de follar y sacó una cajita metálica de su chaqueta. Rosa pensó que se trataba de cocaína, pero en el interior de la cajita no había polvo blanco sino unas diminutas pastillas amarillas. Chucho Flores cogió dos pastillas y se las tragó con un poco de whisky. Durante un rato estuvieron hablando, tirados en la cama, hasta que él volvió a poseerla. Esta vez su comportamiento no tuvo nada de tierno. Sorprendida, Rosa no protestó ni dijo nada. Chucho Flores parecía dispuesto a ponerla en todas las posturas posibles y algunas, esto Rosa lo pensó más tarde, a ella le gustaron. Cuando amanecía dejaron de follar y abandonaron el motel.

En el patio que servía de párking, protegido de la carretera por un muro de ladrillos rojos, había otros coches. El aire era fresco y seco y tenía un ligero olor almizclado. El motel y todo lo que había alrededor parecía encerrado en una bolsa de silencio. Mientras caminaban por el párking en busca del coche oyeron cantar un gallo. El ruido de las puertas del coche al abrirse, el motor que se encendía, los neumáticos que aplastaban la arenisca le parecieron a Rosa similares al ruido de un tambor. No pasaban camiones por la carretera.

A partir de entonces su relación con Chucho Flores había sido cada vez más extraña. Había días en que él parecía incapaz de vivir sin ella, y otros días en que la trataba como si fuera su esclava. Algunas noches dormían en el departamento de él y por las mañanas, al despertar, Rosa no lo encontraba, pues Chucho Flores, en ocasiones, se levantaba muy temprano para trabajar en un programa radiofónico en directo que se llamaba «Buenos días, Sonora», o «Buenos días, amigos», no lo sabía con exactitud pues nunca lo escuchó desde el principio, un programa que escuchaban los camioneros que cruzaban la frontera en una u otra dirección y los ruteros que llevaban a los trabajadores a las fábricas y toda la gente que en Santa Teresa tenía que madrugar. Cuando Rosa se despertaba se hacía el desayuno, generalmente un vaso de naranjada y una tostada o una galleta, y luego lavaba el plato, el vaso, el exprimidor de naranjas, y se iba. Otras veces se quedaba un rato más, mirando por las ventanas el paisaje urbano de la ciudad bajo un cielo azul cobalto y luego hacía la cama y daba vueltas por la casa, sin nada que hacer salvo pensar en su vida y en la relación que mantenía con ese mexicano tan extraño. Pensaba si él la quería, si lo que él sentía por ella era amor, si ella, a su vez, sentía amor por él, o atracción física, o algo, cualquier cosa, si eso era todo lo que ella tenía que esperar de una relación de pareja.

Algunas tardes se subían al coche de él y salían a toda velocidad hacia el este, hasta un mirador en una montaña desde la que se veía Santa Teresa a lo lejos, las primeras luces de la ciudad, el enorme paracaídas negro que caía parsimoniosamente sobre el desierto. Siempre que estaban allí, después de contemplar en silencio el cambio del día a la noche, Chucho Flores se desabrochaba la bragueta y la cogía de la nuca hasta pegar su rostro en su entrepierna. Rosa entonces se ponía el pene entre los labios, chupándolo apenas, hasta que éste se endurecía y entonces comenzaba a acariciarlo con la lengua. Cuando Chucho Flores se iba a correr, lo notaba por la presión de su mano que le impedía despegar la cabeza. Rosa dejaba de mover la lengua y se quedaba quieta, como si el tener todo el pene dentro la hubiera ahogado, hasta que sentía la descarga de semen en su garganta, y ni aun así se movía, aunque escuchaba los gemidos y las exclamaciones a menudo inverosímiles que pronunciaba su amante, a quien gustaba decir palabras soeces y proferir insultos durante el orgasmo, pero no contra ella sino contra personas indeterminadas, fantasmas que aparecían sólo en ese momento y que no tardaban en perderse en la noche. Después, aún con un regusto salado y amargo en la boca, encendía un cigarrillo mientras Chucho Flores sacaba de su cigarrera de plata un papelillo doblado que contenía cocaína, que escanciaba sobre la tapa de plata de la cigarrera, labrada con motivos rancheros más bien bucólicos, y que, tras preparar sin apuro tres rayas ayudándose de una de sus tarjetas de crédito, esnifaba con una de sus tarjetas de presentación, una que decía Chucho Flores, periodista y locutor, y luego la dirección de la emisora.

Uno de esos atardeceres, sin que mediara invitación alguna (pues Chucho nunca la había invitado, en ninguna ocasión, a compartir la coca con él), mientras se limpiaba con la palma de la mano unas gotas de semen de los labios, Rosa le pidió que la última raya se la dejara a ella. Chucho Flores le preguntó si estaba segura y luego, con un gesto de indiferencia pero también de acatamiento, le alcanzó la cigarrera y una tarjeta de presentación nueva. Rosa esnifó todo lo que quedaba de cocaína y luego se echó para atrás en el asiento y se puso a mirar las nubes negras que en nada se diferenciaban del cielo negro.

Esa noche, al volver a casa, salió al patio y vio a su padre hablando con el libro que desde hacía tiempo colgaba del cordel de la ropa en el patio trasero. Luego, sin que su padre percibiera su presencia, se encerró en su habitación y se puso a leer una novela y a pensar en su relación con el mexicano.

Por supuesto, el mexicano y su padre se habían conocido. La opinión que sacó Chucho Flores de este encuentro fue positiva, aunque Rosa creía que mentía, que era antinatural que le cayera bien alguien que lo había mirado como lo había mirado su padre. Esa noche Amalfitano le hizo tres preguntas a Chucho Flores. La primera era qué pensaba acerca de los hexágonos. La segunda era si sabía construir un hexágono. La tercera era qué opinión tenía sobre los asesinatos de mujeres que se estaban cometiendo en Santa Teresa. A la primera pregunta la respuesta de Chucho Flores fue que no pensaba nada. A la segunda contestó con un sincero no. A la tercera dijo que era, ciertamente, un hecho lamentable, pero que la policía periódicamente iba atrapando a los asesinos. El padre de Rosa no hizo ninguna pregunta más y se quedó inmóvil sentado en un sillón mientras su hija salía a despedir a Chucho Flores a la calle. Cuando Rosa volvió a entrar y aún se oía el ruido del motor del coche de su novio, Óscar Amalfitano le dijo a su hija que tuviera cuidado con ese hombre, que le daba mala espina, sin aducir ningún argumento que respaldara sus palabras.

—Si no he entendido mal —se rió Rosa desde la cocina—, lo mejor es que lo deje.

—Déjalo —dijo Óscar Amalfitano.

—Ay, papá, tú cada día estás más loco —dijo Rosa.

—Eso es verdad —dijo Óscar Amalfitano.

—¿Y qué vamos a hacer? ¿Qué podemos hacer?

—Tú, dejar a ese pedazo de mierda ignorante y mentiroso. Yo, no sé, tal vez cuando volvamos a Europa me interne en el Clínico para que me den unos electroshocks.

La segunda vez que Chucho Flores y Óscar Amalfitano se vieron cara a cara a Rosa la habían ido a dejar a casa, además de su novio, Charly Cruz y Rosa Méndez. En realidad, Óscar Amalfitano no hubiera debido estar allí sino en la universidad, dando clases, pero aquella tarde adujo una enfermedad y regresó a su casa mucho más pronto de lo que solía hacerlo. El encuentro fue breve, aunque su padre, al final, estaba inusualmente sociable, ya que Rosa se las arregló para que sus amigos se marcharan a la primera ocasión, pero antes dio lugar a una conversación entre su padre y Charly Cruz que si bien no fue amena, tampoco resultó aburrida, al contrario, con el paso de los días la conversación entre su padre y Charly fue adquiriendo, en la memoria de Rosa, contornos más nítidos, como si el tiempo, caracterizado bajo la forma clásica de un viejo, soplara incesantemente sobre una piedra plana y gris, con vetas negras, cubierta de polvo, hasta que las letras talladas sobre la piedra se hacían perfectamente legibles.

Todo comenzó, suponía Rosa, pues ella en aquel momento no estaba en la sala sino en la cocina llenando cuatro vasos con jugo de mango, con una de las preguntas malintencionadas que su padre solía espetar a sus invitados, los de ella, ciertamente no los de él, o tal vez todo empezó con alguna declaración de principios de la inocente Rosa Méndez, pues su voz, en los primeros instantes, era la que parecía imponerse en la sala. Tal vez Rosa Méndez habló de su pasión por el cine y en ese momento Óscar Amalfitano le preguntó si sabía qué era el movimiento aparente. Pero la respuesta, como no podía ser de otra manera, no la dio su amiga, sino Charly Cruz. El cual dijo que el movimiento aparente es la ilusión de movimiento provocada por la persistencia de las imágenes en la retina.

—Exactamente —dijo Óscar Amalfitano—, las imágenes permanecen durante una fracción de segundo en la retina.

Y entonces su padre, dejando de lado a Rosa Méndez, que tal vez dijo híjole, porque su ignorancia era grande pero también era grande su capacidad de asombro y su deseo de aprender, le preguntó directamente a Charly Cruz si sabía quién había descubierto eso, lo de la persistencia de la imagen, y Charly Cruz dijo que no recordaba su nombre, pero que estaba seguro de que había sido un francés. A lo que su padre dijo:

—Exacto, un francés que respondía al nombre de profesor Plateau.

El cual, descubierto el principio, se lanzó como un tiburón a experimentar con diferentes artefactos construidos por él mismo, con el objetivo de crear efectos de movimiento mediante la sucesión de imágenes fijas pasadas a gran velocidad. Entonces nació el zoótropo.

—¿Sabe usted qué es? —dijo Óscar Amalfitano.

—Tuve uno de niño —dijo Charly Cruz—. Y también tuve un disco mágico.

—Un disco mágico —dijo Óscar Amalfitano—. Qué interesante. ¿Se acuerda de él? ¿Me lo podría describir?

—Se lo podría hacer ahora mismo —dijo Charly Cruz—, sólo necesito una cartulina, dos lápices de colores y un hilo, si no me acuerdo mal.

—Ah no, ah no, ah no, no es necesario —dijo Óscar Amalfitano—. Con una buena descripción me basta. En cierta forma todos tenemos millones de discos mágicos flotando o girando dentro del cerebro.

—¿Ah, sí? —dijo Charly Cruz.

—Híjole —dijo Rosa Méndez.

—Bueno, pues era un borrachito riéndose. Eso era lo que estaba dibujado en una cara del disco. Y en la otra cara estaba dibujada una celda, es decir los barrotes de una celda. Cuando hacía girar el disco el borrachito que se reía estaba dentro de la prisión.

—Lo cual no es motivo de risa, ¿verdad? —dijo Óscar Amalfitano.

—No, no lo es —suspiró Charly Cruz.

—Sin embargo el borrachito (a propósito, ¿por qué lo llama borrachito y no borracho?) se reía, tal vez porque él no sabía que estaba en una prisión.

Durante unos segundos, recordaba Rosa, Charly Cruz había mirado a su padre con otra mirada, como si quisiera adivinar hacia dónde pretendía arrastrarlo. Charly Cruz, como ya se ha dicho, era un hombre tranquilo, y durante esos segundos su tranquilidad propiamente dicha, su disposición calma, no varió, pero sí que ocurrió algo en el interior de su cara, como si la lente a través de la cual observaba a su padre, recordaba Rosa, ya no le sirviera y procediera, calmadamente, a cambiarla, una operación que duraba menos de una fracción de segundo, pero durante la cual, necesariamente, su mirada quedaba desnuda o vacía, en cualquier caso desocupada, pues una lente se guardaba y otra se ponía y ambas operaciones no se podían hacer al mismo tiempo, y durante esa fracción de segundo, que Rosa recordaba como si la hubiera inventado ella, la cara de Charly Cruz estaba vacía o se vaciaba, a una velocidad, por otra parte, sorprendente, digamos a la velocidad de la luz, por poner un símil exagerado y sin embargo aproximativo, y el vaciado de la cara era integral, incluía el pelo y los dientes, aunque decir pelo y dientes delante de ese vaciado era como decir nada, y las facciones, las arrugas, las venillas capilares, los poros, todo se vaciaba, quedaba sin defensas, todo adquiría una proporción cuya única respuesta, recordaba Rosa, sólo podía ser, pero tampoco era, el vértigo y la náusea.

—El borrachito se ríe porque cree que está libre, pero en realidad está en una prisión —dijo Óscar Amalfitano—, ahí reside, digamos, la gracia, pero lo cierto es que la prisión está dibujada en la otra cara del disco, por lo que también podemos decir que el borrachito se ríe porque nosotros creemos que está en una prisión, sin apercibirnos de que la prisión está en una cara y el borrachito en la otra, y que la realidad es ésa, por más que hagamos girar el disco y nos parezca que el borrachito está encarcelado. De hecho, podríamos incluso adivinar de qué se ríe el borrachito: se ríe de nuestra credulidad, es decir se ríe de nuestros ojos.

Poco después sucedió algo que a Rosa la afectó bastante. Volvía de la universidad, dando un paseo, y de pronto oyó que la llamaban. Un muchacho de su misma edad, un compañero de clases, aparcó su coche en el bordillo de la acera y se ofreció a llevarla a casa. Sin subir al coche ella le dijo que prefería ir a tomar un refresco en una cafetería cercana que tenía aire acondicionado. El muchacho se ofreció a acompañarla y Rosa aceptó. Se subió al coche y le indicó qué calles seguir. La cafetería era nueva y espaciosa, con forma de L, de estilo norteamericano con hileras de mesas y grandes ventanales por donde entraba el sol. Durante un rato estuvieron hablando de cualquier cosa. Luego el muchacho dijo que tenía que marcharse y se levantó. Se despidieron con un beso en la mejilla y Rosa le pidió a la mesera que le trajera una taza de café. Después abrió un libro sobre pintura mexicana en el siglo XX y se puso a leer el capítulo dedicado a Paalen. La cafetería, a esas horas, estaba semivacía. Se oían voces provenientes de la cocina, una mujer que daba consejos a otra, los pasos de la mesera que de tanto en tanto se acercaba con la cafetera a ofrecer más café a los pocos clientes esparcidos por el amplio local. De pronto alguien a quien no había oído acercarse le dijo: eres una puta. La voz la sobresaltó y alzó la mirada pensando que se trataba de una broma de mal gusto o que la habían confundido con otra. Junto a ella estaba Chucho Flores. Desconcertada, sólo atinó a decirle que se sentara, pero Chucho Flores le dijo, casi sin mover los labios, que se levantara ella y lo siguiera. Le preguntó adónde pretendía ir. A casa, dijo Chucho Flores. Sudaba y tenía la cara congestionada. Rosa le dijo que no pensaba moverse de allí. Chucho Flores le preguntó entonces quién era el muchacho al que había besado.

—Un compañero de la facultad —dijo Rosa, y notó que las manos de Chucho Flores temblaban.

—Eres una puta —volvió a repetir éste.

Y luego se puso a mascullar algo que Rosa al principio no entendió pero que luego comprendió que era la repetición de la misma frase: eres una puta, proferida una y otra vez, con los dientes apretados, como si pronunciarla le costara ímprobos esfuerzos.

—Vámonos —gritó Chucho Flores.

—No voy a ir contigo a ninguna parte —dijo Rosa, y miró alrededor por si alguien se había dado cuenta del espectáculo que estaban dando. Pero nadie los miraba y eso la tranquilizó.

—¿Te has acostado con él? —dijo Chucho Flores.

Durante unos segundos Rosa no supo de qué le hablaba. El aire acondicionado le pareció demasiado frío, tuvo deseos de salir a la calle y dejar que el sol la tocara. Si hubiera llevado un jersey o un chaleco se lo hubiera puesto.

—Sólo me acuesto contigo —le dijo procurando calmarle.

—Mentira —gritó Chucho Flores.

La mesera se asomó por el otro extremo de la cafetería y se acercó a ellos, pero a mitad de camino se arrepintió y se metió tras la barra.

—No seas ridículo, por favor —le dijo, y posó la vista en el artículo sobre Paalen pero sólo vio hormigas negras y luego arañas negras sobre una superficie de sal. Las hormigas luchaban contra las arañas.

—Vamos a casa —oyó que decía Chucho Flores. Sintió frío.

Al levantar la mirada vio que estaba a punto de llorar.

—Eres mi único amor —dijo Chucho Flores—. Lo daría todo por ti. Moriría por ti.

Durante unos segundos no supo qué decirle. Tal vez, pensó, había llegado el momento de romper la relación.

—No soy nada sin ti —dijo Chucho Flores—. Eres todo lo que tengo. Todo lo que necesito. El sueño de mi vida eres tú. Si te perdiera me moriría.

La mesera los miraba desde la barra. A unas veinte mesas de distancia, un tipo tomaba café y leía el periódico. Llevaba una camisa de manga corta y corbata. El sol, en las ventanas, parecía vibrar.

—Siéntate, por favor —dijo Rosa.

Chucho Flores apartó la silla en la que se apoyaba y se sentó. Acto seguido se cubrió la cara con las manos y Rosa pensó que se iba a poner a gritar otra vez o a llorar. Qué espectáculo, pensó.

—¿Quieres tomar algo?

Chucho Flores movió la cabeza afirmativamente.

—Un café —susurró sin quitarse las manos de la cara.

Rosa miró a la mesera y levantó una mano para que se acercara.

—Dos cafés —dijo.

—Sí, señorita —dijo la mesera.

—El tipo con el que me viste sólo es un amigo. Ni siquiera un amigo: un compañero de la universidad. El beso que me dio fue en la mejilla. Es normal —dijo Rosa—. Es lo acostumbrado.

Chucho Flores se rió y movió la cabeza de un lado a otro sin quitarse las manos de la cara.

—Claro, claro —dijo—. Es normal, ya lo sé. Perdóname.

La mesera volvió con la cafetera y una taza para Chucho Flores. Primero llenó la taza de Rosa y luego la del hombre. Al marcharse miró a Rosa a los ojos y le hizo una señal, o eso fue lo que pensó Rosa más tarde. Una señal con las cejas. Las arqueó. O tal vez movió los labios. Una palabra articulada en silencio. No lo recordaba. Pero algo quiso decirle.

—Tómate tu café —dijo Rosa.

—Ahorita —dijo Chucho Flores, pero siguió quieto con las manos cubriéndose el rostro.

Cerca de la puerta se había sentado otro hombre. La mesera estaba junto a él y hablaban. El tipo iba vestido con una chaqueta de mezclilla bastante ancha y una sudadera negra. Era flaco y no parecía tener más de veinticinco años. Rosa lo miró y el tipo se dio cuenta en el acto de que lo miraban, pero se tomó su refresco sin darle importancia y sin devolverle la mirada.

—Tres días después nos conocimos —dijo Rosa.

—¿Por qué fuiste a la pelea? —dijo Fate—. ¿Te gusta el box?

—No, ya te dije que era la primera vez que iba a un espectáculo de ese tipo, pero fue Rosa la que me convenció.

—La otra Rosa —dijo Fate.

—Sí, Rosita Méndez —dijo Rosa.

—Pero después de la pelea ibas a hacer el amor con ese tipo —dijo Fate.

—No —dijo Rosa—. Acepté su cocaína, pero no tenía intención de irme a la cama con él. No soporto a los hombres celosos, pero podía seguir siendo su amiga. Lo habíamos hablado por teléfono y él pareció entenderlo. De todas maneras, lo noté raro. Mientras íbamos en el coche, buscando un restaurante, quiso que se la chupara. Me dijo: chúpamela por última vez. O tal vez no me lo dijo así, con esas palabras, pero más o menos eso pretendía decir. Le pregunté si se había vuelto loco y él se rió. Yo también me reí. Todo parecía una broma. Los dos días anteriores había estado llamándome por teléfono y cuando no era él me llamaba Rosita Méndez y me daba recados de él. Me aconsejaba que no lo dejara. Me decía que era un buen partido. Pero yo le dije que consideraba roto nuestro noviazgo o lo que fuera.

—Él ya daba por terminada la relación —dijo Fate.

—Habíamos hablado por teléfono, le había explicado que no me gustan los hombres celosos, yo no lo soy —dijo Rosa—, no aguanto los celos.

—Él ya te consideraba perdida —dijo Fate.

—Es probable —dijo Rosa—, de lo contrario no me hubiera pedido que se la chupara. Nunca lo había hecho, menos en las calles del centro, aunque fuera de noche.

—Pero tampoco parecía triste —dijo Fate—, al menos a mí no me dio esa impresión.

—No, parecía alegre —dijo Rosa—. Él siempre fue un hombre alegre.

—Sí, eso pensé yo —dijo Fate—, un tipo alegre que quiere pasar una noche de juerga con su chica y sus amigos.

—Estaba drogado —dijo Rosa—, no paraba de tomar pastillas.

—No me dio la impresión de que estuviera drogado —dijo Fate—, lo noté un poco raro, como si tuviera algo demasiado grande en la cabeza. Y como si no supiera qué hacer con lo que tenía en la cabeza, aunque ésta al final le reventara.

—¿Y por eso te quedaste? —dijo Rosa.

—Es posible —dijo Fate—, en realidad no lo sé, yo tendría que estar ahora en los Estados Unidos o escribiendo mi artículo y sin embargo estoy aquí, en un motel, hablando contigo. No lo entiendo.

—¿Querías irte a la cama con mi amiga Rosita? —dijo Rosa.

—No —dijo Fate—. De ninguna manera.

—¿Te quedaste por mí? —dijo Rosa.

—No lo sé —dijo Fate.

Ambos bostezaron.

—¿Te has enamorado de mí? —dijo Rosa con una naturalidad desarmante.

—Puede ser —dijo Fate.

Cuando Rosa se durmió le quitó los zapatos de tacón y la tapó con una manta. Apagó las luces y durante un rato estuvo contemplando por los visillos de la ventana el aparcamiento y los faros que iluminaban la carretera. Después se puso la chaqueta y salió sin hacer ruido. En la recepción el recepcionista estaba viendo la tele y le sonrió al verlo llegar. Hablaron durante un rato de los programas de televisión mexicanos y norteamericanos. El recepcionista dijo que los programas norteamericanos estaban mejor hechos pero que los mexicanos eran más divertidos. Fate le preguntó si tenía cable. El recepcionista le dijo que el cable sólo era para ricos o maricones. Que la vida real aparecía y había que buscarla en los canales gratuitos. Fate le preguntó si no creía que, a fin de cuentas, nada era gratis, y el recepcionista se puso a reír y le dijo que ya sabía adónde quería llegar, pero que por ahí no lo iba a convencer. Fate le dijo que no pretendía convencerlo de nada, y luego le preguntó si tenía un ordenador desde donde pudiera enviar un mensaje. El recepcionista negó con la cabeza y se puso a rebuscar en un fajo de papeles amontonados sobre el escritorio, hasta dar con una tarjeta de un cibercafé de Santa Teresa.

—Está abierto toda la noche —le informó, lo que sorprendió a Fate, pues aunque él era neoyorquino jamás en su vida había oído hablar de cibercafés que no cerraran por las noches.

La tarjeta del cibercafé de Santa Teresa era de un rojo intenso, tanto que incluso costaba leer las letras impresas. En el dorso, de un rojo más suave, estaba dibujado un mapa que señalaba la ubicación exacta del local. Le pidió al recepcionista que le tradujera el nombre del establecimiento. El recepcionista se rió y le dijo que se llamaba Fuego, camina conmigo.

—Parece el título de una película de David Lynch —dijo Fate.

El recepcionista se encogió de hombros y dijo que todo México era un collage de homenajes diversos y variadísimos.

—Cada cosa de este país es un homenaje a todas las cosas del mundo, incluso a las que aún no han sucedido —dijo.

Después de que le explicara cómo llegar al cibercafé se pusieron a hablar un rato de las películas de Lynch. El recepcionista las había visto todas. Fate sólo había visto tres o cuatro. Para el recepcionista lo mejor de Lynch era la serie de televisión «Twin Peaks». A Fate la que más le había gustado era El hombre elefante, tal vez porque a menudo él se había sentido así, con ganas de ser como los demás pero al mismo tiempo sintiéndose diferente. Cuando el recepcionista le preguntó si sabía que Michael Jackson había comprado o intentado comprar el esqueleto del hombre elefante, Fate se encogió de hombros y dijo que Michael Jackson estaba enfermo. No lo creo, dijo el recepcionista mirando algo presumiblemente importante que sucedía en ese momento en la tele.

—Soy de la opinión —dijo con la mirada clavada en la tele que Fate no podía ver— que Michael sabe cosas que nosotros no sabemos.

—Todos sabemos cosas que creemos que los demás no saben —dijo Fate.

Luego le dio las buenas noches, se metió la tarjeta del cibercafé en un bolsillo y volvió a su habitación.

Durante mucho rato Fate estuvo con las luces apagadas, mirando por los visillos de la ventana el patio de gravilla y las luces incesantes de los camiones que pasaban por la carretera. Pensó en Chucho Flores y Charly Cruz. Volvió a ver la sombra de la casa de Charly Cruz proyectada sobre el terreno yermo. Escuchó la risa de Chucho Flores y vio a Rosa Méndez tendida en la cama de una habitación desnuda y estrecha como la celda de un monje. Pensó en Corona, en la mirada de Corona, en la forma en que lo miró Corona. Pensó en el tipo bigotudo que se había sumado en el último momento y que no hablaba, y luego recordó su voz, cuando ellos huían, aguda como la de un pájaro. Cuando se cansó de estar de pie acercó una silla a la ventana y siguió mirando. A veces pensaba en la casa de su madre y recordaba patios de cemento en donde los niños gritaban y jugaban. Si cerraba los ojos podía ver un vestido blanco que el viento de las calles de Harlem levantaba mientras las risas, invencibles, se desparramaban por las paredes, corrían por las aceras, frescas y tibias como el vestido blanco. Sintió que el sueño se metía por sus orejas o subía desde su pecho. Pero no quería cerrar los ojos y prefería seguir escrutando el patio, las dos farolas que iluminaban la fachada del motel, las sombras que los fogonazos de luz de los coches abrían, semejantes a colas de cometas, en los alrededores oscuros.

A veces volvía la cabeza y contemplaba brevemente a Rosa durmiendo. Pero a la tercera o cuarta vez comprendió que no le hacía falta volverse. Simplemente, ya no era necesario. Durante un segundo pensó que nunca más iba a sentir sueño. De pronto, mientras seguía la estela de los faros traseros de dos camiones que parecían enfrascados en una carrera, sonó el teléfono. Al descolgar oyó la voz del recepcionista y supo en el acto que era eso lo que había estado esperando.

—Señor Fate —dijo el recepcionista—, me acaban de llamar preguntándome si usted estaba alojado aquí.

Le preguntó quién lo había llamado.

—Un policía, señor Fate —dijo el recepcionista.

—¿Un policía? ¿Un policía mexicano?

—Acabo de hablar con él. Quería saber si usted era huésped nuestro.

—¿Y tú qué le has dicho? —dijo Fate.

—La verdad, que usted había estado aquí, pero que ya se había marchado —dijo el recepcionista.

—Gracias —dijo Fate, y colgó.

Despertó a Rosa y le dijo que se pusiera los zapatos. Guardó las pocas cosas que había desempacado y metió la maleta en el portaequipajes. Afuera hacía frío. Cuando volvió a entrar en la habitación Rosa se estaba peinando en el baño y Fate le dijo que no tenían tiempo para eso. Subieron al coche y se dirigieron a la recepción. El recepcionista estaba de pie y con la punta de la camisa limpiaba sus gafas de miope. Fate sacó un billete de cincuenta dólares y se lo pasó por encima del mostrador.

—Si vienen di que me marché a mi país —le dijo.

—Vendrán —dijo el recepcionista.

Al enfilar hacia la carretera le preguntó a Rosa si llevaba su pasaporte encima.

—Por supuesto que no —dijo Rosa.

—La policía me está buscando —dijo Fate, y le contó lo que el recepcionista le había dicho.

—¿Y tú por qué estás tan seguro de que es la policía? —dijo Rosa—. Tal vez es Corona, tal vez es Chucho.

—Sí —dijo Fate—, tal vez es Charly Cruz o tal vez Rosita Méndez fingiendo voz de hombre, pero no pienso quedarme para averiguarlo.

Dieron una vuelta por la calle para comprobar si los esperaban, pero todo estaba tranquilo (una tranquilidad de azogue o de algo que preludiaba el azogue de un amanecer en la frontera), y a la segunda vuelta estacionaron el coche debajo de un árbol, enfrente de la casa de un vecino. Durante un rato permanecieron en el interior, atentos a cualquier señal, a cualquier movimiento. Al cruzar la calle se cuidaron de hacerlo por un lugar a salvo de la luz de las farolas. Después saltaron la verja y se dirigieron directamente al patio trasero. Mientras Rosa buscaba las llaves Fate vio el libro de geometría que colgaba de uno de los tendederos. Sin pensarlo se acercó y lo tocó con las yemas de los dedos. Luego, no porque le interesara saberlo sino para rebajar la tensión, le preguntó a Rosa qué significaba Testamento geométrico y Rosa se lo tradujo sin añadir ni un solo comentario.

—Es curioso que alguien cuelgue un libro como si fuera una camisa —murmuró.

—Son cosas de mi padre.

La casa, aunque compartida por el padre y la hija, tenía un aire claramente femenino. Olía a incienso y tabaco rubio. Rosa encendió una lámpara y durante un rato se dejaron caer en los sillones, cubiertos con mantas mexicanas multicolores, sin pronunciar palabra. Después Rosa hizo café y mientras estaba en la cocina Fate vio aparecer por una puerta a Óscar Amalfitano, descalzo y despeinado, vestido con una camisa blanca muy arrugada y pantalones vaqueros, como si hubiera dormido sin quitarse la ropa. Por un momento ambos se miraron sin pronunciar una palabra, como si estuvieran dormidos y sus sueños hubieran confluido en un territorio común, ajeno, sin embargo, a todo sonido. Fate se levantó y dijo su nombre. Amalfitano le preguntó si no sabía hablar español. Fate pidió perdón y sonrió y Amalfitano repitió la pregunta en inglés.

—Soy amigo de su hija —dijo Fate—, ella me invitó a entrar.

Desde la cocina llegó la voz de Rosa, que le dijo a su padre, en español, que no se preocupara, que se trataba de un periodista de Nueva York. Luego le preguntó si él también quería café y Amalfitano respondió afirmativamente sin dejar de mirar al desconocido. Cuando Rosa apareció con una bandeja, tres tazas de café, un jarrito con leche y el azucarero, su padre le preguntó qué estaba pasando. En este momento, dijo Rosa, creo que nada, pero esta noche han pasado cosas raras. Amalfitano miró el suelo y luego estudió sus pies desnudos, le puso leche y azúcar a su café y le pidió a su hija que le explicara todo. Rosa miró a Fate y tradujo lo que su padre acababa de decir. Fate sonrió y volvió a sentarse en el sillón. Cogió una taza de café y empezó a beber a sorbitos, mientras Rosa procedía a contarle a su padre, en español, lo que había ocurrido esa noche, desde el combate de boxeo hasta el momento en que tuvo que abandonar el motel del norteamericano. Cuando Rosa acabó su relato comenzaba a amanecer y Amalfitano, que apenas había interrumpido con preguntas y aclaraciones a su hija, le sugirió que llamaran al motel y comprobaran con el recepcionista si había aparecido por allí la policía o no. Rosa le tradujo a Fate lo que su padre había sugerido y éste, más por cortesía que por convicción, marcó el número del motel Las Brisas. No contestó nadie. Óscar Amalfitano se levantó del sillón y se asomó a la ventana. La calle parecía tranquila. Lo mejor es que se vayan, dijo. Rosa lo miró sin decir palabra.

—¿Puede usted sacarla a los Estados Unidos y luego acompañarla a un aeropuerto y ponerla en un avión con destino a Barcelona?

Fate dijo que podía. Óscar Amalfitano dejó la ventana y desapareció en su cuarto. Cuando volvió le entregó a Rosa un fajo de dinero. No es mucho pero te alcanzará para el billete y para los primeros días en Barcelona. Yo no quiero irme, papá, dijo Rosa. Ya lo sé, ya lo sé, dijo Amalfitano y la obligó a coger el dinero. ¿Dónde está tu pasaporte? Anda a buscarlo. Haz la maleta. Pero rápido, dijo, y luego volvió a su puesto en la ventana. Detrás de un Spirit, el Spirit del vecino de enfrente, distinguió el Peregrino negro que estaba buscando. Suspiró. Fate dejó el café sobre una mesa y se acercó a la ventana.

—Me gustaría saber qué pasa —dijo Fate. La voz se le había enronquecido.

—Saque usted a mi hija de esta ciudad y luego olvídese de todo. O mejor: no se olvide de nada, pero lo primordial es que aleje a mi hija de este sitio.

En ese momento Fate recordó la cita que tenía con Guadalupe Roncal.

—¿Se trata de los asesinatos? —dijo—. ¿Usted cree que ese Chucho Flores está metido en el asunto?

—Todos están metidos —dijo Amalfitano.

Un tipo joven y alto, vestido con unos bluejeans y una chamarra de mezclilla se bajó del Peregrino y encendió un cigarrillo. Rosa miró por encima del hombro de su padre.

—¿Quién es? —dijo.

—¿No lo has visto nunca?

—No, creo que no.

—Es un judicial —dijo Amalfitano.

Después tomó a su hija de la mano y la arrastró a la habitación. Cerraron la puerta. Fate supuso que se estaban despidiendo y volvió a mirar por la ventana. El tipo del Peregrino fumaba apoyado en el capó. De vez en cuando observaba el cielo que cada vez era más claro. Parecía tranquilo, sin prisas ni preocupaciones, feliz de estar contemplando otro amanecer en Santa Teresa. De una de las casas vecinas salió un hombre y puso en marcha su coche. El tipo del Peregrino arrojó la colilla a la acera y se metió en su coche. Ni una sola vez miró en dirección a la casa. Cuando Rosa salió de la habitación llevaba una pequeña maleta en la mano.

—¿Cómo vamos a salir? —quiso saber Fate.

—Por la puerta —dijo Amalfitano.

Luego Fate vio, como si fuera una película que no entendía del todo pero que lo remitía, curiosamente, a la muerte de su madre, cómo Amalfitano besaba y abrazaba a su hija, y luego lo vio salir y encaminarse con decisión a la calle. Primero lo vio caminar por el patio delantero, luego lo vio abrir la puerta de madera necesitada de una mano de pintura, luego lo vio cruzar la calle, descalzo, sin peinar, hasta el Peregrino negro. Cuando llegó hasta allí el tipo bajó la ventanilla y hablaron durante un rato, Amalfitano en la calle y el joven en el interior de su coche. Se conocen, pensó Fate, no es la primera vez que hablan.

—Ya es la hora, vámonos —dijo Rosa.

Fate la siguió. Atravesaron el jardín y la calle y sus cuerpos proyectaron una sombra extremadamente delgada que cada cinco segundos era sacudida por un temblor, como si el sol estuviera girando al revés. Al entrar en el coche Fate creyó oír una risa a sus espaldas y se volvió, pero sólo vio que Amalfitano y el tipo joven seguían hablando en la misma posición que antes.

Guadalupe Roncal y Rosa Amalfitano no tardaron ni medio minuto en hacerse cargo de sus respectivas penas. La periodista se ofreció para acompañarlos hasta Tucson. Rosa dijo que no era necesario exagerar. Deliberaron durante un rato. Mientras hablaban en español Fate miró por la ventana, pero todo era normal en los alrededores del Sonora Resort. Ya no había periodistas, nadie hablaba de peleas de boxeo, los camareros parecían haber despertado de un largo letargo y eran menos amables, como si el despertar no hubiera sido de su agrado. Desde el hotel, Rosa llamó a su padre. Fate la vio alejarse en dirección a la recepción, acompañada por Guadalupe Roncal, y mientras esperaba a que volvieran se fumó un cigarrillo y tomó algunas notas para la crónica que aún no había enviado. Con la luz diurna los sucesos de la noche anterior parecían irreales, revestidos de una gravedad infantil. En la deriva de sus pensamientos Fate vio al sparring Omar Abdul y al sparring García. Los imaginó viajando en autobús hasta la costa. Los vio bajar del autobús, los vio dar unos cuantos pasos por entre unos matorrales en la arena. El viento onírico arrastraba granos de arena que se pegaban en la cara. Un baño de oro. Qué paz, pensó Fate. Qué simple es todo. Luego vio el autobús y lo imaginó de color negro, como un enorme coche fúnebre. Vio la sonrisa arrogante de Abdul, el rostro impertérrito de García, sus tatuajes tan extraños, y oyó el repentino ruido de platos rotos, no muchos, o un retumbar de cajas que caían al suelo, y sólo entonces Fate se dio cuenta de que estaba durmiéndose y buscó con la vista a un camarero para pedirle otro café, pero no vio a nadie. Guadalupe Roncal y Rosa Amalfitano seguían hablando por teléfono.

—La gente es buena, es simpática, hospitalaria, los mexicanos son un pueblo trabajador, tienen una curiosidad enorme por todo, se preocupan por la gente, son valientes y generosos, su tristeza no mata sino que da vida —dijo Rosa Amalfitano cuando cruzaron la frontera con los Estados Unidos.

—¿Los vas a extrañar? —dijo Fate.

—Extrañaré a mi padre y extrañaré a la gente —dijo Rosa.

Cuando iban en el coche rumbo al presidio de Santa Teresa, Rosa le dijo que en casa de su padre nadie contestaba al teléfono. Después de llamar varias veces a Amalfitano, Rosa llamó a casa de Rosa Méndez y tampoco allí había nadie. Creo que Rosa está muerta, dijo. Fate movió la cabeza como si le costara creerlo.

—Aún estamos vivos —dijo.

—Estamos vivos porque no hemos visto ni sabemos nada —dijo Rosa.

El coche de la periodista iba delante. Era un Little Nemo de color amarillo. Guadalupe Roncal conducía con cuidado, aunque de tanto en tanto se detenía, como si no recordara con exactitud el camino. Fate pensó que tal vez lo mejor era dejar de seguirlo y dirigirse de inmediato hacia la frontera. Cuando lo sugirió Rosa se opuso de forma tajante. Le preguntó si tenía amigos en la ciudad. Rosa dijo que no, que en realidad no tenía ningún amigo. Chucho Flores y Rosa Méndez y Charly Cruz, pero a ésos él no los consideraba amigos, ¿verdad?

—No, ésos no son amigos —dijo Fate.

Vieron una bandera mexicana ondeando en el desierto, del otro lado de la reja. Uno de los policías de aduana del lado norteamericano miró a Fate y a Rosa con detenimiento. Se preguntó qué hacía una joven blanca, y además tan guapa, en compañía de un negro. Fate le sostuvo la mirada. ¿Periodista?, preguntó el policía. Fate asintió con la cabeza. Un pez gordo, pensó el policía. Cada noche debe de darle una tunda. ¿Española? Rosa le sonrió al policía. Una sombra de frustración cruzó la cara del policía. Cuando pusieron el coche en marcha la bandera desapareció y sólo se vio la reja y unos muros alrededor de unos galpones de mercancías.

—El problema es la mala suerte —dijo Rosa.

Fate no la oyó.

Mientras esperaban en una sala sin ventanas, Fate sintió cómo el pene se le iba poniendo cada vez más duro. Por un momento pensó que no había tenido una erección desde la muerte de su madre, pero luego desechó la idea, era imposible que durante tanto tiempo, pensó, pero sí que era posible, lo irremediable era posible, lo que no tiene vuelta de hoja era posible, ¿por qué, entonces, no iba a ser posible que la sangre no irrigara su verga durante un periodo de tiempo por otra parte más bien corto? Rosa Amalfitano lo miró. Guadalupe Roncal estaba ocupada con sus notas y con su grabadora, sentada en una silla atornillada al suelo. De vez en cuando llegaban sonidos cotidianos de la cárcel. Nombres pronunciados a gritos, música en sordina, pasos que se alejaban. Fate se sentó en una banca de madera y bostezó. Creyó que se dormiría. Imaginó las piernas de Rosa sobre sus hombros. Vio otra vez su cuarto en el motel Las Brisas y se preguntó si habían hecho el amor o no. Claro que no, se dijo. Luego oyó unos gritos, como si en una de las salas de la cárcel estuvieran celebrando una despedida de soltero. Pensó en los asesinatos. Oyó risas lejanas. Mugidos. Oyó que Guadalupe Roncal le decía algo a Rosa y que ésta le contestaba. El sueño lo alcanzó y se vio a sí mismo durmiendo plácidamente en el sofá de la casa de su madre, en Harlem, con la tele encendida. Dormiré media hora, se dijo, y luego volveré al trabajo. Tengo que escribir la crónica del combate de boxeo. Tengo que conducir toda la noche. Cuando amanezca todo habrá concluido.

Al dejar atrás la frontera los pocos turistas que vieron por las calles de El Adobe parecían dormidos. Una mujer de unos setenta años, con un vestido floreado y zapatillas Nike, estaba arrodillada examinando unas alfombras indias. Tenía pinta de atleta en activo allá por los años cuarenta. Tres niños tomados de la mano contemplaban unos objetos que se exhibían en una vitrina. Los objetos se movían imperceptiblemente, pero Fate no pudo saber si eran animales o ingenios mecánicos. Junto a un bar unos tipos con pinta de chicanos y sombreros vaqueros gesticulaban e indicaban direcciones contrapuestas. Al final de la calle había unos galpones de madera y contenedores de metal en la acera y más allá estaba el desierto. Todo esto es como el sueño de otro, pensó Fate. A su lado, la cabeza de Rosa reposaba delicadamente sobre el asiento y sus grandes ojos permanecían fijos en algún punto del horizonte. Fate observó sus rodillas, que le parecieron perfectas, y luego sus caderas y luego sus hombros y sus omóplatos, que parecían tener vida propia, una vida oscura, suspendida, que asomaba sólo de tanto en tanto. Después se concentró en conducir. La carretera que salía de El Adobe se internaba en una especie de remolino de colores ocres.

—¿Qué le habrá pasado a Guadalupe Roncal? —dijo Rosa con voz de sonámbula.

—A esta hora debe estar volando rumbo a su casa —dijo Fate.

—Qué raro —dijo Rosa.

La voz de Rosa lo despertó.

—Escucha —le dijo.

Fate abrió los ojos, pero no oyó nada. Guadalupe Roncal se había levantado y ahora estaba junto a ellos, los ojos muy abiertos, como si sus peores pesadillas se hubieran materializado. Fate se acercó a la puerta y la abrió. Tenía una pierna acalambrada y todavía no conseguía despertarse del todo. Vio un pasillo y al final del pasillo una escalera de cemento sin revocar, como si los albañiles la hubieran dejado a medias. El pasillo estaba débilmente iluminado.

—No vayas —oyó que le decía Rosa.

—Larguémonos de esta trampa —sugirió Guadalupe Roncal.

Un funcionario de prisiones apareció por el fondo del pasillo y se dirigió a ellos. Fate mostró su credencial de periodista. El funcionario asintió con la cabeza, sin mirar la credencial, y le sonrió a Guadalupe Roncal, que permanecía asomada a la puerta. Después el funcionario cerró la puerta y dijo algo sobre una tormenta. Rosa se lo tradujo al oído. Una tormenta de arena o una tormenta de lluvia o una tormenta de electricidad. Nubes altas que bajaban de la sierra y que no descargarían sobre Santa Teresa pero que contribuían a ennegrecer el panorama. Una mañana de perros. Los reclusos siempre se ponen nerviosos, dijo el funcionario. Era un tipo joven, con un bigotito ralo, tal vez un poco gordo para su edad, y que se notaba que no le gustaba su trabajo. Ahora traen al asesino.

Hay que hacer caso a las mujeres. Lo mejor es no desoír los temores de las mujeres. Algo así, recordó Fate, decía su madre o la difunta señorita Holly, la vecina de su madre, cuando ambas eran jóvenes y él era un niño. Por un instante imaginó una balanza, semejante a la balanza que tiene en sus manos la justicia ciega, sólo que en lugar de dos platillos esta balanza tenía dos botellas o algo que parecía dos botellas. La, llamémosla así, botella de la izquierda era transparente y estaba llena de arena del desierto. Tenía varios agujeros por donde se escapaba la arena. La botella de la derecha estaba llena de ácido. Ésta no tenía ningún agujero, pero el ácido se estaba comiendo la botella desde dentro. Durante el camino hacia Tucson Fate fue incapaz de reconocer nada de lo que había visto unos días atrás, cuando recorrió el mismo camino en sentido contrario. Lo que antes era mi derecha ahora es mi izquierda y ya no consigo tener ni un solo punto de referencia. Todo borrado. Cerca del mediodía se detuvieron en una cafetería a un lado de la carretera. Un grupo de mexicanos con pinta de braceros desocupados los observaron desde la barra. Tomaban agua mineral y refrescos de la zona cuyos nombres y botellas a Fate le parecieron rarísimos. Empresas nuevas que no tardarían en desaparecer. La comida era mala. Rosa tenía sueño y cuando volvieron al coche se quedó dormida. Fate recordó las palabras de Guadalupe Roncal. Nadie presta atención a estos asesinatos, pero en ellos se esconde el secreto del mundo. ¿Lo dijo Guadalupe Roncal o lo dijo Rosa? Por momentos, la carretera era similar a un río. Lo dijo el presunto asesino, pensó Fate. El jodido gigante albino que apareció junto con la nube negra.

Cuando Fate oyó los pasos que se aproximaban pensó que eran los pasos de un gigante. Algo parecido debió de pensar Guadalupe Roncal, que hizo el gesto de desmayarse, aunque en lugar de hacerlo se agarró de la mano y después de la solapa del funcionario de prisiones. Éste, en lugar de apartarse, le pasó un brazo por encima del hombro. Fate sintió el cuerpo de Rosa a su lado. Oyó voces. Como si los presos jalearan a alguien. Oyó risas y llamadas al orden y luego pasaron las nubes negras que venían del este por encima del penal y el aire pareció oscurecerse. Los pasos se reanudaron. Oyó risas y peticiones. De pronto una voz se puso a entonar una canción. El efecto era similar al de un leñador talando árboles. La voz no cantaba en inglés. Al principio Fate no pudo determinar en qué idioma lo hacía, hasta que Rosa, a su lado, dijo que era alemán. El tono de la voz subió. A Fate se le ocurrió que tal vez estaba soñando. Los árboles caían uno detrás de otro. Soy un gigante perdido en medio de un bosque quemado. Pero alguien vendrá a rescatarme. Rosa le tradujo los improperios del sospechoso principal. Un leñador políglota, pensó Fate, que tan pronto habla en inglés como en español y que canta en alemán. Soy un gigante perdido en medio de un bosque calcinado. Mi destino, sin embargo, sólo lo conozco yo. Y entonces volvieron a oírse los pasos y las risas y los jaleos y palabras de aliento de los presos y de los carceleros que escoltaban al gigante. Y luego vieron a un tipo enorme y muy rubio que entraba en la sala de visitas inclinando la cabeza, como si temiera darse un topetazo con el techo, y que sonreía como si acabara de hacer una travesura, cantar en alemán la canción del leñador perdido, y que los miró a todos con una mirada inteligente y burlona. Después el carcelero que lo acompañaba le preguntó a Guadalupe Roncal si prefería que lo esposara a la silla o no y Guadalupe Roncal movió la cabeza negativamente y el carcelero le dio una palmadita en el hombro al tipo alto y se marchó y el funcionario que estaba junto a Fate y las mujeres también se marchó no sin antes decirle algo al oído a Guadalupe Roncal y ellos se quedaron solos.

—Buenos días —les dijo el gigante en español. Se sentó y estiró las piernas por debajo de la mesa hasta que aparecieron sus pies por el otro lado.

Llevaba unos zapatos deportivos, de color negro, y calcetines blancos. Guadalupe Roncal retrocedió un paso.

—Pregunten lo que quieran —dijo el gigante.

Guadalupe Roncal se llevó una mano a la boca, como si estuviera inhalando un gas tóxico, y no supo qué preguntar.