No sé qué he venido a hacer a Santa Teresa, se dijo Amalfitano al cabo de una semana de estar viviendo en la ciudad. ¿No lo sabes? ¿Realmente no lo sabes?, se preguntó. Verdaderamente no lo sé, se dijo a sí mismo, y no pudo ser más elocuente.

Tenía una casita de una sola planta, tres habitaciones, un baño completo más un aseo, cocina americana, un salón comedor con ventanas que daban al poniente, un pequeño porche de ladrillos en donde había un banco de madera desgastado por el viento que bajaba de las montañas y del mar, desgastado por el viento que venía del norte, el viento de las aberturas, y por el viento con olor a humo que venía del sur. Tenía libros que conservaba desde hacía más de veinticinco años. No eran muchos. Todos viejos. Tenía libros que había comprado hacía menos de diez años y que no le importaba prestar o perder o que se los robaran. Tenía libros que a veces recibía perfectamente lacrados y con remitentes desconocidos y que ya ni siquiera abría. Tenía un patio ideal para sembrarlo de césped y plantar flores, aunque él no sabía qué flores eran las más indicadas para plantar allí, no cactus o cactáceas sino flores. Tenía tiempo (eso creía) para dedicarlo al cultivo de un jardín. Tenía una verja de madera que necesitaba una mano de pintura. Tenía un sueldo mensual.

Tenía una hija que se llamaba Rosa y que siempre había vivido con él. Parecía difícil que eso fuera así, pero era así.

A veces, durante las noches, recordaba a la madre de Rosa y a veces se reía y otras veces le daba por llorar. La recordaba mientras estaba encerrado en su estudio y Rosa dormía en su habitación. La sala estaba vacía y quieta y con la luz apagada. En el porche, si alguien se hubiera dedicado a escuchar con atención, habría oído el zumbido de unos pocos mosquitos. Pero nadie escuchaba. Las casas vecinas estaban silenciosas y oscuras.

Rosa tenía diecisiete años y era española. Amalfitano tenía cincuenta y era chileno. Rosa tenía pasaporte desde los diez años. Durante algunos de sus viajes, recordaba Amalfitano, se habían encontrado en situaciones raras, pues Rosa pasaba las aduanas por la puerta de los ciudadanos comunitarios y Amalfitano por la puerta reservada a los no comunitarios. La primera vez Rosa tuvo un berrinche y se puso a llorar y no quería separarse de su padre. En otra ocasión, pues las colas avanzaban con ritmos muy distintos, rápida la de los comunitarios, más lenta y con mayor celo la de los no comunitarios, Rosa se perdió y Amalfitano tardó media hora en encontrarla. A veces los policías de aduanas veían a Rosa, tan pequeñita, y le preguntaban si viajaba sola o si alguien la esperaba a la salida. Rosa contestaba que viajaba con su padre, que era sudamericano, y que tenía que esperarlo allí mismo. En una ocasión a Rosa le revisaron su maleta pues sospecharon que el padre podía pasar droga o armas amparado en la inocencia y en la nacionalidad de su hija. Pero Amalfitano nunca había comerciado con drogas y tampoco con armas.

La que sí viajaba siempre armada, recordaba Amalfitano mientras se fumaba un cigarrillo mexicano sentado en su estudio o de pie en el porche a oscuras, era Lola, la madre de Rosa, que nunca se desprendía de una navaja de acero inoxidable con abertura de fuelle. Una vez los detuvieron en un aeropuerto, antes de que naciera Rosa, y le preguntaron qué hacía allí esa navaja. Es para pelar fruta, dijo Lola. Naranjas, manzanas, peras, kiwis, ese tipo de frutas. El policía se la quedó mirando durante un rato y luego la dejó pasar. Un año y algunos meses después de este incidente nació Rosa. Dos años después Lola se marchó de casa y aún llevaba consigo la navaja.

El pretexto que usó Lola fue el de ir a visitar a su poeta favorito, que vivía en el manicomio de Mondragón, cerca de San Sebastián. Amalfitano escuchó sus argumentos durante toda una noche mientras Lola preparaba su mochila y le aseguraba que no tardaría en volver a casa junto a él y junto a su niña. Lola, sobre todo en los últimos tiempos, solía afirmar que conocía al poeta y que esto había sucedido durante una fiesta a la que asistió en Barcelona, antes de que Amalfitano entrara en su vida. En esta fiesta, que Lola definía como una fiesta salvaje, una fiesta atrasada que emergía de pronto en medio del calor del verano y de una caravana de coches con las luces rojas encendidas, se había acostado con él y habían hecho el amor toda la noche, aunque Amalfitano sabía que no era verdad, no sólo porque el poeta era homosexual, sino porque la primera noticia que tuvo Lola de su existencia se la debía a él, que le había regalado uno de sus libros. Después Lola se encargó de comprar el resto de la obra del poeta y de escoger a sus amigos entre las personas que creían que el poeta era un iluminado, un extraterrestre, un enviado de Dios, amigos que a su vez acababan de salir del manicomio de Sant Boi o que se habían vuelto locos después de repetidas curas de desintoxicación. En realidad, Amalfitano sabía que tarde o temprano su mujer emprendería el camino de San Sebastián, así que prefirió no discutir, ofrecerle parte de sus ahorros, rogarle que volviera al cabo de unos meses y asegurarle que cuidaría bien de la niña. Lola parecía no oír nada. Cuando tuvo hecha su mochila se fue a la cocina, preparó dos cafés y se quedó quieta, esperando a que amaneciera, pese a que Amalfitano trató de buscar temas de conversación que le interesaran o que, al menos, le hicieran más leve la espera. A las seis y media de la mañana sonó el timbre y Rosa dio un salto. Me vienen a buscar, dijo, y ante su inmovilidad Amalfitano se tuvo que levantar y preguntar por el interfono quién era. Oyó que una voz muy frágil decía soy yo. ¿Quién es?, dijo Amalfitano. Ábreme, soy yo, dijo la voz. ¿Quién?, dijo Amalfitano. La voz, sin abandonar su tono de fragilidad absoluta, pareció enojarse por el interrogatorio. Yo yo yo yo, dijo. Amalfitano cerró los ojos y abrió la puerta del edificio. Escuchó el sonido de poleas del ascensor y volvió a la cocina. Lola seguía sentada, bebiendo a sorbos las últimas gotas de café. Creo que es para ti, dijo Amalfitano. Lola no hizo el menor signo de haberlo oído. ¿Te vas a despedir de la niña?, dijo Amalfitano. Lola levantó la mirada y le contestó que era mejor no despertarla. Tenía los ojos azules enmarcados por unas ojeras profundas. Después sonó dos veces el timbre de la casa y Amalfitano fue a abrir. Una mujer muy pequeña, de no más de un metro cincuenta de altura, pasó junto a él después de mirarlo brevemente y murmurar un saludo ininteligible, y se dirigió directamente a la cocina, como si conociera las costumbres de Lola mejor que Amalfitano. Cuando Amalfitano volvió a la cocina se fijó en la mochila de la mujer, que ésta había dejado en el suelo junto al refrigerador, más pequeña que la de Lola, casi una mochila en miniatura. La mujer se llamaba Inmaculada pero Lola le decía Imma. Un par de veces, al volver del trabajo, Amalfitano la había encontrado en su casa, y entonces la mujer le había dicho su nombre y la manera en que debía llamarla. Imma era el diminutivo de Immaculada, en catalán, pero la amiga de Lola no era catalana ni se llamaba Immaculada, con doble eme, sino Inmaculada, y Amalfitano, por cuestión fonética, prefería llamarla Inma, aunque cada vez que lo hacía era reprendido por su mujer, hasta que decidió no llamarla de ninguna manera. Desde la puerta de la cocina las observó. Se sentía mucho más sereno de lo que había imaginado. Lola y su amiga tenían la vista clavada en la mesa de formica aunque a Amalfitano no le pasó desapercibido que de vez en cuando ambas levantaban la vista y se cruzaban miradas de una intensidad que él desconocía. Lola preguntó si alguien quería más café. Se está dirigiendo a mí, pensó Amalfitano. Inmaculada movió la cabeza de un lado a otro y luego dijo que no tenían tiempo, que lo mejor era ponerse en movimiento pues dentro de poco los caminos de salida de Barcelona estarían bloqueados. Habla como si Barcelona fuera una ciudad medieval, pensó Amalfitano. Lola y su amiga se pusieron de pie. Amalfitano dio dos pasos y abrió la puerta del refrigerador para sacar una cerveza impelido por una repentina sed. Antes de hacerlo tuvo que apartar la mochila de Imma. Pesaba como si en el interior sólo hubiera dos blusas y otro pantalón negro. Parece un feto, fue lo que pensó Amalfitano, y dejó caer la mochila a un lado. Después Lola lo besó en las mejillas y ella y su amiga se marcharon.

Una semana después Amalfitano recibió una carta de Lola con matasellos de Pamplona. En la carta le contaba que el viaje hasta allí había estado lleno de experiencias agradables y desagradables. Eran más las experiencias agradables. Las experiencias desagradables, por otra parte, se podían calificar de desagradables, de eso no cabía duda, aunque tal vez no de experiencias. Todo lo desagradable que nos pueda ocurrir, decía Lola, nos encontrará con la guardia levantada, pues Imma ya ha vivido todo esto. Durante dos días, decía Lola, hemos estado trabajando en Lérida, en un restaurante de carretera cuyo dueño es también propietario de una huerta de manzanas. La huerta era grande y de los árboles colgaban ya las manzanas verdes. Dentro de poco empezaría la recolección de las manzanas y el dueño les había pedido que se quedaran hasta entonces. Imma había estado hablando con él mientras Lola leía un libro del poeta de Mondragón (en la mochila llevaba todos los que éste había publicado hasta entonces) junto a la tienda de campaña canadiense en la que ambas dormían y que estaba montada a la sombra de un álamo, el único álamo que había visto por aquellas huertas, al lado de un garaje que ya nadie usaba. Poco después apareció Imma y no quiso explicarle el trato que le había propuesto el dueño del restaurante. Al día siguiente salieron otra vez a la carretera, sin despedirse de nadie, a hacer autoestop. En Zaragoza durmieron en casa de una antigua amiga de Imma, de los tiempos de la universidad. Lola estaba muy cansada y se fue a la cama temprano y en sueños oyó risas y luego voces fuertes y recriminaciones, casi todas proferidas por Imma pero también algunas por su amiga. Hablaban de otros años, de la lucha contra el franquismo, de la cárcel de mujeres de Zaragoza. Hablaban de un hoyo, un agujero muy profundo de donde se podía extraer petróleo o carbón, de una selva subterránea, de un comando de mujeres suicidas. Acto seguido la carta de Lola daba un giro. Yo no soy lesbiana, decía, no sé por qué te lo digo, no sé por qué te trato como a un niño diciéndote esto. La homosexualidad es un fraude, es un acto de violencia cometido contra nosotros en nuestra adolescencia, decía. Imma lo sabe. Lo sabe, lo sabe, es demasiado lúcida como para ignorarlo, pero no puede hacer nada, salvo ayudar. Imma es lesbiana, cada día cientos de miles de vacas son sacrificadas, cada día una manada de herbívoros o varias manadas de herbívoros recorren el valle, de norte a sur, con una lentitud y al mismo tiempo con una velocidad que me produce náuseas, ahora mismo, ahora, ahora, ¿lo puedes tú entender, Óscar? No, no lo puedo entender, pensaba Amalfitano, mientras a dos manos sostenía la carta, como si fuera un salvavidas hecho de cañas y de hierba, y con el pie movía pausadamente la sillita-mecedora de su hija.

Después Lola evocaba otra vez la noche aquella en que había hecho el amor con el poeta que yacía, majestuoso y semisecreto, en el manicomio de Mondragón. Aún era libre, aún no había sido internado en ningún centro psiquiátrico. Vivía en Barcelona, en casa de un filósofo homosexual, y juntos organizaban fiestas una vez a la semana o una vez cada quince días. Yo entonces todavía no sabía nada de ti. No sé si habías llegado a España o estabas en Italia o en Francia o en algún agujero inmundo de Latinoamérica. Las fiestas de este filósofo homosexual eran famosas en Barcelona. Se decía que el poeta y el filósofo eran amantes, pero la verdad es que no parecían amantes. Uno tenía una casa y unas ideas y dinero, y el otro tenía la leyenda y los versos y el fervor de los incondicionales, un fervor canino, de perros apaleados que han caminado toda la noche o toda la juventud bajo la lluvia, el infinito temporal de caspa de España, y que por fin encuentran un lugar en donde meter la cabeza, aunque ese lugar sea un cubo de agua putrefacta, con un aire ligeramente familiar. Un día la fortuna me sonrió y acudí a una de estas fiestas. Decir que conocí personalmente al filósofo sería exagerar. Lo vi. En una esquina de la sala, charlando con otro poeta y con otro filósofo. Me pareció que los aleccionaba. Todo entonces adquirió un aire falso. Los invitados esperaban la aparición del poeta. Esperaban que éste la emprendiera a golpes con alguno de ellos. O que defecara en medio de la sala, sobre una alfombra turca que parecía la alfombra exhausta de Las mil y una noches, una alfombra vapuleada y que en ocasiones poseía las virtudes de un espejo que nos reflejaba a todos boca abajo. Quiero decir: se convertía en espejo al arbitrio de nuestras sacudidas. Sacudidas neuroquímicas. Cuando apareció el poeta, sin embargo, no ocurrió nada. Al principio todos los ojos lo miraron, a ver qué podían obtener de él. Luego cada uno siguió haciendo lo que hasta entonces había estado haciendo y el poeta saludó a algunos amigos escritores y se sumó al corrillo del filósofo homosexual. Yo bailaba sola y seguí bailando sola. A las cinco de la mañana entré en una de las habitaciones de la casa. El poeta me llevaba de la mano. Sin desvestirme me puse a hacer el amor con él. Me corrí tres veces mientras sentía la respiración del poeta en mi cuello. Él tardó bastante más. En la semioscuridad distinguí tres sombras en un ángulo de la habitación. Uno de ellos fumaba. Otro no paraba de murmurar. El tercero era el filósofo y comprendí que aquella cama era su cama y aquella habitación la habitación en donde según decían las malas lenguas hacía el amor con el poeta. Pero ahora la que hacía el amor era yo y el poeta era dulce conmigo y lo único que no entendía era que aquellos tres estuvieran mirando, aunque tampoco me importaba demasiado, en aquel tiempo, no sé si lo recuerdas, nada importaba demasiado. Cuando el poeta por fin se corrió, dando un grito y volviendo la cabeza para mirar a sus tres amigos, yo lamenté no estar en un día fértil, porque me hubiera encantado tener un hijo suyo. Después se levantó y se acercó a las sombras. Uno de ellos le puso una mano sobre el hombro. Otro le entregó algo. Yo me levanté y fui al baño sin siquiera mirarlos. En la sala quedaban los náufragos de la fiesta. En el baño encontré a una chica durmiendo en la bañera. Me lavé la cara y las manos, me peiné, cuando volví a salir el filósofo estaba echando a los que aún podían caminar. No se le veía en modo alguno borracho o drogado. Más bien fresco, como si se acabara de levantar y de desayunar un vaso grande de zumo de naranjas. Me fui con un par de amigos que había conocido en la fiesta. A esa hora sólo estaba abierto el Drugstore de las Ramblas y hacia allí nos dirigimos casi sin cruzarnos palabras. En el Drugstore encontré a una chica que conocía desde hacía un par de años y que trabajaba como periodista en Ajoblanco aunque estaba asqueada de trabajar allí. Se puso a hablarme de la posibilidad de ir a Madrid. Me preguntó si a mí no me entraban ganas de cambiar de ciudad. Me encogí de hombros. Todas las ciudades son parecidas, le dije. En realidad lo que hacía era pensar en el poeta y en lo que acabábamos de hacer él y yo. Un homosexual no hace eso. Todos decían que era homosexual, pero yo sabía que no era así. Luego pensé en el desorden de los sentidos y lo entendí todo. Supe que el poeta se había extraviado, que era un niño perdido y que yo podía salvarlo. Darle a él un poco de lo mucho que él me había dado a mí. Durante cerca de un mes estuve haciendo guardia delante de la casa del filósofo con la esperanza de verlo llegar un día y pedirle que me hiciera el amor una vez más. Una noche vi no al poeta sino al filósofo. Noté que algo le pasaba en la cara. Cuando estuvo más cerca de mí (no me reconoció) pude constatar que llevaba un ojo morado y magulladuras varias. Del poeta, ni rastro. A veces intentaba adivinar, por las luces encendidas, en qué planta estaba el piso. A veces veía sombras detrás de las cortinas, a veces alguien, una mujer de edad, un hombre con corbata, un adolescente de cara alargada, abría una ventana y contemplaba el plano de Barcelona al atardecer. Una noche descubrí que no era la única en estar allí, espiando o aguardando la aparición del poeta. Un joven de unos dieciocho años, tal vez menos, hacía guardia en silencio en la acera de enfrente. Él no se había percatado de mí porque evidentemente se trataba de un joven soñador e incauto. Se sentaba en la terraza de un bar y siempre pedía una Coca-Cola en lata que se iba bebiendo a tragos espaciados mientras escribía en un cuaderno escolar o leía unos libros que reconocí de inmediato. Una noche, antes de que él dejara la terraza y se marchara apresuradamente, me acerqué y me senté a su lado. Le dije que sabía lo que estaba haciendo. ¿Quién eres tú?, me preguntó aterrorizado. Le sonreí y le dije que yo era alguien como él. Me miró como se mira a una loca. No te equivoques conmigo, le dije, no estoy loca, soy una mujer con un perfecto dominio mental. Se rió. Si no estás loca lo pareces, dijo. Luego hizo el gesto de pedir la cuenta y ya se disponía a levantarse cuando le confesé que yo también estaba buscando al poeta. Se volvió a sentar de inmediato, como si le hubiera puesto una pistola en la sien. Pedí una infusión de manzanilla y le conté mi historia. Él me dijo que también escribía poesía y que quería que el poeta leyera algunos de sus poemas. No era necesario preguntárselo para saber que era homosexual y que estaba muy solo. Déjame verlos, le dije, y le arrebaté el cuaderno de las manos. No era malo, su único problema es que escribía igual que el poeta. Estas cosas no te pueden haber pasado, le dije, eres demasiado joven para haber sufrido tanto. Hizo un gesto como diciéndome que le daba igual si le creía o no. Lo que importa es que esté bien escrito, dijo. No, le dije, tú sabes que eso no es lo que importa. No, no, no, dije, y él, al final, me dio la razón. Se llamaba Jordi y hoy es posible que dé clases en la universidad o esté escribiendo reseñas en La Vanguardia o en El Periódico.

Amalfitano recibió la siguiente carta desde San Sebastián. En ella Rosa le contaba que había ido con Imma al manicomio de Mondragón, a visitar al poeta que vivía allí desmesurado e inconsciente, y que los guardias, sacerdotes disfrazados de guardias de seguridad, no las habían dejado pasar. En San Sebastián tenían intención de alojarse en casa de una amiga de Imma, una chica vasca llamada Edurne, que había sido comando etarra y que tras la llegada de la democracia había abandonado la lucha armada, y que no las quiso tener en su casa más de una noche arguyendo que tenía mucho que hacer y que a su marido no le gustaban las visitas inesperadas. El marido se llamaba Jon y las visitas, en efecto, lo ponían en un estado nervioso que Lola tuvo oportunidad de verificar. Temblaba, se ponía rojo como una vasija de arcilla candente, aunque no soltaba palabra daba la impresión de estar a punto de gritar en cualquier momento, transpiraba y le temblaban las manos, se cambiaba de sitio constantemente, como si no pudiera permanecer quieto en un mismo lugar más allá de dos minutos. Edurne, por el contrario, era una mujer muy reposada. Tenía un hijo de corta edad (al que no pudieron ver, pues Jon siempre encontraba un pretexto para evitar que Imma y ella entraran en la habitación del niño) y trabajaba casi todo el día como educadora de calle, junto con familias drogodependientes y con los mendigos que se apiñaban en las escalinatas de la catedral de San Sebastián y que sólo deseaban que los dejaran tranquilos, según explicó Edurne riéndose, como si acabara de contar un chiste que sólo entendió Imma, pues tanto Lola como Jon no se rieron. Esa noche cenaron juntos y al día siguiente se marcharon. Encontraron una pensión barata de la que Edurne les había hablado y volvieron a hacer autoestop hasta Mondragón. Una vez más no pudieron acceder a las instalaciones del manicomio, pero se conformaron con estudiarlo desde fuera, observando y reteniendo en la memoria todos los caminos de tierra y grava que veían, las altas paredes grises, las elevaciones y sinuosidades del terreno, los paseos de los locos y de los empleados que observaron desde lejos, las cortinas de árboles que se sucedían a intervalos caprichosos o cuya mecánica no entendían, y los matorrales en donde creyeron ver moscas, por lo que dedujeron que algunos locos y tal vez más de un funcionario de la institución orinaban allí cuando empezaba a atardecer o cuando caía la noche. Después ambas se sentaron a la orilla de la carretera y comieron los bocadillos de pan con queso que habían traído desde San Sebastián, sin hablar, o ponderando como para sí mismas las sombras fracturadas que proyectaba sobre su entorno el manicomio de Mondragón.

Para el tercer intento concertaron la cita por teléfono. Imma se hizo pasar por periodista de una revista de literatura de Barcelona y Lola por poeta. Esta vez pudieron verlo. Lola lo encontró más avejentado, con los ojos hundidos, con menos pelo que antes. Al principio las acompañó un médico o un cura y recorrieron con él los pasillos interminables, pintados de azul y blanco, hasta llegar a una habitación impersonal en donde el poeta las aguardaba. La impresión que tuvo Lola fue que la gente del manicomio se hallaba orgullosa de tenerlo como paciente. Todos lo conocían, todos le dirigían la palabra cuando el poeta se encaminaba a los jardines o a recibir su dosis diaria de calmantes. Cuando estuvieron solos le dijo que lo extrañaba, que durante un tiempo había vigilado diariamente la casa del filósofo en el Ensanche y que pese a su constancia no había podido volver a verlo. No es culpa mía, le dijo, yo hice todo lo posible. El poeta la miró a los ojos y le pidió un cigarrillo. Imma estaba de pie junto al banco donde ellos se sentaban y le extendió, sin decir una palabra, un cigarrillo. El poeta dijo gracias y luego dijo constancia. Lo fui, lo fui, lo fui, dijo Lola, de lado, sin dejar de mirarlo, aunque con el rabillo del ojo vio que Imma, después de haber encendido su mechero, sacaba de su bolso un libro y se ponía a leer, de pie, como una amazona diminuta e infinitamente paciente, y el mechero asomaba de una de las manos con que sostenía el libro. Después Lola se puso a hablar del viaje que ambas habían realizado. Mencionó carreteras nacionales y carreteras vecinales, problemas con camioneros machistas, ciudades y pueblos, bosques sin nombre en donde habían decidido dormir en la tienda de campaña, ríos y lavabos de gasolinera en donde se habían aseado. El poeta, mientras tanto, expulsaba el humo por la boca y por la nariz creando círculos perfectos, nimbos azulados, cúmulos grises que la brisa del parque deshacía o se llevaba hacia los lindes, allí donde se alzaba un bosque oscuro con ramas que la luz que caía de los cerros plateaba. Como para tomarse un respiro, Lola habló de las dos visitas anteriores, infructuosas pero interesantes. Y luego le dijo lo que de verdad quería decirle: que ella sabía que él no era homosexual, que ella sabía que él estaba preso y deseaba huir, que ella sabía que el amor maltratado, mutilado, dejaba siempre abierta una rendija a la esperanza, y que la esperanza era su plan (o al revés), y que su materialización, su objetivación consistía en fugarse del manicomio con ella y emprender el camino de Francia. ¿Y ésta qué?, preguntó el poeta que tomaba dieciséis pastillas diarias y escribía sobre sus visiones, señalando a Imma que impertérrita leía de pie uno de sus libros, como si sus enaguas y faldones fueran de cemento armado y le impidieran sentarse. Ella nos ayudará, dijo Lola. La verdad es que el plan ha sido ideado por ella. Cruzaremos a Francia por la montaña, como peregrinos. Iremos a San Juan de Luz y allí tomaremos el tren. El tren nos conducirá por la campiña, que en esta época del año es la más hermosa del mundo, hasta París. Viviremos en albergues. Ése es el plan de Imma. Trabajaremos ella y yo haciendo limpieza o cuidando niños en los distritos pudientes de París mientras tú escribes poesía. Por la noche nos leerás tus poemas y harás el amor conmigo. Ése es el plan de Imma, calculado en todos sus detalles. Al cabo de tres o cuatro meses me quedaré embarazada y ésa será la prueba más fehaciente de que tú no eres un final de raza. ¡Qué más quisieran las familias enemigas! Aún trabajaré algunos meses más, pero llegado el momento será Imma quien redoble el trabajo. Viviremos como profetas mendigos o como profetas niños mientras los ojos de París estarán enfocados en otros blancos, la moda, el cine, los juegos de azar, la literatura francesa y norteamericana, la gastronomía, el producto interior bruto, la exportación de armas, la manufacturación de lotes masivos de anestesia, todo aquello que al cabo sólo será la escenografía de los primeros meses de nuestro feto. Después, a los seis meses de embarazo, volveremos a España, pero esta vez no lo haremos por la frontera de Irún sino por La Jonquera o por Portbou, en tierras catalanas. El poeta la miró con interés (y también miró con interés a Imma, que no quitaba los ojos de sus poemas, poemas que había escrito hacía unos cinco años, según recordaba) y volvió a expeler el humo en las formas más caprichosas, como si durante su larga estancia en Mondragón se hubiera dedicado a perfeccionar tan singular arte. ¿Cómo lo haces?, preguntó Lola. Con la lengua y poniendo los labios de determinada manera, dijo. A veces, como si los tuvieras estriados. A veces, como si te los hubieras quemado tú mismo. A veces, como si estuvieras chupando una polla de tamaño mediano tirando a pequeño. A veces, como si dispararas una flecha zen con un arco zen en un pabellón zen. Ah, entiendo, dijo Lola. Tú, recita un poema, dijo el poeta. Imma lo miró y levantó un poco más el libro, como si pretendiera ocultarse detrás de él. ¿Qué poema? El que más te guste, dijo el poeta. Me gustan todos, dijo Imma. Pues venga, recita uno, dijo el poeta. Cuando Imma hubo acabado de leer un poema que hablaba del laberinto y de Ariadna perdida en el laberinto y de un joven español que vivía en una azotea de París, el poeta les preguntó si tenían chocolate. No, dijo Lola. Ahora no fumamos, corroboró Imma, todas nuestras energías están empeñadas en sacarte de aquí. El poeta sonrió. No me refería a esa clase de chocolate, dijo, sino al otro, al que se hace con cacao y leche y azúcar. Ah, entiendo, dijo Lola, y ambas tuvieron que admitir que tampoco portaban golosinas de esa clase. Recordaron que en sus bolsos, envueltos en servilletas y papel de aluminio, llevaban dos bocadillos de queso y se los ofrecieron, pero el poeta pareció no oírlas. Antes de que empezara a anochecer una bandada de grandes pájaros negros sobrevoló el parque para perderse después en dirección norte. Por el camino de grava, con la bata blanca remoloneando por la brisa vespertina, apareció un médico. Al llegar junto a ellos le preguntó al poeta, llamándolo por su nombre como si fueran amigos de la adolescencia, qué tal se sentía. El poeta lo miró con una expresión de vacío y, tuteándolo también, dijo que estaba un poco cansado. El médico, que se llamaba Gorka y no debía de tener más de treinta años, se sentó al lado y le puso una mano en la frente y después le tomó el pulso. Pero si estás de puta madre, hombre, dictaminó. ¿Y las señoritas, cómo se encuentran?, dijo después con una sonrisa optimista y saludable. Imma no contestó. Lola pensó en ese momento que Imma se estaba muriendo oculta detrás del libro. Muy bien, dijo, hacía tiempo que no nos veíamos y ha sido un encuentro maravilloso. ¿Así que ya os conocíais?, dijo el médico. Yo no, dijo Imma, y dio la vuelta a la página. Yo sí, dijo Lola, fuimos amigos hace unos años, en Barcelona, cuando él vivía en Barcelona. En realidad, dijo mientras levantaba la vista y contemplaba a los últimos pájaros negros, a los rezagados, emprender el vuelo justo cuando desde un conmutador oculto en el manicomio alguien encendía las luces del parque, fuimos algo más que amigos. Qué interesante, dijo Gorka siguiendo con la vista el vuelo de las aves que la hora y la luz artificial teñían de un fulgor dorado. ¿En qué año fue eso?, dijo el médico. En 1979 o 1978, ya no lo recuerdo, dijo Lola con un hilo de voz. No vaya a pensar que soy una persona indiscreta, dijo el médico, lo que pasa es que estoy escribiendo una biografía sobre nuestro amigo y mientras más datos reúna sobre su vida, pues mejor, miel sobre hojuelas, ¿no le parece? Algún día él saldrá de aquí, dijo Gorka alisándose las cejas, algún día el público de España tendrá que reconocerlo como uno de los grandes, no digo yo que le vayan a dar algún premio, qué va, el Príncipe de Asturias no lo va a tastar ni tampoco el Cervantes ni mucho menos va a apoltronarse en un sillón de la Academia, la carrera de las letras en España está hecha para los arribistas, los oportunistas y los lameculos, con perdón de la expresión. Pero algún día él saldrá de aquí. Eso es un hecho. Algún día yo también saldré de aquí. Y todos mis pacientes y los pacientes de mis colegas. Algún día todos, finalmente, saldremos de Mondragón y esta noble institución de origen eclesiástico y fines benéficos se quedará vacía. Entonces mi biografía tendrá algún interés y podré publicarla, pero mientras tanto, como ustedes comprenderán, lo que tengo que hacer es reunir datos, fechas, nombres, compulsar anécdotas, algunas de dudoso gusto e incluso hirientes, otras más bien de carácter pintoresco, historias que ahora giran en torno a un centro gravitacional caótico, que es nuestro amigo aquí presente, o lo que él nos quiere mostrar, su aparente orden, un orden de carácter verbal que esconde, con una estrategia que creo comprender pero cuyo fin ignoro, un desorden verbal que si lo experimentáramos, aunque sólo fuera como espectadores de una puesta en escena teatral, nos haría estremecernos hasta un grado difícilmente soportable. Es usted un sol, doctor, dijo Lola. Imma hizo rechinar los dientes. Entonces Lola se dispuso a contarle a Gorka su experiencia heterosexual con el poeta, pero su amiga lo impidió acercándose a ella y propinándole con la puntera del zapato un golpe en el tobillo. En ese momento, el poeta, que se había puesto a hacer otra vez volutas de humo en el aire, recordó la casa en el Ensanche de Barcelona y recordó al filósofo y aunque sus ojos no se iluminaron sí que se iluminó parte de su expresión ósea: las mandíbulas, la barbilla, las mejillas estragadas, como si se hubiera perdido por el Amazonas y tres frailes sevillanos lo rescataran, o un fraile monstruoso de triple molondra, fenómeno que tampoco lo amedrentaba. Así que dirigiéndose a Lola le preguntó por el filósofo, dijo su nombre, evocó su estancia en aquella casa, los meses que pasó en Barcelona sin trabajar, haciendo bromas pesadas, arrojando libros que él no había comprado por las ventanas (mientras el filósofo bajaba corriendo por las escaleras para recuperarlos, algo que no siempre ocurría), poniendo la música a todo volumen, durmiendo poco y riéndose mucho, empleado en trabajos ocasionales de traductor y reseñista de lujo, una estrella líquida de agua hirviendo. Y Lola entonces sintió miedo y se tapó la cara con las manos. E Imma, que por fin guardó el libro de poemas en el bolso, hizo lo mismo, se tapó la cara con sus manos pequeñas y nudosas. Y Gorka miró a las dos mujeres y luego miró al poeta e interiormente soltó una carcajada. Pero, antes de que la carcajada se apagara en su corazón tranquilo, Lola dijo que el filósofo hacía poco que había muerto de sida. Vaya, vaya, vaya, dijo el poeta. Ande yo caliente y ríase la gente, dijo el poeta. No por mucho madrugar amanece más temprano, dijo el poeta. Te quiero, dijo Lola. El poeta se levantó y le pidió a Imma otro cigarrillo. Para mañana, dijo. El médico y el poeta se alejaron por un camino hacia el manicomio. Lola e Imma se alejaron por otro hacia la salida, en donde encontraron a la hermana de otro loco y al hijo de un obrero loco y a una señora de aire compungido cuyo primo hermano se hallaba recluido en el manicomio de Mondragón.

Al día siguiente volvieron pero les dijeron que el paciente que requerían necesitaba reposo absoluto. Lo mismo sucedió en los días posteriores. Un día se les acabó el dinero e Imma decidió salir otra vez a la carretera, esta vez rumbo al sur, a Madrid, en donde tenía un hermano que había hecho una carrera provechosa durante la democracia y al que pensaba pedirle un préstamo. Lola no tenía fuerzas para viajar y ambas decidieron que esperara en la pensión, como si nada hubiera pasado, y que Imma volvería al cabo de una semana. En su soledad Lola mataba el tiempo escribiéndole a Amalfitano largas cartas en donde le contaba su vida cotidiana en San Sebastián y en los alrededores del manicomio adonde acudía diariamente. Asomada a las rejas imaginaba que se ponía en contacto telepático con el poeta. La mayor parte de las veces, sin embargo, buscaba un claro en el bosque vecino y se dedicaba a leer o a recolectar florecillas y manojos de hierbas con los que hacía ramos que luego dejaba caer por entre los barrotes o que se llevaba a la pensión. En cierta ocasión uno de los choferes que la recogió en la carretera le preguntó si quería conocer el cementerio de Mondragón y ella aceptó el ofrecimiento. El coche lo estacionaron en la parte de afuera, bajo una acacia, y durante un rato pasearon por entre las tumbas, la mayoría de ellas con nombres vascos, hasta llegar al nicho en donde estaba enterrada la madre del chofer. Éste le dijo entonces que le gustaría follársela allí mismo. Lola se rió y tuvo la precaución de advertirle que desde allí se convertían en un blanco fácil para cualquier visitante que caminara por la calle principal del cementerio. El chofer reflexionó durante unos segundos y al cabo dijo: hostia, sí. Buscaron un lugar más apartado y el acto no duró más de quince minutos. El chofer se llamaba Larrazábal y aunque tenía un nombre propio no quiso decírselo. Sólo Larrazábal, como me llaman mis amigos, dijo. Después le contó a Lola que aquélla no era la primera vez que hacía el amor en el cementerio. Antes ya había estado con una novieta, con una tía a la que había conocido en una discoteca y con dos putas de San Sebastián. Cuando ya se iban quiso darle dinero, pero ella no lo aceptó. Durante mucho rato estuvieron hablando en el interior del coche. Larrazábal le preguntó si tenía un pariente internado en el manicomio y Lola le contó su historia. Larrazábal dijo que él jamás había leído un poema. Añadió que no entendía la obsesión de Lola por el poeta. Yo tampoco entiendo tu manía de follar en un cementerio, dijo Lola, y sin embargo no te juzgo por eso. Pues es verdad, admitió Larrazábal, todas las personas tienen sus manías. Antes de que Lola se bajara del coche, a las puertas del manicomio, Larrazábal deslizó subrepticiamente en su bolso un billete de cinco mil pesetas. Lola se dio cuenta pero no dijo nada y luego se quedó sola bajo la arboleda, enfrente del portón de hierro de la casa de los locos donde vivía el poeta que la ignoraba olímpicamente.

Al cabo de una semana Imma aún no había vuelto. Lola la imaginó pequeñita, de mirada impávida, un rostro de campesina culta o de profesora de secundaria asomada a un vasto campo prehistórico, una mujer de casi cincuenta años vestida de negro recorriendo sin mirar a los lados, sin mirar hacia atrás, un valle en el que aún era posible discernir las huellas de los grandes depredadores de las huellas de los escurridizos herbívoros. La imaginó detenida en un cruce de caminos mientras los camiones de transporte de gran tonelaje pasaban a su lado sin aminorar la velocidad, levantando polvaredas que a ella no la tocaban, como si su indecisión y su indefensión constituyeran un estado de gracia, un domo que la protegía de las inclemencias de la suerte, de la naturaleza y de sus semejantes. Al noveno día la dueña de la pensión la puso en la calle. A partir de ese momento durmió en la estación del ferrocarril, en un galpón abandonado en el que dormían algunos mendigos que se ignoraban mutuamente, en el campo abierto, junto a los lindes que separaban el manicomio del mundo exterior. Una noche fue en autoestop al cementerio y durmió en un nicho vacío. A la mañana siguiente se sintió feliz y afortunada y decidió esperar allí el regreso de Imma. Tenía agua para beber y para lavarse la cara y los dientes, estaba cerca del manicomio, era un recinto apacible. Una tarde, mientras ponía a secar una blusa, que acababa de lavar, sobre una losa blanca apoyada en el muro del cementerio, oyó voces que salían de un mausoleo y hacia allá encaminó sus pasos. El mausoleo pertenecía a una familia Lagasca y por el estado en que estaba era fácil deducir que el último de los Lagasca hacía tiempo que había muerto o abandonado aquellas tierras. En el interior de la cripta vio el haz de luz de una linterna y preguntó quiénes eran. Hostia tú, escuchó que decía una voz en el interior. Pensó que podía tratarse de ladrones o de trabajadores que estaban restaurando el mausoleo o de profanadores de tumbas, luego oyó una especie de maullido y cuando ya se iba vio asomar por la puerta enrejada de la cripta la cara cetrina de Larrazábal. Después salió una mujer, a la que Larrazábal ordenó que lo esperara junto a su coche, y durante un rato ambos estuvieron hablando y paseando tomados del brazo por las calles del cementerio hasta que el sol empezó a bajar hasta el borde esmerilado de los nichos.

La locura es contagiosa, pensó Amalfitano sentado en el suelo del porche de su casa mientras el cielo se cerraba de repente y ya no se podía ver la luna ni las estrellas ni las luces errantes que es fama que se observan, sin necesidad de catalejos ni telescopios, en aquella zona del norte de Sonora y el sur de Arizona.

La locura es contagiosa, en efecto, y los amigos, sobre todo cuando uno está solo, son providenciales. Estas mismas palabras fueron las que utilizó Lola, años atrás, para contarle a Amalfitano en una carta sin remitente su encuentro fortuito con Larrazábal, que concluyó con el vasco obligándola a aceptar como préstamo diez mil pesetas y la promesa de volver al día siguiente, antes de subirse al coche y de indicarle con un gesto a la puta que lo aguardaba impaciente que hiciera lo mismo. Esa noche Lola durmió en su nicho, aunque estuvo tentada de meterse en la cripta abierta, feliz porque las cosas empezaban a mejorar. Cuando amaneció se lavó todo el cuerpo usando un trapo mojado, se lavó los dientes, se peinó y se puso ropa limpia, y luego salió a la carretera para hacer autoestop en dirección a Mondragón. En el pueblo compró un trozo de queso de cabra y una barra de pan y desayunó en la plaza, con hambre, pues la verdad es que ya ni recordaba cuándo había comido por última vez. Después entró en un bar lleno de obreros de la construcción y se tomó un café con leche. Había olvidado la hora en que Larrazábal dijo que iría al cementerio y no le importaba, de la misma manera distante en que Larrazábal y el cementerio y el pueblo y el paisaje trémulo de esa hora de la mañana tampoco le importaban. Antes de salir del bar se metió en el cuarto de baño y se miró en el espejo. Volvió caminando hasta la carretera e hizo autoestop hasta que una mujer se detuvo al lado de ella y le preguntó adónde iba. Al manicomio, dijo Lola. Su respuesta molestó visiblemente a la mujer, que sin embargo le dijo que subiera. Ella también se dirigía hacia allí. ¿Va usted a visitar a alguien o está internada?, le preguntó. Voy de visita, respondió Lola. El rostro de la mujer era delgado, ligeramente alargado, de labios casi inexistentes que le daban un aire frío y calculador, aunque tenía los pómulos bonitos y vestía como una profesional que ya no es soltera, que se tiene que ocupar de una casa, de un marido y puede que incluso de un hijo. Yo tengo a mi padre allí, confesó. Lola no dijo nada. Al llegar a la puerta de acceso Lola se bajó del coche y la mujer siguió sola. Durante un rato vagabundeó por la frontera del manicomio. Escuchó ruido de caballos y supuso que en alguna parte, más allá del bosque, tenía que haber un club hípico o un picadero. En cierto momento distinguió los tejados rojos de una casa que no tenía nada que ver con el manicomio. Retrocedió sobre sus pasos. Volvió a aquella parte de la verja desde donde tenía la mejor panorámica del parque. Cuando el sol ascendía vio a un grupo de pacientes que salían de forma compacta de un pabellón de pizarra y luego se desperdigaban por los bancos del parque y empezaban a encender cigarrillos y a fumar. Creyó distinguir al poeta. Iba acompañado de dos internos y vestía un pantalón vaquero y una camiseta de color blanco y muy holgada. Le hizo señas con los brazos, al principio con timidez como si tuviera los brazos agarrotados por el frío, después de forma notoria, trazando dibujos extraños en el aire aún frío, procurando que sus señales adquirieran la perentoriedad de un rayo láser, intentando transmitirle frases telepáticas. Pasados cinco minutos se dio cuenta de que el poeta se levantaba de su banco y que uno de los locos le propinaba una patada en las piernas. Contuvo con esfuerzo las ganas que sintió de gritar. El poeta se giró y devolvió la patada. El loco, que se había vuelto a sentar, la recibió en el pecho y cayó fulminado como un pajarito. El que estaba fumando a su lado se levantó y persiguió al poeta durante unos diez metros, dándole patadas en el culo y puñetazos en la espalda. Luego volvió tranquilamente a su asiento, en donde el otro se reanimaba y se frotaba el pecho, el cuello y la cabeza, acto desde todo punto desmedido pues la patada la había recibido únicamente en el pecho. En ese momento Lola dejó de hacer señales. Uno de los locos del banco comenzó a masturbarse. El otro, el que se dolía exageradamente, hurgó en uno de sus bolsillos y sacó un cigarrillo. El poeta se acercó a ellos. Lola creyó oír su risa. Una risa irónica, como si les estuviera diciendo: chavales, no sabéis encajar una broma. Pero tal vez el poeta no se reía. Tal vez, decía Lola en su carta a Amalfitano, era mi locura la que se reía. En cualquier caso, fuera o no su locura, el poeta se acercó a donde estaban los otros dos y les dijo algo. Ninguno de los locos le respondió. Lola los vio: los locos miraban el suelo, la vida que latía a ras de tierra, entre las hierbas y bajo los terrones sueltos. Una vida ciega en donde todo era claro como el agua. El poeta, en cambio, presumiblemente miraba los rostros de sus compañeros de infortunio, primero a uno y luego al otro, buscando una señal que le indicara que podía volver a sentarse sin peligro en el banco. Cosa que finalmente hizo. Alzó una mano en señal de tregua o rendición y se sentó en medio de los otros dos. Alzó una mano como quien alza los jirones de una bandera. Movió los dedos, cada dedo, como si éstos fueran una bandera en llamas, la bandera de los que nunca se rinden. Y se sentó en medio y luego miró al que se estaba masturbando y le habló al oído. Esta vez Lola no lo oyó pero vio claramente cómo la mano izquierda del poeta se introducía en la oscuridad del albornoz del otro. Y luego los vio fumar a los tres. Y vio las volutas de artesanía que salían de la boca del poeta y de su nariz.

La siguiente y última carta que Amalfitano recibió de su mujer no tenía remitente pero llevaba sellos franceses. Lola contaba allí una conversación con Larrazábal. Hostia, tú, qué suerte tienes, decía Larrazábal, toda mi vida yo he querido vivir en un cementerio y tú, nada más llegar, ya te pones a vivir en uno. Un buen tipo, Larrazábal. Le ofreció su piso. Le ofreció llevarla cada mañana hasta el manicomio de Mondragón donde estudiaba entomología el más grande y el más iluso poeta de España. Le ofreció dinero sin pedirle nada a cambio. Una noche la invitó al cine. Otra noche la acompañó a la pensión, a preguntar si había noticias de Imma. Una madrugada de sábado, después de haber hecho el amor toda la noche, le propuso matrimonio y no se sintió ofendido ni ridículo cuando Lola le recordó que ella ya estaba casada. Un buen tipo, Larrazábal. Le compró una falda en un mercadillo callejero y le compró unos bluejeans de marca en una tienda del centro de San Sebastián. Le habló de su madre, a la que había querido con toda su alma, y de sus hermanos, por los que sentía desapego. Nada de esto conmovió a Lola, o sí la conmovió, pero no en el sentido que él esperaba. Para ella aquellos días fueron como un dilatado aterrizaje en paracaídas después de un largo vuelo espacial. Ya no iba a diario a Mondragón, sino una vez cada tres días, y se asomaba a la reja sin esperanza ninguna de ver al poeta sino, a lo sumo, alguna señal que de antemano sabía que no iba a comprender nunca o que comprendería pasados muchos años, cuando todo aquello careciera de importancia. A veces, sin avisarle por teléfono y sin dejarle una nota, no dormía en casa de Larrazábal y éste salía en su coche a buscarla al cementerio, al manicomio, a la antigua pensión donde ella había estado alojada, por los sitios donde se reunían los mendigos y los transeúntes de San Sebastián. Una vez la encontró en la sala de espera de la estación del ferrocarril. En otra ocasión la encontró sentada en un banco de La Concha, a una hora en la que sólo paseaban los que ya no tenían tiempo para nada y sus contrapartidas, los que habían dominado el tiempo. Por la mañana era Larrazábal quien preparaba el desayuno. Por la noche, al volver del trabajo, era él quien preparaba la cena. Durante el resto del día Lola sólo bebía agua, en grandes cantidades, y comía un trozo de pan o un bollo lo suficientemente pequeño como para caber en su bolsillo, que compraba en la panadería de la esquina antes de ponerse a vagabundear. Una noche, mientras se duchaban, le dijo a Larrazábal que pensaba marcharse y le pidió dinero para el tren. Te doy todo el dinero que tengo, le contestó, lo que no puedo hacer es darte dinero para que te vayas y ya no te vuelva a ver. Lola no insistió. De alguna manera, que no explicó a Amalfitano, consiguió el dinero justo para el pasaje y un mediodía cogió el tren de Francia. Estuvo un tiempo en Bayona. Se marchó a las Landas. Volvió a Bayona. Estuvo en Pau y en Lourdes. Una mañana vio un tren lleno de enfermos, paralíticos, adolescentes con parálisis cerebral, campesinos con cáncer de piel, burócratas castellanos con enfermedades terminales, ancianas de buenos modales vestidas como carmelitas descalzas, gente con erupciones en la piel, niños ciegos, y sin saber cómo se puso a ayudarlos, como si fuera una monja vestida con vaqueros puesta allí por la Iglesia para auxiliar y encauzar a los desesperados que poco a poco se subían a autobuses estacionados fuera de la estación de trenes o que hacían largas colas como si cada uno de ellos fuera una escama de una serpiente enorme y vieja y cruel, pero eminentemente sana. Después llegaron trenes italianos y trenes del norte de Francia y Lola se movía entre ellos como una sonámbula, sus grandes ojos azules incapaces de pestañear, caminando con lentitud, pues el cansancio acumulado empezaba a pesarle, y siéndole franqueado el paso a todas las dependencias de la estación, algunas convertidas en salas de primeros auxilios, otras convertidas en salas de reanimación, y otra, sólo una, la más discreta, convertida en improvisada morgue donde yacían los cadáveres de aquellos cuyas fuerzas habían sido inferiores al acelerado desgaste del viaje en tren. Por la noche se iba a dormir al edificio más moderno de Lourdes, un monstruo de acero y vidrio y funcionalidad que hundía su cabeza erizada de antenas entre las nubes blancas que descendían grandes y pesarosas del norte, o que avanzaban como un ejército desordenado, fiado sólo a la potencia de su masa, desde el oeste, o que se descolgaban desde los Pirineos como fantasmas de animales muertos. Allí solía dormir en los habitáculos de la basura, tras abrir una puertecilla enana a ras de suelo. Otras veces se quedaba en la estación, en el bar de la estación, cuando el caos de los trenes remitía, y dejaba que los ancianos lugareños la invitaran a un café con leche y le hablaran de cine y de agricultura. Una tarde creyó ver a Imma bajarse del tren de Madrid escoltada por una patrulla de lisiados. Tenía la misma estatura que Imma, vestía largas faldas negras como Imma, el rostro de dolorosa y de monja castellana era el mismo rostro de Imma. Se quedó quieta y esperó a que pasara junto a ella y no la saludó y cinco minutos después, a codazos, abandonó la estación de Lourdes y el pueblo de Lourdes y salió caminando hasta la carretera y sólo entonces se puso a hacer autoestop.

Amalfitano pasó cinco años sin saber nada de Lola. Una tarde, mientras estaba en un parque infantil con su hija, vio a una mujer que se apoyaba en la reja de madera que separaba el parque infantil del resto del parque. Le pareció que era Imma y siguió su mirada y con alivio se dio cuenta de que era otro niño quien concitaba su atención de loca. El niño llevaba pantalones cortos y era un poco mayor que su hija y tenía el pelo oscuro y muy lacio que a ratos le caía y ocultaba su rostro. Entre las rejas separadoras y los bancos que el ayuntamiento había puesto para que los padres se sentaran de cara a sus hijos se levantaba a duras penas un seto que acababa junto a un viejo roble, ya fuera de los límites del parque infantil. La mano de Imma, su manita sarmentosa y dura, curtida por el sol y los ríos helados, acariciaba la superficie recién podada del seto como quien acaricia el lomo de un perro. Junto a ella tenía una bolsa de plástico de grandes dimensiones. Amalfitano se acercó con pasos que quiso reposados y fueron erráticos. Su hija estaba en la cola del tobogán. De pronto, antes de que pudiera hablarle, Amalfitano vio que el niño, por fin, advertía la vigilante presencia de Imma y tras echar a un lado un mechón de pelo levantaba su brazo derecho y la saludaba repetidas veces. Imma, entonces, como si sólo hubiera estado esperando esta señal, levantaba silente su brazo izquierdo, lo saludaba, y echaba a andar hasta salir del parque por la puerta norte, que daba a una transitada avenida.

Cinco años después de su partida Amalfitano volvió a recibir noticias de Lola. La carta era breve y venía de París. En ella Lola le decía que trabajaba haciendo el aseo en grandes oficinas. Un trabajo nocturno que empezaba a las diez de la noche y que terminaba a las cuatro o cinco o seis de la mañana. París era una ciudad bonita a esa hora, como lo son todas las grandes ciudades cuando la gente duerme. Volvía a casa en metro. El metro, a esa hora, es la cosa más triste del mundo. Había tenido otro hijo, un varón, de nombre Benoît, con el que vivía. También había estado internada. No especificaba la enfermedad ni decía si aún estaba enferma. No hablaba de ningún hombre. No preguntaba por Rosa. Para ella es como si la niña no existiera, pensó Amalfitano, pero después se dio cuenta de que las cosas no necesariamente tenían que ser así. Lloró durante un rato con la carta entre las manos. Mientras se secaba los ojos se dio cuenta, sólo entonces, de que la carta estaba escrita a máquina. Supo, sin ningún género de dudas, de que Lola la había escrito en una de las oficinas que decía limpiar. Por un segundo pensó que todo era mentira, que Lola trabajaba de administrativa o de secretaria en alguna gran empresa. Después lo vio claro. Vio la aspiradora aparcada entre dos hileras de mesas, vio la máquina de encerar como un cruce de mastín y cerdo junto a una planta de interior, vio un enorme ventanal a través del cual parpadeaban las luces de París, vio a Lola con el guardapolvo de la compañía de limpieza, un gastado guardapolvo de color azul, sentada escribiendo la carta y tal vez fumando con suprema lentitud un cigarrillo, vio los dedos de Lola, las muñecas de Lola, los ojos inexpresivos de Lola, vio a otra Lola reflejada en el azogue del ventanal, flotando ingrávida sobre el cielo de París, como una fotografía que está trucada pero que no está trucada, flotando, flotando reflexiva sobre el cielo de París, cansada, enviando mensajes desde la zona más fría, gélida, de la pasión.

Dos años después de enviar esta última carta, siete años después de haber abandonado a Amalfitano y a su hija, Lola volvió a casa y no encontró a nadie. Durante tres semanas estuvo preguntando en las antiguas direcciones que recordaba por las señas de su marido. Unos no le abrían la puerta, porque no conseguían identificarla o porque ya la habían olvidado. Otros la atendían en el umbral, por desconfianza o porque Lola, simplemente, se había equivocado de dirección. Unos pocos la hicieron pasar y le ofrecieron una taza de café o té que Lola nunca aceptó pues parecía tener prisa por ver a su hija y a Amalfitano. Al principio la búsqueda fue descorazonadora e irreal. Hablaba con gente a la que ni ella misma recordaba. Por las noches dormía en una pensión cercana a las Ramblas, donde se apiñaban en habitaciones minúsculas los trabajadores extranjeros. Halló la ciudad cambiada pero le resultaba imposible decir en qué había cambiado. Por las tardes, después de caminar todo el día, se sentaba en las escalinatas de una iglesia a descansar y oía las conversaciones de quienes entraban y salían, mayoritariamente turistas. Leía libros en francés sobre Grecia y sobre brujería y vida sana. A veces se sentía como Electra, hija de Agamenón y Clitemestra, vagando de incógnito por Micenas, la asesina confundida con la plebe, con la masa, la asesina cuya mente nadie comprende, ni los especialistas del FBI ni la gente caritativa que dejaba caer en sus manos una moneda. Otras veces se veía como la madre de Medonte y Estrofio, una madre feliz que contempla desde una ventana los juegos de sus hijos mientras en el fondo el cielo azul se debate en los brazos blancos del Mediterráneo. Murmuraba: Pílades, Orestes, y en esos dos nombres se comprendían los rostros de muchos hombres, menos el de Amalfitano, el hombre al que ahora buscaba. Una noche encontró a un antiguo alumno de su marido, que excepcionalmente la reconoció, como si en sus tiempos de universitario hubiera estado enamorado de ella. El ex estudiante se la llevó a su casa, le dijo que allí podía estar todo el tiempo que quisiera, le acondicionó la habitación de huéspedes para su uso único. La segunda noche, mientras cenaban juntos, el ex estudiante la abrazó y ella dejó que la abrazara durante unos segundos, como si también lo necesitara, y luego le habló al oído y el ex estudiante se separó y fue a sentarse en el suelo, en una esquina de la sala. Durante horas permanecieron así, ella sentada en la silla y él sentado en el suelo, que estaba recubierto de un parquet muy curioso, amarillo oscuro, que más que parquet parecía una alfombra de paja trenzada muy fina. Las velas que había sobre la mesa se apagaron y sólo entonces ella se fue a sentar a la sala, en la otra esquina. En la oscuridad creyó oír unos débiles gemidos. Le pareció que el joven lloraba y se durmió acunada por su llanto. Durante los días siguientes el ex estudiante y ella redoblaron sus esfuerzos. Cuando por fin vio a Amalfitano no lo reconoció. Estaba más gordo que antes y había perdido pelo. Lo vio desde lejos y no dudó ni un segundo mientras se le acercaba. Amalfitano estaba sentado debajo de un alerce y fumaba con expresión ausente. Has cambiado mucho, le dijo ella. Amalfitano la reconoció de inmediato. Tú no, dijo. Gracias, dijo ella. Luego Amalfitano se levantó y se fueron.

Amalfitano, por aquella época, vivía en Sant Cugat y daba clases de filosofía en la Universidad Autónoma de Barcelona, que le quedaba relativamente cerca. Rosa estudiaba primaria en una escuela pública del pueblo y se marchaba de casa a las ocho y media y no regresaba hasta las cinco de la tarde. Lola vio a Rosa y le dijo que era su madre. Rosa pegó un grito y le dio un abrazo y casi de inmediato se separó y se fue a ocultar a su dormitorio. Esa noche, tras ducharse y hacer su cama en el sofá, Lola le dijo a Amalfitano que estaba muy enferma, que probablemente pronto moriría y que había querido ver a Rosa por última vez. Amalfitano se ofreció a acompañarla al hospital al día siguiente, a lo que Lola se negó diciendo que los médicos franceses siempre habían sido mejores que los españoles y sacando de su bolso unos papeles que certificaban, sin asomo de duda y en francés, que tenía sida. Al día siguiente, al volver de la universidad, Amalfitano encontró a Lola y Rosa paseando por las calles aledañas a la estación tomadas de la mano. No quiso molestarlas y las siguió a distancia. Cuando abrió la puerta de su casa las halló juntas viendo la tele. Más tarde, cuando Rosa ya dormía, le preguntó por su hijo Benoît. Durante un rato Lola permaneció en silencio y recordó con memoria fotográfica cada parte del cuerpo de su hijo, cada gesto, cada expresión de asombro o de susto, luego dijo que Benoît era un niño inteligente y sensible, y que su hijo había sido el primero en saber que ella se iba a morir. Amalfitano le preguntó quién se lo había dicho, aunque con resignación creía saber la respuesta. Lo supo sin ayuda de nadie, dijo Lola, simplemente mirando. Es terrible para un niño saber que su madre se va a morir, dijo Amalfitano. Más terrible es mentirle, a los niños no se les debe de mentir nunca, dijo Lola. Al quinto día de estar allí, cuando estaban a punto de acabársele los fármacos que había traído de Francia, Lola les dijo una mañana que tenía que marcharse. Benoît es pequeño y me necesita, dijo. No, en realidad no me necesita, pero no por eso deja de ser pequeño, dijo. No sé quién necesita a quién, dijo finalmente, pero lo cierto es que tengo que ir a ver cómo está. Amalfitano le dejó una nota en la mesa y un sobre con buena parte de sus ahorros. Cuando volvió del trabajo pensaba que Lola ya no estaría allí. Fue a buscar a Rosa al colegio y se fueron caminando a casa. Al llegar vieron a Lola sentada frente a la tele encendida pero con el sonido apagado, leyendo su libro sobre Grecia. Cenaron juntos. Rosa se acostó cerca de las doce de la noche. Amalfitano la llevó a su dormitorio, la desvistió y la metió bajo las mantas. Lola lo esperaba en la sala, con su maleta dispuesta para salir. Es mejor que te quedes esta noche, le dijo Amalfitano. Es demasiado tarde para irse. Ya no hay trenes a Barcelona, mintió. No me voy a ir en tren, dijo Lola. Haré autoestop. Amalfitano inclinó la cabeza y le dijo que podía marcharse cuando quisiera. Lola le dio un beso en la mejilla y se fue. Al día siguiente Amalfitano se levantó a las seis de la mañana y puso la radio para tener la certeza de que no había aparecido asesinada y violada ninguna autoestopista en las carreteras de esa zona. Todo tranquilo.

Esa imagen conjetural de Lola, sin embargo, lo acompañó durante muchos años, como un recuerdo que emerge con estrépito de los mares glaciares, aunque él realmente no había visto nada y por lo tanto no podía recordar nada, sólo la sombra de su ex mujer en la calle que la luz de las farolas proyectaba sobre las fachadas vecinas, y después el sueño: Lola alejándose por una de las carreteras que salen de Sant Cugat, caminando a la orilla del camino, un camino apenas transitado por los coches que preferían ahorrar tiempo y se desviaban por la nueva autopista de peaje, una mujer encorvada por el peso de su maleta, sin miedo, caminando sin miedo por la orilla del camino.

La Universidad de Santa Teresa parecía un cementerio que de improviso se hubiera puesto vanamente a reflexionar. También parecía una discoteca vacía.

Una tarde Amalfitano salió al patio en mangas de camisa como un señor feudal sale a caballo a contemplar la magnitud de sus territorios. Antes había estado tirado en el suelo de su estudio abriendo cajas de libros con un cuchillo de cocina y entre éstos había encontrado uno muy extraño, que no recordaba haber comprado jamás y que tampoco recordaba que nadie le hubiera regalado. El libro en cuestión era el Testamento geométrico de Rafael Dieste, publicado por Ediciones del Castro en La Coruña, en 1975, un libro evidentemente sobre geometría, una disciplina que Amalfitano apenas conocía, dividido en tres partes, la primera una «Introducción a Euclides, Lobatchevski y Riemann», la segunda dedicada a «Los movimientos en geometría», y la tercera parte titulada «Tres demostraciones del V postulado», sin duda la más enigmática pues Amalfitano no tenía idea de qué era el V postulado ni en qué consistía, y además no le interesaba saberlo, aunque esto último tal vez no sea achacable a su falta de curiosidad, que la tenía y en grandes cantidades, sino al calor que barría por las tardes Santa Teresa, un calor seco y polvoso, de sol agriado, al que era imposible sustraerse a menos que uno viviera en un piso nuevo con aire acondicionado, lo que no era su caso. La edición del libro había sido posible gracias al concurso de algunos amigos del autor, amigos que quedaban inmortalizados, como si de una fotografía de fin de fiesta se tratara, en la página 4, en donde normalmente suelen aparecer las señas del editor. Allí decía: La presente edición es un homenaje que ofrecen a Rafael Dieste: Ramón BALTAR DOMÍNGUEZ, Isaac DÍAZ PARDO, Felipe FERNÁNDEZ ARMESTO, Fermín FERNÁNDEZ ARMESTO, Francisco FERNÁNDEZ DEL RIEGO, Álvaro GIL VARELA, Domingo GARCÍA-SABELL, Valentín PAZ-ANDRADE y Luis SEOANE LÓPEZ. A Amalfitano le pareció, por lo menos, una costumbre extraña el poner los apellidos de los amigos en mayúscula, mientras el apellido del homenajeado estaba en minúsculas. En la solapa se advertía que aquel Testamento geométrico eran en realidad tres libros, «con su propia unidad, pero funcionalmente correlacionados por el destino del conjunto», y después decía «esta obra de Dieste, decantación final de sus reflexiones e investigaciones acerca del Espacio, cuya noción se halla implicada en cualquier ordenada discusión sobre los fundamentos de la Geometría». En ese momento Amalfitano creyó recordar que Rafael Dieste era un poeta. Un poeta gallego, naturalmente, o afincado desde hacía mucho en Galicia. Y sus amigos y patrocinadores del libro también eran gallegos, claro, o afincados desde hacía mucho en Galicia, en donde Dieste probablemente había dado clases en la Universidad de La Coruña o de Santiago de Compostela, o puede que ni siquiera hubiera dado clases en la universidad sino en una escuela secundaria, enseñando geometría a rapaces de quince y dieciséis años y mirando por la ventana el cielo permanentemente encapotado de Galicia en invierno y la lluvia que cae a chuzos. Y en la contrasolapa había algún dato más sobre Dieste. Decía: «Dentro de la producción de Rafael Dieste, varia, pero no voluble, sino ceñida a las exigencias de un proceso personal en que la creación poética y la especulativa se hallan como polarizadas por un mismo horizonte, el presente libro tiene sus más directos antecedentes en el Nuevo tratado del paralelismo (Buenos Aires, 1958) y en trabajos más recientes: Variaciones sobre Zenón de Elea y Qué es un axioma, éste seguido —en el mismo volumen— por el titulado Movilidad y Semejanza». Así que a Dieste, pensó Amalfitano, la cara chorreando sudor al que se adherían microscópicas motitas de polvo, la pasión por la geometría no le venía de nuevo. Y sus patrocinadores, bajo esta nueva luz, dejaban de facto de ser los amigos que se reúnen cada noche en el casino para beber y hablar de política o de fútbol o de queridas, para convertirse con la velocidad del rayo en honorables colegas de universidad, algunos jubilados, sin duda, pero otros en plena actividad y todos pudientes o medianamente pudientes, lo que no evitaba, ciertamente, que, una noche sí y otra noche no, se reunieran, como intelectuales de provincia, es decir como hombres profundamente solitarios pero también como hombres profundamente autosuficientes, en el casino de La Coruña para beber un buen coñac o un whisky y hablar de intrigas y de queridas mientras sus mujeres o, en el caso de los viudos, sus criadas estaban sentadas delante de la tele o preparando la cena. En cualquier caso, para Amalfitano, el problema residía en cómo había llegado ese libro a una de sus cajas de libros. Durante media hora estuvo hurgando en su memoria, mientras hojeaba el libro de Dieste sin prestarle demasiada atención, y finalmente concluyó que todo aquello era un misterio que de momento lo excedía, pero no se rindió. Le preguntó a Rosa, que en aquel momento estaba encerrada en el baño, maquillándose, si ese libro era suyo. Rosa lo miró y dijo que no. Amalfitano le rogó que lo mirara otra vez y le dijera con total seguridad si era suyo o no. Rosa le preguntó si se sentía mal. Me siento perfectamente, dijo Amalfitano, pero este libro no es mío y ha aparecido en una de las cajas de libros que mandé desde Barcelona. Rosa le contestó, en catalán, que no se preocupara y siguió maquillándose. Cómo no me voy a preocupar, dijo Amalfitano, también en catalán, si me parece que estoy perdiendo la memoria. Rosa volvió a mirar el libro y dijo: tal vez sea mío. ¿Estás segura?, preguntó Amalfitano. No, no es mío, dijo Rosa, seguro que no, la verdad es que es la primera vez que lo veo. Amalfitano dejó a su hija delante del espejo del baño y volvió a salir al jardín devastado, donde todo era de color marrón claro, como si el desierto se hubiera instalado alrededor de su nueva casa, con el libro colgando en la mano. Recapituló las posibles librerías en donde lo hubiera podido comprar. Buscó en la primera página y en la última y en la contraportada alguna señal y encontró, en la primera página, la etiqueta cortada de la Librería Follas Novas, S.L., Montero Ríos 37, teléfonos 981-59-44-06 y 981-599-44-18, Santiago. Evidentemente no Santiago de Chile, único lugar del mundo en donde Amalfitano era capaz de verse a sí mismo en un estado de catatonia total, capaz de entrar en una librería, coger un libro cualquiera sin siquiera mirar la portada, pagarlo y marcharse. Se trataba, era obvio, de Santiago de Compostela, en Galicia. Por un instante Amalfitano pensó en un viaje de peregrino por el camino de Santiago. Caminó hasta el fondo del patio, en donde su verja de madera se encontraba con un muro de cemento que protegía la casa vecina. Nunca había reparado en él. Bardas envidriadas, pensó, el miedo de los propietarios a las visitas no deseadas. El sol de la tarde se reflejaba en las aristas de los vidrios cuando Amalfitano reanudó el paseo por su jardín devastado. La barda de al lado también estaba erizada de vidrios, pero allí primaban más los vidrios verdes y marrones de botellas de cerveza y alcohol. Nunca, ni en sueños, había estado en Santiago de Compostela, tuvo que reconocer Amalfitano deteniéndose a la sombra que la barda del costado izquierdo proporcionaba. Pero eso en realidad importaba poco o nada, algunas de las librerías que frecuentaba en Barcelona tenían un fondo comprado directamente a otras librerías de España, librerías que saldaban sus fondos o que quebraban o, las menos, que hacían la doble labor de librería y distribuidora. Probablemente este libro llegó a mis manos en Laie, pensó, o en La Central, adonde acudí a comprar un libro de filosofía y el dependiente o la dependienta, emocionada porque en la librería se hallaban Pere Gimferrer, Rodrigo Rey Rosa y Juan Villoro discutiendo sobre la conveniencia o no de volar, sobre los accidentes aéreos, sobre si es más peligroso despegar que aterrizar, introdujo, por error, este libro en mi bolso. La Central, probablemente. Pero si así hubiera sucedido yo habría descubierto el libro al llegar a casa y abrir el bolso o el paquete o lo que fuera, a menos, claro, que durante el camino de vuelta me hubiera sucedido algo terrible o espantoso que eliminara cualquier deseo o curiosidad por examinar mi nuevo o mis nuevos libros. Puede, incluso, que abriera como un zombi el paquete y dejara el libro nuevo sobre la mesilla de noche y el libro de Dieste en la estantería de los libros, abrumado por algo que acabara de ver en la calle, tal vez un accidente automovilístico, tal vez un atraco a mano armada, tal vez un suicida en el metro, aunque si yo hubiera visto algo así, pensó Amalfitano, sin duda ahora lo recordaría o al menos conservaría dentro de mí un recuerdo vago. No recordaría el Testamento geométrico, pero sí que recordaría el incidente que me hizo olvidar el Testamento geométrico. Y por si esto fuera poco, el problema mayor, en realidad, no residía en la adquisición del libro sino en cómo éste había llegado a parar a Santa Teresa en el interior de las cajas con libros que Amalfitano, antes de partir, había seleccionado en Barcelona. ¿En qué momento de sumisión absoluta había puesto ese libro allí? ¿Cómo había podido embalar un libro sin darse cuenta de que lo hacía? ¿Es que pensaba leerlo cuando llegara al norte de México? ¿Pensaba iniciar con él un estudio errátil de geometría? ¿Y si ése era su plan, por qué lo había olvidado nada más llegar a aquella ciudad levantada en medio de la nada? ¿Es que el libro había desaparecido de su memoria mientras su hija y él volaban de este a oeste? ¿O había desaparecido de su memoria mientras él esperaba, ya en Santa Teresa, la llegada de sus cajas con libros? ¿El libro de Dieste se había desvanecido como un síntoma secundario de jet-lag?

Amalfitano tenía unas ideas un tanto peculiares al respecto. No las tenía siempre, por lo que tal vez sea excesivo llamarlas ideas. Eran sensaciones. Ideas-juego. Como si se aproximara a una ventana y se forzara a ver un paisaje extraterrestre. Creía (o le gustaba creer que creía) que cuando uno está en Barcelona aquellos que están y que son en Buenos Aires o el DF no existen. La diferencia horaria era sólo una máscara de la desaparición. Así, si uno viajaba de improviso a ciudades que en teoría no deberían existir o aún no poseían el tiempo apropiado para ponerse en pie y ensamblarse correctamente, se producía el fenómeno conocido como jet-lag. No por tu cansancio sino por el cansancio de aquellos que en aquel momento, si tú no hubieras viajado, deberían de estar dormidos. Algo parecido a esto, probablemente, lo había leído en alguna novela o en algún cuento de ciencia ficción y lo había olvidado.

Estas ideas o estas sensaciones o estos desvaríos, por otra parte, tenían su lado satisfactorio. Convertía el dolor de los otros en la memoria de uno. Convertía el dolor, que es largo y natural y que siempre vence, en memoria particular, que es humana y breve y que siempre se escabulle. Convertía un relato bárbaro de injusticias y abusos, un ulular incoherente sin principio ni fin, en una historia bien estructurada en donde siempre cabía la posibilidad de suicidarse. Convertía la fuga en libertad, incluso si la libertad sólo servía para seguir huyendo. Convertía el caos en orden, aunque fuera al precio de lo que comúnmente se conoce como cordura.

Y aunque luego Amalfitano, en la biblioteca de la Universidad de Santa Teresa, encontró datos biobibliográficos sobre Rafael Dieste que confirmaron lo que ya había intuido o le había dejado intuir don Domingo García-Sabell en el prólogo, titulado «La intuición iluminada» y en donde hasta se concedía el lujo de citar a Heidegger (Es gibt Zeit: hay tiempo), durante aquel atardecer en que recorrió como un latifundista medieval su reducido fundo baldío, mientras su hija, como una princesa medieval, se terminaba de maquillar ante el espejo del baño, no pudo recordar, de ninguna de las maneras, ni por qué y dónde había comprado el libro ni cómo éste había terminado embalado y expedido junto con otros ejemplares más familiares y más queridos rumbo a esta populosa ciudad que desafiaba al desierto, en la frontera de Sonora y Arizona. Y entonces, justo entonces, como si fuera el pistoletazo de salida de una serie de hechos que se concatenarían con consecuencias unas veces felices y otras veces funestas, Rosa salió de casa y dijo que se iba al cine con una amiga y le preguntó si tenía llaves y Amalfitano dijo que sí y oyó cómo la puerta se cerraba de golpe y luego los pasos de su hija que recorrían la vereda de lajas mal cortadas hasta la minúscula puerta de madera de la calle que no le llegaba ni a la cintura y luego los pasos de su hija en la acera, alejándose en dirección a la parada del autobús y luego el motor de un coche que se encendía. Y entonces Amalfitano caminó hasta la parte delantera de su jardín estragado y estiró el cuello y se asomó a la calle y no vio ningún coche ni vio a Rosa y apretó con fuerza el libro de Dieste que aún sostenía en su mano izquierda. Y después miró el cielo y vio una luna demasiado grande y demasiado arrugada, pese a que aún no había caído la noche. Y luego se dirigió otra vez hacia el fondo de su jardín esquilmado y durante unos segundos se quedó quieto, mirando a diestra y siniestra, adelante y atrás, por si veía su sombra, pero aunque aún era de día y hacia el oeste, en dirección a Tijuana, aún brillaba el sol, no consiguió verla. Y entonces se fijó en los cordeles, cuatro hileras, atados, por un lado, a una especie de portería de fútbol de dimensiones más pequeñas, dos palos de no más de un metro ochenta enterrados en la tierra y un tercer palo, horizontal, claveteado a los otros por ambos extremos, lo que les concedía, además, cierta estabilidad, y del que pendían los cordeles hasta unos ganchos fijados en la pared de la casa. Era el tendedero de la ropa, aunque sólo vio una blusa de Rosa, de color blanco con bordados ocres en el cuello, y un par de bragas y dos toallas que aún chorreaban. En la esquina, en una casucha de ladrillos, estaba la lavadora. Durante un rato se quedó quieto, respirando con la boca abierta, apoyado en el palo horizontal del tendedero. Después entró en la casucha como si le faltara oxígeno y de una bolsa de plástico con el logotipo del supermercado al que iba con su hija a hacer la compra semanal extrajo tres pinzas para la ropa, que él se empecinaba en llamar «perritos», y con ellas enganchó y colgó el libro de uno de los cordeles y luego volvió a entrar en su casa sintiéndose mucho más aliviado.

La idea, por supuesto, era de Duchamp.

De su estancia en Buenos Aires sólo existe o sólo se conserva un ready-made. Aunque su vida entera fue un ready-made, que es una forma de apaciguar el destino y al mismo tiempo enviar señales de alarma. Calvin Tomkins escribe al respecto: Con motivo de la boda de su hermana Suzanne con su íntimo amigo Jean Crotti, que se casaron en París el 14 de abril de 1919, Duchamp mandó por correo un regalo a la pareja. Se trataba de unas instrucciones para colgar un tratado de geometría de la ventana de su apartamento y fijarlo con cordel, para que el viento pudiera «hojear el libro, escoger los problemas, pasar las páginas y arrancarlas». Como se puede ver, Duchamp no sólo jugó al ajedrez en Buenos Aires. Sigue Tomkins: Puede que la falta de alegría de este Ready-made malheureux, como lo llamó Duchamp, resultara un regalo chocante para unos recién casados, pero Suzanne y Jean siguieron las instrucciones de Duchamp con buen humor. De hecho, llegaron a fotografiar aquel libro abierto suspendido en el aire —imagen que constituye el único testimonio de la obra, que no logró sobrevivir a semejante exposición a los elementos— y más tarde Suzanne pintó un cuadro de él titulado Le ready-made malheureux de Marcel. Como explicaría Duchamp a Cabanne: «Me divertía introducir la idea de la felicidad y la infelicidad en los ready-mades, y luego estaba la lluvia, el viento, las páginas volando, era una idea divertida». Me retracto, en realidad lo que Duchamp hizo en Buenos Aires fue jugar al ajedrez. Yvonne, que estaba con él, terminó harta de tanto juego-ciencia y se marchó a Francia. Sigue Tomkins: En los últimos años, Duchamp confesó a un entrevistador que había disfrutado desacreditando «la seriedad de un libro cargado de principios» como aquél y hasta insinuó a otro periodista que, al exponerlo a las inclemencias del tiempo, «el tratado había captado por fin cuatro cosas de la vida».

Esa noche, cuando volvió Rosa del cine, Amalfitano estaba viendo la televisión sentado en la sala y aprovechó para decirle que había colgado el libro de Dieste en el tendedero de ropa. Rosa lo miró como si no hubiera entendido nada. Quiero decir, dijo Amalfitano, que no lo he colgado porque previamente lo hubiera mojado con la manguera ni porque se me haya caído al agua, simplemente lo he colgado porque sí, para ver cómo resiste la intemperie, los embates de esta naturaleza desértica. Espero que no te estés volviendo loco, dijo Rosa. No, no te preocupes, dijo Amalfitano, poniendo cara de despreocupación, precisamente. Te lo aviso para que no lo descuelgues. Simplemente haz de cuenta que el libro no existe. Bueno, dijo Rosa, y se encerró en su cuarto.

Al día siguiente, mientras sus alumnos escribían, o mientras él mismo hablaba, Amalfitano empezó a dibujar figuras geométricas muy simples, un triángulo, un rectángulo, y en cada vértice escribió el nombre, digamos, dictado por el azar o la dejadez o el aburrimiento inmenso que sus alumnos y las clases y el calor que imperaba por aquellos días en la ciudad le producía. Así:

dibujo 1

O así:

dibujo 2

O así:

dibujo 3

Cuando volvió a su cubículo descubrió el papel y antes de arrojarlo al cubo de la basura lo examinó durante unos minutos. El dibujo 1 no tenía mayor explicación que su aburrimiento. El dibujo 2 parecía una prolongación del dibujo 1 pero los nombres añadidos le parecieron demenciales. Jenócrates podía estar allí, no carecía de cierta lógica peregrina, y también Protágoras, ¿pero qué pintaban Tomás Moro y Saint-Simon?, ¿qué pintaba, cómo se sostenía allí Diderot y, Dios de los cielos, el jesuita portugués Pedro da Fonseca, que fue uno más de los miles de comentaristas que ha tenido Aristóteles, pero que ni con fórceps dejaba de ser un pensador muy menor? El dibujo 3, por el contrario, tenía cierta lógica, una lógica de adolescente tarado, de adolescente vagabundo en el desierto, con las ropas deshilachadas, pero con ropas. Todos los nombres, se podría decir, pertenecían a filósofos preocupados por el argumento ontológico. La B que aparecía en el vértice superior del triángulo incrustado en el rectángulo podía ser Dios o la existencia de Dios que surge de su esencia. Sólo entonces Amalfitano reparó en que el dibujo 2 también exhibía una A y una B y ya no tuvo duda ninguna de que el calor, al que estaba desacostumbrado, lo hacía desvariar mientras dictaba sus clases.

Esa noche, sin embargo, después de cenar y de ver las noticias en la tele y de hablar por teléfono con la profesora Silvia Pérez, que estaba indignada por la forma en que la policía del estado de Sonora y la policía local de Santa Teresa estaba llevando la investigación de los crímenes, Amalfitano encontró en la mesa de su estudio tres dibujos más. Sin duda, el autor era él. De hecho, se recordaba emborronando distraído una página en blanco mientras pensaba en otras cosas. El dibujo 1 (o el dibujo 4) era así:

dibujo 4

El dibujo 5:

dibujo 5

Y el dibujo 6:

dibujo 6

El dibujo 4 resultaba curioso. Trendelenburg, hacía muchos años que no pensaba en él. Adolf Trendelenburg. ¿Por qué justo ahora y por qué en compañía de Bergson y Heidegger y Nietzsche y Spengler? El dibujo 5 le pareció aún más curioso. La aparición de Kolakowski y Vattimo. La presencia del olvidado Whitehead. Pero sobre todo la asistencia imprevista del pobre Guyau, Jean-Marie Guyau, muerto a los treintaicuatro años, en 1888, a quien algunos bromistas llamaron el Nietzsche francés, y cuyos seguidores en el ancho mundo no pasaban de diez personas, aunque en realidad no eran más de seis, y eso Amalfitano lo sabía porque en Barcelona había conocido al único guyotista español, un profesor de Gerona tímido y a su manera entusiasta, cuyo mayor empeño era descubrir un texto (que no se sabía muy bien si era un poema o un ensayo filosófico o un artículo) que Guyau había escrito en inglés y publicado allá por el 1886-1887 en un periódico de San Francisco, California. El dibujo 6, finalmente, era el más curioso de todos (y el menos «filosófico»). El que en un lado de la horizontal apareciera Vladímir Smirnov, desaparecido en los campos de concentración de Stalin en 1938, y al que no hay que confundir con Iván Nikitich Smirnov, fusilado por los estalinistas en 1936 tras el primer proceso de Moscú, mientras en el otro lado de la horizontal aparecía el nombre de Suslov, ideólogo del aparato, dispuesto a tragarse todas las infamias y crímenes, no podía ser más elocuente. Pero el que la horizontal estuviera atravesada por dos líneas inclinadas, en las cuales se leían los nombres de Bunge y Revel, en la parte posterior, y de Harold Bloom y Allan Bloom en la inferior, resultaba muy semejante a un chiste. Un chiste que por otra parte Amalfitano no comprendió, sobre todo por la aparición de los dos Bloom, en donde seguro que debía de residir la gracia, una gracia que, sin embargo, por más que la acechaba no conseguía pillar.

Aquella noche, mientras su hija dormía y después de escuchar el último programa de noticias en la radio más popular de Santa Teresa, «La voz de la frontera», Amalfitano salió al jardín y después de fumarse un cigarrillo mirando la calle desierta se dirigió hacia la parte trasera, con pasos remolones, como si temiera meter el pie en un hoyo o como si le diera miedo la oscuridad que allí imperaba. El libro de Dieste seguía tendido junto a la ropa que Rosa había lavado aquel día, una ropa que parecía hecha de cemento o de algún material muy pesado pues no se movía en absoluto mientras la brisa, que llegaba a rachas, mecía el libro de un lado a otro, como si lo acunara a disgusto, o como si pretendiera desprenderlo de las pinzas que lo sujetaban al cordel. Amalfitano sentía la brisa en su cara. Estaba sudando y las ráfagas irregulares de aire le secaban las gotitas de transpiración y ocluían su alma. Como si estuviera en el estudio de Trendelenburg, pensó, como si siguiera los pasos de Whitehead por la orilla de un canal, como si me acercara al lecho de enfermo de Guyau y le pidiera consejo. ¿Cuál hubiera sido su respuesta? Sea feliz. Viva el momento. Sea bueno. O por el contrario: ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? Váyase.

Socorro.

Al día siguiente, buscando en la biblioteca de la universidad, encontró más datos sobre Dieste. Había nacido en Rianxo, La Coruña, en 1899. Empezó escribiendo en gallego, aunque después se pasaría al castellano o simultanearía ambas lenguas. Hombre de teatro. Compromiso antifascista durante la Guerra Civil. Tras la derrota parte al exilio, concretamente a Buenos Aires, en donde publica Viaje, duelo y perdición: tragedia, humorada y comedia en 1945, libro compuesto por tres obras ya publicadas. Poeta. Ensayista. También publica, en 1958, cuando Amalfitano tenía siete años, el ya mencionado Nuevo tratado del paralelismo. Como autor de relatos cortos su obra más importante es Historia e invenciones de Félix Muriel (1943). Vuelve a España, vuelve a Galicia. Muere en Santiago de Compostela en 1981.

¿De qué trata el experimento?, dijo Rosa. ¿Qué experimento?, dijo Amalfitano. El del libro colgado, dijo Rosa. No es ningún experimento, en el sentido literal de la palabra, dijo Amalfitano. ¿Por qué está allí?, dijo Rosa. Se me ocurrió de repente, dijo Amalfitano, la idea es de Duchamp, dejar un libro de geometría colgado a la intemperie para ver si aprende cuatro cosas de la vida real. Lo vas a destrozar, dijo Rosa. Yo no, dijo Amalfitano, la naturaleza. Oye, tú cada día estás más loco, dijo Rosa. Amalfitano sonrió. Nunca te había visto hacerle una cosa así a un libro, dijo Rosa. No es mío, dijo Amalfitano. Da lo mismo, dijo Rosa, ahora es tuyo. Es curioso, dijo Amalfitano, así debería ser pero lo cierto es que no lo siento como un libro que me pertenezca, además tengo la impresión, casi la certeza, de que no le estoy haciendo ningún daño. Pues haz de cuenta que es mío y descuélgalo, dijo Rosa, los vecinos van a creer que estás loco. ¿Los vecinos, los que ponen trozos de vidrio encima de las tapias? Ésos ni siquiera saben que existimos, dijo Amalfitano, y están infinitamente más locos que yo. No, ésos no, dijo Rosa, los otros, los que pueden ver perfectamente bien lo que pasa en nuestro patio. ¿Alguno te ha molestado?, dijo Amalfitano. No, dijo Rosa. Entonces no hay problema, dijo Amalfitano, no te preocupes por tonterías, en esta ciudad están pasando cosas mucho más terribles que colgar un libro de un cordel. Una cosa no quita la otra, dijo Rosa, no somos bárbaros. Deja el libro en paz, haz de cuenta que no existe, olvídate de él, dijo Amalfitano, a ti nunca te ha interesado la geometría.

Por las mañanas, antes de marcharse a la universidad, Amalfitano salía por la puerta de atrás a beberse los últimos tragos de su café mirando el libro. No había ninguna duda: el papel en el que había sido impreso era bueno y la encuadernación resistía inconmovible los embates de la naturaleza. Los viejos amigos de Rafael Dieste habían escogido buenos materiales para brindarle esa especie de homenaje y de despedida un tanto anticipada, el adiós de unos viejos varones ilustrados (o con la pátina de la ilustración) a otro viejo varón ilustrado. Amalfitano pensó que la naturaleza del noroeste de México, en aquel lugar preciso de su jardín quebrantado, era más bien exigua. Una mañana, mientras esperaba el autobús que lo llevaría a la universidad, se hizo el firme propósito de plantar césped o pasto, y también de comprar un arbolito ya un poco crecido en alguna tienda dedicada a tal menester, y de plantar flores a los lados. Otra mañana pensó que cualquier trabajo que se tomara encaminado a hacer más grato el jardín resultaría a la postre inútil, puesto que no pensaba quedarse mucho tiempo en Santa Teresa. Hay que volver ya mismo, se decía, ¿pero adónde? Y luego se decía: ¿qué me impulsó a venir aquí? ¿Por qué traje a mi hija a esta ciudad maldita? ¿Porque era uno de los pocos agujeros del mundo que me faltaba por conocer? ¿Porque lo que deseo, en el fondo, es morirme? Y después miraba el libro de Dieste, el Testamento geométrico, que colgaba impávido del cordel, sujeto por dos pinzas, y le daban ganas de descolgarlo y limpiar el polvo ocre que se le había ido adhiriendo aquí y allá, pero no se atrevía.

Amalfitano recordaba a veces, después de salir de la Universidad de Santa Teresa o sentado en el porche de su casa o mientras leía los trabajos de sus alumnos, a su padre, que era aficionado al boxeo. El padre de Amalfitano opinaba que todos los chilenos eran unos maricones. Amalfitano, que tenía diez años, le decía: pero, papá, más bien los italianos son los maricones, fíjese si no en la Segunda Guerra Mundial. El padre de Amalfitano miraba muy serio a su hijo cuando éste decía tales palabras. Su padre, el abuelo de Amalfitano, había nacido en Nápoles. Y él mismo siempre se sintió más italiano que chileno. De todas maneras le gustaba hablar de boxeo, o mejor dicho, le gustaba hablar de combates de los que sólo había leído las crónicas de rigor que aparecían en las revistas especializadas o en las páginas deportivas. De esta manera podía hablar de los hermanos Loayza, Mario y Rubén, sobrinos del Tani, y de Godfrey Stevens, un maricón señorial y sin pegada, y de Humberto Loayza, sobrino también del Tani, de buena pegada pero poco encajador, de Arturo Godoy, marrullero y mártir, de Luis Vicentini, italiano de Chillán y hombre de buena planta pero al que lo perdió su triste destino de nacer en Chile, y de Estanislao Loayza, el Tani, al que le robaron el cetro mundial en los Estados Unidos de la forma más tonta, cuando el árbitro, en el primer round, le pisó un pie y al Tani se le fracturó un tobillo. ¿Te lo puedes imaginar?, decía el padre de Amalfitano. No me lo puedo imaginar, decía Amalfitano. Vamos a ver, ponte a hacer sombra a mi alrededor y yo te pisaré el pie, decía el padre de Amalfitano. Mejor no, decía Amalfitano. Hazlo con confianza, hombre, no te va a pasar nada, decía el padre de Amalfitano. Otro día, decía Amalfitano. Tiene que ser ahora mismo, decía su padre. Entonces Amalfitano se ponía a hacer sombra y a moverse con una agilidad sorprendente alrededor de su padre, lanzando de vez en cuando rectos con la izquierda y ganchos con la derecha, y de pronto su padre se adelantaba un poco y le pisaba el pie y ahí se acababa todo, Amalfitano se quedaba quieto o buscaba el clinch o se zafaba, pero en modo alguno se fracturaba el tobillo. Yo creo que el árbitro lo hizo a propósito, decía el padre de Amalfitano. No es posible joderle el tobillo a nadie con un pisotón. Después venían las invectivas: los boxeadores chilenos son todos unos maricones, los habitantes de este país de mierda son todos unos maricones, todos sin excepción, dispuestos a dejarse engañar, dispuestos a dejarse comprar, dispuestos a bajarse los pantalones cuando uno sólo les ha pedido que se quiten el reloj. A lo que Amalfitano, que a los diez años no leía revistas deportivas sino de historia, sobre todo de historia bélica, respondía que ese puesto más bien lo tenían reservado los italianos y que a la Segunda Guerra Mundial se remitía. Su padre entonces se quedaba en silencio, mirando al hijo con franca admiración y orgullo, como preguntándose de dónde demonios había salido ese niño, y luego seguía en silencio durante otro rato y luego le decía en voz baja, como si le contara un secreto, que los italianos individualmente eran valientes. Y admitía que en masa sólo hacían el payaso. Y resumía que eso, precisamente, era lo que aún daba esperanzas.

Por lo que cabe deducir, pensaba Amalfitano, mientras salía por la puerta delantera y se detenía con un vaso de whisky en el porche y luego se asomaba a la calle en donde se veían algunos coches aparcados, coches abandonados por unas horas y que olían, o eso le parecía a él, a chatarra y sangre, antes de dar media vuelta y dirigirse, sin pasar por el interior de la casa, a la parte trasera del jardín en donde el Testamento geométrico lo esperaba en medio de la quietud y la oscuridad, que él, en el fondo, muy en el fondo, aún era una persona con esperanzas, puesto que su sangre era italiana, y además un individualista y también una persona educada. Y puede que incluso ni siquiera fuera un cobarde. Aunque no le gustaba el boxeo. Pero entonces el libro de Dieste flotaba en el aire y la brisa secaba con un pañuelo negro el sudor que perlaba su frente y Amalfitano cerraba los ojos y trataba de recordar una imagen cualquiera de su padre, inútilmente. Cuando volvía a la casa, no por la puerta trasera sino por la delantera, asomaba el cuello por encima de la verja y miraba la calle en ambas direcciones. Algunas noches tenía la impresión de que lo espiaban.

Por las mañanas, cuando Amalfitano entraba en la cocina y dejaba su taza de café en el fregadero después de su visita obligada al libro de Dieste, la primera en marcharse era Rosa. Normalmente no se despedían, aunque a veces, si Amalfitano entraba antes o si dejaba para después su salida al jardín trasero, alcanzaba a decirle adiós, a recomendarle que se cuidara o a darle un beso. Una mañana sólo pudo decirle adiós y luego se sentó en la mesa mirando por la ventana el tendedero. El Testamento geométrico se movía imperceptiblemente. De pronto, dejó de moverse. Los pájaros que cantaban en los jardines vecinos se callaron. Todo quedó por un instante en completo silencio. Amalfitano creyó oír el ruido de la puerta de la calle y los pasos de su hija que se alejaban. Después oyó el motor de un coche que se ponía en marcha. Esa noche, mientras Rosa veía una película que había alquilado, Amalfitano llamó a la profesora Pérez y le confesó que sus nervios estaban cada vez más alterados. La profesora Pérez lo tranquilizó, le dijo que no tenía que preocuparse en exceso, con tomar algunas precauciones bastaba, no se trataba de volverse paranoico, le recordó que las víctimas solían ser secuestradas en otras zonas de la ciudad. Amalfitano la oyó hablar y de improviso se rió. Le dijo que tenía los nervios de puntapiés. La profesora Pérez no captó el chiste. En este lugar, pensó Amalfitano con rabia, nadie capta nada. Después la profesora Pérez intentó convencerlo para salir juntos ese fin de semana, con Rosa y con el hijo de la profesora Pérez. Adónde, dijo Amalfitano de forma casi inaudible. Podríamos ir a comer a un merendero que está a unos veinte kilómetros de la ciudad, dijo ella, un lugar muy agradable, con piscina para los jóvenes y una enorme terraza sombreada desde donde se veían las estribaciones de una montaña de cuarzo, una montaña de color plateado con vetas negras. En lo alto de la montaña había una ermita de adobes negros. El interior era oscuro, salvo por la luz que entraba por una especie de tragaluz, y las paredes estaban repletas de exvotos escritos por viajeros e indios del siglo XIX, los que se arriesgaban a cruzar la sierra que dividía Chihuahua de Sonora.

Los primeros días de Amalfitano en Santa Teresa y en la Universidad de Santa Teresa fueron espantosos, aunque Amalfitano sólo en parte se dio cuenta. Se sentía mal, lo achacaba al jet-lag, no le prestaba atención. Un colega de facultad, un muchacho de Hermosillo que no hacía mucho que había terminado la carrera, le preguntó qué motivos lo habían hecho preferir la Universidad de Santa Teresa a la Universidad de Barcelona. Espero que no haya sido el clima, dijo el joven profesor. El clima de aquí me parece estupendo, contestó Amalfitano. No, si yo también pienso lo mismo, maestro, dijo el joven, lo decía porque los que vienen aquí por el clima es que están enfermos y yo espero sinceramente que usted no lo esté. No, dijo Amalfitano, no fue el clima, en Barcelona se me había terminado el contrato y la profesora Pérez me convenció para venir a trabajar aquí. A la profesora Silvia Pérez la había conocido en Buenos Aires y luego se habían visto en Barcelona en dos ocasiones. Fue ella quien se encargó de alquilar la casa y comprar algunos muebles que luego Amalfitano le abonó antes incluso de cobrar su primera mensualidad, para no suscitar ningún equívoco. La casa estaba en la colonia Lindavista, un barrio de clase media alta, con edificaciones de uno o dos pisos rodeadas de jardines. La acera, quebrada por las raíces de dos árboles enormes, era sombreada y agradable, aunque tras algunas verjas era posible ver casas en proceso de degradación, como si los vecinos hubieran huido apresuradamente, sin tiempo ni para vender sus propiedades, de lo que se deducía que no era difícil, contra lo que afirmaba la profesora Pérez, alquilar una casa en el barrio. El decano de la facultad de Filosofía y Letras, a quien la profesora Pérez le presentó al segundo día de su estancia en Santa Teresa, no le cayó bien. Se llamaba Augusto Guerra y tenía la piel blancuzca y brillante de un gordo, pero en realidad era flaco y nervudo. No parecía muy seguro de sí mismo, aunque lo intentaba disimular con una mezcla de campechanía ilustrada y aire marcial. Tampoco creía demasiado en la filosofía y por ende en la enseñanza de la filosofía, una disciplina en franco retroceso ante las maravillas actuales y futuras que la ciencia nos depara, le dijo, a lo que Amalfitano le respondió educadamente si pensaba lo mismo de la literatura. No, mire por dónde, la literatura sí que tiene futuro, la literatura y la historia, había dicho Augusto Guerra, fíjese si no en las biografías, antes casi no había ni oferta ni demanda de biografías y hoy todo el mundo no hace más que leer biografías. Ojo: he dicho biografías, no autobiografías. La gente tiene sed de conocer otras vidas, las vidas de sus contemporáneos famosos, los que han alcanzado el éxito y la fama o los que han estado a punto de alcanzarla, y también tiene sed por saber qué hicieron los antiguos chincuales, a ver si aprenden algo, aunque no estén dispuestos a sufrir la misma gimnasia. Amalfitano preguntó educadamente qué quería decir la palabra chincuales, que jamás hasta entonces había oído. ¿De verdad?, dijo Augusto Guerra. Se lo juro, dijo Amalfitano. Entonces el decano llamó a la profesora Pérez y le dijo: Silvita, ¿usted sabe el significado de la palabra chincuales? La profesora Pérez se cogió del brazo de Amalfitano, como si fueran novios, y honestamente confesó que no tenía ni la más remota idea, aunque la palabra, en sí, no le fuera del todo desconocida. Vaya pandilla de brutos, pensó Amalfitano. La palabra chincuales, dijo Augusto Guerra, tiene, como todas las palabras de nuestra lengua, muchas acepciones. En principio designa los puntitos rojos, ¿sabe?, que dejan en nuestra piel las picadas de las pulgas o de las chinches. Esas picadas causan escozor y la pobre gente que las padece no para de rascarse, como es lógico. De ahí viene una segunda acepción, la que designa a las personas inquietas, que se contorsionan y se rascan, que no dejan de moverse y ponen nerviosos a los involuntarios espectadores que los contemplan. Digamos, como la sarna europea, como los sarnosos que tanto abundan en Europa y que contraen esta enfermedad en los aseos públicos o en esas horrendas letrinas francesas, italianas y españolas. Y de esta acepción viene la última acepción, la acepción guerrista, como si dijéramos, que designa a los viajeros, a los aventureros del intelecto, a los que no se pueden estar quietos mentalmente. Ah, dijo Amalfitano. Magnífico, dijo la profesora Pérez. En aquella reunión improvisada en la oficina del decano, que Amalfitano consideró como de bienvenida, también estaban presentes tres profesores de la facultad y la secretaria de Guerra, quien descorchó una botella de champán californiano y distribuyó a cada uno vasos de cartón y galletitas saladas. Después apareció el hijo de Guerra, un tipo de unos veinticinco años, con gafas negras y vestido con traje deportivo, la piel muy bronceada, que se pasó todo el tiempo en una esquina hablando con la secretaria de su padre y mirando de vez en cuando a Amalfitano con expresión divertida.

La noche anterior a la excursión Amalfitano oyó por primera vez la voz. Tal vez antes la había escuchado, en la calle o dormido, y creyó que era parte de una conversación ajena o que tenía una pesadilla. Pero esa noche la oyó y no le cupo ninguna duda de que se dirigía a él. Al principio creyó que se había vuelto loco. La voz dijo: hola, Óscar Amalfitano, por favor no te asustes, no pasa nada malo. Amalfitano se asustó, se levantó, se dirigió a la carrera a la habitación de su hija. Rosa dormía plácidamente. Amalfitano encendió la luz y revisó la cerradura de la ventana. Rosa se despertó, le preguntó qué le pasaba. No qué pasaba sino qué le pasaba. Debo de tener una cara horrible, pensó Amalfitano. Se sentó en una silla y le dijo que estaba demasiado nervioso, que había creído oír ruidos, que estaba arrepentido de haberla traído a esta ciudad infecta. No te preocupes, no pasa nada, dijo Rosa. Amalfitano le dio un beso en la mejilla, le acarició el pelo y salió cerrando la puerta pero sin apagar la luz. Al cabo de un rato, mientras miraba por la ventana de la sala el jardín y la calle y las ramas quietas de los árboles, oyó que Rosa apagaba la luz. Salió, sin hacer ruido, por la parte trasera. Hubiera deseado tener una linterna, pero igual salió. No había nadie. En el tendedero estaba el Testamento geométrico y unos calcetines suyos y unos pantalones de su hija. Dio la vuelta por el jardín, en el porche no había nadie, se acercó a la verja y examinó la calle, sin salir, y sólo vio un perro que se dirigía tranquilamente rumbo a la avenida Madero, a la parada de autobuses. Un perro se dirige a la parada de autobuses, se dijo Amalfitano. Desde donde estaba creyó notar que no era un perro de raza sino un perro cualquiera. Un quiltro, pensó Amalfitano. Por dentro, se rió. Esas palabras chilenas. Esas trizaduras en la psique. Esa pista de hockey sobre hielo del tamaño de la provincia de Atacama en donde los jugadores nunca veían a un jugador contrario y muy de vez en cuando a un jugador de su mismo equipo. Volvió a entrar en la casa. Cerró con llave, aseguró las ventanas, sacó de un cajón de la cocina un cuchillo de hoja corta y firme, que dejó junto a una historia de la filosofía alemana y francesa desde 1900 hasta 1930, y volvió a sentarse delante de la mesa. La voz dijo: no te creas que para mí es fácil. Si crees que para mí es fácil te equivocas al ciento por ciento. Más bien es difícil. Al noventa por ciento. Amalfitano cerró los ojos y pensó que se estaba volviendo loco. No tenía tranquilizantes en la casa. Se levantó. Fue a la cocina y se echó agua en la cara con las dos manos. Se secó con el trapo de cocina y con las mangas. Trató de recordar el nombre que tenía en psiquiatría el fenómeno auditivo que estaba experimentando. Volvió a su estudio y tras cerrar la puerta se sentó una vez más, con la cabeza gacha y las manos sobre la mesa. La voz dijo: te ruego que me disculpes. Te ruego que te tranquilices. Te ruego que no te tomes esto como una intromisión en tu libertad. ¿En mi libertad?, pensó Amalfitano sorprendido mientras de un salto llegaba hasta la ventana y la abría y contemplaba un lado de su jardín y el muro o la barda erizada de vidrios de la casa vecina, y los reflejos que la luz de las farolas extraían de los fragmentos de botellas rotas, reflejos muy tenues de colores verdes y marrones y anaranjados, como si la barda en aquellas horas de la noche dejara de ser una barda defensiva y se convirtiera o jugara a convertirse en una barda decorativa, elemento minúsculo de una coreografía que ni el aparente coreógrafo, el señor feudal de la casa vecina, era capaz de discernir ni siquiera en sus partes más elementales, aquellas que afectaban a la estabilidad, al color, a la disposición ofensiva o defensiva de su artefacto. O como si sobre la barda estuviera creciendo una enredadera, pensó Amalfitano antes de cerrar la ventana.

Aquella noche la voz no volvió a manifestarse y Amalfitano durmió muy mal, un sueño turbado por saltos y respingones, como si alguien le arañara los brazos y las piernas, con el cuerpo empapado en transpiración, aunque a las cinco de la mañana la angustia cesó y en el sueño apareció Lola que lo saludaba desde un parque de grandes rejas (él estaba al otro lado), y dos rostros de amigos a los que hacía años que no veía (y a quienes probablemente no volvería a ver jamás) y una habitación llena de libros de filosofía cubiertos de polvo, mas no por ello menos magníficos. A esa misma hora la policía de Santa Teresa encontró el cadáver de otra adolescente, semienterrada en un lote baldío de un arrabal de la ciudad, y un viento fuerte, que venía del oeste, se fue a estrellar contra la falda de las montañas del este, levantando polvo y hojas de periódico y cartones tirados en la calle a su paso por Santa Teresa y moviendo la ropa que Rosa había colgado en el jardín trasero, como si el viento, ese viento joven y enérgico y de tan corta vida, se probara las camisas y pantalones de Amalfitano y se metiera dentro de las bragas de su hija y leyera algunas páginas del Testamento geométrico a ver si por allí había algo que le fuera a ser de utilidad, algo que le explicara el paisaje tan curioso de calles y casas a través de las cuales estaba galopando o que lo explicara a él mismo como viento.

A las ocho de la mañana Amalfitano se arrastró a la cocina. Su hija le preguntó si había tenido una buena noche. Pregunta retórica a la que Amalfitano respondió encogiéndose de hombros. Cuando Rosa se marchó a comprar viandas para el día que pensaban pasar en el campo, se preparó una taza de té con leche y se fue a tomárselo a la sala. Después abrió las cortinas y se preguntó si estaba en condiciones de ir a la excursión propuesta por la profesora Pérez. Decidió que sí, que lo que le había pasado la noche anterior era tal vez la respuesta de su cuerpo al ataque de un virus autóctono o el inicio de una gripe. Antes de meterse en la ducha se tomó la temperatura. No tenía fiebre. Durante diez minutos se mantuvo debajo del chorro de agua, pensando en su actuación de la noche anterior, que le producía vergüenza e incluso conseguía ruborizarlo. De tanto en tanto levantaba la cabeza para que la ducha le diera directamente en la cara. El sabor del agua era diferente del sabor que tenía en Barcelona. Le parecía, en Santa Teresa, mucho más densa, como si no pasara por depuradora alguna, un agua cargada de minerales, con gusto a tierra. En los primeros días adquirió el hábito, que compartió con Rosa, de lavarse los dientes el doble de veces que lo hacía en Barcelona, pues tenía la impresión de que los dientes se ennegrecían como si una delgada película de materia surgida de los ríos subterráneos de Sonora le estuviera cubriendo los dientes. Con el paso del tiempo, sin embargo, había vuelto a cepillárselos tres o cuatro veces al día. Rosa, mucho más preocupada por su aspecto, siguió cepillándose seis o siete veces. En su clase vio algunos estudiantes con los dientes de color ocre. La profesora Pérez tenía los dientes blancos. Una vez se lo preguntó: si era cierto que el agua de esa parte de Sonora ennegrecía la dentadura. La profesora Pérez no lo sabía. Es la primera noticia que tengo al respecto, le dijo, y prometió averiguarlo. No tiene importancia, dijo Amalfitano alarmado, no tiene importancia, haz de cuenta que no te he preguntado nada. En la expresión del rostro de la profesora Pérez había detectado un asomo de inquietud, como si la pregunta escondiera otra pregunta, ésta altamente ofensiva o hiriente. Hay que cuidar las palabras, cantó Amalfitano bajo la ducha, sintiéndose totalmente repuesto, lo que sin duda era una prueba de su carácter a menudo irresponsable.

Rosa volvió con dos periódicos que dejó en la mesa y después se puso a hacer bocadillos de jamón o atún, con lechuga y tomates cortados en rodaja y mayonesa o salsa rosa. Los envolvió en papel de cocina y en papel de aluminio, y los metió todos en una bolsa de plástico que introdujo en el interior de una pequeña mochila de color marrón en donde se leía, en semicírculo, Universidad de Phoenix, y también puso dos botellas de agua y una docena de vasos de papel. A las nueve y media de la mañana oyeron el claxon de la profesora Pérez. El hijo de la profesora Pérez tenía dieciséis años y era bajo de estatura, con la cara cuadrada y los hombros anchos, como si practicara algún deporte. Tenía la cara y parte del cuello llenos de granos. La profesora Pérez iba vestida con bluejeans y camisa y pañuelo blancos. Unas gafas negras quizá demasiado grandes cubrían sus ojos. Desde lejos, pensó Amalfitano, parecía una actriz del cine mexicano de los años setenta. Cuando entró en el coche el espejismo se evaporó. La profesora Pérez conducía y él se sentó a su lado. Se dirigieron hacia el este. Los primeros kilómetros la carretera discurría por un pequeño valle pespunteado de rocas que parecían desprendidas del cielo. Trozos de granito sin origen ni continuidad. Había algunas plantaciones, parcelas en donde campesinos invisibles cultivaban frutos que ni la profesora Pérez ni Amalfitano supieron discernir. Después salieron al desierto y a las montañas. Allí estaban los padres de las rocas huérfanas que acababan de dejar atrás. Formaciones graníticas, volcánicas, cuyos picos se silueteaban en el cielo con forma y maneras de pájaros, pero pájaros de dolor, pensó Amalfitano, mientras la profesora Pérez hablaba a los muchachos del lugar hacia donde se dirigían pintándolo con colores que fluctuaban desde la diversión (una piscina excavada en la roca viva) hasta el misterio, que ella cifraba en las voces que se escuchaban desde el mirador y que, evidentemente, era el viento quien las producía. Cuando Amalfitano giró la cabeza para observar la expresión de su hija y del hijo de la profesora Pérez vio cuatro coches que se mantenían a la zaga esperando la oportunidad de adelantarlos. En el interior de esos coches imaginó a familias felices, una madre, una maleta de picnic llena de viandas, dos hijos y un padre que manejaba con la ventanilla del coche bajada. Sonrió a su hija y volvió a mirar hacia la carretera. Media hora después subieron una cuesta desde donde pudo contemplar una amplia extensión de desierto a sus espaldas. Vio más coches. Imaginó que el parador o merendero o restaurante u hotel de citas hacia donde se dirigían era un sitio de moda para los habitantes de Santa Teresa. Se arrepintió de haber aceptado la invitación. En algún momento se quedó dormido. Despertó cuando ya habían llegado. La mano de la profesora Pérez en su cara, un gesto que podía ser una caricia u otra cosa. Parecía la mano de una ciega. Rosa y Rafael ya no estaban en el interior del coche. Vio un párking casi lleno, el sol reverberando sobre las superficies cromadas, un patio descubierto situado en un plano ligeramente superior, una pareja abrazada de los hombros contemplando algo que él no podía ver, el cielo cegador lleno de pequeñas nubes bajas, una música lejana y una voz que cantaba o susurraba a gran velocidad, haciendo ininteligible la letra de la canción. A pocos centímetros de él vio el rostro de la profesora Pérez. Cogió su mano y se la besó. Tenía la camisa mojada en transpiración, pero lo que más le sorprendió fue que la profesora también transpiraba.

El día, pese a todo, fue agradable. Rosa y Rafael se bañaron en la piscina y luego se unieron a la mesa desde donde ellos los contemplaban. Después compraron refrescos y salieron a pasear por los alrededores del local. En algunos sitios la montaña caía a pico, en el fondo o en las paredes del risco se veían grandes heridas por las que asomaban piedras de otros colores o que el sol, al huir por el oeste, hacía parecer de otros colores, lutitas y andesitas enmanilladas por formaciones de piedra arenisca, farellones verticales de tobas y grandes bandejas de piedra basáltica. De tanto en tanto, colgando de la montaña aparecía algún cacto de Sonora. Y más allá había más montañas y luego valles diminutos y más montañas, hasta arribar a una zona que quedaba velada por el vaho, por la bruma, como un cementerio de nubes, detrás de las cuales estaban Chihuahua y Nuevo México y Texas. Contemplando ese panorama, sentados sobre unas piedras, comieron en silencio. Rosa y Rafael sólo se hablaron para intercambiar sus respectivos sándwiches. La profesora Pérez parecía sumida en sus propios pensamientos. Y Amalfitano se sentía cansado y abrumado por el paisaje, un paisaje que le parecía apto sólo para jóvenes o para viejos imbéciles o viejos insensibles o viejos malvados dispuestos a infligir e infligirse una tarea imposible hasta el último aliento.

Aquella noche Amalfitano se quedó despierto hasta muy tarde. Lo primero que hizo al llegar a casa fue ir al jardín trasero a comprobar si seguía allí el libro de Dieste. Durante el viaje de regreso la profesora Pérez había tratado de ser simpática y de iniciar un diálogo que los involucrara a los cuatro, pero su hijo se durmió nada más iniciar el descenso y poco después Rosa, con la cara apoyada en la ventana, hizo lo mismo. Amalfitano no tardó en seguir el ejemplo de su hija. Soñó con la voz de una mujer que no era la voz de la profesora Pérez sino la de una francesa, que le hablaba de signos y de números y de algo que Amalfitano no entendía y que la voz de su sueño llamaba «historia descompuesta» o «historia desarmada y vuelta a armar», aunque evidentemente la historia vuelta a armar se convertía en otra cosa, en un comentario al margen, en una nota sesuda, en una carcajada que tardaba en apagarse y saltaba de una roca andesita a una riolita y luego a una toba, y de ese conjunto de rocas prehistóricas surgía una especie de azogue, el espejo americano, decía la voz, el triste espejo americano de la riqueza y la pobreza y de las continuas metamorfosis inútiles, el espejo que navega y cuyas velas son el dolor. Y luego Amalfitano cambió de sueño y ya no oyó ninguna voz, lo que probablemente indicaba que dormía profundamente, y soñó que se acercaba a una mujer, a una mujer constituida sólo por un par de piernas al final de un pasillo oscuro, y luego oyó que alguien se reía de sus ronquidos, el hijo de la profesora Pérez, y pensó: mejor. Cuando entraban a Santa Teresa por la carretera del este, un camino a esa hora repleto de camiones destartalados y camionetas de bajo cilindraje que volvían del mercado de la ciudad o de algunas ciudades de Arizona, se despertó. No sólo había dormido con la boca abierta sino que tenía el cuello de la camisa lleno de babas. Mejor, pensó, mucho mejor. Al mirar, con expresión satisfecha, a la profesora Pérez, notó en ésta un leve dejo de tristeza. Fuera del alcance de la vista de sus respectivos hijos, la profesora acarició levemente la pierna de Amalfitano mientras éste giraba la cabeza y contemplaba un puesto de tacos callejeros en donde una pareja de policías bebía cervezas y hablaban y contemplaban, con sus pistolas colgando de sus caderas, el crepúsculo rojo y negro, como una marmita de chile espeso cuyos últimos hervores se apagaban por el oeste. Cuando llegaron a casa ya no había luz pero la sombra del libro de Dieste que colgaba del tendedero era más clara, más fija, más razonable, pensó Amalfitano, que todo lo que había visto en el extrarradio de Santa Teresa y en la misma ciudad, imágenes sin asidero, imágenes que contenían en sí toda la orfandad del mundo, fragmentos, fragmentos.

Esa noche esperó con miedo a la voz. Trató de preparar una clase pero pronto se dio cuenta de que era tarea inútil preparar algo que sabía hasta la saciedad. Pensó que si dibujaba sobre la hoja de papel en blanco que tenía ante sí otra vez aparecerían aquellas figuras geométricas primarias. Así que dibujó un rostro que luego borró y luego se ensimismó en el recuerdo de aquel rostro despedazado. Recordó (pero como de pasada, como se recuerda un rayo) a Raimundo Lulio y su máquina prodigiosa. Prodigiosa por inútil. Cuando volvió a mirar el papel en blanco había escrito, en tres hileras verticales, los siguientes nombres:

Pico della Mirandola Hobbes Boecio
Husserl Locke Alejandro de Hales
Eugen Fink Erich Becher Marx
Merleau-Ponty Wittgenstein Lichtenberg
Beda el Venerable Lulio Sade
San Buenaventura Hegel Condorcet
Juan Filópono Pascal Fourier
San Agustín Canetti Lacan
Schopenhauer Freud Lessing

Durante un rato, Amalfitano leyó y releyó los nombres, en horizontal y vertical, desde el centro hacia los lados, desde abajo hacia arriba, saltados y al azar, y luego se rió y pensó que todo aquello era un truismo, es decir una proposición demasiado evidente y por lo tanto inútil de ser formulada. Luego se tomó un vaso de agua de la llave, agua de las montañas de Sonora, y mientras esperaba que el agua bajara por su garganta dejó de temblar, un temblor imperceptible que sólo él era capaz de sentir, y se puso a pensar en los acuíferos de la Sierra Madre que corrían en medio de una noche interminable hacia la ciudad, y también pensó en los acuíferos que subían desde sus escondites más cercanos a Santa Teresa, y en el agua que teñía los dientes con una suave película ocre. Y cuando se hubo tomado el vaso de agua miró por la ventana y vio la sombra alargada, sombra de ataúd, que el libro colgante de Dieste proyectaba sobre el patio.

Pero la voz volvió y esta vez le dijo, le suplicó, que se comportara como un hombre y no como un maricón. ¿Maricón?, dijo Amalfitano. Sí, maricón, marica, puto, dijo la voz. Ho-mo-se-xual, dijo la voz. Acto seguido le preguntó si por casualidad él era uno de ésos. ¿De cuáles?, dijo Amalfitano, aterrado. Un ho-mo-se-xual, dijo la voz. Y antes de que Amalfitano respondiera se apresuró a aclarar que hablaba en sentido figurado, que nada tenía contra los maricones o putos, más bien al contrario, por algunos poetas que habían profesado esa inclinación erótica sentía una admiración sin límites, para no hablar de algunos pintores o de algunos funcionarios. ¿De algunos funcionarios?, dijo Amalfitano. Sí, sí, sí, dijo la voz, funcionarios muy jóvenes y que vivieron poco tiempo. Gente que maculó papeles oficiales con lágrimas inconscientes. Muertos por su propia mano. Luego la voz se quedó en silencio y Amalfitano se quedó sentado en su estudio. Mucho más tarde, un cuarto de hora tal vez o tal vez a la noche siguiente, la voz dijo: supongamos que soy tu abuelo, el padre de tu padre, y supongamos que como tal puedo hacerte una pregunta de carácter personal. Tú puedes responderme, si quieres, o no hacerlo, pero yo puedo hacerte la pregunta. ¿Mi abuelo?, dijo Amalfitano. Sí, tu abuelito, el nono, dijo la voz. Y la pregunta es: ¿eres un puto, vas a salir huyendo de esta habitación, eres un ho-mo-se-xual, vas a ir a despertar a tu hija? No, dijo Amalfitano. Escucho. Di lo que tengas que decirme.

Y la voz dijo: ¿lo eres?, ¿lo eres?, y Amalfitano dijo no y además negó con la cabeza. No voy a salir corriendo. No será mi espalda ni la suela de mis zapatos lo último que de mí veas, si es que ves. Y la voz dijo: ver, ver, lo que se dice ver, pues francamente no. O no mucho. Ya bastante chamba tengo con mantenerme aquí. ¿Dónde?, dijo Amalfitano. En tu casa, supongo, dijo la voz. Ésta es mi casa, dijo Amalfitano. Sí, lo comprendo, dijo la voz, pero procuremos relajarnos. Estoy relajado, dijo Amalfitano, estoy en mi casa. Y pensó: ¿por qué me recomienda relajarme? Y la voz dijo: yo creo que hoy empieza una larga y espero que satisfactoria relación. Pero para eso es menester mantenerse en calma, sólo la calma es incapaz de traicionarnos. Y Amalfitano dijo: ¿todo lo demás nos traiciona? Y la voz: sí, en efecto, sí, es duro admitirlo, quiero decir es duro tener que admitirlo ante ti, pero ésa es la puritita verdad. ¿La ética nos traiciona? ¿El sentido del deber nos traiciona? ¿La honestidad nos traiciona? ¿La curiosidad nos traiciona? ¿El amor nos traiciona? ¿El valor nos traiciona? ¿El arte nos traiciona? Pues sí, dijo la voz, todo, todo nos traiciona, o te traiciona a ti, que es otra cosa pero que para el caso es lo mismo, menos la calma, sólo la calma no nos traiciona, lo que tampoco, permíteme que te lo reconozca, es ninguna garantía. No, dijo Amalfitano, el valor no nos traiciona jamás. Y el amor a los hijos tampoco. ¿Ah, no?, dijo la voz. No, dijo Amalfitano, sintiéndose de pronto en calma.

Y luego, en susurros, como todo lo que hasta entonces había dicho, preguntó si calma era, en este caso, antónimo de locura. Y la voz le dijo: no, de ninguna manera, si lo que tienes es miedo a volverte loco, despreocúpate, no te estás volviendo loco, sólo estás manteniendo una plática informal. Así que no me estoy volviendo loco, dijo Amalfitano. No, en absoluto, dijo la voz. Así que tú eres mi abuelo, dijo Amalfitano. El tata, dijo la voz. Así que todo nos traiciona, incluida la curiosidad y la honestidad y lo que bien amamos. Sí, dijo la voz, pero consuélate, en el fondo es divertido.

No hay amistad, dijo la voz, no hay amor, no hay épica, no hay poesía lírica que no sea un gorgoteo o un gorjeo de egoístas, trino de tramposos, borbollón de traidores, burbujeo de arribistas, gorgorito de maricones. ¿Pero tú qué tienes, susurró Amalfitano, contra los homosexuales? Nada, dijo la voz. Hablo en sentido figurado, dijo la voz. ¿Estamos en Santa Teresa?, dijo la voz. ¿Es esta ciudad parte, y no poco destacable, del estado de Sonora? Sí, dijo Amalfitano. Pues ahí tienes, dijo la voz. Una cosa es ser arribista, digo, por poner un ejemplo, dijo Amalfitano mesándose los cabellos como en cámara lenta, y otra muy distinta ser maricón. Hablo en sentido figurado, dijo la voz. Hablo para que tú me entiendas. Hablo como si yo estuviera, y tú estuvieras detrás de mí, en el taller de un pintor ho-mo-se-xual. Hablo desde un taller en donde el caos es sólo una máscara o una leve fetidez de anestesia. Hablo desde un taller con las luces apagadas en donde el nervio de la voluntad se desprende del resto del cuerpo como la lengua serpiente se desprende del cuerpo y repta, automutilada, por entre la basura. Hablo desde las cosas sencillas de la vida. ¿Tú enseñas filosofía?, dijo la voz. ¿Tú enseñas a Wittgenstein?, dijo la voz. ¿Y te has preguntado si tu mano es una mano?, dijo la voz. Me lo he preguntado, dijo Amalfitano. Pero ahora tienes cosas más importantes que preguntarte, ¿me equivoco?, dijo la voz. No, dijo Amalfitano. Por ejemplo, ¿por qué no acercarte a un vivero y comprar semillas y plantas y puede que hasta un pequeño arbolito para plantar en medio de tu jardín trasero?, dijo la voz. Sí, dijo Amalfitano. He pensado en mi posible y factible jardín y en las plantas que necesito comprar y en las herramientas para llevarlo a cabo. Y también has pensado en tu hija, dijo la voz, y en los asesinatos que se cometen a diario en esta ciudad, y en las mariconas nubes de Baudelaire (perdón), pero no has pensado seriamente si tu mano realmente es una mano. No es cierto, dijo Amalfitano, lo he pensado, lo he pensado. Si lo hubieras pensado, dijo la voz, otro pájaro te cantaría. Y Amalfitano se quedó en silencio y sintió que el silencio era una suerte de eugenesia. Miró la hora en su reloj. Eran las cuatro de la mañana. Oyó que alguien ponía en marcha el motor de un coche. El coche tardaba en arrancar. Se levantó y se asomó a la ventana. Los coches estacionados enfrente de su casa estaban vacíos. Miró hacia atrás y luego puso la mano en el pomo de la cerradura. La voz dijo: cuidado, pero lo dijo como si se encontrara muy lejos, en el fondo de un barranco en donde asomaban trozos de piedras volcánicas, riolitas, andesitas, vetas de plata y vetas de oro, charcos petrificados cubiertos de minúsculos huevecillos, mientras en el cielo morado como la piel de una india muerta a palos sobrevolaban ratoneros de cola roja. Amalfitano salió al porche. A la izquierda, a unos diez metros de su casa, un coche negro encendió los faros y se puso en marcha. Al pasar delante del jardín el chofer se inclinó y contempló a Amalfitano sin detenerse. Era un tipo gordo y de pelo muy negro, vestido con un traje barato y sin corbata. Cuando desapareció, Amalfitano volvió a la casa. Mala pinta, dijo la voz, no bien franqueó la puerta de entrada. Y después: tienes que tener cuidado, camarada, me parece que aquí las cosas están al rojo vivo.

¿Y tú quién eres y cómo has llegado aquí?, dijo Amalfitano. No tiene sentido explicarte eso, dijo la voz. ¿No tiene sentido?, dijo Amalfitano riéndose en susurros, como una mosca. No tiene sentido, dijo la voz. ¿Te puedo hacer una pregunta?, dijo Amalfitano. Hazla, dijo la voz. ¿De verdad eres el fantasma de mi abuelo? Mira con lo que me sales, dijo la voz. Por supuesto que no, soy el espíritu de tu padre. El de tu abuelo te ha olvidado. Pero yo soy tu padre y no te olvidaré jamás. ¿Lo entiendes? Sí, dijo Amalfitano. ¿Entiendes que de mí no tienes nada que temer? Sí, dijo Amalfitano. Ponte a hacer algo útil y luego revisa que todas las puertas y ventanas estén perfectamente cerradas y vete a dormir. ¿Algo útil como qué?, dijo Amalfitano. Por ejemplo, lava los platos, dijo la voz. Y Amalfitano encendió un cigarrillo y se puso a hacer lo que la voz le había sugerido. Tú lavas y yo hablo, dijo la voz. Todo está en calma, dijo la voz. No hay beligerancia entre tú y yo, el dolor de cabeza, si lo tienes, el zumbido de los oídos, el pulso acelerado, la taquicardia, pronto se irán, dijo la voz. Te calmarás, pensarás y te calmarás, dijo la voz, mientras haces algo de utilidad para tu hija y para ti. Comprendido, susurró Amalfitano. Bien, dijo la voz, esto es como una endoscopia, pero indolora. Entendido, susurró Amalfitano. Y lavó los platos y la olla con restos de pasta y salsa de tomate y los tenedores y los vasos y la cocina y la mesa donde habían comido, fumando un cigarrillo tras otro y también bebiendo de vez en cuando sorbitos de agua directamente de la llave. Y a las cinco de la mañana sacó la ropa sucia del cesto de ropa sucia del baño y luego salió al jardín trasero y metió la ropa en la lavadora y marcó el programa de lavado normal y miró el libro de Dieste que colgaba inmóvil y luego volvió a la sala y sus ojos buscaron como los ojos de un adicto algo más que limpiar u ordenar o lavar, pero no encontró nada y se quedó sentado, susurrando sí o no o no me acuerdo o puede ser. Todo está muy bien, decía la voz. Todo es cuestión de que te vayas acostumbrando. Sin gritar. Sin ponerte a sudar y a dar saltos.

Pasadas las seis de la mañana Amalfitano se tiró en la cama sin desvestirse y se quedó dormido como un niño. A las nueve Rosa lo despertó. Hacía tiempo que Amalfitano no se sentía tan bien, aunque las clases que dio resultaron del todo ininteligibles para sus alumnos. A la una comió en el restaurante de la facultad y ocupó una de las mesas más apartadas y difíciles de localizar. No quería ver a la profesora Pérez, y tampoco quería encontrarse con los otros colegas y menos aún con el decano, que, según su costumbre, solía comer allí todos los días rodeado por profesores y unos pocos alumnos que lo adulaban sin parar. Pidió en la barra, casi subrepticiamente, pollo hervido y ensalada y se dirigió a toda velocidad a su mesa esquivando a los jóvenes que a esa hora llenaban el restaurante. Después se dedicó a comer y a seguir pensando en lo que había sucedido la noche anterior. Notó, con pasmo, que se sentía entusiasmado con los eventos que acababa de vivir. Me siento como un ruiseñor, pensó con alegría. Era una frase simple y gastada y ridícula, pero era la única frase que podía resumir su actual estado de ánimo. Procuró calmarse. Las risas de los jóvenes, sus gritos llamándose, el ruido de platos, no contribuían a hacer de aquél el lugar más idóneo para reflexionar. Sin embargo, al cabo de pocos segundos, se dio cuenta de que no existía un lugar mejor. Igual sí, pero mejor no. Así que bebió un largo trago de agua embotellada (que no sabía igual que el agua de la llave, aunque tampoco sabía muy diferente) y se puso a pensar. Primero pensó en la locura. En la posibilidad, alta, de que se estuviera volviendo loco. Se sorprendió al darse cuenta de que tal pensamiento (y tal posibilidad) no menguaba en nada su entusiasmo. Ni su alegría. Mi entusiasmo y mi alegría han crecido bajo las alas de una tormenta, se dijo. Puede que me esté volviendo loco, pero me siento bien, se dijo. Contempló la posibilidad, alta, de que la locura, en caso de padecerla, empeorara, y entonces su entusiasmo se convirtiera en dolor e impotencia y, sobre todo, en causa de dolor e impotencia para su hija. Como si tuviera rayos X en los ojos revisó sus ahorros y calculó que con lo que tenía guardado Rosa podía volver a Barcelona y aún le quedaría dinero para empezar. ¿Para empezar qué?, eso prefirió no responderlo. Se imaginó a sí mismo encerrado en un manicomio en Santa Teresa o en Hermosillo, con la profesora Pérez como única visita ocasional, y recibiendo de vez en cuando cartas de Rosa desde Barcelona, en donde trabajaría y terminaría sus estudios, en donde conocería a un chico catalán, responsable y cariñoso, que se enamoraría de ella y la respetaría y cuidaría y sería amable con ella y con el que Rosa terminaría viviendo y yendo al cine por las noches y viajando a Italia o a Grecia en julio o agosto, y la situación no le pareció tan mala. Después examinó otras posibilidades. Por supuesto, se dijo, él no creía en fantasmas ni en espíritus, aunque durante su infancia en el sur de Chile la gente hablaba de la mechona que esperaba a los jinetes subida a la rama de un árbol, desde donde se dejaba caer al anca de los caballos, abrazando por la espalda al huaso o al vaquero o al contrabandista, sin soltarse, como una amante cuyo abrazo enloquecía tanto al jinete como al caballo, los cuales se morían del susto o terminaban en el fondo de un barranco, o el colocolo, o los chonchones, o las candelillas, o tantos otros duendecillos, almas en pena, íncubos y súcubos, demonios menores que moraban entre la cordillera de la Costa y la cordillera de Los Andes, pero en los que él no creía, no precisamente por su formación filosófica (Schopenhauer, sin ir más lejos, creía en fantasmas, y a Nietzsche seguramente se le apareció uno que lo enloqueció) sino por su formación materialista. Así que descartó, al menos hasta agotar otras líneas, la posibilidad de los fantasmas. La voz podía ser un fantasma, sobre eso él no ponía las manos en el fuego, pero intentó buscar otra explicación. Tras mucho reflexionar, sin embargo, lo único que se sostenía era la eventualidad del alma en pena. Pensó en la vidente de Hermosillo, madame Cristina, la Santa. Pensó en su padre. Decidió que su padre jamás, por más espíritu errante en que se hubiera convertido, utilizaría las palabras mexicanas que había utilizado la voz, si bien, por otra parte, el leve dejo de homofobia podía perfectamente aplicársele. Con felicidad difícil de disimular, se preguntó en qué embrollo se había metido. Por la tarde dio otro par de clases y luego volvió caminando a casa. Al pasar por la plaza principal de Santa Teresa vio a un grupo de mujeres manifestándose delante de la municipalidad. En una de las pancartas leyó: No a la impunidad. En otra: Basta de corrupción. Desde los arcos de adobe del edificio colonial un grupo de policías vigilaba a las mujeres. No eran fuerzas antidisturbios sino simples policías uniformados de Santa Teresa. Cuando se alejaba oyó que alguien lo llamaba por su nombre. Al volverse vio en la acera de enfrente a la profesora Pérez y a su hija. Las invitó a tomar un refresco. En la cafetería le explicaron que la manifestación era para pedir transparencia en las investigaciones sobre las desapariciones y asesinatos de mujeres. La profesora Pérez le dijo que en su casa tenía alojadas a tres feministas del DF y que esa noche pensaba dar una cena. Me gustaría que asistieran, dijo. Rosa dijo que ella iría. Amalfitano expresó que por su parte no había inconveniente. Después su hija y la profesora Pérez volvieron a la manifestación y Amalfitano reemprendió el camino.

Pero antes de llegar a su casa alguien volvió a llamarlo por su nombre. Maestro Amalfitano, oyó que decían. Se dio la vuelta y no vio a nadie. Ya no estaba en el centro, caminaba por la avenida Madero y las casas de cuatro pisos habían dejado lugar a chalets que imitaban un tipo de vivienda familiar californiana de los años cincuenta, casas que el tiempo había empezado a destrozar hacía mucho, cuando sus ocupantes se mudaron a la colonia en la que ahora vivía Amalfitano. Algunas casas se habían convertido en garajes donde también se vendían helados y otras ahora se dedicaban, sin haber introducido ninguna reforma arquitectónica, al rubro del pan o a la venta de ropa. Muchas de ellas exhibían carteles donde se anunciaban médicos, abogados especializados en divorcios o criminalistas. Otras ofertaban habitaciones por día. Algunas habían sido divididas sin mucha maña en dos o tres casas independientes, que se dedicaban a la venta de periódicos y revistas, frutas y verduras, o prometían al transeúnte dentaduras postizas a buen precio. Cuando Amalfitano iba a seguir su camino volvieron a llamarlo. Entonces lo vio. La voz salía del interior de un coche estacionado junto a la acera. Al principio no reconoció al joven que lo llamaba. Pensó que era un alumno suyo. Llevaba gafas negras y camisa negra con los botones desabrochados hasta el pecho. Tenía la piel muy bronceada, como si fuera un cantante melódico o un playboy puertorriqueño. Súbase, maestro, le doy un aventón hasta su casa. Amalfitano estaba a punto de decirle que prefería caminar cuando el muchacho se identificó. Soy el hijo del maestro Guerra, dijo mientras se bajaba del coche por la parte por donde pasaba el tránsito que a esa hora atronaba la avenida, sin mirar a ningún lado, con un desprecio por el peligro que a Amalfitano le pareció de una temeridad extrema. Después de dar la vuelta, el joven se le acercó y le tendió la mano. Soy Marco Antonio Guerra, dijo, y le recordó la ocasión en que habían brindado con champán en la oficina de su padre por su incorporación a la facultad. De mí no tiene nada que temer, maestro, dijo, y a Amalfitano no dejó de sorprenderle esta declaración. El joven Guerra se detuvo frente a él. Sonreía igual que entonces. Una sonrisa burlona y confiada, como la sonrisa de un francotirador acaso demasiado seguro de sí mismo. Vestía bluejeans y botas tejanas. En el interior del coche, en el asiento posterior, había una chaqueta de marca de color gris perla y una carpeta con documentos. Pasaba por aquí, dijo Marco Antonio Guerra. El coche enfiló hacia la colonia Lindavista pero antes de llegar el hijo del decano sugirió ir a beber algo. Amalfitano rechazó educadamente la invitación. Pues entonces invíteme a beber algo en su casa, dijo Marco Antonio Guerra. No tengo nada que ofrecerle, se disculpó Amalfitano. No se hable más, dijo Marco Antonio Guerra, y cogió el primer desvío. Pronto el paisaje urbano experimentó un cambio. Hacia el oeste de la colonia Lindavista las casas eran nuevas, rodeadas en algunos sitios por grandes descampados, y algunas calles ni siquiera estaban asfaltadas. Dicen que estas colonias son el futuro de la ciudad, dijo Marco Antonio Guerra, pero yo creo más bien que esta pinche ciudad no tiene futuro. El coche entró directamente en un campo de fútbol, al otro lado del cual se veía un par de enormes galpones o almacenes rodeados por una alambrada. Detrás de estas instalaciones corría un canal o riachuelo que arrastraba la basura de las colonias que estaban al norte. Cerca de otro descampado vieron la vieja vía del ferrocarril que antiguamente conectaba Santa Teresa con Ures y Hermosillo. Unos cuantos perros se acercaron tímidamente. Marco Antonio bajó la ventanilla y dejó que le olfatearan y lamieran una mano. A la izquierda estaba la carretera a Ures. El coche empezó a salir de Santa Teresa. Amalfitano preguntó hacia dónde iban. El hijo de Guerra contestó que hacia uno de los pocos lugares de la zona en donde aún se podía beber auténtico mezcal mexicano.

El lugar se llamaba Los Zancudos y era un rectángulo de treinta metros de largo por unos diez de ancho, con una pequeña tarima en el fondo en donde los viernes y sábados actuaban grupos que tocaban corridos o canciones rancheras. La barra no medía menos de quince metros. Los lavabos estaban afuera, y uno podía entrar en ellos directamente por el patio o a través de un estrecho pasillo de láminas de zinc que los conectaba con el local. No había mucha gente. Los camareros, a quienes Marco Antonio Guerra conocía por su nombre, los saludaron pero ninguno se acercó a atenderlos. Sólo unas pocas luces estaban encendidas. Le recomiendo que pida mezcal Los Suicidas, dijo Marco Antonio. Amalfitano sonrió amablemente y dijo que sí, pero sólo una copita. Marco Antonio levantó una mano y chasqueó los dedos. Estos cabrones deben de estar sordos, dijo. Se levantó y se acercó a la barra. Al cabo de un rato regresó con dos vasos y una botella de mezcal llena hasta la mitad. Pruébelo, dijo. Amalfitano dio un sorbo y le pareció bueno. En el fondo de la botella tendría que haber un gusano, dijo, pero estos muertos de hambre seguro que se lo comieron. Parecía un chiste y Amalfitano se rió. Pero le certifico que es mezcal Los Suicidas auténtico, puede bebérselo con confianza, dijo Marco Antonio. Al segundo trago Amalfitano pensó que, en efecto, se trataba de una bebida extraordinaria. Ya no se fabrica, dijo Marco Antonio, como tantas cosas en este pinche país. Y al cabo de un rato, mirando fijamente a Amalfitano, dijo: nos vamos al carajo, supongo que usted se ha dado cuenta, ¿no, maestro? Amalfitano respondió que la situación no era como para echar las campanas al vuelo, sin especificar a qué se refería ni entrar en detalles. Esto se deshace entre las manos, dijo Marco Antonio Guerra. Los políticos no saben gobernar. La clase media sólo piensa en irse a los Estados Unidos. Y cada vez llega más gente a trabajar en las maquiladoras. ¿Sabe lo que yo haría? No, dijo Amalfitano. Pues quemar unas cuantas. ¿Unas cuantas qué?, dijo Amalfitano. Unas cuantas maquiladoras. Ah, vaya, dijo Amalfitano. También sacaría el ejército a la calle, bueno, a la calle no, a las carreteras, para impedir que siguieran llegando más muertos de hambre. ¿Controles en las carreteras?, dijo Amalfitano. Pues sí, es la única solución que veo. Probablemente hay otras, dijo Amalfitano. La gente ha perdido todo el respeto, dijo Marco Antonio Guerra. El respeto por los demás y el respeto por ellos mismos. Amalfitano miró hacia la barra. Tres camareros cuchicheaban mirando de reojo hacia su mesa. Creo que lo mejor es que nos marchemos, dijo Amalfitano. Marco Antonio Guerra se fijó en los camareros y les hizo un gesto obsceno con la mano y después se rió. Amalfitano lo cogió por un brazo y lo arrastró hasta el aparcamiento. Ya era de noche y un enorme letrero luminoso con un zancudo de patas largas brillaba sobre una armazón de hierro. Me parece que esta gente tiene algo contra usted, dijo Amalfitano. No se preocupe, maestro, dijo Marco Antonio Guerra, voy armado.

Cuando llegó a su casa Amalfitano olvidó de inmediato al joven Guerra y pensó que tal vez no estaba tan loco como creía ni tampoco la voz era un alma en pena. Pensó en la telepatía. Pensó en los mapuches o araucanos telépatas. Recordó un libro muy delgado, que no llegaba a las cien páginas, de un tal Lonko Kilapán, publicado en Santiago de Chile en el año de 1978, que un viejo amigo, humorista de ley, le había enviado cuando él vivía en Europa. El tal Kilapán se presentaba a sí mismo con las siguientes credenciales: Historiador de la Raza, Presidente de la Confederación Indígena de Chile y Secretario de la Academia de la Lengua Araucana. El libro se llamaba O’Higgins es araucano, y se subtitulaba 17 pruebas, tomadas de la Historia Secreta de la Araucanía. Entre el título y el subtítulo estaba la siguiente frase: Texto aprobado por el Consejo Araucano de la Historia. Después venía el prólogo, que decía así: «Prólogo. Si quisiéramos encontrar en los héroes de la Independencia de Chile pruebas de parentesco con los araucanos, sería difícil encontrarlas y más difícil probarlas. Porque en los hermanos Carrera, Mackenna, Freire, Manuel Rodríguez y otros, sólo aflora la ascendencia ibérica. Mas donde el parentesco araucano surge espontáneo y brilla, con luz meridiana, es en Bernardo O’Higgins y para probarlo existen 17 pruebas. Bernardo no es el hijo ilegítimo que describen con lástima algunos historiadores, mientras otros no logran disimular su complacencia. Es el gallardo hijo legítimo del Gobernador de Chile y Virrey del Perú, Ambrosio O’Higgins, irlandés, y de una mujer araucana, perteneciente a una de las principales tribus de la Araucanía. El matrimonio fue consagrado por la ley del Admapu, con el tradicional Gapitun (ceremonia del rapto). La biografía del Libertador rasga el milenario secreto araucano, justo en el Bicentenario de su Natalicio; salta del Litrang* al papel, con la fidelidad con que sólo un epeutufe sabe hacerlo». Y ahí se acababa el prólogo, firmado por José R. Pichiñual, Cacique de Puerto Saavedra.

Curioso, pensó Amalfitano, con el libro entre las manos. Curioso, curiosísimo. Por ejemplo, el único asterisco. Litrang: pizarra de piedra laja en que los araucanos grababan su escritura. ¿Pero por qué poner un asterisco junto a la palabra litrang y no hacerlo junto a las palabras admapu o epeutufe? ¿El cacique de Puerto Saavedra daba por sentado que éstas eran de sobra conocidas? Y luego la frase sobre la bastardía o no de O’Higgins: no es el hijo ilegítimo que describen con lástima algunos historiadores, mientras otros no logran disimular su complacencia. Ahí está la historia cotidiana de Chile, la historia particular, la historia puertas adentro. Describir con lástima al padre de la patria por su bastardía. O escribir sobre este punto sin lograr disimular cierta complacencia. Qué frases más significativas, pensó Amalfitano, y recordó la primera vez que leyó el libro de Kilapán, muriéndose de la risa, y la manera en que lo leía ahora, con algo parecido a la risa pero también con algo parecido a la pena. Ambrosio O’Higgins como irlandés sin duda era un buen chiste. Ambrosio O’Higgins casándose con una araucana, pero bajo la legislación del admapu y encima rematándolo con el tradicional gapitun o ceremonia del rapto, le parecía una broma macabra que sólo remitía a un abuso, a una violación, a una burla extra usada por el gordezuelo Ambrosio para cogerse tranquilo a la india. No puedo pensar en nada sin que la palabra violación asome sus ojitos de mamífero indefenso, pensó Amalfitano. Después se quedó dormido en el sillón, con el libro entre las manos. Tal vez soñó algo. Algo breve. Tal vez soñó con su infancia. Tal vez no.

Después se despertó y cocinó algo para su hija y para él, se encerró en su estudio y se sintió terriblemente cansado, incapaz de preparar una clase o de leer algo serio, así que volvió con resignación al libro de Kilapán. 17 pruebas. La prueba número 1 se titulaba Nació en el estado araucano. Allí se podía leer lo siguiente: «El Yekmonchi1 llamado Chile,2 geográfica y políticamente era igual al Estado griego, y como él, formando un delta, entre los paralelos 35 al 42, latitud respectiva». Sin parar mientes en la construcción de la frase (donde decía formando debía decir formaba, sobraban por lo menos dos comas), lo más interesante del primer párrafo era su, digamos, disposición militar. Ya de entrada un recto al mentón o una descarga de toda la artillería sobre el centro de la línea enemiga. La nota 1 aclaraba que Yekmonchi significaba Estado. La nota 2 afirmaba que Chile era una palabra griega cuya traducción era «tribu lejana». Después venían las precisiones geográficas sobre el Yekmonchi de Chile: «Se extendía desde el río Maullis hasta Chiligüe, más el occidente argentino. La Ciudad Madre rectora, o sea, el Chile, propiamente tal, se encontraba entre los ríos Butaleufu y el Toltén; como el estado griego estaba rodeado de pueblos aliados y consanguíneos, los que obedecían a los Küga Chiliches (es decir a la tribu —Küga— chilena —Chiliches: gente de Chile. Che: gente—, como minuciosamente se encargaba de recordar Kilapán), que les enseñaban las ciencias, las artes, los deportes y sobre todo la ciencia de la guerra». Más adelante Kilapán confesaba: «El año 1947 (aunque Amalfitano sospechó que en esa fecha podía haber una errata y no tratarse del año 1947 sino del año 1974) abrí la tumba de Kurillanka, que estaba bajo el Kuralwe principal, cubierto por una piedra lisa. Sólo quedaban una katankura, un metawe, pato, una joya de obsidiana, como punta de flecha para el pago del “peaje” que el alma de Kurillanka debía pagar a Zenpilkawe, el Caronte griego, para que lo llevara a través del mar a su lugar de origen: una isla lejana en el mar. Estas piezas fueron repartidas entre los museos araucanos de Temuco, el futuro Museo Abate Molina, de Villa Alegre y el Museo Araucano de Santiago, que pronto se abrirá al público». La mención de Villa Alegre daba pie para que Kilapán agregara una nota de lo más curiosa. Decía: «En Villa Alegre, antes llamada Warakulen, reposan los restos del abate Juan Ignacio Molina, traídos desde Italia a su pueblo natal. Fue profesor de la Universidad de Bolonia, donde su estatua preside la entrada al panteón de los Hijos Ilustres de Italia, entre las estatuas de Copérnico y Galileo. Según Molina existe un parentesco indudable entre griegos y araucanos». Este Molina había sido jesuita y naturalista, y su vida había discurrido entre los años 1740 y 1829.

Poco después del episodio del restaurante Los Zancudos, Amalfitano volvió a ver al hijo del decano Guerra. Esta vez el joven vestía como vaquero, aunque se había afeitado y olía a colonia Calvin Klein. Aun así, sólo le faltaba el sombrero para parecer un vaquero de verdad. La manera de abordarlo fue brusca y no desprovista de cierto misterio. Amalfitano iba caminando por un pasillo de la facultad excesivamente largo, desierto a esa hora y algo oscuro, cuando de pronto Marco Antonio Guerra emergió de un rincón como si le hubiera preparado una broma de pésimo gusto o pretendiera asaltarlo. Amalfitano dio un respingo, al que siguió un manotazo del todo automático. Soy yo, Marco Antonio, dijo el hijo del decano, al recibir una segunda bofetada. Después ambos se reconocieron y serenaron y reemprendieron juntos el camino hacia el recuadro de luz que emergía del fondo del pasillo, que le evocó a Marco Antonio los testimonios de aquellos que han estado en coma o en situación de muerte clínica y que dicen haber visto un túnel oscuro y en el final del túnel un resplandor blanco o diamantino, y en ocasiones incluso atestiguan la presencia de seres difuntos y queridos que les dan la mano o los tranquilizan o les ruegan que mejor no sigan avanzando pues la hora o la microfracción de segundo en el que se opera el cambio aún no ha llegado. ¿Usted qué cree, maestro? ¿La gente que está a punto de morir se inventa esas tonterías o es real? ¿Es sólo un sueño de los que están agonizando o entra dentro de lo posible que estas cosas sucedan? No lo sé, dijo Amalfitano con sequedad, pues aún no se le había pasado el susto ni tampoco tenía ganas de repetir el encuentro de la vez pasada. Bueno, dijo el joven Guerra, pues si quiere saber lo que yo pienso, no creo que sea verdad. La gente ve lo que quiere ver y nunca lo que quiere ver la gente se corresponde con la realidad. La gente es cobarde hasta el último aliento. Se lo digo confidencialmente: el ser humano, hablando grosso modo, es lo más semejante que hay a una rata.

Contra lo que esperaba (deshacerse del joven Guerra nada más salir del pasillo evocador de la vida de ultratumba), Amalfitano tuvo que seguirlo sin rechistar pues el hijo del decano era portador de una invitación para cenar esa misma noche en casa del rector de la Universidad de Santa Teresa, el ilustre doctor Pablo Negrete. Así que se subió al coche de Marco Antonio, quien lo llevó hasta su casa y que prefirió, en un rasgo de timidez que a Amalfitano le resultó inesperado, esperarlo afuera, vigilando el coche, como si en esa colonia hubiera ladrones, mientras Amalfitano se refrescaba y cambiaba de ropa, y su hija, que por supuesto también estaba invitada, hacía lo mismo o no, en fin, que su hija podía acudir a la cena vestida como quisiera pero que él, Amalfitano, era mejor que se presentara en el hogar del doctor Negrete al menos con chaqueta y corbata. La cena, por lo demás, no fue nada del otro mundo. El doctor Negrete simplemente quería conocerlo y supuso, o le hicieron notar, que un primer encuentro en las oficinas del edificio de la rectoría resultaba mucho más frío que un primer encuentro en el acogedor ambiente de su propia casa, en realidad un noble caserón de dos pisos rodeado de un jardín exuberante donde crecían plantas de todo México y en donde no faltaban los rincones frescos y apartados para sostener reuniones en petit comité. El doctor Negrete era un tipo silencioso, ensimismado, al que le gustaba más oír lo que hablaban los otros que llevar él la batuta de la conversación. Se interesó por Barcelona, recordó que en su juventud había estado en un congreso en Praga, aludió a un ex profesor de la Universidad de Santa Teresa, un argentino, que ahora daba clases en una Universidad de California y el resto del tiempo permaneció callado. Su mujer, en cuyos rasgos se intuía si no una pasada belleza sí un porte y una distinción de la que carecía el rector, se mostró mucho más amable con Amalfitano y, sobre todo, con Rosa, quien le recordaba a su hija menor, de nombre Clara, como ella, y que desde hacía años vivía en Phoenix. En algún momento de la cena Amalfitano creyó notar un cruce de miradas más bien turbio entre el rector y su mujer. En los ojos de ella percibió algo que podría asemejarse al odio. La cara del rector, por el contrario, manifestó un miedo súbito que duró lo que dura el aleteo de una mariposa. Pero Amalfitano lo notó y por un instante (el segundo aleteo) el miedo del rector estuvo a punto de rozarle también a él la piel. Cuando se recuperó y miró a los demás comensales se dio cuenta de que nadie había percibido esa mínima sombra como un hoyo cavado aprisa y de donde se desprendía una fetidez alarmante.

Pero se equivocaba. El joven Marco Antonio Guerra sí se había dado cuenta. Y además se había dado cuenta de que él también se había dado cuenta. La vida no vale nada, le dijo al oído cuando salieron al jardín. Rosa se sentó junto a la mujer del rector y la profesora Pérez. El rector se sentó en la única mecedora que había en la pérgola. El decano Guerra y dos profesores de filosofía se sentaron a su lado. Las esposas de los profesores buscaron un lugar junto a la mujer del rector. Un tercer profesor, soltero, se quedó de pie, junto a Amalfitano y el joven Guerra. Una sirvienta vieja, casi una anciana, entró al cabo de un rato portando una enorme bandeja llena de vasos y copas que dejó sobre la mesa de mármol. Amalfitano pensó en ayudarla, pero luego consideró que tal vez su acto fuera malinterpretado como una descortesía. Cuando la anciana volvió a aparecer trayendo más de siete botellas en precario equilibrio, Amalfitano no pudo contenerse más y fue en su ayuda. La anciana, al verlo, abrió los ojos de forma desmesurada y la bandeja empezó a resbalar de sus manos. Amalfitano oyó el grito, un gritito ridículo, que profería la mujer de uno de los profesores, y en ese mismo momento, mientras la bandeja caía, distinguió la sombra del joven Guerra que volvía a dejar todo en perfecto equilibrio. No te apenes, Chachita, oyó que decía la mujer del rector. Después oyó que el joven Guerra, tras dejar las botellas sobre la mesa, le preguntaba a doña Clara si no tenía en su licorero mezcal Los Suicidas. Y también oyó que el decano Guerra decía: no le hagan caso, son las cosas que tiene mi hijo. Y oyó que Rosa decía: mezcal Los Suicidas, qué nombre más bonito. Y oyó que la mujer de un profesor decía: qué nombre más original, eso sí que sí. Y oyó a la profesora Pérez: qué susto he pasado, pensé que se caían. Y oyó a un profesor de filosofía que, para cambiar de tema, hablaba de música norteña. Y oyó que el decano Guerra decía que la diferencia entre un conjunto musical norteño y uno del resto del país estribaba en que el conjunto norteño siempre usaba un acordeón y una guitarra, con acompañamiento de bajo sexto y algún brinco. Y oyó que el mismo profesor de filosofía preguntaba qué era un brinco. Y oyó que el decano respondía que un brinco era, para poner un ejemplo, como la percusión, como la batería en un grupo de rock, como los timbales, y que en la música norteña un brinco legítimo podía ser la redova o más usualmente los palitos. Y oyó que el rector Negrete decía: así es. Y luego aceptó un vaso de whisky y buscó el rostro de quien se lo había puesto en la mano y encontró la cara blanqueada por la luna del joven Guerra.

La prueba número 2, sin duda la que más interesaba a Amalfitano, se titulaba Es hijo de mujer araucana y empezaba de la siguiente manera: «A la llegada de los españoles, los araucanos establecieron dos conductos de comunicaciones desde Santiago: la telepatía y el adkintuwe.55 Lautaro,56 por sus relevantes condiciones telepáticas, siendo todavía niño, fue llevado al norte con su madre, para ponerlo al servicio de los españoles. Fue de esta forma como Lautaro contribuyó a la derrota de los españoles. Como los telépatas podían ser eliminados y cortadas las comunicaciones, se creó el adkintuwe. Sólo después del año 1700 se percataron los españoles del envío de mensajes por medio del movimiento de las ramas. Estaban desconcertados por el hecho de que los araucanos sabían todo lo que pasaba en la ciudad de Concepción. Aunque lograron descubrir el adkintuwe, jamás lograron traducirlo. De la telepatía no sospecharon jamás, atribuyéndolo a “contacto con el diablo”, el que les comunicaba las cosas que pasaban en Santiago. Desde la capital partían tres líneas de adkintuwe: una por los contrafuertes de la cordillera de Los Andes; otra por la orilla del mar, y una tercera, por el valle central. El hombre primitivo desconocía el lenguaje; se comunicaba por emisiones de la mente, como lo hacen los animales y las plantas. Cuando recurrió a los sonidos y a los gestos y movimientos de las manos para comunicarse, empezó a perder el don de la telepatía, lo que se acentuó al encerrarse en las ciudades alejándose de la naturaleza. Aunque los araucanos tenían dos clases de escritura, el Prom, con nudos hechos en cuerdas,57 y el Adentunemul,58 escritura en triángulos, jamás descuidaron la telecomunicación; muy al contrario, especializaron algunos Kügas cuyas familias fueron repartidas por toda la América, islas del Pacífico y extremo sur, para que jamás un enemigo los cogiera de sorpresa. Por medio de la telepatía se mantuvieron siempre en contacto con los emigrantes de Chile que primero se establecieron en el norte de la India, donde fueron llamados arios, de ahí se dirigieron a los campos de la primitiva Germania para bajar después al Peloponeso, de donde viajaban hacia Chile, por el camino tradicional hacia la India y a través del Océano Pacífico». Acto seguido y sin que viniera a cuento, Kilapán decía: «Killenkusi fue sacerdotisa Machi,59 su hija Kinturay debía sucederle en su cargo o dedicarse al espionaje; se decidió por esto último y el amor por el irlandés; le brindaba esta oportunidad la esperanza de llegar a tener un hijo que, como Lautaro y el mestizo Alejo, se criaría entre los españoles, y como ellos un día pudiera capitanear las huestes de los que deseaban expulsar a los conquistadores más allá del Maule, porque la ley del Admapu prohíbe a los araucanos pelear fuera del Yekmonchi. Su esperanza se hizo realidad y en la primavera60 del año 1777, en el lugar llamado Palpal, una mujer araucana soportaba de pie los dolores del parto, porque la tradición decía que no puede nacer un hijo fuerte de una madre débil. El hijo llegó y se convirtió en el Libertador de Chile».

Las notas a pie de página dejaban bien claro, por si aún no lo estaba, la clase de barco ebrio en que se había embarcado Kilapán. La nota 55, Adkintuwe, decía: «Los españoles después de muchos años lograron percatarse de su existencia, pero jamás lograron traducirlo». La 56: «Lautaro, sonido veloz (taros en griego significa veloz).» La 57: «Prom, palabra contracta del griego por Prometeo, Titán que robó la escritura a los dioses, para dársela a los hombres». La 58: «Adentunemul, escritura secreta, compuesta de triángulos». La 59: «Machi, adivina. Del verbo griego mantis, que significa adivinar». La 60: «Primavera. La Ley del admapu ordenaba que los hijos fueran engendrados en verano, cuando todos los frutos están maduros; en esta forma nacen en la primavera cuando la tierra despierta con toda su fuerza; cuando nacen todos los animales y las aves».

Por lo que se concluía que, 1: todos los araucanos o buena parte de éstos eran telépatas. 2: la lengua araucana estaba estrechamente ligada a la lengua de Homero. 3: los araucanos viajaban por todas partes del globo terráqueo, especialmente por la India, por la primitiva Germania y por el Peloponeso. 4: los araucanos eran unos estupendos navegantes. 5: los araucanos tenían dos clases de escritura, una basada en nudos y la otra en triángulos, esta última secreta. 6: no quedaba muy claro en qué consistía la comunicación que Kilapán llamaba adkintuwe y que los españoles, aunque se percataron de su existencia, nunca fueron capaces de traducir. ¿Tal vez el envío de mensajes por medio del movimiento de las ramas de árboles situados en lugares estratégicos como cimas de montes? ¿Algo similar a la comunicación por medio de humo de los indios de las praderas de Norteamérica? 7: por el contrario, la comunicación telepática jamás fue descubierta y si en algún momento dejó de funcionar fue porque los españoles mataron a los telépatas. 8: la telepatía, por otra parte, permitió que los araucanos de Chile se mantuvieran en contacto permanente con los emigrantes de Chile desparramados por lugares tan peregrinos como la poblada India o la verde Alemania. 9: ¿se debía deducir de todo esto que Bernardo O’Higgins también era telépata? ¿Se debía deducir que el propio autor, Lonko Kilapán, era telépata? Pues sí, se debía deducir.

También se podían deducir (y, con un poco más de esfuerzo, ver) otras cosas, pensó Amalfitano mientras se tomaba concienzudamente el pulso y observaba el libro de Dieste colgando en la noche del patio trasero. Se podía ver, por ejemplo, la fecha de edición del libro, 1978, es decir durante la dictadura militar, y deducir la atmósfera de triunfo, soledad y miedo en que se editó. Se podía ver, por ejemplo, a un señor de rasgos indios, medio loco pero discreto, tratando con los impresores de la prestigiosa Editorial Universitaria, sita en San Francisco, número 454, en Santiago, el precio que le va a costar la edición de su librito al Historiador de la Raza, al Presidente de la Confederación Indígena de Chile y Secretario de la Academia de la Lengua Araucana, un precio demasiado alto que el señor Kilapán intenta abaratar con más ilusión que efectividad aunque el encargado de los talleres sabe que no andan, precisamente, muy sobrados de trabajo y que bien podrían hacerle una rebajita al hombre en cuestión, máxime si el tipo les jura que tiene otros dos libros más ya totalmente terminados y corregidos (Leyendas araucanas y leyendas griegas y Origen del hombre americano y parentesco entre araucanos, arios, germanos primitivos y griegos) y que les jura y rejura que se los va a traer a ellos, porque, caballeros, un libro impreso por la Editorial Universitaria es un libro que a primera vista ya se distingue, y es esta última parrafada la que convence al impresor, al encargado, al tinterillo que se ocupa de estos menesteres y que le concede esa pequeña rebajita. El verbo distinguir. La palabra distinguido. Ah, ah, ah, ah, resuella Amalfitano mientras se ahoga como si tuviera un repentino ataque de asma. Ah, Chile.

Aunque, por supuesto, cabía ver otras escenas o cabía ver ese cuadro desgraciado desde otras perspectivas. Y así como el libro empezaba con un recto a la mandíbula (el Yekmonchi llamado Chile, geográfica y políticamente era igual al Estado griego), el lector activo preconizado por Cortázar podía empezar la lectura con una patada en los testículos del autor y ver de inmediato en éste a un hombre de paja, un factótum al servicio de algún coronel de Inteligencia, o tal vez de algún general con ínfulas de intelectual, lo que tampoco, tratándose de Chile, era muy raro, más bien lo raro hubiera sido lo contrario, en Chile los militares se comportaban como escritores y los escritores, para no ser menos, se comportaban como militares, y los políticos (de todas las tendencias) se comportaban como escritores y como militares, y los diplomáticos se comportaban como querubines cretinos, y los médicos y abogados se comportaban como ladrones, y así hubiera podido seguir hasta la náusea, inasequible al desaliento. Pero si retomaba el hilo aparecía como posible que Kilapán tal vez no hubiera escrito ese libro. Y si Kilapán no escribió el libro, también era posible que Kilapán no existiera, es decir que no hubiera ningún Presidente de la Confederación Indígena de Chile, entre otras razones porque tal vez no existía esa Confederación Indígena, ni hubiera ningún Secretario de la Academia de la Lengua Araucana, entre otras razones porque tal vez nunca existió esa Academia de la Lengua Araucana. Todo falso. Todo inexistente. Kilapán, bajo este prisma, pensó Amalfitano moviendo la cabeza al compás (ligerísimo) con que se movía el libro de Dieste al otro lado de la ventana, bien podía ser un nom de plume de Pinochet, de los largos insomnios de Pinochet o de sus fructuosas madrugadas, cuando se levantaba a las seis de la mañana o a las cinco y media y tras ducharse y hacer un poco de ejercicio se encerraba en su biblioteca a repasar las injurias internacionales, a meditar en la mala fama de que gozaba Chile en el extranjero. Pero no había que hacerse demasiadas ilusiones. La prosa de Kilapán, sin duda, podía ser la de Pinochet. Pero también podía ser la de Aylwin o la de Lagos. La prosa de Kilapán podía ser la de Frei (lo que ya era mucho decir) o la de cualquier neofascista de la derecha. En la prosa de Lonko Kilapán no sólo cabían todos los estilos de Chile sino también todas las tendencias políticas, desde los conservadores hasta los comunistas, desde los nuevos liberales hasta los viejos sobrevivientes del MIR. Kilapán era el lujo del castellano hablado y escrito en Chile, en sus fraseos aparecía no sólo la nariz apergaminada del abate Molina, sino las carnicerías de Patricio Lynch, los interminables naufragios de la Esmeralda, el desierto de Atacama y las vacas pastando, las becas Guggenheim, los políticos socialistas alabando la política económica de la dictadura militar, las esquinas donde se vendían sopaipillas fritas, el mote con huesillos, el fantasma del muro de Berlín que ondeaba en las inmóviles banderas rojas, los maltratos familiares, las putas de buen corazón, las casas baratas, lo que en Chile llamaban resentimiento y que Amalfitano llamaba locura.

Pero lo que de verdad buscaba era un nombre. El nombre de la madre telépata de O’Higgins. Según Kilapán: Kinturay Treulen, hija de Killenkusi y de Waramanke Treulen. Según la historia oficial: doña Isabel Riquelme. Llegado a este punto Amalfitano decidió dejar de contemplar el libro de Dieste que se mecía (ligerísimo) en la oscuridad, y sentarse y pensar en el nombre de su propia madre: doña Eugenia Riquelme (en realidad doña Filia María Eugenia Riquelme Graña). Tuvo un breve sobresalto. Se le pusieron los pelos de punta por espacio de cinco segundos. Trató de reírse pero no pudo.

Yo a usted lo comprendo, le dijo Marco Antonio Guerra. Digo, si no me equivoco, yo creo que lo comprendo. Usted es como yo y yo soy como usted. No estamos a gusto. Vivimos en un ambiente que nos asfixia. Hacemos como que no pasa nada, pero sí pasa. ¿Qué pasa? Nos asfixiamos, carajo. Usted se desfoga como puede. Yo doy o me dejo dar madrizas. Pero no madrizas cualquiera, putizas apocalípticas. Le voy a contar un secreto. A veces salgo por la noche y voy a bares que usted ni se imagina. Allí me hago el joto. Pero no un joto cualquiera: uno fino, despreciativo, irónico, una margarita en el establo de los cerdos más cerdos de Sonora. Por supuesto, yo de joto no tengo ni un pelo, eso se lo puedo jurar sobre la tumba de mi madre muerta. Pero igual finjo que lo soy. Un puto joto presumido y con dinero que mira a todos por encima del hombro. Y entonces sucede lo que tiene que suceder. Dos o tres zopilotes me invitan a salir afuera. Y comienza la madriza. Yo lo sé y no me importa. A veces son ellos los que salen malparados, sobre todo cuando voy con mi pistola. Otras veces soy yo. No me importa. Necesito estas pinches salidas. En ocasiones mis amigos, los pocos amigos que tengo, chavos de mi edad que ya son licenciados, me dicen que debo cuidarme, que soy una bomba de tiempo, que soy masoquista. Uno, al que quería mucho, me dijo que estas cosas sólo alguien como yo podía permitírselas, porque tengo a mi padre que siempre me saca de los líos en que me meto. Pura casualidad, no más. Yo nunca le he pedido nada a mi papá. La verdad es que no tengo amigos, prefiero no tenerlos. Al menos, prefiero no tener amigos mexicanos. Los mexicanos estamos podridos, ¿lo sabía? Todos. Aquí no se salva nadie. Desde el presidente de la república hasta el payaso del subcomandante Marcos. Si yo fuera el subcomandante Marcos, ¿sabe lo que haría? Lanzaría un ataque con todo mi ejército sobre una ciudad cualquiera de Chiapas, siempre y cuando tuviera una fuerte guarnición militar. Y allí inmolaría a mis pobres indios. Y luego probablemente me iría a vivir a Miami. ¿Qué clase de música le gusta?, preguntó Amalfitano. La música clásica, maestro, Vivaldi, Cimarrosa, Bach. ¿Y qué libros suele leer? Antes leía de todo, maestro, y en grandes cantidades, hoy sólo leo poesía. Sólo la poesía no está contaminada, sólo la poesía está fuera del negocio. No sé si me entiende, maestro. Sólo la poesía, y no toda, eso que quede claro, es alimento sano y no mierda.

La voz del joven Guerra surgió, fragmentada en esquirlas planas, inofensivas, desde una enredadera, y dijo: Georg Trakl es uno de mis favoritos.

La mención de Trakl hizo pensar a Amalfitano, mientras dictaba una clase de forma totalmente automática, en una farmacia que quedaba cerca de su casa en Barcelona y a la que solía ir cuando necesitaba una medicina para Rosa. Uno de los empleados era un farmacéutico casi adolescente, extremadamente delgado y de grandes gafas, que por las noches, cuando la farmacia estaba de turno, siempre leía un libro. Una noche Amalfitano le preguntó, por decir algo mientras el joven buscaba en las estanterías, qué libros le gustaban y qué libro era aquel que en ese momento estaba leyendo. El farmacéutico le contestó, sin volverse, que le gustaban los libros del tipo de La metamorfosis, Bartleby, Un corazón simple, Un cuento de Navidad. Y luego le dijo que estaba leyendo Desayuno en Tiffanys, de Capote. Dejando de lado que Un corazón simple y Un cuento de Navidad eran, como el nombre de este último indicaba, cuentos y no libros, resultaba revelador el gusto de este joven farmacéutico ilustrado, que tal vez en otra vida fue Trakl o que tal vez en ésta aún le estaba deparado escribir poemas tan desesperados como su lejano colega austriaco, que prefería claramente, sin discusión, la obra menor a la obra mayor. Escogía La metamorfosis en lugar de El proceso, escogía Bartleby en lugar de Moby Dick, escogía Un corazón simple en lugar de Bouvard y Pécuchet, y Un cuento de Navidad en lugar de Historia de dos ciudades o de El Club Pickwick. Qué triste paradoja, pensó Amalfitano. Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez.

Esa noche, mientras las palabras altisonantes del joven Guerra aún resonaban en el fondo de su cerebro, Amalfitano soñó que veía aparecer en un patio de mármol rosa al último filósofo comunista del siglo XX. Hablaba en ruso. O mejor dicho: cantaba una canción en ruso mientras su corpachón se desplazaba, haciendo eses, hacia un conjunto de mayólicas veteadas de un rojo intenso que sobresalía en el plano regular del patio como una especie de cráter o de letrina. El último filósofo comunista iba vestido con traje oscuro y corbata celeste y tenía el pelo encanecido. Aunque daba la impresión de que se iba a derrumbar en cualquier momento, milagrosamente se mantenía erguido. La canción no siempre era la misma, pues a veces intercalaba palabras en inglés o francés que pertenecían a otras canciones, baladas de música pop o tangos, melodías que celebraban la embriaguez o el amor. Sin embargo estas interrupciones eran breves y esporádicas y no tardaba demasiado en retomar el hilo de la canción original, en ruso, cuyas palabras Amalfitano no entendía (aunque en los sueños, como en los Evangelios, uno suele tener el don de lenguas), pero que intuía tristísimas, el relato o las quejas de un boyero del Volga que navega durante toda la noche y se conduele con la luna del triste destino de los hombres, que tienen que nacer y morir. Cuando el último filósofo del comunismo por fin llegaba al cráter o a la letrina, Amalfitano descubría con estupor que se trataba ni más ni menos que de Borís Yeltsin. ¿Éste es el último filósofo del comunismo? ¿En qué clase de loco me estoy convirtiendo si soy capaz de soñar estos despropósitos? El sueño, sin embargo, estaba en paz con el espíritu de Amalfitano. No era una pesadilla. Y le proporcionaba, además, una suerte de bienestar ligero como una pluma. Entonces Borís Yeltsin miraba a Amalfitano con curiosidad, como si fuera Amalfitano el que hubiera irrumpido en su sueño y no él en el sueño de Amalfitano. Y le decía: escucha mis palabras con atención, camarada. Te voy a explicar cuál es la tercera pata de la mesa humana. Yo te lo voy a explicar. Y luego déjame en paz. La vida es demanda y oferta, u oferta y demanda, todo se limita a eso, pero así no se puede vivir. Es necesaria una tercera pata para que la mesa no se desplome en los basurales de la historia, que a su vez se está desplomando permanentemente en los basurales del vacío. Así que toma nota. Ésta es la ecuación: oferta + demanda + magia. ¿Y qué es magia? Magia es épica y también es sexo y bruma dionisiaca y juego. Y después Yeltsin se sentaba en el cráter o la letrina y le mostraba a Amalfitano los dedos que le faltaban y hablaba de su infancia y de los Urales y de Siberia y de un tigre blanco que erraba por los infinitos espacios nevados. Y luego sacaba una petaca de vodka del bolsillo del traje y decía:

—Creo que es hora de tomar una copita.

Y, después de beber y tras mirar al pobre profesor chileno con una mirada maliciosa de cazador, retomaba, con más ímpetu si cabe, su canto. Y después desaparecía tragado por el cráter veteado de rojo o por la letrina veteada de rojo y Amalfitano se quedaba solo y no se atrevía a mirar por el agujero, por lo que no le quedaba más remedio que despertar.