Pelletier conoció a una chica llamada Vanessa. Estaba casada y tenía un hijo. A veces se pasaba semanas enteras sin verlos. Según ella, su marido era un santo. Tenía algunos defectos, por ejemplo era árabe, marroquí concretamente, y también era flojo, pero en líneas generales, según Vanessa, se trataba de un tipo con buen rollo, que casi nunca se enojaba por nada y que cuando lo hacía, al contrario que el resto de los hombres, no se ponía violento ni mal educado sino melancólico, triste, apesadumbrado ante un mundo que de pronto se le revelaba demasiado grande e incomprensible. Cuando Pelletier le preguntó si el árabe sabía que hacía de puta, Vanessa dijo que sí, que lo sabía pero que no le importaba pues creía en la libertad de los individuos.
—Entonces es tu chulo —le dijo Pelletier.
Ante esta afirmación Vanessa contestó que era posible, que bien mirado sí era su chulo, pero un chulo distinto del resto de los chulos, que solían exigir demasiado de sus mujeres. El marroquí no le exigía nada. Había épocas, dijo Vanessa, en que ella también entraba en una suerte de pereza consuetudinaria, de languidez permanente, y entonces los tres pasaban apreturas económicas. El marroquí, durante aquellos días, se conformaba con lo que había y procuraba, con poca fortuna, realizar chapuzas que les permitían a los tres ir tirando. Era musulmán y a veces rezaba inclinado hacia La Meca, pero no cabía duda de que se trataba de un musulmán distinto. Según él Alá lo permitía todo o casi todo. Que alguien, conscientemente, le hiciera daño a un niño, eso no lo permitía. Que alguien abusara de un niño, que matara a un niño, que abandonara un niño a una muerte cierta, eso estaba prohibido. Todo lo demás era relativo y a la postre admitido.
En cierta ocasión, le contó Vanessa a Pelletier, viajaron a España. Ella, su hijo y el marroquí. En Barcelona se encontraron con el hermano pequeño del marroquí, que vivía con otra francesa, una chica gorda y alta. Eran músicos, le dijo el marroquí a Vanessa, pero lo cierto es que eran mendigos. Nunca como durante aquellos días vio al marroquí más feliz. Siempre se estaba riendo y contando historias y no se cansaba de caminar por los barrios de Barcelona, hasta llegar al extrarradio o a las montañas desde donde se veía toda la ciudad y el esplendor del Mediterráneo. Nunca, según Vanessa, había visto a un tipo con mayor vitalidad. Niños así de vitales sí que había visto. No muchos, pero unos cuantos. Pero adultos ninguno.
Cuando Pelletier le preguntó a Vanessa si su hijo era también hijo del marroquí la puta le respondió que no, y algo en su respuesta denotaba que la pregunta a ella le parecía ofensiva o hiriente, como una manera de menospreciar a su hijo. Éste era blanco, casi rubio, dijo, y había cumplido seis años cuando ella, si mal no recordaba, conoció al marroquí. En una época terrible de mi vida, dijo sin entrar en detalles. La aparición del marroquí tampoco podía denominarse una aparición providencial. Para ella, cuando lo conoció, era una mala época, pero él, literalmente, era un muerto de hambre.
A Pelletier le gustaba Vanessa y se vieron varias veces. Era una chica joven y alta, de nariz recta, como una griega, y mirada acerada y arrogante. Su desdén por la cultura, sobre todo por la cultura libresca, tenía un algo de liceano, algo en donde se mezclaban la inocencia y la elegancia, algo que concentraba, según creía Pelletier, lo inmaculado en grado tal que Vanessa podía permitirse el lujo de decir cualquier tipo de barbaridad sin que nadie se lo tuviera en cuenta. Una noche, después de hacer el amor, Pelletier se levantó desnudo y buscó entre sus libros una novela de Archimboldi. Después de dudar un rato se decidió por La máscara de cuero, pensando que Vanessa, con suerte, podía leerla como una novela de terror, podía sentirse atraída por la parte siniestra del libro. A ella, al principio, le sorprendió el regalo y después la emocionó, pues estaba acostumbrada a que sus clientes le regalaran ropa o zapatos o lencería. La verdad es que se puso muy feliz con el libro, más aún cuando Pelletier le explicó quién era Archimboldi y el papel que el escritor alemán tenía en su vida.
—Es como si me regalaras algo tuyo —dijo Vanessa.
Esta afirmación dejó a Pelletier un tanto confuso, pues por una parte efectivamente era así, Archimboldi era ya algo suyo, le pertenecía en la medida en que él, junto con unos pocos más, había iniciado una lectura diferente del alemán, una lectura que iba a durar, una lectura tan ambiciosa como la escritura de Archimboldi y que acompañaría a la obra de Archimboldi durante mucho tiempo, hasta que la lectura se agotara o hasta que se agotara (pero esto él no lo creía) la escritura archimboldiana, la capacidad de suscitar emociones y revelaciones de la obra archimboldiana, si bien por otra parte no era así, pues en ocasiones, sobre todo después de que él y Espinoza suspendieran sus vuelos a Londres y dejaran de ver a Norton, la obra de Archimboldi, es decir sus novelas y cuentos, era algo, una masa verbal informe y misteriosa, completamente ajena a él, algo que aparecía y desaparecía de forma por demás caprichosa, literalmente un pretexto, una puerta falsa, el alias de un asesino, una bañera de hotel llena de líquido amniótico en donde él, Jean-Claude Pelletier, terminaría suicidándose, porque sí, gratuitamente, aturdidamente, porque por qué no.
Tal como él esperaba, Vanessa nunca le dijo qué le había parecido el libro. Una mañana la acompañó hasta su casa. Vivía en un barrio obrero en donde no escaseaban los inmigrantes. Cuando llegaron su hijo estaba viendo la tele y Vanessa lo regañó porque no había ido a la escuela. El niño le dijo que se sentía mal del estómago y Vanessa le preparó de inmediato una infusión de hierbas. Pelletier la observó moverse por la cocina. La energía desplegada por Vanessa no tenía freno y el noventa por ciento se perdía en movimientos inútiles. La casa era un completo desorden, que atribuyó en parte al niño y al marroquí, pero del que básicamente era responsable Vanessa.
Al poco rato, atraído por los ruidos de la cocina (cucharas que se caían al suelo, un vaso roto, gritos dirigidos a nadie preguntando en dónde diablos estaba la hierba para la infusión), apareció el marroquí. Sin que nadie los presentara se estrecharon la mano. El marroquí era bajito y delgado. Pronto el niño iba a ser más alto y más fuerte que él. Llevaba un bigote poblado y se estaba quedando calvo. Después de saludar a Pelletier, aún medio dormido, se sentó en el sofá y se puso a contemplar los dibujos animados junto con el niño. Cuando Vanessa salió de la cocina Pelletier dijo que se tenía que marchar.
—No hay ningún problema —dijo ella.
Su respuesta le pareció contener cierta dosis de agresividad, pero luego recordó que Vanessa era así. El niño probó un sorbo de la infusión y dijo que le faltaba azúcar y ya no volvió a tocar el vaso humeante en donde flotaban unas hojas que a Pelletier le parecieron extrañas y sospechosas.
Esa mañana, mientras estaba en la universidad, se pasó los ratos muertos pensando en Vanessa. Cuando la volvió a ver no hicieron el amor, aunque le pagó como si lo hubieran hecho, y durante horas estuvieron hablando. Antes de quedarse dormido Pelletier había sacado algunas conclusiones: Vanessa estaba perfectamente preparada, tanto anímica como físicamente, para vivir en la Edad Media. Para ella el concepto «vida moderna» no tenía sentido. Confiaba mucho más en lo que veía que en los medios de comunicación. Era desconfiada y valiente, aunque su valor, contradictoriamente, la hacía confiar, por ejemplo, en un camarero, un revisor de tren, una colega en apuros, los cuales casi siempre traicionaban o defraudaban la confianza depositada en ellos. Estas traiciones la ponían fuera de sí y podían llevarla a situaciones de violencia impensables. También era rencorosa y se jactaba de decir las cosas a la cara, sin tapujos. Se consideraba a sí misma una mujer libre y tenía respuestas para todo. Lo que no entendía no le interesaba. No pensaba en el futuro, ni siquiera en el futuro de su hijo, sino en el presente, un presente perpetuo. Era bonita pero no se consideraba bonita. Más de la mitad de sus amigos eran inmigrantes magrebíes pero ella, que no llegó a votar jamás a Le Pen, veía en la inmigración un peligro para Francia.
—A las putas —le dijo Espinoza la noche en que Pelletier le habló de Vanessa— hay que follárselas, no servirles de psicoanalista.
Espinoza, al contrario que su amigo, no recordaba el nombre de ninguna. Por un lado estaban los cuerpos y las caras, por el otro lado, en una suerte de tubo de ventilación, circulaban las Lorenas, las Lolas, las Martas, las Paulas, las Susanas, nombres carentes de cuerpos, rostros carentes de nombres.
Nunca repetía. Conoció a una dominicana, a una brasileña, a tres andaluzas, a una catalana. Aprendió, desde la primera vez, a ser el hombre silencioso, el tipo bien vestido que paga e indica, a veces con un gesto, lo que quiere, y que luego se viste y se marcha como si nunca hubiera estado allí. Conoció a una chilena que se anunciaba como chilena y a una colombiana que se anunciaba como colombiana, como si ambas nacionalidades tuvieran un morbo añadido. Lo hizo con una francesa, con dos polacas, con una rusa, con una ucraniana, con una alemana. Una noche se acostó con una mexicana y ésa fue la mejor.
Como siempre, se metieron en un hotel y al despertar por la mañana la mexicana ya no estaba. Aquel día fue extraño. Como si algo hubiera reventado dentro de él. Se quedó largo rato sentado en la cama, desnudo, con los pies apoyados en el suelo, intentando recordar algo impreciso. Al meterse en la ducha se dio cuenta de que tenía una marca debajo de la ingle. Era como si alguien le hubiera succionado o puesto una sanguijuela en la pierna izquierda. El morado era grande como el puño de un niño. Lo primero que pensó fue que la puta le había hecho un chupón y trató de recordarlo, pero no pudo, las únicas imágenes que recordaba eran las de él encima de ella, las de sus piernas encima de sus hombros, y unas palabras vagas, indescifrables, que no supo si las pronunciaba él o la mexicana, probablemente algunas frases obscenas.
Durante unos días creyó que la había olvidado, hasta que una noche se descubrió a sí mismo buscándola por las calles de Madrid frecuentadas por putas o por la Casa de Campo. Una noche creyó verla y la siguió y le tocó el hombro. La mujer que se volvió era española y no se parecía en nada a la puta mexicana. Otra noche, en un sueño, creyó recordar lo que ella le había dicho. Se dio cuenta de que estaba soñando, se dio cuenta de que el sueño iba a acabar mal, se dio cuenta de que la posibilidad de olvidar sus palabras eran altas y que tal vez eso fuera lo mejor, pero se propuso hacer todo lo posible para recordarlas después de despertar. Incluso, en medio del sueño, cuyo cielo se movía como un remolino en cámara lenta, intentó forzar un despertar abrupto, intentó encender la luz, intentó gritar y que su propio grito lo trajera de vuelta a la vigilia, pero las bombillas de su casa parecían haberse fundido y en vez de un grito sólo oyó un gemido lejano, como el de un niño o una niña o tal vez un animal refugiado en una habitación aislada.
Al despertar, por supuesto, no recordaba nada, sólo que había soñado con la mexicana y que ésta estaba de pie en medio de un largo pasillo mal iluminado y que él la observaba sin que ella se diera cuenta. La mexicana parecía leer algo en la pared, graffitis o mensajes obscenos escritos con rotulador que ella deletreaba lentamente, como si no supiera leer en silencio. Durante unos días siguió buscándola, pero luego se cansó y se acostó con una húngara, con dos españolas, con una gambiana, con una senegalesa y con una argentina. Nunca más volvió a soñar con ella y finalmente consiguió olvidarla.
El tiempo, que todo lo mitiga, terminó por borrar de sus conciencias el sentimiento de culpabilidad que el violento suceso de Londres les había inoculado. Un día volvieron a sus respectivos trabajos frescos como lechugas. Reanudaron sus escritos y sus conferencias con un vigor inusitado, como si la época de las putas hubiese sido un crucero de descanso por el Mediterráneo. Aumentaron la frecuencia de sus contactos con Morini, a quien de alguna manera habían mantenido primero al margen de sus aventuras y luego, indisimuladamente, en el olvido. Encontraron al italiano un poco más desmejorado que de costumbre, pero igual de cálido, inteligente y discreto, lo que equivale a decir que el profesor de la Universidad de Turín no les hizo ni una sola pregunta, no los obligó a realizar ni una sola confidencia. Una noche, con no poca sorpresa para ambos, Pelletier le dijo a Espinoza que Morini era como un premio. El premio que los dioses les concedían a ellos dos. Tal afirmación no tenía agarradero y argumentarla hubiera sido incursionar directamente en los pantanosos terrenos de la cursilería, pero Espinoza, que pensaba lo mismo, aunque con otras palabras, le dio de inmediato la razón. La vida volvía a sonreírles. Viajaron a algunos congresos. Disfrutaron de los placeres de la gastronomía. Leyeron y fueron leves. Todo lo que a su alrededor se había detenido y crujía y se oxidaba volvió a entrar en movimiento. La vida de los demás se hizo visible, aunque sin exageraciones. Los remordimientos desaparecieron como las risas en una noche de primavera. Volvieron a llamar a Norton por teléfono.
Conmovidos aún por el reencuentro, Pelletier, Espinoza y Norton se dieron cita en un bar o en la cafetería mínima (liliputiense de verdad: dos mesas, y una barra en donde cabían, hombro con hombro, no más de cuatro clientes) de una heterodoxa galería sólo un poco más grande que el bar, que se dedicaba a la exhibición de cuadros pero también a la venta de libros usados y ropa usada y zapatos usados, sita en Hyde con Park Gate, muy cerca de la embajada de Holanda, país al que los tres dijeron admirar por su coherencia democrática.
Allí, según Norton, servían los mejores cócteles Margarita de todo Londres, algo que a Pelletier y Espinoza les traía sin cuidado aunque fingieron entusiasmarse. Por supuesto, eran los únicos clientes del establecimiento, cuyo único empleado o propietario daba toda la impresión, a aquella hora, de estar dormido o de haberse acabado de levantar, expresión que contrastaba con los semblantes de Pelletier y Espinoza, que pese a haberse levantado a las siete de la mañana y haber tomado un avión y haber tenido, cada uno por su lado, que soportar los respectivos retrasos de sus líneas aéreas, estaban frescos y lozanos, dispuestos a agotar un fin de semana londinense.
Al principio, eso es verdad, les costó hablar. Pelletier y Espinoza aprovecharon el silencio para observar a Norton: la encontraron tan bonita y atractiva como siempre. De vez en cuando su atención era atraída por los pasitos de hormiga del propietario de la galería, que descolgaba vestidos de un colgador y los llevaba hacia una habitación en el fondo, de donde volvía a salir con vestidos idénticos o muy similares, que depositaba en el sitio donde habían estado colgados los otros.
El mismo silencio, que no incomodaba a Pelletier y Espinoza, a Norton le resultaba abrumador y la empujó a relatar, con rapidez y algo de ferocidad, sus actividades docentes durante el período de tiempo en que no se habían visto. El tema era aburrido y pronto se agotó, lo que llevó a Norton a comentar todo lo que había hecho el día anterior y el anterior al anterior, pero una vez más se quedó sin nada que decir. Durante un rato, sonriendo como ardillas, los tres se dedicaron a los Margarita, pero el silencio empezó a hacerse cada vez más insoportable, como si en su interior, en el interregno de silencio, se estuvieran formando lentamente las palabras que se laceran y las ideas que laceran, lo que no es un espectáculo o una danza digna de contemplar con displicencia. Por lo que Espinoza consideró pertinente evocar un viaje a Suiza, un viaje en el que Norton no había participado y por lo tanto el relato tal vez consiguiera distraerla.
En su evocación Espinoza no excluyó ni las ordenadas ciudades ni los ríos que invitaban al estudio ni las laderas en primavera cubiertas de un vestido verde. Y luego habló de un viaje en tren, concluido ya el trabajo que había reunido allí a los tres amigos, hacia la campiña, hacia uno de los pueblos a medio camino entre Montreaux y las estribaciones de los Alpes berneses, en donde contrataron un taxi que los llevó, siguiendo una senda zigzagueante, pero escrupulosamente asfaltada, hacia una clínica de reposo que ostentaba el nombre de un político o un financiero suizo de finales del siglo XIX, la Clínica Auguste Demarre, inobjetable nombre tras el cual se escondía un civilizado y discreto manicomio.
La idea de ir a semejante lugar no era de Pelletier ni de Espinoza, sino de Morini, que vaya uno a saber cómo se había enterado de que allí vivía un pintor al que el italiano reputaba como uno de los más inquietantes de finales del siglo XX. O no. Tal vez el italiano no había dicho eso. En cualquier caso el nombre de este pintor era Edwin Johns y se había cortado la mano derecha, la mano con la que pintaba, la había embalsamado y la había pegado a una especie de autorretrato múltiple.
—¿Cómo es que nunca me contasteis esta historia? —lo interrumpió Norton.
Espinoza se encogió de hombros.
—Creo que te la conté —dijo Pelletier.
Aunque al cabo de pocos segundos se dio cuenta de que efectivamente no se la había contado.
Norton, para sorpresa de todos, lanzó una risotada impropia de ella y pidió otro Margarita. Durante un rato, lo que tardó el propietario, que seguía descolgando y colgando vestidos, en llevarles los cócteles, los tres permanecieron en silencio. Después, a ruegos de Norton, Espinoza tuvo que reanudar su historia. Pero Espinoza no quiso.
—Hazlo tú —le dijo a Pelletier—, tú también estabas allí.
La historia de Pelletier comenzaba entonces con los tres archimboldianos contemplando la verja de hierro negro que se alzaba para dar la bienvenida o impedir la salida (y algunas entradas inoportunas) del manicomio Auguste Demarre, o bien, unos segundos antes, con Espinoza y Morini ya en su silla de ruedas observando el portón de hierro y el vallado de hierro que se perdía a derecha e izquierda, oculto por una arboleda añosa y bien cuidada, mientras Espinoza, con medio cuerpo dentro del taxi, le pagaba al taxista al tiempo que convenía con él una hora prudencial para que subiera del pueblo a buscarlos. Después los tres se enfrentaron con la silueta del manicomio, que parcialmente se dejaba ver al final del camino, como una fortaleza del siglo XV, no en su trazado arquitectónico, sino en lo que su inercia inspiraba al observador.
¿Y qué inspiraba? Una sensación extraña. La certeza de que el continente americano, por ejemplo, no había sido descubierto, es decir de que el continente americano jamás había existido, lo que no era óbice, ciertamente, para un crecimiento económico sostenido o para un crecimiento demográfico normal o para la marcha democrática de la república helvética. En fin, dijo Pelletier, una de esas ideas extrañas e inútiles que se comparten durante los viajes, más aún si el viaje era manifiestamente inútil, como aquél probablemente lo fuera.
A continuación procedieron a pasar por todos los formulismos y trabas burocráticas de un manicomio suizo. Finalmente, sin haber visto en ningún momento a ninguno de los enfermos mentales que hacían su cura en el establecimiento, una enfermera de mediana edad y rostro inescrutable los condujo hasta un pequeño pabellón en los jardines de atrás de la clínica, que eran enormes y gozaban de una espléndida vista pero cuya inclinación topográfica era descendente, lo que a juicio de Pelletier, que era quien empujaba la silla de ruedas de Morini, no resultaba demasiado lenitivo para una naturaleza con perturbaciones graves o muy graves.
El pabellón, contra lo que esperaban, resultó ser un sitio acogedor, rodeado de pinos, con rosales en los pretiles, y en el interior sillones que imitaban el confort de la campiña inglesa, una chimenea, una mesa de roble, un estante de libros medio vacío (los títulos estaban casi todos en alemán y en francés, aunque había alguno en inglés), una mesa especial con un ordenador provisto de módem, un diván de tipo turco que desentonaba con el resto del mobiliario, un baño con wáter, lavamanos e incluso con una ducha con cortina de plástico duro.
—No viven mal —dijo Espinoza.
Pelletier prefirió acercarse a una ventana y contemplar el paisaje. Al fondo de las montañas creyó ver una ciudad. Tal vez fuera Montreaux, se dijo, o tal vez el pueblo en donde habían tomado el taxi. El lago, ciertamente, no se distinguía de ninguna manera. Cuando Espinoza se acercó a la ventana fue de la opinión de que aquellas casas eran del pueblo, jamás de Montreaux. Morini se quedó quieto en su silla de ruedas, con la vista fija en la puerta.
Cuando la puerta se abrió Morini fue el primero en verlo. Edwin Johns tenía el pelo lacio, aunque ya le comenzaba a ralear por la coronilla, la piel pálida, y no era demasiado alto aunque seguía siendo delgado. Iba vestido con un suéter gris de cuello alto y una delgada chaqueta de cuero. En lo primero que se fijó fue en la silla de ruedas de Morini, que le sorprendió agradablemente, como si evidentemente no esperara esta súbita materialización. Morini, por su parte, no pudo evitar mirarle el brazo derecho, donde la mano no existía, y su sorpresa, que esta vez no tuvo nada de agradable, fue mayúscula al constatar que del puño de la chaqueta, donde debía haber sólo un vacío, sobresalía ahora una mano, evidentemente de plástico, pero tan bien hecha que sólo un observador paciente y avisado sería capaz de percibir que era una mano artificial.
Detrás de Johns entró una enfermera, no la que los había atendido, sino otra, un poco más joven y mucho más rubia, que se sentó en una silla junto a una de las ventanas y sacó un librito de bolsillo, de muchas páginas, que empezó a leer desentendiéndose del todo de Johns y de los visitantes. Morini se presentó a sí mismo como filólogo de la Universidad de Turín y como admirador de la obra de Johns y luego procedió a presentar a sus amigos. Johns, que durante todo el rato había permanecido de pie y sin moverse, les extendió la mano a Espinoza y a Pelletier, quienes se la estrecharon con cuidado, y luego se sentó en una silla, junto a la mesa, y se dedicó a observar a Morini, como si en aquel pabellón sólo existieran ellos dos.
Al principio Johns hizo un ligero, casi imperceptible esfuerzo por entablar un diálogo. Preguntó si Morini había adquirido alguna de sus obras. La respuesta de Morini fue negativa. Dijo que no, después añadió que las obras de Johns eran demasiado caras para su bolsillo. Espinoza notó entonces que el libro al que la enfermera no le quitaba ojo era una antología de literatura alemana del siglo XX. Con el codo, avisó a Pelletier, y éste le preguntó a la enfermera, más por romper el hielo que por curiosidad, si estaba Benno von Archimboldi entre los antologados. En ese momento todos escucharon el canto o la llamada de un cuervo. La enfermera respondió afirmativamente. Johns se puso a bizquear y luego cerró los ojos y se pasó la mano ortopédica por la cara.
—El libro es mío —dijo—, yo se lo he prestado.
—Es increíble —dijo Morini—, qué casualidad.
—Pero naturalmente yo no lo he leído, no sé alemán.
Espinoza le preguntó por qué motivo, entonces, lo había comprado.
—Por la portada —dijo Johns—. Trae un dibujo de Hans Wette, un buen pintor. Por lo demás —dijo Johns—, no se trata de creer o no creer en las casualidades. El mundo entero es una casualidad. Tuve un amigo que me decía que me equivocaba al pensar de esta manera. Mi amigo decía que para alguien que viaja en un tren el mundo no es una casualidad, aunque el tren esté atravesando territorios desconocidos para el viajero, territorios que el viajero no volverá a ver nunca más en su vida. Tampoco es una casualidad para el que se levanta a las seis de la mañana muerto de sueño para ir al trabajo. Para el que no tiene más remedio que levantarse y añadir más dolor al dolor que ya tiene acumulado. El dolor se acumula, decía mi amigo, eso es un hecho, y cuanto mayor es el dolor menor es la casualidad.
—¿Como si la casualidad fuera un lujo? —preguntó Morini.
En ese momento, Espinoza, que había seguido el monólogo de Johns, vio a Pelletier junto a la enfermera, con el codo apoyado en el reborde de la ventana mientras con la otra mano, en un gesto cortés, ayudaba a ésta a buscar la página donde estaba el cuento de Archimboldi. La enfermera rubia sentada en la silla con el libro sobre el regazo y Pelletier, de pie a su lado, en una postura que no carecía de aplomo. Y el marco de la ventana y las rosas afuera y más allá el césped y los árboles y la tarde que iba avanzando por entre los riscos y cañadas y solitarios peñascos. Las sombras que se desplazaban imperceptiblemente por el interior del pabellón creando ángulos donde antes no los había, inciertos dibujos que aparecían de pronto en las paredes, círculos que se difuminaban como explosiones sin sonido.
—La casualidad no es un lujo, es la otra cara del destino y también algo más —dijo Johns.
—¿Qué más? —dijo Morini.
—Algo que se le escapaba a mi amigo por una razón muy sencilla y comprensible. Mi amigo (tal vez sea una presunción de mi parte llamarlo aún así) creía en la humanidad, por lo tanto creía en el orden, en el orden de la pintura y en el orden de las palabras, que no con otra cosa se hace la pintura. Creía en la redención. En el fondo hasta es posible que creyera en el progreso. La casualidad, por el contrario, es la libertad total a la que estamos abocados por nuestra propia naturaleza. La casualidad no obedece leyes y si las obedece nosotros las desconocemos. La casualidad, si me permite el símil, es como Dios que se manifiesta cada segundo en nuestro planeta. Un Dios incomprensible con gestos incomprensibles dirigidos a sus criaturas incomprensibles. En ese huracán, en esa implosión ósea, se realiza la comunión. La comunión de la casualidad con sus rastros y la comunión de sus rastros con nosotros.
Entonces, justo entonces, Espinoza y también Pelletier oyeron o intuyeron que Morini formulaba en voz baja la pregunta que había ido a hacer, adelantando el torso hacia adelante, en una postura que los hizo temer que se fuera a caer de la silla de ruedas.
—¿Por qué se mutiló?
El rostro de Morini parecía atravesado por las últimas luces que rodaban por el parque del manicomio. Johns lo escuchó imperturbable. Por su actitud se hubiera dicho que sabía que el hombre de la silla de ruedas había ido a visitarlo para buscar, como tantos otros antes que él, una respuesta. Entonces Johns sonrió y formuló a su vez otra pregunta.
—¿Va usted a publicar esta entrevista?
—De ningún modo —dijo Morini.
—¿Entonces qué sentido tiene preguntarme una cosa así?
—Deseo escuchárselo decir a usted —susurró Morini.
Con un gesto que a Pelletier le pareció lento y ensayado, Johns levantó la mano derecha y la sostuvo a pocos centímetros de la cara expectante de Morini.
—¿Usted cree parecerse a mí? —dijo Johns.
—No, yo no soy un artista —respondió Morini.
—Yo tampoco soy un artista —dijo Johns—. ¿Usted cree parecerse a mí?
Morini movió la cabeza de un lado a otro y su silla de ruedas también se movió. Durante unos segundos Johns lo miró con una leve sonrisa dibujada en sus labios finísimos y sin sangre.
—¿Por qué cree usted que lo hice? —preguntó.
—No lo sé, sinceramente no lo sé —dijo Morini mirándolo a los ojos.
El italiano y el inglés estaban ahora rodeados de penumbra. La enfermera hizo el gesto de levantarse para encender las luces, pero Pelletier se llevó un dedo a los labios y no la dejó. La enfermera volvió a sentarse. Los zapatos de la enfermera eran blancos. Los zapatos de Pelletier y Espinoza eran negros. Los zapatos de Morini eran marrones. Los zapatos de Johns eran blancos y estaban hechos para correr grandes distancias, ya fuera en el pavimento de las calles de una ciudad como a campo través. Eso fue lo último que vio Pelletier, el color de los zapatos y su forma y su quietud, antes de que la noche los sumergiera en la nada fría de los Alpes.
—Le diré por qué lo hice —dijo Johns, y por primera vez su cuerpo abandonó la rigidez y el porte erguido, marcial, y se inclinó y se acercó a Morini y le dijo algo al oído.
Luego se levantó y se acercó a Espinoza y le dio la mano muy correctamente y luego hizo lo mismo con Pelletier y luego abandonó el pabellón y la enfermera salió detrás de él.
Al encender la luz, Espinoza les hizo notar, por si no se habían dado cuenta, que Johns no le había estrechado la mano a Morini ni al principio ni al final de la entrevista. Pelletier contestó que él sí se había dado cuenta. Morini no dijo nada. Al cabo de un rato llegó la primera enfermera y los acompañó a la salida. Mientras caminaban por el parque les dijo que un taxi los estaba esperando en la entrada.
El taxi los condujo hasta Montreaux, en donde pasaron la noche en el Hotel Helvetia. Los tres estaban muy cansados y decidieron no salir a cenar. Al cabo de un par de horas, sin embargo, Espinoza llamó a la habitación de Pelletier y le dijo que tenía hambre, que iba a salir a dar una vuelta a ver si encontraba algo abierto. Pelletier le dijo que lo esperara, que él lo acompañaría. Cuando se encontraron en el lobby Pelletier le preguntó si había llamado a Morini.
—Lo hice —dijo Espinoza—, pero nadie contesta al teléfono.
Decidieron que el italiano ya debía de estar durmiendo. Esa noche llegaron tarde al hotel y un poco achispados. A la mañana siguiente fueron a buscar a Morini a su habitación y no lo hallaron. El recepcionista del hotel les dijo que el cliente Piero Morini había cancelado su cuenta y abandonado el establecimiento a las doce de la noche del día anterior (mientras Pelletier y Espinoza cenaban en un restaurante italiano), según constaba en el ordenador. A esa hora había bajado a la recepción y ordenado que le llamaran a un taxi.
—¿Se marchó a las doce de la noche? ¿Adónde?
El recepcionista, naturalmente, no lo sabía.
Esa mañana, tras asegurarse de que Morini no estaba en ningún hospital de Montreaux y sus alrededores, Pelletier y Espinoza se fueron en tren hasta Ginebra. Desde el aeropuerto de Ginebra telefonearon a casa de Morini en Turín. Sólo oyeron el contestador automático, al que ambos insultaron efusivamente. Después cada uno tomó un avión hacia sus respectivas ciudades.
Nada más llegar a Madrid Espinoza telefoneó a Pelletier. Éste, que ya hacía una hora que estaba instalado en su casa, le dijo que no había ninguna novedad respecto a Morini. Durante todo el día, tanto Espinoza como Pelletier estuvieron dejando breves mensajes cada vez más resignados en el contestador del italiano. Al segundo día se pusieron nerviosos de verdad e incluso jugaron con la idea de volar de inmediato a Turín y, caso de no encontrar a Morini, poner el asunto en manos de la justicia. Pero no quisieron precipitarse ni hacer el ridículo y se quedaron quietos.
El tercer día fue idéntico al segundo: llamaron a Morini, se llamaron entre ellos, sopesaron diversas formas de actuación, sopesaron la salud mental de Morini, su grado innegable de madurez y sentido común, y no hicieron nada. Al cuarto día Pelletier llamó directamente a la Universidad de Turín. Habló con un joven austriaco que trabajaba temporalmente en el departamento de alemán. El austriaco no tenía idea de dónde podía hallarse Morini. Le pidió que se pusiera al aparato la secretaria del departamento. El austriaco le informó de que la secretaria había salido a desayunar y todavía no había vuelto. Pelletier llamó de inmediato a Espinoza y le contó la llamada telefónica con lujo de detalles. Espinoza le dijo que lo dejara probar suerte a él.
Esta vez no contestó al teléfono el austriaco sino un estudiante de filología alemana. El alemán del estudiante, sin embargo, no era óptimo, por lo que Espinoza se puso a hablar con él en italiano. Preguntó si la secretaria del departamento había vuelto. El estudiante le contestó que estaba solo, que todos, por lo visto, se habían marchado a desayunar y que no había nadie en el departamento. Espinoza quiso saber a qué hora desayunaban en la Universidad de Turín y cuánto solía durar un desayuno. El estudiante no entendió el deficiente italiano de Espinoza y éste tuvo que repetir la pregunta dos veces más, hasta ponerse un poco ofensivo.
El estudiante le dijo que él, por ejemplo, no desayunaba casi nunca, pero que eso no significaba nada, que cada persona tenía gustos diferentes. ¿Lo entendía o no lo entendía?
—Lo entiendo —dijo Espinoza haciendo rechinar los dientes—, pero es necesario que hable con alguna persona responsable del departamento.
—Hable conmigo —dijo el estudiante.
Espinoza entonces le preguntó si el doctor Morini había faltado a alguna de sus clases.
—A ver, déjeme pensar —dijo el estudiante.
Y luego Espinoza oyó que alguien, el mismo estudiante, susurraba Morini… Morini… Morini, con una voz que no parecía la suya sino más bien la voz de un mago, o más concretamente, la voz de una maga, una adivina de la época del Imperio Romano, una voz que llegaba como el goteo de una fuente de basalto pero que no tardaba en crecer y desbordarse con un ruido ensordecedor, el ruido de miles de voces, el estruendo de un gran río salido de cauce que contiene, cifrado, el destino de todas las voces.
—Ayer tenía que dar una clase y no vino —dijo el estudiante después de reflexionar.
Espinoza le dio las gracias y colgó. A media tarde llamó una vez más al domicilio de Morini y luego a Pelletier. No había nadie en ninguna de las dos casas y se tuvo que resignar a dejar sendos mensajes en el contestador automático. Luego se puso a meditar. Pero sus pensamientos sólo llegaron a lo que acababa de ocurrir, el pasado estricto, el pasado que ilusoriamente es casi presente. Recordó la voz del contestador de Morini, es decir la voz grabada del propio Morini que avisaba escueta pero educadamente que aquél era el número de Piero Morini y que procediera a dejar un mensaje, y la voz de Pelletier que en lugar de decir que aquél era el teléfono de Pelletier repetía su propio número, para que no cupiera duda, y luego instaba a quien llamaba a decir su nombre y dejar su número telefónico con la vaga promesa de llamarlo después.
Esa noche Pelletier llamó a Espinoza y decidieron de común acuerdo, tras despejarse mutuamente los presagios que pendían sobre ambos, dejar pasar unos días, no caer en un histerismo barato y recordar constantemente que, hiciera lo que hiciera, Morini era muy libre de hacerlo y en ese punto ellos nada podían (ni debían) hacer para evitarlo. Aquella noche, por primera vez desde que habían vuelto de Suiza, pudieron dormir tranquilos.
A la mañana siguiente ambos partieron hacia sus respectivas ocupaciones con el cuerpo descansado y el espíritu sereno, aunque a las once de la mañana, poco antes de salir a almorzar con unos colegas, Espinoza no se resistió y volvió a llamar al departamento de alemán de la Universidad de Turín, con el resultado estéril ya conocido. Más tarde Pelletier lo llamó desde París y le consultó sobre la conveniencia o no de poner a Norton al corriente.
Sopesaron los pros y los contras y decidieron resguardar la intimidad de Morini tras un velo de silencio al menos hasta que supieran algo más concreto acerca de él. Dos días después, casi como un acto reflejo, Pelletier llamó al piso de Morini y esta vez alguien descolgó el teléfono. Las primeras palabras de Pelletier expresaron el asombro que experimentó al oír la voz de su amigo al otro lado de la línea.
—No es posible —gritó Pelletier—, cómo es posible, es imposible.
La voz de Morini sonaba igual que siempre. Luego vinieron las felicitaciones, el alivio, el despertar de un sueño no sólo malo sino también incomprensible. En medio de la conversación Pelletier le dijo que tenía que avisar a Espinoza inmediatamente.
—¿No te vas a mover de allí? —preguntó antes de colgar.
—¿Adónde quieres que vaya? —dijo Morini.
Pero Pelletier no llamó a Espinoza sino que se sirvió un vaso de whisky y se dirigió a la cocina y luego al baño y luego a su estudio, dejando encendidas todas las luces de la casa. Sólo después llamó a Espinoza y le contó que había encontrado a Morini sano y salvo y que acababa de hablar con él por teléfono, pero que ya no podía seguir hablando. Tras colgar se bebió otro whisky. Media hora más tarde lo llamó Espinoza desde Madrid. En efecto, Morini estaba bien. No quiso decirle dónde se había metido durante aquellos días. Dijo que necesitaba descansar. Aclararse las ideas. Según Espinoza, que no había querido abrumarlo con preguntas, Morini daba la impresión de querer ocultar algo. ¿Pero qué?, Espinoza no tenía ni la más remota idea.
—En realidad sabemos muy poco de él —dijo Pelletier, que empezaba a hartarse de Morini, de Espinoza, del teléfono.
—¿Le preguntaste por el estado de su salud? —dijo Pelletier.
Espinoza dijo que sí y que Morini le había asegurado que estaba perfectamente.
—Ya nada podemos hacer —concluyó Pelletier con un tono de tristeza que no le pasó desapercibido a Espinoza.
Poco después colgaron y Espinoza cogió un libro y trató de leer, pero no pudo.
Norton entonces les dijo, mientras el empleado o el propietario de la galería seguía descolgando y colgando vestidos, que durante aquellos días en que desapareció, Morini había estado en Londres.
—Los dos primeros días los pasó solo, sin telefonearme ni una sola vez.
Cuando lo vi me dijo que se había dedicado a visitar museos y a pasear sin rumbo determinado por barrios desconocidos de la ciudad, barrios que vagamente recordaba de los cuentos de Chesterton pero que ya nada tenían que ver con Chesterton aunque la sombra del padre Brown aún perdurara en ellos, de una forma no confesional, dijo Morini, como si pretendiera desdramatizar hasta el hueso su errancia solitaria por la ciudad, pero la verdad es que ella más bien se lo imaginaba encerrado en el hotel, con las cortinas descorridas, observando hora tras hora un paisaje mezquino de traseras de edificios y leyendo. Después la llamó por teléfono y la invitó a comer.
Naturalmente, Norton se alegró de oírlo y de saberlo en la ciudad y a la hora oportuna apareció por la recepción, en donde Morini, sentado en su silla de ruedas, con un paquete sobre el regazo, capeaba con paciencia y desinterés el tráfico de clientes y visitas que convulsionaba el lobby con un muestrario móvil de maletas, rostros cansados, perfumes que seguían a los cuerpos como meteoritos, la actitud hierática y ansiosa de los botones, las ojeras filosóficas del jefe titular o suplente de la recepción acompañado siempre por un par de auxiliares que emanaban frescura, la misma frescura pronta al sacrificio que despedían (en forma de carcajadas fantasmas) algunas jóvenes y que Morini, por delicadeza, prefería no ver. Al llegar Norton se marcharon a un restaurante en Notting Hill, un restaurante brasileño y vegetariano que ella acababa de conocer.
Cuando Norton supo que Morini llevaba ya dos días en Londres le preguntó qué demonios había estado haciendo y por qué diablos no la había llamado. Morini le dijo entonces lo de Chesterton, dijo que se había dedicado a pasear, alabó las disposiciones urbanas para el buen tránsito de los minusválidos, todo lo contrario que Turín, una ciudad llena de obstáculos para las sillas de ruedas, dijo que había estado en algunas librerías de viejo, que había comprado algunos ejemplares que no nombró, mencionó dos visitas a la casa de Sherlock Holmes, Baker Street era una de sus calles preferidas, una calle que para él, un italiano de mediana edad, culto y baldado y lector de novelas policiacas, estaba fuera del tiempo o más allá del tiempo, amorosamente (aunque la palabra no era amorosa sino primorosa) preservada en las páginas del doctor Watson. Después fueron a casa de Norton y entonces Morini le entregó el regalo que le había comprado, un libro sobre Brunelleschi, con excelentes fotografías de fotógrafos de cuatro nacionalidades diferentes sobre los mismos edificios del gran arquitecto del Renacimiento.
—Son interpretaciones —dijo Morini—. El mejor es el francés —dijo—. El que menos me gusta es el americano. Demasiado aparatoso. Con demasiadas ganas de descubrir a Brunelleschi. De ser Brunelleschi. El alemán no está mal, pero el mejor, creo, es el francés, ya me dirás tú qué opinas.
Aunque nunca había visto el libro, que en el papel y la encuadernación ya era una joya por sí mismo, a Norton le pareció que había algo familiar en él. Al día siguiente se encontraron delante de un teatro. Morini tenía dos entradas, que había comprado en el hotel, y vieron una comedia mala, vulgar, que los hizo reír, a Norton más que a Morini, quien perdía el sentido de algunas frases dichas en argot londinense. Esa noche cenaron juntos y cuando Norton quiso saber qué había hecho Morini durante el día éste le confesó que visitar Kensington Gardens y los Jardines Italianos de Hyde Park y pasear sin rumbo fijo, aunque Norton, sin saber por qué, más bien se lo imaginó quieto en el parque, a veces estirando el cuello para divisar algo que se le escapaba, las más de las veces con los ojos cerrados, fingiendo dormir. Mientras cenaban Norton le explicó las cosas que no había entendido de la comedia. Sólo entonces Morini se dio cuenta de que la comedia era más mala de lo que creía. Su aprecio por el trabajo de los actores, sin embargo, subió mucho y de vuelta en su hotel, mientras se desnudaba parcialmente, sin bajar aún de la silla de ruedas, delante del televisor apagado que lo reflejaba a él y la habitación como figuras espectrales de una obra de teatro que la prudencia y el miedo aconsejaban no montar jamás, concluyó que tampoco la comedia era tan mala, que había estado bien, él también se había reído, los actores eran buenos, las butacas cómodas, el precio de las entradas no excesivamente caro.
Al día siguiente le dijo a Norton que tenía que marcharse. Norton lo fue a dejar al aeropuerto. Mientras esperaban Morini, adoptando un tono de voz casual, le dijo que creía saber por qué Johns se había cercenado la mano derecha.
—¿Qué Johns? —dijo Norton.
—Edwin Johns, el pintor que tú me descubriste —dijo Morini.
—Ah, Edwin Johns —dijo Norton—. ¿Por qué?
—Por dinero —dijo Morini.
—¿Por dinero?
—Porque creía en las inversiones, en el flujo de capital, quien no invierte no gana, esa clase de cosas.
Norton puso cara de pensárselo dos veces y luego dijo: puede ser.
—Lo hizo por dinero —dijo Morini.
Después Norton le preguntó (y fue la primera vez) por Pelletier y Espinoza.
—Preferiría que no supieran que he estado aquí —dijo Morini.
Norton lo miró interrogante y dijo que no se preocupara, que le guardaría el secreto. Luego le preguntó si la llamaría por teléfono cuando llegara a Turín.
—Por supuesto —dijo Morini.
Una azafata vino a hablar con ellos y al cabo de pocos minutos se alejó sonriendo. La cola de los pasajeros empezó a moverse. Norton le dio a Morini un beso en la mejilla y se marchó.
Antes de abandonar la galería, más que cabizbajos, pensativos, el propietario y único empleado de ésta les contó que pronto el establecimiento cerraría sus puertas. Con un vestido de lamé colgando del brazo, les dijo que la casa, de la que la galería formaba parte, había sido de su abuela, una señora muy digna y avanzada. Al morir la abuela la casa fue heredada por sus tres nietos, en teoría a partes iguales. Pero por entonces él, que era uno de los nietos, vivía en el Caribe, en donde además de aprender a hacer cócteles Margarita se dedicaba a labores de información y espionaje. A todos los efectos era una especie de desaparecido. Un espía hippie de costumbres más bien viciosas, fueron sus palabras. Cuando volvió a Inglaterra se encontró con que sus primos habían ocupado toda la casa. A partir de ese momento empezó a pleitear con ellos. Pero los abogados costaban caro y finalmente se tuvo que conformar con tres habitaciones, en donde puso su galería de arte. Pero el negocio no funcionaba: ni vendía cuadros, ni vendía ropa usada, y pocas personas iban a degustar sus cócteles. Este barrio es demasiado chic para mis clientes, dijo, ahora las galerías están en viejos barrios obreros remodelados, los bares en el tradicional circuito de bares y la gente de por aquí no compra ropa usada. Cuando Norton, Pelletier y Espinoza ya se habían levantado y se disponían a bajar la escalerilla de metal que conducía a la calle, el propietario de la galería les comunicó que, para colmo, en los últimos tiempos había empezado a aparecérsele el fantasma de su abuela. Esta confesión suscitó el interés de Norton y sus acompañantes.
¿La ha visto?, preguntaron. La he visto, dijo el propietario de la galería, al principio sólo oía ruidos desconocidos, como de agua y de burbujas de agua. Unos ruidos que nunca antes había escuchado en esta casa, si bien, al subdividirla para vender los pisos y, por lo tanto, al instalar nuevos servicios sanitarios, alguna razón lógica tal vez explicara los ruidos, aunque él nunca antes los hubiera oído. Pero después de los ruidos vinieron los gemidos, unos ayes que no eran precisamente de dolor sino más bien de extrañeza y frustración, como si el fantasma de su abuela recorriera su antigua casa y no la reconociera, reconvertida como estaba en varias casas más pequeñas, con paredes que ella no recordaba y muebles modernos que a ella le debían de parecer vulgares y espejos donde nunca antes hubo ningún espejo.
A veces el propietario, de tan deprimido que estaba, se quedaba a dormir en la tienda. No estaba deprimido, por supuesto, por los ruidos o gemidos del fantasma, sino por cómo le iba el negocio, al borde de la ruina. En esas noches podía oír los pasos con total claridad, los gemidos de su abuela, que se paseaba por el piso de arriba como si no entendiera nada del mundo de los muertos y del mundo de los vivos. Una noche, antes de cerrar la galería, la vio reflejada en el único espejo que había, en un rincón, un viejo espejo victoriano de cuerpo entero que estaba allí para que las clientas se probaran los vestidos. Su abuela miraba uno de los cuadros colgados en la pared y luego trasladaba la vista a la ropa que colgaba de los percheros y también miraba, como si aquello ya fuera el colmo, las dos únicas mesas del establecimiento.
Su gesto era de horror, dijo el propietario. Aquélla había sido la primera y la última vez que la había visto, aunque de tanto en tanto volvía a escucharla pasear por los pisos superiores, en donde seguramente se movía a través de las paredes que antes no existían. Cuando Espinoza le preguntó por la naturaleza de su antiguo trabajo en el Caribe, el propietario sonrió tristemente y les aseguró que no estaba loco, como cualquiera hubiera podido creer. Había sido espía, les dijo, de la misma forma en que otros trabajan en el censo o en algún departamento de estadística. Las palabras del propietario de la galería, sin que ellos pudieran precisar el porqué, los entristecieron muchísimo.
Durante un seminario en Toulouse conocieron a Rodolfo Alatorre, joven mexicano entre cuyas variopintas lecturas se encontraba la obra de Archimboldi. El mexicano, que disfrutaba de una beca para la creación y que pasaba sus días empeñado, al parecer vanamente, en escribir una novela moderna, asistió a algunas conferencias y luego se presentó a sí mismo a Norton y a Espinoza, quienes se lo sacaron de encima sin miramientos, y luego a Pelletier, quien lo ignoró soberanamente, pues Alatorre en nada se diferenciaba de la horda de jóvenes universitarios europeos más bien pesados que pululaban alrededor de los apóstoles archimboldianos. Para mayor vergüenza, Alatorre ni siquiera sabía hablar alemán, lo que lo descalificaba de antemano. El seminario de Toulouse, por otra parte, fue un éxito de público y entre aquella fauna de críticos y especialistas que se conocían de anteriores congresos y que, al menos exteriormente, parecían felices de volver a verse y deseosos de proseguir antiguas discusiones, el mexicano no tenía nada que hacer salvo marcharse a casa, algo que no quería hacer pues su casa era un cuarto desangelado de becario en donde sólo lo esperaban sus libros y manuscritos, o quedarse en un rincón y sonreír a diestra y siniestra fingiendo estar concentrado en problemas de índole filosófica, que es lo que finalmente hizo. Esta posición o esta toma de posición, no obstante, le permitió fijarse en Morini, que, recluido en su silla de ruedas y contestando distraídamente los saludos de los demás, ofrecía o eso le pareció a Alatorre un desamparo similar al suyo. Al cabo de poco rato, tras presentarse a Morini, el mexicano y el italiano deambulaban por las calles de Toulouse.
Primero hablaron de Alfonso Reyes, a quien Morini conocía pasablemente, y luego de Sor Juana, de quien Morini no podía olvidar aquel libro escrito por Morino, ese Morino que parecía ser él mismo, en donde se reseñaban las recetas de cocina de la monja mexicana. Luego hablaron de la novela de Alatorre, la novela que pensaba escribir y la única novela que ya había escrito, de la vida de un joven mexicano en Toulouse, de los días invernales que pese a ser cortos se hacían interminablemente largos, de los pocos amigos franceses que tenía (la bibliotecaria, otro becario de nacionalidad ecuatoriana a quien sólo veía de vez en cuando, el mozo de un bar cuya idea de México a Alatorre le parecía mitad estrambótica, mitad ofensiva), de los amigos que había dejado en el DF y a quienes, diariamente, escribía largos e-mails monotemáticos sobre su novela en curso y sobre la melancolía.
Uno de estos amigos del DF, según Alatorre, y esto lo dijo inocentemente, con esa pizca de fanfarronería poco astuta de los escritores menores, había conocido hacía poco tiempo a Archimboldi.
Al principio Morini, que no le prestaba demasiada atención y que se dejaba arrastrar por los sitios que Alatorre consideraba dignos de interés, y que efectivamente, sin ser paradas turísticas obligatorias, poseían un interés cierto, como si la vocación secreta y auténtica de Alatorre, más que la de novelista, fuera la de guía turístico, creyó que el mexicano, el cual, por lo demás, sólo había leído dos novelas de Archimboldi, fanfarroneaba o él lo había entendido mal o no sabía que Archimboldi estaba desaparecido desde siempre.
La historia que contó Alatorre, sucintamente, era ésta: su amigo, un ensayista y novelista y poeta llamado Almendro, un tipo de unos cuarenta y tantos años más conocido entre los amigos por el mote del Cerdo, había recibido una llamada telefónica a medianoche. El Cerdo, tras hablar un momento en alemán, se vistió y salió en su coche rumbo a un hotel cercano al aeropuerto de Ciudad de México. Pese a que no había mucho tráfico a esa hora, llegó al hotel pasada la una de la mañana. En el lobby del hotel encontró a un recepcionista y a un policía. El Cerdo sacó su identificación como alto funcionario del gobierno y luego subió con el policía a una habitación del tercer piso. Allí había dos policías más y un viejo alemán que estaba sentado en la cama, despeinado, vestido con una camiseta gris y pantalones vaqueros, descalzo, como si la llegada de la policía lo hubiera sorprendido durmiendo. Evidentemente el alemán, pensó el Cerdo, dormía vestido. Uno de los policías estaba mirando la tele. El otro fumaba reclinado en la pared. El policía que llegó con el Cerdo apagó la tele y les dijo que lo siguieran. El policía que estaba reclinado sobre la pared pidió explicaciones, pero el policía que había subido con el Cerdo le dijo que mantuviera la boca cerrada. Antes de que los policías abandonaran la habitación el Cerdo preguntó, en alemán, si le habían robado algo. El viejo dijo que no. Querían dinero, pero no habían robado nada.
—Eso está bien —dijo el Cerdo en alemán—, parece que estamos mejorando.
Luego preguntó a los policías a qué comisaría estaban adscritos y los dejó marchar. Cuando los policías se hubieron ido el Cerdo se sentó junto a la tele y le dijo que lo sentía. El viejo alemán se levantó de la cama sin decir nada y se metió en el lavabo. Era enorme, le escribió el Cerdo a Alatorre. Casi dos metros. O un metro noventaicinco. En cualquier caso: enorme e imponente. Cuando el viejo salió del baño el Cerdo se dio cuenta de que ahora estaba calzado y le preguntó si le apetecía salir a dar una vuelta por el DF o ir a tomar algo.
—Si tiene sueño —añadió—, dígamelo y me marcharé de inmediato.
—Mi avión sale a las siete de la mañana —dijo el viejo.
El Cerdo miró el reloj, eran las dos de la mañana pasadas, y no supo qué decir. Él, como Alatorre, conocía apenas la obra literaria del viejo, sus libros traducidos al español se publicaban en España y llegaban tarde a México. Hacía tres años, cuando dirigía una editorial, antes de convertirse en uno de los dirigentes culturales del nuevo gobierno, intentó publicar Los bajos fondos de Berlín, pero los derechos ya los tenía una editorial de Barcelona. Se preguntó cómo, quién le había dado al viejo su número de teléfono. Plantearse la pregunta, una pregunta que no pensaba responder de ninguna manera, ya lo hizo feliz, lo llenó de una felicidad que en cierta forma lo justificaba como persona y como escritor.
—Podemos salir —dijo—, yo estoy dispuesto.
El viejo se puso una chaqueta de cuero sobre la camiseta gris y lo siguió. Lo llevó a la plaza Garibaldi. Cuando llegaron no había mucha gente, la mayoría de los turistas había regresado a sus hoteles y sólo quedaban borrachos y noctámbulos, gente que iba a cenar y corros de mariachis que hablaban del último partido de fútbol. Por las bocacalles de la plaza se deslizaban sombras que en ocasiones se detenían y los escrutaban. El Cerdo se tanteó la pistola que desde que trabajaba en el gobierno solía llevar. Entraron en un bar y el Cerdo pidió tacos de carnita. El viejo bebió tequila y él se conformó con una cerveza. Mientras el viejo comía el Cerdo se puso a pensar en los cambios que da la vida. Menos de diez años atrás, si él hubiera entrado en ese mismo bar y se hubiera puesto a hablar en alemán con un viejo larguirucho como aquél, no habría faltado alguien que lo insultara o se sintiera, por los motivos más peregrinos, ofendido. La pelea inminente, entonces, hubiera acabado con el Cerdo pidiendo disculpas o dando explicaciones e invitando a una ronda de tequilas. Ahora nadie se metía con él, como si el hecho de llevar una pistola debajo de la camisa o trabajar en un alto puesto en el gobierno fuera un aura de santidad que los matones y los borrachos eran capaces de percibir desde lejos. Pinches mamones cobardes, pensó el Cerdo. Me huelen, me huelen y se cagan en los pantalones. Luego se puso a pensar en Voltaire (¿por qué Voltaire, chingados?) y luego se puso a pensar en una vieja idea que le rondaba desde hacía un tiempo por la cabeza, la de pedir una embajada en Europa, o al menos una agregaduría cultural, aunque con las conexiones que él tenía lo menos que podían darle era una embajada. Lo malo es que en una embajada sólo iba a tener un salario, el salario de embajador. Mientras el alemán comía el Cerdo puso sobre la balanza los pros y los contras de ausentarse de México. Entre los pros se hallaba, sin duda, el poder retomar su trabajo como escritor. Le seducía la idea de vivir en Italia o cerca de Italia y pasar largas temporadas en la Toscana y en Roma escribiendo un ensayo sobre Piranesi y sus cárceles imaginarias, que él veía extrapoladas, más que en las cárceles mexicanas, en el imaginario y en la iconografía de algunas cárceles mexicanas. Entre los contras estaba, sin duda, la lejanía física del poder. Alejarse del poder nunca es bueno, eso lo había descubierto muy temprano, antes de acceder al poder real, cuando dirigía la editorial que intentó publicar a Archimboldi.
—Oiga —le dijo de pronto—, ¿no se decía que a usted no lo había visto nadie?
El viejo lo miró y le sonrió educadamente.
Esa misma noche, después de que Pelletier, Espinoza y Norton volvieran a escuchar de labios de Alatorre la historia del alemán, llamaron por teléfono a Almendro, alias el Cerdo, quien no opuso ningún reparo en relatarle a Espinoza lo que en líneas generales Alatorre ya les había contado. La relación entre éste y el Cerdo era, en cierta manera, una relación maestro-alumno o una relación hermano mayor-hermano menor, de hecho había sido el Cerdo quien le consiguió la beca en Toulouse a Alatorre, lo que de alguna manera clarificaba el grado de aprecio que el Cerdo sentía por su hermanito, pues en su poder estaba el conseguir becas más vistosas y en parajes más prestigiosos, para no hablar de una agregaduría cultural en Atenas o en Caracas, que sin ser mucho son algo y que Alatorre hubiera agradecido de corazón, aunque tampoco, en honor a la verdad, le hizo ascos a la bequita en Toulouse. Para la próxima, estaba seguro, el Cerdo sería más munificiente con él. Almendro, por su parte, no había cumplido aún los cincuenta años y su obra, fuera de las fronteras del DF, era inconmensurablemente desconocida. Pero en el DF, y en algunas universidades norteamericanas, todo hay que decirlo, su nombre era familiar, incluso excesivamente familiar. ¿De qué manera, pues, Archimboldi, suponiendo que aquel viejo alemán fuera en verdad Archimboldi y no un bromista, se hizo con su teléfono? Según creía el Cerdo, el teléfono se lo había proporcionado su editora alemana, la señora Bubis. Espinoza le preguntó, no sin cierta perplejidad, si conocía él a la insigne dama.
—Por supuesto —dijo el Cerdo—, estuve en una fiesta en Berlín, en una charreada cultural con algunos editores alemanes y allí nos presentaron.
«¿Qué demonios es una charreada cultural?», escribió Espinoza en un papel que vieron todos y que sólo Alatorre, a quien iba dirigido, atinó a descifrar.
—Le debí de dar mi tarjeta —dijo el Cerdo desde el DF.
—Y en su tarjeta iba su número de teléfono particular.
—Así es —dijo el Cerdo—. Le debí de dar mi tarjeta A, en la tarjeta B sólo está el número del teléfono de la oficina. Y en la tarjeta C sólo está el número del teléfono de mi secretaria.
—Entiendo —dijo Espinoza armándose de paciencia.
—En la tarjeta D no hay nada, está en blanco, sólo mi nombre y nada más —dijo el Cerdo riéndose.
—Ya, ya —dijo Espinoza—, en la tarjeta D sólo su nombre.
—Eso —dijo el Cerdo—, sólo mi nombre y punto. Ni número de teléfono ni oficio ni calle donde vivo ni nada, ¿entiende?
—Lo entiendo —dijo Espinoza.
—A la señora Bubis le di, obviamente, la tarjeta A.
—Y ella se la debió de dar a Archimboldi —dijo Espinoza.
—Correcto —dijo el Cerdo.
Hasta las cinco de la mañana estuvo el Cerdo con el viejo alemán. Después de comer (el viejo tenía hambre y pidió más tacos y más tequila, mientras el Cerdo hundía la cabeza como una avestruz en reflexiones sobre la melancolía y el poder) se fueron a dar una vuelta por los alrededores del Zócalo, en donde visitaron la plaza y los yacimientos aztecas que surgían como lilas en una tierra baldía, según expresión del Cerdo, flores de piedra en medio de otras flores de piedra, un desorden que seguro no iba a llevar a ninguna parte, sólo a más desorden, dijo el Cerdo, mientras él y el alemán caminaban por las calles aledañas al Zócalo, hasta la plaza de Santo Domingo, en donde por el día, bajo las arcadas, se aposentaban los escribanos con sus máquinas de escribir, para redactar cartas o petitorios de índole legal o judicial. Después fueron a ver el Ángel en Reforma, pero aquella noche el Ángel estaba apagado y el Cerdo, mientras giraban alrededor de la glorieta, sólo pudo explicárselo al alemán, que miraba hacia arriba desde la ventanilla abierta del coche.
A las cinco de la mañana volvieron al hotel. El Cerdo esperó en el lobby, fumándose un cigarrillo. Cuando el viejo salió del ascensor sólo llevaba una maleta e iba vestido con la misma camiseta gris y los pantalones vaqueros. Las avenidas que llevaban hacia el aeropuerto estaban vacías y el Cerdo se saltó varios semáforos en rojo. Intentó buscar un tema de conversación pero fue imposible. Ya le había preguntado, mientras comían, si había estado antes en México y el viejo le respondió que no, lo que resultaba extraño, pues casi todos los escritores europeos en algún momento habían estado allí. Pero el viejo dijo que aquélla era la primera vez. Cerca del aeropuerto había más coches y el tráfico dejó de ser fluido. Cuando entraron en el párking el viejo quiso despedirse pero el Cerdo insistió en acompañarlo.
—Déme su maleta —dijo.
La maleta tenía ruedas y apenas pesaba. El viejo volaba desde el DF hasta Hermosillo.
—¿Hermosillo? —dijo Espinoza—, ¿dónde queda eso?
—En el estado de Sonora —dijo el Cerdo—. Es la capital de Sonora, en el noroeste de México, en la frontera con los Estados Unidos.
—¿Qué va a hacer usted a Sonora? —dijo el Cerdo.
El viejo dudó un momento antes de responder, como si se le hubiera olvidado hablar.
—Voy a conocer —dijo.
Aunque el Cerdo no estaba seguro. Tal vez dijo aprender y no conocer.
—¿Hermosillo? —dijo el Cerdo.
—No, Santa Teresa —dijo el viejo—. ¿La conoce usted?
—No —dijo el Cerdo—, he estado un par de veces en Hermosillo, dando conferencias sobre literatura, hace tiempo, pero nunca en Santa Teresa.
—Creo que es una ciudad grande —dijo el viejo.
—Es grande, sí —dijo el Cerdo—, hay fábricas, y también problemas. No creo que sea un lugar bonito.
El Cerdo sacó su identificación y pudo acompañar al viejo hasta la puerta de embarque. Antes de separarse le dio una tarjeta. Una tarjeta A.
—Si tiene algún problema, ya sabe —dijo.
—Muchas gracias —dijo el viejo.
Después se dieron la mano y ya no lo volvió a ver.
Optaron por no decirle a nadie más lo que sabían. Callar, juzgaron, no era traicionar a nadie sino actuar con la debida prudencia y discreción que el caso ameritaba. Se convencieron rápidamente de que era mejor no levantar aún falsas expectativas. Según Borchmeyer aquel año el nombre de Archimboldi volvía a sonar entre los candidatos al Premio Nobel. El año anterior también su nombre había estado en las quinielas del premio. Falsas expectativas. Según Dieter Hellfeld un miembro de la academia sueca, o el secretario de un miembro de la academia, se había puesto en contacto con su editora para sondearla acerca de la actitud del escritor caso de resultar premiado. ¿Qué podía decir un hombre de más de ochenta años? ¿Qué importancia podía tener el Nobel para un hombre de más de ochenta años, sin familia, sin descendientes, sin un rostro conocido? La señora Bubis dijo que él estaría encantado. Probablemente sin consultarlo con nadie, pensando en los libros que se venderían. ¿Pero la baronesa se preocupaba por los libros vendidos, por los libros que se acumulaban en los almacenes de la editorial Bubis en Hamburgo? No, seguramente no, dijo Dieter Hellfeld. La baronesa rondaba los noventa años y el estado del almacén la traía sin cuidado. Viajaba mucho, Milán, París, Frankfurt. A veces se la podía ver hablando con la señora Sellerio en el stand de Bubis en Frankfurt. O en la embajada alemana en Moscú, con trajes de Chanel y dos poetas rusos por banda, disertando sobre Bulgákov y sobre la belleza (¡incomparable!) de los ríos rusos en otoño, antes de las heladas invernales. A veces, dijo Pelletier, da la impresión de que la señora Bubis ha olvidado la existencia de Archimboldi. Eso, en México, es lo más normal, dijo el joven Alatorre. De todas maneras, según Schwarz, cabía la posibilidad, puesto que estaba en la lista de los favoritos. Y tal vez los académicos suecos tenían ganas de un cierto cambio. Un veterano, un desertor de la Segunda Guerra Mundial que sigue huyendo, un recordatorio para Europa en tiempos convulsos. Un escritor de izquierdas al que respetaban hasta los situacionistas. Un tipo que no pretendía conciliar lo irreconciliable, que es lo que está de moda. Imagínate, dijo Pelletier, Archimboldi gana el Nobel y justo en ese momento aparecemos nosotros, con Archimboldi de la mano.
No se plantearon qué estaba haciendo Archimboldi en México. ¿Por qué alguien con más de ochenta años viaja a un país que nunca antes ha visitado? ¿Interés repentino? ¿Necesidad de observar sobre el terreno los escenarios de un libro en curso? Era improbable, adujeron, entre otras razones porque los cuatro creían que ya no habría más libros de Archimboldi.
De forma tácita se inclinaron por la respuesta más fácil, pero también la más descabellada: Archimboldi había ido a México a hacer turismo, como tantos alemanes y europeos de la tercera edad. La explicación no se mantenía en pie. Imaginaron a un viejo prusiano misántropo que una mañana despierta y ya está loco. Sopesaron las posibilidades de la demencia senil. Desecharon las hipótesis y se atuvieron a las palabras del Cerdo. ¿Y si Archimboldi estuviera huyendo? ¿Y si Archimboldi, de pronto, hubiera encontrado otra vez un motivo para huir?
Al principio Norton fue la más renuente a salir en su busca. La imagen de ellos regresando a Europa con Archimboldi de la mano le parecía la imagen de un grupo de secuestradores. Por supuesto, nadie pensaba secuestrar a Archimboldi. Ni siquiera someterlo a una batería de preguntas. Espinoza se conformaba con verlo. Pelletier se conformaba con preguntarle quién era la persona con cuya piel se había fabricado la máscara de cuero de su novela homónima. Morini se conformaba con ver las fotos que ellos le tomarían en Sonora.
Alatorre, a quien nadie le había pedido su opinión, se conformaba con iniciar una amistad epistolar con Pelletier, Espinoza, Morini y Norton y tal vez, si no era molestia, visitarlos de vez en cuando en sus respectivas ciudades. Sólo Norton tenía reservas. Pero al final decidió viajar. Creo que Archimboldi vive en Grecia, dijo Dieter Hellfeld. O eso o está muerto. También hay una tercera opción, dijo Dieter Hellfeld: que el autor que conocemos por el nombre de Archimboldi sea en realidad la señora Bubis.
—Sí, sí —dijeron nuestros cuatro amigos—, la señora Bubis.
A última hora Morini decidió no viajar. Su salud quebrantada, dijo, se lo impedía. Marcel Schwob, que tenía una salud igual de frágil, en 1901 había emprendido un viaje en peores condiciones para visitar la tumba de Stevenson en una isla del Pacífico. El viaje de Schwob fue de muchos días de duración, primero en el Ville de La Ciotat, después en el Polynésienne y después en el Manapouri. En enero de 1902 enfermó de pulmonía y estuvo a punto de morir. Schwob viajó con su criado, un chino llamado Ting, el cual se mareaba a la primera ocasión. O tal vez sólo se mareaba si hacía mala mar. En cualquier caso el viaje estuvo plagado de mala mar y de mareos. En una ocasión Schwob, acostado en su camarote, sintiéndose morir, notó que alguien se acostaba a su lado. Al volverse para ver quién era el intruso descubrió a su sirviente oriental, cuya piel estaba verde como una lechuga. Tal vez sólo en ese momento se dio cuenta de la empresa en la que se había metido. Cuando llegó, al cabo de muchas penalidades, a Samoa, no visitó la tumba de Stevenson. Por un lado se encontraba demasiado enfermo y, por otro lado, ¿para qué visitar la tumba de alguien que no ha muerto? Stevenson, y esta revelación simple se la debía al viaje, vivía en él.
Morini, que admiraba (aunque más que admiración era cariño) a Schwob, pensó al principio que su viaje a Sonora podía ser, a escala reducida, una suerte de homenaje al escritor francés y también al escritor inglés cuya tumba fue a visitar el escritor francés, pero cuando volvió a Turín se dio cuenta de que no podía viajar. Así que telefoneó a sus amigos y les mintió que el médico le había prohibido terminantemente un esfuerzo de esa naturaleza. Pelletier y Espinoza aceptaron sus explicaciones y prometieron que lo llamarían regularmente para tenerlo informado de la búsqueda, esta vez definitiva, que iban a emprender.
Con Norton fue distinto. Morini repitió que no iba a viajar. Que el médico se lo prohibía. Que pensaba escribirles todos los días. Incluso se rió y se permitió una broma tonta que Norton no entendió. Un chiste de italianos. Un italiano, un francés y un inglés en un avión en donde sólo hay dos paracaídas. Norton creyó que se trataba de un chiste político. En realidad era un chiste de niños, aunque el italiano del avión (que perdía primero un motor y luego el otro y luego empezaba a capotar) se parecía, tal como contaba el chiste Morini, a Berlusconi. En realidad Norton apenas abrió la boca. Dijo ahá, ahá, ahá. Y luego dijo buenas noches, Piero, en un inglés muy dulce o que a Morini le pareció insoportablemente dulce y luego colgó.
Norton, de alguna manera, se sintió insultada por la negativa de Morini a acompañarlos. No volvieron a llamarse por teléfono. Morini hubiera podido hacerlo, pero a su modo y antes de que sus amigos emprendieran la búsqueda de Archimboldi, él, como Schwob en Samoa, ya había iniciado un viaje, un viaje que no era alrededor del sepulcro de un valiente sino alrededor de una resignación, una experiencia en cierto sentido nueva, pues esta resignación no era lo que comúnmente se llama resignación, ni siquiera paciencia o conformidad, sino más bien un estado de mansedumbre, una humildad exquisita e incomprensible que lo hacía llorar sin que viniera a cuento y en donde su propia imagen, lo que Morini percibía de Morini, se iba diluyendo de forma gradual e incontenible, como un río que deja de ser río o como un árbol que se quema en el horizonte sin saber que se está quemando.
Pelletier, Espinoza y Norton viajaron desde París al DF, en donde los esperaba el Cerdo. Allí pasaron la noche en un hotel y a la mañana siguiente volaron a Hermosillo. El Cerdo, que no entendía gran parte de la historia, estaba encantado de atender a tan ilustres académicos europeos aunque éstos, para su disgusto, no aceptaran pronunciar ninguna conferencia en Bellas Artes o en la UNAM o en el Colegio de México.
La noche que pasaron en el DF Espinoza y Pelletier fueron con el Cerdo al hotel en donde había pernoctado Archimboldi. El recepcionista no puso ningún inconveniente en dejarles ver el ordenador. Con el ratón el Cerdo repasó los nombres que aparecieron en la pantalla iluminada y que correspondían al día en que había conocido a Archimboldi. Pelletier se dio cuenta de que tenía las uñas sucias y comprendió la razón de su mote.
—Aquí está —dijo el Cerdo—, es éste.
Pelletier y Espinoza buscaron el nombre que indicaba el mexicano. Hans Reiter. Una noche. Pago al contado. No había utilizado tarjeta ni había abierto el minibar. Después se marcharon al hotel aunque el Cerdo les preguntó si les interesaba conocer algún lugar típico. No, dijeron Espinoza y Pelletier, no nos interesa.
Norton, mientras tanto, estaba en el hotel y aunque no tenía sueño había apagado las luces y dejado sólo el televisor encendido y con el volumen muy bajo. Por las ventanas abiertas de su cuarto llegaba un zumbido lejano, como si a muchos kilómetros de allí, en un zona del extrarradio de la ciudad, estuvieran evacuando a la gente. Pensó que era el televisor y lo apagó, pero el ruido persistía. Se apoyó en la ventana y contempló la ciudad. Un mar de luces vacilantes se extendía hacia el sur. El zumbido, con la mitad del cuerpo fuera de la ventana, no se oía. El aire era frío y le resultó confortable.
En la entrada del hotel un par de porteros discutían con un cliente y un taxista. El cliente estaba borracho. Uno de los porteros lo sostenía del hombro y el otro escuchaba lo que tenía que decir el taxista, que parecía, a juzgar por los aspavientos que realizaba, cada vez más excitado. Al poco rato un coche se detuvo delante del hotel y vio bajar de él a Espinoza y a Pelletier, seguidos por el mexicano. Desde allí arriba no estaba muy segura de que fueran sus amigos. En cualquier caso, si lo eran parecían distintos, caminaban de otra manera, mucho más viriles, si esto era posible, aunque la palabra virilidad, sobre todo aplicada a la forma de caminar, a Norton le sonaba monstruosa, un sinsentido sin pies ni cabeza. El mexicano le dio las llaves del coche a uno de los porteros y luego los tres se introdujeron en el hotel. El portero que tenía las llaves del coche del Cerdo se subió a éste y entonces el taxista dirigió sus aspavientos en dirección al portero que sostenía al borracho. Norton tuvo la impresión de que el taxista exigía más dinero y que el cliente borracho del hotel no quería pagarle. Desde su posición Norton creyó que el borracho tal vez fuera norteamericano. Llevaba una camisa blanca, por fuera del pantalón de lona, de color claro, como un capuchino o como un batido de café. Su edad era indiscernible. Cuando el otro portero volvió, el taxista retrocedió dos pasos y les dijo algo.
Su actitud, pensó Norton, resultaba amenazante. Entonces uno de los porteros, el que sostenía al cliente borracho, dio un salto y lo cogió por el cuello. El taxista no esperaba esa reacción y sólo atinó a retroceder, pero ya resultaba imposible sacudirse de encima al portero. Por el cielo, presumiblemente lleno de nubes negras cargadas de contaminación, aparecieron las luces de un avión. Norton levantó la vista, sorprendida, pues entonces todo el aire empezó a zumbar, como si millones de abejas rodearan el hotel. Por un instante se le pasó por la cabeza la idea de un terrorista suicida o de un accidente aéreo. En la entrada del hotel los dos porteros le pegaban al taxista, que estaba en el suelo. No se trataba de patadas continuadas. Digamos que lo pateaban cuatro o seis veces y paraban y le daban oportunidad de hablar o de irse, pero el taxista, que estaba doblado sobre su estómago, movía la boca y los insultaba y entonces los porteros le daban otra tanda de patadas.
El avión descendió un poco más en la oscuridad y Norton creyó ver a través de las ventanillas los rostros expectantes de los pasajeros. Luego el aparato dio un giro y volvió a subir y pocos segundos después penetró una vez más en el vientre de las nubes. Las luces de cola, centellas rojas y azules, fue lo último que vio antes de que desapareciera. Cuando miró hacia abajo uno de los recepcionistas del hotel había salido y se llevaba, como a un herido, al cliente borracho que apenas podía caminar, mientras los dos porteros arrastraban al taxista no en dirección al taxi sino en dirección al párking subterráneo.
Su primer impulso fue bajar al bar, en donde encontraría a Pelletier y Espinoza charlando con el mexicano, pero al final decidió cerrar la ventana y meterse en la cama. El zumbido seguía y Norton pensó que lo debía de producir el aire acondicionado.
—Hay una especie de guerra entre taxistas y porteros —dijo el Cerdo—. Una guerra no declarada, con sus altibajos, momentos de gran tensión y momentos de alto el fuego.
—¿Y ahora qué va a pasar? —dijo Espinoza.
Estaban sentados en el bar del hotel, junto a uno de los ventanales que daba a la calle. Afuera el aire tenía una textura líquida. Agua negra, azabache, que daba ganas de pasarle la mano por el lomo y acariciarla.
—Los porteros le darán una lección al taxista y éste va a tardar mucho tiempo en volver al hotel —dijo el Cerdo—. Es por las propinas.
Después el Cerdo sacó su agenda electrónica de direcciones y ellos copiaron en sus respectivas libretas el teléfono del rector de la Universidad de Santa Teresa.
—Yo platiqué con él hoy —dijo el Cerdo— y le pedí que los ayudara en todo lo posible.
—¿Quién va a sacar de aquí al taxista? —dijo Pelletier.
—Saldrá por su propio pie —dijo el Cerdo—. Le darán una madriza en toda regla en el interior del párking y luego lo despertarán con baldazos de agua fría para que se meta en su coche y se largue.
—¿Y si los porteros y los taxistas están en guerra, cómo lo hacen los clientes cuando necesitan un taxi? —dijo Espinoza.
—Ah, entonces el hotel llama a una compañía de radiotaxis. Los radiotaxis están en paz con todo el mundo —dijo el Cerdo.
Cuando salieron a despedirlo a la entrada del hotel vieron al taxista que emergía renqueando del párking. Tenía el rostro intacto y la ropa no parecía mojada.
—Seguro que hizo un trato —dijo el Cerdo.
—¿Un trato?
—Un trato con los porteros. Dinero —dijo el Cerdo—, les debió de dar dinero.
Pelletier y Espinoza, por un segundo, imaginaron que el Cerdo se iba a marchar en el taxi, que estaba estacionado a pocos metros de allí, en la otra acera, y que tenía un aspecto de abandono absoluto, pero con un gesto de la cabeza el Cerdo le ordenó a uno de los porteros que fuera a buscar su coche.
A la mañana siguiente volaron a Hermosillo y desde el aeropuerto telefonearon al rector de la Universidad de Santa Teresa y después alquilaron un coche y partieron hacia la frontera. Al salir del aeropuerto los tres percibieron la luminosidad del estado de Sonora. Era como si la luz se sumergiera en el océano Pacífico produciendo una enorme curvatura en el espacio. Daba hambre desplazarse bajo aquella luz, aunque también, pensó Norton, y tal vez de forma más perentoria, daba ganas de aguantar el hambre hasta el final.
Entraron por el sur de Santa Teresa y la ciudad les pareció un enorme campamento de gitanos o de refugiados dispuestos a ponerse en marcha a la más mínima señal. Alquilaron tres habitaciones en el cuarto piso del Hotel México. Las tres habitaciones eran iguales, pero en realidad estaban llenas de pequeñas señales que las hacían diferentes. En la habitación de Espinoza había un cuadro de grandes proporciones en donde se veía el desierto y a un grupo de hombres a caballo, en el lado izquierdo, vestidos con camisas de color beige, como si fueran del ejército o de un club de equitación. En la habitación de Norton había dos espejos en vez de uno. El primer espejo estaba junto a la puerta, como en las otras habitaciones, el segundo estaba en la pared del fondo, junto a la ventana que daba a la calle, de tal manera que si uno adoptaba determinada postura, ambos espejos se reflejaban. En la habitación de Pelletier faltaba un pedazo de la taza del baño. A simple vista no se veía, pero al levantar la tapa del wáter el pedazo que faltaba se hacía presente de forma repentina, casi como un ladrido. ¿Cómo demonios nadie ha reparado esto?, pensó Pelletier. Norton nunca había visto una taza en esas condiciones. Faltaban unos veinte centímetros. Debajo del enlosado blanco había un material rojo, como arcilla de ladrillos, con forma de galletas untadas de yeso. El trozo que faltaba tenía forma de medialuna. Parecía como si lo hubieran arrancado con un martillo. O como si alguien hubiera levantado a otra persona que ya estaba en el suelo y hubiera estampado su cabeza contra la taza del baño, pensó Norton.
El rector de la Universidad de Santa Teresa les pareció un tipo amable y tímido. Era muy alto y tenía la piel ligeramente bronceada, como si a diario realizara largos paseos meditabundos por el campo. Los invitó a una taza de café y escuchó sus explicaciones con paciencia y un interés más fingido que real. Después los llevó a dar una vuelta por la universidad, señalando los edificios e indicándoles a qué facultades pertenecían. Cuando Pelletier, por cambiar de tema, habló de la luz de Sonora, el rector se explayó hablando de las puestas de sol en el desierto y mencionó a algunos pintores, cuyos nombres ellos desconocían, que se habían instalado a vivir en Sonora o en la vecina Arizona.
Al regresar a la rectoría volvió a ofrecerles café y les preguntó en qué hotel estaban alojados. Cuando se lo dijeron anotó el nombre del hotel en una hoja que se guardó en el bolsillo superior de la chaqueta y luego los invitó a cenar a su casa. Poco después ellos se marcharon. Mientras recorrían el trecho que había desde la rectoría hasta el aparcadero de coches vieron a un grupo de estudiantes de ambos sexos que caminaban por un prado justo en el momento en que se ponían en funcionamiento los aspersores de riego. Los estudiantes pegaron un grito y echaron a correr, alejándose de allí.
Antes de volver al hotel dieron una vuelta por la ciudad. Les pareció tan caótica que se pusieron a reír. Hasta entonces no estaban de buen humor. Observaban las cosas y escuchaban a las personas que los podían ayudar, pero únicamente como parte de una estrategia mayor. Durante el regreso al hotel desapareció la sensación de estar en un medio hostil, aunque hostil no era la palabra, un medio cuyo lenguaje se negaban a reconocer, un medio que transcurría paralelo a ellos y en el cual sólo podían imponerse, ser sujetos únicamente levantando la voz, discutiendo, algo que no tenían intención de hacer.
En el hotel encontraron una nota de Augusto Guerra, el decano de la facultad de Filosofía y Letras. La nota estaba dirigida a sus «colegas» Espinoza, Pelletier y Norton. Queridos colegas, había escrito sin un ápice de ironía. Esto los hizo reír aún más, aunque acto seguido los entristeció, pues el ridículo de un «colega», a su manera, tendía puentes de hormigón armado entre Europa y aquel rincón trashumante. Es como oír llorar a un niño, dijo Norton. En su nota Augusto Guerra, además de desearles una buena y feliz estancia en su ciudad, les hablaba de un tal profesor Amalfitano, «experto en Benno von Archimboldi», el cual diligentemente se presentaría en el hotel aquella misma tarde para ayudarlos en todo lo posible. La despedida estaba adornada con una frase poética que comparaba el desierto con un jardín petrificado.
A la espera del experto en Benno von Archimboldi decidieron no salir del hotel, una decisión que por lo que vieron a través de las ventanas del bar compartían con un grupo de turistas norteamericanos que se estaban emborrachando a conciencia en la terraza engalanada con algunas variedades de cactus sorprendentes, algunos de casi tres metros de altura. De vez en cuando uno de los turistas se levantaba de la mesa y se acercaba a los balaustres cubiertos de plantas semisecas y echaba una mirada a la avenida. Luego, trastabillando, regresaba junto a sus compañeros y compañeras y al cabo de un rato todos se reían, como si el que se había levantado les contara un chiste picante pero muy gracioso. No había ningún joven entre ellos, aunque tampoco había ningún viejo, era un grupo de turistas cuarentones y cincuentones que probablemente aquel mismo día iba a volver a los Estados Unidos. Poco a poco la terraza del hotel se fue llenando de más gente, hasta que no quedó ni una mesa libre. Cuando por el este empezó a avanzar la noche por los altavoces de la terraza se oyeron las primeras notas de una canción de Willy Nelson.
Uno de los borrachos, al reconocerla, pegó un grito y se levantó. Espinoza, Pelletier y Norton creyeron que se iba a poner a bailar, pero en lugar de eso se acercó a la barandilla de la terraza, asomó el pescuezo, miró arriba y abajo y luego volvió muy tranquilo a sentarse junto a su mujer y sus amigos. Estos tipos están medio locos, dijeron Espinoza y Pelletier. Norton, por el contrario, pensó que algo raro estaba pasando, en la avenida, en la terraza, en las habitaciones del hotel, incluso en el DF con esos taxistas y porteros irreales, o al menos sin un asidero lógico por donde agarrarlos, e incluso algo raro, que escapaba a su comprensión, estaba pasando en Europa, en el aeropuerto de París en donde se habían reunido los tres, y tal vez antes, con Morini y su negativa a acompañarlos, con ese joven un tanto repulsivo que conocieron en Toulouse, con Dieter Hellfeld y sus repentinas noticias sobre Archimboldi. E incluso algo raro pasaba con Archimboldi y con todo lo que contaba Archimboldi y con ella misma, irreconocible, si bien sólo a ráfagas, que leía y anotaba e interpretaba los libros de Archimboldi.
—¿Has pedido que arreglen el wáter de tu habitación? —dijo Espinoza.
—Sí, les he dicho que hagan algo —dijo Pelletier—. Pero en la recepción me sugirieron un cambio de habitación. Querían ponerme en el tercero. Así que les dije que ya estaba bien así, que me pensaba quedar en mi habitación y que ellos podían arreglar la taza cuando yo me marchara. Prefiero seguir juntos —dijo Pelletier con una sonrisa.
—Has hecho bien —dijo Espinoza.
—El recepcionista me dijo que pensaban cambiar la taza del baño pero que no encontraban el modelo apropiado. Que no me fuera a marchar con una mala impresión del hotel. Un tipo amable, después de todo —dijo Pelletier.
La primera impresión que los críticos tuvieron de Amalfitano fue más bien mala, perfectamente acorde con la mediocridad del lugar, sólo que el lugar, la extensa ciudad en el desierto, podía ser vista como algo típico, algo lleno de color local, una prueba más de la riqueza a menudo atroz del paisaje humano, mientras que Amalfitano sólo podía ser visto como un náufrago, un tipo descuidadamente vestido, un profesor inexistente de una universidad inexistente, el soldado raso de una batalla perdida de antemano contra la barbarie, o, en términos menos melodramáticos, como lo que finalmente era, un melancólico profesor de filosofía pasturando en su propio campo, el lomo de una bestia caprichosa e infantiloide que se habría tragado de un solo bocado a Heidegger en el supuesto de que Heidegger hubiera tenido la mala pata de nacer en la frontera mexicano-norteamericana. Espinoza y Pelletier vieron en él a un tipo fracasado, fracasado sobre todo porque había vivido y enseñado en Europa, que intentaba protegerse con una capa de dureza, pero cuya delicadeza intrínseca lo delataba en el acto. La impresión de Norton, por el contrario, fue la de un tipo muy triste, que se apagaba a pasos de gigante, y que lo último que deseaba era servirles de guía por aquella ciudad.
Aquella noche los tres críticos se fueron a acostar relativamente temprano. Pelletier soñó con su taza de baño. Un ruido apagado lo despertaba y él se levantaba desnudo y veía por debajo de la puerta que alguien había encendido la luz del baño. Al principio pensaba que era Norton, incluso Espinoza, pero al acercarse ya sabía que no podía ser ninguno de los dos. Al abrir la puerta el baño estaba vacío. En el suelo veía grandes manchas de sangre. La bañera y la cortina de la bañera exhibían costras no del todo endurecidas de una materia que al principio Pelletier creía que era barro o vómito, pero que no tardaba en descubrir que era mierda. El asco que le producía la mierda era mucho mayor que el miedo que le producía la sangre. A la primera arcada se despertó.
Espinoza soñó con el cuadro del desierto. En el sueño Espinoza se erguía hasta quedar sentado en la cama y desde allí, como si viera la tele en una pantalla de más de un metro y medio por un metro y medio, podía contemplar el desierto estático y luminoso, de un amarillo solar que hacía daño en los ojos, y a las figuras montadas a caballo, cuyos movimientos, los de los jinetes y los de los caballos, eran apenas perceptibles, como si habitaran en un mundo diferente del nuestro, en donde la velocidad era distinta, una velocidad que para Espinoza era lentitud, aunque él sabía que gracias a esa lentitud, quienquiera que fuera el observador del cuadro no se volvía loco. Y luego estaban las voces. Espinoza las escuchó. Voces apenas audibles, al principio sólo fonemas, cortos gemidos lanzados como meteoritos sobre el desierto y sobre el espacio armado de la habitación del hotel y del sueño. Algunas palabras sueltas sí que fue capaz de reconocerlas. Rapidez, premura, velocidad, ligereza. Las palabras se abrían paso a través del aire enrarecido del cuadro como raíces víricas en medio de carne muerta. Nuestra cultura, decía una voz. Nuestra libertad. La palabra libertad le sonaba a Espinoza como un latigazo en un aula vacía. Cuando despertó estaba sudando.
En el sueño de Norton ésta se veía reflejada en ambos espejos. En uno de frente y en el otro de espaldas. Su cuerpo estaba ligeramente sesgado. Con certeza resultaba imposible decir si pensaba avanzar o retroceder. La luz de la habitación era escasa y matizada, como la de un atardecer inglés. No había ninguna lámpara encendida. Su imagen en los espejos aparecía vestida como para salir, con un traje sastre gris y, cosa curiosa, pues Norton rara vez usaba esta prenda, con un sombrerito gris que evocaba páginas de moda de los años cincuenta. Probablemente llevaba zapatos de tacón, de color negro, aunque no se los podía ver. La inmovilidad de su cuerpo, algo en él que inducía a pensar en lo inerte y también en lo inerme, la llevaba a preguntarse, sin embargo, qué era lo que estaba esperando para partir, qué aviso aguardaba para salir del campo en que ambos espejos se miraban y abrir la puerta y desaparecer. ¿Tal vez había oído un ruido en el pasillo? ¿Tal vez alguien había intentado al pasar abrir su puerta? ¿Un huésped despistado del hotel? ¿Un empleado, alguien enviado por la recepción, una mujer de la limpieza? El silencio, no obstante, era total y tenía, además, algo de calmo, de los largos silencios que preceden a la noche. De pronto Norton se dio cuenta de que la mujer reflejada en el espejo no era ella. Sintió miedo y curiosidad y permaneció quieta, observando si cabe con mayor detenimiento a la figura en el espejo. Objetivamente, se dijo, es igual a mí y no tengo ninguna razón para pensar lo contrario. Soy yo. Pero luego se fijó en su cuello: una vena hinchada, como si estuviera a punto de reventar, lo recorría desde la oreja hasta perderse en el omóplato. Una vena que más que real parecía dibujada. Entonces Norton pensó: tengo que marcharme de aquí. Y recorrió la habitación con los ojos intentando descubrir el lugar exacto en que se encontraba la mujer, pero le fue imposible verla. Para que se reflejase en ambos espejos, se dijo, tenía que estar justo entre el pequeño pasillo de entrada y la habitación. Pero no la vio. Al mirarla en los espejos notó un cambio. El cuello de la mujer se movía de forma casi imperceptible. Yo también estoy siendo reflejada en los espejos, se dijo Norton. Y si ella sigue moviéndose finalmente ambas nos miraremos. Veremos nuestras caras. Norton apretó los puños y esperó. La mujer del espejo también apretó los puños, como si el esfuerzo que hacía fuera sobrehumano. La tonalidad de la luz que entraba en la habitación se hizo cenicienta. Norton tuvo la impresión de que afuera, en las calles, se había desatado un incendio. Empezó a sudar. Agachó la cabeza y cerró los ojos. Cuando volvió a mirar los espejos, la vena hinchada de la mujer había crecido de volumen y su perfil comenzaba a insinuarse. Tengo que huir, pensó. También pensó: ¿dónde están Jean-Claude y Manuel? También pensó en Morini. Sólo vio una silla de ruedas vacía y atrás un bosque enorme, impenetrable, de un verde casi negro, que tardó en reconocer como Hyde Park. Cuando abrió los ojos la mirada de la mujer del espejo y la de ella se intersecaron en algún punto indeterminado de la habitación. Los ojos de ella eran iguales a los suyos. Los pómulos, los labios, la frente, la nariz. Norton se puso a llorar o creyó que lloraba de pena o de miedo. Es igual a mí, se dijo, pero ella está muerta. La mujer ensayó una sonrisa y luego, casi sin transición, una mueca de miedo le desfiguró el rostro. Sobresaltada, Norton miró hacia atrás, pero atrás no había nadie, sólo la pared de la habitación. La mujer volvió a sonreírle. Esta vez la sonrisa no fue precedida por una mueca sino por un gesto de profundo abatimiento. Y luego la mujer volvió a sonreírle y su rostro se hizo ansioso y luego inexpresivo y luego nervioso y luego resignado y luego pasó por todas las expresiones de la locura y siempre volvía a sonreírle, mientras Norton, recuperada la sangre fría, había sacado una libretita y tomaba notas muy rápidas de todo lo que sucedía, como si en ello estuviera cifrado su destino o su cuota de felicidad en la tierra, y así estuvo hasta despertar.
Cuando Amalfitano les dijo que él había traducido para una editorial argentina, en el año 1974, La rosa ilimitada, la opinión de los críticos cambió. Quisieron saber en dónde había aprendido alemán, cómo había conocido la obra de Archimboldi, qué libros había leído de él, qué opinión le merecía. Amalfitano dijo que el alemán lo había aprendido en Chile, en el Colegio Alemán, al que había ido desde pequeño, aunque al cumplir los quince años se había ido a estudiar, por motivos que no venían al caso, a un liceo público. Entró en contacto con la obra de Archimboldi, según creía recordar, a la edad de veinte años, entonces había leído, en alemán y cogiendo los libros en préstamo de una biblioteca de Santiago, La rosa ilimitada, La máscara de cuero y Ríos de Europa. En aquella biblioteca sólo tenían aquellos tres libros y Bifurcaria bifurcata, pero este último lo empezó y no lo pudo terminar. Era una biblioteca pública enriquecida con los fondos de un señor alemán que había acumulado muchísimos libros en dicha lengua y que antes de morir los donó a su comuna, en el barrio de Ñuñoa, en Santiago.
Por supuesto, la opinión que Amalfitano tenía de Archimboldi era buena, aunque distaba mucho de la adoración que por el autor alemán sentían los críticos. A Amalfitano, por ejemplo, le parecía igual de bueno Günter Grass o Arno Schmidt. Cuando los críticos quisieron saber si la traducción de La rosa ilimitada había sido idea suya o un encargo de los editores, Amalfitano dijo que, según creía recordar, fueron los editores de aquella editorial argentina los que tuvieron la idea. Por aquella época, dijo, yo traducía todo lo que podía, y además trabajaba como corrector de galeradas. La edición, hasta donde sabía, había sido una edición pirata, aunque esto lo pensó mucho después y no podía confirmarlo.
Cuando los críticos, ya mucho más benevolentes con su aparición, le preguntaron qué hacía él en Argentina en el año 1974, Amalfitano los miró a ellos y luego miró su cóctel Margarita y dijo, como si lo hubiera repetido muchas veces, que en 1974 él estaba en Argentina por el golpe de Estado en Chile, el cual lo obligó a emprender el camino del exilio. Y luego pidió disculpas por esa forma un tanto grandilocuente de expresarse. Todo se pega, dijo, pero ninguno de los críticos le dio mayor importancia a esta última frase.
—El exilio debe de ser algo terrible —dijo Norton, comprensiva.
—En realidad —dijo Amalfitano— ahora lo veo como un movimiento natural, algo que, a su manera, contribuye a abolir el destino o lo que comúnmente se considera el destino.
—Pero el exilio —dijo Pelletier— está lleno de inconvenientes, de saltos y rupturas que más o menos se repiten y que dificultan cualquier cosa importante que uno se proponga hacer.
—Ahí precisamente radica —dijo Amalfitano— la abolición del destino. Y perdonen otra vez.
A la mañana siguiente encontraron a Amalfitano esperándolos en el lobby del hotel. Si el profesor chileno no hubiera estado allí seguramente se habrían contado mutuamente las pesadillas de aquella noche y quién sabe lo que hubiera salido a la luz. Pero allí estaba Amalfitano y se fueron los cuatro juntos a desayunar y a planificar las actividades del día. Examinaron las posibilidades. En primer lugar estaba claro que Archimboldi no se había presentado a la universidad. Al menos no a la facultad de Filosofía y Letras. No existía un consulado alemán en Santa Teresa, por lo que cualquier movimiento en esa dirección quedaba descartado de antemano. Le preguntaron a Amalfitano cuántos hoteles había en la ciudad. Éste contestó que no lo sabía pero que podía averiguarlo en el acto, apenas acabaran de desayunar.
—¿De qué manera? —quiso saber Espinoza.
—Preguntándolo en la recepción —dijo Amalfitano—. Ahí deben tener una lista completa de todos los hoteles y moteles de los alrededores.
—Claro —dijeron Pelletier y Norton.
Mientras acababan de desayunar especularon una vez más sobre cuáles podían ser los motivos que habían impulsado a Archimboldi a viajar hasta ese lugar. Amalfitano supo entonces que nunca nadie había visto en persona a Archimboldi. La historia le pareció, sin que pudiera decir a ciencia cierta por qué, divertida, y les preguntó los motivos por los que querían encontrarlo si estaba claro que Archimboldi no quería que nadie lo viera. Porque nosotros estudiamos su obra, dijeron los críticos. Porque se está muriendo y no es justo que el mejor escritor alemán del siglo XX se muera sin poder hablar con quienes mejor han leído sus novelas. Porque queremos convencerlo de que vuelva a Europa, dijeron.
—Yo creía —dijo Amalfitano— que el mejor escritor alemán del siglo veinte era Kafka.
Bueno, pues entonces el mejor escritor alemán de la posguerra o el mejor escritor alemán de la segunda mitad del siglo XX, dijeron los críticos.
—¿Han leído a Peter Handke? —les preguntó Amalfitano—. ¿Y Thomas Bernhard?
Uf, dijeron los críticos y a partir de este momento hasta que dieron por concluido el desayuno Amalfitano fue atacado hasta quedar reducido a una especie de Periquillo Sarniento abierto en canal y sin una sola pluma.
En la recepción les dieron la lista de los hoteles de la ciudad. Amalfitano sugirió que podían llamar desde la universidad, ya que al parecer la relación entre Guerra y los críticos era óptima, o el respeto que sentía Guerra por los críticos era reverencial y no exento de temblores, temblores a su vez no exentos de vanidad o coquetería, aunque también hay que añadir que tras la coquetería o los temblores se agazapaba la astucia, pues si bien la disposición favorable de Guerra estaba dictada por el deseo del rector Negrete, no se le ocultaba a Amalfitano que Guerra pensaba sacar tajada de la visita de los ilustres profesores europeos, sobre todo si se tiene en cuenta que el futuro es un misterio y que uno nunca sabe a ciencia cierta en qué momento se tuerce el camino y hacia qué extraños lugares lo encaminan sus pasos. Pero los críticos se negaron a utilizar el teléfono de la universidad e hicieron las llamadas con cargo a sus propias habitaciones.
Para ganar tiempo, Espinoza y Norton llamaron desde la habitación de Espinoza, y Amalfitano y Pelletier desde la habitación del francés. Al cabo de una hora el resultado no podía ser más descorazonador. En ningún hotel se había registrado ningún Hans Reiter. Al cabo de dos horas decidieron suspender las llamadas y bajar al bar a beber una copa. Sólo quedaban unos pocos hoteles y algunos moteles de las afueras de la ciudad. Al observar la lista con mayor detenimiento, Amalfitano les dijo que la mayoría de los moteles que aparecían en la lista eran lugares de paso, prostíbulos encubiertos, sitios en donde resultaba difícil imaginarse a un turista alemán.
—No estamos buscando a un turista alemán sino a Archimboldi —le respondió Espinoza.
—Eso es cierto —dijo Amalfitano, y se imaginó, efectivamente, a Archimboldi en un motel.
La pregunta es qué vino a hacer Archimboldi a esta ciudad, dijo Norton. Después de discutir un rato los tres críticos llegaron a la conclusión, y Amalfitano estuvo de acuerdo con ellos, de que sólo podía haber venido a Santa Teresa a ver a un amigo o a recabar información para una próxima novela o por ambas razones. Pelletier se inclinó por la posibilidad del amigo.
—Un viejo amigo —conjeturó—, es decir un alemán como él.
—Un alemán al que no ha visto desde hace muchos años, podríamos decir desde el fin de la Segunda Guerra Mundial —dijo Espinoza.
—Un compañero del ejército, alguien que significó mucho para Archimboldi y que desapareció apenas terminó la guerra o incluso puede que antes de que terminara la guerra —dijo Norton.
—Alguien que sabe, sin embargo, que Archimboldi es Hans Reiter —dijo Espinoza.
—No necesariamente, tal vez el amigo de Archimboldi no tiene ni idea de que Hans Reiter y Archimboldi son la misma persona, él sólo conoce a Reiter y sabe cómo ponerse en contacto con Reiter y poco más —dijo Norton.
—Pero eso no es tan fácil —dijo Pelletier.
—No, no es tan fácil, pues presupone que Reiter, desde la última vez que vio a su amigo, digamos que en 1945, no ha cambiado de dirección —dijo Amalfitano.
—Estadísticamente no hay ningún alemán nacido en 1920 que no haya cambiado de dirección al menos una vez en su vida —dijo Pelletier.
—Así que puede que el amigo no se haya puesto en contacto con él sino que sea el propio Archimboldi quien se puso en contacto con su amigo —dijo Espinoza.
—Amigo o amiga —dijo Norton.
—Yo me inclino a creer más en un amigo que en una amiga —dijo Pelletier.
—A menos que no se trate ni de un amigo ni de una amiga y todos nosotros estemos aquí dando palos de ciego —dijo Espinoza.
—Pero, entonces, qué vino a hacer Archimboldi a este lugar —dijo Norton.
—Tiene que ser un amigo, un amigo muy querido, lo suficientemente querido como para forzar a Archimboldi a hacer este viaje —dijo Pelletier.
—¿Y si estamos equivocados? ¿Y si Almendro nos mintió o se confundió o le mintieron a él? —dijo Norton.
—¿Qué Almendro? ¿Héctor Enrique Almendro? —dijo Amalfitano.
—Ése mismo, ¿lo conoces? —dijo Espinoza.
—No personalmente, pero yo no le daría excesivo crédito a una pista de Almendro —dijo Amalfitano.
—¿Por qué? —dijo Norton.
—Bueno, es el típico intelectual mexicano preocupado básicamente en sobrevivir —dijo Amalfitano.
—Todos los intelectuales latinoamericanos están preocupados básicamente en sobrevivir, ¿no? —dijo Pelletier.
—Yo no lo expresaría con esas palabras, hay algunos que están más interesados en escribir, por ejemplo —dijo Amalfitano.
—A ver, explícanos eso —dijo Espinoza.
—En realidad no sé cómo explicarlo —dijo Amalfitano—. La relación con el poder de los intelectuales mexicanos viene de lejos. No digo que todos sean así. Hay excepciones notables. Tampoco digo que los que se entregan lo hagan de mala fe. Ni siquiera que esa entrega sea una entrega en toda regla. Digamos que sólo es un empleo. Pero es un empleo con el Estado. En Europa los intelectuales trabajan en editoriales o en la prensa o los mantienen sus mujeres o sus padres tienen buena posición y les dan una mensualidad o son obreros y delincuentes y viven honestamente de sus trabajos. En México, y puede que el ejemplo sea extensible a toda Latinoamérica, salvo Argentina, los intelectuales trabajan para el Estado. Esto era así con el PRI y sigue siendo así con el PAN. El intelectual, por su parte, puede ser un fervoroso defensor del Estado o un crítico del Estado. Al Estado no le importa. El Estado lo alimenta y lo observa en silencio. Con su enorme cohorte de escritores más bien inútiles, el Estado hace algo. ¿Qué? Exorciza demonios, cambia o al menos intenta influir en el tiempo mexicano. Añade capas de cal a un hoyo que nadie sabe si existe o no existe. Por supuesto, esto no siempre es así. Un intelectual puede trabajar en la universidad o, mejor, irse a trabajar a una universidad norteamericana, cuyos departamentos de literatura son tan malos como los de las universidades mexicanas, pero esto no lo pone a salvo de recibir una llamada telefónica a altas horas de la noche y que alguien que habla en nombre del Estado le ofrezca un trabajo mejor, un empleo mejor remunerado, algo que el intelectual cree que se merece, y los intelectuales siempre creen que se merecen algo más. Esta mecánica, de alguna manera, desoreja a los escritores mexicanos. Los vuelve locos. Algunos, por ejemplo, se ponen a traducir poesía japonesa sin saber japonés y otros, ya de plano, se dedican a la bebida. Almendro, sin ir más lejos, creo que hace ambas cosas. La literatura en México es como un jardín de infancia, una guardería, un kindergarten, un parvulario, no sé si lo podéis entender. El clima es bueno, hace sol, uno puede salir de casa y sentarse en un parque y abrir un libro de Valéry, tal vez el escritor más leído por los escritores mexicanos, y luego acercarse a casa de los amigos y hablar. Tu sombra, sin embargo, ya no te sigue. En algún momento te ha abandonado silenciosamente. Tú haces como que no te das cuenta, pero sí que te has dado cuenta, tu jodida sombra ya no va contigo, pero, bueno, eso puede explicarse de muchas formas, la posición del sol, el grado de inconsciencia que el sol provoca en las cabezas sin sombrero, la cantidad de alcohol ingerida, el movimiento como de tanques subterráneos del dolor, el miedo a cosas más contingentes, una enfermedad que se insinúa, la vanidad herida, el deseo de ser puntual al menos una vez en la vida. Lo cierto es que tu sombra se pierde y tú, momentáneamente, la olvidas. Y así llegas, sin sombra, a una especie de escenario y te pones a traducir o a reinterpretar o a cantar la realidad. El escenario propiamente dicho es un proscenio y al fondo del proscenio hay un tubo enorme, algo así como una mina o la entrada a una mina de proporciones gigantescas. Digamos que es una caverna. Pero también podemos decir que es una mina. De la boca de la mina salen ruidos ininteligibles. Onomatopeyas, fonemas furibundos o seductores o seductoramente furibundos o bien puede que sólo murmullos y susurros y gemidos. Lo cierto es que nadie ve, lo que se dice ver, la entrada de la mina. Una máquina, un juego de luces y de sombras, una manipulación en el tiempo, hurta el verdadero contorno de la boca a la mirada de los espectadores. En realidad, sólo los espectadores que están más cercanos al proscenio, pegados al foso de la orquesta, pueden ver, tras la tupida red de camuflaje, el contorno de algo, no el verdadero contorno, pero sí, al menos, el contorno de algo. Los otros espectadores no ven nada más allá del proscenio y se podría decir que tampoco les interesa ver nada. Por su parte, los intelectuales sin sombra están siempre de espaldas y por lo tanto, a menos que tuvieran ojos en la nuca, les es imposible ver nada. Ellos sólo escuchan los ruidos que salen del fondo de la mina. Y los traducen o reinterpretan o recrean. Su trabajo, cae por su peso decirlo, es pobrísimo. Emplean la retórica allí donde se intuye un huracán, tratan de ser elocuentes allí donde intuyen la furia desatada, procuran ceñirse a la disciplina de la métrica allí donde sólo queda un silencio ensordecedor e inútil. Dicen pío pío, guau guau, miau miau, porque son incapaces de imaginar un animal de proporciones colosales o la ausencia de ese animal. El escenario en el que trabajan, por otra parte, es muy bonito, muy bien pensado, muy coqueto, pero sus dimensiones con el paso del tiempo son cada vez menores. Este achicamiento del escenario no lo desvirtúa en modo alguno. Simplemente cada vez es más chico y también las plateas son más chicas y los espectadores, naturalmente, son cada vez menos. Junto a este escenario, por supuesto, hay otros escenarios. Escenarios nuevos que han crecido con el paso del tiempo. Está el escenario de la pintura, que es enorme, y cuyos espectadores son pocos pero todos, por decirlo de algún modo, son elegantes. Está el escenario del cine y de la televisión. Aquí el aforo es enorme y siempre está lleno y el proscenio crece a buen ritmo año tras año. En ocasiones, los intérpretes del escenario de los intelectuales se pasan, como actores invitados, al escenario de la televisión. En este escenario la boca de la mina es la misma, con un ligerísimo cambio de perspectiva, aunque tal vez el camuflaje sea más denso y, paradójicamente, esté preñado de un humor misterioso y que sin embargo apesta. Este camuflaje humorístico, naturalmente, se presta a muchas interpretaciones, que finalmente siempre se reducen, para mayor facilidad del público o del ojo colectivo del público, a dos. En ocasiones los intelectuales se instalan para siempre en el proscenio televisivo. De la boca de la mina siguen saliendo rugidos y los intelectuales los siguen malinterpretando. En realidad, ellos, que en teoría son los amos del lenguaje, ni siquiera son capaces de enriquecerlo. Sus mejores palabras son palabras prestadas que oyen decir a los espectadores de primera fila. A estos espectadores se les suele llamar flagelantes. Están enfermos y cada cierto tiempo inventan palabras atroces y su índice de mortalidad es elevado. Cuando acaba la jornada laboral se cierran los teatros y se tapan las bocas de las minas con grandes planchas de acero. Los intelectuales se retiran. La luna es gorda y el aire nocturno es de una pureza tal que parece alimenticio. En algunos locales se oyen canciones cuyas notas llegan a las calles. A veces un intelectual se desvía y penetra en uno de estos locales y bebe mezcal. Piensa entonces qué sucedería si un día él. Pero no. No piensa nada. Sólo bebe y canta. A veces alguno cree ver a un escritor alemán legendario. En realidad sólo ha visto una sombra, en ocasiones sólo ha visto a su propia sombra que regresa a casa cada noche para evitar que el intelectual reviente o se cuelgue del portal. Pero él jura que ha visto a un escritor alemán y en esa convicción cifra su propia felicidad, su orden, su vértigo, su sentido de la parranda. A la mañana siguiente hace un buen día. El sol chisporrotea, pero no quema. Uno puede salir de casa razonablemente tranquilo, arrastrando su sombra, y detenerse en un parque y leer unas páginas de Valéry. Y así hasta el fin.
—No entiendo nada de lo que has dicho —dijo Norton.
—En realidad sólo he dicho tonterías —dijo Amalfitano.
Más tarde llamaron a los hoteles y moteles que faltaban y en ninguno de ellos estaba alojado Archimboldi. Durante unas horas pensaron que Amalfitano tenía razón, que la pista de Almendro probablemente era fruto de su imaginación calenturienta, que el viaje de Archimboldi a México sólo existía en los recovecos mentales del Cerdo. El resto del día lo pasaron leyendo y bebiendo y ninguno de los tres se animó a salir del hotel.
Esa noche Norton, mientras revisaba su correspondencia electrónica en el ordenador del hotel, recibió un e-mail de Morini. En su carta Morini hablaba del tiempo, como si no tuviera nada mejor que decir, de la lluvia que empezó a caer oblicuamente sobre Turín a las ocho de la noche y no paró de hacerlo hasta la una de la mañana, y le deseaba a Norton, de corazón, un tiempo mejor en el norte de México, en donde según creía no llovía nunca y sólo hacía frío por las noches y eso únicamente en el desierto. Esa noche, también, después de contestar algunas cartas (no la de Morini), Norton subió a su habitación, se peinó, se lavó los dientes, se puso crema hidratante en la cara, se quedó un rato sentada en la cama, con los pies en el suelo, pensando, y luego salió al pasillo y llamó a la puerta de Pelletier y luego a la puerta de Espinoza y sin decir palabra los guió hasta su habitación, en donde hizo el amor con ambos hasta las cinco de la mañana, hora en que los críticos, por indicación de Norton, volvieron a sus respectivas habitaciones, en donde pronto cayeron en un sueño profundo, sueño que no alcanzó a Norton, quien arregló un poco las sábanas de su cama y apagó las luces del cuarto, pero no pudo pegar ojo.
Pensó en Morini, mejor dicho vio a Morini sentado en la silla de ruedas delante de una ventana de su apartamento en Turín, un apartamento que ella no conocía, mirando la calle y las fachadas de los edificios vecinos y observando cómo caía incesante la lluvia. Los edificios de enfrente eran grises. La calle era oscura y amplia, una avenida, aunque no pasaba ni un solo coche, con algunos árboles raquíticos plantados cada veinte metros, diríase una broma pesada del alcalde o del urbanista del ayuntamiento. El cielo era una manta tapada por una manta que a su vez tapaba otra manta aún más gruesa y húmeda. La ventana por la que Morini observaba el exterior era grande, casi una ventana balcón, más estrecha que ancha y, eso sí, muy alargada, y limpia hasta el punto de que se podría decir que el vidrio, por el que se deslizaban las gotas de lluvia, más que vidrio era puro cristal. Los marcos de la ventana eran de madera pintada de blanco. La habitación tenía las luces encendidas. El parquet relucía, los estantes con libros aparecían ordenados con pulcritud, de las paredes colgaban pocas pinturas de un buen gusto envidiable. No había alfombras y los muebles, un sofá de cuero negro y dos sillones de cuero blanco, no entorpecían en modo alguno el libre tránsito de la silla de ruedas. Tras la puerta, de doble hoja, que permanecía entornada, se abría un pasillo a oscuras.
¿Y qué decir con respecto a Morini? Su posición en la silla de ruedas expresaba un cierto grado de abandono, como si la contemplación de la lluvia nocturna y del vecindario dormido colmara todas sus expectativas. A veces apoyaba los dos brazos en la silla, otras veces apoyaba la cabeza en una mano y el codo lo apoyaba en el reposabrazos de la silla. Sus piernas inermes, como las piernas de un adolescente agónico, estaban enfundadas en unos pantalones vaqueros tal vez demasiado anchos. Llevaba puesta una camisa blanca, con los botones del cuello desabrochados, y en su muñeca izquierda tenía un reloj cuya correa le iba grande, aunque no tan grande como para caérsele. No llevaba zapatos sino zapatillas, muy viejas, de tela negra y reluciente como la noche. Toda la ropa era cómoda, de andar por casa, y por la actitud de Morini casi se podía afirmar que al día siguiente no tenía intenciones de ir a trabajar o que pensaba llegar tarde al trabajo.
La lluvia, al otro lado de la ventana, tal como decía en su e-mail, caía oblicuamente y la lasitud de Morini, su quietud y abandono tenían algo de mortalmente campesino, sometido en cuerpo y alma al insomnio sin una queja.
Al día siguiente salieron a dar una vuelta por el mercado de artesanías, inicialmente concebido como lugar de comercio y de trueque para la gente de los alrededores de Santa Teresa y adonde llegaban artesanos y campesinos de toda la zona, llevando sus productos en carretas o a lomos de burro, incluso vendedores de ganado de Nogales y de Vicente Guerrero, y tratantes de caballos de Agua Prieta y Cananea, y que ahora se mantenía únicamente para turistas norteamericanos de Phoenix, que llegaban en autobús o en caravanas de tres o cuatro coches y que se marchaban de la ciudad antes de que anocheciera. A los críticos, sin embargo, les gustó el mercado y aunque no pensaban comprar nada al final Pelletier adquirió por un precio irrisorio una figurilla de barro de un hombre sentado en una piedra leyendo el periódico. El hombre era rubio y en la frente le despuntaban dos pequeños cuernos de diablo. Espinoza, por su parte, le compró una alfombra india a una muchacha que tenía un puesto de alfombras y sarapes. La alfombra, en realidad, no le gustaba mucho, pero la chica era simpática y se pasó un buen rato hablando con ella. Le preguntó de dónde era, pues tenía la impresión de que había viajado con sus alfombras desde un lugar muy lejano, pero la chica le respondió que de la mera Santa Teresa, de un barrio al oeste de donde estaba el mercado. También le dijo que estaba estudiando la preparatoria y que si las cosas le iban bien pensaba estudiar después para enfermera. A Espinoza le pareció una chica no sólo guapa, tal vez demasiado menuda para su gusto, sino también inteligente.
En el hotel los esperaba Amalfitano. Lo invitaron a comer y después salieron los cuatro a visitar los periódicos que había en Santa Teresa. Allí repasaron todos los ejemplares de un mes antes de que Almendro viera a Archimboldi en el DF, hasta los ejemplares del día anterior. No encontraron ni una sola señal que les indicara que Archimboldi había pasado por la ciudad. Buscaron primero en las notas necrológicas. Luego se internaron en Sociedad y Política e incluso leyeron las notas de Agricultura y Ganadería. Uno de los periódicos no tenía suplemento cultural. Otro dedicaba una página a la semana a reseñar un libro y a informar de las actividades artísticas de Santa Teresa, aunque más le hubiera valido dedicar la página a Deportes. A las seis de la tarde se separaron del profesor chileno en las puertas de uno de los periódicos y volvieron al hotel. Se ducharon y luego cada uno se dedicó a revisar su correspondencia. Pelletier y Espinoza le escribieron a Morini contándole los magros resultados obtenidos. En ambas cartas anunciaban que, si nada cambiaba, pronto, a lo sumo en un par de días, regresarían a Europa. Norton no le escribió a Morini. No había contestado a su carta anterior y no tenía ganas de enfrentarse a ese Morini inmóvil que contemplaba la lluvia, como si quisiera decirle algo y en el último segundo prefiriera no hacerlo. En lugar de eso, y sin decirles nada a sus dos amigos, llamó por teléfono a Almendro, al DF, y tras algunos intentos infructuosos (la secretaria del Cerdo y luego su empleada doméstica no sabían inglés, aunque las dos se esforzaban) pudo comunicarse con él.
Con una paciencia envidiable el Cerdo volvió a referirle, en un inglés pulido en Stanford, todo lo que había pasado desde que lo llamaron de aquel hotel en donde Archimboldi estaba siendo interrogado por tres policías. Volvió a narrar, sin caer en contradicciones, su primer encuentro con él, el rato que pasaron en la plaza Garibaldi, la vuelta al hotel en donde Archimboldi cogió su maleta y el viaje hasta el aeropuerto, un viaje más bien silencioso, en donde Archimboldi tomó el avión rumbo a Hermosillo y ya nunca más lo volvió a ver. A partir de este momento, Norton se limitó a preguntarle por el físico de Archimboldi. Alto, más de un metro noventa, pelo canoso, abundante aunque calvo en la parte de la nuca, delgado, seguramente fuerte.
—Un superviejo —dijo Norton.
—No, yo no diría eso —dijo el Cerdo—. Cuando abrió la maleta vi muchas medicinas. Tiene la piel llena de manchas. A veces parece cansarse mucho aunque se recobra o simula recobrarse con facilidad.
—¿Cómo son sus ojos? —preguntó Norton.
—Azules —dijo el Cerdo.
—No, yo ya sé que son azules, he leído todos sus libros más de una vez, es imposible que no sean azules, quiero decir cómo eran, qué impresión le causaron a usted sus ojos.
Al otro lado del teléfono se hizo un silencio prolongado, como si esa pregunta el Cerdo no se la esperara en modo alguno o como si esa pregunta ya se la hubiera formulado él mismo muchas veces, sin encontrar todavía una respuesta.
—Es difícil contestar a eso —dijo el Cerdo.
—Es usted la única persona que puede contestarla, nadie lo ha visto en mucho tiempo, su situación, permítame que se lo diga, es privilegiada —dijo Norton.
—Híjole —dijo el Cerdo.
—¿Cómo? —dijo Norton.
—Nada, nada, estoy pensando —dijo el Cerdo.
Y al cabo de un rato dijo:
—Tiene los ojos de un ciego, no digo que esté ciego pero son igualitos que los de un ciego, es posible que me equivoque.
Esa noche fueron a la fiesta que daba en su honor el rector Negrete, aunque ellos sólo se enteraron más tarde de que la fiesta era en su honor. Norton paseó por los jardines de la casa y admiró las plantas que la mujer del rector iba nombrando una a una, aunque luego olvidó todos los nombres. Pelletier platicó largamente con el decano Guerra y con otro profesor de la universidad que había hecho su tesis en París sobre un mexicano que escribía en francés (¿un mexicano que escribía en francés?), sí, sí, un tipo muy singular y curioso y buen escritor al que el profesor universitario nombró varias veces (¿un tal Fernández?, ¿un tal García?), un hombre con un destino un tanto turbulento pues había sido colaboracionista, sí, sí, amigo íntimo de Céline y de Drieu La Rochelle y discípulo de Maurras, al que la Resistencia fusiló, no a Maurras, al mexicano, que supo, sí, sí, comportarse como un hombre hasta el final, no como muchos de sus colegas franceses que huyeron a Alemania con la cola entre las piernas, pero este Fernández o García (¿o López o Pérez?) no se movió de su casa, esperó como un mexicano a que fueran a buscarlo y las piernas no le flaquearon cuando lo bajaron a la calle (¿a rastras?) y lo arrojaron contra una pared, en donde lo fusilaron.
Espinoza, por su parte, estuvo sentado todo el rato al lado del rector Negrete y de varios prohombres de la misma edad que el anfitrión y que sólo sabían hablar español y algo, muy poco, de inglés, y tuvo que aguantar una conversación dedicada a elogiar los últimos signos del progreso imparable de Santa Teresa.
A ninguno de los tres críticos le pasó desapercibido el acompañante que tuvo Amalfitano toda la noche. Un joven apuesto y atlético, de piel muy blanca, que se le pegó al profesor chileno como una lapa y que de tanto en tanto gesticulaba de manera teatral y hacía visajes como si se estuviera volviendo loco, y otras veces sólo se dedicaba a escuchar lo que Amalfitano le decía, negando siempre con la cabeza, pequeños movimientos de negación casi espasmódicos, como si acatara las reglas universales del diálogo a regañadientes o como si las palabras de Amalfitano (admoniciones, a juzgar por su cara) no dieran nunca en el blanco.
De la cena salieron con varias propuestas y una sospecha. Las propuestas eran: dar una lección en la universidad sobre literatura española contemporánea (Espinoza), dar una lección sobre literatura francesa contemporánea (Pelletier), dar una lección sobre literatura inglesa contemporánea (Norton), dar una clase magistral sobre Benno von Archimboldi y la literatura alemana de posguerra (Espinoza, Pelletier y Norton), participar en un coloquio sobre las relaciones económicas y culturales entre Europa y México (Espinoza, Pelletier y Norton, más el decano Guerra y dos profesores de economía de la universidad), visitar las estribaciones de la Sierra Madre, y finalmente asistir a una barbacoa de borrego en un rancho cercano a Santa Teresa, barbacoa que se preveía multitudinaria, con asistencia de muchos profesores, en un paisaje, según Guerra, de singular belleza, aunque el rector Negrete puntualizó que el paisaje más bien era bravío y que, en ocasiones, resultaba chocante.
La sospecha era: cabía la posibilidad de que Amalfitano fuera homosexual y que aquel joven vehemente fuera su amante, horrenda sospecha pues antes de que acabara la noche se enteraron de que el joven en cuestión era el hijo unigénito del decano Guerra, el jefe directo de Amalfitano, la mano derecha del rector, y que o mucho se equivocaban o Guerra no tenía ni idea de los líos en los que andaba metido su hijo.
—Esto puede terminar a balazos —dijo Espinoza.
Luego hablaron de otras cosas y más tarde se fueron a dormir, agotados.
Al día siguiente dieron una vuelta en coche por toda la ciudad, dejándose llevar por el azar, sin ninguna prisa, como si de verdad esperaran encontrar caminando por una acera a un viejo alemán de gran estatura. Hacia el oeste la ciudad era muy pobre, con la mayoría de las calles sin asfaltar y un mar de casas construidas con rapidez y materiales de desecho. En el centro la ciudad era antigua, con viejos edificios de tres o cuatro plantas y plazas porticadas que se hundían en el abandono y calles empedradas que recorrían a toda prisa jóvenes oficinistas en mangas de camisa e indias con bultos a la espalda, y vieron putas y jóvenes macarras holgazaneando en las esquinas, estampas mexicanas extraídas de una película en blanco y negro. Hacia el este estaban los barrios de clase media y clase alta. Allí vieron avenidas con árboles cuidados y parques infantiles públicos y centros comerciales. Allí también estaba la universidad. En el norte encontraron fábricas y tinglados abandonados, y una calle llena de bares y tiendas de souvenirs y pequeños hoteles, donde se decía que nunca se dormía, y en la periferia más barrios pobres, aunque menos abigarrados, y lotes baldíos en donde se alzaba de vez en cuando una escuela. En el sur descubrieron vías férreas y campos de fútbol para indigentes rodeados por chabolas, e incluso vieron un partido, sin bajar del coche, entre un equipo de agónicos y otro de hambrientos terminales, y dos carreteras que salían de la ciudad, y un barranco que se había transformado en un basurero, y barrios que crecían cojos o mancos o ciegos y de vez en cuando, a lo lejos, las estructuras de un depósito industrial, el horizonte de las maquiladoras.
La ciudad, como toda ciudad, era inagotable. Si uno seguía avanzando, digamos, hacia el este, llegaba un momento en que los barrios de clase media se acababan y aparecían, como un reflejo de lo que sucedía en el oeste, los barrios miserables, que aquí se confundían con una orografía más accidentada: cerros, hondonadas, restos de antiguos ranchos, cauces de ríos secos que contribuían a evitar el agolpamiento. En la parte norte vieron una cerca que separaba a Estados Unidos de México y más allá de la cerca contemplaron, bajándose esta vez del coche, el desierto de Arizona. En la parte oeste rodearon un par de parques industriales que a su vez estaban siendo rodeados por barrios de chabolas.
Tuvieron la certeza de que la ciudad crecía a cada segundo. Vieron, en los extremos de Santa Teresa, bandadas de auras negras, vigilantes, caminando por potreros yermos, pájaros que aquí llamaban gallinazos, y también zopilotes, y que no eran sino buitres pequeños y carroñeros. Donde había auras, comentaron, no había otros pájaros. Bebieron tequila y cervezas y comieron tacos en la terraza panorámica de un motel en la carretera de Santa Teresa a Caborca. El cielo, al atardecer, parecía una flor carnívora.
Cuando regresaron Amalfitano los esperaba en compañía del hijo de Guerra, el cual los invitó a cenar a un restaurante especializado en comida norteña. El sitio tenía cierto encanto, pero la comida les sentó fatal. Descubrieron, o creyeron descubrir, que la relación entre el profesor chileno y el hijo del decano era más socrática que homosexual y eso de alguna manera los tranquilizó, pues de forma inexplicable los tres se habían encariñado con Amalfitano.
Durante tres días vivieron como sumergidos en un mundo submarino. Buscaban en la tele las noticias más bizarras y peregrinas, releían novelas de Archimboldi que de pronto ya no entendían, se echaban largas siestas, por las noches eran los últimos en abandonar la terraza, hablaban de sus infancias como nunca antes lo habían hecho. Por primera vez se sintieron, los tres, como hermanos o como soldados veteranos de una compañía de choque a quienes ya no les interesa la mayoría de las cosas. Se emborrachaban y se levantaban muy tarde y sólo de vez en cuando condescendían a salir con Amalfitano a pasear por la ciudad, a visitar los lugares de interés de la ciudad que acaso podían atraer a un hipotético turista alemán entrado en años.
Y sí, en efecto, asistieron a la barbacoa de borrego, y sus movimientos fueron medidos y discretos, como los de tres astronautas recién llegados a un planeta donde todo era incierto. En el patio donde se celebraba la barbacoa contemplaron múltiples agujeros humeantes. Los profesores de la Universidad de Santa Teresa demostraron inusitadas dotes para las labores del campo. Dos de ellos hicieron una carrera a caballo. Otro cantó un corrido de 1915. En un tentadero de reses bravas algunos ensayaron la suerte del lazo, con desigual fortuna. Cuando apareció el rector Negrete, que había permanecido encerrado en la casa mayor con un tipo que parecía ser el capataz del rancho, procedieron a desenterrar la barbacoa, y un olor a carne y a tierra caliente se extendió por el patio bajo la forma de una delgada cortina de humo que los envolvió a todos como la niebla que precede a los asesinatos y que se esfumó de manera misteriosa, mientras las mujeres llevaban los platos a la mesa, dejando impregnadas las vestimentas y las pieles con su aroma.
Aquella noche, tal vez por efecto de la barbacoa y de la bebida ingerida, los tres tuvieron pesadillas, que al despertar, aunque se esforzaron, no pudieron recordar. Pelletier soñó con una página, una página que miraba al derecho y al revés, de todas las formas posibles, moviendo la página y a veces moviendo la cabeza, cada vez más rápido, aunque sin encontrarle ningún sentido. Norton soñó con un árbol, un roble inglés que ella levantaba y movía de un lugar a otro de la campiña, sin que ningún sitio la satisficiera plenamente. El roble a veces carecía de raíces y otras veces arrastraba unas raíces largas como serpientes o como la cabellera de la Gorgona. Espinoza soñó con una chica que vendía alfombras. Él quería comprar una alfombra, cualquier alfombra, y la chica le enseñaba muchas alfombras, una detrás de otra, sin parar. Sus brazos delgados y morenos nunca estaban quietos y eso a él le impedía hablar, le impedía decirle algo importante, cogerla de la mano y sacarla de allí.
A la mañana siguiente Norton no bajó a desayunar. La llamaron por teléfono, pensando que se sentía mal, pero Norton les aseguró que sólo tenía ganas de dormir, que se las arreglaran sin ella. Desanimados, esperaron a Amalfitano y luego salieron en coche hacia el noreste de la ciudad, en donde se estaba instalando un circo. Según Amalfitano, en el circo había un ilusionista alemán llamado Doktor Koenig. Lo supo la noche anterior, al volver de la barbacoa y encontrar un anuncio publicitario no más grande que un folio que alguien se había tomado la molestia de dejar en todos los jardines del barrio. Al día siguiente, en la esquina donde esperaba el autobús para la universidad, vio un cartel en color pegado sobre una pared azul celeste que anunciaba a las estrellas del circo. Entre ellas estaba el ilusionista alemán y Amalfitano pensó que ese tal Doktor Koenig podía ser el disfraz de Archimboldi. Examinada con frialdad, la idea era estúpida, pensó, pero tal como estaba de decaído el ánimo de los críticos, le pareció pertinente sugerir una visita al circo. Cuando se lo dijo a los críticos éstos lo miraron como se mira al más tonto de la clase.
—¿Qué podría hacer Archimboldi en un circo? —dijo Pelletier ya en el coche.
—No lo sé —dijo Amalfitano—, ustedes son los expertos, yo sólo sé que es el primer alemán que encontramos.
El circo se llamaba Circo Internacional y unos hombres que montaban la carpa mediante un complicado sistema de cordeles y poleas (o eso les pareció a los críticos) les indicaron la caravana donde vivía el dueño. Éste era un chicano de unos cincuenta años que había trabajado durante mucho tiempo en circos europeos que recorrían el continente desde Copenhague hasta Málaga, actuando en pueblos pequeños y con desigual suerte, hasta que decidió volver a Earlimart, California, de donde era originario, y fundó su propio circo. Lo llamó Circo Internacional porque una de sus ideas originales era tener artistas de todo el mundo, aunque a la hora de la verdad la mayoría de éstos eran mexicanos y norteamericanos, si bien de vez en cuando iba a buscar trabajo algún centroamericano y una vez tuvo a un domador canadiense de setenta años al que no querían en ningún otro circo de los Estados Unidos. Su circo era modesto, dijo, pero era el primer circo cuyo dueño era un chicano.
Cuando no estaban de viaje se los podía encontrar en Bakersfield, que no está lejos de Earlimart, en donde tenía sus cuarteles de invierno, aunque en ocasiones se establecía en Sinaloa, México, no por mucho tiempo, sólo el suficiente para hacer un viaje al DF y cerrar contratos en localidades del sur, hasta la frontera con Guatemala, desde donde volvían a subir hasta Bakersfield. Cuando los extranjeros le preguntaron por el Doktor Koenig, el empresario quiso saber si había algún contencioso o deuda entre éstos y su ilusionista, a lo que Amalfitano se apresuró a declarar que no, que cómo, que aquí los señores eran respetadísimos profesores de universidad de España y Francia respectivamente y que él mismo, sin ir más lejos y guardando las distancias, era profesor de la Universidad de Santa Teresa.
—Ah, bueno —dijo el chicano—, siendo así yo los llevo a ver al Doktor Koenig, que también, según creo, fue profesor universitario.
El corazón de los críticos les dio un vuelco al oír semejante declaración. Después siguieron al empresario por entre las caravanas y jaulas rodantes del circo hasta llegar a lo que, a todos los efectos, era la linde del campamento. Más allá sólo había tierra amarilla y una que otra casucha negra y la reja de la frontera mexicano-norteamericana.
—Le gusta la tranquilidad —dijo el empresario sin que se lo preguntaran.
Con los nudillos golpeó la puerta de la pequeña caravana del ilusionista. Alguien abrió la puerta y una voz desde la oscuridad preguntó qué querían. El empresario dijo que era él y que traía a unos amigos europeos que querían saludarlo. Pasen, pues, dijo la voz, y ellos subieron el único escalón y accedieron al interior de la caravana cuyas dos únicas ventanas, sólo un poco mayores que un ojo de buey, tenían las cortinas corridas.
—Vamos a ver dónde nos acomodamos —dijo el empresario, y acto seguido procedió a descorrer las cortinas.
Tirado en la única cama vieron a un tipo calvo, de piel olivácea, vestido únicamente con unos enormes shorts negros, que los miró parpadeando con dificultad. El tipo no podía tener más de sesenta años, si llegaba, lo que lo descartaba de inmediato, pero decidieron quedarse un rato y, al menos, agradecerle el que los hubiera recibido. Amalfitano, que era el que de mejor humor estaba, le explicó que estaban buscando a un amigo alemán, un escritor, y que no lo podían encontrar.
—¿Y creyeron que lo iban a encontrar en mi circo? —dijo el empresario.
—No a él sino a alguien que lo conociera —dijo Amalfitano.
—Nunca he empleado a un escritor —dijo el empresario.
—Yo no soy alemán —dijo el Doktor Koenig—, soy norteamericano, me llamo Andy López.
Acompañó estas palabras extrayendo de un saco que colgaba en una percha su billetera y tendiéndoles su carnet de conducir.
—¿En qué consiste su número de ilusionismo? —le preguntó Pelletier en inglés.
—Empiezo haciendo desaparecer pulgas —dijo el Doktor Koenig, y los cinco se rieron.
—Es la mera verdad —dijo el empresario.
—Luego hago desaparecer palomas, luego hago desaparecer un gato, luego un perro, y finalizo mi acto haciendo desaparecer a un niño.
Después de dejar el Circo Internacional Amalfitano los invitó a comer a su casa.
Espinoza salió al patio trasero y vio un libro que colgaba de una cuerda para tender ropa. No se quiso acercar a ver de qué libro se trataba, pero cuando volvió a entrar en la casa le preguntó a Amalfitano por él.
—Es el Testamento geométrico, de Rafael Dieste —dijo Amalfitano.
—Rafael Dieste, un poeta gallego —dijo Espinoza.
—Ése mismo —dijo Amalfitano—, pero éste no es un libro de poesía sino de geometría, las cosas que se le ocurrieron a Dieste mientras ejerció como profesor de instituto.
Espinoza le tradujo a Pelletier lo que Amalfitano le había dicho.
—¿Y está colgado en el patio? —dijo Pelletier con una sonrisa.
—Sí —dijo Espinoza mientras Amalfitano buscaba en el refrigerador algo que pudieran comer—, como si fuera una camisa puesta a secar.
—¿Les gustan los frijoles? —dijo Amalfitano.
—Cualquier cosa, cualquier cosa, ya nos hemos acostumbrado a todo —dijo Espinoza.
Pelletier se acercó a la ventana y contempló el libro, cuyas hojas se movían imperceptiblemente con la suave brisa de la tarde. Luego salió y se acercó a él y lo estuvo examinando.
—No lo descuelgues —oyó que decía a sus espaldas Espinoza.
—Este libro no está puesto aquí para que se seque, lleva aquí mucho tiempo —dijo Pelletier.
—Algo así me imaginé yo —dijo Espinoza—, pero mejor no lo toques y volvamos a la casa.
Desde la ventana Amalfitano los observaba mordiéndose los labios, aunque ese gesto en él, y en ese preciso instante, no era un gesto de desesperación o de impotencia sino de profunda, inabarcable tristeza.
Cuando los críticos hicieron el primer ademán de darse la vuelta, Amalfitano retrocedió y rápidamente volvió a la cocina, en donde fingió estar muy concentrado preparando la comida.
Cuando volvieron al hotel Norton les comunicó que se marchaba al día siguiente y ellos recibieron la noticia sin sorpresa, como si desde hacía tiempo la esperaran. El vuelo que Norton había conseguido salía desde Tucson y pese a las protestas de ella, que pensaba tomar un taxi, decidieron acompañarla al aeropuerto. Esa noche hablaron hasta tarde, le contaron a Norton la visita que habían hecho al circo y le aseguraron que si todo seguía igual ellos no tardarían más de tres días en marcharse. Luego Norton se fue a dormir y Espinoza propuso que pasaran juntos aquella última noche en Santa Teresa. Norton no lo entendió y dijo que sólo se iba ella, que para ellos aún quedaban más noches en aquella ciudad.
—Quiero decir los tres juntos —dijo Espinoza.
—¿En la cama? —dijo Norton.
—Sí, en la cama —dijo Espinoza.
—No me parece una buena idea —dijo Norton—, prefiero dormir sola.
Así que la acompañaron hasta el ascensor y luego volvieron al bar y pidieron dos Bloody Mary y mientras esperaban permanecieron en silencio.
—He metido la pata hasta el fondo —dijo Espinoza cuando el barman les llevó sus bebidas.
—Me parece que sí —dijo Pelletier.
—¿Te has dado cuenta —dijo Espinoza después de otro silencio— de que durante todo el viaje sólo hemos estado una vez en la cama con ella?
—Claro que me he dado cuenta —dijo Pelletier.
—¿Y de quién es la culpa —dijo Espinoza—, de ella o de nosotros?
—No lo sé —dijo Pelletier—, la verdad es que estos días no he tenido muchas ganas de hacer el amor. ¿Y tú?
—Yo tampoco —dijo Espinoza.
Volvieron a callarse durante un rato.
—Supongo que a ella le pasará algo parecido —dijo Pelletier.
Salieron de Santa Teresa muy temprano. Antes telefonearon a Amalfitano y le dijeron que iban a los Estados Unidos y que probablemente estarían fuera todo el día. En la frontera la policía de aduanas norteamericana quiso ver los papeles del coche y luego los dejó pasar. Se metieron, siguiendo las instrucciones del recepcionista del hotel, por una carretera no pavimentada y durante un tiempo atravesaron un paraje lleno de quebradas y de bosques, como si se hubieran internado por despiste en un domo con un ecosistema propio. Durante un rato pensaron que no iban a llegar a tiempo al aeropuerto e incluso que no iban a llegar nunca a ninguna parte. La carretera no pavimentada, sin embargo, acababa en Sonoita y desde allí cogieron la carretera 83 hasta la autopista 10 que los llevó directo a Tucson. En el aeropuerto tuvieron aún tiempo de tomarse un café y hablar de lo que harían cuando se volvieran a reencontrar en Europa. Después Norton tuvo que cruzar las puertas de embarque y al cabo de media hora su avión emprendió vuelo rumbo a Nueva York en donde enlazaría con otro que la dejaría en Londres.
Para volver tomaron la autopista 19 que iba hasta Nogales, aunque ellos se desviaron poco después de Río Rico y comenzaron a bordear la frontera por el lado de Arizona, hasta Lochiel, en donde volvieron a entrar en México. Tenían hambre y sed pero no se detuvieron en ningún pueblo. A las cinco de la tarde llegaron al hotel y después de darse una ducha bajaron a comer un sándwich y a telefonear a Amalfitano. Éste les dijo que no se movieran del hotel, que tomaría un taxi y estaría allí en menos de diez minutos. No tenemos ninguna prisa, le dijeron.
A partir de ese momento la realidad, para Pelletier y Espinoza, pareció rajarse como una escenografía de papel, y al caer dejó ver lo que había detrás: un paisaje humeante, como si alguien, tal vez un ángel, estuviera haciendo cientos de barbacoas para una multitud de seres invisibles. Dejaron de levantarse temprano, dejaron de comer en el hotel, entre los turistas norteamericanos, y se trasladaron al centro de la ciudad, optando por los locales oscuros para el desayuno (cerveza y chilaquiles picantes) y por los locales con grandes ventanales en donde los camareros, sobre el vidrio, escribían con tinta blanca los platos del menú, para las comidas. Las cenas las hacían en cualquier parte.
Aceptaron la propuesta del rector y dictaron dos conferencias sobre la literatura francesa y española actuales, que más que conferencias semejaron carnicerías y que al menos tuvieron la virtud de dejar temblorosos a los espectadores, chicos jóvenes en su mayoría, lectores de Michon y Rolin o lectores de Marías y Vila-Matas. Después, y esta vez juntos, dieron la clase magistral sobre Benno von Archimboldi con una disposición, más que de carniceros, de triperos o de achuradores, pero algo, al principio indiscernible, algo que evocaba, aunque en silencio, un encuentro no casual, sofrenó sus impulsos: entre el público, y, sin contar a Amalfitano, había tres jóvenes lectores de Archimboldi que casi los hicieron llorar. Uno de ellos, que sabía francés, incluso había llevado uno de los libros traducido por Pelletier. Así pues, eran posibles los milagros. Las librerías de Internet funcionaban. La cultura, pese a las desapariciones y a la culpa, seguía viva, en permanente transformación, como no tardaron en comprobar cuando los jóvenes lectores de Archimboldi, finalizada la conferencia, fueron, por petición expresa de Pelletier y Espinoza, a la sala de honor de la universidad donde se celebró un ágape o mejor dicho un cóctel o tal vez un coctelito o puede que tan sólo una fineza en homenaje a los ilustres conferenciantes y en donde, a falta de un tema mejor, se habló de lo bien que escribían los alemanes, todos, y del peso histórico de universidades como la Sorbona o la de Salamanca, en las cuales, para pasmo de los críticos, dos de los profesores (uno que enseñaba derecho romano y otro que enseñaba derecho penal en el siglo XX, habían estudiado). Más tarde, en un aparte, el decano Guerra y una secretaria de la rectoría les hicieron entrega de sus cheques y poco después, aprovechando una lipotimia que le dio a la mujer de uno de los profesores, se marcharon subrepticiamente.
Los acompañaron Amalfitano, que detestaba aunque tenía que sufrir de vez en cuando estas fiestas, y los tres estudiantes lectores de Archimboldi. Primero fueron a cenar al centro y luego dieron vueltas por la calle que nunca dormía. El coche de alquiler, aunque era grande, los obligaba a ir muy pegados y la gente que transitaba por las aceras los miraba con curiosidad, como miraban a todos en aquella calle, hasta que descubrían a Amalfitano y a los tres estudiantes apelotonados en el asiento trasero y entonces desviaban la mirada rápidamente.
Se metieron en un bar que uno de los muchachos conocía. El bar era grande y en la parte trasera tenía un patio con árboles y un pequeño palenque para peleas de gallo. El muchacho dijo que su padre en una ocasión lo había llevado allí. Hablaron de política, y Espinoza le traducía a Pelletier lo que los muchachos decían. Ninguno de éstos tenía más de veinte años y exhibían un aspecto sano, fresco, con ganas de aprender. Amalfitano, por el contrario, aquella noche les pareció más cansado y más derrotado que nunca. En voz baja Pelletier le preguntó si le pasaba algo. Amalfitano negó con la cabeza y dijo que no, aunque los críticos, cuando volvieron al hotel, comentaron que la actitud de su amigo, que fumaba un cigarrillo detrás de otro y bebía sin parar y además apenas abrió la boca en toda la noche, denotaba o bien una depresión en ciernes o un estado de extremo nerviosismo.
Al día siguiente, cuando se levantó, Espinoza encontró a Pelletier sentado en la terraza del hotel, vestido con unas bermudas y sandalias de cuero, leyendo las ediciones del día de los periódicos de Santa Teresa armado con un diccionario español-francés que probablemente aquella misma mañana había adquirido.
—¿Nos vamos a desayunar al centro? —le preguntó Espinoza.
—No —dijo Pelletier—, ya basta de alcohol y comidas que me están destrozando el estómago. Quiero enterarme de qué está pasando en esta ciudad.
Espinoza recordó entonces que durante la noche pasada uno de los muchachos les había contado la historia de las mujeres asesinadas. Sólo recordaba que el muchacho había dicho que eran más de doscientas y que tuvo que repetirlo dos o tres veces, pues ni él ni Pelletier daban crédito a lo que oían. No dar crédito, sin embargo, pensó Espinoza, es una forma de exagerar. Uno ve algo hermoso y no da crédito a sus ojos. Te cuentan algo sobre… la belleza natural de Islandia…, gente bañándose en aguas termales, entre géiseres, en realidad tú ya lo has visto en fotos, pero igual dices que no te lo puedes creer… Aunque evidentemente lo crees… Exagerar es una forma de admirar cortésmente… Das el pie para que tu interlocutor diga: es verdad… Y entonces dices: es increíble. Primero no te lo puedes creer y luego te parece increíble.
La noche anterior eso fue probablemente lo que dijeron él y Pelletier después de que el muchacho, sano y fuerte y puro, les asegurara que habían muerto más de doscientas mujeres. Pero no en un período corto, pensó Espinoza. Desde 1993 o 1994 hasta la fecha… Y puede que el número de asesinadas fuera mayor. Tal vez doscientas cincuenta o trescientas. El muchacho había dicho, en francés, nunca se sabrá. El muchacho que había leído un libro de Archimboldi traducido por Pelletier y conseguido gracias a los buenos oficios de una librería de Internet. No hablaba un francés correcto, pensó Espinoza. Pero uno puede hablar mal una lengua o no hablarla en absoluto y sin embargo ser capaz de leerla. En cualquier caso muchas mujeres muertas.
—¿Y culpables? —preguntó Pelletier.
—Hay gente detenida desde hace mucho, pero siguen muriendo mujeres —dijo uno de los muchachos.
Amalfitano, recordó Espinoza, estaba callado, como ausente, probablemente borracho como una cuba. En una mesa cercana había un grupo de tres tipos que de vez en cuando los miraban como si estuvieran muy interesados en lo que hablaban. ¿Qué más recuerdo?, pensó Espinoza. Alguien, uno de los muchachos, habló del virus de los asesinos. Alguien dijo copycat. Alguien pronunció el nombre de Albert Kessler. En determinado momento se levantó y fue al baño a vomitar. Mientras lo hacía oyó que alguien, fuera, alguien que probablemente se estaba lavando las manos y la cara o acicalándose delante del espejo, le decía:
—Guacaree tranquilo, compadre.
Esa voz me tranquilizó, pensó Espinoza, pero eso implica que en aquel momento me sentía intranquilo, y ¿por qué había de estarlo? Cuando salió del baño no había nadie, sólo el ruido de la música del bar que llegaba ligeramente atenuada y un ruido, más bajo, espasmódico, de cañerías. ¿Quién nos trajo de vuelta al hotel?, pensó.
—¿Quién condujo de vuelta? —le preguntó a Pelletier.
—Tú —dijo Pelletier.
Aquel día Espinoza dejó a Pelletier leyendo periódicos en el hotel y salió solo. Aunque era tarde para desayunar entró en un bar de la calle Arizpe en donde nunca había estado y pidió algo para reponer el cuerpo.
—Esto es lo mejor para la cruda, señor —le dijo el barman, y le puso un vaso de cerveza fría.
Desde el interior le llegó un ruido de fritanga. Pidió algo de comer.
—¿Unas quesadillas, señor?
—Una sola —dijo Espinoza.
El camarero se encogió de hombros. El bar estaba vacío y no era tan oscuro como los bares donde él solía meterse por las mañanas. La puerta del lavabo se abrió y salió un hombre muy alto. A Espinoza le dolían los ojos y empezaba a sentirse otra vez mareado, pero la aparición del tipo alto lo sobresaltó. En la oscuridad no podía verle la cara ni calcular su edad. El tipo alto, sin embargo, se sentó junto a la ventana y una luz amarilla y verde iluminó sus facciones.
Espinoza se dio cuenta de que no podía ser Archimboldi. Parecía un agricultor o un ganadero de visita en la ciudad. El camarero le puso una quesadilla delante. Al tomarla con las manos se quemó y pidió una servilleta. Después le dijo al camarero que le pusiera tres más. Cuando salió del bar se dirigió al mercado de artesanías. Algunos comerciantes estaban recogiendo sus mercaderías y levantando las mesas plegables. Era la hora de comer y había poca gente. Al principio le costó dar con el puesto de la muchacha que vendía alfombras. Las calles del mercado estaban sucias, como si en lugar de artesanías allí vendieran comida hecha o frutas y verduras. Cuando la vio la muchacha estaba ocupada enrollando alfombras y atándolas por los extremos. Las más pequeñas, los choapinos, las metía dentro de una caja de cartón de forma oblonga. Tenía una expresión ausente, como si en realidad estuviera muy lejos de allí. Espinoza se acercó y acarició una de las alfombras. Le preguntó si se acordaba de él. La muchacha no dio muestra alguna de sorpresa. Levantó los ojos, lo miró y dijo que sí con una naturalidad que lo hizo sonreír.
—¿Quién soy? —dijo Espinoza.
—Un español que me compró una alfombra —dijo la muchacha—, estuvimos platicando.
Después de descifrar los periódicos Pelletier tuvo ganas de ducharse y sacarse de encima toda la mugre que se le había adherido a la piel. Vio llegar a Amalfitano desde lejos. Lo vio entrar en el hotel y luego hablar con el recepcionista. Antes de entrar en la terraza Amalfitano levantó débilmente una mano en señal de reconocimiento. Pelletier se levantó y le dijo que pidiera lo que quisiera, que él se iba a duchar. Al marcharse observó que Amalfitano tenía los ojos enrojecidos y ojerosos, como si aún no hubiera dormido. Mientras cruzaba el lobby cambió de idea y encendió uno de los dos ordenadores que el hotel ponía al servicio de sus clientes y que estaban en una salita adyacente al bar. Al revisar su correspondencia encontró una larga carta de Norton en donde le comunicaba cuáles eran, a su juicio, los verdaderos motivos por los que se había marchado tan abruptamente. La leyó como si estuviera todavía borracho. Pensó en los jóvenes lectores de Archimboldi de la noche anterior y quiso, vagamente, ser como ellos, cambiar su vida por la de uno de ellos. Se dijo a sí mismo que ese deseo era una forma de lasitud. Después llamó al ascensor y subió junto con una norteamericana de unos setenta años que leía un periódico mexicano, un ejemplar idéntico a uno de los que él había leído esa mañana. Mientras se desnudaba pensó en cómo se lo diría a Espinoza. Probablemente en su correo había también una carta de Norton esperándolo. ¿Qué puedo hacer?, se dijo.
La tarascada en la taza del baño seguía allí y durante unos segundos la contempló fijamente y dejó que el agua tibia le corriera por el cuerpo. ¿Qué es lo razonable?, pensó. Lo más razonable es volver y diferir en lo posible cualquier conclusión. Sólo cuando le entró jabón en los ojos pudo apartar éstos de la taza del baño. Puso la cara bajo el chorro de la ducha y cerró los ojos. No estoy tan triste como hubiera imaginado, se dijo. Todo esto es irreal, se dijo. Luego cerró la ducha, se vistió y bajó a reunirse con Amalfitano.
Acompañó a Espinoza a mirar sus e-mails. Se situó a sus espaldas hasta asegurarse de que había uno de Norton y cuando lo comprobó, con la certeza de que en él diría lo mismo que en el suyo, se sentó en un sillón, a pocos pasos de los ordenadores, y se puso a hojear una revista de turismo. De vez en cuando levantaba la mirada y veía a Espinoza, que no parecía dispuesto a abandonar el asiento. Con ganas, le hubiera palmeado la espalda y la nuca, pero optó por no hacer ningún movimiento. Cuando Espinoza se volvió a mirarlo, le dijo que él había recibido uno igual.
—No lo puedo creer —dijo Espinoza con un hilo de voz.
Pelletier dejó la revista sobre la mesa de vidrio y se acercó al ordenador, en donde leyó someramente la carta de Norton. Después, sin sentarse, tecleando con un solo dedo, buscó su propio correo y le mostró a Espinoza la carta que él había recibido. Le pidió, con extrema suavidad, que leyera. Espinoza se puso otra vez de cara a la pantalla y leyó varias veces la carta de Pelletier.
—Casi no hay variantes —dijo.
—Qué más da —dijo el francés.
—Al menos hubiera podido tener esa delicadeza —dijo Espinoza.
—En estos casos la delicadeza es informar —dijo Pelletier.
Cuando salieron a la terraza del hotel ya casi no había nadie. Un camarero, vestido con chaqueta blanca y pantalones negros, recogía las copas y botellas de las mesas desocupadas. En un extremo, junto a la baranda, una pareja que no pasaba de los treinta años miraba la avenida silenciosa, de un verde oscuro profundo, con las manos entrelazadas. Espinoza le preguntó a Pelletier qué pensaba.
—En ella —dijo Pelletier—, naturalmente.
También le dijo que era extraño, o que al menos no dejaba de tener sus gotas de extrañeza, el que ellos estuvieran allí, en ese hotel, en esa ciudad, cuando Norton, por fin, se había decidido. Espinoza lo miró largamente y luego con un gesto de desprecio dijo que le daban ganas de vomitar.
Al día siguiente Espinoza volvió al mercado de artesanías y le preguntó a la chica cómo se llamaba. Ella dijo que su nombre era Rebeca y Espinoza sonrió porque el nombre, pensó entonces, le venía que ni pintado. Durante tres horas estuvo allí, de pie, conversando con Rebeca mientras los turistas y los curiosos vagaban de una punta a otra observando las mercancías con desgana, como si alguien los obligara a ello. Sólo en dos ocasiones se acercaron clientes al puesto de Rebeca, pero en ambas se fueron sin haber comprado nada, dejando a Espinoza avergonzado pues de alguna manera la mala suerte comercial de la muchacha se la achacaba a sí mismo, a su terca presencia delante del puesto. Decidió subsanar el mal comprando él lo que supuso que hubieran comprado los otros. Se llevó una alfombra grande, dos alfombras pequeñas, un sarape en donde predominaba el verde, otro en donde predominaba el rojo, y una especie de morral hecho con la misma tela y los mismos motivos de los sarapes. Rebeca le preguntó si se marchaba pronto a su país y Espinoza sonrió y le dijo que no sabía. Luego la muchacha llamó a un niño, que cargó sobre su espalda todas las compras de Espinoza y que lo acompañó hasta donde había dejado aparcado el coche.
La voz de Rebeca al llamar al niño (que surgió de la nada o de la muchedumbre, que venía a ser lo mismo), su tono, la tranquila autoridad que emanaba de su voz, hizo estremecer a Espinoza. Mientras caminaba detrás del niño notó que la mayoría de los comerciantes empezaban a recoger sus mercaderías. Al llegar al coche metieron las alfombras en el portaequipajes y Espinoza le preguntó al niño desde cuándo trabajaba con Rebeca. Es mi hermana, dijo éste. Pues no se parecen en nada, pensó Espinoza. Luego contempló al niño, que era bajito pero que también parecía ser fuerte, y le dio un billete de diez dólares.
Cuando llegó al hotel encontró a Pelletier en la terraza leyendo a Archimboldi. Le preguntó qué libro era y Pelletier, sonriendo, le contestó que era Santo Tomás.
—¿Cuántas veces lo has leído? —dijo Espinoza.
—He perdido la cuenta, aunque éste es uno de los que menos he leído —dijo Pelletier.
Igual que yo, igual que yo, pensó Espinoza.
Más que de dos cartas, se trataba de una sola, aunque con variantes, con bruscos giros personalizados que se abrían ante un mismo abismo. Santa Teresa, esa horrible ciudad, decía Norton, la había hecho pensar. Pensar en un sentido estricto, por primera vez desde hacía años. Es decir: se había puesto a pensar en cosas prácticas, reales, tangibles, y también se había puesto a recordar. Pensaba en su familia, en los amigos y en el trabajo, y casi al mismo tiempo recordaba escenas familiares o laborales, escenas en donde los amigos levantaban las copas y brindaban por algo, tal vez por ella, tal vez por alguien que ella había olvidado. Este país es increíble (aquí hacía una digresión, pero sólo en la carta a Espinoza, como si Pelletier no pudiera entenderlo o como si supiera de antemano que ambos iban a cotejar sus respectivas cartas), uno de los mandamases de la cultura, alguien a quien se supone refinado, un escritor que ha llegado a las más altas esferas del gobierno, es apodado, con toda naturalidad, además, el Cerdo, decía, y relacionaba esto, el apodo o la crueldad del apodo o la resignación del apodo, con los hechos delictivos que estaban ocurriendo desde hacía tiempo en Santa Teresa.
Cuando yo era pequeña había un niño que me gustaba. No sé por qué, pero me gustaba. Yo tenía ocho años y él tenía la misma edad. Se llamaba James Crawford. Creo que era un niño muy tímido. Hablaba sólo con los otros niños y evitaba mezclarse con las niñas. Tenía el pelo muy oscuro y los ojos marrones. Siempre iba con pantalones cortos, incluso cuando los otros niños empezaron a llevar pantalones largos. La primera vez que hablé con él, lo he recordado hace muy poco, yo no lo llamé James sino Jimmy. Nadie le decía así. Fui yo. Los dos teníamos ocho años. Su rostro era muy serio. ¿Por qué razón hablé con él? Creo que olvidó algo en el pupitre, tal vez una goma o un lápiz, eso ya no lo recuerdo, y yo le dije: Jimmy, se te ha olvidado la goma. Sí recuerdo que yo sonreía. Sí recuerdo por qué razón lo llamé Jimmy y no James o Jim. Por cariño. Por placer. Porque Jimmy me gustaba y me parecía muy hermoso.
Al día siguiente Espinoza pasó a primera hora por el mercado de artesanías, con el corazón latiendo más aprisa de lo normal, mientras los comerciantes y artesanos recién empezaban a montar sus puestos y la calle adoquinada aún estaba limpia. Rebeca disponía sus alfombras encima de una mesa portátil y le sonrió al verlo. Algunos comerciantes bebían café o tomaban refrescos de cola, de pie, y conversaban de un puesto a otro. Detrás de los puestos, en la acera, bajo los viejos arcos y los toldos de algunas tiendas con mayor solera, se arremolinaban grupos de hombres que discutían sobre partidas de alfarería al por mayor cuya venta estaba garantizada en Tucson o en Phoenix. Espinoza saludó a Rebeca y la ayudó a ordenar las últimas alfombras. Después le preguntó si quería ir a desayunar con él y la muchacha le dijo que no podía y que ya había desayunado en su casa. Sin darse por rendido, Espinoza le preguntó dónde estaba su hermano.
—En la escuela —dijo Rebeca.
—¿Y quién te ayuda a traer toda la mercancía?
—Mi mamá —dijo Rebeca.
Durante un rato Espinoza se quedó quieto, mirando el suelo, sin saber si comprarle otra alfombra o marcharse sin decir palabra.
—Te invito a comer —dijo finalmente.
—Bueno —dijo la muchacha.
Cuando Espinoza volvió al hotel encontró a Pelletier leyendo a Archimboldi. Visto desde lejos, el rostro de Pelletier, y en realidad no sólo su rostro, todo su cuerpo, traslucía una especie de sosiego que le pareció envidiable. Al acercarse un poco más vio que el libro no era Santo Tomás, sino La ciega, y le preguntó si había tenido paciencia para releer el otro de principio a final. Pelletier alzó la mirada y no le contestó. Dijo, en cambio, que era sorprendente, o que a él no dejaba de sorprenderle, la manera en que Archimboldi se aproximaba al dolor y a la vergüenza.
—De forma delicada —dijo Espinoza.
—Así es —dijo Pelletier—. De forma delicada.
En Santa Teresa, en esa ciudad horrible, decía la carta de Norton, pensé en Jimmy, pero sobre todo pensé en mí, en la que yo era a la edad de ocho años, y al principio las ideas saltaban, las imágenes saltaban, parecía que tenía un terremoto dentro de la cabeza, era incapaz de fijar con precisión o con claridad ningún recuerdo, pero cuando finalmente lo logré fue peor, me vi a mí misma diciendo Jimmy, vi mi sonrisa, el rostro serio de Jimmy Crawford, el tropel de niños, sus espaldas, el oleaje repentino cuyo remanso era el patio, vi mis labios que advertían a aquel niño de su olvido, vi la goma, o tal vez fuera un lápiz, vi con los ojos que ahora tengo los ojos que en ese instante tenía, y oí una vez más mi llamada, el timbre de mi voz, la extrema cortesía de una niña de ocho años que llama a un niño de ocho años para advertirle que no olvide su goma de borrar, y que sin embargo no puede hacerlo llamándolo por su nombre, James, o Crawford, tal como es usual en la escuela, y prefiere, consciente o inconscientemente, emplear el diminutivo Jimmy, que denota cariño, un cariño verbal, un cariño personal, pues sólo ella, en ese instante que es un mundo, lo llama así, y que de alguna manera reviste con otros ropajes el cariño o la atención implícita en el gesto de advertirle un olvido, no olvides tu goma, o tu lápiz, y que, en el fondo, no era más que la expresión, verbalmente pobre o verbalmente rica, de la felicidad.
Comieron en un restaurante barato cerca del mercado, mientras el hermano pequeño de Rebeca vigilaba el carrito en el cual cada mañana trasladaban las alfombras y la mesa plegable. Espinoza le preguntó a Rebeca si no era posible dejar el carrito sin vigilancia e invitar a comer al niño, pero Rebeca le dijo que no se preocupara. Si el carrito quedaba sin vigilancia lo más probable era que cualquiera se lo llevara. Desde la ventana del restaurante Espinoza podía ver al niño subido encima del montón de alfombras como un pájaro, oteando el horizonte.
—Le voy a llevar algo —dijo—, ¿qué le gusta a tu hermano?
—Los helados —dijo Rebeca—, pero aquí no tienen helados.
Durante unos segundos Espinoza contempló la idea de salir a buscar helados en otro local, pero la desechó por miedo a no encontrar a la muchacha cuando volviera. Ella le preguntó cómo era España.
—Distinta —dijo Espinoza mientras pensaba en los helados.
—¿Distinta de México? —dijo ella.
—No —dijo Espinoza—, distinta entre sí, variada.
De pronto a Espinoza se le ocurrió la idea de llevarle un sándwich al niño.
—Aquí se llaman tortas —dijo Rebeca—, a mi hermano le gustan las de jamón.
Parece una princesa o una embajadora, pensó Espinoza. Le preguntó a la mesera si le podía preparar una torta de jamón y un refresco. La mesera le preguntó cómo quería la torta.
—Di que la quieres completa —dijo Rebeca.
—Completa —dijo Espinoza.
Más tarde salió a la calle con la torta y el refresco y se las tendió al niño, que seguía retrepado en lo más alto del carrito. Al principio el niño negó con la cabeza y dijo que no tenía hambre. Espinoza vio que en la esquina tres niños, un poco mayores, los observaban conteniendo la risa.
—Si no tienes hambre tómate sólo el refresco y guarda la torta —dijo—, o dásela a los perros.
Cuando volvió a sentarse junto a Rebeca se sentía bien. De hecho, se sentía pletórico.
—Esto no puede ser —dijo—, no está bien, la próxima vez comeremos los tres juntos.
Rebeca lo miró a los ojos, con el tenedor detenido en el aire, y luego dibujó una semisonrisa y se llevó la comida a la boca.
En el hotel, tendido en una tumbona junto a la piscina vacía, Pelletier estaba leyendo un libro y Espinoza supo, aun antes de ver el título, que no era ni Santo Tomás ni La ciega, sino otro libro de Archimboldi. Cuando se sentó junto a él pudo observar que se trataba de Letea, una novela que no lo entusiasmaba tanto como otros libros del alemán, aunque, a juzgar por el rostro de Pelletier, la relectura era fructífera y muy placentera. Al tomar asiento en la tumbona de al lado le preguntó qué había hecho durante el día.
—Leer —le contestó Pelletier, quien a su vez le hizo la misma pregunta.
—Dar vueltas por ahí —dijo Espinoza.
Esa noche, mientras cenaban juntos en el restaurante del hotel, Espinoza le contó que había comprado algunos souvenirs y que incluso le había comprado uno para él. La noticia alegró a Pelletier, que le preguntó qué clase de souvenir le había comprado.
—Una alfombra india —dijo Espinoza.
Al llegar a Londres después de un viaje agotador, decía Norton en su carta, me puse a pensar en Jimmy Crawford o tal vez me puse a pensar en él mientras esperaba el vuelo Nueva York-Londres, en cualquier caso Jimmy Crawford y mi voz de ocho años que lo llamaba ya estaba conmigo en el momento en que saqué las llaves de mi piso y encendí la luz y dejé las maletas tiradas en el recibidor. Fui a la cocina y me preparé un té. Luego me duché y me fui a la cama. En previsión de que no pudiera dormirme, me tomé un somnífero. Recuerdo que me puse a hojear una revista, recuerdo que pensé en vosotros, dando vueltas por esa ciudad horrible, recuerdo que pensé en el hotel. En mi cuarto había dos espejos rarísimos, que en los últimos días me daban miedo. Cuando supe que iba a quedarme dormida, sólo tuve fuerzas suficientes para alargar el brazo y apagar la luz.
No tuve sueños de ninguna especie. Al despertar no sabía dónde estaba, pero esta sensación sólo duró unos segundos, pues de inmediato identifiqué los ruidos característicos de mi calle. Todo ha pasado, pensé. Me siento descansada, estoy en mi casa, tengo muchas cosas que hacer. Cuando me senté en la cama, sin embargo, lo único que hice fue ponerme a llorar como una loca, sin motivo ni causa aparente. Todo el día estuve así. Por momentos deseaba no haber salido de Santa Teresa, haber permanecido junto a vosotros hasta el final. En más de una ocasión sentí el impulso de largarme al aeropuerto y coger el primer avión con destino a México. Esos impulsos eran seguidos de otros más destructivos: prenderle fuego a mi apartamento, cortarme las venas, no volver nunca más a la universidad y llevar en adelante una vida de vagabunda.
Pero las vagabundas, al menos en Inglaterra, a menudo son sometidas a vejaciones, según leí en un reportaje de una revista cuyo nombre he olvidado. En Inglaterra las vagabundas son sometidas a violaciones en grupo, son golpeadas, y no es raro que algunas aparezcan muertas en las puertas de los hospitales. Quienes hacen estas cosas a las vagabundas no son, como yo hubiera pensado a los dieciocho años, los policías ni las bandas de gamberros neonazis, sino los vagabundos, lo que confiere a la situación un regusto si cabe aún más amargo. Confundida, salí a dar una vuelta por la ciudad, con la esperanza de animarme y tal vez llamar por teléfono a alguna amiga con la cual irme a cenar. No sé cómo, de pronto me vi enfrente de una galería de arte en donde hacían una retrospectiva de Edwin Johns, el artista aquel que se cortó la mano derecha para exhibirla en un retrato autobiográfico.
En su siguiente visita Espinoza consiguió que la muchacha le permitiera acompañarla hasta su casa. Dejaron el carrito guardado, tras pagar Espinoza un exiguo alquiler a una mujer gorda cubierta por un viejo delantal de operaria fabril, en el cuarto de atrás del restaurante en donde antes habían comido, entre cajas de botellas vacías y pilas de latas de chile y carne. Luego metieron las alfombras y los sarapes en el asiento trasero del coche y se acomodaron los tres delante. El niño estaba feliz y Espinoza le dijo que decidiera él adónde iban a comer aquel día. Terminaron en un McDonald’s del centro.
La casa de la muchacha estaba en los barrios del poniente de la ciudad, en las zonas en donde, por lo que había leído en la prensa, se cometían los crímenes, pero el barrio y la calle donde vivía Rebeca sólo le pareció un barrio pobre y una calle pobre, en donde lo siniestro estaba ausente. Dejó el coche estacionado enfrente de la casa. En la entrada había un jardín minúsculo, con tres jardineras hechas de caña y alambre, cubiertas de macetas con flores y plantas verdes. Rebeca le dijo a su hermano que se quedara vigilando el coche. La casa era de madera y al caminar los tablones del suelo emitían un sonido a cosa hueca, como si debajo corriera un desagüe o hubiera un cuarto secreto.
La madre, contra lo que esperaba Espinoza, lo saludó amablemente y le ofreció un refresco. Luego ella misma le presentó al resto de sus hijos. Rebeca tenía dos hermanos y tres hermanas, aunque la mayor ya no vivía allí pues se había casado. Una de las hermanas era igualita a Rebeca, sólo que más joven. Se llamaba Cristina y todos en la casa decían que era la más inteligente de la familia. Después de un tiempo prudencial Espinoza le pidió a Rebeca que salieran a dar una vuelta por el barrio. Al salir vieron al niño encaramado sobre el techo del coche. Leía un cómic y tenía algo en la boca, probablemente un caramelo. Cuando volvieron del paseo el niño aún seguía allí, aunque ya no leía nada y el caramelo se había terminado.
Cuando volvió al hotel Pelletier estaba otra vez con Santo Tomás. Al sentarse a su lado Pelletier levantó la mirada del libro y le dijo que había cosas que aún no entendía y que probablemente no iba a entender jamás. Espinoza soltó una risotada y no hizo ningún comentario.
—Hoy he estado con Amalfitano —dijo Pelletier.
Según creía, el profesor chileno tenía los nervios destrozados. Pelletier lo había invitado a darse con él un chapuzón en la piscina. Como no tenía traje de baño le había conseguido uno en la recepción. Todo parecía ir bien. Pero cuando se metió en la piscina Amalfitano se quedó quieto, como si de pronto hubiera visto al demonio, y se hundió. Antes de que se hundiera, Pelletier recordaba que se había tapado la boca con las dos manos. En cualquier caso no hizo el más mínimo esfuerzo por nadar. Afortunadamente, Pelletier estaba allí y no le costó nada sumergirse y volverlo a traer a la superficie. Luego se tomaron un whisky cada uno y Amalfitano le explicó que hacía mucho que no nadaba.
—Estuvimos hablando de Archimboldi —dijo Pelletier.
Después se vistió, devolvió el traje de baño y se marchó.
—¿Y tú qué hiciste? —dijo Espinoza.
—Me duché, me vestí, bajé a comer y seguí con mis lecturas.
Por un instante, decía Norton en su carta, me sentí como una vagabunda deslumbrada por las luces de un teatro repentino. No estaba en la mejor disposición para entrar en una galería de arte, pero el nombre de Edwin Johns me atrajo como un imán. Me acerqué a la puerta de la galería, que era de vidrio, y en el interior vi a mucha gente y vi a camareros vestidos de blanco que apenas podían moverse manteniendo en equilibrio bandejas cargadas de copas de champán o de vino rojo. Decidí esperar y volví a la acera de enfrente. Poco a poco la galería se fue vaciando y llegó el momento en que pensé que ya podía entrar y ver al menos una parte de la retrospectiva.
Cuando traspuse la puerta de vidrio sentí algo extraño, como si todo lo que a partir de ese instante viera o sintiera fuera a ser decisivo para el curso posterior de mi vida. Me detuve delante de una especie de paisaje, un paisaje de Surrey, de la primera etapa de Johns, que me pareció melancólico y a la vez dulce, profundo y en modo alguno grandilocuente, como sólo pueden serlo los paisajes ingleses pintados por pintores ingleses. De golpe me dije que con ver ese cuadro ya tenía suficiente y me disponía a marcharme cuando un camarero, tal vez el último de los camareros de la empresa de catering que quedaba en la galería, se me acercó con una sola copa de vino en la bandeja, una copa servida especialmente para mí. No me dijo nada. Sólo me la ofreció y yo le sonreí y tomé la copa. Entonces vi el póster de la exposición, al otro lado de donde yo me encontraba, el póster que exhibía el cuadro con la mano cortada, la pieza maestra de Johns, y en donde con números blancos se señalaba su fecha de nacimiento y su fecha de muerte.
Yo no sabía que había muerto, decía Norton en su carta, yo creía que aún vivía en Suiza, en un confortable manicomio, en donde se reía de sí mismo y sobre todo se reía de nosotros. Recuerdo que la copa de vino se me cayó de las manos. Recuerdo que una pareja, ambos muy altos y delgados, que miraban un cuadro, me miraron con extrema curiosidad, como si yo fuera una ex amante de Johns o un cuadro viviente (e inacabado) que de pronto se entera de la muerte de su pintor. Sé que salí sin mirar atrás y que anduve durante mucho rato hasta que me di cuenta de que no lloraba, sino que llovía y que estaba empapada. Esa noche no pude dormir.
Por las mañanas Espinoza iba a buscar a Rebeca a su casa. Dejaba el coche frente a la puerta, se tomaba un café y luego, sin decir nada, metía las alfombras en el asiento trasero y se dedicaba a limpiar el polvo de la carrocería con un trapo. Si hubiera sabido algo de mecánica hubiera levantado el capó y habría mirado el motor, pero no sabía nada de mecánica y el motor del coche, por lo demás, funcionaba como una seda. Después salían de la casa la muchacha y su hermano y Espinoza les abría la puerta del copiloto, sin pronunciar una palabra, como si aquella rutina durara años, y luego él entraba por la puerta del conductor, guardaba el trapo del polvo en la guantera y partían hacia el mercado de artesanías. Ya allí los ayudaba a montar el puesto y cuando habían terminado iba a un restaurante cercano y compraba dos cafés para llevar y una Coca-Cola, que se tomaban de pie, contemplando los otros puestos o el horizonte achaparrado, pero dignísimo, de edificios coloniales que los cercaban. En ocasiones Espinoza reñía al hermano de la muchacha, le decía que beber Coca-Cola por las mañanas era una mala costumbre, pero el niño, que se llamaba Eulogio, se reía y no le hacía caso, pues sabía que el enfado de Espinoza era en un noventa por ciento fingido. El resto de la mañana Espinoza se lo pasaba en una terraza, sin salir de aquel barrio, el único de Santa Teresa, además del barrio de Rebeca, que le gustaba, leyendo los periódicos locales y tomando café y fumando. Cuando iba al baño y se miraba en un espejo, pensaba que sus facciones estaban cambiando. Parezco un señor, se decía a veces. Parezco más joven. Parezco otro.
En el hotel, al volver, siempre encontraba a Pelletier en la terraza o en la piscina o tumbado en uno de los sillones de alguna de las salas, releyendo Santo Tomás o La ciega o Letea, que al parecer eran los únicos libros de Archimboldi que había traído consigo a México. Le preguntó si preparaba algún artículo o ensayo sobre esos tres libros en concreto y la respuesta de Pelletier fue vaga. Al principio, sí. Pero ahora no. Simplemente los leía porque eran los únicos que tenía. Espinoza pensó en dejarle alguno de los suyos, y de inmediato se dio cuenta, con alarma, de que había olvidado los libros de Archimboldi que ocultaba en su maleta.
Esa noche no pude dormir, decía Norton en su carta, y se me ocurrió llamar a Morini. Era muy tarde, era de mala educación molestarlo a esa hora, era una imprudencia de mi parte, era una intromisión grosera, pero lo llamé. Recuerdo que marqué su número y acto seguido apagué la luz de la habitación, como si al estar a oscuras Morini no pudiera verme la cara. Mi llamada, sorprendentemente, fue contestada en el acto.
—Soy yo, Piero —le dije—, Liz, ¿te has enterado de que murió Edwin Johns?
—Sí —dijo la voz de Morini desde Turín—. Murió hace un par de meses.
—Pero yo sólo lo he sabido ahora, esta noche —dije.
—Pensé que ya lo sabías —dijo Morini.
—¿Cómo murió? —dije.
—En un accidente —dijo Morini—, salió a dar un paseo, quería dibujar una pequeña cascada que hay cerca del sanatorio, se subió a una roca y resbaló. Encontraron el cadáver al fondo de un barranco de cincuenta metros.
—No puede ser —dije.
—Sí que puede ser —dijo Morini.
—¿Salió a dar un paseo solo? ¿Sin nadie que lo vigilara?
—No iba solo —dijo Morini—, lo acompañaba una enfermera y uno de los muchachos fuertes del sanatorio, de esos que pueden reducir en un segundo a un loco furioso.
Me reí, era la primera vez que me reía, ante la expresión loco furioso, y Morini, al otro lado de la línea, se rió, aunque sólo fue un instante, conmigo.
—Esos chicos fuertes y atléticos se llaman en realidad auxiliares —le dije.
—Pues lo acompañaban una enfermera y un auxiliar —dijo—. Johns se subió a una roca y el muchacho fuerte subió detrás de él. La enfermera, por indicación de Johns, se sentó en un tocón y fingió leer un libro. Entonces Johns comenzó a dibujar con su mano izquierda, con la cual había adquirido cierta habilidad. El paisaje comprendía la cascada, las montañas, los salientes de roca, el bosque y la enfermera que ajena a todo leía el libro. Entonces ocurrió el accidente. Johns se levantó de la roca, resbaló y, aunque el muchacho fuerte y atlético trató de agarrarlo, cayó al abismo.
Eso era todo.
Durante un rato permanecimos sin decir nada, decía Norton en su carta, hasta que Morini rompió el silencio y me preguntó cómo me había ido en México.
—Mal —le dije.
No hizo más preguntas. Oía su respiración, pausada, y él oía mi respiración, que se iba serenando rápidamente.
—Te llamaré mañana —le dije.
—De acuerdo —dijo él, pero durante unos segundos ninguno de los dos se atrevió a colgar el teléfono.
Esa noche pensé en Edwin Johns, pensé en su mano que ahora probablemente se exhibía en su retrospectiva, esa mano que el auxiliar del sanatorio no pudo coger y así impedir su caída, aunque esto último resultaba demasiado obvio, como una fábula tramposa que ni siquiera se acercaba a lo que Johns había sido. Mucho más real resultaba el paisaje suizo, ese paisaje que vosotros visteis y que yo desconozco, con las montañas y los bosques, con las piedras irisadas y las cascadas de agua, con los barrancos mortales y las enfermeras lectoras.
Una noche Espinoza llevó a Rebeca a bailar. Estuvieron en una discoteca del centro de Santa Teresa a la que la muchacha no había ido nunca, pero de la cual hablaban sus amigas en los mejores términos. Mientras bebían cubalibres Rebeca le contó que al salir de aquella discoteca habían secuestrado a dos de las muchachas que tiempo después aparecieron muertas. Sus cadáveres fueron abandonados en el desierto.
A Espinoza le pareció de mal augurio el que ella dijera que el asesino tenía por costumbre visitar esa discoteca. Cuando la fue a dejar a su casa la besó en los labios. Rebeca olía a alcohol y tenía la piel muy fría. Le preguntó si quería hacer el amor y ella asintió con la cabeza, varias veces, sin decir nada. Luego ambos pasaron de los asientos de delante al asiento de atrás y lo hicieron. Un polvo rápido. Pero después ella recostó la cabeza sobre su pecho, sin decir palabra, y él estuvo mucho rato acariciándole el pelo. El aire nocturno olía a productos químicos que llegaban en oleadas. Espinoza pensó que cerca de allí había una fábrica de papel. Se lo preguntó a Rebeca y ella dijo que cerca de allí sólo había casas construidas por sus propios moradores y descampados.
Volviera al hotel a la hora que volviera siempre encontraba a Pelletier despierto, leyendo un libro y esperándolo. Con ese gesto, pensó, Pelletier le reafirmaba su amistad. También cabía la posibilidad de que el francés no pudiera dormir y que su insomnio lo condenara a leer por las salas vacías del hotel hasta la llegada del alba.
A veces Pelletier estaba en la piscina, abrigado con un suéter o con una toalla, bebiendo whisky a sorbitos. Otras veces lo encontraba en una sala presidida por un paisaje enorme de la frontera, pintado, eso se adivinaba en el acto, por un artista que no había estado nunca allí: la industriosidad del paisaje y su armonía revelaban más un deseo que una realidad. Los camareros, incluso los del turno de noche, satisfechos con sus propinas, procuraban que nada le faltara. Cuando llegaba, durante un rato, se dedicaban a intercambiar frases cortas y amables.
A veces Espinoza, antes de buscarlo por las salas vacías del hotel, se iba a revisar sus e-mails, con la esperanza de encontrar cartas de Europa, de Hellfeld o de Borchmeyer, que arrojaran algo de luz sobre el paradero de Archimboldi. Después buscaba a Pelletier y más tarde ambos subían silenciosos a sus respectivas habitaciones.
Al día siguiente, decía Norton en su carta, me dediqué a limpiar mi apartamento y a poner en orden mis papeles. Terminé mucho antes de lo que esperaba. Por la tarde me encerré en un cine y al salir, aunque estaba tranquila, ya no me acordaba del argumento de la película ni de los actores que la interpretaban. Esa noche cené con una amiga y me acosté temprano, aunque hasta las doce no fui capaz de conciliar el sueño. Nada más despertarme, de buena mañana y sin hacer una reserva previa, me fui al aeropuerto y compré el primer billete para Italia. Volé de Londres a Milán y desde allí cogí un tren para Turín. Cuando Morini me abrió la puerta le dije que había venido a quedarme, que decidiera él si me iba a un hotel o me quedaba en su casa. No contestó a mi pregunta, apartó la silla de ruedas y me pidió que pasara. Fui al baño a lavarme la cara. Cuando volví Morini había preparado té y puesto sobre un plato azul tres pastelillos que me ofreció con encomio. Probé uno y era delicioso. Parecía un dulce griego, con pistacho e higo confitado en su interior. Pronto di cuenta de los tres pastelillos y me tomé dos tazas de té. Morini, mientras tanto, hizo una llamada telefónica, y luego se dedicó a escucharme y a intercalar de vez en cuando preguntas que yo contestaba de buen grado.
Durante horas estuvimos hablando. Hablamos de la derecha en Italia, del rebrote del fascismo en Europa, de los inmigrantes, de los terroristas musulmanes, de la política británica y norteamericana y a medida que hablábamos yo me iba sintiendo cada vez mejor, lo que es curioso pues los temas de conversación eran más bien deprimentes, hasta que ya no pude más y le pedí otro pastelillo mágico, al menos uno más, y entonces Morini miró la hora y dijo que era normal que tuviera hambre, y que haría algo mejor que darme un pastelillo de pistacho, había reservado mesa en un restaurante turinés y me iba a llevar a cenar allí.
El restaurante estaba en medio de un jardín en donde había bancos y estatuas de piedra. Recuerdo que yo empujaba la silla de Morini y él me enseñaba las estatuas. Algunas eran figuras mitológicas, pero otras representaban simples campesinos perdidos en la noche. En el parque había otras parejas que paseaban y a veces nos cruzábamos con ellas y otras veces sólo veíamos sus sombras. Mientras comíamos Morini me preguntó por vosotros. Le dije que la pista que situaba a Archimboldi en el norte de México era una pista falsa y que probablemente ni siquiera había pisado aquel país. Le conté lo de vuestro amigo mexicano, el gran intelectual llamado el Cerdo, y nos reímos un buen rato. La verdad es que yo cada vez me sentía mejor.
Una noche, después de hacer el amor por segunda vez con Rebeca en el asiento trasero del coche, Espinoza le preguntó qué pensaba su familia de él. La muchacha le dijo que sus hermanas creían que era guapo y que su madre había dicho que tenía cara de hombre responsable. El olor a productos químicos pareció levantar el coche del suelo. Al día siguiente Espinoza compró cinco alfombras. Ella le preguntó para qué quería tantas alfombras y Espinoza contestó que pensaba regalarlas. Al volver al hotel dejó las alfombras en la cama que no ocupaba, luego se sentó en la suya y durante una fracción de segundo las sombras se retiraron y tuvo una fugaz visión de la realidad. Se sintió mareado y cerró los ojos. Sin darse cuenta se quedó dormido.
Cuando despertó le dolía el estómago y tenía deseos de morirse. Por la tarde salió a hacer compras. Entró en una lencería y en una tienda de ropa de mujer y en una zapatería. Esa noche se llevó a Rebeca al hotel y después de ducharse juntos la vistió con un tanga y ligueros y medias negras y un body negro y zapatos de tacón de aguja de color negro y la folló hasta que ella no fue más que un temblor entre sus brazos. Después pidió que le subieran a la habitación una cena para dos y tras comer le entregó los otros regalos que le había comprado y después volvieron a follar hasta que empezó a amanecer. Entonces ambos se vistieron, ella guardó sus regalos en las bolsas y él la acompañó primero a su casa y luego hasta el mercado de artesanías, en donde la ayudó a montar el puesto. Antes de que se despidiera ella le preguntó si lo iba a volver a ver. Espinoza, sin saber por qué, tal vez únicamente porque estaba cansado, se encogió de hombros y dijo que eso nunca se sabía.
—Sí que se sabe —dijo Rebeca con una voz triste que no le conocía—. ¿Te marchas de México? —le preguntó.
—Algún día tengo que irme —contestó él.
Al volver al hotel no encontró a Pelletier ni en la terraza ni junto a la piscina ni en ninguna de las salas en donde éste solía recluirse para leer. Preguntó en la recepción si hacía mucho que había salido su amigo y le dijeron que Pelletier no había abandonado el hotel en ningún momento. Subió a la habitación y llamó a la puerta, pero nadie le contestó. Volvió a llamar, golpeando varias veces, con el mismo resultado. Le dijo al recepcionista que temía que a su amigo le hubiera pasado algo, tal vez un ataque al corazón, y el recepcionista, que los conocía a ambos, subió con Espinoza.
—No creo que haya ocurrido nada malo —le dijo mientras iban en el ascensor.
Al abrir la habitación con la llave maestra el recepcionista no traspuso el umbral. La habitación estaba a oscuras y Espinoza encendió la luz. Sobre una de las camas vio a Pelletier tapado con el cobertor hasta el cuello. Estaba boca arriba, con el rostro sólo ligeramente ladeado, y tenía las manos cruzadas sobre el pecho. En su expresión Espinoza vio una paz que nunca antes había notado en el rostro de Pelletier. Lo llamó:
—Pelletier, Pelletier.
El recepcionista, ganado por la curiosidad, avanzó un par de pasos y le aconsejó que no lo tocara.
—Pelletier —gritó Espinoza, y se sentó a su lado y lo zarandeó de los hombros.
Entonces Pelletier abrió los ojos y le preguntó qué ocurría.
—Creíamos que estabas muerto —dijo Espinoza.
—No —dijo Pelletier—, estaba soñando que me iba de vacaciones a las islas griegas y que allí alquilaba un bote y conocía a un niño que todo el día se lo pasaba buceando.
—Es un sueño muy bonito —dijo.
—Efectiviwonder —dijo el recepcionista—, parece un sueño muy relajante.
—Lo más curioso del sueño —dijo Pelletier— es que el agua estaba viva.
Las primeras horas de mi primera noche en Turín, decía Norton en su carta, las pasé en la habitación de huéspedes de Morini. No me costó nada quedarme dormida, pero de repente un trueno, que no sé si era real o soñado, me despertó, y creí ver, al fondo del pasillo, la silueta de Morini y de la silla de ruedas. Al principio no le hice caso y procuré volver a dormirme, hasta que de pronto recapitulé lo que había visto: por un lado la silueta de la silla de ruedas en el pasillo y por otro lado, ya no en el pasillo sino en la sala, de espaldas a mí, la silueta de Morini. Me desperté de un salto, empuñé un cenicero y encendí la luz. El pasillo estaba desierto. Fui hasta la sala y no había nadie. Meses antes lo normal hubiera sido tomar un vaso de agua y volver a la cama, pero ya nada era ni volvería a ser como entonces. Así que lo que hice fue ir a la habitación de Morini. Al abrir la puerta vi primero la silla de ruedas, a un lado de la cama, y luego el bulto de Morini, que respiraba pausadamente. Murmuré su nombre. No se movió. Alcé la voz y la voz de Morini me preguntó qué pasaba.
—Te he visto en el pasillo —le dije.
—¿Cuándo? —dijo Morini.
—Hace un momento, cuando oí el trueno.
—¿Llueve? —dijo Morini.
—Seguramente —dije yo.
—No he salido al pasillo, Liz —dijo Morini.
—Yo te vi allí. Te habías levantado. La silla de ruedas estaba en el pasillo, de cara a mí, pero tú estabas al final del pasillo, en la sala, de espaldas a mí —dije.
—Debió ser un sueño —dijo Morini.
—La silla de ruedas estaba de cara a mí y tú estabas de espaldas a mí —dije.
—Tranquilízate, Liz —dijo Morini.
—No me pidas que me tranquilice, no me trates como a una estúpida. La silla de ruedas me miraba, y tú, que estabas de pie, tan tranquilo, no me mirabas. ¿Lo entiendes?
Morini se concedió unos segundos para reflexionar, apoyado en los codos.
—Creo que sí —dijo—, mi silla te vigilaba mientras yo te ignoraba, ¿no? Como si la silla y yo fuéramos una sola persona o un solo ente. Y la silla era mala, precisamente porque te miraba, y yo también era malo, porque te había mentido y no te miraba.
Entonces me eché a reír y le dije que para mí, bien pensado, él jamás iba a ser malo, y tampoco la silla de ruedas, puesto que le prestaba un servicio tan necesario.
El resto de la noche lo pasamos juntos. Le dije que se hiciera a un lado y me dejara sitio y Morini me obedeció sin decir nada.
—¿Cómo pude tardar tanto en darme cuenta de que me querías? —le dije más tarde—. ¿Cómo pude tardar tanto en darme cuenta de que yo te quería?
—La culpa es mía —dijo Morini en la oscuridad—, soy muy torpe.
Por la mañana Espinoza regaló a los recepcionistas y vigilantes y camareros del hotel algunas de las alfombras y sarapes que atesoraba. También regaló alfombras a las dos mujeres que iban a hacerle la limpieza del cuarto. El último sarape, uno muy bonito, en donde predominaban las figuras geométricas en rojo, verde y lila, lo metió en una bolsa y le dijo al recepcionista que se lo subiera a Pelletier.
—Un regalo anónimo —dijo.
El recepcionista le guiñó el ojo y dijo que así se haría.
Cuando Espinoza llegó al mercado de las artesanías ella estaba sentada en una banqueta de madera leyendo una revista de música popular, llena de fotos en color, en donde había noticias sobre cantantes mexicanos, sus bodas, divorcios, giras, discos de oro y platino, sus temporadas en la cárcel, sus muertes en la miseria. Se sentó a su lado, en el bordillo de la acera, y dudó si saludarla con un beso o no. Enfrente había un puesto nuevo que vendía figuritas de barro. Desde donde estaba Espinoza distinguió unas horcas diminutas y se sonrió tristemente. Le preguntó a la muchacha dónde estaba su hermano y ella le respondió que se había ido a la escuela, como todas las mañanas.
Una mujer muy arrugada, vestida de blanco como si se fuera a casar, se detuvo a hablar con Rebeca y entonces él cogió la revista, que la muchacha había dejado bajo la mesa, encima de una lonchera, y la estuvo hojeando hasta que la amiga de Rebeca se marchó. Intentó decir algo en un par de ocasiones, pero no pudo. El silencio de ella, sin embargo, no era desagradable ni implicaba rencor o tristeza. No era denso sino transparente. Casi no ocupaba espacio. Incluso, pensó Espinoza, uno podría acostumbrarse a este silencio y ser feliz. Pero él no se iba a acostumbrar jamás, eso también lo sabía.
Cuando se cansó de estar sentado se fue a un bar y pidió una cerveza en la barra. A su alrededor sólo había hombres y nadie estaba solo. Espinoza abarcó el bar con una mirada terrible y de inmediato se percató de que los hombres bebían pero también comían. Masculló la palabra joder y escupió en el suelo, a pocos centímetros de sus propios zapatos. Luego se tomó otra y volvió al puesto con la botella a medias. Rebeca lo miró y sonrió. Espinoza se sentó en la acera, junto a ella, y le dijo que iba a volver. La muchacha no dijo nada.
—Voy a volver a Santa Teresa —dijo—, en menos de un año, te lo juro.
—No jures —dijo la muchacha mientras sonreía complacida.
—Volveré contigo —dijo Espinoza bebiendo hasta la última gota de su cerveza—. Y puede que entonces nos casemos y tú te vengas a Madrid conmigo.
Pareció que la muchacha decía: sería bonito, pero Espinoza no la entendió.
—¿Qué?, ¿qué? —dijo.
Rebeca permaneció callada.
Cuando volvió, de noche, encontró a Pelletier leyendo y bebiendo whisky junto a la piscina. Se sentó en la tumbona de al lado y le preguntó cuáles eran los planes. Pelletier sonrió y puso el libro sobre la mesa.
—He encontrado en mi habitación tu regalo —dijo—, es muy apropiado y no carece de encanto.
—Ah, el sarape —dijo Espinoza, y se dejó caer de espaldas sobre la tumbona.
En el cielo se veían muchas estrellas. El agua verdeazulada de la piscina danzaba sobre las mesas y los macizos de flores y cactus, en una cadena de reflejos que llegaba hasta un muro de ladrillo de color crema, detrás del cual había una pista de tenis y unos baños sauna que había evitado con éxito. De vez en cuando oían raquetazos y voces en sordina que comentaban el juego.
Pelletier se levantó y dijo caminemos. Se dirigió hacia la pista de tenis, seguido por Espinoza. Las luces de la pista estaban encendidas y dos tipos con panzas prominentes se esforzaban en un juego torpe, provocando la risa de dos mujeres que los observaban sentadas en un banco de madera, debajo de un parasol similar a los que rodeaban la piscina. Al fondo, detrás de una reja de alambre, estaba el baño sauna, una caja de cemento con dos ventanas diminutas, como los ojos de buey de un buque hundido. Sentado sobre el muro de ladrillos, Pelletier dijo:
—No vamos a encontrar a Archimboldi.
—Hace días que lo sé —dijo Espinoza.
Luego dio un salto y luego otro, hasta que pudo sentarse en el borde del muro, las piernas colgando hacia la pista de tenis.
—Sin embargo —dijo Pelletier—, estoy seguro de que Archimboldi está aquí, en Santa Teresa.
Espinoza se miró las manos, como si temiera haberse hecho daño. Una de las mujeres se levantó de su asiento e invadió la pista. Al llegar junto a uno de los hombres, le dijo algo al oído y después volvió a salir. El hombre que había hablado con la mujer levantó los brazos hacia arriba, abrió la boca y echó la cabeza atrás, aunque sin proferir el más mínimo sonido. El otro hombre, vestido, al igual que el primero, de blanco impoluto, esperó a que la algarabía silenciosa de su contrincante cesara y cuando acabaron los visajes de éste le lanzó la pelota. El partido se reanudó y las mujeres se volvieron a reír.
—Créeme —dijo Pelletier con una voz muy suave, como la brisa que soplaba en ese instante y que impregnaba todo con un aroma de flores—, sé que Archimboldi está aquí.
—¿En dónde? —dijo Espinoza.
—En alguna parte, en Santa Teresa o en los alrededores.
—¿Y por qué no lo hemos hallado? —dijo Espinoza.
Uno de los tenistas se cayó al suelo y Pelletier sonrió:
—Eso no importa. Porque hemos sido torpes o porque Archimboldi tiene un gran talento para esconderse. Es lo de menos. Lo importante es otra cosa.
—¿Qué? —dijo Espinoza.
—Que está aquí —dijo Pelletier, y señaló la sauna, el hotel, la pista, las rejas metálicas, la hojarasca que se adivinaba más allá, en los terrenos del hotel no iluminados. A Espinoza se le erizaron los pelos del espinazo. La caja de cemento en donde estaba la sauna le pareció un búnker con un muerto en su interior.
—Te creo —dijo, y en verdad creía lo que decía su amigo.
—Archimboldi está aquí —dijo Pelletier—, y nosotros estamos aquí, y esto es lo más cerca que jamás estaremos de él.
No sé cuánto tiempo vamos a durar juntos, decía Norton en su carta. Ni a Morini (creo) ni a mí nos importa. Nos queremos y somos felices. Sé que vosotros lo comprenderéis.