TEORÍAS SOBRE EL ORIGEN DEL ARTE

Excurso

Los intentos de fundamentar la estética desde el origen del arte (entendido como su esencia) decepcionan necesariamente[121]. Si se sitúa el concepto de origen más allá de la historia, la pregunta por el origen discurre con las de estilo ontológico, muy lejos de ese suelo de objetividad firme con el que está asociada la prestigiosa palabra origen; además, hablar del origen sin su elemento temporal contraviene al mismo sentido de la palabra, que los filósofos del origen afirman percibir. Pero reducir históricamente el arte a su origen antes o al principio de la historia está prohibido por su carácter, que es el carácter de algo que ha llegado a ser. Los testimonios más antiguos del arte que conocemos ni son los más auténticos, ni circunscriben su perímetro, ni se ve en ellos con la mayor claridad qué es el arte; más bien, qué sea el arte se enturbia en ellos. Es relevante desde el punto de vista material que el arte más antiguo que conocemos, las pinturas rupestres, pertenece al ámbito óptico. Poco o nada se sabe sobre la música y la poesía de aquellos tiempos; faltan referencias a momentos diferentes cualitativamente de la prehistoria óptica. En la estética, Croce fue el primero (en el espíritu hegeliano) en considerar irrelevante la pregunta por el origen histórico del arte: «Como esta actividad “espiritual” es el objeto de la historia, se puede conocer en ella que es un disparate plantearse el problema histórico del origen del arte Si la expresión es una forma de la consciencia, ¿cómo se puede buscar el origen histórico de algo que no es un producto de la naturaleza y que es presupuesto por la historia humana? ¿Cómo se puede mostrar la génesis histórica de la categoría en virtud de la cual se comprende cada génesis y cada hecho histórico?»[122]. Aunque sea correcta la intención de no confundir lo más antiguo con el concepto de la cosa, que llega a ser lo que es mediante el despliegue, la argumentación de Croce es discutible. Al identificar el arte sin más con la expresión que la historia humana presupone, el arte se le convierte una vez más en lo que la filosofía de la historia decía que es: «una categoría», una forma invariante de la consciencia, estética por su forma, aunque Croce se la imagine como actividad pura o espontaneidad. Su idealismo y las conexiones transversales de su estética con Bergson le oscurecen la relación constitutiva del arte con lo que el arte mismo no es, con lo que no es espontaneidad pura del sujeto; esto daña sensiblemente a la crítica de Croce a la cuestión del origen. Ahora bien, las complejas investigaciones empíricas que desde entonces se han dirigido a esa cuestión difícilmente llevan a revisar el veredicto de Croce. Seria demasiado cómodo hacer cargar con la responsabilidad de esto al positivismo triunfante, que por miedo a que lo refute el próximo hecho ya no se atreve a elaborar teorías coherentes y moviliza la recolección de hechos para demostrar que la ciencia ya no soporta la teoría ambiciosa. En especial la etnología, a la que de acuerdo con la división del trabajo vigente le corresponde interpretar los hallazgos prehistóricos, esta intimidada por la tendencia iniciada por Frobenius a explicar religiosamente todos los enigmas arcaicos aunque los hallazgos se opongan a ese tratamiento sumario. Sin embargo, el enmudecimiento científico de la cuestión del origen, que corresponde a la crítica filosófica de ella, no da testimonio solo de la impotencia de la ciencia y del terror de los tabúes positivistas. Es significativo el pluralismo de interpretaciones, al que tampoco puede renunciar la ciencia desilusionada: así, Melville J. Herskovits en su libro Man and His Work [123]. Si hoy la ciencia renuncia a la respuesta monista a la pregunta de donde procede el arte, ¿qué fue originalmente?, ahí se da a conocer un momento de verdad. El arte en tanto que unidad marca una fase muy posterior. Está permitido dudar de si esa integración ya no es una integración en el concepto, sino una integración de la cosa a la que el concepto se refiere. Por ejemplo, lo forzado de la expresión de los filólogos obra de arte lingüística, que subsume a la poesía en el arte mediante el lenguaje, despierta sospechas contra el procedimiento aunque sin duda el arte se haya unificado al hilo del proceso de Ilustración las manifestaciones artísticas más antiguas son tan difusas que es difícil (y ocioso) decidir que es ah1 arte y que no.

También más adelante el arte siempre se ha opuesto al mismo tiempo al proceso de unificación en que está incluido. Su propio concepto no es indiferente a esto.

Lo que parece desvanecerse en la penumbra de los primeros tiempos es vago debido no solo a su lejanía, sino porque salva algo de eso vago, de eso inadecuado al concepto contra lo que la integración progresante atenta infatigablemente. Tal vez no sea irrelevante que las pinturas rupestres más antiguas, a las que se suele atribuir naturalismo, manifiestan una fidelidad extrema precisamente en la representación de lo movido, como si quisieran hacer ya lo que Valéry exigió al final: imitar minuciosamente lo indeterminado, lo que no es firme en las cosas[124].

Entonces, su impulso no fue el de la imitación, no fue naturalista, sino que desde el principio se opuso a la cosificación. La plurivocidad no hay que achacarla (o no solo) a la limitación del conocimiento; más bien, es propia de la prehistoria misma. La univocidad solo existe desde que la subjetividad se elevó.

El llamado problema del origen resuena en la controversia sobre si son más antiguas las representaciones naturalistas o las formas simbólico-geométricas implícitamente se halla tras esta controversia la esperanza de poder juzgar sobre la esencia originaria del arte. Esta esperanza parece engañar. Arnold Hauser abre su Historia social del arte con la tesis de que en el paleolítico el naturalismo fue más antiguo: «Los testimonios […] indican de manera univoca […] la prioridad del naturalismo, de modo que cada vez es más difícil mantener la doctrina de que el arte que esta lejos de la naturaleza y que estiliza la realidad es el originario»[125]. No se puede pasar por alto el tono polémico contra la doctrina neorromántica del origen religioso. Pero este importante historiador limita en seguida la tesis del naturalismo. Hauser critica por anacrónicas a las dos tesis que se suele contraponer y que el mismo emplea: «El dualismo de lo visible y lo invisible, de lo visto y lo sabido, es completamente ajeno a la pintura paleolítica»[126]. Hauser llega a conocer el momento de lo indiferenciado en el arte más antiguo, así como la indiferenciación de la esfera de la apariencia respecto de la realidad[127]. Hauser se aferra a algo así como la prioridad del naturalismo gracias a una teoría de la magia que establece la «dependencia recíproca de las cosas similares»[128]. La semejanza es para él la copia, y ésta ejerce un encantamiento práctico. Hauser separa estrictamente la magia de la religión; la magia sólo está al servicio de la obtención directa del sustento. Por supuesto, esa separación estricta es difícilmente compatible con el teorema de la diferenciación primaria. Pero permite situar la copia al principio, aunque otros investigadores (como Erik Holm) discuten la hipótesis de la función mágico-utilitarista de la copia[129]. Frente a esto, Hauser dice: «El cazador y pintor del paleolítico creía poseer en la imagen a la cosa, adquirir mediante la copia poder sobre lo copiado»[130]. También Resch parece tender con prudencia a esta idea[131]. A la inversa, Katesa Schlosser considera la característica más llamativa de la manera paleolítica de representar el desvío respecto del modelo natural; Schlosser no achaca ese desvío a un «irracionalismo arcaico», sino que lo interpreta (a la manera de Lorenz y Gehlen)[132] como la forma de expresión de una ratio biológica. Es evidente que la tesis del utilitarismo y naturalismo mágico no se sostiene a la vista del material, como tampoco la tesis de filosofía de la religión a la que Holm sigue adhiriéndose. El concepto de simbolización que él emplea explícitamente postula ya para la fase más antigua ese dualismo que Hauser atribuye al neolítico. El dualismo está (se dice) al servicio de la organización unitaria en el arte y en él aparece la estructura de una sociedad articulada y, por eso, necesariamente jerárquica e institucionalista; una sociedad en la que ya se produce. Durante el mismo periodo (se sigue diciendo) se formaron el culto y el canon unitario de formas, con lo cual el arte se escindió en un ámbito sagrado y un ámbito profano, en la escultura de los ídolos y la cerámica decorativa. En paralelo a esa construcción de la fase propiamente animista discurre la del preanimismo o, como prefiere llamarla hoy la ciencia, de la «visión no sensorial del mundo», que se caracteriza por la «unidad esencial de todo lo vivo». Pero esa construcción rebota desde la impenetrabilidad objetiva de los fenómenos más antiguos: un concepto como el de unidad esencial presupone ya para la fase más antigua una escisión de forma y materia, o al menos oscila entre admitir esa escisión o la unidad. La culpa parece ser del concepto de unidad. Su uso actual hace que se esfume todo, también la relación entre lo uno y lo plural. En verdad, la unidad sólo se puede pensar como una unidad de muchos, tal como la filosofía reflejó por primera vez en el diálogo Parménides de Platón. Lo indiferenciado de la prehistoria no es esa unidad, sino que está más acá de la dicotomía en la que la unidad tiene sentido como momento polar. Esto causa problemas a investigaciones como las de Fritz Krause sobre la máscara y la figura de los antepasados. De acuerdo con Krause, en las nociones no animistas más antiguas «la forma está ligada a lo material, no es separable de la materia. Por eso, un cambio de la esencialidad sólo es posible mediante el cambio de la materia y de la forma, mediante la transformación completa del cuerpo. De ahí la transformación directa de los seres unos en otros»[133]. Sin duda, Krause acierta al decir contra el concepto habitual de símbolo que en la ceremonia de máscaras la transformación no es simbólica, sino (con un término del psicólogo Heinz Werner) un «embrujo de formación»[134]. Para el indio, la máscara no es simplemente el demonio cuya fuerza se transmite al portador: el portador mismo se convierte en el demonio y se apaga como persona[135]. Esto suscita dudas: la diferencia entre el rostro del enmascarado y la máscara es evidente inmediatamente para cualquier miembro de la tribu y para el propio enmascarado, pero de acuerdo con la construcción neorromántica esta diferencia no se percibe. Si el rostro y la máscara no son lo mismo, no se puede ver en el portador de la máscara a un demonio. El momento del disimulo es inherente al fenómeno, en contradicción con lo que Krause afirma: que ni la forma, a menudo completamente estilizada, ni el cubrimiento parcial de los enmascarados perjudica a la concepción de la «transformación esencial del portador por la máscara»[136]. En todo caso, en el fenómeno hay algo de la fe en la transformación real, igual que los niños no distinguen estrictamente al jugar entre sí mismos y la función que desempeñan, pero en cualquier instante pueden volver a la realidad. También la expresión apenas es algo primario, sino que ha llegado a ser. La expresión parece haber surgido del animismo. Donde el miembro del clan imita al animal del tótem o a una divinidad temida, donde se convierte en ella, la expresión se forma: es algo diferente de lo que el individuo es para si. Aunque la expresión pertenece en apariencia a la subjetividad, es inherente a ella, a la exteriorización, también el no-yo, lo colectivo. Cuando el sujeto que despierta a la expresión busca su sanción, la expresión ya es testimonio de un desgarro. Solo con el afianzamiento del sujeto como autoconsciencia, la expresión se independiza como expresión de ese sujeto, pero mantiene el gesto del convertirse en algo. Copiar se podría interpretar como la cosificación de este modo de comportarse, hostil a la agitación que la expresión (ya rudimentariamente objetivada) es. Al mismo tiempo, esa cosificación mediante la copia es emancipadora: contribuye a liberar a la expresión poniéndola a disposición del sujeto. En tiempos, los seres humanos tal vez fueron tan inexpresivos como los animales, que ni ríen ni lloran, si bien sus figuras expresan objetivamente algo sin que los animales se den cuenta. A esto recuerdan las mascaras parecidas a gorilas, luego las obras de arte. La expresión, el momento natural del arte, ya es en tanto que tal otra cosa que solo naturaleza. — Estas interpretaciones heterogéneas son posibles gracias a la plurivocidad objetiva. Que en los fenómenos artísticos prehistóricos estén mezclados momentos heterogéneos es una manera anacrónica de hablar. Más bien, la separación y la unidad parecen haber surgido por igual en la coacción de librarse del hechizo de lo difuso, al mismo tiempo que una organización social más sólida Es convincente el resumen de Herskovits, de acuerdo con el cual las teorías del desarrollo que derivan el arte de un «principio de validez» primariamente simbólico o realista son insostenibles a la vista de la contradictoria pluralidad de los fenómenos del arte prehistórico y primitivo. El contraste drástico entre el convencionalismo primitivo (las estilizaciones) y el realismo paleolítico aísla cada vez un aspecto. Ni en los tiempos más antiguos ni en los pueblos naturales que sobreviven hoy se puede conocer el predominio de uno u otro principio. La escultura paleolítica esta estilizada al extremo, al contrario que las representaciones «realistas» de la pintura rupestre de la misma época; su realismo esta impregnado de elementos heterogéneos, abreviaciones que no se pueden interpretar ni perspectiva ni simbólicamente Asimismo complejo es el arte de los primitivos hoy; formas muy estilizadas no reprimieron a los elementos realistas, sobre todo en la escultura.

Hundirse en los orígenes presenta de forma seductora a la teoría estética procedimientos típicos para quitarle en seguida lo que la consciencia interpretativa moderna cree tener en su poder.

No se ha conservado un arte más antiguo que el paleolítico. Pero es indudable que el arte no comienza con obras, aunque sean predominantemente mágicas o ya estéticas las pinturas rupestres son un grado de un proceso, y no uno de los primeros. A las imágenes de la prehistoria tiene que haberles precedido el comportamiento mimético, el equipararse a otro, que no coincide por completo con la fe supersticiosa en la influencia directa; si no se hubiera preparado un momento de distinción entre ambos durante amplios espacios de tiempo, serían inexplicables los rasgos sorprendentes de la elaboración autónoma en las imágenes de las cavernas. Una vez que el comportamiento estético se apartó de las practicas mágicas antes que toda objetivación y aunque fuera de manera indeterminada, tiene desde entonces algo de resto, como si la mimesis que llega hasta la capa biológica y que ha perdido su función se mantuviera como mimesis esmerilada, preludio de la frase de que la superestructura cambia con más lentitud que la subestructura. En los rasgos de algo superado por el desarrollo global, el arte carga con una hipoteca sospechosa de lo que no ha resultado por completo, de lo regresivo. Pero el comportamiento estético no es completamente rudimentario.

En él, que se conserva en el arte y que es imprescindible para el arte, se reúne lo que desde tiempos inmemoriales fue apartado con violencia de la civilización, oprimido, junto con el sufrimiento de los seres humanos por lo que se les arranca, que ya se manifiesta en las figuras primarias de la mimesis. No hay que despachar a ese momento por irracional. El arte esta impregnado demasiado profundamente de racionalidad desde sus vestigios más antiguos. La obstinación del comportamiento estético, que más adelante fue glorificada por la ideología como disposición natural eterna del impulso de juego, da testimonio más bien de que hasta hoy ninguna racionalidad ha sido la racionalidad plena, la que beneficie por completo a los seres humanos, a su potencial, incluso a la «naturaleza humanizada». Lo que según los criterios de la racionalidad dominante se considera irracional en el comportamiento estético denuncia la particularidad de esa ratio que busca medios en vez de fines. El arte llama la atención sobre éstos y sobre una objetividad eximida de la estructura categorial. En esto tiene su racionalidad, su carácter cognoscitivo. El comportamiento estético es la capacidad de percibir más en las cosas que lo que son, la mirada bajo la cual lo existente se transforma en imagen. Lo existente puede desmentir sin esfuerzo a este comportamiento como inadecuado, pero lo existente sólo es experimentable en él.

Un presentimiento último de la racionalidad en la mímesis lo delata la doctrina de Platón sobre el entusiasmo en tanto que condición de la filosofía, del conocimiento enfático, tal como Platón no lo exige sólo teóricamente, sino que lo expone en el pasaje decisivo del Fedro. Esa doctrina platónica se ha degradado a un bien cultural sin perder su contenido de verdad. El comportamiento estético es el correctivo no debilitado de la consciencia cosificada que entre tanto se las da de totalidad. Lo que en el comportamiento estético sale a la luz y se escapa al hechizo se muestra e contrario en las personas que carecen de ese comportamiento, en las personas sin musa. El estudio de esas personas debería ser inestimable para el análisis del comportamiento estético. No son las personas más avanzadas ni siquiera según los desiderata de la racionalidad dominante; no son simplemente las personas que carecen de una propiedad particular y sustituible.

Más bien, están deformadas en su complexión global hasta en lo patógeno: son concretistas. Quien se agota espiritualmente en la proyección es un loco (los artistas no tienen que serlo); quien no proyecta no comprende lo existente que él repite y falsea al moler lo que el preanimismo había presentido vagamente, la comunicación entre lo disperso. Su consciencia es tan falsa como la que confunde las fantasías con la realidad. Sólo se comprende donde el concepto trasciende a lo que quiere comprender. El arte pone esto a prueba; el entendimiento que proscribe esta comprensión se convierte inmediatamente en estupidez, marra el objeto porque lo sojuzga. El arte se legitima dentro del hechizo si la racionalidad pierde su fuerza donde el comportamiento estético está reprimido o ni siquiera se ha constituido debido a la coacción de ciertos procesos de socialización. El positivismo consecuente pasa, ya de acuerdo con la «dialéctica de la Ilustración», a la imbecilidad: es la imbecilidad de quien no tiene musa, del castrado con éxito.

La sabiduría filistea que separa sentimiento y entendimiento y se frota las manos cuando los encuentra equilibrados es, como las trivialidades a veces, la caricatura del hecho de que en los milenios de división del trabajo la subjetividad se ha vuelto divisoria del trabajo. Ahora bien, el sentimiento y el entendimiento no son completamente diferentes en la constitución humana y dependen el uno del otro incluso cuando están separados. Las maneras de reaccionar subsumidas bajo el concepto de sentimiento se convierten en reservas sentimentales nulas en cuanto se cierran a la relación con el pensamiento, se ciegan ante la verdad; pero el pensamiento se aproxima a la tautología cuando retrocede ante la sublimación del comportamiento mimético. La separación mortal de ambos ha llegado a ser y es revocable. La ratio sin mímesis se niega a sí misma. Los fines, la razón de ser de la razón, son cualitativos, y la facultad mimética es la facultad cualitativa. Por supuesto, la autonegación de la razón tiene su necesidad histórica: el mundo que pierde objetivamente su apertura ya no necesita a su espíritu que tiene su concepto en lo abierto y apenas soporta sus huellas. La pérdida actual de experiencia podría coincidir por su lado subjetivo con la represión enconada de la mímesis en vez de con su transformación. La musa que algunos sectores de la ideología alemana se sigue atribuyendo es esa represión, elevada a principio, y pasa a lo que no tiene musa. Pero el comportamiento estético no es ni mímesis inmediatamente ni la mímesis reprimida, sino el proceso que la desencadena y en el que ella se mantiene modificada. Este proceso tiene lugar en la relación del individuo con el arte y en el macrocosmos histórico; fluye en el movimiento inmanente de cada obra de arte, en sus propias tensiones y en su posible equilibrio. Al final, habría que definir el comportamiento estético como la capacidad de estremecerse, como si la carne de gallina fuera la primera imagen estética. Lo que más tarde se llama subjetividad, liberándose del miedo ciego del estremecimiento, es al mismo tiempo su propio despliegue; no es vida en el sujeto nada más que el estremecimiento, la reacción al hechizo total que lo trasciende. La consciencia sin estremecimiento es la consciencia cosificada. El estremecimiento en que la subjetividad se agita sin ser todavía es el hecho de estar impresionado por lo otro.

El comportamiento estético se amolda a ese estremecimiento en vez de someterlo.

Esa relación constitutiva del sujeto con la objetividad en el comportamiento estético une al eros con el conocimiento.