¿Cuándo empezó todo?, pensó. ¿En qué momento me sumergí? Un oscuro lago azteca vagamente familiar. La pesadilla. ¿Cómo salir de aquí? ¿Cómo controlar la situación? Y luego otras preguntas: ¿realmente quería salir? ¿Realmente quería dejarlo todo atrás? Y también pensó: el dolor ya no importa. Y también: tal vez todo empezó con la muerte de mi madre. Y también: el dolor no importa, a menos que aumente y se haga insoportable. Y también: joder, duele, joder, duele. No importa, no importa. Rodeado de fantasmas.
Quincy Williams tenía treinta años cuando murió su madre. Una vecina lo llamó al teléfono de su trabajo.
—Querido —le dijo—, Edna ha muerto.
Preguntó cuándo. Oyó los sollozos de la mujer al otro lado del teléfono y otras voces, probablemente también mujeres. Preguntó cómo. Nadie le contestó y colgó el teléfono. Marcó el número de casa de su madre.
—¿Quién habla? —oyó que decía una mujer con voz colérica.
Pensó: mi madre está en el infierno. Volvió a colgar. Llamó otra vez. Una mujer joven le contestó.
—Soy Quincy, el hijo de Edna Miller —dijo.
La mujer exclamó algo que no entendió y al poco rato otra mujer cogió el aparato. Pidió hablar con la vecina. Está en la cama, le contestaron, le acaba de dar un ataque al corazón, Quincy, estamos esperando que llegue una ambulancia para llevarla al hospital. No se atrevió a preguntar por su madre. Oyó una voz de hombre que profería un insulto. El tipo debía de estar en el pasillo y la puerta de casa de su madre abierta. Se llevó una mano a la frente y esperó, sin colgar, a que alguien le explicara algo. Dos voces de mujer reprendieron al que había blasfemado. Dijeron un nombre de hombre pero él no pudo oírlo con nitidez.
La mujer que escribía en la mesa vecina le preguntó si le pasaba algo. Levantó la mano como si estuviera escuchando algo importante y negó con la cabeza. La mujer siguió escribiendo. Al cabo de un rato Quincy colgó, se puso la chaqueta que colgaba en el respaldo de la silla y dijo que tenía que marcharse.
Cuando llegó a casa de su madre sólo encontró a una adolescente de unos quince años, que veía la televisión sentada en el sofá. La adolescente se levantó al verlo entrar. Debía de medir un metro ochentaicinco y era muy delgada. Llevaba bluejeans y encima un vestido negro con flores amarillas, muy amplio, como si fuera un blusón.
—¿Dónde está? —preguntó.
—En la habitación —dijo la adolescente.
Su madre estaba en la cama, con los ojos cerrados y vestida como si fuera a salir a la calle. Incluso le habían pintado los labios. Sólo le faltaban los zapatos. Durante un rato Quincy permaneció junto a la puerta, mirando sus pies: los dos dedos gordos tenían callos y también vio callos en las plantas de los pies, unos callos grandes que seguramente la hicieron sufrir. Pero recordó que su madre iba a un podólogo de la calle Lewis, un tal señor Johnson, siempre el mismo, así que tampoco debió de sufrir demasiado por este motivo. Después miró su rostro: parecía de cera.
—Me voy a marchar —dijo la adolescente desde la sala.
Quincy salió de la habitación y quiso darle un billete de veinte dólares, pero la adolescente le dijo que no quería dinero. Insistió. Finalmente la adolescente cogió el billete y se lo guardó en un bolsillo de su pantalón. Para hacerlo se tuvo que arremangar el vestido hasta la cadera. Parece una monja, pensó Quincy, o la adepta de una secta destructiva. La adolescente le dio un papel en donde alguien había escrito el número de teléfono de una funeraria del barrio.
—Ellos se encargan de todo —dijo con seriedad.
—De acuerdo —dijo él.
Preguntó por la vecina.
—Está en el hospital —dijo la adolescente—, creo que le están poniendo un marcapasos.
—¿Un marcapasos?
—Sí —dijo la adolescente—, en el corazón.
Al marcharse la adolescente Quincy pensó que su madre había sido una mujer muy querida por sus vecinos y por la gente del barrio, pero que la vecina de su madre, cuyo rostro no conseguía recordar con claridad, aún lo era más.
Llamó por teléfono a la funeraria y habló con un tal Tremayne. Le dijo que era el hijo de Edna Miller. Tremayne consultó sus notas y le dio el pésame varias veces, hasta que encontró el papel que buscaba. Entonces le dijo que esperara un momento y lo pasó con un tal Lawrence. Éste le preguntó qué clase de ceremonia deseaba.
—Algo sencillo e íntimo —dijo Quincy—. Muy sencillo y muy íntimo.
Al final acordaron que su madre sería incinerada y que la ceremonia, si todo marchaba por los cauces normales, tendría lugar al día siguiente, en la funeraria, a las 7 de la tarde. A las 7.45 todo habría acabado. Preguntó si era posible hacerlo antes. La respuesta fue negativa. Después el señor Lawrence abordó delicadamente el asunto económico. No hubo ningún problema. Quincy quiso saber si tenía que llamar a la policía o al hospital. No, dijo el señor Lawrence, de eso ya se ocupó la señorita Holly. Se preguntó quién era la señorita Holly y no pudo adivinarlo.
—La señorita Holly es la vecina de su difunta madre —dijo el señor Lawrence.
—Es cierto —dijo Quincy.
Durante un instante ambos permanecieron en silencio, como si intentaran recordar o recomponer los rostros de Edna Miller y de su vecina. El señor Lawrence se puso a carraspear. Preguntó si sabía a qué iglesia pertenecía su madre. Preguntó si él tenía alguna preferencia religiosa. Dijo que su madre era feligresa de la Iglesia Cristiana de los Ángeles Perdidos. O tal vez no se llamara así. No lo recordaba. En efecto, dijo el señor Lawrence, no se llama así, es la Iglesia Cristiana de los Ángeles Recobrados. Eso, dijo Quincy. Y también dijo que no tenía ninguna preferencia religiosa, con que fuera una ceremonia cristiana, bastaba y sobraba.
Esa noche durmió en el sofá de la casa de su madre y sólo una vez entró en la habitación de ésta y le echó una ojeada al cadáver. Al día siguiente, a primera hora de la mañana, llegaron los de la funeraria y se la llevaron. Él se levantó para atenderlos, entregarles un cheque, y observar cómo se marchaban con el ataúd de pino escaleras abajo. Luego volvió a quedarse dormido en el sofá.
Al despertar creyó que había soñado con una película que había visto no hacía mucho. Pero todo era distinto. Los personajes eran negros, así que la película del sueño era como un negativo de la película real. Y también ocurrían cosas distintas. El argumento era el mismo, las anécdotas, pero el desarrollo era diferente o en algún momento daba un giro inesperado y se convertía en algo totalmente distinto. Lo más terrible de todo, sin embargo, es que él, mientras soñaba, sabía que no necesariamente tenía que ser así, percibía la similitud con la película, creía comprender que ambas partían de los mismos postulados, y que si la película que había visto era la película real, la otra, la soñada, podía ser un comentario razonado, una crítica razonada y no necesariamente una pesadilla. Toda crítica, al cabo, se convierte en una pesadilla, pensó mientras se lavaba la cara en la casa donde ya no estaba el cádaver de su madre.
También pensó en lo que ésta le habría dicho. Sé un hombre y carga con tu cruz.
En el trabajo todo el mundo lo conocía por el nombre de Oscar Fate. Cuando volvió nadie le dijo nada. No había motivos para decirle nada. Estuvo un rato contemplando las notas que había reunido sobre Barry Seaman. La chica de la mesa de al lado no estaba. Después guardó las notas en un cajón que cerró con llave y se marchó a comer. En el ascensor se cruzó con el editor de la revista, al que acompañaba una mujer joven y gorda que escribía sobre asesinos adolescentes. Se saludaron con un gesto y cada uno siguió su camino.
Comió una sopa de cebolla y una tortilla francesa en un restaurante barato y bueno que quedaba a dos manzanas. No había comido nada desde el día anterior y la comida le sentó bien. Cuando ya había pagado y se disponía a salir lo llamó un tipo que trabajaba en deportes y le invitó a una cerveza. Mientras esperaban sentados en la barra el tipo le dijo que aquella mañana había muerto en las afueras de Chicago el encargado de la subsección de boxeo. La subsección de boxeo, en realidad, era un eufemismo que designaba únicamente al tipo muerto.
—¿Cómo murió? —preguntó Fate.
—Lo mataron a cuchilladas unos negros de Chicago —dijo el otro.
El camarero puso sobre la barra una hamburguesa. Fate se bebió la cerveza, le dio una palmada en el hombro y dijo que se tenía que marchar. Cuando llegó a la puerta de cristal se dio la vuelta y contempló el restaurante a rebosar de clientes y la espalda del tipo que trabajaba en deportes y a la gente que estaba acompañada y que hablaba o comía mirándose a los ojos y a los tres camareros que jamás se estaban quietos. Después abrió la puerta, salió a la calle, volvió a mirar hacia el interior del restaurante, pero con los cristales de por medio todo era diferente. Echó a andar.
—¿Cuándo piensas ponerte en camino, Oscar? —le dijo el jefe de su sección.
—Mañana.
—¿Tienes todo lo que necesitas, tienes todo preparado?
—Ningún problema, hombre —dijo Fate—. Todo dispuesto.
—Así me gusta, muchacho —dijo el jefe—. ¿Te enteraste de que se cargaron a Jimmy Lowell?
—Algo oí.
—Fue en Paradise City, cerca de Chicago —dijo el jefe—. Dicen que Jimmy tenía allí una zorra. Una nena veinte años menor que él y casada.
—¿Qué edad tenía Jimmy? —preguntó Fate sin ningún interés.
—Debía de andar por los cincuentaicinco —dijo el jefe—. La policía ha detenido al marido de la zorra, pero nuestro hombre en Chicago dice que probablemente ella también está implicada en el asesinato.
—¿Jimmy no era un tipo grande, de unos cien kilos de peso? —dijo Fate.
—No, Jimmy no era grande y tampoco pesaba cien kilos. Era un tipo de un metro setenta, aproximadamente, y de unos ochenta kilos de peso —dijo el jefe.
—Lo he confundido con otro —dijo Fate—, un tipo grande que a veces comía con Remy Burton y al que me encontraba de tanto en tanto en el ascensor.
—No —dijo el jefe—, Jimmy casi nunca venía a las oficinas, siempre estaba de viaje, sólo aparecía por aquí una vez al año, creo que vivía en Tampa, o puede que ni siquiera tuviera una casa y se pasara la vida en hoteles y aeropuertos.
Se duchó y no se afeitó. Escuchó los mensajes en el contestador. Dejó sobre la mesa el dossier de Barry Seaman que había traído de su oficina. Se puso ropa limpia y salió. Como aún tenía tiempo, primero fue a casa de su madre. Notó que algo allí olía a rancio. Fue a la cocina y al no encontrar nada podrido cerró la bolsa de basura y abrió la ventana. Después se sentó en el sofá y encendió la tele. Sobre un estante junto al televisor vio algunos videos. Durante unos segundos pensó en examinarlos, pero casi al instante desistió. Seguramente eran cintas donde su madre grababa programas que luego veía por la noche. Trató de pensar en algo agradable. Trató de organizar mentalmente su agenda. No pudo. Al cabo de un rato de inmovilidad absoluta, apagó el televisor, cogió las llaves y la bolsa de basura y abandonó la casa. Antes de bajar llamó a la puerta de la vecina. Nadie contestó. En la calle arrojó la bolsa de basura a un contenedor repleto.
La ceremonia fue sencilla y extremadamente práctica. Firmó un par de papeles. Extendió otro cheque. Recibió las condolencias del señor Tremayne, primero, y del señor Lawrence, que apareció al final, cuando ya se iba con el jarrón donde estaban las cenizas de su madre. ¿El oficio ha sido satisfactorio?, dijo el señor Lawrence. Durante la ceremonia, sentada en un extremo de la sala, volvió a ver a la adolescente alta. Iba vestida igual que antes, con bluejeans y el vestido negro con flores amarillas. La miró y trató de hacerle un gesto amistoso, pero ella no lo miraba a él. El resto de los asistentes eran desconocidos, aunque predominaban las mujeres, por lo que supuso que debían de ser amigas de su madre. Al final, dos de éstas se le acercaron y le dijeron palabras que no entendió y que podían ser de ánimo o de reconvención. Volvió caminando a casa de su madre. Dejó el jarrón junto a los vídeos y volvió a encender la tele. Ya no olía a rancio. Todo el edificio estaba en silencio, como si no hubiera nadie o todos hubieran salido a hacer algo urgente. Desde la ventana vio a unos adolescentes que jugaban y hablaban (o conspiraban), pero cada cosa a su tiempo, es decir, jugaban durante un minuto, se detenían, se juntaban todos, hablaban durante un minuto y volvían a jugar, tras lo cual paraban y se repetía lo mismo una y otra vez.
Se preguntó qué clase de juego era ése y si las interrupciones para hablar eran parte del juego o un palmario desconocimiento de sus reglas. Decidió salir a caminar. Al cabo de un rato sintió hambre y entró en un pequeño local árabe (egipcio o jordano, no lo sabía) en donde le sirvieron un bocadillo de carne de cordero picada. Al salir se sintió mal. En un callejón en penumbra se puso a vomitar el cordero y en la boca le quedó un gusto a bilis y a especias. Vio a un tipo que arrastraba un carrito de hot-dogs. Le dio alcance y le pidió una cerveza. El tipo lo miró como si Fate estuviera drogado y le dijo que a él no le permitían vender bebidas alcohólicas.
—Dame lo que tengas —dijo.
El tipo le tendió una botella de Coca-Cola. Pagó y se bebió toda la Coca-Cola mientras el tipo del carrito se alejaba por la avenida mal iluminada. Al cabo de un rato vio la marquesina de un cine. Recordó que en su adolescencia solía pasar muchas tardes allí. Decidió entrar aunque la película, tal como le anunció la taquillera, ya hacía rato que había empezado.
Permaneció sentado en la butaca durante una sola escena. Un tipo blanco era detenido por tres policías negros. Los policías no lo llevan a una comisaría sino a un aeródromo. Allí el tipo detenido ve al jefe de los policías, que también es negro. El tipo es bastante listo y no tarda en comprender que son agentes de la DEA. Con sobrentendidos y silencios elocuentes, llegan a una especie de trato. Mientras hablan, el tipo se asoma a una ventana. Ve la pista de aterrizaje y una avioneta Cesna que carretea hacia un lado de la pista. De la avioneta sacan un cargamento de cocaína. El que abre las cajas y extrae los ladrillos es negro. Junto a él hay otro negro que va tirando la droga en el interior de un barril con fuego, como los que usan los sin casa para calentarse durante las noches de invierno. Pero estos policías negros no son mendigos sino agentes de la DEA, bien vestidos, funcionarios del gobierno. El tipo deja de mirar por la ventana y le hace notar al jefe que todos sus hombres son negros. Están más motivados, dice el jefe. Y después dice: ahora puedes largarte. Cuando el tipo se va el jefe sonríe pero la sonrisa no tarda en convertirse en una mueca. En ese momento Fate se levantó y se dirigió a los lavabos, en donde vomitó lo que quedaba de cordero en su estómago. Después salió a la calle y volvió a casa de su madre.
Antes de abrir la puerta, llamó con los nudillos en la puerta de la vecina. Le abrió una mujer más o menos de su misma edad, con gafas y el pelo envuelto en un turbante africano de color verde. Se identificó y preguntó por la vecina. La mujer lo miró a los ojos y lo hizo pasar. La sala era parecida a la de su madre, incluso los muebles eran similares. En el interior vio a seis mujeres y tres hombres. Algunos estaban de pie o apoyados en el quicio de la cocina, pero la mayoría permanecían sentados.
—Soy Rosalind —dijo la mujer del turbante—, su madre y mi madre eran muy amigas.
Fate asintió con la cabeza. Del fondo de la casa llegaron unos sollozos. Una de las mujeres se levantó y entró en la habitación. Al abrir la puerta los sollozos crecieron en intensidad, pero cuando la puerta se cerró dejaron de oírse.
—Es mi hermana —dijo Rosalind con un gesto de hastío—. ¿Quiere un café?
Fate dijo que sí. Al marcharse la mujer a la cocina uno de los hombres que estaba de pie se le acercó y le preguntó si quería ver a la señora Holly. Dijo que sí con la cabeza. El hombre lo guió hasta el dormitorio, pero se quedó detrás de él, al otro lado de la puerta. En la cama yacía el cadáver de la vecina y junto a ella vio a una mujer, de rodillas, rezando. Sentada en una mecedora, junto a la ventana, vio a la adolescente de los bluejeans y el vestido negro con flores amarillas. Tenía los ojos rojos y lo miró como si nunca lo hubiera visto antes.
Al salir se sentó en la punta de un sofá ocupado por mujeres que hablaban con monosílabos. Cuando Rosalind le puso la taza de café en las manos le preguntó cuándo había muerto su madre. Esta tarde, dijo Rosalind con voz serena. ¿De qué murió? Cosas de la edad, dijo Rosalind con una sonrisa. Al volver a casa Fate se dio cuenta de que aún llevaba la taza de café en la mano. Por un instante pensó en volver a casa de la vecina y devolvérsela, pero luego pensó que era mejor dejarlo para el día siguiente. Fue incapaz de beberse el café. Lo dejó junto a los vídeos y el jarrón que contenía las cenizas de su madre, después encendió el televisor y apagó las luces de la casa y se tendió en el sofá. Quitó el sonido.
A la mañana siguiente, cuando abrió los ojos, lo primero que vio fue una serie de dibujos animados. Un montón de ratas corriendo por la ciudad y dando gritos mudos. Cogió el mando con una mano y cambió de canal. Cuando encontró uno de noticias puso el sonido, aunque no muy fuerte, y se levantó. Se lavó la cara y el cuello y cuando se secó se dio cuenta de que aquella toalla que colgaba del toallero había sido con casi toda probabilidad la última toalla que su madre utilizara. La olió pero no descubrió ningún olor familiar. En el estante del baño había varias cajas de medicinas y algunos potes con cremas hidratantes o antiinflamatorias. Llamó por teléfono al trabajo y preguntó por su jefe de sección. Sólo estaba su vecina de mesa y con ella habló. Le dijo que no iría a la revista pues pensaba salir dentro de unas horas para Detroit. Ella dijo que ya lo sabía y le deseó buena suerte.
—Volveré dentro de tres días, tal vez cuatro —dijo.
Luego colgó, se alisó la camisa, se puso la chaqueta, se miró en el espejo que había junto a la entrada y trató vanamente de animarse. Es hora de volver al trabajo. Con la mano en el pomo de la puerta, se quedó quieto y pensó si no sería conveniente llevarse a su casa el jarrón con las cenizas. Lo haré cuando vuelva, pensó, y abrió la puerta.
En su casa sólo estuvo el tiempo justo para meter en un bolso el dossier de Barry Seaman, algunas camisas, calcetines y calzoncillos. Se sentó en una silla y se dio cuenta de que estaba muy nervioso. Trató de calmarse. Al salir a la calle advirtió que estaba lloviendo. ¿En qué momento se había puesto a llover? Todos los taxis que pasaban estaban ocupados. Se colgó el bolso de un hombro y se puso a caminar pegado al bordillo de la acera. Por fin un taxi se detuvo. Cuando estaba a punto de cerrar la puerta oyó algo parecido a un disparo. Le preguntó al taxista si él también lo había oído. El taxista era un hispano que hablaba muy mal el inglés.
—Cada día se oyen cosas más fantásticas en Nueva York —dijo.
—¿Qué quiere decir con cosas fantásticas? —preguntó.
—Pues eso mismo, fantásticas —dijo el taxista.
Al cabo de un rato Fate se durmió. De tanto en tanto abría los ojos y veía pasar edificios en donde no parecía vivir nadie o avenidas grises mojadas por la lluvia. Luego cerraba los ojos y volvía a dormirse. Se despertó cuando el taxista le preguntó en qué terminal del aeropuerto quería que lo dejara.
—Voy para Detroit —dijo, y volvió a dormirse.
Las dos personas que ocupaban los asientos de delante hablaban de fantasmas. Fate no podía ver sus caras, pero imaginó que eran dos personas mayores, tal vez de sesenta o setenta años. Pidió un zumo de naranja. La azafata era rubia, de unos cuarenta años y tenía una mancha en el cuello que tapaba con un pañuelo blanco que el trajín con los viajeros había hecho deslizarse hacia abajo. El tipo que ocupaba el asiento de al lado era negro y bebía una botella de agua. Fate abrió su bolso y extrajo el dossier de Seaman. Los pasajeros de delante ya no hablaban de fantasmas sino de una persona a la que llamaban Bobby. Este Bobby vivía en Jackson Tree, en el estado de Michigan, y tenía una cabaña junto al lago Hurón. En cierta ocasión el tal Bobby había salido en barca y había naufragado. Como pudo, se cogió a un tronco que flotaba por allí, un tronco milagroso, y esperó a que se hiciera de día. Pero por la noche el agua cada vez era más fría y Bobby empezó a helarse y a perder fuerzas. Cada vez se sentía más débil y aunque trató de atarse con el cinturón al tronco, por más esfuerzos que hizo no pudo. Contado, parece fácil, pero en la vida real es difícil atar tu propio cuerpo a un tronco a la deriva. Así que se resignó, pensó en sus seres queridos (aquí mencionaron a un tal Jig, que podía ser el nombre de un amigo, de un perro o de una rana amaestrada) y se agarró con todas sus fuerzas al tronco. Entonces vio una luz en el cielo. Creyó, ingenuamente, que se trataba de un helicóptero que había salido a buscarlo y se puso a gritar. Sin embargo no tardó en reparar en que los helicópteros hacen un sonido de aspas y la luz que veía no hacía ese sonido. Pasados unos segundos se dio cuenta de que era un avión. Un enorme avión de pasajeros que iba a estrellarse directamente donde él estaba flotando agarrado al tronco. De golpe se le esfumó todo el cansancio. Vio pasar el avión justo encima de su cabeza. Iba en llamas. A unos trescientos metros de donde él estaba el avión se clavó contra el lago. Oyó dos o tal vez más explosiones. Sintió el impulso de acercarse hacia donde había ocurrido el desastre y eso hizo, muy lentamente, porque era difícil manejar el tronco como si fuera un flotador. El avión se había partido en dos y sólo una parte aún flotaba. Antes de llegar Bobby vio cómo se hundía lentamente en las aguas nuevamente oscuras del lago. Poco después llegaron los helicópteros de salvamento. Sólo encontraron a Bobby y se sintieron estafados cuando éste les dijo que no viajaba en el avión sino que había naufragado en su bote, mientras pescaba. De todas maneras se hizo famoso durante un tiempo, dijo el que contaba la historia.
—¿Y aún vive en Jackson Tree? —dijo el otro.
—No, creo que ahora vive en Colorado —fue la respuesta.
Después se pusieron a hablar de deportes. El vecino de Fate se bebió toda su agua y eructó discretamente llevándose una mano a la boca.
—Mentiras —dijo en voz baja.
—¿Cómo dice? —dijo Fate.
—Mentiras, mentiras —dijo el tipo.
Ya comprendo, dijo Fate, y le dio la espalda y se puso a mirar por la ventanilla las nubes que parecían catedrales o tal vez sólo pequeñas iglesias de juguete abandonadas en una cantera de mármol laberíntica y cien veces más grande que el Gran Cañón.
En Detroit Fate alquiló un coche y tras consultar un mapa que le proporcionó la misma agencia de coches se dirigió al barrio donde vivía Barry Seaman.
No lo encontró en su casa, pero un niño le dijo que solía estar casi siempre en el Pete’s Bar, no muy lejos de allí. El barrio parecía un barrio de jubilados de la Ford y de la General Motor. Mientras caminaba iba mirando los edificios, de cinco o seis pisos, y sólo veía a viejos sentados en las escaleras o fumando acodados en las ventanas. De tanto en tanto, en alguna esquina, aparecía algún grupo de niños hablando en corro o niñas que saltaban a la cuerda. Los coches aparcados no eran buenos ni de último modelo, pero se veían bien cuidados.
El bar estaba junto a un lote baldío lleno de malezas y de flores silvestres que ocultaban los cascotes del edificio que antes se levantaba allí. Sobre el muro lateral de un edificio vecino vio un mural que le pareció curioso. Era circular, como un reloj, y donde debían estar los números había escenas de gente trabajando en las fábricas de Detroit. Doce escenas que representaban doce etapas en la cadena de producción. En cada escena, sin embargo, se repetía un personaje: un adolescente negro, o un hombre negro largo y esmirriado que aún no había abandonado o que se resistía a abandonar su infancia, vestido con ropas que variaban con cada escena pero que indefectiblemente siempre le quedaban pequeñas, y que cumplía una función que aparentemente podía ser tomada como la del payaso, el tipo que está ahí para hacernos reír, aunque si uno lo miraba con más atención se daba cuenta de que no sólo estaba allí para hacernos reír. Parecía la obra de un loco. La última pintura de un loco. En el centro del reloj, hacia donde convergían todas las escenas, había una palabra pintada con letras que parecían de gelatina: miedo.
Fate entró en el bar. Se sentó en un taburete y le preguntó al tipo que atendía el establecimiento quién era el artista que había hecho el mural de la calle. El camarero, un negro corpulento de unos sesenta años, con la cara surcada de cicatrices, le dijo que no lo sabía.
—Algún muchacho del barrio habrá sido —masculló.
Pidió una cerveza y le echó una mirada al bar. No fue capaz de distinguir entre los clientes a Seaman. Con la cerveza en la mano preguntó en voz alta si alguien conocía a Barry Seaman.
—¿Quién lo busca? —dijo un tipo bajito, que llevaba una camiseta de los Pistons y una chaqueta de mezclilla celeste.
—Oscar Fate —dijo Fate—, de la revista Amanecer Negro, de Nueva York.
El camarero se le acercó y le preguntó si era verdad que era periodista. Soy periodista. Del Amanecer Negro.
—Hermano —dijo el tipo bajito sin levantarse de su mesa—, tu revista tiene un nombre de mierda. —Sus dos compañeros de cartas se rieron—. Personalmente ya estoy harto de tantos amaneceres —dijo el tipo bajito—, me gustaría que de vez en cuando los hermanos de Nueva York hicieran algo con el atardecer, que es la mejor hora, al menos en este jodido barrio.
—Cuando vuelva se lo diré. Yo sólo hago reportajes —dijo.
—Barry Seaman hoy no ha venido —dijo un viejo que estaba, al igual que él, sentado junto a la barra.
—Creo que está enfermo —dijo otro.
—Es verdad, algo de eso oí decir —dijo el viejo de la barra.
—Lo esperaré un rato —dijo Fate, y terminó de beberse su cerveza.
El camarero se acodó junto a él y le dijo que en sus tiempos había sido boxeador.
—Mi última pelea fue en Atenas, en Carolina del Sur. Peleé contra un chico blanco. ¿Quién crees que ganó? —dijo.
Fate lo miró a los ojos, hizo un gesto indescifrable con la boca y le pidió otra cerveza.
—Hacía cuatro meses que no veía a mi mánager. Sólo andaba yo con mi entrenador, el viejo Johnny Turkey, recorriendo las ciudades de Carolina del Sur y Carolina del Norte y durmiendo en los peores hoteles. Íbamos como mareados, yo por los golpes recibidos y el viejo Turkey porque ya tenía más de ochenta años. Sí, ochenta, o puede que ochentaitrés. A veces, antes de dormirnos, con la luz ya apagada, discutíamos sobre eso. Turkey decía que acababa de cumplir ochenta. Yo que tenía ochentaitrés. La pelea era una pelea amañada. El empresario me dijo que tenía que dejarme caer en el quinto round. Y dejarme castigar un poco en el cuarto. A cambio me darían el doble de lo prometido, que no era mucho. Se lo dije esa noche a Turkey mientras cenábamos. Por mí no hay problema, me dijo. Ningún problema. El problema es que esta gente suele no cumplir después sus compromisos. Así que tú verás. Eso me dijo.
Cuando volvió a casa de Seaman se sentía un poco mareado. Una luna enorme se desplazaba por las azoteas de los edificios. Junto a un zaguán un tipo lo abordó y le dijo algo que o bien no entendió o bien le parecieron palabras inadmisibles. Soy amigo de Barry Seaman, hijo de puta, le dijo mientras lo intentaba coger por las solapas de su chaqueta de cuero.
—Tranquilo —dijo el tipo—. Tómatelo con calma, hermano.
En el fondo del zaguán vio cuatro pares de ojos de color amarillo que brillaban en la oscuridad, y en la mano colgante del tipo al que sujetaba vio el reflejo fugaz de la luna.
—Lárgate si no quieres morir —dijo.
—Tranquilo, hermano, primero suéltame —dijo el tipo.
Fate lo soltó y buscó la luna en las azoteas de enfrente. La siguió. Mientras caminaba oyó ruidos en las calles laterales, pasos, carreras, como si una parte del barrio se acabara de despertar. Junto al edificio de Seaman distinguió su coche alquilado. Lo examinó. No le habían hecho nada. Después llamó por el portero automático y una voz le preguntó, de muy mal humor, qué quería. Fate se identificó y dijo que era el enviado del Amanecer Negro. En el interfono se oyó una risita de satisfacción. Adelante, dijo la voz. Subió las escaleras a cuatro patas. En algún momento se dio cuenta de que no estaba bien. Seaman lo esperaba en el rellano.
—Necesito ir al lavabo —dijo Fate.
—Jesús —dijo Seaman.
La sala era pequeña y modesta y vio muchos libros desparramados por todas partes y también carteles pegados en las paredes y fotos pequeñas esparcidas por las estanterías y la mesa y encima del televisor.
—La segunda puerta —dijo Seaman.
Fate entró y se puso a vomitar.
Al despertar vio a Seaman escribiendo con un bolígrafo. A su lado había cuatro libros muy gruesos y varias carpetas llenas de papeles. Seaman usaba gafas para escribir. Se fijó en que de los cuatro libros tres eran diccionarios y el cuarto era un mamotreto que se llamaba La enciclopedia francesa abreviada, del que él nunca había oído hablar ni en la universidad ni en toda su vida. El sol entraba por la ventana. Se sacó la manta de encima y se sentó en el sofá. Le preguntó a Seaman qué había pasado. El viejo lo miró por encima de sus gafas y le ofreció una taza de café. Seaman medía un metro ochenta, por lo menos, pero caminaba algo encorvado, lo que lo hacía parecer más pequeño. Se ganaba la vida dando conferencias que por regla general no estaban bien pagadas, pues solían contratarlo instituciones escolares que trabajaban en los guetos y de vez en cuando pequeñas universidades progresistas que no contaban con un presupuesto suficiente. Hacía unos años había publicado un libro titulado Comiendo costillas de cerdo con Barry Seaman, en el que recopilaba todas las recetas que conocía de costillas de cerdo, generalmente a la plancha o a la barbacoa, añadiendo datos curiosos o extravagantes sobre el sitio en donde había aprendido la receta y quién y en qué circunstancia se la había enseñado. La mejor parte del libro eran las costillas de cerdo con puré de patata o de manzana que había hecho en la cárcel, la forma de conseguir las materias primas, la forma de cocinar en un lugar donde no lo dejaban, entre tantas otras cosas, cocinar. El libro no fue un éxito pero puso otra vez en circulación a Seaman y apareció en algunos programas de televisión de la mañana, cocinando en directo algunas de sus famosas recetas. Ahora su nombre había vuelto a caer en el olvido, pero él seguía dictando sus conferencias y viajando por todo el país, a veces a cambio de un billete de ida y vuelta y trescientos dólares.
Junto a la mesa en donde escribía y donde ambos se sentaron a tomar el café, había un cartel en blanco y negro en el que aparecían dos jóvenes con chaquetas negras y boinas negras y gafas negras. Fate sintió un escalofrío, pero no por el cartel sino por lo mal que se sentía, y tras beber el primer sorbo le preguntó si uno de aquellos muchachos era él. Así es, dijo Seaman. Preguntó cuál de los dos. Seaman sonrió. No tenía ni un solo diente.
—Es difícil decirlo, ¿verdad?
—No lo sé, no me siento muy bien, si me sintiera mejor seguro que lo adivinaría —dijo Fate.
—El de la derecha, el más bajito —dijo Seaman.
—¿Quién es el otro? —dijo Fate.
—¿Seguro que no lo sabes?
Volvió a mirar el cartel durante un rato.
—Es Marius Newell —dijo Fate.
—Así es —dijo Seaman.
Seaman se puso una chaqueta. Después entró en la habitación y cuando volvió a salir llevaba un sombrero de ala corta de color verde oscuro. De un vaso que estaba en el baño en penumbra sacó su dentadura postiza y se la encajó con cuidado. Fate lo observó desde la sala. Se enjuagó los dientes con un líquido rojo, escupió sobre el lavamanos, volvió a enjuagarse la boca y dijo que ya estaba listo.
Partieron en el coche alquilado hasta el parque Rebeca Holmes, a unas veinte manzanas de allí. Como aún tenían tiempo detuvieron el coche a un lado del parque y se dedicaron a conversar mientras estiraban los pies. El parque Rebeca Holmes era grande y en la parte central, protegido por una valla semidestrozada, había un espacio dedicado a los juegos infantiles llamado Memorial Temple A. Hoffman, en donde no vieron a ningún niño jugando. De hecho, el espacio infantil, salvo por un par de ratas que al verlos echaron a correr, estaba totalmente vacío. Junto a una arboleda de robles se alzaba una pérgola de trazado vagamente oriental, como una iglesia ortodoxa rusa en miniatura. Del otro lado de la pérgola se oía música de rap.
—Detesto esta mierda —dijo Seaman—, eso que quede claro en tu artículo.
—¿Por qué? —dijo Fate.
Avanzaron hacia la pérgola y vieron junto a ésta el lecho de un estanque ahora completamente seco. Sobre el barro seco habían quedado las huellas congeladas de unas zapatillas Nike. Fate pensó en los dinosaurios y volvió a sentirse mareado. Rodearon la pérgola. En el otro lado, junto a unos matojos, vieron en el suelo el radiocasete de donde salía la música. No había nadie alrededor. Seaman dijo que no le gustaba el rap porque la única salida que ofrecía era el suicidio. Pero ni siquiera un suicidio con sentido. Ya sé, dijo, ya sé. Es difícil imaginar un suicidio con sentido. No suele haberlo. Aunque yo he visto o he estado cerca de dos suicidios con sentido. Eso creo. Tal vez me equivoque, dijo.
—¿De qué manera el rap aboga por el suicidio? —dijo Fate.
Seaman no le contestó y lo condujo por un atajo entre los árboles, desde donde salieron a un prado. En la acera tres niñas jugaban a saltar la cuerda. La canción que cantaban le pareció singular en grado extremo. Decía algo sobre una mujer a la que le habían amputado las piernas y los brazos y la lengua. Decía algo sobre el alcantarillado de Chicago y sobre el jefe del alcantarillado o un empleado público llamado Sebastian D’Onofrio y luego venía un estribillo que repetía Chi-Chi-Chi-Chicago. Decía algo sobre el influjo de la luna. Después a la mujer le crecían piernas de madera y brazos de alambre y una lengua hecha de hierbas y plantas trenzadas. Totalmente despistado, preguntó por su coche y el viejo le contestó que estaba al otro lado del parque Rebeca Holmes. Cruzaron la calle hablando de deportes. Anduvieron cien metros y entraron en una iglesia.
Allí, desde el púlpito, Seaman habló de su vida. Lo presentó el reverendo Ronald K. Foster, aunque por la manera de hacerlo se notaba que Seaman ya había estado allí antes. Voy a tratar cinco temas, dijo Seaman, ni uno más ni uno menos. El primer tema es PELIGRO. El segundo, DINERO. El tercero, COMIDA. El cuarto, ESTRELLAS. El quinto y último, UTILIDAD. La gente sonrió y algunos movieron la cabeza en señal de aprobación, como si le dijeran al conferenciante que estaban de acuerdo, que no tenían nada mejor que hacer que escucharlo. En una esquina vio a cinco chicos, ninguno mayor de veinte años, vestidos con chaquetas negras y boinas negras y lentes negros que miraban a Seaman con expresión estólida y que lo mismo estaban allí para aplaudirle que para insultarle. En el escenario el viejo se movía con la espalda encorvada de un lado a otro, como si de pronto hubiera olvidado su discurso. De improviso, a una orden del pastor, el coro cantó un gospel. La letra de la canción hablaba de Moisés y del cautiverio del pueblo de Israel en Egipto. El mismo pastor los acompañaba al piano. Entonces Seaman volvió al centro y levantó una mano (tenía los ojos cerrados) y a los pocos segundos cesaron las notas del coro y la iglesia quedó en silencio.
PELIGRO. Contra lo que todos (o buena parte de los feligreses) esperaban, Seaman empezó hablando de su infancia en California. Dijo que para los que no conocen California, ésta a lo que más se parecía era a una isla encantada. Tal cual. Es igual que en las películas, pero mejor. La gente vive en casas de una sola planta y no en edificios, dijo, y acto seguido se extendió en una comparación entre casas de una sola planta o a lo sumo de dos y edificios de cuatro o cinco plantas en donde el ascensor un día está estropeado y otro día fuera de servicio. En lo único en que los edificios no salían desfavorablemente parados era en las distancias. Un barrio de edificios acorta las distancias, dijo. Todo queda más cerca. Puedes ir caminando a comprar la comida o puedes caminar hasta el bar más próximo (aquí le guiñó un ojo al reverendo Foster), o hasta la iglesia de tu congregación más próxima, o hasta un museo. Es decir, no tienes necesidad de coger un coche. Ni siquiera tienes necesidad de tener un coche. Y aquí se extendió con una serie de estadísticas sobre accidentes automovilísticos mortales en un condado de Detroit y en un condado de Los Ángeles. Y eso que es en Detroit donde se fabrican, dijo, y no en Los Ángeles. Levantó un dedo, se buscó algo en el bolsillo de la chaqueta y sacó un inhalador para enfermos broncopulmonares. Todo el mundo esperó en silencio. Los dos chisguetazos del inhalador se oyeron hasta en el último rincón de la iglesia. Perdón, dijo Seaman. Después contó que él a los trece años había aprendido a conducir. Ya no lo hago, dijo, pero a los trece aprendí y no es algo que me llene de orgullo. En ese momento miró a la sala, a un sitio impreciso en el centro de la nave, y dijo que él había sido uno de los fundadores del partido Panteras Negras. Concretamente, dijo, Marius Newell y yo. A partir de ese instante la conferencia dio un ligerísimo giro. Fue como si las puertas de la iglesia se hubieran abierto, escribió Fate en su cuaderno de notas, y hubiera entrado el fantasma de Newell. Pero acto seguido, como si quisiera salir del atolladero, Seaman se puso a hablar no de Newell sino de la madre de Newell, Anne Jordan Newell, y evocó su porte, agraciado, su trabajo, obrera en una fábrica de aspersores, su religiosidad, acudía cada domingo a la iglesia, su laboriosidad, tenía la casa limpia como una patena, su simpatía, siempre tuvo una sonrisa para los demás, su responsabilidad, daba, sin imponerlos, buenos y sabios consejos. No hay nada superior a una madre, concluyó Seaman. Yo fundé, junto a Marius, los Panteras Negras. Trabajábamos en lo que fuera y comprábamos escopetas y pistolas para la autodefensa del pueblo. Pero una madre vale más que la revolución negra. Os lo puedo asegurar. En mi larga y azarosa vida he visto muchas cosas. Estuve en Argelia y estuve en China y en varias cárceles de los Estados Unidos. No hay nada que valga tanto como una madre. Esto lo digo aquí y lo digo en cualquier otro lugar y a cualquier hora, dijo con voz bronca. Después pidió perdón otra vez y se dio la vuelta, hacia el altar, y luego volvió a ponerse de cara al público. Como ustedes saben, dijo, a Marius Newell lo mataron. Lo mató un negro como ustedes o como yo, una noche, en Santa Cruz, California. Yo se lo dije. Marius, no vuelvas a California, mira que allí hay mucho policía que nos tiene tomada la medida. Pero él no me hizo caso. Le gustaba California. Le gustaba ir a los roqueríos los domingos y respirar el olor del océano Pacífico. Cuando ambos estábamos en la cárcel, a veces, recibía postales de él en las que me decía que había soñado que respiraba ese aire. Y eso es raro, a pocos negros he conocido que les gustara tanto el mar. Más bien a ninguno, sobre todo en California. Pero yo sé lo que Marius quería decir, sé lo que esto significa. Bueno, sinceramente, yo tengo una teoría acerca de esto, acerca de por qué a los negros no nos gusta el mar. Sí nos gusta. Pero no nos gusta tanto como a otra gente. Pero mi teoría no viene a cuento ahora. Marius me dijo que las cosas habían cambiado en California. Hay ahora muchos más policías negros, por ejemplo. Es verdad. En eso ha cambiado. Pero hay otras cosas en que todo sigue igual. Aunque hay cosas que no y eso hay que reconocerlo. Y Marius lo reconocía y sabía que parte del mérito era nuestro. Los Panteras Negras habíamos contribuido al cambio. Con nuestro grano de arena o con nuestro camión volquete. Habíamos contribuido. También había contribuido la madre de Marius y todas las demás madres negras que por las noches, en vez de dormir, lloraron e imaginaron las puertas del infierno. Así que decidió volver a California y vivir allí lo que le quedaba de vida, tranquilo, sin hacer daño a nadie, y tal vez fundar una familia y tener hijos. Siempre dijo que a su primer hijo lo iba a llamar Frank, en memoria de un compañero que murió en la prisión de Soledad. En realidad, hubiera tenido que tener por lo menos treinta hijos para recordar a los amigos muertos. O diez y a cada uno ponerle tres nombres. O cinco y a cada uno ponerle seis nombres. Pero la verdad es que no tuvo ninguno porque una noche, mientras estaba caminando por una calle de Santa Cruz, lo mató un negro. Dicen que por dinero. Dicen que Marius le debía dinero y que por eso lo mataron, pero a mí me cuesta creerlo. Yo creo que alguien pagó para que lo mataran. Marius en aquella época estaba luchando contra el tráfico de drogas en los barrios y a alguien eso no le gustó. Puede ser. Yo aún estaba en la cárcel y no sé muy bien qué fue lo que pasó. Tengo mis versiones, demasiadas versiones. Sólo sé que Marius murió en Santa Cruz, en donde no vivía, adonde había ido a pasar unos días, y resulta difícil pensar que el asesino viviera allí. Es decir: el asesino siguió a Marius. Y el único motivo que se me ocurre pensar que justificara la presencia de Marius en Santa Cruz es el mar. Marius fue a ver y a oler el océano Pacífico. Y el asesino se desplazó a Santa Cruz siguiendo el olor de Marius. Y pasó lo que todos saben. A veces me imagino a Marius. Más frecuentemente de lo que en el fondo desearía. Y lo veo en una playa de California. En alguna de Big Sur, por ejemplo, o en la playa de Monterrey, al norte de Fisherman’s Wharf, subiendo por la Highway 1. Él está acodado en un mirador, de espaldas a nosotros. Es invierno y hay pocos turistas. Los Panteras Negras somos jóvenes, ninguno mayor de veinticinco años. Todos vamos armados, aunque hemos dejado las armas en el coche, y nuestros rostros expresan un profundo desagrado. El mar ruge. Entonces yo me acerco a Marius y le digo vámonos de aquí ahora mismo. Y en ese momento Marius se da la vuelta y me mira. Está sonriendo. Está más allá. Y me indica el mar con una mano, porque es incapaz de expresar con palabras lo que siente. Y entonces yo me asusto, aunque es mi hermano a quien tengo a mi lado, y pienso: el mar es el peligro.
DINERO. En pocas palabras, para Seaman el dinero era necesario, pero no tan necesario como la gente decía. Se puso a hablar de lo que llamó «relativismo económico». En la cárcel de Folsom, dijo, un cigarrillo equivalía a una vigésima parte de una lata pequeña de mermelada de fresa. En la cárcel de Soledad, por el contrario, un cigarrillo equivalía a una trigésima parte de esa misma lata de mermelada de fresa. En Walla-Walla, sin embargo, un cigarrillo estaba a la par de la lata de mermelada, entre otras razones porque los reclusos de Walla-Walla, vaya uno a saber por qué motivos, tal vez debido a una intoxicación alimentaria, tal vez a una adicción cada vez mayor a la nicotina, despreciaban profundamente las cosas dulces y procuraban pasarse todo el día inhalando humo en sus pulmones. El dinero, dijo Seaman, en el fondo era un misterio y él no era, por sus nulos estudios, la persona más adecuada para hablar de ese tema. No obstante tenía dos cosas que decir. La primera era que no estaba de acuerdo en la forma en que gastaban su dinero los pobres, sobre todo los pobres afroamericanos. Me hierve la sangre, dijo, cuando veo a un chulo de putas paseándose por el barrio a bordo de una limousine o de un Lincoln Continental. No lo puedo soportar. Cuando los pobres ganan dinero deberían comportarse con mayor dignidad, dijo. Cuando los pobres ganan dinero, deberían ayudar a sus vecinos. Cuando los pobres ganan mucho dinero, deberían mandar a sus hijos a la universidad y adoptar a uno o más huérfanos. Cuando los pobres ganan dinero, deberían admitir públicamente que han ganado sólo la mitad. Ni a sus hijos deberían contarle lo que en realidad tienen, porque los hijos luego quieren la totalidad de la herencia y no están dispuestos a compartirla con sus hermanos adoptivos. Cuando los pobres ganan dinero deberían guardar fondos secretos para ayudar no sólo a los negros que están pudriéndose en las cárceles de los Estados Unidos, sino para fundar empresas humildes como lavanderías, bares, videoclubs, que generen ganancias que luego se reviertan íntegramente en sus comunidades. Becas de estudio. Aunque los becarios acaben mal. Aunque los becarios acaben suicidándose de tanto escuchar rap o en un arrebato de ira asesinen a su profesor blanco y a cinco compañeros de clase. El camino del dinero está sembrado de tentativas y fracasos que no deben desanimar a los pobres enriquecidos o a los nuevos ricos de nuestra comunidad. Hay que aplicarse en ese punto. Hay que sacar agua no sólo de las rocas sino también del desierto. Aunque sin olvidar que el dinero siempre será un problema pendiente, dijo Seaman.
COMIDA. Como ustedes saben, dijo Seaman, yo resucité gracias a las chuletas de cerdo. Primero fui un Pantera Negra y me enfrenté a la policía de California y luego viajé por todo el mundo y luego viví varios años con los gastos pagados por el gobierno de los Estados Unidos de América. Cuando me soltaron yo no era nadie. Los Panteras Negras ya no existían. Algunos nos consideraban un antiguo grupo terrorista. Otros, un recuerdo vago del pintoresquismo negro de los años sesenta. Marius Newell había muerto en Santa Cruz. Otros compañeros habían muerto en las cárceles y otros habían pedido disculpas públicas y cambiado de vida. Ahora había negros no sólo en la policía. Había negros ocupando cargos públicos, alcaldes negros, empresarios negros, abogados de renombre negros, estrellas de la tele y del cine, y los Panteras Negras eran un estorbo. Así que cuando yo salí a la calle ya no quedaba nada o quedaba muy poco, los restos humeantes de una pesadilla en la que habíamos entrado siendo adolescentes y de la que ahora salíamos siendo adultos, casi viejos, yo diría, sin futuro posible, porque lo que sabíamos hacer lo habíamos olvidado durante los largos años de cárcel y dentro de la cárcel nada habíamos aprendido, a no ser la crueldad de los carceleros y el sadismo de algunos reclusos. Ésa era mi situación. Así que mis primeros meses con la condicional fueron tristes y grises. A veces me quedaba durante horas viendo parpadear las luces de una calle cualquiera, asomado a la ventana y fumando sin parar. No voy a negar que en más de una ocasión por mi cabeza cruzaron pensamientos funestos. Sólo una persona me ayudó desinteresadamente, mi hermana mayor, que en gloria esté. Ella me ofreció su casa en Detroit, que era bastante pequeña, pero que para mí fue como si una princesa europea me ofreciera su castillo para pasar una temporada de reposo. Mis días eran monótonos pero tenían algo de lo que hoy, con la experiencia acumulada, no dudaría en llamar felicidad. Por aquel entonces sólo veía regularmente a dos personas: mi hermana, que era el ser humano más bondadoso del mundo, y mi agente de libertad vigilada, un tipo gordo que a veces me invitaba a beber un whisky en su oficina y solía decirme: ¿cómo es que fuiste un tipo tan malo, Barry? Alguna vez pensé que lo decía para provocarme. Alguna vez pensé: este tipo está a sueldo de los policías de California y quiere provocarme y luego meterme un balazo en la barriga. Háblame de tus h…, Barry, decía, refiriéndose a mis atributos viriles, o: háblame de los tipos que te cargaste. Habla, Barry. Habla. Y abría el cajón de su escritorio, donde yo sabía que tenía su arma, y esperaba. Y yo no tenía más remedio que hablar. Le decía: bueno, Lou, yo no conocí al presidente Mao, pero sí que conocí a Lin Piao, nos fue a recibir al aeropuerto, Lin Piao, que luego quiso cargarse al presidente Mao y que murió en un accidente de avión mientras huía hacia Rusia. Un tipo pequeño y más hábil que una serpiente. ¿Tú recuerdas a Lin Piao? Y Lou decía que no había oído hablar de Lin Piao en su vida. Bueno, Lou, decía yo, era algo así como un ministro chino o como el secretario de Estado de la China. Y en esa época no había muchos norteamericanos allí, te lo puedo asegurar. Se podría decir que fuimos nosotros los que les allanamos el camino a Kissinger y Nixon. Y así podía estar con Lou durante tres horas, él pidiéndome que le hablara de los tipos a los que yo había matado por la espalda, y yo hablándole de los políticos y de los países que había conocido. Hasta que por fin me lo pude sacar de encima, a base de paciencia cristiana, y desde entonces no lo he vuelto a ver más. Probablemente Lou murió de cirrosis. Y mi vida siguió hacia adelante, con los mismos sobresaltos y la misma sensación de provisionalidad. Entonces, un día cualquiera, recordé que había algo que no había olvidado. No me había olvidado de cocinar. No me había olvidado de mis chuletas de cerdo. Con la ayuda de mi hermana, que era una santa y a la que le encantaba hablar de estas cosas, fui anotando todas las recetas que recordaba, las de mi madre, las que había hecho en la cárcel, las que los sábados hacía en casa, en la azotea de casa, para mi hermana, aunque ella, he de decirlo, no era muy aficionada a la carne. Y cuando tuve el libro completo fui a Nueva York a ver a algunos editores y uno de ellos se interesó y el resto vosotros ya lo conocéis. El libro me puso en circulación otra vez. Aprendí a combinar la gastronomía con la memoria. Aprendí a combinar la gastronomía con la historia. Aprendí a combinar la gastronomía con mi agradecimiento y mi perplejidad por la bondad de tanta gente, empezando por mi difunta hermana y siguiendo por tantas personas. Y aquí permítanme que haga una precisión. Cuando digo perplejidad, quiero decir, también, maravilla. Es decir, una cosa extraordinaria que causa admiración. Como la flor de la maravilla, o como las azaleas, o como las siemprevivas. Pero también me di cuenta de que esto no bastaba. No podía vivir siempre con mis famosas y riquísimas recetas de costillas. No dan para tanto las costillas. Hay que cambiar. Hay que revolverse y cambiar. Hay que saber buscar aunque uno no sepa qué es lo que busca. Así que ya pueden ir sacando, los que estén interesados, lápiz y papel, pues les voy a dictar otra receta. Es la del pato a la naranja. No es recomendable para comer cada día, porque no es barato y además su elaboración no debe ser inferior a una hora y media, pero una vez cada dos meses o cuando se celebra un cumpleaños, no está mal. Éstos son los ingredientes para cuatro personas. Un pato de un kilo y medio, veinticinco gramos de mantequilla, cuatro dientes de ajo, dos vasos de caldo, un ramillete de hierbas, una cucharada de tomate concentrado, cuatro naranjas, cincuenta gramos de azúcar, tres cucharadas de brandy, tres cucharadas de vinagre, tres cucharadas de jerez, pimienta negra, aceite y sal. Luego Seaman explicó las diferentes fases de la preparación y cuando hubo terminado de explicarlas sólo dijo que aquel pato era una excelente comida.
ESTRELLAS. Dijo que uno conocía muchas clases de estrellas o que uno creía conocer muchas clases de estrellas. Habló de las estrellas que se ven por la noche, digamos, cuando uno va de Des Moines a Lincoln por la 80 y el coche se estropea, nada grave, el aceite o el radiador, tal vez una rueda pinchada, y uno se baja y saca el gato y la rueda de repuesto del maletero y cambia la rueda, en el peor de los casos media hora, y cuando ha terminado mira hacia arriba y ve el cielo cubierto de estrellas. La Vía Láctea. Habló de las estrellas del deporte. Ésas son otra clase de estrellas, dijo, y las comparó con las estrellas de cine, aunque precisó que la vida de una estrella del deporte solía ser bastante más corta que la vida de una estrella de cine. La de una estrella del deporte, en el mejor de los casos, solía durar quince años, mientras la vida de una estrella de cine, también en el mejor de los casos, podía durar cuarenta o cincuenta años si había empezado joven la carrera. Por el contrario, la vida de cualquiera de las estrellas que uno podía contemplar a un lado de la 80, mientras viajaba de Des Moines a Lincoln, solía durar millones de años o bien, en el momento de contemplarla, podía haber muerto hacía ya millones de años y el viajero que la contemplaba ni siquiera lo sospechaba. Podía tratarse de una estrella viva o podía tratarse de una estrella muerta. En ocasiones, según se lo mirara, dijo, ese asunto carecía de importancia, pues las estrellas que uno ve de noche viven en el reino de la apariencia. Son apariencia, de la misma manera en que son apariencia los sueños. De tal manera que el viajero de la 80 al que se le acaba de reventar un neumático no sabe si lo que contempla en la inmensa noche son estrellas o si, por el contrario, son sueños. De alguna forma, dijo, ese viajero detenido también es parte de un sueño, un sueño que se desgaja de otro sueño así como una gota de agua se desgaja de una gota de agua mayor a la que llamamos ola. Llegado a este punto Seaman advirtió que una cosa es una estrella y otra cosa es un meteorito. Un meteorito no tiene nada que ver con una estrella, dijo. Un meteorito, sobre todo si su trayectoria lo lleva directo a impactar con la Tierra, no tiene nada que ver con una estrella ni con un sueño, aunque sí, tal vez, con la noción de desgajamiento, una especie de desgajamiento al revés. Luego habló de las estrellas de mar, dijo que Marius Newell cada vez que recorría alguna playa de California encontraba, vaya uno a saber cómo, una estrella de mar. Pero también dijo que las estrellas de mar que uno se encontraba en las playas generalmente estaban muertas, eran cadáveres que las olas expulsaban, aunque había, ciertamente, excepciones. Newell, dijo, siempre distinguía entre las estrellas de mar muertas de aquellas que estaban vivas. No sé cómo, pero las distinguía. Y las muertas las dejaba en la playa y a las vivas las devolvía al mar, las arrojaba cerca de las rocas para que así tuvieran al menos una oportunidad. Salvo en una ocasión en que se llevó a casa una estrella de mar y la metió en una pecera, con agua salada del Pacífico. Eso fue cuando los Panteras Negras acababan de nacer y ellos se dedicaban a vigilar el tránsito en su barrio para que los coches no circularan a toda velocidad y mataran niños. Hubiera bastado con un semáforo o tal vez dos, pero el ayuntamiento no quiso poner ninguno. Así que ésa fue una de las primeras apariciones de los Panteras, como guardias de tráfico. Y mientras tanto Marius Newell cuidaba su estrella de mar. Por supuesto, no tardó en darse cuenta de que su acuario necesitaba un motor. Una noche salió con Seaman y el pequeño Nelson Sánchez a robarlo. Ninguno iba armado. Fueron a una tienda especializada en la venta de peces raros en Colchester Sun, un barrio de blancos, y entraron por la parte de atrás. Cuando ya tenían el motor en sus manos apareció un tipo con una escopeta. Pensé que allí íbamos a morir, dijo Seaman, pero entonces Marius dijo: no dispare, no dispare, es para mi estrella de mar. El tipo de la escopeta se quedó inmóvil. Retrocedimos. El tipo avanzó. Nos detuvimos. El tipo se detuvo. Volvimos a retroceder. El tipo fue tras nosotros. Por fin llegamos al coche que conducía el pequeño Nelson y el tipo se detuvo a menos de tres metros. Cuando puso el coche en marcha, el tipo se echó la escopeta al hombro y nos apuntó. Acelera, le dije. No, dijo Marius, despacio, despacio. El coche salió hacia la calle principal a vuelta de rueda y el tipo detrás, caminando y con la escopeta apuntándonos. Ahora sí, acelera, dijo Marius, y cuando el pequeño Nelson pisó el acelerador el tipo se quedó inmóvil y se fue haciendo cada vez más pequeño, hasta que lo vi desaparecer por el espejo retrovisor. Por supuesto, el motor no le sirvió de nada a Marius y al cabo de una semana o dos, pese a los cuidados recibidos, la estrella de mar murió y terminó en la bolsa de basura. En realidad, cuando uno habla de estrellas, lo hace en sentido figurado. Eso se llama metáfora. Uno dice: es una estrella de cine. Uno está hablando con una metáfora. Uno dice: el cielo estaba cubierto de estrellas. Más metáforas. Si a uno le pegan un derechazo en la mandíbula y lo dejan knock out, se dice que ha visto las estrellas. Otra metáfora. Las metáforas son nuestra manera de perdernos en las apariencias o de quedarnos inmóviles en el mar de las apariencias. En este sentido una metáfora es como un salvavidas. Y no hay que olvidar que hay salvavidas que flotan y salvavidas que caen a plomo hacia el fondo. Eso conviene no olvidarlo jamás. La verdad es que sólo hay una estrella y esa estrella no es ninguna apariencia ni es una metáfora ni surge de ningún sueño o pesadilla. La tenemos ahí afuera. Es el sol. Ésa es, para nuestra desgracia, la única estrella. Cuando yo era joven vi una película de ciencia ficción. Una nave pierde el rumbo y se aproxima al sol. Los astronautas empiezan a sentir dolores de cabeza, eso lo primero. Después todos sudan copiosamente y se sacan sus trajes espaciales y aun así no pueden dejar de sudar como locos y de deshidratarse. La gravedad del sol los atrae implacablemente. El sol empieza a derretir el revestimiento de la nave. El espectador no puede evitar sentir, sentado en su butaca, un calor insufrible. Ya no recuerdo el final. Creo que se salvan en el último minuto y corrigen el rumbo de la nave, otra vez con destino a la Tierra, y atrás queda el sol, enorme, una estrella enloquecida en la inmensidad del espacio.
UTILIDAD. Pero el sol tiene su utilidad, eso a nadie con dos dedos de frente se le escapa, dijo Seaman. De cerca es el infierno, pero de lejos es útil y hermoso, sólo un vampiro sería incapaz de reconocerlo. Después empezó a hablar de las cosas que antes eran útiles, sobre las cuales había consenso, y que ahora más bien inspiraban desconfianza, como las sonrisas, en la década de los cincuenta, por ejemplo, dijo, una sonrisa te abría puertas. Yo no sé si podía abrirte caminos, pero indudablemente puertas sí que te abría. Ahora una sonrisa inspira desconfianza. Antes, si eras vendedor y entrabas en algún sitio, lo mejor era hacerlo con una gran sonrisa. Lo mismo si eras camarero que ejecutivo, secretaria, médico, guionista o jardinero. Los únicos que no sonreían nunca eran los policías y los funcionarios de prisiones. Ésos siguen igual. Pero los demás, todos procuraban sonreír. Fue la edad de oro de los dentistas de los Estados Unidos de América. Los negros, por supuesto, siempre sonreían. Los blancos sonreían. Los asiáticos. Los hispanos. Ahora sabemos que detrás de una sonrisa puede ocultarse tu peor enemigo. O, dicho de otro modo, ya no confiamos en nadie, empezando por los que sonríen, pues sabemos que éstos intentan conseguir algo de ti. Sin embargo la televisión americana está llena de sonrisas y de dentaduras cada vez más perfectas. ¿Quieren que depositemos nuestra confianza en ellos? No. ¿Quieren hacernos creer que son buenas personas, incapaces de hacer daño a nadie? Tampoco. En realidad no quieren nada de nosotros. Sólo quieren enseñarnos sus dentaduras, sus sonrisas, sin pedirnos nada a cambio salvo nuestra admiración. Admiración. Quieren que los miremos, eso es todo. Sus dentaduras perfectas, sus cuerpos perfectos, sus modales perfectos, como si ellos se estuvieran permanentemente desgajando del sol y fueran trozos de fuego, pedazos de infierno ardiente, cuya presencia en este planeta únicamente obedece a la necesidad de pleitesía. Cuando yo era pequeño, dijo Seaman, no recuerdo que los niños llevaran alambres en la boca. Hoy casi no conozco pequeños que no los luzcan. Lo inútil se impone no como calidad de vida sino como moda o distintivo de clase, y tanto la moda como los distintivos de clase necesitan admiración, pleitesía. Por supuesto, las modas tienen una esperanza de vida corta, un año, cuatro a lo sumo, y después pasan por todas las etapas de la degradación. El distintivo de clase, por el contrario, sólo se pudre cuando se pudre el cadáver que lo llevaba encima. Luego se puso a hablar de las cosas útiles que necesitaba el cuerpo. En primer lugar, una comida equilibrada. Veo muchos gordos en esta iglesia, dijo. Sospecho que pocos de vosotros coméis ensalada. Tal vez sea el momento adecuado de daros una receta. Esta receta se llama: Coles de Bruselas al limón. Anoten, por favor. Ingredientes para cuatro personas: 800 gramos de coles de Bruselas, el zumo y la ralladura de un limón, una cebolla, una rama de perejil, 40 gramos de mantequilla, pimienta negra y sal. Se prepara de la siguiente manera. Uno: Limpiar bien las coles y retirar las hojas exteriores. Picar finamente la cebolla y el perejil. Dos: En una olla con agua hirviendo y sal cocer las coles durante veinte minutos o hasta que estén tiernas. Después escurrir bien y guardar. Tres: En una sartén untada con mantequilla sofreír ligeramente la cebolla, añadir la ralladura y el zumo de limón y salpimentar al gusto. Cuatro: Incorporar las coles, mezclar con la salsa, rehogar unos minutos, espolvorear con el perejil y servir adornadas con rodajitas de limón. Para chuparse los dedos, dijo Seaman. Sin colesterol, buena para el hígado, buena para la circulación sanguínea, sanísima. Después dio la receta de la Ensalada de endibias y gambas y de la Ensalada de brécol y después dijo que no sólo de comida sana vivía el hombre. Hay que leer libros, dijo. No ver tanta televisión. Los expertos dicen que la tele no es mala para los ojos. Yo me permito dudarlo. La tele no es buena para la vista y los teléfonos móviles aún son un misterio. Tal vez, como dicen algunos científicos, produzcan cáncer. Ni lo niego ni lo afirmo, pero ahí está. Yo lo que digo es que hay que leer libros. El pastor sabe que lo que digo es la verdad. Lean libros de autores negros. Y de autoras negras. Pero no se queden ahí. Ésa es mi verdadera aportación de esta noche. Cuando uno lee jamás pierde el tiempo. Yo en la cárcel leía. Allí me puse a leer. Mucho. Devoraba los libros como si fueran costillitas de cerdo picantes. En las cárceles la luz se apaga muy pronto. Uno se mete en su cama y escucha ruidos. Pasos. Gritos. Como si la cárcel en lugar de estar en California estuviera en el interior del planeta Mercurio, que es el planeta más cercano al sol. Sientes frío y calor al mismo tiempo y ésa es la señal más clara de que te sientes solo o de que estás enfermo. Uno intenta, por descontado, pensar en otras cosas, en cosas bonitas, pero no siempre puede. A veces, algún vigilante instalado en la garita interior enciende una lámpara y un rayo de luz de esa lámpara roza los barrotes de tu celda. A mí me ocurrió infinidad de veces. La luz de una lámpara mal colocada o los fluorescentes de la galería superior o de la galería vecina. Entonces cogía mi libro y lo aproximaba a la luz y me ponía a leer. Con dificultad, pues las letras y los párrafos parecían enloquecidos o atemorizados por esa atmósfera mercurial y subterránea. Pero igual leía y leía, a veces con una rapidez desconcertante hasta para mí mismo y a veces con gran lentitud, como si cada frase o palabra fuera un manjar para todo mi cuerpo, no solamente para mi cerebro. Y así me podía estar horas, sin importarme el sueño o el hecho incontestable de que estaba preso por haberme preocupado por mis hermanos, a la mayoría de los cuales les importaba un pimiento el que yo me pudriera o no. Yo sabía que estaba haciendo algo útil. Eso era lo importante. Hacía algo útil mientras los carceleros caminaban o se saludaban entre ellos durante el cambio de turno con palabras amables que a mí me sonaban a insultos y que, bien mirado (se me acaba de ocurrir), tal vez fueran insultos. Yo hacía algo útil. Algo útil se lo mire como se lo mire. Leer es como pensar, como rezar, como hablar con un amigo, como exponer tus ideas, como escuchar las ideas de los otros, como escuchar música (sí, sí), como contemplar un paisaje, como salir a dar un paseo por la playa. Y vosotros, que sois tan amables, ahora os estaréis preguntando: ¿qué era lo que leías, Barry? Lo leía todo. Pero sobre todo recuerdo un libro que leí en uno de los momentos más desesperados de mi vida y que me devolvió la serenidad. ¿Qué libro es ése? ¿Qué libro es ése? Pues ése es un libro que se llama Compendio abreviado de la obra de Voltaire y les aseguro que es muy útil o al menos para mí fue de gran utilidad.
Aquella noche, después de dejar a Seaman en su casa, Fate durmió en el hotel que la revista le había reservado desde Nueva York. El recepcionista le dijo que lo esperaban el día anterior y le entregó un recado de su jefe de sección preguntando qué tal había ido todo. Desde su habitación lo llamó por teléfono a la revista, a sabiendas de que a esa hora allí no habría nadie, y le dejó un mensaje en el contestador explicándole vagamente su encuentro con el viejo.
Se duchó y se metió en la cama. Buscó un programa pornográfico en la tele. Halló una película en la que una alemana hacía el amor con un par de negros. La alemana hablaba en alemán y los negros también hablaban en alemán. Se preguntó si en Alemania también había negros. Luego se aburrió y cambió a una cadena gratuita. Vio un trozo de un programa basura en el que una mujer obesa de unos cuarenta años tenía que soportar los insultos de su marido, un obeso de unos treintaicinco, y de su nueva novia, una semiobesa de unos treinta años. El tipo, pensó, era claramente un marica. El programa se emitía desde Florida. Todos iban con manga corta, salvo el presentador, que llevaba una americana blanca, unos pantalones de color caqui, camisa gris verde y una corbata de color marfil. Por momentos, el presentador daba la impresión de sentirse incómodo. El obeso gesticulaba y se movía como un rapero, jaleado por su novia semiobesa. La esposa del obeso, por el contrario, permaneció en silencio mirando al público hasta que se puso a llorar sin hacer ningún comentario.
Esto tiene que acabarse aquí, pensó Fate. Pero el programa o aquel segmento del programa no acabó allí. Al ver las lágrimas de su esposa el obeso redobló su ataque verbal. Entre las cosas que le dijo Fate creyó distinguir la palabra gorda. También le dijo que ya no iba a permitir que le siguiera arruinando la vida. No te pertenezco, dijo. Su novia semiobesa dijo: no te pertenece, es hora de que te saques la venda de los ojos. Al cabo de un rato la mujer sentada reaccionó. Se levantó y dijo que ya no podía escuchar más. No se lo dijo a su marido ni a la novia de su marido sino directamente al presentador. Éste le dijo que asumiera la situación y que dijera a su vez lo que ella creyera conveniente. He venido a este programa engañada, dijo la mujer mientras seguía llorando. Nadie viene aquí mediante engaños, dijo el presentador del programa. No seas cobarde y escucha lo que él tiene que decirte, dijo la novia del obeso. Escucha lo que tengo que decirte, dijo el obeso moviéndose alrededor de ella. La mujer levantó una mano como si fuera un parachoques y salió del plató. La semiobesa tomó asiento. El obeso al cabo de un rato también se sentó. El presentador, que estaba sentado entre el público, le preguntó al obeso en qué trabajaba. Ahora estoy sin empleo, pero hasta hace poco era guardia de seguridad, dijo éste. Fate cambió de canal. Del minibar sacó un botellín de whisky de la marca Toro de Tennessee. Después del primer trago sintió deseos de vomitar. Tapó el botellín y volvió a dejarlo en el minibar. Al cabo de un rato se quedó dormido con la tele encendida.
Mientras Fate dormía dieron un reportaje sobre una norteamericana desaparecida en Santa Teresa, en el estado de Sonora, al norte de México. El reportero era un chicano llamado Dick Medina y hablaba sobre la larga lista de mujeres asesinadas en Santa Teresa, muchas de las cuales iban a parar a la fosa común del cementerio pues nadie reclamaba sus cadáveres. Medina hablaba en el desierto. Detrás se veía una carretera y mucho más lejos un promontorio que Medina señalaba en algún momento de la emisión diciendo que aquello era Arizona. El viento despeinaba el pelo negro y liso del reportero, que iba vestido con una camisa de manga corta. Después aparecían algunas fábricas de montaje y la voz en off de Medina decía que el desempleo era prácticamente inexistente en aquella franja de la frontera. Gente haciendo cola en una acera estrecha. Camionetas cubiertas de polvo muy fino, de color marrón caca de niño. Depresiones del terreno, como cráteres de la Primera Guerra Mundial, que poco a poco se convertían en vertederos. El rostro sonriente de un tipo de no más de veinte años, flaco y moreno, de mandíbulas prominentes, a quien Medina identificaba en off como pollero o coyote o guía de ilegales de un lado a otro de la frontera. Medina decía un nombre. El nombre de una joven. Después aparecían las calles de un pueblo de Arizona de donde la joven era originaria. Casas con jardines raquíticos y cercas de alambre trenzado de color plata sucia. El rostro compungido de la madre. Cansada de llorar. El rostro del padre, un tipo alto, de espaldas anchas, que miraba fijamente a la cámara y no decía nada. Detrás de estas dos figuras se perfilaban las sombras de tres adolescentes. Nuestras otras tres hijas, decía la madre en un inglés con acento. Las tres niñas, la mayor de no más de quince años, echaban a correr hacia la sombra de la casa.
Mientras por la tele pasaban este reportaje Fate soñó con un tipo sobre el que había escrito una crónica, la primera crónica que publicó en Amanecer Negro después de que la revista le rechazara tres trabajos. El tipo era un negro viejo, mucho más viejo que Seaman, que vivía en Brooklyn y era miembro del Partido Comunista de los Estados Unidos de América. Cuando lo conoció ya no quedaba ni un solo comunista en Brooklyn, pero el tipo seguía manteniendo operativa su célula. ¿Cómo se llamaba? Antonio Ulises Jones, aunque los jóvenes de su barrio lo llamaban Scottsboro Boy. También lo llamaban Viejo Loco o Saco de Huesos o Pellejo, pero por regla general lo llamaban Scottsboro Boy, entre otras razones porque el viejo Antonio Jones hablaba a menudo de los sucesos de Scottsboro, de los juicios de Scottsboro, de los negros que estuvieron a punto de ser linchados en Scottsboro y de los que nadie, en su barrio de Brooklyn, se acordaba.
Cuando Fate, por pura casualidad, lo conoció, Antonio Jones debía de tener unos ochenta años y vivía en un apartamento de dos habitaciones en una de las zonas más depauperadas de Brooklyn. En la sala había una mesa y más de quince sillas, de esas viejas sillas de bar plegables, de madera y patas largas y respaldo corto. En la pared estaba colgada la foto de un tipo muy grande, de un par de metros, por lo menos, vestido como un obrero de la época, en el momento de recibir un diploma escolar de manos de un niño que miraba directamente a la cámara y sonreía mostrando una dentadura blanquísima y perfecta. El rostro del obrero gigantesco también, a su manera, parecía el de un niño.
—Ése soy yo —le dijo Antonio Jones a Fate la primera vez que éste fue a su casa—, y el grandullón es Robert Martillo Smith, obrero de mantenimiento del municipio de Brooklyn, experto en meterse dentro de las alcantarillas y luchar con cocodrilos de diez metros.
Durante las tres charlas que mantuvieron, Fate le hizo muchas preguntas, algunas destinadas a removerle la conciencia al viejo. Le preguntó por Stalin y Antonio Jones le respondió que Stalin era un hijo de puta. Le preguntó por Lenin y Antonio Jones le respondió que Lenin era un hijo de puta. Le preguntó por Marx y Antonio Jones le respondió que por ahí, precisamente, tenía que haber empezado: Marx era un tipo magnífico. A partir de ese momento Antonio Jones se puso a hablar de Marx en los mejores términos. Sólo había una cosa de Marx que no le gustaba: su irritabilidad. Esto lo achacaba a la pobreza, puesto que para Jones la pobreza generaba no sólo enfermedades y rencores sino también irritabilidad. La siguiente pregunta de Fate fue su opinión acerca de la caída del Muro de Berlín y el sucesivo desplome de los regímenes de socialismo real. Era predecible, yo lo vaticiné diez años antes de que ocurriera, fue la respuesta de Antonio Jones. Luego, sin que viniera a cuento, se puso a cantar la Internacional. Abrió la ventana y con una voz profunda que Fate no le hubiera supuesto jamás, entonó las primeras estrofas: Arriba los pobres del mundo, de pie los esclavos sin pan. Cuando hubo terminado de cantar le preguntó a Fate si no le parecía que era un himno hecho especialmente para los negros. No lo sé, dijo Fate, nunca lo había pensado de esa manera. Más tarde, Jones le hizo un croquis mental sobre los comunistas de Brooklyn. Durante la Segunda Guerra Mundial habían sido más de mil. Después de la guerra el número subió a mil trescientos. Cuando empezó el macarthysmo ya sólo eran setecientos, aproximadamente, y cuando terminó no quedaban más de doscientos comunistas en Brooklyn. En los años sesenta sólo había la mitad y a principios de los setenta uno no podía contar con más de treinta comunistas desparramados en cinco células irreductibles. A finales de los setenta sólo quedaban diez. Y a principios de los ochenta ya sólo había cuatro. Durante esa década, de los cuatro que quedaban dos murieron de cáncer y uno se dio de baja sin avisarle nada a nadie. Tal vez sólo se fue de viaje y murió en el camino de ida o en el camino de vuelta, reflexionó Antonio Jones. Lo cierto es que nunca más apareció, ni por el local ni por su casa ni por los bares que solía frecuentar. Tal vez se fue a vivir con su hija en Florida. Era judío y tenía una hija que vivía allí. Lo cierto es que en 1987 ya sólo quedaba yo. Y aquí sigo, dijo. ¿Por qué?, preguntó Fate. Durante unos segundos Antonio Jones meditó la respuesta que iba a dar. Finalmente lo miró a los ojos y dijo:
—Porque alguien tiene que mantener operativa la célula.
Los ojos de Jones eran pequeños y negros como el carbón, y sus párpados estaban llenos de arrugas. Casi no tenía pestañas. El pelo de las cejas empezaba a desaparecer y a veces, cuando salía a dar paseos por el barrio, se ponía unas grandes gafas negras y se llevaba un bastón que luego dejaba junto a la puerta. Podía pasarse días enteros sin comer. A cierta edad, decía, la comida no es buena. No tenía ningún contacto con comunistas de ningún otro lugar de los Estados Unidos ni del extranjero, a excepción de un profesor jubilado de la Universidad de California-Los Ángeles, un tal doctor Minski, con el que se escribía de vez en cuando. Yo pertenecí hasta hace unos quince años a la Tercera Internacional. Minski me convenció para entrar en la Cuarta, dijo. Después dijo:
—Hijo, te voy a regalar un libro que te será de mucha utilidad.
Fate pensó que le iba a regalar el Manifiesto, de Marx, tal vez debido a que en la sala, apilados en los rincones y bajo las sillas, había visto varios ejemplares editados por el propio Antonio Jones, vaya uno a saber con qué dinero o haciendo qué clase de trampas a los impresores, pero cuando el viejo le puso el libro entre las manos vio con sorpresa que no se trataba del Manifiesto sino de un grueso volumen titulado La trata de esclavos, escrito por un tal Hugh Thomas, cuyo nombre no le sonaba de nada. Al principio rehusó aceptarlo.
—Es un libro caro y seguramente usted sólo tiene este ejemplar —dijo.
La respuesta de Jones fue que no se preocupara, que no le había costado dinero sino astucia, por lo que dedujo que había robado el libro, algo que también le pareció inverosímil, pues el viejo no estaba para esos trotes, aunque cabía dentro de lo posible que en la librería donde cometía sus hurtos tuviera un cómplice, un joven negro que hiciera la vista gorda cuando Jones se metía un libro en el interior de la chaqueta.
Sólo al hojear el libro, horas después, en su apartamento, se dio cuenta de que el autor era blanco. Un blanco inglés y que además había sido profesor de la Real Academia Militar de Sandhurst, lo que para Fate equivalía casi a un instructor, un jodido sargento británico de pantalones cortos, por lo que dejó el libro de lado y no lo leyó. La entrevista con Antonio Ulises Jones, por lo demás, fue bien recibida. Fate notó que para la mayoría de sus colegas la crónica difícilmente excedía los límites del pintoresquismo afroamericano. Un predicador chiflado, un ex músico de jazz chiflado, el único miembro del Partido Comunista de Brooklyn (Cuarta Internacional) chiflado. Pintoresquismo sociológico. Pero la crónica gustó y él se convirtió, al poco tiempo, en redactor de plantilla. Nunca más volvió a ver a Antonio Jones, de la misma manera que era muy posible que nunca más volviera a ver a Barry Seaman.
Cuando se despertó aún no había amanecido.
Antes de abandonar Detroit fue a la única librería decente de la ciudad y compró La trata de esclavos, de Hugh Thomas, el ex profesor de la Real Academia Militar de Sandhurst. Después tomó por Woodward Avenue y dio una vuelta por el centro de la ciudad. Desayunó una taza de café y tostadas en una cafetería de Greektown. Cuando rechazó una comida más fuerte, la camarera, una rubia de unos cuarenta años, le preguntó si estaba enfermo. Dijo que no estaba muy bien del estómago. Entonces la camarera cogió la taza de café que ya le había servido y dijo que tenía algo más adecuado para él. Al poco rato apareció con una infusión de anís y boldo que Fate jamás había probado y que en los primeros instantes se mostró renuente a probar.
—Esto es lo que te conviene, no un café —dijo la camarera.
Era una mujer alta y delgada, con pechos muy grandes y bonitas caderas. Llevaba una falda negra y una blusa blanca y zapatos sin tacón. Durante un rato ambos permanecieron sin decirse nada, en un silencio expectante, hasta que Fate se encogió de hombros y empezó a beber sorbo tras sorbo su infusión. Entonces la camarera sonrió y se marchó a atender a otros clientes.
En el hotel, mientras se disponía a cancelar su cuenta, encontró un mensaje de Nueva York. Una voz que no distinguió le pedía que se pusiera en contacto con su jefe de sección o bien con el jefe de sección de deportes lo antes posible. Desde el lobby hizo la llamada. Habló con su vecina de mesa y ésta le dijo que esperara, mientras intentaba localizar al jefe de sección. Al cabo de un rato una voz que no conocía y que se identificó como Jeff Roberts, jefe de la sección de deportes, se puso a hablarle de un combate de boxeo. Pelea Count Pickett, dijo, y no tenemos a nadie para cubrir el evento. El tipo lo llamaba Oscar como si se conocieran desde hacía años y no paraba de hablar de Count Pickett, una promesa de Harlem en los semipesados.
—¿Y qué tengo yo que ver con eso? —dijo Fate.
—Bueno, Oscar —dijo el jefe de deportes—, ya sabes que murió Jimmy Lowell y no tenemos todavía a nadie que lo sustituya.
Fate pensó que la pelea probablemente era en Detroit o en Chicago y no le pareció mala idea estar unos días lejos de Nueva York.
—¿Quieres que yo haga la crónica de la pelea?
—Así es, muchacho —dijo Roberts—, unas cinco páginas, un perfil sucinto de Pickett, el combate y algo de color local.
—¿Dónde es el combate?
—En México, muchacho —dijo el jefe de deportes—, y ten en cuenta que nosotros damos más dietas que en tu sección.
Con la maleta hecha, Fate se dirigió por última vez a la casa de Seaman. Encontró al viejo leyendo y tomando apuntes. De la cocina llegaba un olor a especias y a sofrito de verduras.
—Me voy —dijo—, sólo venía a despedirme.
Seaman le preguntó si aún tenía tiempo para comer algo.
—No, no tengo tiempo —dijo Fate.
Se abrazaron y Fate bajó las escaleras de tres en tres, como si tuviera prisa por alcanzar la calle o como un niño que se dispone a pasar una tarde libre con los amigos. Mientras conducía hacia el aeropuerto de Detroit Wayne County se puso a pensar en los extraños libros de Seaman, La enciclopedia francesa abreviada y aquel que no había visto pero que Seaman aseguraba haber leído en la cárcel, Compendio abreviado de la obra de Voltaire, que lo hicieron lanzar una carcajada.
En el aeropuerto compró un billete a Tucson. Mientras esperaba, acodado en la barra de una cafetería, recordó el sueño que había tenido aquella noche con Antonio Jones, que llevaba varios años muerto. Se preguntó, como entonces, de qué habría muerto, y la única respuesta que se le ocurrió fue que de viejo. Un día Antonio Jones, mientras caminaba por una calle de Brooklyn, se había sentido cansado, se había sentado en la acera y un segundo después había dejado de existir. Tal vez a mi madre le ocurrió algo parecido, pensó Fate, pero en el fondo sabía que no era cierto. Cuando el avión despegó de Detroit había empezado a descargarse una tormenta sobre la ciudad.
Fate abrió el libro de aquel blanco que había sido profesor en Sandhurst y empezó a leerlo por la página 361. Decía: Más allá del delta del Níger, la costa de África vuelve a dirigirse, por fin, hacia el sur y allí, en los Camerunes, los mercaderes de Liverpool iniciaron una nueva rama de la trata. Mucho más al sur, el río Gabón, al norte del cabo López, entró también en actividad hacia 1780, como región de esclavos. Al reverendo John Newton le pareció que esta zona poseía «la gente más humana y más moral que he encontrado en África», tal vez «porque era la que menos relación tenía con los europeos, en aquel tiempo». Pero frente a su costa, los holandeses hacía mucho tiempo que empleaban la isla de Corisco (que en portugués significa «relámpago») como centro de comercio, aunque no concretamente de esclavos. Después vio una ilustración, en el libro había bastantes, que mostraba un fuerte portugués en la Costa de Oro, llamado Elmina, capturado por los daneses en 1637. Durante trescientos cincuenta años Elmina fue un centro de exportación de esclavos. Sobre el fuerte, y sobre un fortín de apoyo situado en lo alto de un cerro, ondeaba una bandera que Fate no pudo identificar. ¿A qué reino pertenecía esa bandera?, se preguntó antes de que se le cerraran los ojos y se quedara dormido con el libro sobre las piernas.
En el aeropuerto de Tucson alquiló un coche, compró un mapa de carreteras y salió de la ciudad rumbo al sur. El aire seco del desierto probablemente le despertó el apetito y decidió parar en el primer restaurante de carretera. Dos Camaro del mismo año y del mismo color lo adelantaron tocando el claxon. Pensó que estaban haciendo una carrera. Los coches probablemente tenían el motor trucado y las carrocerías relucían bajo el sol de Arizona. Pasó delante de un ranchito que vendía naranjas, pero no se detuvo. El ranchito estaba a unos cien metros de la carretera y el puesto de las naranjas, una vieja carretela con toldo, de grandes ruedas de madera, estaba junto al arcén, atendido por dos niños mexicanos. Un par de kilómetros más adelante vio un lugar llamado El Rincón de Cochise y aparcó en una amplia explanada, junto a una bomba de gasolina. Los dos Camaro estaban estacionados junto a una bandera con la franja superior de color rojo y la inferior negra. En el centro había un círculo blanco en donde se podía leer Club de Automóvil Chiricahua. Por un instante pensó que los conductores de los Camaro eran dos indios, pero luego esa idea le pareció absurda. Se sentó en un rincón del restaurante, junto a una ventana desde la que podía ver su coche. En la mesa de al lado había dos hombres. Uno era joven y alto, con pinta de profesor de informática. Tenía la sonrisa fácil y a veces se llevaba las manos a la cara en un gesto que lo mismo podía expresar asombro que horror o cualquier otra cosa. Al otro no podía verle la cara, pero evidentemente era bastante mayor que su compañero. El cuello era grueso, tenía el pelo totalmente blanco, usaba gafas. Cuando hablaba o cuando escuchaba permanecía impávido, sin gesticular ni moverse.
La camarera que se acercó a atenderlo era mexicana. Pidió un café y durante unos minutos estuvo repasando la lista de comidas. Preguntó si tenían Club sándwich. La camarera negó con la cabeza. Un bistec, dijo Fate. ¿Un bistec con salsa?, preguntó la camarera. ¿De qué es la salsa?, dijo Fate. De chile, tomate, cebolla y cilantro. Además le ponemos algunas especias. De acuerdo, dijo, probemos suerte. Cuando la camarera se alejó contempló el restaurante. En una mesa vio a dos indios, uno adulto y el otro un adolescente, tal vez padre e hijo. En otra vio a dos tipos blancos acompañados por una mexicana. Los tipos eran exactamente iguales, gemelos monocigóticos de unos cincuenta años, y la mexicana debía de andar por los cuarentaicinco y se notaba que los gemelos estaban locos por ella. Éstos son los propietarios de los Camaro, pensó Fate. También se dio cuenta de que nadie, en todo el restaurante, era negro, excepto él.
El tipo joven de la mesa vecina dijo algo sobre la inspiración. Fate sólo entendió: usted ha sido una inspiración para nosotros. El tipo canoso dijo que aquello no tenía importancia. El tipo joven se llevó las manos a la cara y dijo algo sobre la voluntad, la voluntad de sostener una mirada. Luego se quitó las manos de la cara y con los ojos brillantes dijo: no me refiero a una mirada natural, proveniente del reino natural, sino a una mirada abstracta. El tipo canoso dijo: claro. Cuando usted atrapó a Jurevich, dijo el tipo joven, y entonces su voz quedó anulada por el ruido atronador de un motor diésel. Un camión de transporte de gran tonelaje aparcó en la explanada. La camarera le puso sobre la mesa un café y el bistec con salsa. El tipo joven seguía hablando de ese tal Jurevich al que el tipo canoso había atrapado.
—No fue difícil —dijo el tipo canoso.
—Un asesino desorganizado —dijo el tipo joven, y se llevó la mano a la boca como si fuera a estornudar.
—No —dijo el tipo canoso—, un asesino organizado.
—Ah, yo pensaba que era desorganizado —dijo el tipo joven.
—No, no, no, un asesino organizado —dijo el tipo canoso.
—¿Cuáles son los peores? —dijo el tipo joven.
Fate cortó un trozo de carne. Era gruesa y blanda y sabía bien. La salsa era gustosa, sobre todo después de que uno se acostumbraba al picante.
—Los desorganizados —dijo el tipo canoso—. Cuesta más establecer su patrón de conducta.
—¿Pero se consigue establecer? —dijo el tipo joven.
—Con medios y tiempo, todo se consigue —dijo el tipo canoso.
Fate levantó una mano y llamó a la camarera. La mexicana recostó su cabeza sobre el hombro de uno de los gemelos y el otro sonrió como si esa situación fuera la habitual. Fate pensó que ella estaba casada con el gemelo que la abrazaba, pero que el matrimonio no había hecho desaparecer el amor ni las esperanzas del otro hermano. El padre indio pidió la cuenta mientras el joven indio había sacado de alguna parte un cómic y lo leía. Por la explanada vio caminar al camionero que acababa de aparcar su camión. Venía de los lavabos de la gasolinera y se peinaba con un peine diminuto el pelo rubio. La camarera le preguntó qué quería. Otro café y un vaso grande de agua.
—Nos hemos acostumbrado a la muerte —oyó que decía el tipo joven.
—Siempre —dijo el tipo canoso—, siempre ha sido así.
En el siglo XIX, a mediados o a finales del siglo XIX, dijo el tipo canoso, la sociedad acostumbraba a colar la muerte por el filtro de las palabras. Si uno lee las crónicas de esa época se diría que casi no había hechos delictivos o que un asesinato era capaz de conmocionar a todo un país. No queríamos tener a la muerte en casa, en nuestros sueños y fantasías, sin embargo es un hecho que se cometían crímenes terribles, descuartizamientos, violaciones de todo tipo, e incluso asesinatos en serie. Por supuesto, la mayoría de los asesinos en serie no eran capturados jamás, fíjese si no en el caso más famoso de la época. Nadie supo quién era Jack el Destripador. Todo pasaba por el filtro de las palabras, convenientemente adecuado a nuestro miedo. ¿Qué hace un niño cuando tiene miedo? Cierra los ojos. ¿Qué hace un niño al que van a violar y luego a matar? Cierra los ojos. Y también grita, pero primero cierra los ojos. Las palabras servían para ese fin. Y es curioso, pues todos los arquetipos de la locura y la crueldad humana no han sido inventados por los hombres de esta época sino por nuestros antepasados. Los griegos inventaron, por decirlo de alguna manera, el mal, vieron el mal que todos llevamos dentro, pero los testimonios o las pruebas de ese mal ya no nos conmueven, nos parecen fútiles, ininteligibles. Lo mismo puede decirse de la locura. Fueron los griegos los que abrieron ese abanico y sin embargo ahora ese abanico ya no nos dice nada. Usted dirá: todo cambia. Por supuesto, todo cambia, pero los arquetipos del crimen no cambian, de la misma manera que nuestra naturaleza tampoco cambia. Una explicación plausible es que la sociedad, en aquella época, era pequeña. Estoy hablando del siglo XIX, del siglo XVIII, del XVII. Claro, era pequeña. La mayoría de los seres humanos estaban en los extramuros de la sociedad. En el siglo XVII, por ejemplo, en cada viaje de un barco negrero moría por lo menos un veinte por ciento de la mercadería, es decir, de la gente de color que era transportada para ser vendida, digamos, en Virginia. Y eso ni conmovía a nadie ni salía en grandes titulares en el periódico de Virginia ni nadie pedía que colgaran al capitán del barco que los había transportado. Si, por el contrario, un hacendado sufría una crisis de locura y mataba a su vecino y luego volvía galopando hacia su casa en donde nada más descabalgar mataba a su mujer, en total dos muertes, la sociedad virginiana vivía atemorizada al menos durante seis meses, y la leyenda del asesino a caballo podía perdurar durante generaciones enteras. Los franceses, por ejemplo. Durante la Comuna de 1871 murieron asesinadas miles de personas y nadie derramó una lágrima por ellas. Por esa misma fecha un afilador de cuchillos mató a una mujer y a su anciana madre (no la madre de la mujer, sino su propia madre, querido amigo) y luego fue abatido por la policía. La noticia no sólo recorrió los periódicos de Francia sino que también fue reseñada en otros periódicos de Europa e incluso apareció una nota en el Examiner de Nueva York. Respuesta: los muertos de la Comuna no pertenecían a la sociedad, la gente de color muerta en el barco no pertenecía a la sociedad, mientras que la mujer muerta en una capital de provincia francesa y el asesino a caballo de Virginia sí pertenecían, es decir, lo que a ellos les sucediera era escribible, era legible. Aun así, las palabras solían ejercitarse más en el arte de esconder que en el arte de develar. O tal vez develaban algo. ¿Qué?, le confieso que yo lo ignoro.
El joven se tapó la cara con las manos.
—Éste no ha sido su primer viaje a México —dijo destapándose la cara y con una sonrisa que tenía algo de gatuna.
—No —dijo el tipo canoso—, estuve allí hace un tiempo, hace algunos años, e intenté ayudar, pero me fue imposible.
—¿Y por qué ha vuelto ahora?
—A echar una mirada, supongo —dijo el tipo canoso—. Estuve en casa de un amigo, un amigo que hice durante mi anterior estancia. Los mexicanos son muy hospitalarios.
—¿No fue un viaje oficial?
—No, no, no —dijo el tipo canoso.
—¿Y cuál es su opinión no oficial sobre lo que está pasando allí?
—Tengo varias opiniones, Edward, y me gustaría que ninguna fuera publicada sin mi consentimiento.
El tipo joven se tapó la cara con las manos y dijo:
—Profesor Kessler, soy una tumba.
—Bien —dijo el tipo canoso—. Compartiré contigo tres certezas. A: esa sociedad está fuera de la sociedad, todos, absolutamente todos son como los antiguos cristianos en el circo. B: los crímenes tienen firmas diferentes. C: esa ciudad parece pujante, parece progresar de alguna manera, pero lo mejor que podrían hacer es salir una noche al desierto y cruzar la frontera, todos sin excepción, todos, todos.
Cuando empezó a caer un crepúsculo rojo y fulgurante y tanto los gemelos como los indios, así como sus vecinos de mesa, ya hacía rato que se habían marchado, Fate decidió levantar la mano y pedir la cuenta. Una chica morena y regordeta, que no era la camarera que le había servido, le trajo un papel y le preguntó si todo había sido de su agrado.
—Todo —dijo Fate mientras buscaba unos billetes en el interior del bolsillo.
Después volvió a contemplar la puesta de sol. Pensó en su madre, en la vecina de su madre, en la revista, en las calles de Nueva York con una tristeza y hastío indecibles. Abrió el libro del ex profesor de Sandhurst y leyó un párrafo al azar. Muchos capitanes de buques negreros solían considerar terminada su misión cuando entregaban los esclavos en las Indias occidentales, aunque resultaba a menudo imposible cobrar las ganancias de la venta lo bastante rápido para obtener un cargamento de azúcar para el viaje de vuelta; mercaderes y capitanes no estaban nunca seguros de los precios que les pagarían en su puerto base por las mercancías que llevaban por cuenta propia; los plantadores podían tardar años en pagar por los esclavos. A veces, a cambio de los esclavos, los mercaderes europeos preferían letras de cambio en lugar de azúcar, índigo, algodón o jengibre, porque en Londres los precios de estas mercancías resultaban impredecibles o bien bajos. Qué bonitos nombres, pensó. Índigo, azúcar, jengibre, algodón. Las flores rojizas del añil. La pasta azul oscura, con visos cobrizos. Una mujer pintada de índigo, lavándose en una ducha.
Cuando se levantó, la camarera regordeta se le acercó y le preguntó adónde iba. A México, dijo Fate.
—Ya lo suponía —dijo la camarera—, ¿pero a qué lugar?
Apoyado en la barra un cocinero fumaba un cigarrillo y lo miraba a la espera de su respuesta.
—A Santa Teresa —dijo Fate.
—No es un lugar muy agradable —dijo la camarera—, pero es grande y tiene muchas discotecas y sitios para divertirse.
Fate miró el suelo, sonriendo, y se dio cuenta del que el crepúsculo del desierto había teñido las baldosas de un color rojo muy suave.
—Soy periodista —dijo.
—Va a escribir acerca de los crímenes —dijo el cocinero.
—No sé de qué habla, voy a cubrir el combate de boxeo de este sábado —dijo Fate.
—¿Quién pelea? —dijo el cocinero.
—Count Pickett, el semipesado de Nueva York.
—En otros tiempos fui aficionado —dijo el cocinero—. Apostaba dinero y compraba revistas de boxeo, pero un día decidí dejarlo. Ya no estoy al tanto de los boxeadores actuales. ¿Quiere beber algo? Invita la casa.
Fate se sentó junto a la barra y pidió un vaso de agua. El cocinero sonrió y dijo que hasta donde él sabía todos los periodistas bebían alcohol.
—Yo también lo hago —dijo Fate—, pero creo que no me encuentro muy bien del estómago.
Tras servirle el vaso de agua el cocinero quiso saber contra quién peleaba Count Pickett.
—No recuerdo el nombre —dijo Fate—, lo tengo anotado por ahí, un mexicano, me parece.
—Es extraño —dijo el cocinero—, los mexicanos no tienen buenos semipesados. Una vez cada veinte años aparece un peso pesado, que suele terminar loco o muerto a balazos, pero semipesados no tienen.
—Puede que me haya equivocado y no sea mexicano —admitió Fate.
—Tal vez sea cubano o colombiano —dijo el cocinero—, aunque los colombianos tampoco tienen tradición en los semipesados.
Fate se bebió el agua y se levantó y estiró los músculos. Es hora de marcharme, se dijo, aunque la verdad es que se sentía bien en aquel restaurante.
—¿Cuántas horas hay desde aquí a Santa Teresa? —preguntó.
—Depende —dijo el cocinero—. A veces la frontera está llena de camiones y uno puede pasarse media hora esperando. Digamos que de aquí a Santa Teresa hay tres horas y luego media hora o tres cuartos de hora en el paso fronterizo, en números redondos cuatro horas.
—De aquí a Santa Teresa sólo hay una hora y media —dijo la camarera.
El cocinero la miró y dijo que dependía del coche y del conocimiento del terreno que tuviera el conductor.
—¿Ha conducido alguna vez por el desierto?
—No —dijo Fate.
—Pues no es fácil. Parece fácil. Parece lo más fácil del mundo, pero no es nada fácil —dijo el cocinero.
—En eso tienes razón —dijo la camarera—, sobre todo de noche, conducir de noche en el desierto a mí me da miedo.
—Cualquier error, cualquier desvío mal tomado puede costar cincuenta kilómetros conduciendo en la dirección equivocada —dijo el cocinero.
—Tal vez lo mejor sea que me vaya ahora que aún hay luz —dijo Fate.
—Da lo mismo —dijo el cocinero—, oscurecerá dentro de cinco minutos. Los atardeceres en el desierto parece que no vayan a acabar nunca, hasta que de pronto todo acaba, sin ningún aviso. Es como si alguien simplemente desconectara la luz —dijo el cocinero.
Fate pidió otro vaso de agua y se fue a bebérselo junto a la ventana. ¿No quiere comer nada más antes de salir?, oyó que le decía el cocinero. No contestó. El desierto empezó a desvanecerse.
Condujo durante dos horas por carreteras oscuras, con la radio encendida, escuchando una emisora de Phoenix que transmitía jazz. Pasó por lugares en donde había casas y restaurantes y jardines con flores blancas y coches mal estacionados, pero en los que no se veía ninguna luz, como si los habitantes hubieran muerto esa misma noche y en el aire todavía quedara un hálito de sangre. Distinguió siluetas de cerros recortadas por la luna y siluetas de nubes bajas que no se movían o que, en determinado momento, corrían hacia el oeste como impulsadas por un viento repentino, caprichoso, que levantaba polvaredas a las que los faros del coche, o las sombras que los faros producían, prestaban ropajes fabulosos, humanos, como si las polvaredas fueran mendigos o fantasmas que saltaban junto al camino.
Se perdió en dos ocasiones. En una estuvo tentado de volver hacia atrás, hacia el restaurante o hacia Tucson. En la otra llegó a un pueblo llamado Patagonia en donde el muchacho que atendía la gasolinera le indicó la manera más fácil de llegar a Santa Teresa. Al salir de Patagonia vio un caballo. Cuando los faros del coche lo iluminaron el caballo levantó la cabeza y lo miró. Fate detuvo el coche y esperó. El caballo era negro y al cabo de poco se movió y se perdió en la oscuridad. Pasó junto a una mesa, o eso creyó. La mesa era enorme, totalmente plana en la parte superior y de una punta a otra de la base debía de medir por lo menos cinco kilómetros. Junto a la carretera apareció un barranco. Se bajó, dejó las luces del coche encendidas y orinó largamente respirando el aire fresco de la noche. Después el camino descendió hasta una especie de valle que le pareció, a primera vista, gigantesco. En el extremo más alejado del valle creyó discernir una luminosidad. Pero podía ser cualquier cosa. Una caravana de camiones moviéndose con gran lentitud, las primeras luces de un pueblo. O tal vez sólo su deseo de salir de aquella oscuridad que de alguna manera le recordaba su niñez y adolescencia. Pensó que en algún momento, entre una y otra, había soñado con ese paisaje, no tan oscuro, no tan desértico, pero ciertamente similar. Iba en un autobús, con su madre y una hermana de su madre, y hacían un viaje corto, entre Nueva York y un pueblo cercano a Nueva York. Iba junto a la ventana y el paisaje invariablemente era el mismo, edificios y autopistas, hasta que de pronto apareció el campo. En ese momento, o tal vez antes, había comenzado a atardecer y él miraba los árboles, un bosque pequeño pero que a sus ojos se engrandecía. Y entonces creyó ver a un hombre caminando por el borde del bosquecillo. A grandes zancadas, como si no quisiera que la noche se le echase encima. Se preguntó quién era ese hombre. Sólo supo que era un hombre, y no una sombra, porque tenía una camisa y movía los brazos al caminar. La soledad del tipo era tan grande que Fate recordaba que deseó no seguir mirando y abrazar a su madre, pero en lugar de eso mantuvo los ojos abiertos hasta que el autobús dejó atrás el bosque y otra vez aparecieron los edificios, las fábricas, los galpones de almacenamiento que jalonaban la carretera.
La soledad del valle que cruzaba ahora, su oscuridad, era mayor. Se imaginó a sí mismo caminando a buen paso por el arcén. Sintió un escalofrío. Recordó entonces el jarrón donde yacían las cenizas de su madre y la taza de café de la vecina que no había devuelto y que ahora estaría infinitamente fría y los vídeos de su madre que ya nadie nunca más iba a ver. Pensó en detener el coche y esperar a que amaneciera. Su instinto le indicó que un negro durmiendo en un coche alquilado junto al arcén no era lo más prudente en Arizona. Cambió de emisora. Una voz en español empezó a contar la historia de una cantante de Gómez Palacio que había vuelto a su ciudad, en el estado de Durango, sólo para suicidarse. Luego se oyó la voz de una mujer que cantaba rancheras. Durante un rato, mientras conducía hacia el valle, la estuvo escuchando. Después intentó volver a sintonizar la emisora de jazz de Phoenix y ya no la pudo encontrar.
En el lado norteamericano se levantaba un pueblo llamado Adobe. Antes había sido una fábrica de adobe, pero ahora era un conglomerado de casas y tiendas de electrodomésticos alineadas casi todas en una gran calle mayor. Al final de la calle uno salía a un descampado profusamente iluminado e inmediatamente después estaba el control de aduanas norteamericano.
El policía de fronteras le pidió su pasaporte y Fate se lo dio. Junto al pasaporte estaba su acreditación de periodista. El policía de fronteras le preguntó si venía a escribir sobre los asesinatos.
—No —dijo Fate—, vengo a cubrir el combate del sábado.
—¿Quién pelea? —dijo el policía de fronteras.
—Count Pickett, el semipesado de Nueva York.
—Jamás lo he oído nombrar —dijo el policía.
—Llegará a campeón del mundo —dijo Fate.
—Ojalá —dijo el policía.
Después avanzó cien metros hasta la frontera mexicana y Fate tuvo que salir y mostrar su maleta, los papeles del coche, su pasaporte y su carnet de periodista. Lo hicieron rellenar unos impresos. Las caras de los policías mexicanos estaban entumecidas de sueño. Desde la ventana de la caseta de aduanas se veía la larga y alta reja que dividía ambos países. En el tramo más alejado de la reja vio cuatro pájaros negros encaramados en lo alto y con las cabezas como enterradas en sus plumas. Hace frío, dijo Fate. Mucho frío, dijo el funcionario mexicano que estudiaba el impreso que Fate acababa de rellenar.
—Los pájaros. Tienen frío.
El funcionario miró en la dirección que el dedo de Fate señalaba.
—Son zopilotes, siempre tienen frío a esta hora —dijo.
Se alojó en un motel llamado Las Brisas, en la parte norte de Santa Teresa. Por la carretera, cada cierto tiempo, pasaban camiones que iban a Arizona. A veces los camiones se detenían al otro lado de la carretera, junto a la gasolinera, y luego seguían su marcha o bien los choferes se bajaban y comían algo en una estación de servicio con las paredes pintadas de azul celeste. Por la mañana casi no pasaban camiones, sólo coches y camionetas. Fate se sentía tan cansado que ni siquiera se dio cuenta de la hora que era cuando cayó dormido.
Al despertarse salió a hablar con el recepcionista del motel y le pidió un plano de la ciudad. El recepcionista era un tipo de unos veinticinco años y le dijo que nunca en Las Brisas habían tenido planos, al menos desde que él empezó a trabajar allí. Le preguntó adónde quería ir. Fate dijo que era periodista y que había ido a cubrir el combate de Count Pickett. Count Pickett versus el Merolino Fernández, dijo el recepcionista.
—Lino Fernández —dijo Fate.
—Aquí le decimos el Merolino —dijo el recepcionista con una sonrisa—. ¿Y quién cree usted que va a ganar?
—Pickett —dijo Fate.
—Habrá que ver, aunque me parece que se equivoca.
Después el recepcionista arrancó una hoja de papel y le hizo un plano a mano con indicaciones precisas para llegar al pabellón de boxeo Arena del Norte, en donde se iba a celebrar la pelea. El plano resultó mucho más bueno de lo que Fate esperaba. El pabellón Arena del Norte parecía un viejo teatro de 1900, al que le hubieran plantado en el medio un ring de boxeo. En una de sus oficinas Fate se acreditó como periodista y preguntó por el hotel donde se encontraba Pickett. Le dijeron que el boxeador norteamericano aún no había llegado a la ciudad. Entre los periodistas que encontró había un par de tipos que hablaban en inglés y que pensaban ir a entrevistar a Fernández. Fate les preguntó si podía ir con ellos y los periodistas se encogieron de hombros y dijeron que por su parte no había inconveniente.
Cuando llegaron al hotel donde Fernández daba la conferencia de prensa, el boxeador estaba hablando con un grupo de periodistas mexicanos. Los norteamericanos le preguntaron en inglés si creía que podía ganar a Pickett. Fernández entendió la pregunta y dijo que sí. Los norteamericanos le preguntaron si había visto boxear alguna vez a Pickett. Fernández no entendió la pregunta y uno de los periodistas mexicanos se la tradujo.
—Lo importante es tener fe en tus propias fuerzas —dijo Fernández, y los periodistas norteamericanos anotaron la respuesta en sus libretas.
—¿Conoce las estadísticas de Pickett? —le dijeron.
Fernández esperó a que le tradujeran la pregunta y luego dijo que no le interesaban esas cosas. Los periodistas norteamericanos se rieron entre dientes antes de preguntarle por sus propias estadísticas. Treinta peleas, dijo Fernández. Veinticinco victorias. Dieciocho por knock out. Tres derrotas. Dos combates nulos. No está mal, dijo uno de los periodistas y siguió preguntando.
La mayoría de los periodistas estaban alojados en el Hotel Sonora Resort, en el centro de Santa Teresa. Cuando Fate les dijo que él se había alojado en un motel de las afueras le dijeron que lo dejara y que tratara de conseguir habitación en el Sonora Resort. Fate visitó el hotel y tuvo la impresión de que allí se estaba celebrando una convención de periodistas deportivos mexicanos. La mayoría de éstos hablaban inglés y eran, al menos en una primera impresión, mucho más amables que los periodistas norteamericanos que había conocido. En la barra del bar algunos hacían apuestas sobre la pelea y en general se les veía felices y despreocupados, aunque finalmente Fate decidió permanecer en su motel.
Desde un teléfono del Sonora Resort, sin embargo, llamó a cobro revertido a su redacción y pidió hablar con el jefe de la sección de deportes. La mujer con la que habló le dijo que no había nadie.
—Las oficinas están vacías —dijo.
Tenía una voz ronca y quejumbrosa y no hablaba como una secretaria neoyorquina sino como una campesina que acabara de salir de un cementerio. Esta mujer conoce de primera mano el planeta de los muertos, pensó Fate, y ya no sabe lo que dice.
—Volveré a llamar más tarde —dijo antes de colgar.
El coche de Fate iba detrás del coche de los periodistas mexicanos que querían entrevistar a Merolino Fernández. El cuartel del boxeador mexicano estaba instalado en un rancho de las afueras de Santa Teresa y sin la ayuda de los periodistas hubiera sido imposible encontrarlo. Cruzaron un barrio periférico a través de una telaraña de calles sin asfaltar y sin alumbrado eléctrico. Por momentos, después de rodear potreros y lotes baldíos donde se acumulaba la basura de los pobres, uno tenía la impresión de que estaban a punto de salir a campo abierto, pero entonces volvía a surgir otro barrio, esta vez más antiguo, de casas de adobe, alrededor de las cuales habían crecido chamizos hechos con cartón, con planchas de zinc, con viejos embalajes que resistían el sol y las lluvias ocasionales y que el paso del tiempo parecía haber petrificado. Allí no sólo las plantas silvestres eran distintas sino que hasta las moscas parecían pertenecer a otra especie. Después se dejó ver un camino de terracería camuflado por el horizonte que empezaba a ennegrecer y que corría paralelo a una acequia y unos árboles cubiertos de polvo. Aparecieron las primeras cercas. El camino se estrechó. Aquello era una senda de carretas, pensó Fate. De hecho, las rodadas de las carretas eran visibles, pero tal vez sólo fueran las huellas del paso de viejos camiones de ganado.
El rancho donde estaba instalado Merolino Fernández era un conjunto de tres casas bajas y alargadas alrededor de un patio de tierra reseca y dura como el cemento en donde habían levantado un ring de apariencia inestable. Cuando llegaron el ring estaba vacío y en el patio sólo había un hombre durmiendo sobre una tumbona de paja que se despertó con el ruido de los motores. El tipo era grande y entrado en carnes y su rostro estaba lleno de cicatrices. Los periodistas mexicanos lo conocían y se pusieron a hablar con él. Se llamaba Víctor García y en el hombro derecho llevaba un tatuaje que a Fate le pareció interesante. Un hombre desnudo, visto de espaldas, se arrodillaba en el atrio de una iglesia. A su alrededor por lo menos diez ángeles con formas femeninas surgían volando de la oscuridad, como mariposas convocadas por los ruegos del penitente. Todo lo demás era oscuridad y formas vagas. El tatuaje, aunque era formalmente bueno, daba la impresión de que se lo habían hecho en la cárcel y que el tatuador carecía, si no de experiencia, sí de herramientas y tintas, pero su argumento resultaba inquietante. Cuando preguntó a los periodistas quién era aquel hombre, le respondieron que uno de los sparrings de Merolino. Después, como si los hubiera estado observando por una ventana, salió al patio una mujer con una bandeja con refrescos y cervezas frías.
Al cabo de un rato apareció el preparador del boxeador mexicano vestido con una camisa blanca y un suéter blanco y les preguntó si preferían hacerle las preguntas a Merolino antes o después del entrenamiento. Lo que usted prefiera, López, dijo uno de los periodistas. ¿Les han traído algo de comer?, preguntó el preparador mientras se sentaba alrededor de los refrescos y la cerveza. Los periodistas dijeron que no con la cabeza y el preparador, sin levantarse de su asiento, mandó a García a que fuera a la cocina y se trajera alguna botana. Antes de que García volviera vieron aparecer a Merolino por una de las sendas que se perdía en el desierto, seguido de un tipo negro vestido con chándal que intentaba hablar español y que sólo decía palabrotas. Al entrar al patio del rancho no saludaron a nadie y se dirigieron a un abrevadero de cemento en donde se lavaron la cara y los torsos ayudados por un balde. Sólo después, sin secarse y sin volverse a poner la parte superior del chándal, fueron a saludar.
El negro era de Oceanside, California, o al menos allí había nacido aunque luego se crió en Los Ángeles, y se llamaba Omar Abdul. Trabajaba como sparring de Merolino y le dijo a Fate que tal vez se quedara a vivir un tiempo en México.
—¿Qué harás después de la pelea? —dijo Fate.
—Sobrevivir —dijo Omar—, ¿no es eso lo que hacemos todos?
—¿De dónde sacarás el dinero?
—De cualquier parte —dijo Omar—, éste es un país barato.
Cada pocos minutos, sin que viniera a cuento, Omar sonreía. Tenía una hermosa sonrisa que realzaba con una perilla y un bigotillo de artesanía. Pero, también, cada pocos minutos ponía cara de enfado, y entonces la perilla y el bigotillo adquirían un aspecto amenazador, de indiferencia suprema y amenazante. Cuando Fate le preguntó si era boxeador o si había hecho algunos combates de boxeo en alguna parte, le respondió que «había peleado», sin dignarse a más explicaciones. Cuando le preguntó por las posibilidades de victoria de Merolino Fernández, dijo que eso nunca se sabía hasta que sonaba la campana.
Mientras los boxeadores se vestían Fate se puso a caminar por el patio de tierra y a mirar los alrededores.
—¿Qué miras? —oyó que le decía Omar Abdul.
—El paisaje —dijo—, es un paisaje triste.
A su lado el sparring oteó el horizonte y luego dijo:
—Así es el campo. A esta hora siempre es triste. Es un jodido paisaje para mujeres.
—Está oscureciendo —dijo Fate.
—Aún hay luz para hacer guantes —dijo Omar Abdul.
—¿Qué hacéis por las noches, cuando se acaban los entrenamientos?
—¿Todos nosotros? —dijo Omar Abdul.
—Sí, todo el equipo o como se le llame.
—Comemos, vemos la televisión, luego el señor López se va a dormir y Merolino también se va a dormir y los demás podemos irnos a dormir también o seguir viendo la tele o ir a dar un paseo por la ciudad, ya me entiendes —dijo con una sonrisa que podía significar cualquier cosa.
—¿Qué edad tienes? —le preguntó de improviso.
—Veintidós años —dijo Omar Abdul.
Cuando Merolino se subió al ring el sol estaba desapareciendo por el oeste y el preparador encendió las luces que estaban alimentadas por un generador independiente del que proporcionaba electricidad a la casa. En una esquina, con la cabeza gacha, permanecía inmóvil García. Se había quitado la ropa y puesto un pantalón de boxeador de color negro que le llegaba hasta las rodillas. Parecía dormido. Sólo cuando las luces se encendieron levantó la cabeza y miró, por unos segundos, a López, como si esperara una señal. Uno de los periodistas, que no dejaba de sonreír, hizo sonar una campana y el sparring levantó la guardia y avanzó hacia el centro del cuadrilátero. Merolino llevaba un casco de protección y se movía alrededor de García, que sólo de tanto en tanto soltaba la izquierda y trataba de conectar algún golpe. Fate le preguntó a uno de los periodistas si lo normal no era que el sparring llevara el casco de protección.
—Es lo normal —dijo el periodista.
—¿Y por qué no lo lleva? —dijo Fate.
—Porque por más que le peguen ya no le pueden hacer más daño —dijo el periodista—. ¿Me entiendes? No siente los golpes, está zumbado.
Al tercer round García se bajó del ring y subió Omar Abdul. El chico iba con el torso desnudo pero no se había quitado los pantalones del chándal. Sus movimientos eran mucho más veloces que los del sparring mexicano y se escabullía con facilidad cuando Merolino intentaba arrinconarlo, aunque era evidente que el boxeador y su sparring no pretendían hacerse daño. De vez en cuando hablaban, sin dejar de moverse, y se reían.
—¿Estás en Costa Rica? —le preguntó Omar Abdul—. ¿Dónde tienes los candorros?
Fate le preguntó al periodista qué decía el sparring.
—Nada —dijo el periodista—, ese hijo de la chingada sólo ha aprendido a decir insultos en español.
Al cabo de tres asaltos el preparador detuvo el combate y desapareció en el interior de la casa seguido por Merolino.
—El masajista los está esperando —dijo el periodista.
—¿Quién es el masajista? —preguntó Fate.
—No lo hemos visto, creo que nunca sale al patio, es un tipo ciego, ¿lo entiendes?, un tipo ciego de nacimiento, que se pasa todo el día en la cocina, comiendo, o en el cuarto de baño, cagando, o tirado en el suelo de su habitación leyendo libros en el idioma de los ciegos, el lenguaje ese, ¿cómo se llama?
—El alfabeto Braille —dijo el otro periodista.
Fate se imaginó al masajista leyendo en una habitación completamente a oscuras y tuvo un ligero estremecimiento. Debe de ser algo parecido a la felicidad, pensó. En el abrevadero García le echaba a Omar Abdul un balde de agua fría en la espalda. El sparring californiano le guiñó un ojo a Fate.
—¿Qué le ha parecido? —le preguntó.
—No ha estado mal —dijo Fate por decir algo amable—, pero tengo la impresión de que Pickett va a llegar mucho mejor preparado.
—Pickett es un marica de mierda —dijo Omar Abdul.
—¿Lo conoces?
—Lo he visto pelear en la tele un par de veces. No sabe moverse.
—Bueno, yo en realidad no lo he visto nunca —dijo Fate.
Omar Abdul lo miró a los ojos con expresión de asombro.
—¿Nunca has visto pelear a Pickett? —dijo.
—No, en realidad el especialista en boxeo de mi revista murió la semana pasada y como no andamos sobrados de personal, me enviaron a mí.
—Apuesta por Merolino —dijo Omar Abdul tras guardar silencio durante un rato.
—Te deseo suerte —le dijo Fate antes de marcharse.
El camino de vuelta le pareció más corto. Durante un rato siguió las luces traseras del coche de los periodistas, hasta que los vio estacionarse junto a un bar cuando ya transitaban por las calles asfaltadas de Santa Teresa. Aparcó al lado de ellos y les preguntó cuál era el plan. Vamos a comer, dijo uno de los periodistas. Aunque no tenía hambre, Fate aceptó tomar una cerveza en compañía de ellos. Uno de los periodistas se llamaba Chucho Flores y trabajaba para un periódico local y para una emisora de radio. El otro, el que había tocado la campana mientras estaban en el rancho, se llamaba Ángel Martínez Mesa y trabajaba para un periódico deportivo del DF. Martínez Mesa era de baja estatura y debía de andar por los cincuenta años. Chucho Flores era sólo un poco más bajo que Fate, tenía treintaicinco años y sonreía todo el tiempo. La relación entre Flores y Martínez Mesa, intuyó Fate, era la del discípulo agradecido con el maestro más bien indiferente. La indiferencia de Martínez Mesa, sin embargo, no traslucía ni soberbia ni un sentimiento de superioridad, sino cansancio. Un cansancio que se percibía hasta en su modo de vestir, desaliñado, con un traje lleno de lamparones y los zapatos sin lustrar, todo lo contrario de su discípulo, que llevaba un traje de marca y una corbata de marca y unas mancuernas de oro en los puños y que, posiblemente, se veía a sí mismo como un hombre atildado y guapo. Mientras los mexicanos comían carne asada con patatas fritas, Fate se puso a pensar en el tatuaje de García. Comparó después la soledad de aquel rancho con la soledad de la casa de su madre. Pensó en sus cenizas que aún estaban allí. Pensó en la vecina muerta. Pensó en el barrio de Barry Seaman. Y todo aquello que su memoria iba iluminando mientras los mexicanos comían le pareció desolado.
Cuando dejaron a Martínez Mesa en el Sonora Resort Chucho Flores insistió en tomarse la última. En el bar del hotel había varios periodistas, entre los que distinguió a un par de norteamericanos con los que le interesaba conversar, pero Chucho Flores tenía otros planes. Fueron a un bar en un callejón del centro de Santa Teresa, un local con las paredes pintadas con pintura fluorescente y una barra que hacía zigzag. Pidieron zumo de naranja con whisky. El barman conocía a Chucho Flores. Más que un barman, pensó Fate, aquel tipo parecía el propietario del local. Sus gestos eran secos y autoritarios, incluso cuando se ponía a secar vasos con el delantal que le colgaba de la cintura. Sin embargo era un tipo joven, de no más de veinticinco años, a quien Chucho Flores, por otra parte, no le hacía demasiado caso, ocupado en hablar con Fate sobre Nueva York y sobre el periodismo que se hacía en Nueva York.
—Me gustaría irme a vivir allí —le confesó— y trabajar en alguna emisora de radio hispana.
—Hay muchas —dijo Fate.
—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Chucho Flores como si llevara mucho tiempo estudiando el caso, y luego mencionó dos nombres de radios que transmitían en español y que Fate no había oído mencionar jamás.
—¿Y tu revista cómo se llama? —le preguntó Chucho Flores.
Se lo dijo y Chucho Flores, tras pensar un rato, hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—No la conozco —dijo—, ¿es grande?
—No, no es grande —dijo Fate—, es una revista de Harlem, ¿entiendes?
—No —dijo Chucho Flores—, no lo entiendo.
—Es una revista donde los propietarios son afroamericanos, el director es afroamericano y casi todos los periodistas somos afroamericanos —dijo Fate.
—¿Es eso posible? —dijo Chucho Flores—, ¿es eso bueno para el periodismo objetivo?
En ese momento se dio cuenta de que Chucho Flores estaba un poco borracho. Pensó en lo que acababa de decirle. En realidad afirmar que casi todos los periodistas eran negros resultaba aventurado. Él sólo había visto negros en la redacción, aunque por supuesto no conocía a los corresponsales. Tal vez en California hubiera algún chicano, pensó. Tal vez en Texas. Pero también era posible que en Texas no hubiera nadie, pues entonces ¿por qué enviarlo a él, desde Detroit, y no encargarle el trabajo al de Texas o al de California?
Unas chicas se acercaron a saludar a Chucho Flores. Estaban vestidas como para ir de fiesta, con tacones altos y ropa de discoteca. Una de ellas tenía el pelo teñido de rubio y la otra era muy morena y más bien silenciosa y tímida. La rubia saludó al barman y éste le respondió con un gesto, como si la conociera muy bien y no confiara en ella. Chucho Flores lo presentó como un famoso periodista deportivo de Nueva York. En ese momento Fate consideró oportuno decirle al mexicano que él no era propiamente un periodista deportivo, sino un periodista que escribía sobre temas políticos y sociales, declaración que a Chucho Flores le pareció muy interesante. Al cabo de un rato llegó otro tipo a quien Chucho Flores presentó como el hombre que más sabía de cine al sur de la frontera de Arizona. El tipo se llamaba Charly Cruz y le dijo con una gran sonrisa que no creyera ni una palabra de lo que decía Chucho Flores. Era el propietario de un videoclub y su oficio lo obligaba a ver muchas películas, pero eso era todo, no soy ningún especialista en el tema, dijo.
—¿Cuántos videoclubs tienes? —le preguntó Chucho Flores—. Dilo, díselo a mi amigo Fate.
—Tres —dijo Charly Cruz.
—Este buey está montado en el dólar —dijo Chucho Flores.
La chica teñida de rubio se llamaba Rosa Méndez y según Chucho Flores había sido su novia. También fue novia de Charly Cruz y ahora salía con el propietario de una sala de bailes.
—Rosita es así —dijo Charly Cruz—, está en su naturaleza.
—¿Qué es lo que está en tu naturaleza? —le preguntó Fate.
En un inglés no muy bueno la chica le respondió que ser alegre. La vida es corta, dijo, y luego se quedó callada mirando alternativamente a Fate y a Chucho Flores, como si reflexionara en lo que acababa de afirmar.
—Rosita también es un poco filósofa —dijo Charly Cruz.
Fate asintió con la cabeza. Otras dos chicas se acercaron a ellos. Eran aún más jóvenes y sólo conocían a Chucho Flores y al barman. Fate calculó que ninguna de las dos debía de tener más de dieciocho años. Charly Cruz le preguntó si le gustaba Spike Lee. Sí, dijo Fate, aunque en realidad no le gustaba.
—Parece mexicano —dijo Charly Cruz.
—Puede ser —dijo Fate—, es un punto de vista interesante.
—¿Y Woody Allen?
—Me gusta —dijo Fate.
—Ése también parece mexicano, pero mexicano del DF o de Cuernavaca —dijo Charly Cruz.
—Mexicano de Cancún —dijo Chucho Flores.
Fate se rió sin entender nada. Pensó que le estaban tomando el pelo.
—¿Y Robert Rodríguez? —dijo Charly Cruz.
—Me gusta —dijo Fate.
—Ese pendejo es de los nuestros —dijo Chucho Flores.
—Yo tengo una película en vídeo de Robert Rodríguez —dijo Charly Cruz— que muy pocas personas han visto.
—¿El mariachi? —dijo Fate.
—No, ésa la ha visto todo el mundo. Una anterior, cuando Robert Rodríguez no era nadie. Un puto chicano muerto de hambre. Un trovo que le entraba a cualquier chamba —dijo Charly Cruz.
—Vamos a sentarnos y nos cuentas esa historia —dijo Chucho Flores.
—Buena idea —dijo Charly Cruz—, ya me estaba cansando de estar tanto rato de pie.
La historia era sencilla e inverosímil. Dos años antes de rodar El mariachi Robert Rodríguez viajó a México. Durante unos días vagabundeó por la frontera entre Chihuahua y Texas y luego bajó hacia el sur, hasta el DF, en donde se dedicó a tomar drogas y a beber. Cayó tan bajo, dijo Charly Cruz, que entraba en una pulquería antes del mediodía y salía sólo cuando cerraban y lo echaban a patadas. Al final terminó viviendo en un congal, es decir en un bule, es decir en un berreadero, es decir en la catera de las bondadosas, es decir en un burdel, en donde se hizo amigo de una puta y de su chulo, al que llamaban el Perno, que es como si al chulo de una puta lo apodaran el Pene o la Verga. Este tal Perno simpatizó con Robert Rodríguez y se portó bien con él. A veces tenía que subirlo arrastrando hasta la habitación donde dormía, otras veces entre él y su puta tenían que desnudarlo y meterlo bajo la ducha porque Robert Rodríguez perdía el conocimiento con suma facilidad. Una mañana, una de esas raras mañanas en que el futuro director de cine estaba medio sobrio, le contó que unos amigos querían hacer una película y le preguntó si él se veía capaz de hacerla. Robert Rodríguez, como ustedes se imaginarán, dijo okey maguey y el Perno se ocupó de los asuntos prácticos.
El rodaje duró tres días, según creo, y Robert Rodríguez siempre estaba borracho y drogado cuando se ponía detrás de la cámara. Por supuesto, en los títulos de crédito no aparece su nombre. El director se llama Johnny Mamerson, lo que evidentemente es una broma, pero si uno conoce el cine de Robert Rodríguez, su manera de hacer un encuadre, sus planos y contraplanos, su sentido de la velocidad, no cabe duda, se trata de él. Lo único que falta es su manera personal de montar una película, por lo que queda claro que en esta película el montaje lo realizó otra persona. Pero el director es él, de eso estoy seguro.
A Fate no le interesaba Robert Rodríguez ni la historia de su primera película, o de su última película, lo mismo le daba, y además empezó a tener ganas de cenar o comer un sándwich y luego meterse en la cama de su motel y dormir, pero igual tuvo que oír retazos del argumento, una historia de putas sabias o tal vez sólo de putas buenas, entre las que sobresalía una tal Justina, la cual, por motivos que se le escapaban pero que no resultaba complicado adivinar, conocía a unos vampiros del DF que vagaban por la noche disfrazados de policías. Al resto de la historia no le prestó atención. Mientras besaba en la boca a la chica de pelo negro que había llegado con Rosita Méndez oyó algo sobre pirámides, vampiros aztecas, un libro escrito con sangre, la idea precursora de Abierto hasta el amanecer, la pesadilla recurrente de Robert Rodríguez. La chica de pelo negro no sabía besar. Antes de marcharse le dio a Chucho Flores el teléfono del motel Las Brisas y luego salió trastabillando hasta donde tenía el coche aparcado.
Al abrir la puerta oyó que alguien le preguntaba si se sentía bien. Llenó los pulmones de aire y se dio la vuelta. Chucho Flores estaba a tres metros de él, con el nudo de la corbata desabrochado y abrazando por la cintura a Rosa Méndez que lo miraba como si fuera un ejemplar exótico de algo, ¿de qué?, no lo sabía, pero la mirada de la mujer no le gustó.
—Estoy bien —dijo—, no hay problema.
—¿Quieres que te lleve a tu motel? —dijo Chucho Flores.
La sonrisa de Rosa Méndez se acentuó. Se le pasó por la cabeza la idea de que el mexicano era gay.
—No es necesario —dijo—, me las puedo arreglar solo.
Chucho Flores soltó a la mujer y dio un paso en su dirección. Fate abrió la puerta del coche y encendió el motor evitando mirarlos. Adiós, amigo, oyó que decía como en sordina el mexicano. Rosa Méndez tenía las manos en las caderas, en una pose nada natural, le pareció, y no lo miraba a él ni a su coche que se alejaba sino a su acompañante, que permanecía inmóvil, como si el aire de la noche lo hubiera congelado.
En el motel la recepción estaba abierta y Fate le preguntó a un chico al que no había visto si le podían conseguir algo de comer. El chico le dijo que no tenían cocina pero que podía comprar unas galletas o una barra de chocolate en la máquina que había afuera. Por la carretera pasaban de vez en cuando camiones hacia el norte y hacia el sur y al otro lado se veían las luces de la estación de servicio. Hacia allá dirigió Fate sus pasos. Cuando atravesó la carretera, sin embargo, un coche estuvo a punto de atropellarlo. Por un momento pensó que estaba borracho, pero luego se dijo que antes de cruzar, estuviera o no borracho, había mirado con atención y no vio luces en la carretera. ¿De dónde, pues, había salido ese coche? Tendré más cuidado cuando vuelva, se dijo. La estación de servicio estaba profusamente iluminada y casi vacía. Detrás del mostrador una quinceañera leía una revista. A Fate le pareció que tenía la cabeza muy pequeña. Junto a la caja había otra mujer, de unos veinte años, que se lo quedó mirando mientras él se dirigía a una máquina donde vendían hot-dogs.
—Tiene que pagar primero —dijo la mujer en español.
—No entiendo —dijo Fate—, soy americano.
La mujer le repitió la advertencia en inglés.
—Dos hot-dogs y una lata de cerveza —dijo Fate.
La mujer sacó un bolígrafo del bolsillo de su uniforme y escribió la cantidad de dinero que Fate tenía que darle.
—¿Dólares o pesos? —dijo Fate.
—Pesos —dijo la mujer.
Fate dejó junto a la caja registradora un billete y fue a buscar al refrigerador la lata de cerveza y luego le indicó con los dedos a la adolescente de cabeza pequeña cuántos hot-dogs quería. La muchacha le sirvió los hot-dogs y Fate le preguntó cómo funcionaba la máquina de las salsas.
—Apriete el botón de la que prefiera —dijo la adolescente en inglés.
Fate le puso salsa de tomate, mostaza y algo que parecía guacamole a uno de los hot-dogs y se lo comió allí mismo.
—Está bueno —dijo.
—Me alegro —dijo la chica.
Luego repitió la operación con el otro y se acercó a la caja a buscar el cambio. Cogió unas monedas y volvió hacia donde estaba la adolescente y se las dio de propina.
—Gracias, señorita —dijo en español.
Después salió con su lata de cerveza y su hot-dog a la carretera. Mientras esperaba que pasaran tres camiones que iban de Santa Teresa a Arizona recordó lo que le había dicho a la cajera. Soy americano. ¿Por qué no dije soy afroamericano? ¿Porque estoy en el extranjero? ¿Pero puedo considerarme en el extranjero cuando, si quisiera, podría ahora mismo irme caminando, y no caminar demasiado, hasta mi país? ¿Eso significa que en algún lugar soy americano y en algún lugar soy afroamericano y en algún otro lugar, por pura lógica, soy nadie?
Al despertarse llamó por teléfono al jefe de la sección de deportes de su revista y le dijo que Pickett no estaba en Santa Teresa.
—Es normal —dijo el jefe de la sección de deportes—, probablemente está en algún rancho en las afueras de Las Vegas.
—¿Y cómo demonios voy a hacerle la entrevista? —dijo Fate—. ¿Quieres que vaya a Las Vegas?
—No es necesario que entrevistes a nadie, sólo necesitamos a alguien que narre la pelea, ya sabes, el ambiente, el aire que se respira en el ring, el estado de forma de Pickett, la impresión que causa en los jodidos mexicanos.
—Los prolegómenos del combate —dijo Fate.
—¿Prolequé? —dijo el jefe de la sección de deportes.
—El jodido ambiente —dijo Fate.
—Con palabras sencillas —dijo el jefe de la sección de deportes—, como si estuvieras contando una historia en un bar y todos los que están a tu alrededor fueran tus amigos y se murieran de ganas de escucharte.
—Entendido —dijo Fate—, te lo envío pasado mañana.
—Si hay algo que no entiendas, no te preocupes, aquí procuraremos editarte como si te hubieras pasado toda la vida junto a un ring.
—De acuerdo, entendido —dijo Fate.
Al salir al porche de su habitación vio a tres niños rubios, casi albinos, que jugaban con una pelota blanca, un balde rojo y unas palas de plástico rojas. El mayor debía de tener cinco años y el menor tres. No era un sitio seguro para que jugaran unos niños. En un descuido podían intentar cruzar la carretera y un camión podía arrollarlos. Miró a los lados: sentada en un banco de madera, a la sombra, una mujer muy rubia y con gafas negras los vigilaba. La saludó. La mujer lo miró durante un segundo e hizo un gesto con la mandíbula como si no pudiera apartar la vista de los niños.
Fate bajó las escaleras y se metió en su coche. El calor en el interior era insoportable y abrió las dos ventanas. Sin saber por qué pensó otra vez en su madre, en la forma que ésta tenía de vigilarlo cuando él era un niño. Cuando puso el coche en marcha uno de los niños albinos se levantó y se lo quedó mirando. Fate le sonrió y lo saludó con la mano. El niño dejó caer la pelota y se cuadró como un militar. Al enfilar el coche para salir del motel el niño se llevó la mano derecha a la visera y se mantuvo así hasta que el coche de Fate se perdió hacia el sur.
Mientras conducía volvió a pensar en su madre. La vio caminar, la vio de espaldas, vio su nuca mientras ella contemplaba un programa de la tele, oyó su risa, la vio fregar platos en el lavadero. Su rostro, sin embargo, permaneció en la sombra todo el tiempo, como si de alguna manera ella ya estuviera muerta o como si le dijera, con gestos y no con palabras, que los rostros no eran importantes ni en esta vida ni en la otra. En el Sonora Resort no encontró a ningún periodista y tuvo que preguntarle al recepcionista cómo se llegaba al Arena. Cuando llegó al pabellón notó cierto revuelo. Preguntó a un lustrabotas que se había instalado en uno de los pasillos qué ocurría y el lustrabotas le dijo que había llegado el boxeador norteamericano.
Encontró a Count Pickett subido al ring, vestido con traje y corbata y exhibiendo una amplia y confiada sonrisa. Los fotógrafos disparaban sus cámaras y los periodistas que rodeaban el ring lo llamaban por su nombre de pila y le soltaban preguntas. ¿Cuándo crees que vas a luchar por el título? ¿Es verdad que Jesse Brentwood te tiene miedo? ¿Cuánto has cobrado por venir a Santa Teresa? ¿Es cierto que te casaste en secreto en Las Vegas? El apoderado de Pickett estaba a su lado. Era un tipo gordo y bajito y era él quien contestaba a casi todas las preguntas. Los periodistas mexicanos se dirigían a él en español y lo llamaban por su nombre, Sol, señor Sol, y el señor Sol les contestaba en español y en ocasiones él también llamaba por sus nombres a los periodistas mexicanos. Un periodista norteamericano, un tipo grande y de cara cuadrada, le preguntó si era políticamente correcto traer a Pickett a pelear a Santa Teresa.
—¿Qué quiere decir políticamente correcto? —le preguntó el apoderado.
El periodista iba a contestar, pero el apoderado se le adelantó.
—El boxeo —dijo— es un deporte y el deporte, como el arte, está más allá de la política. No mezclemos deporte con política, Ralph.
—Si lo he interpretado correctamente —dijo el tal Ralph—, usted no tiene miedo de traer a Count Pickett a Santa Teresa.
—Count Pickett no le teme a nadie —dijo el apoderado.
—No ha nacido quien pueda vencerme —dijo Count Pickett.
—Bueno, Count es un hombre, a la vista está. La pregunta entonces sería: ¿ha venido alguna mujer en su grupo? —dijo Ralph.
Un periodista mexicano que estaba en el otro extremo se levantó y lo mandó a la chingada. Otro que estaba no lejos de Fate le gritó que no insultara a los mexicanos si no quería que le dieran una patada en la boca.
—Cállese la bocota, buey, o se la parto.
Ralph pareció no oír los insultos y siguió de pie, con apariencia tranquila, esperando la respuesta del apoderado. Unos periodistas norteamericanos que estaban en una esquina del cuadrilátero, junto a unos fotógrafos, miraron al apoderado con gesto interrogante. El apoderado carraspeó y luego dijo:
—No ha venido ninguna mujer con nosotros, Ralph, usted ya sabe que nunca viajamos con mujeres.
—¿Ni siquiera la señora Alversohn?
El apoderado se rió y algunos periodistas lo secundaron.
—Usted sabe muy bien que a mi mujer no le gusta el boxeo, Ralph —dijo el apoderado.
—¿De qué demonios estaban hablando? —le preguntó Fate a Chucho Flores mientras desayunaban en un bar cercano al pabellón Arena del Norte.
—De los asesinatos de mujeres —dijo Chucho Flores con desánimo—. Florecen —dijo—. Cada cierto tiempo florecen y vuelven a ser noticia y los periodistas hablan de ellos. La gente también vuelve a hablar de ellos y la historia crece como una bola de nieve hasta que sale el sol y la pinche bola se derrite y todos se olvidan y vuelven al trabajo.
—¿Vuelven al trabajo? —preguntó Fate.
—Los jodidos asesinatos son como una huelga, amigo, una jodida huelga salvaje.
La equivalencia entre asesinatos de mujeres y huelga era curiosa. Pero asintió con la cabeza y no dijo nada.
—Ésta es una ciudad completa, redonda —dijo Chucho Flores—. Tenemos de todo. Fábricas, maquiladoras, un índice de desempleo muy bajo, uno de los más bajos de México, un cártel de cocaína, un flujo constante de trabajadores que vienen de otros pueblos, emigrantes centroamericanos, un proyecto urbanístico incapaz de soportar la tasa de crecimiento demográfico, tenemos dinero y también hay mucha pobreza, tenemos imaginación y burocracia, violencia y ganas de trabajar en paz. Sólo nos falta una cosa —dijo Chucho Flores.
Petróleo, pensó Fate, pero no lo dijo.
—¿Qué es lo que falta? —dijo.
—Tiempo —dijo Chucho Flores—. Falta el jodido tiempo.
¿Tiempo para qué?, pensó Fate. ¿Tiempo para que esta mierda, a mitad de camino entre un cementerio olvidado y un basurero, se convierta en una especie de Detroit? Durante un rato estuvieron sin hablar. Chucho Flores sacó un lápiz de su americana y una libreta y se puso a dibujar rostros de mujeres. Lo hacía con extrema rapidez, totalmente abstraído, y también, según le pareció a Fate, con cierto talento, como si antes de convertirse en periodista deportivo Chucho Flores hubiera estudiado dibujo y se hubiera pasado muchas horas tomando apuntes del natural. Ninguna de sus mujeres sonreía. Algunas tenían los ojos cerrados. Otras eran viejas y miraban a los lados, como si esperaran algo o alguien acabara de llamarlas por su nombre. Ninguna era bonita.
—Tienes talento —dijo Fate cuando Chucho Flores acometía su séptimo retrato.
—No es nada —dijo Chucho Flores.
Después, básicamente porque seguir hablando del talento del mexicano le producía cierto embarazo, le preguntó por las muertas.
—La mayoría son trabajadoras de las maquiladoras. Muchachas jóvenes y de pelo largo. Pero eso no es necesariamente la marca del asesino, en Santa Teresa casi todas las muchachas llevan el pelo largo —dijo Chucho Flores.
—¿Hay un solo asesino? —preguntó Fate.
—Eso dicen —dijo Chucho Flores sin dejar de dibujar—. Hay algunos detenidos. Hay algunos casos solucionados. Pero la leyenda quiere que el asesino sea uno solo y además inatrapable.
—¿Cuántas muertas hay?
—No lo sé —dijo Chucho Flores—, muchas, más de doscientas.
Fate observó cómo el mexicano empezaba a esbozar su noveno retrato.
—Son muchas para una sola persona —dijo.
—Así es, amigo, demasiadas, incluso para un asesino mexicano.
—¿Y cómo las matan? —preguntó Fate.
—Eso no está nada claro. Desaparecen. Se evaporan en el aire, visto y no visto. Y al cabo de un tiempo aparecen sus cuerpos en el desierto.
Mientras conducía rumbo al Sonora Resort, desde donde pensaba revisar su correo electrónico, a Fate se le ocurrió que mucho más interesante que la pelea Pickett-Fernández era escribir un reportaje sobre las mujeres asesinadas. Así se lo escribió al jefe de su sección. Le pidió quedarse una semana más en la ciudad y que le enviaran un fotógrafo. Después salió a tomar una copa al bar en donde se juntó con algunos periodistas norteamericanos. Hablaban del combate y todos coincidían en que Fernández no iba a durar más de cuatro rounds. Uno de ellos contó la historia del boxeador mexicano Hércules Carreño. Era un tipo que medía casi dos metros. Algo nada usual en México, donde la gente más bien es bajita. Este Hércules Carreño, además, era fuerte, trabajaba descargando sacos en un mercado o en una carnicería, y alguien lo convenció para que se dedicara al boxeo. Empezó tarde. Digamos a los veinticinco años. Pero en México no abundan los pesos pesados y ganaba todos los combates. Éste es un país que da buenos gallos, buenos moscas, buenos plumas, a veces, en contadas ocasiones, algún welter, pero no pesados ni semipesados. Es una cuestión de tradición y de alimentación. Una cuestión de morfología. Ahora tienen un presidente de la república que es más alto que el presidente de los Estados Unidos. Es la primera vez que ocurre. Poco a poco los presidentes de México serán cada vez más altos. Antes era impensable. Un presidente de México solía llegarle, en el mejor de los casos, al hombro a un presidente de América. A veces la cabeza de un presidente de México apenas estaba unos centímetros por encima del ombligo de un presidente de los nuestros. Ésa era la tradición. Ahora, sin embargo, la clase alta mexicana está cambiando. Son cada vez más ricos y suelen buscar esposas al norte de la frontera. A eso le llaman mejorar la raza. Un enano mexicano manda a su hijo enano a estudiar a una universidad de California. El niño tiene dinero y hace lo que quiere y eso impresiona a algunas estudiantes. No hay ningún lugar en la tierra donde haya más tontas por metro cuadrado que en una universidad de California. Resultado: el niño obtiene un título y consigue una esposa que se va a vivir a México con él. De esta forma los nietos del enano mexicano dejan de ser enanos, adquieren una estatura media y de paso se blanquean. Estos nietos, llegado el momento, realizan el mismo periplo iniciático que su padre. Universidad norteamericana, esposa norteamericana, hijos cada vez de mayor estatura. La clase alta mexicana, de hecho, está haciendo, por su cuenta y riesgo, lo que hicieron los españoles, pero al revés. Los españoles, lascivos y poco previsores, se mezclaron con las indias, las violaron, les metieron a la fuerza su religión, y creyeron que de esta manera el país se volvería blanco. Los españoles creían en el blanco bastardo. Sobrestimaban su semen. Pero se equivocaron. Nunca puedes violar a tantas personas. Es matemáticamente imposible. El cuerpo no lo aguanta. Te agotas. Además, ellos violaban de abajo hacia arriba, cuando lo más práctico, está demostrado, es violar de arriba hacia abajo. El sistema de los españoles hubiera dado algún resultado si hubieran sido capaces de violar a sus propios hijos bastardos y luego a sus nietos bastardos e incluso a sus bisnietos bastardos. ¿Pero quién tiene ganas de violar a nadie cuando has cumplido setenta años y apenas te puedes mantener de pie? El resultado está a la vista. El semen de los españoles, que se creían titanes, se perdió en la masa amorfa de los miles de indios. Los primeros bastardos, los que tenían un cincuenta por ciento de sangre de cada raza, se hicieron cargo del país, fueron los secretarios, los soldados, los comerciantes minoristas, los fundadores de nuevas ciudades. Y siguieron violando, pero el fruto, ya desde entonces, comenzó a decaer, pues las indias que ellos violaron dieron a luz mestizos con un porcentaje aún menor de sangre blanca. Y así sucesivamente. Hasta llegar a este boxeador, Hércules Carreño, que al principio ganaba peleas, o bien porque sus rivales eran más flojos que él o bien porque alguien amañaba los combates, lo que envaneció a algunos mexicanos, que empezaron a presumir de tener un campeón auténtico en las categorías pesadas y que un buen día se lo llevaron a los Estados Unidos y lo hicieron pelear contra un irlandés borracho y luego contra un negro drogado y luego contra un ruso gordinflón, a quienes ganó, lo que llenó a los mexicanos de felicidad y de soberbia: ya tenían, pues, a su campeón paseándose por los grandes circuitos. Y entonces pactaron una pelea contra Arthur Ashley, en Los Ángeles, no sé si alguno vio esa pelea, yo sí, a Arthur Ashley lo llamaban Art el Sádico. El mote se lo ganó en esa pelea. Del pobre Hércules Carreño no quedó nada. Ya desde el primer round se vio que aquello iba a ser una carnicería. Art el Sádico boxeaba tomándose todo el tiempo del mundo, sin ninguna prisa, buscando el sitio exacto donde colocar sus ganchos, haciendo rounds monográficos, el tercero dedicado únicamente al rostro, el cuarto dedicado únicamente al hígado. En fin, bastante hizo Hércules Carreño aguantando hasta el octavo round. Después de aquella pelea aún combatió en plazas de tercera categoría. Se caía al segundo round casi siempre. Después buscó trabajo como vigilante de discoteca, pero estaba tan sonado que en ningún trabajo duraba más de una semana. Nunca más volvió a México. Tal vez hasta había olvidado que era mexicano. Los mexicanos, por supuesto, lo olvidaron a él. Dicen que se dedicó a la mendicidad y que un día murió bajo un puente. El orgullo de las categorías pesadas mexicanas, dijo el periodista.
Los demás se rieron y luego todos pusieron cara de circunstancias. Veinte segundos de silencio para recordar al infortunado Carreño. Los rostros, repentinamente serios, provocaron en Fate la sensación de un baile de máscaras. Por un brevísimo instante le faltó el aire, vio el piso vacío de su madre, tuvo la premonición de dos personas haciendo el amor en una habitación que daba pena, todo al mismo tiempo, un tiempo definido por la palabra climatérico. ¿Tú qué eres, un publicista del Ku Klux Klan?, le preguntó Fate. Bueno, bueno, bueno, otro negrata susceptible, dijo el periodista. Fate trató de acercarse a él y darle, al menos, un puñetazo (ni soñar con una bofetada), pero los periodistas que rodeaban al que había contado la historia se lo impidieron. Es sólo una broma, oyó que decía alguien. Todos somos americanos. Aquí no hay nadie del Klan. O eso creo. Luego oyó más risas. Cuando se calmó y se fue a sentar solo en un rincón del bar uno de los periodistas que había estado escuchando la historia de Hércules Carreño se acercó a él y le tendió la mano.
—Chuck Campbell, del Sport Magazine de Chicago.
Fate estrechó su mano y le dijo su nombre y el nombre de su revista.
—Oí que habían matado a vuestro corresponsal —dijo Campbell.
—Así es —dijo Fate.
—Un asunto de faldas, supongo —dijo Campbell.
—No lo sé —dijo Fate.
—Conocí a Jimmy Lowell —dijo Campbell—, por lo menos nos encontramos unas cuarenta veces, que es más de lo que puedo decir de algunas amantes e incluso de alguna esposa. Era una buena persona. Le gustaba la cerveza y le gustaba comer bien. Un hombre con mucho trabajo, decía, tiene que comer mucho y la comida tiene que ser de buena calidad. Alguna vez viajamos juntos en avión. Yo no puedo dormir en los aviones. Jimmy Lowell dormía todo el viaje y sólo se despertaba para comer y contar alguna anécdota. En realidad no le gustaba excesivamente el boxeo, su deporte era el béisbol, pero en vuestra revista cubría todos los deportes, hasta el tenis. Nunca tuvo una mala palabra para nadie. Respetaba y se hacía respetar. ¿No piensas lo mismo?
—Nunca en mi vida vi a Lowell —dijo Fate.
—No te tomes a mal lo que acabas de escuchar, muchacho —dijo Campbell—. Ser corresponsal de deportes es aburrido y uno suelta disparates sin pensarlo dos veces, o cambia las historias para no repetirse. En ocasiones, sin querer, decimos barbaridades. El tipo que contó la historia del boxeador mexicano no es una mala persona. Es un tipo civilizado y bastante abierto en comparación con otros. Lo único que sucede es que en ocasiones, para matar el tiempo, jugamos a ser canallas. Pero no lo hacemos en serio —dijo Campbell.
—Por mi parte no hay problema —dijo Fate.
—¿En qué round crees que va a ganar Count Pickett?
—No lo sé —dijo Fate—, ayer vi a Merolino Fernández entrenando en su cuartel y no me pareció un perdedor.
—Caerá antes del tercero —dijo Campbell.
Otro periodista le preguntó dónde estaba el cuartel de Fernández.
—No muy lejos de la ciudad —dijo Fate—, aunque la verdad es que no lo sé, no fui solo, me llevaron unos mexicanos.
Cuando Fate volvió a encender el ordenador encontró la respuesta de su jefe de sección. No había ni interés ni dinero para llevar adelante un reportaje como el que proponía. Le sugería que se limitase a cumplir con el encargo del jefe de la sección de deportes y que luego saliera de allí de inmediato. Fate habló con un recepcionista del Sonora Resort y pidió una conferencia telefónica con Nueva York.
Mientras esperaba la llamada recordó los reportajes que le habían rechazado. El más reciente había sido uno con un grupo político de Harlem llamado La Hermandad de Mahoma. Los conoció durante una manifestación en apoyo de Palestina. La manifestación era variopinta y uno podía ver a grupos de árabes, a viejos militantes de la izquierda neoyorquina, a nuevos militantes antiglobalización. La Hermandad de Mahoma, sin embargo, atrajo su atención de inmediato porque marchaban bajo un gran retrato de Osama bin Laden. Todos eran negros, todos iban vestidos con chaquetas de cuero negro y boinas negras y gafas negras, algo que recordaba vagamente a los Panteras, sólo que los Panteras eran adolescentes y los que no eran adolescentes tenían una pinta juvenil, un aura de juventud y de tragedia, mientras que los de la Hermandad de Mahoma eran hombres hechos y derechos, de anchas espaldas y bíceps enormes, gente que había pasado horas y horas en el gimnasio, levantando pesas, tipos con vocación de guardaespaldas, ¿pero guardaespaldas de quién?, verdaderos armarios humanos cuya presencia resultaba intimidante, aunque en la manifestación no eran más de veinte, puede que menos, pero el retrato de Bin Laden ejercía, quién sabe cómo, un efecto multiplicador, en primer lugar porque hacía menos de seis meses que se había cometido el atentado contra el World Trade Center y pasearse con Bin Laden, aunque sólo fuera de forma iconográfica, resultaba una provocación extrema. Por supuesto, no fue sólo Fate el que se dio cuenta de la presencia exigua y retadora de la Hermandad: las cámaras de televisión los siguieron, entrevistaron a su portavoz, los fotógrafos de varios periódicos dejaron constancia de la presencia de aquel grupo que parecía pedir a gritos ser reprimido.
Fate los observó desde lejos. Los vio hablar con las televisiones y con algunas radios locales, los vio gritar, los vio marchar entre el gentío y los siguió. Antes de que la manifestación empezara a disgregarse los miembros de la Hermandad de Mahoma la abandonaron mediante un movimiento planeado con anterioridad. Un par de furgonetas los aguardaban en una esquina. Sólo entonces Fate se dio cuenta de que no eran más de quince. Ellos corrieron. Él corrió hacia ellos. Dijo que quería entrevistarlos para su revista. Hablaron junto a las furgonetas, en un callejón. El que parecía el jefe, un tipo alto y gordo y con el cráneo rapado, le preguntó para qué revista trabajaba. Fate se lo dijo y el tipo lo miró con una sonrisa burlona.
—Esa jodida revista ya no la lee nadie —dijo.
—Es una revista de hermanos —dijo Fate.
—Esa jodida revista de hermanos sólo emputece a los hermanos —dijo el tipo sin dejar de sonreír—. Se ha vuelto anticuada.
—No lo creo —dijo Fate.
Un ayudante de cocina chino salió a tirar varias bolsas de basura. Un árabe los observó desde la esquina. Rostros desconocidos y lejanos, pensó Fate mientras el tipo que parecía el jefe le decía una hora, una fecha, un lugar del Bronx donde se verían al cabo de unos días.
Fate no faltó a la cita. Lo aguardaban tres miembros de la Hermandad y una furgoneta negra. Se trasladaron a un sótano cerca de Baychester. Allí los esperaba el tipo gordo de la cabeza rapada. Dijo que lo llamara Khalil. Los otros no dijeron sus nombres. Khalil habló de la Guerra Santa. Explícame qué demonios quiere decir Guerra Santa, dijo Fate. La Guerra Santa habla de nosotros cuando nuestras bocas se han secado, dijo Khalil. La Guerra Santa es la palabra de los mudos, de los que perdieron la lengua, de los que nunca supieron hablar. ¿Por qué os manifestáis en contra de Israel?, dijo Fate. Los judíos nos oprimen, dijo Khalil. Nunca, jamás, un judío ha pertenecido al Ku Klux Klan, dijo Fate. Eso era lo que los judíos pretendían hacernos creer. En realidad el Klan está en todas partes. En Tel Aviv, en Londres, en Washington. Muchos jefes del Klan son judíos, dijo Khalil. Siempre ha sido así. Hollywood está lleno de jefes del Klan. ¿Quiénes?, dijo Fate. Khalil le advirtió que lo que diría a partir de ese momento era off the record.
—Los magnates judíos tienen buenos abogados judíos —dijo.
¿Quiénes?, dijo Fate. Nombró a tres directores de cine y a dos actores. Luego tuvo una inspiración. Preguntó: ¿es Woody Allen del Klan? Lo es, dijo Khalil, fíjate en sus películas, ¿has visto allí a algún hermano? No, no he visto a muchos, dijo Fate. A ninguno, dijo Khalil. ¿Por qué llevabais un cartel de Bin Laden?, dijo Fate. Porque Osama bin Laden ha sido el primero en darse cuenta de la naturaleza de la lucha actual. Después hablaron de la inocencia de Bin Laden y de Pearl Harbor y de lo conveniente que había sido el ataque contra las Torres Gemelas para cierta gente. Gente que trabaja en la bolsa, dijo Khalil, gente que tenía papeles comprometedores guardados en las oficinas, gente que vende armas y que necesitaba un acto así. Según vosotros, dijo Fate, Mohamed Atta era un infiltrado de la CIA o del FBI. ¿Dónde están los restos de Mohamed Atta?, le preguntó Khalil. ¿Quién puede asegurar que Mohamed Atta iba en uno de esos aviones? Te diré lo que yo creo. Creo que Atta está muerto. Se les murió mientras lo torturaban o le pegaron un tiro en la nuca. Creo que luego trocearon su cuerpo en pedacitos pequeños y molieron sus huesos hasta dejarlos como los restos de un pollo. Creo que luego metieron los huesecillos y los bistecs en una caja, la llenaron de cemento y la dejaron en algún pantano de Florida. Y lo mismo hicieron con los compañeros de Mohamed Atta.
¿Quién pilotaba los aviones, entonces?, dijo Fate. Locos del Klan, pacientes sin nombre de frenopáticos del Medio Oeste, voluntarios hipnotizados para afrontar el suicidio. En este país desaparecen miles de personas cada año y nadie intenta encontrarlos. Después hablaron de los romanos y del circo y de los primeros cristianos a quienes se comían los leones. Pero los leones se atragantarán con nuestra carne negra, dijo.
Al día siguiente Fate los visitó en un local de Harlem y allí conoció a un tal Ibrahim, un tipo de mediana estatura y con la cara llena de cicatrices que se dedicó a relatarle pormenorizadamente las obras de caridad que la Hermandad realizaba en el barrio. Comieron juntos en una cafetería que había a un lado del local. La cafetería la atendía una mujer ayudada por un chico y en la cocina había un viejo que no paraba de cantar. Por la tarde se les unió Khalil y Fate les preguntó dónde se habían conocido. En la cárcel, le dijeron. En la cárcel se conocen los hermanos negros. Hablaron sobre los otros grupos musulmanes de Harlem. Ibrahim y Khalil no tenían muy buena opinión de ellos, pero intentaron ser mesurados y dialogantes. Los buenos musulmanes tarde o temprano terminarían acudiendo a la Hermandad de Mahoma.
Antes de despedirse de ellos Fate les dijo que probablemente nunca les perdonarían haber desfilado bajo la efigie de Osama bin Laden. Ibrahim y Khalil se rieron. Le parecieron dos piedras negras sacudiéndose de risa.
—Probablemente nunca lo olvidarán —dijo Ibrahim.
—Ahora ya saben con quien tratan —dijo Khalil.