INTRODUCCIÓN INICIAL

El concepto de estética filosófica da la impresión de anticuado, igual que los conceptos de sistema y de moral. Este sentimiento no se limita sólo a la praxis artística y a la indiferencia pública respecto a la teoría estética. Incluso en los ámbitos académicos decrecen desde hace decenios las publicaciones importantes.

Un reciente diccionario advierte sobre ello: «Apenas ninguna otra disciplina filosófica descansa en fundamentos tan inseguros como la estética. Como una veleta “se la hace girar por cualquier golpe de viento cultural, filosófico o de teoría de la ciencia, unas veces es metafísica, otras empírica, a veces es descriptiva, a veces normativa, la hacen los artista, la hacen los espectadores, hoy se cree el arte el centro de la estética y la naturaleza se considera sólo como un paso previo y mañana se cree que la belleza del arte es sólo una belleza natural de segunda mano”. El dilema de la estética, así descrito por Moritz Geiger, caracteriza su situación desde la mitad del siglo XIX. El fundamento de este pluralismo de teorías estéticas, frecuentemente incompletas, es doble: existe, por un lado, la dificultad de principio, incluso la imposibilidad, de explicar el arte por un sistema de categorías filosóficas; por otra parte existe la dependencia tradicional de los enunciados estéticos respecto a tesis de crítica del conocimiento que forman su presupuesto. La problemática de la teoría del conocimiento aparece inmediatamente en la estética, ya que, al tener que interpretar ésta sus objetos, depende del concepto de objeto que maneje. Esta tradicional dependencia está dada por la realidad misma y tiene también su reflejo en la terminología»[137].

Siendo correcta la descripción del estado de la estética es correcta, no está suficientemente explicada; no menos controvertidas son las otras ramas de la filosofía, incluidas la teoría del conocimiento y la lógica, sin que el interés por ellas haya decrecido. La situación de la disciplina es descorazonadora. Croce introdujo en la teoría estética un nominalismo radical. Simultáneamente algunas importantes concepciones se separaron de las llamadas cuestiones de principio y se dedicaron a problemas específicos sobre la forma y sobre los materiales; mencionemos la teoría de la novela de Luckács y el trabajo enfático de Benjamin criticado Las afinidades electivas y el Origen del drama barroco alemán. Esta última obra defiende entre líneas el nominalismo de Croce[138], aunque también toma en cuenta un estado de conciencia que encuentra la clave de explicación de las grandes cuestiones tradicionales, aun de las que tienen contenido metafísico, no ya en principios generales, sino en terrenos que en otro contexto sólo serían meros ejemplos. La estética filosófica se encuentra ente una fatal alternativa entre la universalidad necia y trivial y los juicios arbitrarios procedentes de fantasías convencionales. El programa hegeliano de no pensar desde arriba, sino entregarse a los fenómenos, sólo ha sido posible en estética gracias al nominalismo, mientras que la propia estética hegeliana, a causa de sus componentes clasicistas, conservó muchos más invariantes abstractos que los tolerables por el método dialéctico.

Esta consecuencia ha puesto en duda la posibilidad de la teoría estética como una teoría tradicional. Pues la idea de lo concreto, a la cual está vinculada cualquier obra de arte igual que cualquier experiencia de lo bello, no permite separarse, en el tratamiento del arte, de los fenómenos determinados, de la forma en que, bastante falsamente, cree poder hacerlo el consenso filosófico en el ámbito de la teoría del conocimiento o la ética. Una doctrina de lo concreto estético necesitaría pasar por alto aquello a lo que le obliga su mismo objeto. Lo obsoleto de la estética tiene su razón en que apenas se lo ha planteado. Por su propia forma parece obligarla a buscar una universalidad que acaba por se inadecuación a las obras de arte y, complementariamente, por atarse a pasajeros valores eternos. La desconfianza académica contra la estética se funda en su inmanente academicismo. El motivo del desinterés en las cuestiones estéticas es anticipadamente el miedo científico institucionalizado ante las inseguridades y controversias, no el provincianismo ni el retraso de las cuestiones, de las que van por detrás. La actitud valorativa y contemplativa, que la ciencia exige a la estética, es incompatible con el arte más progresista que, en ocasiones, como en Kafka, apenas tolera la actitud contemplativa[139]. La estética diverge hoy de antemano del objeto del que trata, se ha vuelto sospechosa para los que gozan de la contemplación, para los que tienen gusto estético. La estética contemplativa presupone involuntariamente como norma ese gusto estético en el que el espectador se distancia de las obras cuando se acerca a ellas. Esta forma de gusto estético, prisionera del subjetivismo, debería reflexionar teóricamente sobre su fracaso no sólo ante los más jóvenes artista contemporáneos, sino ante cualquier artista avanzado de cualquier época. La exigencia hegeliana de poner la cosa misma en vez del juicio de gusto estético ha anticipado esto[140], aunque no consiguió salir de la actitud del contemplador imparcial con gusto estético. Su propio sistema le capacitaba para ello, ya que creía que el conocimiento es tanto más fructífero cuanto mayor distancia conserve de los objetos. Él y Kant fueron los últimos que, dicho crudamente, pudieron escribir una gran estética sin entender nada de arte. Esto fue posible en tanto que el que el arte estaba orientado por normas generales que no se ponían en cuestión en la obra concreta, sino que se filtraban en su problemática inmanente. Es verdad que apenas se dio alguna obra de importancia que no mediara esas normas en su propia configuración, también a través de la cual podría haberlas cambiado. Pero esas normas no llegaron a ser liquidadas del todo, sino que algo de ellas quedó en las obras concretas. Las grandes estéticas filosóficas estaban tan en consonancia con el arte que convirtieron su evidente universalidad en concepto; de acuerdo con un estado del espíritu en el que la filosofía y algunas de sus configuraciones, como el arte, no se habían escindido aún. Como era el mismo espíritu el que dominaba en filosofía y en arte, la filosofía podía tratar sobre arte sin tener que responder ante las obras de arte. Por supuesto fracasaron en el ensayo motivado por pensar las especificidades del arte, intento motivado por la no identidad entre el arte y sus determinaciones generales: el resultado en los idealistas especulativos fueron los errores de juicio más penosos. Kant, que no quería presentar lo a posteriori como si fuera a priori, fue precisamente por ello menos falible. Atrapado artísticamente en el siglo XVIII[141], al que no había dudado en llamar filosóficamente precrítico, esto es, anterior a la plena emancipación del sujeto, no se comprometió tanto como Hegel con afirmaciones ajenas al arte. Con todo abrió muchas más puertas a los intentos radicalmente modernos que Hegel[142], que se entregó al arte con mucho más coraje. Tras ellos vinieron los espíritus exquisitos, el mal término medio entre la cosa misma postulada por Hegel y el concepto. Unieron una relación culinaria con el arte con la falta de fuerza para su construcción. Georg Simmel sería un ejemplo típico de este gusto exquisito, a pesar de su decidido giro hacia las obras estéticas concretas. El clima del conocimiento del arte es o el ascetismo imperturbable del concepto que, obstinado, no se deja irritar por los hechos, o la conciencia inconsciente en medio de las cosas; nunca será comprendido el arte por espectadores entendidos, felices en su empatía; la relajación de esta actitud, de principio indiferente a lo esencial de las obras de arte, su compromiso. La estética sólo fue productiva cuando conservó bien clara su distancia de lo empírico y con su pensamiento sin ventanas penetró en el contenido de su otro; o donde se acercó del todo a las obras, las juzgó desde el interior de su proceso de producción como en los testimonios dispersos de algunos artistas individuales cuya importancia no está en que expresen la personalidad, no decisiva para la obra de arte, sino en que frecuentemente, dan algunas indicaciones de la creciente experiencia de la cosa sin recurrir al sujeto. Estos testimonios estás más afectados por la ingenuidad impuesta por las convenciones sociales. O los artistas reniegan de la estética impulsados por una cierta rabia artesanal o los antidilettantes elaboran teorías dilettantes auxiliares. Para que sus ideas puedan formar parte de una estética es preciso interpretarlas. Las teorías artesanales que quieren ocupar polémicamente el lugar de la estética terminan en positivismo aun cuando simpaticen con la metafísica. Los consejos, como los precisos para que alguien componga un rondó, son inútiles porque no se puede escribir un rondó partiendo de sus fundamentos, de los que la doctrina artesanal no sabe nada. Estas reglas requieren una explicación filosófica si quieren ser algo más que el absurdo de lo habitual. Si se niegan a ello entonces tienen que pedir ayuda a cosmovisiones confusas. La dificultad de una estética que quisiera ser algo más que una rama de la filosofía sería, tras la muerte del idealismo: unir la cercanía entre el proceso de producción y el fenómeno con la potencia conceptual no dirigida ya por ningún concepto superior, por ninguna máxima; remitida al medio conceptual tal estética superaría la mera fenomenología de la obra de arte. Por contra, el intento de pasar bajo la presión de la situación nominalista a lo que se ha llamado estética empírica es infructuoso. La razón está en que si se querría llegar a normas estéticas generales desde la abstracción y clasificación de las descripciones empíricas, de acuerdo con los dictámenes de la ciencia, se deja atrás algo que no tiene comparación posible con las impositivas categorías del sistema especulativo. Cuando se aplican a la praxis estética estos productos de destilación sirven para lo mismo que siempre han servido los modelos artísticos. Todas las cuestiones estéticas terminan en las de la contenido de verdad de la obra de arte: ¿es verdadero lo espiritual que una obra porta objetivamente en su configuración específica? Precisamente esto es un anatema para el empirismo pues es superstición. Para él las obras de arte son haces de estímulos sin cualificar. Lo que sean en sí mismas está más allá de su capacidad de juicio, incluso de su juicio proyectivo. Sólo las reacciones subjetivas ante las obras de arte pueden ser observadas, medidas y universalizadas. Con ello se les escapa lo que forma propiamente el objeto de la estética. Ésta se sustituye por una esfera profundamente preestética; socialmente se conoce como industria de la cultura. La estética hegeliana no ha sido criticada por una ciencia pretendidamente superior, sino que ha sido olvidada con una vulgar adaptación.

Es un hecho que el empirismo rebota ante el arte, del que se ha preocupado poco por conocerlo, exceptuando únicamente a ese hombre realmente libre que fue John Dewey; es un hecho que llama poesía a los conocimientos estéticos de los que nada toma para sus propias reglas de juego. Todo ello se explica porque el arte es constitutivamente incompatible con esas reglas de juego y no trata de disolver el ser en lo empírico, sino en el ser mismo. Es esencial en el arte algo que no se da en lo empírico[143], inconmensurable con la medida empirista de las cosas.

Pensar aquello que no se da fácticamente en el arte es la obligación de la estética.

A las dificultades objetivas de la estética se añade la resistencia subjetiva más general. Incontables son los que creen que es superflua. Perturba el esparcimiento dominical en que se ha convertido el arte como complemento de la cotidianeidad burguesa en el tiempo libre. En toda esta lejanía del arte aquella resistencia ayuda también a expresar algo emparentado con el arte. Pues percibe el interés por la naturaleza oprimida y dominada en la sociedad progresivamente racionalizada y socializada. Pero el negocio convierte este resistencia en institución y la explota. El negocio cerca el arte como en un parque natural de la irracionalidad, fuera del cual debe mantenerse al pensamiento. Para ello se une a la concepción, tomada de la teoría estética y degradada a una obviedad, de que el arte debe ser únicamente intuitivo, mientras que está penetrado de conceptos por todas partes. Se confunde, de forma primitiva, la primacía de la intuición en el arte, siempre problemática, con la prohibición de que no se debe reflexionar sobre él pues los artistas reconocidos no lo hicieron. El derivado de este pensar es un concepto amorfo de ingenuidad. En el dominio del puro sentimiento —el término aparece en el título de la estética de uno de los más afamados neokantianos— todo lo que se parezca a logicidad es tabú, a pesar de los momentos de rigor en la obra de arte, cuya relación con la lógica extra-estética y con la causalidad misma sólo sería determinable por la estética filosófica[144]. Así el sentimiento se convierte en su contrario: se cosifica. El arte es de hecho el mundo otra vez, igual y desigual al mundo. La ingenuidad estética ha cambiado su función en la época de la industria cultural dirigida. Lo que una vez fue el pedestal sobre el que se elevaban las obras clásicas, en su noble simplicidad, se ha convertido en un medio aprovechable para cazar clientes. Los consumidores, a los que se impone y la ingenuidad, deben abstenerse de tener tontos pensamientos sobre lo que tienen que tragar y sobre lo que se les dispensa como píldoras. La simplicidad de antaño se ha convertido en la simpleza de los consumidores de cultura que le compran a la industria, agradecidos y con buena conciencia metafísica, la inevitable baratija. En cuanto se adopta como punto de vista la ingenuidad deja de existir. Una relación genuina entre el arte y la experiencia de la conciencia consistiría en la educación que enseña tanto la resistencia contra el arte en tanto que bien de consumo como a hacer comprender substancialmente al receptor que es el arte. De tal educación está alejada hoy el arte, incluso entre los que lo producen. El precio que paga por ello es su tendencia tentadora hacia lo infraartístico, tendencia que llega a penetrar hasta las técnicas más refinadas. Se ha hecho degenerar la ingenuidad de los artistas hasta convertirla en aceptación simplista de las exigencias de la industria cultural. Y la ingenuidad no fue nunca la inmediata esencia del artista, sino que fue la naturalidad con que se movía dentro de la sociedad establecida; su ingenuidad tuvo algo de conformismo. Su grado nos lo dan las formas sociales que el artista aceptaba sin rupturas. La razón o sinrazón de la ingenuidad está en la aceptación o rechazo de esas formas por el artista, está en el grado de naturalidad que tenga ante ellas. Pero desde que la superficie de la existencia, desde que la inmediatez que afecta a los humanos se ha convertido en ideología, la ingenuidad se ha convertido en su contrario, en los reflejos de una conciencia cosificada ante un mundo cosificado. La auténtica producción artística no yerra en su impulso contra la esclerosis de la vida y es así como es verdaderamente ingenua. Pero hoy es algo que no podría llamarse ingenuo según las reglas del mundo convencional y cuya única ingenuidad se parece a lo que el arte mismo conserva de realismo, a ese resto de infantilismo convencional. Es lo contrario de la ingenuidad establecida a la que condena. Hegel, y Jochman más agudamente, ya lo advirtieron. Pero su clasicismo les hizo, consecuentemente, profetizar el fin del arte. Los rasgos reflexivos e ingenuos están en realidad mucho más íntimamente ligados que lo que el deseo de estos autores, preocupados por el creciente capitalismo industrial, suponía. Y la historia del arte después de Hegel nos ha enseñado la equivocación que había en su precipitada escatología estética. Su error consistió en que también incluyó, sin diferenciarla, la ingenuidad convencional. El mismo Mozart, que juega el papel de diosecillo danzarín y gracioso para la mentalidad burguesa, trabajaba de forma mucho más refleja de lo que nos sugiere esta imagen; cada página de la correspondencia con su padre nos lo atestigua. Su reflexión penetraba el tratamiento de sus materiales y no era reflexión abstracta o aérea. La obra de otro ídolo doméstico de la intuición pura, Rafael, está objetivamente condicionada por un gran trabajo de reflexión, como nos lo muestran las relaciones geométricas de sus cuadros. El arte sin reflexión es una fantasía anacrónica en una edad reflexiva. Las reflexiones teóricas y los resultados científicos se han amalgamado siempre en el arte, le sirvieron muchas veces de pioneros y los grandes artistas nunca se asustaron por ello. Recordemos el descubrimiento de la perspectiva por Piero della Francesca o las especulaciones estéticas del florentino Camerata, de las que nació la ópera. La ópera puede servir como paradigma de una forma que posteriormente, cuando hacía las delicias del público, fue revestida de un aura de ingenuidad, mientras que realmente nació de una teoría, fue literalmente un invento[145]. Y sólo la introducción de la afinación temperada en el siglo XVII hizo posible la modulación mediante el compás de quinta y con ello hizo posible a Bach, que aludió agradecido a esto en el título de su gran obra de piano. La pintura impresionista, ya en el siglo XIX, se basó en unos análisis científicos, más o menos exactos, de los procesos retinianos.

Ciertamente los factores teoréticos y reflejos del arte permanecen raramente invariables, aunque a veces el arte —como últimamente en el caso de la electrónica— ha entendido mal esas ciencias en las que pretendía apoyarse. Pero este hecho no ha dañado mucho al impulso productivo que, en arte, procede de la razón. Los teoremas fisiológicos de los impresionistas fueron posiblemente disfraces de sus experiencias desesperadas o críticas en las grandes ciudades o respecto a la dinámica de sus cuadros. Su descubrimiento de la dinámica inmanente a un mundo cosificado era la forma de oponerse a la cosificación sobre todo a la más evidente de las grandes ciudades. Las explicaciones científicas del siglo XIX son el agente inconsciente del arte. Su afinidad descansaba en el hecho de que la ratio, contra la que reaccionó el arte contemporáneo más avanzado, era la que presidía las ciencias de la naturaleza. Aunque en la historia del arte suelen irse muriendo los teoremas científicos que se le aplican, las prácticas artísticas no habrían podido existir sin ellos, aunque sea necio tratar de explicarlas solo de ese modo. Esto tiene consecuencias para la percepción de las obras de arte: no puede ser menos refleja que la obra contemplada. Quien ignora lo que ve u oyes no puede gozar del privilegio del trato inmediato de la obra, sino que es sencillamente incapaz de percibirla. La conciencia refleja no es un estrato jerarquizado, sobrepuesto a la percepción, sino que todos los componentes de la experiencia estética son recíprocos. En la música compleja puede observarse que varía el umbral de lo que es primariamente percibido y de lo que queda determinado por la conciencia, por la percepción refleja. La captación del sentido de un breve pasaje musical depende con frecuencia de conocer intelectualmente el valor de su colocación en el conjunto no presente; es la presunta experiencia inmediata de un elemento que ciertamente no es inmediato. La percepción ideal del arte sería aquella en que ha llegado a ser inmediato lo que está lleno de mediaciones; la ingenuidad es término, no origen.

La causa de que, sin embargo, decayera el interés por la estética no está solo en ella en tanto que disciplina, sino también (y tal vez más aún) en el objeto. La estética parece implicar la posibilidad del arte; se dirige de antemano más al como que al que. Esa actitud se ha vuelto incierta. La estética ya no puede partir del hecho del arte como en tiempos la teoría kantiana del conocimiento participa del hecho de las ciencias matemáticas de la naturaleza. Que el arte que se aferra a su concepto y se niega al consumo se convierta en antiarte, su malestar consigo mismo tras las catástrofes reales y a la vista de las catástrofes futuras, con las cuales está en desproporción moral el hecho de que el arte siga existiendo, todo esto se comunica a la teoría estética, a cuya tradición eran ajenos esos escrúpulos.

En su cumbre hegeliana, la estética filosófica pronosticó el final del arte.

Ciertamente, la estética olvidó esto después, pero el arte lo percibe tanto más profundamente. Incluso aunque la estética siguiera siendo lo que fue en tiempos y ya no puede seguir siendo, se convertiría en la sociedad del futuro y como consecuencia de su cambio de función ahí en algo completamente diferente. La consciencia artística desconfía con razón de consideraciones que mediante su mera temática y mediante la actitud que se espera de ellas se comportan como si todavía hubiera un suelo firme, aunque retrospectivamente hay que preguntarse si ese suelo existió alguna vez y si no fue siempre la ideología en la que el negocio actual de la cultura se convierte claramente junto con su sector «arte». La pregunta por la posibilidad del arte se ha actualizado hasta tal punto que se burla de su figura presuntamente más radical: si y cómo el arte es posible. En su lugar aparece hoy la pregunta por su posibilidad concreta. El malestar por el arte es no sólo el malestar de la consciencia social estancada ante la modernidad. Por todas partes se extiende a lo esencial artísticamente, a los productos avanzados. El arte busca refugio en su propia negación, quiere sobrevivir muriendo. Así, en el teatro algo se defiende contra el juguete, la vitrina, el oropel, contra la imitación del mundo incluso en las obras de alambrada. El impulso mimético puro (la felicidad de un mundo una vez más) que anima al arte, tensado desde antiguo hacia su componente antimitológico, ilustrado, ha proliferado hasta lo insoportable bajo el sistema de la racionalidad instrumental perfecta. Tanto el arte como la dicha suscitan la sospecha de infantilismo, aunque el miedo a esto es regresión, ignora la razón de ser de toda racionalidad; pues el movimiento del principio de autoconservación conduce, si no se fetichiza, desde su propio impulso al desiderátum de la dicha; nada más fuerte habla en favor del arte. Pues en la novela tardía los impulsos contra la ficción de haber estado siempre ahí participan en el recelo del arte contra el arte. La historia de la narración desde Proust va por este camino, sin que el género pueda quitarse de encima por completo lo que en las listas de los libros más vendidos confiesa mediante la marca fiction hasta qué punto la apariencia estética se ha convertido en la esencia mala de la sociedad. La música se esfuerza por librarse del momento mediante el cual Benjamin definió (algo generosamente) todo el arte anterior a la era de su reproductibilidad técnica: el aura, el embrujo que sale de la música (aunque sea antimúsica) en cuanto empieza, antes de sus cualidades específicas. El arte no padece los rasgos de este tipo como restos corregibles de su pasado. Parecen haberse mezclado con su propio concepto. Pero para no malvender la apariencia a la mentira, el arte tiene que ejecutar por sí mismo la reflexión de sus enfoques y acogerla en su figura como un antídoto, con lo cual se vuelve escéptico frente al intento de imponerle desde fuera la autognosis. La estética lleva adherida la mácula de que va trotando desorientada con sus conceptos tras una situación del arte en que éste, al margen de qué llegue a ser, sacude los conceptos, que apenas se pueden eliminar de él.

Ninguna teoría, tampoco la estética, puede privarse del elemento de generalidad.

Esto le conduce a la tentación de tomar partido por invariantes del tipo que el arte enfáticamente moderno tiene que atacar. La manía de las ciencias del espíritu de reducir lo nuevo a lo siempre igual (por ejemplo, el surrealismo al manierismo), la falta de sensibilidad para el valor histórico de los fenómenos artísticos en tanto que índice de su verdad, está en correspondencia con la tendencia de la estética filosófica a esos preceptos abstractos en los que lo único invariante es que siempre son desmentidos por el espíritu que se forma. Lo que se instaura como norma estética eterna ha llegado a ser y es perecedero; la pretensión de perennidad envejece. Incluso los pedantes dudarían en aplicar un criterio sancionado como el del agrado desinteresado a una prosa como La metamorfosis de Kafka o En la colonia penitenciaria, donde la distancia estética segura con el objeto se tambalea; quien conoce la grandeza de la poesía de Kafka tiene que saber qué mal le sienta hablar de arte. Lo mismo sucede con los a priori de géneros como el de lo trágico o el de lo cómico en el teatro contemporáneo, aunque éste esté lleno de ellos, como la enorme casa de ruinas medievales en la parábola de Kafka. Si las obras de Beckett no son ni trágicas ni cómicas, mucho menos son (como exigen los esquemas de una estética escolástica) formas mixtas, como la tragicomedia. Más bien, ejecutan el juicio histórico sobre esas categorías en tanto que tales, fieles a la inervación de que ya no se puede reír de los textos fundamentales de la comicidad, o sólo volviendo a la rudeza. En conformidad con la tendencia del arte moderno a tematizar sus propias categorías mediante la autorreflexión, obras como Esperando a Godot o Fin de partida (en la escena en que los protagonistas deciden reír) son lo cómico convertido en trágico, a más que son cómicas; esa risa sobre el escenario hace que el espectador pierda las ganas de reír. Ya Wedekind llama a una obra cave contra el editor del Simplizissimus «la sátira de la sátira».

Es falsa la superioridad de la filosofía establecida a la que el panorama histórico le proporciona la satisfacción del nil admirari y que en el trato doméstico con sus valores de eternidad saca de lo siempre igual de todas las cosas el provecho de despachar a lo que es en serio diferente y que hace claro a lo existente porque está recalentado de manera anticipada. Esta actitud esta aliada con una actitud reaccionaria desde los puntos de vista social-psicológico e institucional. Solo en el proceso de la autoconsciencia crítica la estética sería capaz de alcanzar de nuevo al arte, si es que en otros tiempos fue capaz de esto.

Aunque el arte se asusta de las huellas y sospecha de la estética como algo que ha quedado por detrás de él, en secreto tiene que temer que una estética ya no anacrónica podría cortar los hilos vitales del arte ya casi desgarrados. Solo ella podría juzgar si y cómo el arte sobrevive tras el desplome de la metafísica, a la que le debe la existencia y el contenido. La metafísica del arte se ha convertido en la instancia de su pervivencia. La ausencia de sentido teológico se agudiza en el arte como la crisis de su propio sentido. Cuanto más despiadadamente las obras sacan consecuencias del estado de la consciencia, tanto más se aproximan a la ausencia de sentido. De este modo adquieren una verdad oportuna históricamente que, si fuera negada, condenarla al arte a la confortación impotente y a la connivencia con lo existente malo. Al mismo tiempo, el arte sin sentido comienza a perder su derecho a la vida, en todo caso de acuerdo con lo que ha sido inviolable hasta la fase más reciente. A la pregunta de para que existe, el arte no tendría otra respuesta que lo que Goethe llamaba el poso de absurdo que todo arte contiene. Ese poso asciende y denuncia al arte. Así como el arte tiene al menos una de sus raíces en los fetiches, recae en el fetichismo mediante su progreso implacable, se convierte en un ciego fin en sí mismo, y se arriesga como algo falso, como una locura colectiva, en cuanto su contenido objetivo de verdad (su sentido) empieza a vacilar. Si el psicoanálisis pensara con rigor su principio, tendría que exigir (como todo positivismo) la supresión del arte, al que tiende a eliminar de sus pacientes mediante el análisis. Si se sanciona el arte simplemente como sublimación, como medio de la economía psíquica, se le quita el contenido de verdad, y ya solo pervive como un engaño piadoso. Pero a su vez la verdad de todas las obras de arte no sería sin ese fetichismo que ahora se dispone a convertirse en su falsedad. La calidad de las obras de arte depende esencialmente del grado de su fetichismo, de la veneración que el proceso de producción profesa a lo hecho por sí mismo, a la seriedad que olvida el placer. Sólo mediante el fetichismo, mediante la ofuscación de la obra de arte frente a la realidad a la que pertenece, la obra trasciende al hechizo del principio de realidad en tanto que algo espiritual.

En esas perspectivas, la estética se revela más oportuna que superada. El arte no necesita que la estética le prescriba normas para afrontar sus problemas: pero si que la estética forme la fuerza de reflexión que él apenas es capaz de ejecutar por sí mismo. Palabras como material, forma, configuración, que tanto emplean los artistas de hoy, tienen en su uso habitual algo retorico; curarlas de esto es una función practica de la estética. Pero la estética la exige ante todo el despliegue de las obras. Si éstas no son fuera del tiempo iguales a sí mismas, sino que llegan a ser lo que son porque su propio ser es un devenir, provocan formas del espíritu mediante las cuales ese devenir se consuma, como el comentario y la crítica.

Ahora bien, estas formas son débiles mientras no alcancen al contenido de verdad de las obras. De esto sólo son capaces al agudizarse como estética. El contenido de verdad de una obra necesita la filosofía. En él, la filosofía converge con el arte o se borra en el arte. El camino hacia ahí es el de la inmanencia reflexiva de las obras, no la aplicación externa de filosofemas. Hay que distinguir estrictamente el contenido de verdad de las obras respecto de toda filosofía introducida por el autor o por el teórico; hay que sospechar de que ambas cosas son incompatibles desde hace casi doscientos años[146]. Por otra parte, la estética repudia rotundamente la pretensión de la filología (meritoria, por lo demás) de garantizar el contenido de verdad de las obras de arte. En la era de la irreconciliabilidad de la estética tradicional y el arte actual, la teoría filosófica del arte no tiene otra opción que variar una frase de Nietzsche y pensar en negación determinada las categorías en decadencia como categorías en transición. La disolución motivada y concreta de las categorías estéticas habituales es lo único que queda como figura de la estética actual; al mismo tiempo deja libre la verdad transformada de esas categorías. Si los artistas están obliga dos a la reflexión permanente, a ésta hay que arrancarle su contingencia para que no degenere en categorías auxiliares arbitrarias y dilettantes, en racionalizaciones del bricolaje o en declaraciones cosmovisivas sobre lo que se quiere, sin justificación en lo realizado. Al parti pris tecnológico del arte contemporáneo ya no debería abandonarse nadie ingenuamente; de lo contrario, el arte se vende a la sustitución del fin (de la obra) por los medios, por los procedimientos con que es producido. Esta tendencia armoniza demasiado bien con la tendencia social global a idolatrar a los medios, a la producción por sí misma, al pleno empleo, etc., porque los fines, la organización racional de la humanidad, están obstruidos. Mientras que en la filosofía la estética quedó fuera de moda, los artistas más avanzados notan con tanta más fuerza que es necesaria.

Sin duda, Boulez no piensa en una estética normativa del tipo habitual, sino en una teoría del arte determinada desde la filosofía de la historia. Lo que él llama orientation esthétique se podría traducir como autognosis crítica del artista. Si, como pensaba Hegel, ya ha pasado la hora del arte ingenuo, el arte tiene que acoger a la reflexión e impulsarla hasta que ya no flote sobre él como algo exterior, ajeno; esto es hoy la estética. El punto cardinal de las consideraciones de Boulez es que él fue confundido por la opinión extendida entre los artistas vanguardistas de que las instrucciones de uso comentadas de los procedimientos técnicos ya son la obra de arte, pero que lo fundamental es lo que el artista hace, no cómo y con qué medios avanzados ha querido hacerlo[147]. También para Boulez, desde el punto de vista del proceso artístico actual el conocimiento del estado histórico (y a través de éste la relación antitética con la tradición) coincide con consecuencias rotundas para la producción. La separación de doctrina artesanal y estética, decretada dogmáticamente todavía por Schönberg desde la justificada crítica a la estética ajena a la cosa y que era propia de los artistas de su generación y de los de la Bauhaus, es revocada por Boulez desde el métier.

También la Teoría de la armonía de Schönberg sólo pudo mantener esa separación limitándose a medios que ya no eran los suyos; si hubiera estudiado esos medios, Schönberg se habría visto conducido a la reflexión estética debido a la falta de preceptos artesanales didácticos. La reflexión estética responde al envejecimiento funesto de la modernidad por la falta de tensión de la obra técnica total. Sólo intratécnicamente no se puede afrontar este problema, aunque en la crítica técnica siempre se da a conocer al mismo tiempo algo supratécnico. El hecho de que hoy el arte que cuenta sea indiferente en medio de la sociedad que lo tolera afecta al arte mismo con las marcas de algo en sí indiferente que pese a la determinación podría ser de otra manera o incluso no ser. Lo que recientemente se considera criterios técnicos ya no permite ningún juicio sobre el rango artístico y lo relega a la superada categoría de gusto. Numerosas obras frente a las cuales se ha vuelto inadecuada la pregunta de para qué sirven se deben sólo (de acuerdo con la observación de Boulez) al contraste abstracto con la industria cultural, no al contenido y no a la capacidad de realizarlo. La decisión a la que ellas se escapan sólo competería a una estética que se muestra a la altura de las tendencias más avanzadas y las alcanza y supera por su fuerza de reflexión. La estética tiene que renunciar al concepto de gusto, en el cual la pretensión del arte a la verdad se dispone a acabar miserablemente. Se echa la culpa a la estética anterior: debido a que toma como punto de partida el juicio subjetivo del gusto, hace que el arte pierda de antemano su pretensión de verdad. Hegel, que tomó esta pretensión en serio y distinguió el arte del juego agradable o útil, era por eso enemigo del gusto, sin que fuera capaz de quebrar en las partes materiales de la estética la contingencia del gusto. Honra a Kant que admitiera la aporía de objetividad estética y juicio del gusto. Ciertamente, Kant llevó a cabo un análisis estético del juicio del gusto de acuerdo con sus momentos, pero al mismo tiempo lo pensó como objetivo de manera latente, no conceptual. De este modo caracterizó la amenaza nominalista de toda teoría enfática, que no se puede eliminar mediante la voluntad, y captó los momentos en que esa teoría se supera a sí misma. En virtud del movimiento espiritual de su objeto, que cerró los ojos frente a éste, Kant llevó al pensamiento a las agitaciones más profundas de un arte que surgió en los ciento cincuenta años después de su muerte: el arte que busca a tientas su objetividad en lo abierto, en lo descubierto. Habría que llevar a cabo lo que en las teorías de Kant y Hegel espera a ser efectuado mediante la reflexión segunda. La renuncia a la tradición de la estética filosófica tendría que ayudar a ésta a conseguir lo que le corresponde.

La penuria de la estética aparece inmanentemente en que no puede constituirse ni desde arriba ni desde abajo; ni desde los conceptos ni desde la experiencia no conceptual. Ante esta difícil alternativa sólo le ayuda la comprensión filosófica de que el hecho y el concepto no están contrapuestos polarmente, sino que están mediados recíprocamente. La estética tiene que absorber esta comprensión puesto que el arte la necesita desde que la crítica se muestra tan desorientada que fracasa ante el arte emitiendo juicios falsos o aleatorios. Pero si la estética no ha de ser ni una preceptiva ajena al arte ni una clasificación impotente de lo dado, tiene que ser dialéctica; en conjunto, no sería una determinación inadecuada del método dialéctico decir que éste no se conforma con esa escisión entre lo deductivo e inductivo que domina el pensamiento cosificado y a la que se oponen explícitamente las formulaciones más tempranas de la dialéctica en el idealismo alemán, las de Fichte[148]. Así como la estética no puede quedar por detrás del arte, tampoco puede quedar por detrás de la filosofía. La estética hegeliana, a pesar de su abundancia de conocimientos muy significativos, hizo menos justicia al concepto que otras partes materiales del sistema. Esto no es fácil de reparar. En la dialéctica estética no hay que presuponer la metafísica del espíritu, que, tanto en Hegel como en Fichte, quería garantizar que lo individual, con que comienza la inducción, y lo general, desde lo que se deduce, son lo mismo. Lo que se le escapó a la filosofía enfática no puede recuperarlo la estética, que es una disciplina filosófica. Más cercana a la situación actual se encuentra aquella teoría kantiana que intentaba conectar en la estética la consciencia de lo necesario y la de su simulación. Su curso es ciego, por decirlo así. Busca a tientas en la oscuridad y, sin embargo, una fuerza la dirige. Éste es el nudo de todo esfuerzo estético hoy, esfuerzo que intenta desenredarlo no del todo impotente. Pues el arte es, o lo ha sido hasta el momento más reciente, en la forma en que aparece, lo que la metafísica siempre quiso ser. Cuando Schelling definió el arte como el órganon de la filosofía, confesó involuntariamente lo que la gran especulación idealista ocultaba o negaba en interés de su autoconservación; de ahí que Schelling, como se sabe, no llevara a cabo su propia tesis de la identidad tan implacablemente como Hegel. El rasgo estético, el rasgo de un gigantesco como si, lo captó Kierkegaard a continuación en Hegel y se podría mostrar hasta en los detalles de la Ciencia de la lógica [149]. El arte es lo existente y sensorial que se determina como espíritu, tal como dice el idealismo de la realidad extraestética El cliché ingenuo que acusa al artista de idealista o, según el gusto, de loco debido a la razón presuntamente absoluta de su causa, oculta esta experiencia. Las obras de arte son objetivas de acuerdo con su propia constitución y son espirituales debido no sólo a su génesis en procesos espirituales: de lo contrario no serían distinguibles del comer y del beber. No tienen objeto los debates estéticos contemporáneos, iniciados en el bloque del Este, que confunden la supremacía de la ley formal como algo espiritual con una concepción idealista de la realidad social. Sólo en tanto que espíritu, el arte es la contradicción a la realidad empírica que se mueve hacia la negación determinada de la organización existente del mundo. Hay que construir dialécticamente el arte en la medida en que el espíritu es inherente a él sin que el arte lo posea o lo garantice como algo absoluto. Aunque parezcan algo existente, las obras de arte son la cristalización del proceso entre ese espíritu y su otro. Esto implica la diferencia respecto de la estética hegeliana. En ésta, la objetividad de la obra de arte es la verdad del espíritu que ha pasado a su propia alteridad y que es idéntica a ella. El espíritu era para Hegel lo mismo que la totalidad, incluida la del arte. Pero tras el desplome de la tesis general del idealismo, el espíritu ya sólo es un momento en las obras de arte; ciertamente, es el momento que hace de ellas arte, pero no está presente sin su contrario. El arte no lo consume, igual que la historia apenas contiene obras de arte puras que alcancen la identidad del espíritu y de lo no espiritual. El espíritu en las obras de arte es constitutivamente no puro. Las obras que parecen encarnar esa identidad no son las más significativas. Lo que se contrapone al espíritu en las obras de arte no es lo natural en sus materiales y objetos; en las obras de arte, esto solo es su límite. Las obras de arte llevan en sí mismas lo contrapuesto a ellas; sus materiales, igual que sus procedimientos, están preformados histórica y socialmente y lo heterogéneo a ellas es lo que en ellas se opone a su unidad y lo que la unidad necesita para ser algo más que la victoria pírrica sobre lo que no ofrece resistencia. En esta medida, la reflexión estética concuerda con la historia del arte, que situó en el centro la disonancia hasta eliminar su diferencia respecto a la consonancia. De este modo participa en el sufrimiento, que mediante la unidad de su proceso busca el lenguaje, no su desaparición. La estética de Hegel se distinguía de la estética meramente formal porque pese a sus rasgos armonizadores, pese a la fe en la aparición sensorial de la idea, comprendió esto y asoció el arte a la conciencia de las miserias. El primero que previó un final del arte enunció el motivo más acertado de su pervivencia: la pervivencia de las miserias mismas que esperan a la expresión que las obras de arte llevan a cabo en representación de quienes no tienen palabras. Que el momento del espíritu sea inmanente a las obras de arte significa que no se puede equiparar al espíritu que las produjo y ni siquiera al espíritu colectivo de la época. La determinación del espíritu en las obras de arte es la tarea suprema de la estética; tanto más urgente porque no puede tomar la categoría de espíritu de la filosofía. El common sense, que tiende a equiparar el espíritu de las obras de arte con lo que sus autores les infiltraron de espíritu, no tarda en descubrir que las obras de arte están constituidas en parte por la resistencia del material artístico, por los propios postulados de éste, por los modelos y procedimientos presentes históricamente, elementalmente ya por un espíritu al que para abreviar y desviándose de Hegel se puede llamar objetivo, de tal modo que no se puede seguir reduciendo las obras de arte al espíritu subjetivo. La pregunta por el espíritu de las obras de arte queda alejada así de su génesis. La interrelación de materia y trabajo, tal como Hegel la desplegó en la dialéctica de señor y siervo, se reproduce de manera pregnante en el arte. Si ese capítulo de la Fenomenología evoca históricamente la fase del feudalismo, el arte mismo lleva adherido (por lo que hace a su mera existencia) algo arcaico. La reflexión sobre esto es inseparable de la reflexión sobre el derecho del arte a pervivir. Los neotrogloditas actuales saben esto mejor que la ingenuidad de la consciencia culta inconmovible.

La teoría estética, desengañada sobre la construcción apriórica y prevenida contra la abstracción creciente, tiene como escenario la experiencia del objeto estético. Este objeto no se puede conocer simplemente desde fuera y exige de la teoría que lo comprenda (en el nivel de abstracción que sea). En la filosofía, el concepto de comprensión está comprometido por la escuela de Dilthey y por categorías como la de empatía. Las dificultades se acumulan aunque se deje fuera de acción a esos teoremas y se reclame la comprensión de las obras de arte como un conocimiento determinado rigurosamente por la objetividad de las mismas.

Hay que admitir de antemano que, si el conocimiento sucede en algún lugar por capas, es en la estética. Pero sería arbitrario fijar el comienzo de esa estratificación en la experiencia. La estratificación llega hasta la sublimación estética, va unida a la percepción viva. Está emparentada con ella, y llega a ser lo que es al alejarse de la inmediatez en la que amenaza permanentemente con recaer, al igual que el comportamiento de las personas excluidas de la educación que al contar el argumento de una obra de teatro o de una película emplean el pretérito perfecto en vez del presente; pero sin huellas de esa inmediatez la experiencia artística es tan inútil como una experiencia que incurra en ese momento. De manera alejandrina, marra la pretensión a la propia existencia inmediata que cada obra de arte proclama, lo quiera o no. La experiencia preartística de lo estético es falsa porque se identifica y contraidentifica con las obras de arte como en la vida empírica e incluso en un grado mayor, es decir, mediante la actitud que el subjetivismo consideraba el órgano de la experiencia estética. Aproximándose sin conceptos al arte, la experiencia preartística se queda encerrada en el ámbito del gusto y es tan inapropiada a la obra como su abuso como ejemplo de sentencias filosóficas. La blandura de lo exquisito, amigo de la identificación, fracasa ante la dureza de la obra de arte; pero el pensamiento duro se engaña sobre el momento de receptividad, sin el cual no sería pensamiento. La experiencia preartística necesita la proyección[150], pero la experiencia estética es (debido a la supremacía a priori de la subjetividad en ella) el movimiento contrario al sujeto. Exige algo así como la autonegación del contemplador, su capacidad de captar lo que los objetos estéticos dicen y callan por sí mismos. La experiencia estética pone distancia entre los contempladores y el objeto. Esto resuena en la idea de contemplación desinteresada.

Son banales las personas cuya relación con las obras de arte consiste en el intento de ponerse a sí mismas en lugar de los personajes que aparecen ahí; todos los sectores de la industria cultural se basan en esto y confirman a sus clientes en esto.

Cuanto más tiene la experiencia artística sus objetos, cuanto más cerca está de ellos en cierto sentido, tanto más se aleja de ellos; el entusiasmo por el arte es ajeno al arte. De este modo, la experiencia estética quebranta, como Schopenhauer sabía, el hechizo de la autoconservación obstinada: es el modelo de un estado de la consciencia en el que el yo ya no tiene su felicidad en sus intereses, en su reproducción. Sin embargo, salta a la vista que para comprender las obras de arte no basta con percibir adecuadamente el curso de la acción de una novela o de un drama, junto con sus motivaciones, o los estados de cosas en un cuadro, igual que salta a la vista el hecho de que la comprensión necesita esos momentos. Hay descripciones exactas en la ciencia del arte e incluso análisis (por ejemplo, ciertos análisis temáticos en la música) que pasan por alto lo esencial. Una segunda capa sería la comprensión de la intención de la obra, lo que ella quiere proclamar por sí misma, su idea (dicho a la manera de la estética tradicional), por ejemplo: la culpabilidad de la moralidad subjetiva en El pato salvaje de Ibsen. La intención de la obra no es lo mismo que su contenido, y su comprensión es provisional. Así, su comprensión no sabe juzgar si la intención esta realizada en la estructura de la obra; si su propia figura dirime el juego de fuerzas, los antagonismos que en las obras de arte imperan objetivamente, más allá de su intención. Además, la comprensión de la intención no capta todavía el contenido de verdad de las obras.

Por eso, toda comprensión de las obras es un proceso esencialmente, no solo en la contingencia biográfica, y sobre todo no es esa ominosa vivencia que por arte de magia obtiene todo y que empero es una puerta al objeto. La comprensión tiene como idea que mediante la experiencia plena de la obra de arte se capte el contenido como algo espiritual. Esto afecta tanto a la relación del contenido con la materia, la aparición y la intención, como a su propia verdad o falsedad, de acuerdo con la lógica especifica de las obras de arte, que enseña a distinguir en éstas lo verdadero y lo falso. Las obras de arte se comprenden una vez que su experiencia alcanza la alternativa de verdadero y falso o, como su nivel previo, la de correcto y equivocado. La crítica no llega desde fuera a la experiencia estética, sino que es inmanente a ella. Comprender una obra de arte como una complexión de verdad la pone en relación con su falsedad, pues no hay obras de arte que no participen en lo falso fuera de ellas, en lo falso de la época. La estética que no se mueve en la perspectiva hacia la verdad se relaja ante su tarea; suele ser culinaria.

Como el momento de verdad es esencial para las obras de arte, participan en el conocimiento, y por tanto también la relación legitima con ellas. Entregarlas a la irracionalidad peca contra su altura con la excusa de algo superior. El conocimiento de las obras de arte sigue su propia naturaleza cognoscitiva: ellas son la manera del conocimiento que no es conocimiento de objetos. Esa paradoja también es la de la experiencia artística. Su medio es la obviedad de lo incomprensible. Así se comportan los artistas; ésta es la razón objetiva de lo apócrifo y desamparado de sus teorías. La tarea de una filosofía del arte no es eliminar mediante la explicación el momento de lo incomprensible, como siempre ha intentado la especulación, sino comprender la misma incomprensibilidad. Solo al mantenerse esto como carácter de la cosa, la filosofía del arte se libra de cometer acto de violencia contra el arte. La pregunta por la comprensibilidad se agudiza al máximo frente a la producción actual. Pues esa categoría postula, si la comprensión no ha de trasladarse al sujeto y quedar condenada a la relatividad, algo comprensible objetivamente en la obra de arte. Si ésta se propone la expresión de la incomprensibilidad y desordena en su nombre lo comprensible, se desmorona la jerarquía tradicional de la comprensión. Su lugar lo ocupa la reflexión del carácter enigmático del arte. Sin embargo, en la literatura llamada absurda (este concepto es demasiado heterogéneo para poder conseguir algo más que el malentendido del entendimiento forzado) se muestra que la comprensión, el sentido y el contenido no son equivalentes. La ausencia de sentido se convierte en la intención; por lo demás, no por doquier con la misma consecuencia; de una obra como El rinoceronte de Ionesco se desprende muy claramente, pese a la transformación de los seres humanos en rinocerontes, lo que antes se habría llamado idea: la resistencia al griterío y a la consciencia estandarizada, de la que el yo reconvertido de los adaptados con éxito es menos capaz que quienes no comparten por completo la racionalidad instrumental dominante. La búsqueda de lo absurdo radical parece surgir en la necesidad artística de traducir el estado de falta metafísica de sentido a un lenguaje artístico que se priva del sentido, polémicamente con Sartre, cuyas obras se refieren subjetivamente a esa experiencia metafísica. En Beckett, el contenido metafísico negativo afecta con la forma a lo poetizado. Sin embargo, con esto la obra no se convierte en lo incomprensible por excelencia; la negativa fundamentada de su autor a dar explicaciones de presuntos símbolos es fiel a la tradición estética derogada. Entre la negatividad del contenido metafísico y el oscurecimiento del contenido estético hay relación, no identidad. La negación metafísica ya no consiente una forma estética que cause la afirmación metafísica, y sin embargo puede convertirse en contenido estético, puede determinar la forma.

El concepto de experiencia artística al que la estética pasa y que debido al deseo de comprender es irreconciliable con el positivismo no coincide en absoluto con el concepto habitual de análisis inmanente de las obras. Éste, que es una obviedad para la experiencia artística frente a la filología, marca en la ciencia sin duda un progreso decidido. Algunas ramas de la ciencia del arte, como la que se ocupa académicamente de la música, despertaron de su letargo fariseo una vez que recuperaron ese método en vez de ocuparse de todo menos de las cuestiones estructurales de las obras de arte. Pero al ser adaptado a la ciencia, el análisis inmanente de las obras (mediante el cual la ciencia quería curarse de su extrañeza al arte) ha adoptado rasgos del positivismo, más allá del cual querría ir. El rigor con que el análisis se concentra en la cosa facilita el repudio de todo lo que en la obra de arte no es el caso, no esta presente como un hecho de segunda potencia.

También en la música, los análisis motívico-temáticos (beneficiosos frente al charloteo) adolecen a menudo de la creencia supersticiosa en que mediante la descomposición en materiales fundamentales ya han comprendido lo que a continuación, sin comprender y en correlación con ese ascetismo, se suele atribuir a la irracionalidad mala. La consideración inmanente de las obras no esta lejos de la artesanía, si bien sus hallazgos serían corregibles de manera inmanente, como conocimiento técnico insuficiente. La estética filosófica, en contacto estrecho con la idea de análisis de las obras, tiene su lugar donde éste no llega. Su reflexión segunda tiene que conducir más allá de si a los estados de cosas con que ese análisis se topa y llevarlos mediante la crítica enfática al contenido de verdad. El análisis inmanente de las obras esta encogido en sí mismo, sin duda también para dejar sin aliento a la reflexión social sobre el arte. Que el arte, por una parte, afronte independizado a la sociedad y, por otra parte, sea social, prescribe la ley a su experiencia. Quien no experimenta en el arte nada más que lo material y lo convierte en estética es banal, pero quien percibe el arte solo como arte y hace de esto una prerrogativa le hace perder su contenido. Pues el contenido no puede ser solo arte, si éste no ha de volverse indiferente como una tautología Una consideración que se limite a la obra de arte marra a la obra de arte. Su composición interior necesita, aunque mediado, lo que no es arte.

La experiencia no basta como justificación de la estética porque la filosofía de la historia le marca un limite. Si lo franquea, la experiencia se degrada a valoración empática. Numerosas obras de arte del pasado, algunas de ellas celebérrimas, ya no se pueden experimentar inmediatamente; la ficción de esa inmediatez las marra. Si es verdad que el tempo histórico se acelera de acuerdo con la ley de las series geométricas, ya están inmersas en este proceso obras de arte que históricamente todavía no están lejos. Llevan consigo una apariencia obstinada de lo accesible espontáneamente, que habría que destruir para hacer posible su conocimiento. Las obras de arte son arcaicas en el estado de su inexperimentabilidad. Ese limite no es rígido ni transcurre de manera continua, sino quebrada, dinámica, y puede licuarse mediante la correspondance. Lo arcaico es acogido como experiencia de algo no experimentable. Sin embargo, el limite de la experimentalista obliga a partir de la modernidad. Esta arroja luz sobre el pasado, mientras que la costumbre académica de limitarse a lo pasado rebota desde ahí y al mismo tiempo peca (al vulnerar la distancia) contra lo irrecuperable. Al fin y al cabo, el arte es un ser social hasta cuando repudia al máximo a la sociedad, y no es comprendido si no se comprende ese carácter social[151]. De este modo, la experiencia artística pierde su prerrogativa. La culpa de esto la tiene un procedimiento que va de una categoría a otra. La experiencia artística se pone en movimiento por Si misma, mediante la contradicción de que la inmanencia constitutiva del ámbito estético también es la ideología que lo vacía.

La experiencia estética tiene que superarse a sí misma. Atraviesa los extremos, no se asienta pacíficamente en su punto medio malo. Ni renuncia a los motivos filosóficos, que ella transforma en vez de deducir a partir de ellos, ni exorciza en sí el momento social. Que no esté a la altura de una sinfonía de Beethoven ni quien no comprenda los procesos «puramente musicales» que tienen lugar en ella, ni quien no perciba en ella el eco de la Revolución Francesa[152], y cómo ambos momentos se median en el fenómeno, forma parte de los temas tan esquivos como ineludibles de la estética filosófica. No basta con la experiencia: es el pensamiento ahíto de experiencia quien está a la altura del fenómeno. La estética no debe abordar los fenómenos estéticos sin conceptos. Forma parte de la experiencia del arte la consciencia del antagonismo inmanente a ella entre fuera y dentro. La descripción de las experiencias estéticas, la teoría y el juicio, es demasiado poco.

Así como hace falta la experiencia de las obras y no del pensamiento meramente añadido, a la inversa ninguna obra de arte se presenta inmediatamente de una manera adecuada; ninguna se puede comprender puramente desde sí misma.

Todas son tanto algo elaborado con su propia lógica y consecuencia como momentos en el nexo de espíritu y sociedad. No se puede separar limpiamente ambos momentos, a la manera de la ciencia. En la coherencia inmanente participa una consciencia correcta de lo exterior; el lugar espiritual y social de una obra sólo se puede constatar mediante su cristalización interior. No hay nada verdadero artísticamente cuya verdad no se legitime extendiéndose; no hay ninguna obra de arte de consciencia correcta que no se acredite en sí misma de acuerdo con la calidad estética. Lo kitsch del bloque oriental dice algo sobre la falsedad de la pretensión política de que allí se ha alcanzado lo socialmente verdadero. Si el modelo de la comprensión estética es el comportamiento que se mueve en la obra de arte, si la comprensión está en peligro en cuanto la consciencia abandona esa zona, al mismo tiempo la comprensión tiene que mantenerse móvil, siempre tiene que estar dentro y fuera, pese a la oposición a la que esa movilidad del pensamiento se expone. A quien sólo está dentro, la obra de arte no le abre los ojos; quien sólo está fuera falsea las obras de arte por falta de afinidad. Sin embargo, la estética llega a ser algo más que una oscilación rapsódica entre los dos lugares cuando desarrolla el entrelazamiento de ambos al hilo de la cosa.

La consciencia burguesa tiende a sospechar que la consideración es ajena al arte en cuanto adopta una posición fuera de la obra de arte, y en su relación con las obras de arte ella misma suele moverse fuera de éstas. Hay que recordar la sospecha de que la experiencia artística en conjunto no es tan inmediata como quisiera la religión artística oficial. Cada experiencia de una obra de arte va unida a su ambiente, a su valor, a su lugar en los sentidos literal y figurado. La ingenuidad exaltada que no acepta esto ignora lo que es santo para ella. De hecho, toda obra de arte (también la hermética) conduce mediante su lenguaje formal más allá de su clausura monadológica. Para ser experimentada, toda obra necesita al pensamiento (aunque sea rudimentario) y, como éste no se puede suspender, a la filosofía en tanto que comportamiento pensante que no se quiebra siguiendo las órdenes de la división del trabajo. En virtud de la generalidad del pensamiento, cada reflexión exigida por la obra de arte es también una reflexión desde fuera; sobre su fecundidad decide lo que ella muestra del interior de la obra. Es inherente a la idea de estética liberar mediante la teoría al arte del endurecimiento que le causa la inevitable división del trabajo. Comprender las obras de arte no es χωρίς de su explicación; ciertamente, no de la explicación genética, pero sí de la de su complexión y de su contenido, aunque explicar y comprender no sean lo mismo.

De la comprensión no forma parte sólo la capa no explicativa de consumación espontánea, sino también la explicativa; la comprensión sobrepasa a la concepción habitual del arte. Explicar incluye, se quiera o no, reducir lo nuevo y desconocido a lo conocido, aunque lo mejor de las obras se oponga a esto. Sin esa reducción, que peca contra las obras de arte, éstas no podrían pervivir. Lo esencial en ellas, lo todavía no comprendido, está remitido a actos identificadores, a la comprensión; de este modo es falseado como algo conocido y viejo. Por tanto, la vida misma de las obras es contradictoria. La estética tiene que ser consciente de esta paradoja, no puede comportarse como si su giro contra la tradición estuviera libre de los medios racionales. La estética se mueve en el medio de los conceptos generales incluso a la vista del estado radicalmente nominalista del arte y pese a la utopía de lo particular que ella tiene en común con el arte. Esto no es sólo su calamidad, sino que también tiene su fundamentum in re. Mientras que la experiencia de lo real proporciona lo general, el arte proporciona lo particular; mientras que el conocimiento no estético preguntaba (en formulación kantiana) por la posibilidad del juicio general, cada obra de arte pregunta cómo lo particular es posible bajo el dominio de lo general. Esto liga la estética, aunque su método no subsuma bajo el concepto abstracto, a conceptos, pero a conceptos cuyo telos es lo particular. Si la teoría hegeliana del movimiento del concepto está justificada en algún lugar, es en la estética; tiene que ver con una interrelación de lo general y lo particular que no imputa lo general a lo particular desde fuera, sino que lo busca en sus centros de fuerza. Lo general es el skandalon del arte: al llegar a ser lo que es, el arte no puede ser lo que quiere llegar a ser. A la individuación, que es su propia ley, le está puesto el limite mediante lo general. El arte lleva afuera y no lleva afuera; el mundo que el refleja sigue siendo lo que es porque simplemente es reflejado por el arte. El propio dada, el gesto deíctico en que la palabra se transforma para quitarse de encima la conceptualidad, era tan general como el pronombre demostrativo repetido infantilmente que el dadaísmo eligió como lema. Aunque el arte sería lo absolutamente metodológico, esta impregnado (para bien y para mal) de lo general. Tiene que ir más allá del punto del τόδε τι absoluto en el que tiene que recogerse. Esto fijaba un plazo objetivamente al expresionismo; el arte habría tenido que abandonarlo aunque los artistas se hubieran acomodado menos: retrocedían por detrás de él. Siempre que las obras de arte, por la senda de su concreción, eliminan polémicamente algo general (un genero, un tipo, un idioma, una formula), lo segregado sigue contenido en ellas mediante su negación; este hecho es constitutivo de la modernidad.

El conocimiento de la vida de lo general en medio de la especificación lleva a la generalidad más allá de la apariencia de ese ser-en-sí estático que es el principal culpable de la esterilidad de la teoría estética. La crítica de las invariantes no niega simplemente a éstas, sino que las piensa en su propia varianza. La estética no toma su objeto como un fenómeno primordial. La fenomenología y sus sucesores le atraen porque, tal como habría que esperar de la estética, se oponen por igual al procedimiento desde arriba y al procedimiento desde abajo. La fenomenología del arte no quiere ni desarrollar el arte desde su concepto filosófico ni ascender hacia el arte mediante la abstracción comparativa, sino decir lo que el arte es: la esencia del arte es para la fenomenología su origen, el criterio de su verdad y su falsedad.

Pero lo que se hace salir así del arte, como por embrujo, es exiguo y da muy poco para las manifestaciones artísticas. Quien quiera conseguir más tiene que admitir una materialidad que es incompatible con el mandato de esencialidad pura. La fenomenología del arte fracasa en el presupuesto de la ausencia de presupuestos.

El arte se burla de los intentos de asociarlo a la esencialidad pura. El arte no es lo que ha sido desde antiguo, sino lo que ha llegado a ser. Así como la pregunta por el origen individual de las obras de arte no sirve a la vista de su objetividad, que incluye los momentos subjetivos, no se puede recurrir a su origen en su propio sentido. Escaparse no es accidental para el arte, sino su ley. El arte nunca ha cumplido por completo las determinaciones de su concepto puro que ha adquirido y las maltrata; de acuerdo con Valéry, las obras de arte más puras no son en absoluto las supremas. Si se quisiera reducir el arte a fenómenos primordiales del comportamiento estético, como el impulso de imitación, la necesidad de expresión, las imágenes mágicas, se incurriría en lo particular y arbitrario. Esos momentos participan en el arte, se introducen en él, sobreviven en él; ninguno de ellos as por completo arte. La estética no ha de lanzarse a la inútil caza de la esencia primordial del arte, sino que ha de pensar esos fenómenos en constelaciones históricas. Ninguna categoría individual aislada piensa la idea del arte. Ésta es un síndrome movido en sí mismo. Mediado al máximo en sí mismo, el arte necesita la mediación pensante; solo ella, no la intuición presuntamente originaria, conduce al concepto concreto del arte[153].

El principio estético central de Hegel, que define lo bello como la aparición sensorial de la idea, presupone el concepto de idea como el concepto de espíritu absoluto. Solo si se honrara a su pretensión total, si la filosofía fuera capaz de llevar la idea de lo absoluto al concepto, ese principio tendría su fuerza. En una fase histórica en la que la tesis de la realidad de la razón se ha convertido en una burla sangrienta, la interpretación de Hegel palidece como un consuelo pese a la riqueza de conocimientos verdaderos que hizo posible. Si su concepción medió felizmente a la historia con la verdad, su propia verdad no se puede aislar de la desdicha de la historia. Ciertamente, la crítica de Hegel a Kant sigue en pie. Lo bello ha de ser algo más que un jardín, por lo que no puede ser algo meramente formal, que se deriva de funciones subjetivas de intuición, sino que su fundamento hay que buscarlo en el objeto. Pero el esfuerzo de Hegel para conseguir esto quedó anulado porque postula metaestéticamente la identidad de sujeto y objeto, en conjunto sin razón. No se trata de un fracaso contingente de ciertos pensadores, sino que esa aporía tiene como consecuencia que hoy las interpretaciones filosóficas de la poesía, precisamente cuando elevan mitológicamente la palabra poética, no penetren en eso poetizado, en la composición de las obras a interpretar, y prefieran presentarlas como el escenario de la tesis filosófica: la filosofía aplicada, algo funesto a priori, no encuentra en las obras de las que toma el aire de concreción nada más que a sí misma. Si la objetividad estética, en la que la categoría de lo bello sólo es un momento, es canónica para toda reflexión acertada, ya no impone a la estética estructuras conceptuales y se vuelve flotante de una manera peculiar, algo indudable y al mismo tiempo inseguro. Su lugar ya sólo es el análisis de estados de cosas, en cuya experiencia se introduce la fuerza de la especulación filosófica sin que se abandone a posiciones de partida fijas. Las doctrinas estéticas de la especulación filosófica no hay que conservarlas como bien cultural, pero tampoco hay que quitárselas de encima, menos que nada en beneficio de la presunta inmediatez de la experiencia artística: en ella ya está implícita esa consciencia del arte (la filosofía) de la que hay quien se cree dispensado mediante la consideración ingenua de las obras. El arte sólo existe dentro de un lenguaje artístico ya desarrollado, no en la tabula rasa del sujeto y de sus presuntas vivencias. Por eso, éstas son imprescindibles, pero no la justificación última del conocimiento estético. Precisamente los momentos del arte que no se pueden reducir al sujeto, que uno no posee de manera inmediata, necesitan a la consciencia y, por tanto, a la filosofía. Ésta es inherente a toda experiencia estética que no sea ajena al arte, bárbara. El arte espera su propia explicación. Metódicamente, ésta se consuma en la confrontación de las categorías y los momentos de la teoría estética heredada históricamente con la experiencia artística: las dos se corrigen recíprocamente.

La estética de Hegel da cuenta fiel de lo que hay que hacer. Pero el sistema deductivo impide esa entrega a los objetos que postula sistemáticamente. La obra hegeliana reclama el pensamiento, pero sus respuestas no son vinculantes para él.

Siendo las concepciones estéticas más poderosas (la kantiana y la hegeliana) el fruto de los sistemas, el derrumbe de los sistemas las ha quebrantado, pero no anulado. La estética no transcurre en la continuidad del pensamiento científico.

Las estéticas individuales asociadas a las filosofías no toleran una fórmula común como su verdad; más bien, hay que buscarla en su conflicto. Hay que renunciar a la ilusión erudita de que una estética hereda de otra los problemas y los sigue elaborando pacíficamente. Si la idea de objetividad sigue siendo el canon de toda reflexión estética adecuada, su lugar es la contradicción de cada obra estética y de los pensamientos filosóficos en su relación mutua. Que la estética, para ser más que un charloteo, quiera salir a lo abierto y descubierto, le impone el sacrificio de toda seguridad garantizada por las ciencias; nadie ha proclamado esto con más claridad que el pragmatista Dewey. Como la estética no ha de juzgar sobre el arte desde arriba, desde fuera, sino que ha de dar consciencia teórica a sus tendencias interiores, no puede asentarse en una zona de seguridad que toda obra satisfactoria desmiente. En las obras de arte se prolonga la experiencia del adepto chapucero que se equivoca de tecla en el piano o dibuja mal con el lápiz; lo abierto de las obras de arte, su relación crítica con lo ya establecido, de lo que depende la calidad, implica la posibilidad del fracaso total, y la estética se aleja de su objeto en cuanto engaña sobre él mediante su propia figura. Que ningún artista sepa con seguridad si lo que hace llegará a ser algo, su felicidad y su miedo, su distancia respecto de la concepción habitual de la ciencia, designa subjetivamente algo objetivo, el riesgo de todo arte. Su punto de fuga lo nombra el conocimiento de que apenas ha habido obras de arte perfectas. La estética tiene que conectar esa apertura de su objeto con la pretensión a su objetividad y a la de la propia estética.

Aterrorizada por el ideal científico, la estética retrocede ante esa paradoja; pero ella es su elemento vital. Tal vez se pueda explicar la relación entre determinación y apertura en la estética diciendo que los caminos de la experiencia y del pensamiento que conducen a las obras de arte son infinitos, pero convergen en el contenido de verdad. Esto lo sabe la praxis artística, a la que la teoría tendría que seguir mucho más de cerca de lo que es habitual. Así, el primer violín de un cuarteto de cuerda le dijo durante un ensayo a un músico que participaba activamente en el sin tocar que podía y debía hacer crítica y propuestas siempre que le llamara la atención algo; conducido por esas observaciones, si son acertadas, el curso del trabajo acaba llegando a lo mismo, a la interpretación correcta. En la estética son legítimos incluso los enfoques contradictorios, por ejemplo el de la forma y el de las capas materiales relativamente firmes. Hasta en los tiempos más recientes, todos los cambios del comportamiento estético (que son cambios del sujeto) han tenido también su aspecto objetual; en todos han salido a la luz nuevas capas objetuales, que el arte ha descubierto y adaptado, mientras que otras capas han desaparecido. Hasta la fase en que la pintura objetual murió, hasta el cubismo, un camino conducía desde el lado objetual a las obras, igual que desde la forma pura. Los trabajos de Aby Warburg y de su escuela dan testimonio de esto. En ciertas circunstancias, los análisis de motivos (como el de Benjamin sobre Baudelaire) pueden resultar más productivos para la estética, para las cuestiones formales especificas, que el análisis formal oficial, que en apariencia está más cerca del arte. Ciertamente, el análisis formal era y es mucho mejor que el obstinado historicismo. Pero al sacar de la dialéctica con su otro al concepto de forma y detenerlo, amenaza con petrificarse. En el polo contrario, Hegel no se escapó al peligro de esa petrificación. Lo que le alabó incluso Kierkegaard, su enemigo mortal, el acento que puso más en el contenido que en la forma, manifiesta no solo la oposición al juego vacío e indiferente, la relación del arte con la verdad, que para él era fundamental. Más bien, Hegel sobrevaloró al mismo tiempo el contenido material de las obras de arte fuera de su dialéctica con la forma. Algo banal, ajeno al arte, se introdujo de este modo en la estética de Hegel, y a continuación mostró lo funesto de ella en la estética del materialismo dialéctico, que dudaba de Hegel tan poco como Marx en sus tiempos.

Ciertamente, la estética prehegeliana (incluida la kantiana) todavía no entiende la obra de arte enfáticamente como tal. La relega al estado de un instrumento de placer sublimado. Pero la insistencia kantiana en los constituyentes formales de la obra de arte, que hacen de ella arte, le hace más honor al contenido de verdad del arte que Hegel, que se refiere a él, pero no lo desarrolla desde el arte mismo. Los momentos de la forma, de la sublimación, son frente a Hegel tanto propios del siglo XVIII como lo más avanzado, lo moderno; el formalismo que se puede atribuir a Kant se convirtió doscientos altos después en el lema difamatorio de la reacción antiintelectual. Sin embargo, es innegable que hay una debilidad en el enfoque de la estética kantiana, más acá de la controversia sobre la estética de la forma y la estética del contenido. Esa debilidad se refiere a la relación del enfoque con los estados de cosas específicos de la crítica del juicio estético. En analogía a la teoría del conocimiento, Kant busca (como si fuera algo obvio) una fundamentación subjetivo-trascendental para lo que él llamaba «en el estilo del siglo o sentimiento de lo bello». Pero de acuerdo con la Crítica de la razón pura, los artefactos son constituta, pertenecen a la esfera de los objetos, a una capa que se sitúa sobre la problemática trascendental. En ella sería posible, ya en Kant, la teoría del arte como una teoría de los objetos y al mismo tiempo como una teoría histórica. La posición de la subjetividad ante el arte no es, como Kant suponía, la de la manera de reaccionar ante las obras, sino primariamente el momento de su propia objetividad, mediante el cual los objetos del arte se diferencian de las otras cosas. El sujeto está en la forma y en el contenido de las obras de arte; sólo secundariamente y atiborrado de contingencia, en cómo los seres humanos reaccionan ante ellas. Por supuesto, el arte remite a un estado en el que todavía no hay una dicotomía firme entre la cosa y la reacción ante ella; esto induce a malentender como a priori a formas de reacción que son correlatos de la objetualización cósica. Si se supone, como en el proceso vital de la sociedad, también en el arte y para la estética la supremacía de la producción sobre la recepción, está implícita la crítica del subjetivismo estético habitual, ingenuo. No hay que recurrir a la vivencia, al ser humano creativo, etc., sino que hay que pensar el arte en conformidad con la legalidad de la producción que se despliega objetivamente. Hay que insistir en esto porque la problemática de los afectos desencadenados por la obra de arte que Hegel describió se ha incrementado muchísimo debido al control sobre los afectos. Los nexos efectuales subjetivos se giran por voluntad de la industria cultural contra aquello a lo que se reacciona. Por otra parte, las obras (como respuesta a eso) se retiran a su propia estructura y contribuyen así a la contingencia del efecto, mientras que a veces había entre ambos, si no armonía, si al menos alguna proporción. Por tanto, la experiencia artística exige una relación con las obras cognoscitiva, no afectiva; el sujeto está en ellas y en su movimiento como momento; si el sujeto aborda la obra desde fuera y no obedece a su disciplina, es ajeno al arte, un objeto legítimo de la sociología.

Hoy, la estética tendría que estar por encima de la controversia entre Kant y Hegel, sin aplanarla mediante la síntesis. El concepto kantiano de algo agradable por su forma es regresivo frente a la experiencia estética y no se puede restaurar.

La teoría hegeliana del contenido es demasiado cruda. La música tiene un contenido determinado, lo que sucede en ella, pero se burla de la manera en que Hegel entendía el contenido. El subjetivismo de Hegel es tan total, su espíritu es hasta tal punto todo, que distinguirlo de su otro y definir esto otro no es posible en la estética de Hegel. Como para él todo resulta ser sujeto, lo específico en él se marchita, el espíritu como momento de las obras de arte, y se doblega al momento material más acá de la dialéctica. No habría que ahorrarle el reproche de que en la estética quedó atrapado, pese al conocimiento más extraordinario, en la filosofía de la reflexión que él combatía. Hegel sigue contra su propia concepción la tesis primitiva de que un contenido o una materia es formado o incluso «elaborado» (como ellos dicen) por el sujeto estético; a Hegel le gusta emplear contra la reflexión concepciones primitivas mediante la reflexión. Precisamente en la obra de arte, el contenido y la materia tienen que ser ya sujeto, dicho a la manera de Hegel. Sólo a través de la subjetividad del contenido y de la materia, el sujeto se convierte en algo objetivo, otro. Pues en sí mismo el sujeto está mediado objetivamente; en virtud de la configuración artística, su propio contenido objetivo (latente) sale a la luz. Ninguna otra noción del contenido del arte es sostenible; la estética marxista oficial no entendió ni la dialéctica ni el arte. La forma está mediada en sí por el contenido, que no es heterogéneo a ella, y el contenido por la forma; hay que seguir distinguiendo ambas cosas aunque estén mediadas, pero el contenido inmanente de las obras de arte, su material y el movimiento del mismo, es completamente diferente del contenido en tanto que algo separable: el argumento de una obra o el tema de un cuadro, que Hegel equipara al contenido con toda inocencia. Tanto Hegel como Kant piensan por detrás de los fenómenos estéticos; éste, por detrás de su profundidad y plenitud; aquél, por detrás de lo específicamente estético. El contenido de un cuadro no es sólo lo que representa, sino los elementos cromáticos, las estructuras, las relaciones que contiene; el contenido de una música es, en palabras de Schönberg, la historia de un tema. A esto se puede sumar como momento también el objeto, en la poesía también la acción o la historia contada; pero no menos lo que le sucede a todo eso en la obra, la organización que recibe y que lo transforma. No se debe confundir forma y contenido, pero hay que liberarlos de su contraste rígido e insuficiente para ambos polos. La idea de Bruno Liebrucks de que la política y la filosofía del derecho de Hegel están más en la lógica que en las lecciones y en los escritos dedicados a esas disciplinas materiales vale también para la estética: habría que llevar la estética a la dialéctica íntegra. La lógica hegeliana desarrolla al principio de su segunda parte que las categorías de la reflexión han surgido, han llegado a ser, pese a lo cual son válidas; en el mismo espíritu, Nietzsche desmontó en El crepúsculo de los ídolos el mito de que lo que ha llegado a ser no puede ser verdadero. La estética tendría que seguir este camino. Lo que en ella se establece como norma eterna es perecedero porque es algo que ha llegado a ser, envejece como consecuencia de su propia pretensión de no poder perderse. Frente a esto, las exigencias y normas actuales que ascienden desde el movimiento histórico no son contingentes e irrelevantes, sino que en virtud de su contenido histórico son objetivas; lo efímero en la estética es lo que en ella es sólido, su esqueleto. La estética no tiene que deducir la objetividad de su contenido histórico como si fuera inevitable debido al curso de la historia, sino que tiene que comprenderlo desde su propia figura. La estética no se mueve y transforma en la historia de acuerdo con el modelo trivial de pensamiento: la historia es inmanente a su contenido de verdad. Por eso, compete al análisis de la situación desde la filosofía de la historia sacar rigurosamente a la luz lo que en tiempos se consideró que era el a priori estético. Los lemas que se extraen de la situación son más objetivos que las normas generales ante las que tienen que responder de acuerdo con la costumbre filosófica; habría que mostrar que el contenido de verdad de los grandes manifiestos estéticos o de las obras similares a ellos ha ocupado el lugar de lo que antes hacía la estética filosófica. La estética oportuna sería la autoconsciencia de ese contenido de verdad de algo extremadamente temporal. Por supuesto, esto exige, como contrapunto al análisis de la situación, la confrontación de las categorías estéticas tradicionales con ese análisis; solo ella pone en relación al movimiento artístico con el movimiento del concepto.

Forma parte de la metodología que hoy no se pueda comenzar el intento de una estética con una metodología general, tal como exigen las costumbres. La culpa de esto la tiene la relación entre el objeto estético y el pensamiento estético. La manera rigurosa de abordar la insistencia en el método no consiste en contraponer a los métodos aprobados otro método. Mientras no se entre en las obras, según la comparación de Goethe con la capilla, hablar de objetividad en asuntos estéticos, ya sea del contenido artístico o de su conocimiento, es una mera afirmación. Ala objeción automática de que se habla de objetividad donde se trata de opiniones subjetivas, que el contenido estético al que conduce la estética objetiva no es nada más que una proyección, sólo le responde eficazmente la exposición del contenido artístico objetivo en las obras de arte mismas. La ejecución legitima al método, por lo que éste no se puede presuponer. Si se antepusiera a la ejecución la objetividad estética como un principio general abstracto, esta estaría en desventaja porque ningún sistema la apoya; su verdad se constituye en lo posterior, no en lo primero, en su despliegue. Esto es lo único que puede contraponer como principio a la insuficiencia del principio. Por supuesto, la ejecución necesita la reflexión crítica de los principios. Esto la preserva de las elucubraciones irresponsables. De su hybris se defiende el espíritu que comprende las obras de arte en virtud del espíritu objetualizado que las obras de arte ya son en sí. Lo que el espíritu objetualizado exige del espíritu subjetivo es su propia espontaneidad. Conocer el arte significa trasladar el espíritu objetualizado a través del medio de la reflexión a su estado líquido. Sin embargo, la estética tiene que cuidarse de la creencia en que ella gana su afinidad con el arte al proclamar como por embrujo, sin pasar por los conceptos, lo que es el arte. La mediación del pensamiento es diferente cualitativamente de la mediación de las obras de arte. Lo mediado en el arte, aquello mediante lo cual las obras son otra cosa que su mero «esto de ahí», tiene que ser mediada por segunda vez por la reflexión, por el concepto. Sin embargo, esto no se consigue si el concepto se aleja del detalle artístico, sino si se acerca a él. Poco antes del final del primer movimiento de la sonata Les adieux de Beethoven, una asociación fugaz cita durante tres compases el trote de caballos, con lo cual ese pasaje que pasa rápidamente y que avergüenza inmediatamente a todo concepto, el sonido de la desaparición que ni siquiera se puede identificar claramente en el contexto del movimiento, dice más de la esperanza del retorno que lo que podría ver la reflexión general sobre la esencia del sonido fugaz-duradero. Solo una filosofía que consiguiera asegurarse de esas figuras micrológicas en la construcción de la totalidad estética cumpliría sus promesas.

Para eso tiene que ser el pensamiento elaborado en sí mismo, mediado. Si quisiera, en vez de esto, invocar lo secreto del arte mediante palabras primordiales, obtendría nada, tautologías, características formales de las que se evapora la esencia, usurpada por el hábito del lenguaje y la preocupación por el origen. La filosofía no es tan feliz como Edipo, que responde de manera contundente a la pregunta enigmática; por lo demás, la propia felicidad del héroe resulto estar ofuscada. Como lo enigmático del arte solo se articula en las constelaciones de cada obra, en virtud de sus procedimientos técnicos, los conceptos no son solo la miseria de su desciframiento, sino también su oportunidad. El arte es por su propia esencia, en su especificación, más que solo lo particular en él; incluso su inmediatez esta mediada y, por tanto, emparentada con los conceptos. El entendimiento humano sencillo acierta al querer que la estética no se hunda en el análisis individual de las obras debido al nominalismo, aunque tampoco puede prescindir de él. Mientras que la estética no puede dejar que se le marchite la libertad para la singularidad, la reflexión segunda (que también estéticamente es oportuna) se mueve en un medio distanciado respecto de las obras de arte. Sin un poco de resignación frente a su ideal integro, sería la víctima de la quimera de una concreción que es la del arte (y tampoco en ésta por encima de la duda), en ningún caso la de la teoría. Siendo una objeción contra el procedimiento abstractivo y clasificatorio, la estética necesita empero las abstracciones y tiene como objeto también los géneros clasificatorios. En todo caso, los géneros de las obras de arte, aunque llegaran a ser represivos, no fueron un flatus vocis, aunque la oposición a la conceptualidad general es un agente esencial del arte. Cada obra de arte, aunque se presente como una armonía perfecta, es en sí un nexo de problemas. En tanto que tabú, participa en la historia y sobrepasa así su singularidad. En el nexo de problemas de cada obra, lo que existe fuera de la mónada y la constituye se sedimenta en ella. En la zona de la historia, lo individual estético y su concepto comunican entre sí. La historia es inherente a la teoría estética. Sus categorías son radicalmente históricas; esto confiere a su despliegue lo forzado que debido a su aspecto aparente es objeto de crítica, pero tiene la fuerza suficiente para quebrar el relativismo estético que tiene que imaginarse el arte como una yuxtaposición inconexa de obras de arte. Aunque sea cuestionable desde el punto de vista epistemológico decir de una obra de arte (o del arte en conjunto) que es «necesaria», ya que ninguna obra de arte es incondicionada, la relación de las obras de arte entre sí es una relación de condicionamiento y prosigue en su composición interior. La construcción de esos nexos conduce a lo que el arte todavía no es y que sería por fin el objeto de la estética. Cómo se encuentre el arte concretamente en la historia proclama exigencias concretas. La estética comienza con su reflexión; sólo a través de ella se abre la perspectiva de lo que el arte es. Pues el arte y sus obras son sólo lo que pueden llegar a ser. Como ninguna obra de arte puede disolver su tensión inmanente sin resto, como la historia ataca incluso a la idea de esa disolución, la teoría estética no puede conformarse con la interpretación de las obras de arte presentes y de su concepto. Que se dirija a su contenido de verdad la impulsa (en tanto que filosofía) más allá de las obras. La consciencia de la verdad de las obras coincide, precisamente en tanto que filosófica, con la forma en apariencia más efímera de la reflexión estética, con el manifiesto. El principio metódico es que los fenómenos más recientes han de arrojar luz sobre todo arte y no al revés, de acuerdo con la costumbre del historicismo y de la filología, que son profundamente burgueses y no quieren que cambie nada. Si es verdad la tesis de Valéry de que lo mejor en lo nuevo está en correspondencia con una necesidad vieja, las obras auténticas son críticas de las pasadas. La estética se vuelve normativa al articular esa crítica. Pero esto tiene fuerza retroactiva; sólo de ella se podría esperar algo de lo que la estética general simplemente simula.