La estética le presenta a la filosofía la cuenta por haber sido degradada por el negocio académico a un sector. Reclama de la filosofía lo que ella no hace: extraer de los fenómenos de su existencia pura y conducirlos a la autognosis, a la reflexión de lo petrificado en las ciencias, no a una ciencia propia más allá de las ciencias. De este modo, la estética se doblega a lo que su objeto (como cualquier otro) quiere inmediatamente. Para poder ser experimentada por completo, toda obra de arte necesita el pensamiento, la filosofía, que no es otra cosa que el pensamiento que no se deja frenar. La comprensión es lo mismo que la crítica; la capacidad de comprender, de captar lo comprendido como algo espiritual, no es otra cosa que la capacidad de distinguir ahí lo verdadero y lo falso, aunque esta distinción tiene que divergir del procedimiento de la lógica habitual.
Enfáticamente, el arte es conocimiento, pero no de objetos. Sólo comprende una obra de arte quien la comprende como complexión de la verdad. Esa complexión afecta inevitablemente a la relación de la obra con la falsedad, tanto con la propia como con la exterior; cualquier otro juicio sobre las obras de arte sería contingente. De este modo, las obras de arte reclaman una relación adecuada consigo mismas. Por eso postulan lo que en tiempos la filosofía del arte se propuso hacer y lo que en su figura heredada ya no hace ni ante la consciencia del presente ni ante las obras del presente.
Una estética sin valores es un disparate. Comprender las obras de arte significa, como por lo demás sabía Brecht, captar el momento de su logicidad y su contrario, así como sus fracturas y lo que éstas significan. No puede entender Los maestros cantores quien no perciba el momento (denunciado por Nietzsche) de que la positividad es representada ahí de manera narcisista, el momento de falsedad. La separación entre la comprensión y el valor es de origen científico; sin los valores no se entiende nada estéticamente, y viceversa. En el arte hay más razones para hablar de valor que en ningún otro lugar. Cada obra dice como un mimo: «¿no soy buena?»; a esto responde el comportamiento valorativo.
Aunque hoy el intento de la estética presupone como vinculante la crítica de sus principios y normas generales, tiene que mantenerse necesariamente en el medio de lo general. Eliminar la contradicción no es asunto de la estética. La estética tiene que cargar con la contradicción y reflejarla, en consonancia con la necesidad de teoría que el arte anuncia categóricamente en la era de su reflexión. Pero la obligatoriedad de esa generalidad no legitima una teoría positiva de la invariancia.
En las definiciones forzosamente generales, los resultados del proceso histórico se resumen variando una figura lingüística de Aristóteles: lo que el arte era. Las definiciones generales del arte son las definiciones de lo que el arte ha llegado a ser. La situación histórica que ya no conoce la razón de ser del arte, busca a tientas en el pasado el concepto de arte, que retrospectivamente se reúne en algo así como una unidad. Ésta no es abstracta, sino el despliegue del arte en su propio concepto. De ahí que la teoría presuponga por doquier los análisis concretos como su propia condición, no como prueba y ejemplo. Al giro histórico hacia lo general se vio movido Benjamin (que filosóficamente incrementó al extremo la inmersión en las obras de arte concretas) en la teoría sobre la reproducción[94].
La mejor manera de cumplir metódicamente la exigencia de que la estética sea la reflexión artística sin que ésta debilite su decidido carácter teórico es introducir mediante modelos un movimiento del concepto en las categorías tradicionales que las confronte con la experiencia artística. Para eso no hay que construir un continuo entre los polos. El medio de la teoría es abstracto, y no hay que engañarse a este respecto con ejemplos ilustrativos. A veces (como en la Fenomenología de Hegel) puede saltar de repente una chispa entre la concreción de la experiencia espiritual y el medio del concepto general, de tal modo que lo concreto no sea un ejemplo que ilustra, sino la cosa misma que el razonamiento abstracto encierra, sin el cual no se podría encontrar el nombre. Aquí hay que pensar desde el lado de la producción: desde los problemas y desiderata objetivos que los productos presentan. La supremacía de la esfera de producción en las obras de arte es la supremacía de la esencia de las obras, de los productos del trabajo social, frente a la contingencia de su producción subjetiva. La relación con las categorías tradicionales es imprescindible porque solo la reflexión de esas categorías permite llevar la experiencia artística a la teoría. En la transformación de las categorías que esa reflexión expresa y causa, la experiencia histórica entra en la teoría. Mediante la dialéctica histórica que el pensamiento desencadena en las categorías tradicionales, estas pierden su abstracción mala sin sacrificar lo general que es inherente al pensamiento: la estética apunta a la generalidad concreta. El análisis más ingenioso de obras individuales no es de por sí estética; esto es tanto su mácula como su superioridad sobre lo que se llama ciencia del arte. Pero desde la experiencia artística actual se legitima el recurso a las categorías tradicionales, que no desaparecen en la producción de hoy, sino que retornan hasta en su negación. La experiencia conduce a la estética, que eleva hasta la consecuencia y la consciencia lo que en las obras de arte sucede de manera mezclada, inconsecuente, y en la obra individual de manera insuficiente.
Desde este punto de vista, también la estética no idealista trata de «ideas».
La diferencia cualitativa entre el arte y la ciencia impide que esta sea simplemente el instrumento para conocer a aquél. Las categorías que la ciencia aporta son tan extrañas a las categorías intraartísticas que la proyección de éstas a los conceptos científicos expulsa de la explicación lo que la ciencia quiere explicar. La relevancia creciente de la tecnología en las obras de arte no puede inducir a someterlas a ese tipo de razón que produjo la tecnología y prosigue en ella.
De lo clásico sobrevive la idea de las obras de arte como algo objetivo, mediado por la subjetividad. De lo contrario, el arte sería una manera arbitraria de matar el tiempo, indiferente para los demás e incluso retrograda históricamente. El arte quedaría degradado a un producto sustitutivo de una sociedad cuya fuerza ya no la consume la obtención de los alimentos y en la cual la satisfacción inmediata de los impulsos esta limitada. El arte lleva la contraria a esto, es la objetivación tenaz contra ese positivismo que quisiera someterlo al para-otro universal. No es que el arte, incluido en el nexo social de ofuscación, pueda ser lo que él no quiere. Pero su existencia es incompatible con el poder que quisiera rebajarlo a eso, romperlo.
Lo que habla desde las obras significativas va en contra de la pretensión de totalidad de la razón subjetiva. La falsedad de la razón subjetiva queda patente en la objetividad de las obras de arte. Despojado de su pretensión inmanente de objetividad, el arte no sería otra cosa que un sistema más o menos organizado de estímulos que causan reflejos que el arte atribuye por sí mismo, artística y dogmáticamente, a ese sistema en vez de a quienes reciben su influencia. De este modo desaparecería la diferencia de la obra de arte respecto de las meras cualidades sensuales; la obra de arte formaría parte de la empiria, sería (dicho a la americana) a battery of tests, y el medio adecuado para dar cuenta del arte sería el program analyzer o encuestas sobre las reacciones promedio de los grupos a las obras de arte o a los géneros; pero, tal vez por respeto a los sectores de la cultura reconocidos, el positivismo no suele ir tan lejos como indica la consecuencia de su propio método. Si, en tanto que teoría del conocimiento, pone en cuestión todo sentido objetivo y atribuye al arte todo pensamiento que no sea reducible a enunciados protocolares, de este modo el positivismo niega sin admitirlo a limine al arte, al que no toma en serio, igual que el cansado hombre de negocios que se deja dar un masaje por él; el hombre de negocios sería el sujeto trascendental del arte si éste correspondiera a los criterios positivistas. El concepto de arte que busca el positivismo converge con el de la industria cultural, que organiza sus productos como los sistemas de estímulos que la teoría subjetiva de la proyección atribuye al arte. El argumento de Hegel contra la estética subjetiva, basada en la sensación de los receptores, era su contingencia. Pero la estética subjetiva no se ha quedado ahí. El efecto subjetivo es calculado por la industria cultural y pasa de valor estadístico promedio a ley general. Se ha convertido en espíritu objetivo. Sin embargo, esto no debilita la crítica de Hegel. Pues la generalidad del estilo actual es lo negativamente inmediato, la liquidación de toda pretensión de verdad de la cosa y el engaño permanente a los receptores mediante la aseveración implícita de que es por ellos por lo que existe eso mediante lo cual se les quita el dinero que el poder económico concentrado les entrega. Esto conduce a la estética (y también a la sociología si guía a la estética subjetiva en tanto que sociología de las presuntas comunicaciones) a la objetividad de la obra de arte. En el negocio práctico de la investigación, los positivistas que operan con el test de Murray se oponen a todo análisis dirigido al contenido expresivo objetivo de las imágenes del test, que ellos consideran indigno de la ciencia porque depende demasiado del contemplador; así tendrían que proceder con las obras de arte que no están pensadas para los receptores (como ese test), sino que los confrontan con su objetividad. Por supuesto, la simple afirmación de que las obras de arte no son una suma de estímulos le causaría al positivismo tan pocas dificultades como cualquier apologética. El positivismo podría despacharla como una racionalización y proyección que sólo sirve para agenciarse un estatus social, de acuerdo con el modelo del comportamiento de millones de filisteos culturales con el arte. O también podría, más radicalmente, descalificar a la objetividad del arte como un residuo animista que será derrotado por la Ilustración, como todos los demás.
Quien no quiera que le quiten la experiencia de la objetividad, quien no quiera conceder autoridad en el arte a los ajenos al arte, tiene que proceder de manera inmanente, enlazar con las maneras subjetivas de reaccionar, como cuyo mero reflejo el positivismo entiende al arte y a su contenido. Lo verdadero en el enfoque positivista es la trivialidad de que sin experiencia del arte no se sabe nada de él ni se puede hablar de él. Pero en esa experiencia está la diferencia que el positivismo ignora; dicho de una manera drástica: si se utiliza un hit en el que no hay nada que entender como pantalla para todo tipo de proyecciones psicológicas, o si se comprende una obra sometiéndose a su propia disciplina. Lo que la estética filosófica elevó a lo liberador, a lo que (dicho en su lenguaje) trasciende al espacio y al tiempo, era la autonegación del contemplador, que en la obra se extingue virtualmente. A esto le obligan las obras, cada una de las cuales es un index veri et falsi; sólo comprende una obra quien acepta sus criterios objetivos; quien no se preocupa por ellos es el consumidor. Sin embargo, en el comportamiento adecuado con el arte está preservado el momento subjetivo: cuanto mayor es el esfuerzo de seguir a la obra y a su dinámica estructural, cuanto más la contemplación introduce al sujeto en la obra, tanto más felizmente captará la objetividad el sujeto, olvidado de sí mismo: también en la recepción, la subjetividad media a la objetividad. En lo bello, como Kant dijo sólo de lo sublime, el sujeto toma conciencia de su nihilidad y llega más allá de ella a lo que es de otra manera. La teoría kantiana adolece sólo de que declaró positivamente infinito al adversario de esa nihilidad y lo trasladó al sujeto inteligible. El dolor a la vista de lo bello es el anhelo por lo que el bloqueo subjetivo le impide al sujeto, que sabe empero que eso es más verdadero que él mismo. La experiencia que sin violencia estuviera libre del bloqueo es ejercitada por la entrega del sujeto a la ley formal estética. El contemplador firma un contrato con la obra de arte para que ella hable. La relación de posesión la transfiere banalmente a lo que está sustraído a ella quien insiste en «tener» algo de la obra de arte; este prolonga el modo de comportarse de la autoconservación inquebrantable, subordina lo bello a ese interés que (según la tesis insuperada de Kant) lo bello trasciende. Pero que sin sujeto no haya nada bello, que lo bello llegue a ser un en-sí solo a través de su para-otro, se debe a la autoposición del sujeto. Como ésta trastornó a lo bello, hace falta el sujeto para que recuerde esto en la imagen. La melancolía del atardecer no es el estado de animo de quien la siente, pero solo captura a quien se ha diferenciado tanto, a quien se ha vuelto tanto sujeto, que no es ciego para ella.
Sólo el sujeto fuerte y desplegado, producto de todo el dominio de la naturaleza y de su injusticia, tiene también la fuerza para retirarse ante el objeto y revocar su autoposición Pero el sujeto del subjetivismo estético es débil, outer directed. La sobrevaloración del momento subjetivo en la obra de arte y la falta de relación con ella son equivalentes. El sujeto solo se convierte en la esencia de la obra de arte cuando se presenta a esta como ajeno, exterior, y compensa la extrañeza poniéndose a sí mismo en vez de a la cosa. La objetividad de la obra de arte no esta dada al conocimiento de una manera plena y adecuada, y en las obras no es indudable; la diferencia entre lo que exigen los problemas de las obras y la solución desgasta a esa objetividad. Éste no es un estado de cosas positivo, sino un ideal de la cosa y de su conocimiento. La objetividad estética no es inmediata; quien cree tenerla en sus manos es engañado por ella. Si la objetividad estética fuera algo no mediado, coincidiría con los fenómenos sensoriales del arte y escamotearía su momento espiritual; éste es falible para sí y para los otros. La estética es la búsqueda de las condiciones y las mediaciones de la objetividad del arte. El argumento hegeliano contra la subjetivista fundamentación kantiana de la estética es demasiado sencillo: puede sumergirse sin resistencia en el objeto (o en sus categorías, que en Hegel todavía coinciden con los conceptos de géneros) porque el objeto es para el a priori espíritu Con la absolutidad del espíritu se viene abajo también la del espíritu de las obras de arte. Por eso le resulta tan difícil a la estética no entregarse al positivismo y morir en él. Pero el desmontaje de la metafísica del espíritu no expulsa al espíritu del arte: su momento espiritual queda fortalecido y concretado en cuanto todo en él, sin distinciones, ya no tiene que ser espíritu; cosa que Hegel no sabía, por lo demás. Si la metafísica del espíritu seguía al arte, tras su decadencia el espíritu es devuelto al arte. Lo desacertado de los teoremas subjetivo-positivistas sobre el arte hay que exponerlo en el arte mismo en vez de deducirlo de una filosofía del espíritu las normas estéticas que corresponden a formas invariantes de reaccionar del sujeto no son validas empíricamente; así, la tesis de la psicología (dirigida contra la musica moderna) de que el oído no puede percibir fenómenos sonoros muy complejos, simultáneos, que se alejan de las relaciones tonales naturales: es innegable que hay personas que lo consiguen, y no se comprende por qué no habrían de poder conseguirlo todas; la barrera no es trascendental, sino social, de la naturaleza segunda. Si frente a esto la estética que se las da de empírica convierte los valores promedios en normas, toma inconscientemente partido por la conformidad social. Lo que esa estética rubrica como agradable o desagradable no es algo natural sensorial; toda la sociedad, su imprimatur y su censura, lo preforma, y a esto siempre se ha opuesto la producción artística. Reacciones subjetivas como el asco a la suavidad, que es un agente del arte moderno, son las resistencias a la convención social heterónoma inmigradas al sensorio. La presunta base del arte en las formas subjetivas de reaccionar y de comportarse esta condicionada; incluso en la contingencia del gusto impera una coacción latente, pero no siempre la de la cosa; la forma subjetiva de reaccionar indiferente a la cosa es extraestética Pero al menos cada momento subjetivo en las obras de arte esta motivado por la cosa. La sensibilidad del artista es esencialmente la capacidad de escuchar a la cosa, de ver con los ojos de la cosa. Cuanto más estrictamente la estética se construya sobre el movimiento de la cosa (en conformidad con el postulado hegeliano), tanto más, objetiva sera, tanto menos confundirá las invariantes problemáticas, subjetivas, con la objetividad. El merito de Croce fue que con espíritu dialéctico elimino todo patrón exterior a la cosa; el clasicismo se lo impidió a Hegel. Hegel interrumpió en la estética la dialéctica, igual que en la teoría de las instituciones de la filosofía del derecho. Solo mediante la experiencia del arte moderno, radicalmente nominalista, se puede llevar a sí misma a la estética de Hegel; también Croce retrocede ante esto.
El positivismo estético, que sustituye el desciframiento teórico de las obras por la investigación de su efecto, tiene en todo caso su momento de verdad en que denuncia la fetichización de las obras, que forma parte de la industria cultural y de la decadencia estética. El positivismo recuerda el momento dialéctico de que ninguna obra de arte es pura. Para algunas formas estéticas, como la ópera, el nexo de los efectos era constitutivo; si el movimiento interior del género obliga a renunciar a ese nexo, el género se vuelve virtualmente imposible. Quien entendiera de manera inquebrantable la obra de arte como el puro en-sí, que es como hay que entenderla, sería ingenuamente la víctima de su autoposición y tomaría la apariencia como una realidad de segundo grado, cegado para un momento constitutivo del arte. El positivismo es la mala conciencia del arte: le recuerda que no es inmediatamente verdadero.
Aunque la tesis del carácter proyectivo del arte ignora su objetividad (su rango y su contenido de verdad) y se queda más acá de un concepto enfático de arte, tiene peso en tanto que expresión de una tendencia histórica. Lo que esa tesis les hace por banalidad a las obras de arte corresponde a la caricatura positivista de la Ilustración, a la razón subjetiva desenfrenada. Su preponderancia social llega hasta las obras. Esa tendencia, que mediante la desartización quisiera hacer imposibles las obras de arte, no se puede detener con la afirmación de que el arte tiene que existir: eso no está escrito en ninguna parte. Pero hay que tener en cuenta la consecuencia plena de la teoría de la proyección, la negación del arte.
De lo contrario, la teoría de la proyección conduce a la neutralización vergonzosa del arte de acuerdo con el esquema de la industria cultural. Pero la consciencia positivista tiene, en tanto que falsa, sus dificultades: necesita al arte para depositar en él lo que no tiene cabida en su angosto y sofocante espacio. Además, el positivismo tiene que resignarse al arte porque cree en lo existente y el arte existe.
Los positivistas salen del dilema tomando al arte tan poco en serio como el ti red businessman. Esto les permite ser tolerantes con las obras de arte, que de acuerdo con su manera de pensar ya no son tales.
Se puede hacer patente que las obras de arte no se agotan en su génesis, por lo que el método filológico no las alcanza. Schikaneder no pudo soñar con Bachofen.
El libreto de La flauta mágica mezcla las fuentes más diversas sin producir coherencia. Pero objetivamente aparece en él el conflicto de matriarcado y patriarcado, del Sol y la Luna. Esto explica la resistencia del texto, al que el gusto precipitado difama como malo. Se mueve en la frontera entre la banalidad y la profundidad; de la banalidad lo salva que el papel de coloratura de la Reina de la Noche no representa un «principio del mal».
La experiencia estética cristaliza en la obra particular. Sin embargo, no se puede aislar a ninguna obra, ya que ninguna es independiente de la continuidad de la consciencia experimentadora. Lo puntual y atomístico va contra esta continuidad, como contra cualquier otra: en la relación con las obras de arte en tanto que mónadas tiene que entrar la fuerza almacenada de lo que ya se ha formado en la consciencia estética más allá de la obra individual. Éste es el sentido racional del concepto de comprensión artística. La continuidad de la experiencia estética está matizada por todas las otras experiencias y por todo el saber del experimentador; por supuesto, la experiencia estética sólo se confirma y corrige en la confrontación con el fenómeno.
En la reflexión espiritual, en el gusto que se cree por encima de la cosa, el procedimiento del Renard de Stravinsky puede parecer más adecuado a la Lulu de Wedekind que la música de Berg. El músico sabe que ésta tiene un rango muy superior a la de Stravinsky, y sacrifica a cambio la soberanía del punto de vista estético; de esos conflictos se compone la experiencia artística.
Los sentimientos que las obras de arte despiertan son reales y, por tanto, extraestéticos. Frente a ellos es más correcta la actitud que conoce en dirección contraria al sujeto contemplador, la cual es más justa con el fenómeno estético porque no lo enreda con la existencia empírica del contemplador. Pero que la obra de arte no sea sólo estética, sino que por encima y por debajo de esto surja en capas empíricas, tenga carácter de cosa, sea un fait social y finalmente converja en la idea de verdad con lo metaestético, implica la crítica de la relación químicamente pura con el arte. El sujeto experimentador del que se aparta la experiencia estética retorna en ella como sujeto transestético. El estremecimiento devuelve a sí mismo al sujeto distanciado. Al abrirse a la contemplación, las obras de arte confunden al contemplador en su distancia, la del mero espectador; la verdad de la obra se le presenta como la verdad que también debería ser la verdad de el mismo. El instante de esta transición es el instante supremo del arte. Salva a la subjetividad, incluso a la estética subjetiva, a través de su negación. El sujeto estremecido por el arte hace experiencias reales; pero ahora, en virtud del conocimiento de la obra de arte como obra de arte, se trata de experiencias en las que se ablanda su endurecimiento en la propia subjetividad, en las que su autoposición comprende sus limites. El sujeto obtiene en el estremecimiento su verdadera dicha por las obras de arte, pero es una dicha contra el sujeto; de ahí que su órgano sea el llanto, que también expresa la tristeza por la propia caducidad. Kant notó algo de esto en la estética de lo sublime, que el excluye del arte.
La falta de ingenuidad frente al arte, la reflexión, necesita la ingenuidad desde otro punto de vista: que la consciencia estética no regule sus experiencias a partir de lo vigente culturalmente, sino que la fuerza de la reacción espontánea se conserve también frente a las escuelas avanzadas. Aunque la consciencia individual también esta mediada artísticamente por la sociedad, por el espíritu objetivo dominante, es el lugar geométrico de la autorreflexión de ese espíritu y lo amplia. La ingenuidad con el arte es un fermento de la ofuscación; quien carece por completo de ella es muy torpe, está atrapado en lo que se le impone.
Hay que defender a los ismos en tanto que lemas, testimonios del estado universal de reflexión y sucesores (al formar escuelas) de lo que en otros tiempos hada la tradición Esto causa la ira de la consciencia burguesa dicotómica Aunque ella lo planea y lo quiere todo, bajo su coacción el arte tiene que ser (como el amor) puramente espontáneo, involuntario, inconsciente. Esto le está negado desde la filosofía de la historia. El tabú sobre los lemas es reaccionario.
Lo nuevo es la herencia de lo que antes quería decir el concepto individualista de originalidad, al que ahora recurren quienes no quieten lo nuevo y lo acusan de falta de originalidad, así como acusan de uniformidad a toda forma avanzada.
Los desarrollos artísticos tardíos han elegido el montaje como su principio, pero subcutáneamente las obras de arte siempre han tenido algo de su principio; esto se podría mostrar en detalle en la técnica de puzzle de la gran música del clasicismo vienes, que se corresponde tanto con el ideal de desarrollo orgánico de la filosofía de su época.
Que la estructura de la historia quede desfigurada por el parti pris en favor de acontecimientos real o presuntamente grandes también vale para la historia del arte. Ciertamente, el arte cristaliza cada vez en algo cualitativamente nuevo, pero también hay que tener en cuenta la antítesis de que esto nuevo, la cualidad que aparece de repente, la transformación, no es más que una nada. Esto debilita al mito de la creatividad artística El artista lleva a cabo algo mínimo, una transición, no algo máximo, una creatio ex nihilo. El diferencial de lo nuevo es el lugar de la productividad. Mediante lo infinitamente pequeño de lo decisivo, el artista individual se revela el ejecutor de una objetividad colectiva del espíritu, frente a la cual desaparece su participación; esto se recordaba implícitamente en la noción de genio como algo receptor, pasivo. Esto deja al descubierto la perspectiva sobre aquello en las obras de arte mediante lo cual son más que su definición primaria, más que artefactos. Su deseo de ser así y no de otra manera va contra el carácter de artefacto al impulsarlo al extremo; el artista soberano quisiera anular la hybris de la creatividad. Aquí tiene su lugar ese poquito de verdad que tiene la creencia en que todo siempre está ahí. En el teclado de cada piano está toda la Appassionata; el compositor sólo tiene que sacarla, pero para eso hace falta Beethoven.
Pese a la aversión a lo que en la modernidad parece anticuado, la situación del arte frente al Jugendstil no ha cambiado tan radicalmente como esa aversión quisiera. Ella misma parece proceder de ahí, igual que la actualidad intacta de ciertas obras que, aunque no surgieron en el Jugendstil, se pueden incluir en él, como el Pierrot de Schönberg y algunas cosas de Maeterlinck y Strindberg. El Jugendstil fue el primer intento colectivo de poner desde el arte el sentido ausente; el fracaso de ese intento circunscribe de manera ejemplar hasta hoy la aporía del arte. El intento explotó en el expresionismo; el funcionalismo y sus equivalentes en el arte no referido a fines fueron su negación abstracta. La clave del antiarte de hoy, con Beckett al frente, parece ser la idea de concretar esa negación, de extraer de la negación completa del sentido metafísico algo estético con sentido. El principio estético de la forma es en sí, mediante la síntesis de lo formado, el establecimiento de sentido incluso donde el sentido se rechaza como contenido.
En esta medida, el arte es teología, al margen de lo que quiera y diga; su pretensión de verdad y su afinidad con lo falso son lo mismo. Este estado de cosas se mostró de manera específica en el Jugendstil. La situación se agudiza hasta la pregunta de si el arte sigue siendo posible tras la caída de la teología y sin ninguna teología. Si esa obligación continúa (como en Hegel, que fue el primero en poner en duda la posibilidad del arte), tiene algo de oráculo; no está claro si la posibilidad es un testimonio genuino de lo permanente de la teología o un reflejo del hechizo permanente.
Como indica su propio nombre, el Jugendstil estilo juvenil] es la pubertad declarada permanente: la utopía que descuenta su propia irrealizabilidad.
El odio a lo nuevo procede de un componente fundamental de la ontología burguesa, que ésta oculta: lo perecedero ha de ser perecedero; la muerte ha de tener la última palabra.
El principio de la sensación siempre fue unido al premeditado horror burgués y se ha adaptado al mecanismo burgués de aprovechamiento.
Así como es seguro que el concepto de lo nuevo está entrelazado con rasgos sociales funestos, en especial con el de novedad en el mercado, también es imposible desde Baudelaire, Manet y el Tristán suspenderlo; frente a su presunta contingencia y arbitrariedad, los intentos de suspenderlo sólo han producido algo doblemente contingente y arbitrario.
La amenazante categoría de lo nuevo difunde una y otra vez el atractivo de la libertad, que es más fuerte que lo que lo que en ella frena, nivela y a veces es estéril.
En tanto que negación abstracta de la categoría de lo constante, la categoría de lo nuevo coincide con ésta: su invariancia es su debilidad.
La modernidad se presentó históricamente como algo cualitativo, como diferencia respecto de los modelos despotenciados; por eso no es puramente temporal; por lo demás, esto ayuda a explicar que la modernidad por una parte haya adoptado rasgos invariantes, como se le suele reprochar, y que por otra parte no se pueda suprimir en tanto que superada. Lo intraestético y lo social se mezclan ahí. El arte, cuanto más se ve obligado a oponerse a la vida marcada por el aparato de dominio, estandarizada, tanto más recuerda al caos: olvidado, éste se convierte en una desgracia. De ahí la falsedad del griterío sobre el presunto terror espiritual de la modernidad; acalla al terror del mundo al que el arte se niega. El terror de una manera de reaccionar que no soporta nada que sea nuevo es beneficioso en tanto que vergüenza sobre la estupidez de la cultura oficial. Quien tiene que avergonzarse de decir que el arte no puede olvidar al ser humano o de preguntar ante obras extrañas qué ha sido del mensaje, tendrá que sacrificar contra su voluntad, tal vez sin auténtica convicción, costumbres muy queridas, pero la vergüenza puede inaugurar un proceso desde fuera hacia dentro que impida a la persona aterrorizada participar en el griterío.
No se pueden eliminar del concepto estético de lo nuevo los procedimientos industriales que dominan cada vez más la producción material de la sociedad; está por ver si, como Benjamin parece haber supuesto, la exposición mediaba entre ambos. Sin embargo, las técnicas industriales, la repetición de ritmos idénticos y la producción repetida de lo idéntico de acuerdo con un modelo contienen al mismo tiempo un principio contrario a lo nuevo, que triunfa en la antinomia de lo estético nuevo.
Igual que no hay nada simplemente feo, ya que lo feo puede llegar a ser bello mediante su función, tampoco hay nada simplemente bello: es trivial que la puesta de sol más bella, la chica más hermosa, puede ser repelente si la pintamos fielmente. Sin embargo, no se puede eliminar ni en lo bello ni en lo feo el momento de inmediatez: ningún amante que sea capaz de percibir diferencias (y ésa es la condición del amor) dejará que marchite la belleza de su amada. Lo bello y lo feo no hay ni que hipostasiarlo ni que relativizarlo; su relación se revela gradualmente, y ahí uno se convierte en la negación de lo otro. La belleza es histórica en sí misma, es lo que se escapa.
Que la subjetividad que produce empíricamente y su unidad no son lo mismo que el sujeto estético constitutivo e incluso que la cualidad estética objetiva lo testimonia la belleza de algunas ciudades. Perugia o Asis muestran la medida máxima de forma y coherencia de la figura sin pretenderlo, aunque no se puede infravalorar la participación de la planificación en lo que parece orgánico en tanto que naturaleza segunda. Esto esta favorecido por la suave curva de la montaría, el matiz rojizo de las piedras, algo extraestético que, en tanto que material del trabajo humano, es por sí mismo uno de los determinantes de la figura. Como sujeto opera ahí la continuidad histórica, verdaderamente un espíritu objetivo que se deja dirigir por ese determinante sin que lo pretenda el arquitecto individual.
Este sujeto histórico de lo bello dirige también la producción de los artistas individuales. Pero lo que causa presuntamente desde fuera la belleza de esas ciudades es su interior. La historicidad inmanente se convierte en aparición, y con ella se despliega la verdad estética.
Es insuficiente la identificación del arte con lo bello, y no solo por demasiado formal. En aquello en lo que el arte se ha convertido, la categoría de lo bello sólo aporta un momento, uno que ha cambiado hasta dentro: mediante la absorción de lo feo, el concepto de belleza ha cambiado, pero la estética no puede prescindir de él. En la absorción de lo feo, la belleza es suficientemente fuerte para ampliarse mediante su contradicción.
Hegel fue el primero en oponerse al sentimentalismo estético, que busca el contenido de la obra de arte no en ella misma, sino en su efecto. La figura posterior de este sentimentalismo es el concepto de estado de ánimo, que tiene su valor histórico. Nada podría mostrar mejor lo bueno y lo malo de la estética hegeliana que su incompatibilidad con el momento de estado de ánimo en la obra de arte. Hegel insiste, como siempre, en lo sólido del concepto. Esto beneficia a la objetividad de la obra de arte tanto frente a su efecto como frente a su fachada meramente sensorial. Pero el progreso que Hegel consuma así se paga con algo ajeno al arte; la objetividad, con algo cósico, con un exceso de materialidad. Esto amenaza con reducir la estética a lo preartístico, al comportamiento concretista del burgués que en la imagen o en el drama quiere tener un contenido sólido en el que se pueda apoyar y al que pueda apoyar. La dialéctica del arte se limita en Hegel a los géneros y a su historia, pero no es trasladada con la suficiente radicalidad a la teoría de la obra. Que lo bello natural sea esquivo a la determinación por el espíritu induce a Hegel a degradar a lo que en el arte no es espíritu qua intención.
Su correlato es la cosificación. El correlato del hacer absoluto siempre es lo hecho en tanto que objeto sólido. Hegel ignora lo no cósico del arte, que forma parte de su concepto contra el mundo empírico de cosas. Lo relega polémicamente a lo bello natural en tanto que su determinidad mala. Pero precisamente en este momento lo bello natural posee algo que, si la obra de arte lo pierde, retrocede a la falta de musa de la mera facticidad. Quien no es capaz de consumar en la experiencia de la naturaleza esa separación respecto de los objetos de acción que conforma lo estético no conoce la experiencia artística. La tesis de Hegel de que lo bello artístico brota en la negación de lo bello natural y, por tanto, en lo bello natural habría que variarla en el sentido de que ese acto que funda la consciencia de lo bello tiene que consumarse en la experiencia inmediata si no ha de postular lo que él constituye. La concepción de lo bello artístico comunica con lo bello natural: ambos quieren restituir la naturaleza mediante el abandono de su mera inmediatez. Hay que recordar el concepto de aura de Benjamin: «Es recomendable ilustrar el concepto de aura propuesto arriba para los objetos históricos mediante el concepto de aura de los objetos naturales. Definimos a esta última como la aparición única de una lejanía, por más cerca que pueda estar. Si una persona que descansa durante una tarde de verano sigue una cadena de montañas en el horizonte o una rama que arroja su sombra sobre ella, está respirando el aura de estas montañas, de esta rama»[95]. Lo que aquí se llama aura es familiar a la experiencia artística bajo el nombre de atmósfera de la obra de arte, que es aquello mediante lo cual el nexo de sus momentos remite más allá de ellos y cada uno de los momentos remite más allá de sí mismo. Este constituyente del arte, al que se ha desfigurado con el término existencial-ontológico Gestimmtheit, es en la obra de arte lo que se sustrae a su coseidad, a la constatación del estado de cosas y, como muestra cada intento de describir la atmósfera de la obra de arte, lo fugaz que empero hay que objetivar en la figura de la técnica artística (esto apenas se podía pensar en tiempos de Hegel). El momento aurático no se merece la maldición hegeliana porque el análisis insistente lo puede presentar como determinación objetiva de la obra de arte. No sólo forma parte del concepto de obra de arte que ésta remita más allá de sí misma, sino que además esto se puede inferir de la configuración específica de cada obra. Incluso donde las obras de arte, en un desarrollo que comienza con Baudelaire, se libran del elemento atmosférico, éste está conservado en ellas en tanto que elemento negado, evitado.
Precisamente este elemento tiene su modelo en la naturaleza, y la obra de arte está emparentada con la naturaleza más profundamente mediante este elemento que mediante cualquier semejanza cósica. Percibir en la naturaleza su aura del modo que Benjamin exige para ilustrar ese concepto significa captar en la naturaleza lo que hace esencialmente de una obra de arte una obra de arte. Se trata de ese significar objetivo al que no llega ninguna intención subjetiva. Una obra de arte le abre los ojos al contemplador cuando dice enfáticamente algo objetivo, y esta posibilidad de una objetividad no meramente proyectada por el contemplador tiene su modelo en esa expresión de melancolía o de paz que obtenemos en la naturaleza cuando no la miramos como objeto de la acción. La lejanía a la que Benjamin da tanta importancia en el concepto de aura es el modelo rudimentario del distanciamiento respecto de los objetos de la naturaleza en tanto que medios potenciales para fines prácticos. El umbral entre la experiencia artística y la experiencia preartística es exactamente el umbral entre el dominio del mecanismo de identificación y las inervaciones del lenguaje objetivo de los objetos. Así como el caso típico de banalidad es que un lector regule su relación con las obras de arte según se pueda identificar o no con los personajes que aparecen ahí, la identificación falsa con el personaje empírico inmediato es la falta de musa por antonomasia. Es la disminución de la distancia al mismo tiempo que se consume aisladamente el aura como «algo superior». Ciertamente, también la relación auténtica con la obra de arte exige un acto de identificación: entrar en la cosa, seguirla, «respirar el aura», como dice Benjamin. Pero su medio es lo que Hegel llama libertad para el objeto: el contemplador no debe proyectar a la obra de arte lo que sucede en el para encontrarse ahí confirmado, sobrepujado, satisfecho, sino que al revés tiene que exteriorizarse en la obra, equipararse a ella, consumarla desde sí mismo. Otra manera de decir esto es que el contemplador tiene que someterse a la disciplina de la obra y no exigir que la obra de arte le de algo. El comportamiento estético que se sustrae a esto, que permanece ciego para lo que en la obra de arte es más que el caso, es lo mismo que la actitud proyectiva, la actitud del terre a terre que predomina en nuestra época y desartifiza a las obras de arte.
Que éstas se conviertan por una parte en unas cosas más y por otra parte en receptáculos para la psicología del contemplador es correlativo. En tanto que meras cosas, las obras de arte ya no hablan; a cambio, son los receptáculos del contemplador. El concepto de estado de animo, a cuyo sentido contradice la estética objetiva de Hegel, es insuficiente porque convierte en su contrario a lo que considera verdadero en la obra de arte al traducirlo en algo meramente subjetivo, en una manera de reaccionar del contemplador, y representarlo en la obra misma de acuerdo con su modelo.
El estado de animo era en las obras de arte aquello en que el efecto y la constitución de las obras se mezclaban turbiamente como algo que va más allá de sus momentos individuales. Bajo la apariencia de lo sublime, el estado de animo entrega las obras de arte a la empiria. Mientras que la estética de Hegel tiene uno de sus limites en su ceguera para ese momento, al mismo tiempo es su dignidad que evite la media luz entre el sujeto estético y el sujeto empírico.
Al contrario de lo que Kant quería, el espíritu percibe ante la naturaleza menos su propia superioridad que su propia naturalidad. Este instante mueve al sujeto a llorar ante lo sublime. El recuerdo de la naturaleza disuelve la terquedad de su autoposición: «¡La lágrima brota, la tierra vuelve a tenerme!». El yo sale así espiritualmente de la prisión en sí mismo. Centellea algo de la libertad que la filosofía reserva con un error culposo a lo contrario, a la soberanía del sujeto. El hechizo que el sujeto lanza a la naturaleza también lo atrapa a él: la libertad se agita en la consciencia de su semejanza con la naturaleza. Como lo bello no se subordina a la causalidad natural que el sujeto impone a los fenómenos, su ámbito es el de una libertad posible.
Igual que en ningún otro ámbito social, la división del trabajo no es en el arte meramente un pecado original. El arte es espiritualización cuando refleja las coacciones sociales en que esta tendido y de este modo saca a la luz el horizonte de la reconciliación; pero la espiritualización presupone la separación de trabajo corporal y trabajo espiritual. Sólo mediante la espiritualización, no mediante la naturalidad empedernida, las obras de arte rompen la red del dominio de la naturaleza y se amoldan a la naturaleza; sólo se sale desde dentro. De lo contrario, el arte se vuelve pueril. También en el espíritu sobrevive algo del impulso mimético, el mana secularizado, lo que emociona.
En no pocas obras de la era victoriana, no solo inglesas, la fuerza del sexo y del momento sensual emparentado con él se vuelve perceptible mediante el silencio al respecto; algunos relatos de Storm podrían servir de ejemplo. El joven Brahms, cuyo genio sigue sin ser visto correctamente, contiene pasajes de una ternura tan avasalladora como la que sólo puede expresar quien no la conoce. También desde este punto de vista es burda la equiparación de expresión y subjetividad. Lo expresado subjetivamente no tiene por qué parecerse al sujeto que se expresa. En casos muy grandes, lo expresado subjetivamente es lo que el sujeto que se expresa no es; subjetivamente, toda expresión esta mediada por el anhelo.
El agrado sensorial, que a veces ha sido recriminado ascética-autoritariamente, se ha convertido con el paso del tiempo en lo inmediatamente hostil al arte: la belleza del sonido, la armonía de los colores y la suavidad se han convertido en lo kitsch y en el signo distintivo de la industria cultural. El estímulo sensorial ya sólo es legítimo en el arte donde, como en Lulu de Berg o en André Masson, es el portador o la función del contenido, no un fin en sí mismo. Una de las dificultades del arte moderno es combinar el deseo de lo coherente en sí mismo (que siempre lleva consigo elementos que se arriesgan por tersos) con la resistencia al momento culinario. A veces, la cosa exige lo culinario, mientras que paradójicamente el sensorio se opone a ello.
Mediante la definición del arte como algo espiritual, el momento sensorial no es meramente negado. También la tesis, en absoluto repelente a la estética tradicional, de que estéticamente sólo cuenta lo realizado en el material sensorial tiene sus puntos débiles. Lo que se puede atribuir como violencia metafísica a las obras de arte supremas estuvo fundido durante siglos con un momento de esa dicha sensorial a la que siempre se opuso la configuración autónoma. Sólo gracias a ese momento el arte es capaz intermitentemente de convertirse en la imagen de la beatitud. La mano que consuela maternalmente pasando por los cabellos hace bien sensorialmente. La presencia extrema del alma se convierte en algo físico. La estética tradicional notó en su parti pris por la aparición sensorial algo que ha desaparecido desde entonces, pero lo tomó de una manera demasiado inmediata.
Sin la equilibrada eufonía del cuarteto de cuerda, el pasaje en re bemol mayor del movimiento lento del Opus 59 no1 de Beethoven no tendría la fuerza espiritual de la confortación: la promesa de una realidad del contenido que hace de él contenido de verdad está adherida a lo sensorial. El arte es ahí tan materialista como toda la verdad metafísica. Que hoy la prohibición se extienda a esto es la verdadera crisis del arte. Sin la memoria de ese momento, el arte ya no sería posible, igual que si se entregara a lo sensorial que está fuera de su figura.
Las obras de arte son cosas que borran tendencialmente su propia coseidad.
Pero en las obras de arte lo estético y lo cósico no son capas diferentes, de modo que su espíritu se alzara sobre una base sólida. Para las obras de arte es esencial que su estructura cósica haga de ellas en virtud de su constitución algo no cósico; su coseidad es el medio de superarla. Ambos aspectos están mediados en sí: el espíritu de las obras de arte se establece en la coseidad de ellas, y su coseidad, la existencia de las obras, brota de su espíritu.
Por cuanto respecta a la forma, las obras de arte son cosas en la medida en que la objetivación que ellas se dan a sí mismas se parece a un ser-en-sí, a algo que reposa en sí mismo y que está determinado en sí mismo, lo cual tiene su modelo en el mundo empírico de cosas en virtud de su unidad mediante el espíritu sintetizador; las obras de arte sólo son espiritualizadas mediante su cosificación; su aspecto espiritual y su aspecto cósico están mezclados; su espíritu, mediante el cual van más allá de sí mismas, es lo que las mata. En sí, las obras de arte lo tuvieron siempre; la reflexión forzosa lo convierte en su propia cosa.
El carácter de cosa del arte tiene unos límites estrechos. En las artes del tiempo, pese a la objetivación de sus textos, su aspecto no cósico sobrevive inmediatamente en lo momentáneo de su aparición. El hecho de que una música o un drama se pongan por escrito es una contradicción; el sensorio lo nota en que los discursos de los actores en el escenario suenan ligeramente falsos porque tienen que decir algo como si se les ocurriera espontáneamente, mientras que el texto se lo indica. Pero la objetivación de las notas y de los textos teatrales no se puede eliminar en beneficio de la improvisación.
La crisis del arte, incrementada hasta el quebrantamiento de su posibilidad, afecta por igual a los dos polos: a su sentido y por tanto al contenido espiritual, y a la expresión y por tanto al momento mimético. Ambos polos dependen el uno del otro: no hay expresión sin sentido, sin el medio de la espiritualización; no hay sentido sin el momento mimético, sin ese carácter lingüístico del arte que hoy parece estar desapareciendo.
El alejamiento estético respecto de la naturaleza se mueve hacia ésta; el idealismo no se engañó a este respecto. El arte mueve el telos de la naturaleza, en relación con el cual se ordenan los campos de fuerza del arte, hacia la apariencia, hacia el encubrimiento de lo que en ellos pertenece al mundo exterior de las cosas.
La sentencia de Benjamin de que es paradójico que la obra de arte aparezca[96] no es en absoluto tan críptica como parece. De hecho, cada obra es un oxímoron Su propia realidad es irreal para ella, indiferente frente a lo que ella es esencialmente, y empero es su condición necesaria; la obra de arte es irreal en la realidad, una quimera. Esto siempre lo han notado mucho mejor los enemigos del arte que los apologistas, que en vano intentan eliminar esta paradoja constitutiva. Es impotente una estética que disuelve la contradicción constitutiva en vez de definir el arte mediante ella. La realidad y la irrealidad de las obras de arte no se solapan como capas, sino que penetran por igual a todo en ellas. La obra de arte solo es real como obra de arte, solo se basta a sí misma en la medida en que es irreal, diferente de la empiria, de la que sigue formando parte. Lo irreal en ella (su definición como espíritu) solo es en la medida en que la obra ha llegado a set real; no cuenta nada en la obra de arte que no esté en su figura individualizada. En la apariencia estética, la obra de arte toma posición ante la realidad que ella niega al convertirse en una realidad sui generis. El arte se opone a la realidad mediante su objetivación.
Siempre que el interprete se introduce en su texto, encuentra una cantidad interminable de desiderata a los que tendría que satisfacer, pero no puede satisfacer a uno sin que otro sufra por esto; el interprete se topa con la incompatibilidad de lo que las obras quieren y lo que él quiere; los compromisos que resultan dañan a la cosa por la indiferencia de lo indeciso. Una interpretación completamente adecuada es una quimera. Esto confiere a la lectura ideal la supremacía sobre la interpretación: leer (que en esto es comparable al tristemente celebre triangulo general de Locke) tolera en tanto que intuición sensorial-insensorial algo así como la coexistencia de lo contradictorio. La paradoja de la obra de arte se vuelve experimentable en la conversación de cenáculo cuando un artista al que se le hace ver de manera cuasi ingenua la tarea o la dificultad especial de un trabajo que está elaborando responde con una sonrisa arrogante y desesperada: en esto consiste la maestría Este artista censura a quien no sabe nada de la imposibilidad constitutiva y lamenta la infructuosidad apriórica de su esfuerzo. Intentarlo empero es la dignidad de todos los virtuosos pese a su exhibicionismo y efectismo. El virtuosismo no debe limitarse a la reproducción, sino que ha de extenderse a la factura; su sublimación le obliga a eso. Hace que la esencia paradójica del arte, lo imposible, aparezca como algo posible. Los virtuosos son los mártires de las obras de arte; en muchas de sus prestaciones, como las de las bailarinas y las cantantes de coloratura, se ha sedimentado algo sádico que se ha despojado de sus huellas, de la tortura que hizo falta para llevar a cabo esas prestaciones. No es una casualidad que el nombre artista sea común al artista de circo y al artista que se aparta del efecto, que sostiene que la idea atrevida de arte puede satisfacer puramente a su propio concepto. Si la logicidad de las obras de arte es siempre también su enemigo, eso absurdo es (ya en el arte tradicional antes de que se convirtiera en un programa) la instancia contraria a la logicidad y la prueba de que su consecuencia absoluta se va a pique. Bajo las obras de arte auténticas no hay una red que las proteja en su caída.
Si en la obra de arte se objetiva un devenir y llega al equilibrio, esta objetivación niega de este modo el devenir y lo degrada a un como Si; a esto se debe que hoy la rebelión del arte contra la apariencia se extienda a las figuras de su objetivación y que se intente poner un devenir inmediato, improvisado, en vez de uno meramente simulado, mientras que por otra parte la fuerza del arte, su momento dinámico, no es posible sin esa fijación, sin su apariencia.
La perduración de lo perecedero, en tanto que momento del arte que al mismo tiempo perpetúa la herencia mimética, es una de las categorías que se remontan a los tiempos más antiguos. La imagen misma, antes de toda diferenciación en su contenido, es en opinión de no pocos autores un fenómeno de regeneración.
Frobenius habla de unos pigmeos que «dibujaban un animal en el momento de la salida del Sol y lo mataban a la mañana siguiente para hacerlo resucitar en un sentido superior restregando ritualmente la imagen con sangre y cabellos […I. Las imágenes de los animales representan así eternizaciones, apoteosis, y pasan al firmamento como estrellas eternas»[97]. Pero precisamente en la prehistoria la producción de perduración parece ir acompañada por la consciencia de su infructuosidad, si es que no se sintió incluso (en el espíritu de la prohibición de imágenes) esa perduración como culpa frente a los vivos. Según Resch, en el periodo más antiguo impera «un fuerte temor a representar seres humanos»[98]. Se podría suponer que las imágenes estéticas no figurativas fueron filtradas muy pronto por la prohibición de las imágenes, por el tabú: incluso lo antimágico del arte de origen mágico. A esto alude la «iconoclastia ritual» antigua: «Signos de destrucción tienen que caracterizar a la imagen para que el animal no vuelva a aparecer»[99]. Ese tabú procede de un miedo a los muertos que también movió a embalsamarlos para mantenerlos vivos. Hay ciertas razones en favor de la especulación de que la idea de perduración estética se desarrolló a partir de la momia. En esta dirección señalan las investigaciones de Speiser sobre las figuras de madera en Nuevas Hébridas[100], de las que Krause dice: «Desde las figuras de momia, el desarrollo pasó a la copia fiel del cuerpo en la estatua de calaveras y, a través de las estacas de calaveras, a las estatuas de madera»[101]. Speiser interpreta este cambio como «el paso del mantenimiento y la simulación de la presencia física del difunto a la alusión simbólica a su presencia, con lo cual está dado el paso a la estatua pura»[102]. Ese paso ya podría ser el paso a la separación neolítica entre materia y forma, al «significar». Uno de los modelos del arte sería el cadáver en su figura hechizada, incorruptible. La cosificación de lo que estuvo vivo ya sucedió en los tiempos más antiguos, y era tanto una revuelta contra la muerte como una práctica mágica.
A la desaparición de la apariencia en el arte le corresponde el ilusionismo insaciable de la industria cultural, cuyo punto de fuga Huxley construyó en los feelies; la alergia a la apariencia pone el contrapunto a su predominio comercial.
La eliminación de la apariencia es lo contrario a las nociones vulgares del realismo; precisamente éste es complementario a la apariencia en la industria cultural.
Con la escisión de sujeto y objeto y su reflexión en sí misma, la realidad burguesa tiene desde el comienzo de la Edad Moderna para el sujeto (pese a su límite en su incomprensibilidad) una huella de lo irreal, de lo aparente, igual que para la filosofía se convirtió en un embrollo de determinaciones subjetivas.
Cuanto más irritante es esa apariencia, tanto más se obstina la consciencia en subrayar la realidad de lo real. Por el contrario, el arte se establece como apariencia mucho más enfáticamente que en fases más antiguas en las que no estaba separado claramente de la exposición y el informe. Por tanto, el arte sabotea la falsa pretensión de realidad del mundo dominado por el sujeto, del mundo de las mercancías. Ahí cristaliza su contenido de verdad, que confiere relieve a la realidad mediante la autoposición de la apariencia. Así sirve ésta a la verdad.
Nietzsche reclamó una filosofía «antimetafísica pero artística»[103]. Esto es spleen baudelaireano y Jugendstil, con un ligero contrasentido: como si el arte obedeciera a la pretensión enfática de esa sentencia, como si no fuera el despliegue hegeliano de la verdad ni formara parte de esa metafísica que Nietzsche rechaza. Nada es más antiartístico que el positivismo consecuente.
Nietzsche era consciente de todo esto. Que dejara sin desplegar la contradicción concuerda con el culto baudelaireano de la mentira y con el concepto quimérico de lo bello en Ibsen. El ilustrado más consecuente no se engañaba sobre el hecho de que la consecuencia pura hace desaparecer a la motivación y al sentido de la Ilustración En lugar de la autorreflexión de la Ilustración, Nietzsche comete actos de violencia del pensamiento. Éstos expresan que la verdad misma, cuya idea desencadena la Ilustración, no existe sin esa apariencia que ella quiere extirpar en nombre de la verdad; el arte es solidario con este momento de verdad.
El arte va hacia la verdad, no la es inmediatamente; por tanto, la verdad es su contenido. El arte es conocimiento mediante su relación con la verdad; el arte mismo la conoce cuando ella aparece en él. Pero ni el arte es discursivo en tanto que conocimiento ni su verdad es el reflejo de un objeto.
El relativismo estético que se encoge de hombros forma parte de la consciencia cosificada; es menos escepticismo melancólico ante la propia insuficiencia que rencor contra la pretensión de verdad del arte, que legitimaria esa grandeza de las obras de arte sin cuyo fetiche los relativistas no saben vivir. Su comportamiento esta cosificado porque acoge desde fuera, consume, no se suma al movimiento de las obras de arte, en el cual se vuelven apremiantes las preguntas por su verdad. El relativismo es la autorreflexión del mero sujeto indiferente frente a la cosa, separada de ella. El relativismo tampoco es tornado en serio estéticamente; la seriedad le resulta insoportable. Quien dice de una obra nueva y arriesgada que sobre algo así no se puede juzgar se imagina que su incomprensión ha aniquilado a la cosa incomprendida. Que los seres humanos se enreden sin cesar en disputas estéticas sea cual fuere la posición que adopten frente a la estética demuestra más contra el relativismo que sus refutaciones filosóficas: la idea de la verdad estética se hace valer pese a su problemática y en ella. Pero la crítica del relativismo estético tiene su apoyo más fuerte en la decidibilidad de las cuestiones técnicas. La respuesta automática de que la técnica permite juicios categóricos, al contrario que el arte y su contenido, separa dogmáticamente al contenido de la técnica Así como es seguro que las obras de arte son más que el conjunto de sus procedimientos, que se resume en la palabra técnica, también es seguro que las obras de arte sólo tienen contenido objetivo en la medida en que el aparece en ellas, y esto solo sucede en virtud del conjunto de su técnica Su lógica es el camino a la verdad estética Ciertamente, no hay un continuo que conduzca de la regla escolar al juicio estético, pero incluso la discontinuidad del camino obedece a una coacción: las cuestiones supremas de la verdad de la obra se pueden traducir en categorías de su coherencia[104]. Donde esto no es posible, el pensamiento alcanza un límite del condicionamiento humano más allá del límite del juicio del gusto.
La coherencia inmanente de las obras de arte y su verdad metaestética convergen en su contenido de verdad. Éste caería del cielo, igual que la armonía preestablecida de Leibniz, que necesita al Creador trascendente, si el despliegue de la coherencia inmanente de las obras no estuviera al servicio de la verdad, de la imagen de un en-sí que ellas mismas no pueden ser. Si el esfuerzo de las obras de arte se refiere a algo objetivamente verdadero, esto les está mediado por el cumplimiento de su propia legalidad. El hilo de Ariadna mediante el cual las obras se guían por la oscuridad de su interior es que ellas satisfacen tanto mejor a la verdad cuanto más se satisfacen a sí mismas. Esto no es un autoengaño. Pues su autarquía les llega desde lo que ellas no son. La prehistoria de las obras de arte es la entrada de las categorías de lo real en su apariencia. Sin embargo, esas categorías se mueven en la autonomía de la obra no sólo de acuerdo con las leyes de su apariencia, sino que mantienen la constante de dirección que recibieron desde fuera. Su pregunta es cómo la verdad de lo real llega a ser su propia verdad.
El canon de esto es la falsedad. Su pura existencia critica la de ese espíritu que meramente equipa a su otro. Lo que socialmente es falso, quebradizo, ideológico, se comunica a la estructura de las obras de arte como algo quebradizo, indeterminado, insuficiente. Pues la manera de reaccionar de las obras de arte, su «posición ante la objetividad», es una posición ante la realidad[105].
La obra de arte es ella y al mismo tiempo otra. Esta alteridad engaña porque lo constitutivamente metaestético se evapora en cuanto uno cree arrebatarlo a lo estético y tenerlo aislado en las manos.
El hecho de que con la tendencia histórica el centro de gravedad se haya trasladado recientemente a la cosa, lejos del sujeto o al menos de su manifestación, socava más aún la distinción de las obras de arte respecto de lo existente realmente, pese al origen subjetivo de esa tendencia. Las obras se convierten más aún en una existencia de segundo grado, sin ventanas para lo humano en ellas. La subjetividad desaparece en las obras de arte en tanto que instrumento de su objetivación. La imaginación subjetiva que las obras de arte siguen necesitando es reconocible como giro de algo objetivo al sujeto, de la necesidad de trazar pese a todo la línea de demarcación de la obra de arte. La imaginación es la capacidad para esto. Diseña algo que reposa en sí mismo, no inventa arbitrariamente formas, detalles, fábulas o cualquier otra cosa. La verdad de la obra de arte no se puede pensar de otra manera que como la legibilidad de algo transsubjetivo en el en-sí imaginado subjetivamente. La mediación de eso transsubjetivo es la obra.
La mediación entre el contenido de las obras de arte y su composición es subjetiva. No consiste sólo en el trabajo y el esfuerzo de objetivarse. A lo que se eleva por encima de la intención subjetiva y no está dado en su arbitrariedad le corresponde algo similarmente objetivo en el sujeto, sus experiencias, en la medida en que tienen su lugar más allá de la voluntad consciente. Imágenes sin imágenes son las obras de arte en tanto que su sedimento, y esas experiencias no pueden ser copiadas como objetos. Inervarlas y anotarlas es el camino subjetivo al contenido de verdad. El único concepto adecuado de realismo, al que por supuesto ningún arte se puede escapar hoy, sería la fidelidad inquebrantable a esas experiencias. Si son suficientemente profundas, afectan a las constelaciones históricas tras las fachadas de la realidad y de la psicología. Igual que la interpretación de la filosofía del pasado tiene que buscar las experiencias que motivan el aparato categorial y los nexos deductivos, la interpretación de las obras de arte insiste en ese núcleo de experiencia experimentado subjetivamente y que deja por debajo de sí al sujeto; de este modo obedece a la convergencia de la filosofía y el arte en el contenido de verdad. Siendo éste lo que las obras de arte dicen en sí mismas, más allá de su significado, se impone cuando las obras de arte imprimen experiencias históricas en su configuración, y esto no es posible de otra manera que a través del sujeto: el contenido de verdad no es un en-sí abstracto. La verdad de las obras significativas de la falsa consciencia radica en el gesto con que remiten al estado de falsa consciencia del que no se pueden escapar, no en que tengan directamente la verdad teórica como su contenido, aunque la exposición pura de la falsa consciencia pasa irresistiblemente a una consciencia verdadera.
La frase de que es imposible que el contenido metafísico del movimiento lento del Cuarteto, op. 59, 1 de Beethoven no sea verdad tiene que hacer frente a la objeción de que lo verdadero ahí es el anhelo, el cual se extingue impotentemente en la nada. Si se replica que en ese pasaje en re bemol mayor no se expresa anhelo, esto tiene un tono apologético y provoca la respuesta de que el hecho de que parezca verdadero es el producto del anhelo y que el arte no es otra cosa. La contrarréplica sería que este argumento procede del arsenal de la razón subjetiva vulgar. Demasiado sencilla es la reductio ad hominem automática, como si bastara para explicar lo que aparece objetivamente. Es una simpleza presentar esto demasiado fácil como profundidad sin ilusión solo porque tiene la negatividad consecuente de su parte, mientras que la capitulación ante el mal permite inferir la identificación con éste. Pues es sorda frente al fenómeno. La fuerza del pasaje de Beethoven es precisamente su lejanía respecto del sujeto; confiere a los compases el sello de la verdad. Lo que en tiempos se llamó, con una palabra insalvable, auténtico en el arte, lo que todavía Nietzsche podía considerar tal, se refería a esto.
El espíritu de las obras de arte no es lo que ellas significan ni lo que ellas quieren, sino su contenido de verdad. Éste se podría circunscribir como lo que en ellas se muestra como verdad. Ese segundo tema del adagio de la Sonata en re menor, op. 31, 2 de Beethoven ni es simplemente una melodía hermosa (sin duda las hay más briosas, perfiladas, originales) ni se distingue por su expresividad absoluta. Sin embargo, el comienzo de ese tema forma parte de lo avasallador en que se expone lo que se podría considerar el espíritu de la música de Beethoven: la esperanza, con un carácter de autenticidad que hace que ella, que aparece estéticamente, esté al mismo tiempo más allá de la apariencia estética. Este más allá de su apariencia para lo que aparece es el contenido de verdad estético; lo que en la apariencia no es apariencia. El contenido de verdad no es el caso, no es un estado de cosas junto a otros en una obra de arte, igual que a la inversa es independiente de su aparición El primer complejo temático de ese movimiento, ya de una belleza extraordinaria, esta formado como un mosaico a partir de figuras contrastantes, separadas por su situación, si bien conectadas motívicamente. La atmósfera de este complejo, a la que hace unos años se le habría llamado animación, espera un acontecimiento y se convierte en acontecimiento sobre su trasfondo. Sigue el tema en fa mayor con un gesto ascendente en una serie de fusas. Tras la oscuridad de lo anterior, la melodía aguda acompañada (que es como esta compuesto el segundo tema) adquiere su carácter, el de lo al mismo tiempo reconciliador y prometedor. Lo que trasciende no es sin lo trascendido. El contenido de verdad esta mediado por la configuración, no esta fuera de ella, pero tampoco es inmanente a ella y a sus elementos. Esto ha cristalizado como la idea de toda mediación estética. Esta idea es aquello en las obras de arte mediante lo cual ellas participan en su contenido de verdad. La senda de la mediación es construible en la estructura de las obras de arte, en su técnica Su conocimiento conduce a la objetividad de la cosa, que está garantizada por la coherencia de la configuración. Esta objetividad no puede ser otra cosa que el contenido de verdad.
Compete a la estética dibujar la topografía de esos momentos. En la obra auténtica, el dominio de algo natural o material es contrapunteado por lo dominado, que encuentra un lenguaje a través del principio dominador. Esta relación dialéctica tiene como resultado el contenido de verdad de las obras.
El espíritu de las obras de arte es su comportamiento mimético objetivado: va en contra de la mimesis y al mismo tiempo es su figura en el arte.
La imitación, en tanto que categoría estética, no se puede eliminar ni aceptar simplemente. El arte objetiva el impulso mimético. El arte lo agarra, igual que lo despoja de su inmediatez y lo niega. La imitación de los objetos extrae la consecuencia fatal de esa dialéctica de la objetivación. La realidad objetualizada es el correlato de la mimesis objetualizada. La reacción al no-yo se convierte en su imitación. La mímesis misma se doblega a la objetualización con la vana esperanza de cerrar la fractura con el objeto que ha surgido para la consciencia objetualizada. La obra de arte, al querer convertirse en algo igual a lo otro, a lo objetual, se convierte en lo desigual a ello. Pero sólo en su autoextrañamiento mediante la imitación, el sujeto se fortalece tanto que se quita de encima el hechizo de la imitación. Aquello en lo que las obras de arte se conocieron durante milenios como imágenes de algo se revela mediante la historia, que es su crítico, como lo inesencial a ellas. Joyce no es posible sin Proust, y éste sin Flaubert, al que despreciaba. A través de la imitación, no al margen de ella, el arte ha alcanzado la autonomía; en ella ha adquirido los medios de su libertad.
El arte no es ni copia ni conocimiento de algo objetual; de lo contrario, degeneraría en esa duplicación cuya crítica Husserl llevó a cabo con todo rigor en el ámbito del conocimiento discursivo. Más bien, el arte acude gestualmente a la realidad para retroceder ante el contacto con ella. Sus letras son marcas de este movimiento. Su constelación en la obra de arte es la escritura cifrada de la esencia histórica de la realidad, no su copia. Ese comportamiento está emparentado con el comportamiento mimético. Incluso las obras de arte que se presentan como copias de la realidad sólo lo son de manera periférica; se convierten en una realidad segunda al reaccionar ante la primera; subjetivamente reflexión, con independencia de que los artistas hayan reflexionado o no. Sólo la obra de arte que se convierte en un en-sí sin imágenes [da con la esencia, y para esto hace falta el dominio estético desarrollado de la naturaleza][106].
Si estuviera en vigor la ley de que los artistas no saben qué es una obra de arte, esto colisionaría con la imprescindibilidad de la reflexión en el arte de hoy, la cual es difícil de imaginar de otra manera que mediante la consciencia de los artistas.
De hecho, muchas veces ese no-saber se convierte en una mancha sobre la obra de artistas significativos, en especial dentro de las zonas culturales en las que el arte todavía tiene hasta cierto punto su lugar; el no-saber se convierte, como carencia de gusto, en una carencia inmanente. Sin embargo, el punto de indiferencia entre el no-saber y la reflexión necesaria es la técnica. No sólo permite cualquier reflexión, sino que la exige sin destruir mediante el recurso al concepto superior la fecunda oscuridad de las obras.
El carácter enigmático es el escalofrío como recuerdo, no como presencia física.
El arte del pasado ni coincidía con su momento cultual ni estaba en contraposición sencilla con él. Se desprendió de los objetos de culto mediante un salto en el que el momento cultual es transformado y al mismo tiempo conservado, y esta estructura se reproduce ampliada en todos los grados de su historia. Todo arte contiene elementos como consecuencia de los cuales amenaza con marrar su trabajoso y precario concepto: la epopeya como historiografía rudimentaria y la tragedia como copia de un juicio, igual que la obra más abstracta como modelo ornamental o la novela realista como anticipación de la ciencia social, como reportaje.
El carácter enigmático de las obras de arte está mezclado con la historia.
Mediante ella, las obras se convirtieron en enigmas; mediante ella vuelven a serlo una y otra vez, y a la inversa es la historia (que les proporciona autoridad) quien mantiene lejos de ellas la penosa cuestión de su razón de ser.
Las obras de arte son arcaicas en la era de su enmudecimiento. Pero si ya no hablan, habla su enmudecimiento mismo.
No todo arte avanzado lleva las marcas de lo asustadizo; esas marcas son más fuertes donde no está cortada toda relación de la pintura con el objeto, de la disonancia con la consonancia desarrollada y negada: los shocks de Picasso estaban inflamados por el principio de deformación. Faltan en muchas obras abstractas y constructivas; está por ver si ahí opera la fuerza de una realidad con menos miedo que todavía no se ha realizado o si (como parece más probable) la armonía de lo abstracto engaña igual que la euforia social en las primeras décadas tras la catástrofe europea; esa armonía parece en decadencia también estéticamente.
Los problemas de la perspectiva, que en tiempos fueron el agente decisivo de la pintura, pueden reaparecer en ella, pero emancipados de la copia. Habría que preguntar incluso si visualmente es imaginable algo absolutamente no objetual; si en todo lo que aparece no están incluidas, hasta en el caso de reducción extrema, huellas del mundo objetual; esas especulaciones se vuelven falsas en cuanto son explotadas para alguna restauración El conocimiento tiene su barrera subjetiva en que quien conoce apenas puede resistirse a la tentación de extrapolar desde la propia situación el futuro. El tabú sobre las invariantes también afecta a esa extrapolación Sin embargo, el futuro no se puede imaginar de manera positiva, como tampoco se pueden diseñar la estética se concentra en los postulados del instante.
Aunque no se puede definir que es una obra de arte, la estética no puede negar la necesidad de definir Si no quiere dejar sin cumplir su promesa. Las obras de arte son imágenes sin objeto copiado, por lo que carecen de imagen; la esencia como aparición. Carecen de los predicados de los modelos platónicos igual que las copias, en especial del predicado de eternidad; son completamente históricas El comportamiento preartístico que se acerca más al arte y conduce a el consiste en transformar la experiencia en experiencia de imágenes; como decía Kierkegaard, lo que capturo son imágenes. Las obras de arte son sus objetivaciones, las de la mimesis, esquemas de la experiencia que se equiparan al experimentador.
Algunas formas del arte llamado inferior, como el número de circo en que al final todos los elefantes se sientan sobre sus patas traseras mientras que en su trompa una bailarina permanece inmóvil en una pose graciosa, son modelos sin intención de lo que la filosofía de la historia descifra en el arte, de cuyas formas rechazadas se puede aprender mucho sobre su misterio, sobre el cual engaña el nivel establecido que reduce el arte a una forma fija.
La belleza es el éxodo del reino de los fines de lo que se ha objetivado en éste.
La idea de una objetividad no objetualizada y, por tanto, no reducible a intenciones resplandece en la finalidad estética, igual que en la carencia de fines del arte. Pero el arte solo la obtiene a través del sujeto, mediante esa racionalidad de la que la finalidad procede. El arte es una polarización: su chispa pasa de la subjetividad que se aliena y que va hacia si a lo no organizado por la racionalidad, a ese bloque entre el sujeto y lo que la filosofía Ramo en tiempos lo en-sí. Es inconmensurable al reino del medio, al de los constituidos.
La finalidad kantiana sin fin es un principio que inmigra desde la realidad empírica, desde el reino de los fines de la autoconservación, a un reino sustraído a la autoconservación, al reino de lo que en otros tiempos fue sagrado. La finalidad de las obras de arte es dialéctica en tanto que crítica del establecimiento práctico de fines. Toma partido por la naturaleza oprimida; a esto debe la idea de otra finalidad que la establecida por los seres humanos; por supuesto, esa idea fue disuelta por la ciencia de la naturaleza. El arte es la salvación de la naturaleza o de la inmediatez mediante su negación, la mediación completa. Se parece a lo indómito mediante el dominio ilimitado sobre su material; esto se esconde en el oxímoron kantiano.
El arte, copia del dominio de los seres humanos sobre la naturaleza, niega al mismo tiempo ese dominio mediante la reflexión y tiende a la naturaleza. La totalidad subjetiva de las obras de arte no es la impuesta a lo otro, sino que en su distancia con eso se convierte en su restablecimiento imaginativo. Neutralizado estéticamente, el dominio de la naturaleza prescinde de su poder. En la apariencia del restablecimiento de lo otro dañado en su propia figura, se convierte en el modelo de lo no dañado. La totalidad estética es la antítesis de la totalidad falsa.
Si el arte, como dice Valéry, no quiere deberse a nadie más que a sí mismo, es porque quiere convertirse en el símbolo de un en-sí, de lo no dominado ni manchado. El arte es el espíritu que se niega en virtud de la constitución de su reino propio.
Que el dominio de la naturaleza no es un accidente del arte, un pecado procedente de la amalgama posterior con el proceso civilizatorio, lo sugiere al menos que las prácticas mágicas de los pueblos naturales lleven en sí el elemento dominador de la naturaleza. «El profundo efecto de la imagen del animal se explica simplemente por el hecho de que la imagen ejerce psicológicamente con sus rasgos distintivos el mismo efecto que el objeto, por lo que la persona cree percibir en su cambio psicológico un encantamiento. Por otra parte, la persona, del hecho de que una imagen esté entregada a su poder, deriva una fe en la obtención y superación del animal representado. Así, la imagen le parece un medio de poder sobre el animal.»[107] La magia es una figura rudimentaria de ese pensamiento causal que liquidará a la magia.
El arte es un comportamiento mimético que para su objetivación dispone de la racionalidad más avanzada en tanto que dominio del material y de los procedimientos. Responde con esta contradicción a la de la ratio misma. Si el telas de ésta fuera un cumplimiento necesariamente no racional (la dicha es el enemigo de la racionalidad, un fin, y empero la necesita como un medio), el arte convierte a este te/os irracional en su propia cosa. Para ello se sirve de la racionalidad completa en sus procedimientos, mientras que él sigue siendo irracional porque en el mundo presuntamente «técnico» es limitado como consecuencia de las relaciones de producción. En la era técnica, el arte es malo si engaña sobre ella en tanto que relación social, en tanto que mediación universal.
La racionalidad de las obras de arte tiene como meta su oposición a la existencia empírica: configurar racionalmente a las obras de arte significa elaborarlas de manera consecuente. De este modo contrastan con lo exterior a ellas, con el lugar de la ratio dominadora de la naturaleza, de la que procede la ratio estética, y se convierten en un para-sí. La oposición de las obras de arte al dominio es mímesis de éste. Tienen que amoldarse al comportamiento de dominio para producir algo diferente cualitativamente del mundo de dominio. Incluso la actitud polémica inmanente de las obras de arte contra lo existente acoge el principio al que lo existente está sometido y que lo degrada a algo meramente existente; la racionalidad estética quiere reparar lo que ha causado fuera la racionalidad dominadora de la naturaleza.
La proscripción del momento arbitrario, dominador, del arte no se refiere al dominio, sino a su expiación cuando el sujeto pone la disposición sobre sí mismo y sobre su otro al servicio de lo no-idéntico.
La categoría de configuración, que es penosa si se independiza, apela a la estructura. Pero la obra de arte tiene un rango tanto mayor, está tanto más configurada, cuanto menos se dispone ahí. La configuración significa no-figura.
Las obras de arte modernas construidas de manera integral iluminan de repente la falibilidad de la logicidad y de la inmanencia formal; para satisfacer a su concepto, tienen que engañarle; las anotaciones de Klee en su diario hablan de esto. Una de las tareas de los artistas que buscan algo extremo es realizar la lógica del acabarse (un compositor como Richard Strauss era extrañamente insensible a esto) e interrumpirla, suspenderla, para quitarle lo mecánico, lo malamente previsible. La exigencia de amoldarse a la obra es la exigencia de intervenir en ella para que no se convierta en una maquina infernal. Tal vez, los gestos de la intervención con que Beethoven suele comenzar las Ultimas partes de sus desarrollos como con un acto de voluntad sean testimonios tempranos de esta experiencia. De lo contrario, el instante fecundo de la obra de arte se convierte en su instante mortal.
La diferencia de la logicidad estética respecto de la logicidad discursiva se podría exponer en Trakl. La alineación de las imágenes («¡Cuan bellamente se ensarta una imagen en otra!») no constituye un nexo de sentido de acuerdo con el procedimiento de la lógica y de la causalidad, que impera en el ámbito apofántico, en especial en el del juicio de existencia, pese al «así es» de Trakl; el poeta lo elige como paradoja; significa que es lo que no es. Pese a la apariencia de asociación, sus estructuras no se entregan simplemente a su tendencia. Indirectamente, oscurecidas, se introducen las categorías lógicas, como la categoría de la curva de los momentos individuales que asciende o desciende musicalmente, de la distribución de los valores, de la relación de caracteres como establecimiento, continuación, final. Los elementos de las imágenes participan en esas categorías formales, y solo se legitiman mediante esas relaciones. Organizan los poemas y los elevan por encima de la contingencia de la mera ocurrencia. La forma estética tiene su racionalidad incluso al asociar. En algún instante provoca el siguiente hay algo de la fuerza del rigor que en la lógica y en la música los finales reclaman inmediatamente. De hecho, Trakl habla en una carta (contra un imitador molesto) de los medios que había adquirido; ninguno de esos medios se libra del momento de la logicidad.
Estética de la forma y estética del contenido. — Irónicamente, la estética del contenido consigue la supremacía en la disputa porque el contenido de las obras y del arte en conjunto, su fin, no es formal, sino un contenido. Sin embargo, esto solo sucede en virtud de la forma estética. Si la estética tiene que tratar centralmente de la forma, se convierte en estética del contenido al hacer hablar a las formas.
Los hallazgos de la estética formal no se pueden negar simplemente. Aunque no alcanzan a la experiencia estética completa, en ésta se introducen determinaciones formales, como las proporciones matemáticas, la armonía; también categorías formales dinámicas, como la tensión y el equilibrio. Sin su función, las grandes obras del pasado no se podrían comprender, pero tampoco se pueden hipostasiar como criterios. Las determinaciones formales siempre han sido solo momentos, inseparables de los momentos múltiples de contenido; nunca han valido inmediatamente en sí, sino solo en relación con lo formado. Son paradigmas de la dialéctica. Según que se forme, se modifican; con la radicalización de la modernidad, mediante la negación: operan de manera indirecta, evitando ser puestas fuera de acción; es prototípica la relación con las reglas tradicionales de la composición de la imagen desde Manet; esto no se le escapo a Valéry. En la oposición de la obra especifica a su dictado, las reglas se dejan sentir. Una categoría como la de las proporciones en la obra de arte solo tiene sentido si incluye el vuelco de las proporciones, su propio movimiento. Hasta bien adentro de la modernidad, las categorías formales se han restablecido mediante esa dialéctica en un nivel superior: el stimmum de lo disonante era la armonía; el de las tensiones, el equilibrio. Esto no se podría imaginar si las categorías formales no hubieran sublimado el contenido. El principio formal de acuerdo con el cual las obras de arte tienen que ser tensión y equilibrio registra el contenido antagónico de la experiencia estética, el de una realidad irreconciliada que empero quiere ser reconciliación. Incluso categorías estéticas formales, como la de sección áurea, son un material fijado, el de la reconciliación misma; en las obras de arte, la armonía siempre ha valido solo como resultado, y como meramente establecida o afirmada sólo era ideología, hasta que la recién adquirida homeostasis también se convirtió en eso. A la inversa, todo lo material se ha desarrollado (como un a priori del arte) mediante la dación de forma, que a continuación fue proyectada a las categorías formales abstractas. A su vez, éstas han cambiado en la relación con su material. Dar forma significa llevar a cabo correctamente este cambio. Esto puede explicar de manera inmanente el concepto de dialéctica en el arte.
El análisis formal de la obra de arte, y lo que se considera forma en ella misma, sólo tiene sentido en relación con su material concreto. La construcción más perfecta de las diagonales, los ejes y las líneas de fuga de un cuadro, la mejor economía motívica de una música, es indiferente mientras no sea desarrollada específicamente a partir de este cuadro o de esta composición. No sería legítimo otro uso del concepto de construcción en el arte; de lo contrario, el arte se convierte inevitablemente en un fetiche. Algunos análisis contienen todo menos por qué se considera bello a un cuadro o a una música, o de dónde se deriva su derecho a la vida. Esos procedimientos son afectados de hecho por la crítica del formalismo estético. Igual que no es posible conformarse con la aseveración general de la reciprocidad de forma y contenido, sino que hay que desarrollarla en detalle, los elementos formales (que siempre remiten a un contenido) mantienen su tendencia de contenido. El materialismo vulgar y el no menos vulgar clasicismo coinciden en el error de que existe la forma pura. La doctrina oficial del materialismo pasa por alto la dialéctica del carácter fetichista en el arte.
Precisamente donde la forma aparece emancipada de todo contenido dado, las formas adquieren por sí mismas una expresión propia y un contenido propio. En algunas de sus obras, el surrealismo (Klee) practicó esto: los contenidos que se han sedimentado en las formas despiertan al envejecer. En el surrealismo, esto le pasó al Jugendstil, del que aquél se alejó polémicamente. El solus ipse capta estéticamente el mundo que es su mundo y que lo aísla como solus ipse en el mismo instante en que renuncia a las convenciones del mundo.
El concepto de tensión queda libre de la sospecha de formalismo porque, al sacar a la luz experiencias disonantes o relaciones antinómicas en la cosa, expone el momento de «forma» en que ésta se convierte en contenido como consecuencia de su relación con su otro. Mediante su tensión interior, la obra de arte se determina como campo de fuerzas incluso si su objetivación está detenida. La obra es tanto el conjunto de relaciones de tensión como el intento de disolverlas.
Hay que objetar de manera inmanente a las teorías matematizantes de la armonía que los fenómenos estéticos no se pueden matematizar. En el arte, igual no es igual. Esto lo deja claro la música. El retorno de pasajes análogos en longitud igual no consigue lo que el concepto abstracto de armonía espera: cansa en vez de satisfacer; dicho de una manera menos subjetiva: es demasiado largo en la forma. Mendelssohn parece haber sido uno de los primeros compositores que actuó en conformidad con esta experiencia, que llega hasta la autocrítica de la escuela serialista sobre las correspondencias mecánicas. Esa autocrítica se fortalece con la dinamización del arte, con el soupçon contra toda identidad que no se convierta en algo no-idéntico. Se puede aventurar la hipótesis de que las célebres diferencias de la «voluntad artística» en el barroco visual respecto del Renacimiento fueron inspiradas por la misma experiencia. Todas las relaciones en apariencia naturales y, por tanto, abstractas-invariantes sufren necesariamente modificaciones en cuanto entran en el arte para volverse aptas para el arte; la de la serie natural de los sonidos concomitantes mediante la afinación temperada es el ejemplo más drástico de esto. Se suele atribuir estas modificaciones al momento subjetivo, que no podría soportar la rigidez de un orden material heterónomo. Pero esta interpretación plausible está demasiado lejos de la historia. Por todas partes se recurre en el arte a materiales y relaciones «naturales» muy tarde, polémicamente contra un tradicionalismo incoherente y poco creíble: de manera burguesa. La matematización y descalificación de los materiales artísticos y de los procedimientos derivados de ellos es obra del sujeto emancipado, de la «reflexión», que a continuación se rebela contra ella. Los procedimientos primitivos no conocen nada igual. Lo que en el arte se considera lo dado y la ley de la naturaleza no es algo primario, sino que ha llegado a ser intraestéticamente, está mediado. Esa naturaleza en el arte no es la naturaleza en la que el arte se basa.
Está proyectada de las ciencias naturales al arte para compensar la pérdida de las estructuras dadas. En el impresionismo pictórico llama la atención la modernidad del elemento de fisiología de la percepción, cuasi natural. Por eso, la reflexión segunda exige la crítica de todos los momentos naturales independizados; igual que llegaron a ser, desaparecen. Después de la Segunda Guerra Mundial, la consciencia (en la ilusión de poder comenzar desde el principio sin que la sociedad haya cambiado) se ha aferrado a presuntos fenómenos primordiales; éstos son tan ideológicos como los cuarenta marcos de la nueva moneda [alemana] por persona para reconstruir la economía. La tabula rasa es una mascara de lo existente; lo que es de otra manera no esconde su dimensión histórica. No es que en el arte no haya relaciones matemáticas. Pero solo se pueden comprender (no hipostasiar) en relación con la figura histórica concreta.
El concepto de homeostasis, de un equilibrio de tensión que se establece en la totalidad de una obra de arte, probablemente este enlazado a ese instante en que la obra de arte se independiza de una manera visible: el instante en que la homeostasis, si no se establece inmediatamente, al menos se vuelve inminente. La sombra que de este modo cae sobre el concepto de homeostasis está en correspondencia con la crisis de esta idea en el arte de hoy. En el mismo punto en que la obra de arte se tiene a sí misma, esta segura de sí misma y funciona, ya no funciona porque la autonomía felizmente obtenida confirma su cosificación y le priva del carácter de lo abierto, que a su vez forma parte de su propia idea. En los tiempos heroicos del expresionismo, pintores como Kandinsky se acercaron mucho a estas reflexiones, por ejemplo mediante la observación de que un artista que cree haber encontrado su estilo ya está perdido. Pero el estado de cosas no es tan subjetivo-psicológico como fue registrado por entonces, sino que se basa en una antinomia del arte mismo. Lo abierto que el arte quiere es incompatible con la compacidad («perfección») mediante la que se acerca al ideal de su ser-en-sí, a lo no organizado, a la representación de lo abierto.
Que la obra de arte sea un resultante tiene el momento de que en ella no queda nada muerto, sin elaborar ni formatear, y la susceptibilidad contra esto es un momento decisivo de toda crítica; de esto depende la calidad de cada obra, igual que este momento se marchita donde el razonamiento de la filosofía de la cultura flota libremente sobre las obras. La primera mirada que recorre una partitura, el instinto que ante un cuadro juzga sobre su dignidad, esta acompañado por esa consciencia de estar formado, por la susceptibilidad contra lo crudo, que a menudo coincide con lo que la convención les hace a las obras de arte y la banalidad les atribuye como lo transsubjetivo en ellas. También donde las obras de arte suspenden el principio de su formación y se abren a lo crudo refleja el postulado de la elaboración completa. Están verdaderamente formadas las obras en las que la mano formadora sigue con la mayor delicadeza al material; esta idea la encarna de manera ejemplar la tradición francesa. Forma parte de una buena música que ningún compás discurra en vacío, que ningún compás este aislado, así como que no aparezca ningún sonido instrumental que no este «escuchado» (como dicen los músicos), que no este arrancado mediante la sensibilidad subjetiva al carácter especifico del instrumento al que el pasaje esta confiado. La combinación instrumental de un complejo tiene que estar escuchada; es la debilidad objetiva de la música antigua que no haga esta mediación o solo ocasionalmente. La dialéctica feudal de dominio y servidumbre se ha refugiado en las obras de arte, cuya pura existencia tiene algo de feudal.
El viejo y estúpido verso de cabaret «El amor tiene algo erótico» provoca la variación de que el arte tiene algo estético, y esto hay que tomarlo muy en serio como advertencia de lo reprimido por su consumo. La cualidad de que se trata se manifiesta a la lectura, incluida la de la música: la lectura de la huella que la configuración deja sin violencia en todo lo configurado: lo conciliador de la cultura en el arte, que es propio hasta de la protesta más virulenta. Resuena en la palabra métier; de ahí que no se pueda traducir simplemente como Handwerk. La relevancia de este momento parece haberse incrementado en la historia de la modernidad; hablar de esto en Bach sería anacrónico pese al altísimo nivel formal, tampoco vale para Mozart, Schubert y Bruckner, pero si para Brahms, Wagner y Chopin. Hoy, esa cualidad es la diferencia especifica frente a la banalidad y un criterio de maestría. Nada puede quedar crudo, hasta lo más sencillo tiene que llevar esa huella civilizatoria, que es el aroma del arte en la obra de arte.
También el concepto de lo ornamental, contra el que se rebela la objetividad, tiene su dialéctica. Que el barroco sea decorativo no lo dice todo. Es decorazione assoluta, como si ésta se hubiera emancipado de todo fin, incluso del teatral, y desarrollado su propia ley formal. La decoración absoluta ya no adorna a nada, sino que no es nada más que adorno; de este modo engaña a la crítica de lo ornamental. Frente a las obras barrocas de gran dignidad, las objeciones contra lo enyesado son torpes: el material flexible concuerda exactamente con el a priori formal de la decoración absoluta. Mediante la sublimación creciente, en esas obras el gran teatro del mundo, el theatrum mundi, se ha convertido en el theatrum dei, el mundo sensible se ha convertido en un espectáculo para los dioses.
Mientras que el artesanal sentido burgués tenía la esperanza de que la solidez de las cosas se pudiera heredar, a pesar del tiempo, esa idea de solidez ha pasado a la elaboración consecuente de los objets d’art. Nada en el ámbito del arte debe quedarse en el estado crudo; se fortalece el alejamiento de las obras respecto de la mera empiria, que se asocia con la idea de proteger a la obra de arte respecto de su fatalidad. Paradójicamente, las virtudes estéticas burguesas (como la de solidez) han emigrado a lo avanzado no-burgués.
Se puede mostrar en una exigencia tan plausible y en apariencia tan general como la de claridad y articulación de todos los momentos en la obra de arte que cualquier invariante de la estética conduce a su dialéctica. La segunda lógica artística es capaz de sobrepujar a la primera, a la de lo distinguido. Las obras de arte de gran calidad pueden descuidar la claridad en beneficio de la exigencia de la mayor conexión posible de las relaciones, acercar entre sí a complejos que de acuerdo con el desiderátum de claridad deberían ser estrictamente diferentes. La idea de algunas obras de arte (las que querrían realizar la experiencia de lo vago) exige que se difuminen las fronteras de sus momentos. Pero en ellas lo vago tiene que ser claro en tanto que vago, tiene que estar compuesto por completo. Las obras auténticas que repudian el desiderátum de lo claro lo presuponen implícitamente para negarlo; para ellas no es esencial la falta de claridad, sino la claridad negada. De lo contrario, serían diletantes.
El arte confirma la frase de que el búho de Minerva comienza a volar cuando cae la tarde. Mientras la existencia y la función de las obras de arte en la sociedad fueron incuestionables y dominó una especie de consenso entre la autocerteza de la sociedad y el lugar de las obras de arte en ella, no se rebuscó en el pensamiento del sentido estético: siendo algo dado, parecía obvio. Las categorías son abordadas por la reflexión filosófica una vez que, dicho a la manera de Hegel, ya no son sustanciales, ya no están presentes de manera inmediata ni son incuestionables.
La crisis del sentido en el arte, causada inmanentemente por la irresistibilidad del motor nominalista, está acompañada por la experiencia extraartística, pues el nexo intraestético que conforma el sentido es el reflejo de un sentido de lo existente y del curso del mundo en tanto que a priori implícito (y por tanto eficacísimo) de las obras.
El nexo, en tanto que vida inmanente de las obras, es una copia de la vida empírica: sobre ella cae su reflejo, el del sentido. Pero de este modo el concepto de nexo de sentido se vuelve dialéctico. El proceso que conduce a la obra de arte a su concepto de manera inmanente, sin fijarse en lo general, no se descubre teóricamente hasta que en la historia del arte el nexo de sentido (y con él su concepto tradicional) empieza a oscilar.
En la estética, como en todas partes, la racionalización de los medios incluye el telos de su fetichización. Cuanto más puramente se empleen, tanto más tienden objetivamente a convertirse en un fin en sí mismo. Esto, y no el abandono de las invariantes antropológicas o la pérdida de ingenuidad deplorada sentimentalmente, es lo funesto del desarrollo más reciente. En vez de los fines, es decir, de las obras, aparecen sus posibilidades; esquemas de obras, algo vacío, en vez de ellas mismas: de ahí lo indiferente. Con el fortalecimiento de la razón subjetiva en el arte, estos esquemas se convierten en algo arbitrario, inventado subjetivamente, con independencia de la obra. Tal como indican los títulos, los medios empleados se convierten en un fin en sí mismo, igual que los materiales empleados. Esto es lo falso en la perdida de sentido. Igual que en el concepto de sentido hay que distinguir lo verdadero y lo falso, también hay una decadencia falsa del sentido. Ésta se muestra mediante la afirmación, como exaltación de lo existente en el culto de los materiales puros y del uso puro; ambas cosas son separadas falsamente ahí.
El bloqueo de la positividad hoy se convierte en un veredicto sobre la positividad pasada, no sobre el anhelo que en ella abrió los ojos.
El resplandor estético no es meramente ideología afirmativa, sino también el destello de la vida indómita; al oponerse a la decadencia, hay esperanza en él. El resplandor no es solo el embuste de la industria cultural. Cuanto más alto es el rango de una obra, tanto más resplandece; sobre todo la obra gris, en la que el tecnicolor fracasa.
El poema de Morike sobre la muchacha abandonada es de una tristeza infinita, mucho más allá de su tema. Versos como «De repente me doy cuenta, / infiel muchacho, / de que esta noche / contigo he soñado», expresan sin tapujos experiencias terribles: despertarse del consuelo, ya caduco, del sueño a la desesperación manifiesta. Sin embargo, incluso este poema tiene su momento afirmativo. Se esconde, pese a la autenticidad del sentimiento, en la forma aunque ésta se defienda mediante los versos ramplones de la confortación de la simetría segura. La precavida ficción de la canción popular hace hablar a la muchacha como una más: la estética tradicional le habría atribuido al poema la calidad de lo típico. Se ha perdido desde entonces el abrazo latente de la soledad, una situación en la que la sociedad le susurra que todo va bien a quien está tan solo como en la madrugada. Al secarse las lágrimas, esta confortación se volvió imperceptible.
En tanto que componentes de un todo, las obras de arte no son meramente cosas. Participan específicamente en la cosificación porque su objetivación copia la objetivación de las cosas de fuera; si son copias, es en esto, no en la imitación de lo existente particular. El concepto de clasicidad, que no es ideología cultural, se refiere a las obras de arte que han conseguido esa objetivación, por lo que son las más cosificadas. Mediante la negación de su dinámica, la obra de arte objetivada se opone a su propio concepto. Por eso, la objetivación estética siempre es también fetichismo, y este provoca una rebelión permanente. Aunque, de acuerdo con la tesis de Valéry, ninguna obra de arte puede escaparse del ideal de su clasicidad, toda obra auténtica se opone a él; el arte tiene ahí su vida. Mediante la coacción a la objetivación, las obras de arte tienden al congelamiento: la objetivación es inmanente al principio de perfección de las obras. Al querer reposar en sí mismas como algo que es en sí, las obras de arte se cierran, pero mediante la apertura van más allá de lo meramente existente. El hecho de que el proceso que las obras de arte son se extinga en ellas mediante su objetivación, aproxima todo clasicismo a las proporciones matemáticas Contra la clasicidad de las obras se rebela no solo el sujeto que se siente oprimido, sino la pretensión de verdad de las obras con que colisiona el ideal de clasicidad. La convencionalizacion no es exterior a la objetivación de las obras de arte, no es un producto decadente. Acecha en ellas; la vinculación general que las obras de arte adquieren mediante su objetivación las amolda a las generalidades dominantes. El ideal clasicista de la perfección completa no es menos ilusorio que el anhelo de pura inmediatez indómita las obras clasicistas son desacertadas. No solo los modelos antiguos se escapan a la imitación: el omnipotente principio de estilización es incompatible con las agitaciones con las que tiene la pretensión de unirse: la incontestabilidad conquistada de todo clasicismo tiene algo de subrepticio. La obra tardía de Beethoven marca la rebelión de uno de los artistas clasicistas más poderosos contra el engaño en el propio principio. El ritmo del retorno periódico de las corrientes románticas y clasicistas, si es que se pueden constatar realmente esas olas en la historia del arte, delata el carácter antinómico del arte mismo, que se manifiesta con la mayor claridad en la relación de su pretensión metafísica de elevarse por encima del tiempo con su carácter perecedero en tanto que mera obra humana. Las obras de arte se vuelven relativas porque tienen que afirmarse como absolutas. La obra de arte completamente objetivada pasaría a la cosa existente absolutamente en sí y ya no sería una obra de arte. Si, como dice el idealismo, fuera naturaleza, estaría eliminada. Desde Platón, uno de los autoengaños de la consciencia burguesa es que se pueda dominar las antinomias objetivas mediante un término medio entre los extremos, mientras que este término medio engaña sobre la antinomia y es despedazado por ella. Tan precaria como el clasicismo es la obra de arte de acuerdo con su concepto. El salto cualitativo con que el arte se aproxima al límite de su enmudecimiento es la consumación de su carácter antinómico.
Valéry todavía agudizó tanto el concepto de clasicidad que, continuando a Baudelaire, llamó clásica a la obra de arte romántica conseguida[108]. Así tensada, la idea de clasicidad se desgarra. El arte moderno registró esto hace más de cuarenta años. El neoclasicismo sólo se comprende correctamente en su relación con esto como con una catástrofe. Esto sucede inmediatamente en el surrealismo.
El surrealismo arroja del cielo platónico a las imágenes de la Antigüedad. En Max Ernst, corretean como espectros entre los burgueses de finales del siglo XIX, que ven en ellas (neutralizadas como bienes culturales) verdaderamente fantasmas.
Donde esos movimientos, que coincidieron temporalmente con Picasso y otros fuera del gro upe, tematizan la Antigüedad, ésta conduce estéticamente al infierno, como sucedió teológicamente antes en el cristianismo. Su epifanía física en la prosaica vida cotidiana, que tiene una larga historia, la desencanta. Imaginada antes como una norma atemporal, la Antigüedad hecha presente adquiere un valor histórico, el de la idea burguesa degradada a silueta, destituida. Su forma es deformación. Las interpretaciones del neoclasicismo que se las dan de positivas en conformidad con el ordre aprés le désordre de Cocteau y la interpretación (unas décadas después) del surrealismo como liberación romántica de la fantasía y de la asociación falsean los fenómenos como algo inofensivo: citan como encantamiento (Poe fue el primero en hacerlo) la llegada del instante del desencantamiento. Que ese instante no se pudiera eternizar condenó a los sucesores de esos movimientos o a la restauración o al ritual impotente de la gesticulación revolucionaria. Baudelaire quedó confirmado: la modernidad enfática no prospera en esferas celestes más allá de la mercancía, sino que se agudiza a través de su experiencia, mientras que la clasicidad se convirtió en mercancía, en un bodrio representativo. La mofa de Brecht sobre esa herencia cultural que en la figura de estatuas de yeso es puesta a salvo por sus guardianes también procede de aquí; que más adelante se colara en Brecht un concepto positivo de clasicidad, no diferente del de su denostado Stravinsky, era tan inevitable como delator: en conformidad con el endurecimiento de la Unión Soviética como Estado autoritario. La actitud de Hegel ante la clasicidad era tan ambivalente como la posición de su filosofía ante la alternativa de ontología y dinámica. Hegel glorificó el arte de los griegos como eterno e insuperable y reconoció que la obra de arte clásica había sido superada por la obra que él llamaba romántica. La historia, cuyo veredicto Hegel sancionaba, se ha decidido contra la invariancia. Su sospecha de que el arte se había quedado anticuado parece estar teñida por el presentimiento de ese proceso. En términos estrictamente hegelianos, el clasicismo (y su figura sublimada en la Edad Moderna) se mereció su destino. La crítica inmanente (la de Benjamin a las afinidades electivas es su modelo más grandioso y al objeto más grandioso) persigue la fragilidad de las obras canónicas hasta llegar a su contenido de verdad; habría que extenderla hasta un punto que ahora apenas se puede imaginar. El arte nunca fue tan estricto con esa obligatoriedad del ideal de clasicidad; nunca fue lo bastante estricto consigo mismo, y cuando lo fue se hizo violencia y se dañó mediante ésta. La libertad del arte frente a la dira necessitas de lo fáctico no es compatible con la clasicidad en tanto que unanimidad perfecta, que está tomada de la coacción de lo ineludible y al mismo tiempo se opone a ella en virtud de su pureza transparente. Summum ius summa iniuria es una máxima estética. Cuanto más insobornablemente el arte se convierte como consecuencia del clasicismo en una realidad sui géneris, tanto más endurecidamente engaña sobre el umbral infranqueable a la realidad empírica. No carece de fundamento la especulación de que, en la relación de lo que el arte pretende con lo que el arte es, el arte se vuelve tanto más cuestionable cuanto más severamente, cuanto más clásicamente procede, y no le sirve de nada tomar las cosas más a la ligera.
Benjamin criticó la aplicación de la categoría de necesidad al arte[109], y en concreto en relación con la evasiva de la historia del espíritu de que alguna obra de arte tuvo que ser necesaria para el desarrollo. De hecho, ese concepto de necesidad ejerce la función apologética subalterna de certificar bodrios a los que ya no se puede elogiar otra cosa que el que sin ellos no se habría podido seguir.
Lo otro del arte, que es inherente históricamente a su concepto, amenaza con ahogarlo en cualquier instante, igual que las iglesias neogóticas de Nueva York (pero también el casco antiguo de Regensburg) eran obstáculos para el trafico. El arte no es una extensión bien delimitada, sino un equilibrio momentáneo y lábil, comparable al del yo y el ello en la economía psicológica las obras de arte malas llegan a ser malas porque plantean objetivamente la pretensión de ser arte que desmienten subjetivamente, como la señora Courths-Mahler en una carta memorable. La crítica que demuestra que son malas les hace honor en tanto que obras de arte. Son obras de arte y no lo son.
Igual que hay obras que no fueron producidas como arte o fueron producidas antes de la era de su autonomía y llegan a ser arte a través de la historia, lo mismo sucede con lo que hoy se pone en cuestión como arte. Pero no, por supuesto, porque constituya el ominoso nivel previo de un desarrollo, porque sea bueno para lo que surgirá de ahí Más bien, en el surrealismo (por ejemplo) salen a la luz cualidades específicamente estéticas que negaban un hábito hostil al arte que no llegue a ser un poder político, como quería; la curva de desarrollo de surrealistas significativos como Masson está en correspondencia con eso. Sin embargo, lo que alguna vez fue arte puede dejar de serlo. La disponibilidad del arte tradicional para su propia depravación tiene fuerza retroactiva. Innumerables pinturas y esculturas se han convertido en artes aplicadas debido a sus propios descendientes y por cuanto respecta a su propio contenido. Quien en 1970 pintaba a la manera cubista hacía carteles utilizables por la publicidad, y los originales no son inmunes a ser vendidos a bajo precio.
Solo se podría salvar a la tradición separándola del hechizo de la interioridad.
Las grandes obras de arte del pasado nunca se redujeron a la interioridad; la mayoría hizo saltar por los aires a la interioridad mediante la exteriorización.
Propiamente, cada obra de arte es, en tanto que aparece exteriormente, la crítica de la interioridad, por lo que va en contra de esa ideología que equipara a la tradición con el refugio de los recuerdos subjetivos.
La interpretación del arte a partir de su origen es dudosa, desde la biografía más ruda, pasando por la investigación de las influencias de la historia del espíritu, hasta llegar a la sublimación ontológica del concepto de origen. Sin embargo, el origen no esta radicalmente fuera de la cosa. Que las obras sean artefactos lo implican ellas mismas. Las configuraciones en cada obra hablan a aquello de donde surgió En cada una, aquello por lo que se parece a su origen se diferencia de lo que la obra llegó a ser. Esta antítesis es esencial para su contenido. La dinámica inmanente de la obra cristaliza la dinámica de fuera en virtud de su carácter aporético. Donde las obras de arte, al margen del talento individual y contra él, no son aptas para su unidad metodológica, obedecen a la presión histórica real. Ésta se convierte en la fuerza que las trastorna. Por eso, una obra de arte solo se percibe adecuadamente como proceso. Pero Si la obra individual es un campo de fuerzas, la configuración dinámica de sus momentos, no menos lo es el arte en conjunto. De ahí que el arte solo se pueda determinar en sus momentos, de manera mediada, no de golpe. Aquello mediante lo cual las obras de arte contrastan con lo que no es arte es uno de esos momentos; su posición ante la objetividad cambia.
La tendencia histórica llega hasta muy adentro de los criterios estéticos. Así, ella es quien decide si alguien es un manierista. Saint-Säens acuso de eso a Debussy. A menudo, lo nuevo aparece como manera; y solo el conocimiento de la tendencia permite averiguar si se trata de algo más. Pero la tendencia no es un árbitro. En ella se mezclan la consciencia social correcta y la consciencia social falsa; ella misma está sometida a la crítica. El proceso entre la tendencia y la manera no está cerrado y necesita una revisión infatigable; la manera es una objeción contra la tendencia, igual que ésta desenmascara a lo contingente y no vinculante como marca comercial de las obras.
Proust, y Kahnweiler después, sostuvieron que la pintura ha cambiado la manera de ver y los objetos mismos. Aunque sea auténtica la experiencia que eso proclama, está formulada de una manera demasiado idealista. También se podría conjeturar lo contrario: que los objetos cambiaron en sí mismos, históricamente, y que el sensorio se adaptó a esto y la pintura encontró las claves. Se podría interpretar el cubismo como una manera de reaccionar a un nivel de la racionalización del mundo social que geometrizó su esencia mediante la planificación; como el intento de introducir en la experiencia a ese estado contrario a la experiencia, igual que en el nivel precedente de la industrialización, todavía no planificado por completo, el impresionismo lo había intentado. Frente a éste, lo cualitativamente nuevo del cubismo sería que, mientras que el impresionismo se propuso despertar y salvar a la vida congelada en el mundo de mercancías por medio de su propia dinámica, el cubismo desesperaba de esas posibilidades y aceptaba la geometrización heterónoma del mundo como su nueva ley, aceptaba el orden para garantizar de este modo objetividad a la experiencia histórica. Históricamente, el cubismo anticipó algo real, las fotografías aéreas de las ciudades bombardeadas en la Segunda Guerra Mundial. Mediante el cubismo, el arte dio cuenta por primera vez de que la vida no vive. En él, esto no estaba libre de ideología: puso el orden racionalizado en lugar de lo que se había vuelto inexperimentable, y de este modo lo confirmó. Seguramente fue esto lo que condujo a Picasso y a Braque más allá del cubismo, sin que sus obras posteriores sean superiores a él.
La posición de las obras de arte ante la historia varía históricamente. En una entrevista, Lukács dijo lo siguiente sobre la literatura reciente, en especial sobre Beckett: «Esperemos diez o quince años y ya veremos qué se dice al respecto».
De este modo adoptó el punto de vista de un hombre de negocios paternalista que con su amplia perspectiva quisiera mitigar el entusiasmo de su hijo; implícitamente, con la medida de lo permanente, y al fin y al cabo con categorías de posesión para el arte. Sin embargo, las obras de arte no son indiferentes al dudoso juicio de la historia. A veces, la calidad consigue imponerse históricamente sobre productos que sólo siguen la corriente del espíritu del tiempo. Es muy raro que las obras que han obtenido una gran fama no la hayan merecido. Pero ese despliegue a la fama legítima coincidió con el despliegue adecuado de las obras, con su propia legalidad, gracias a la interpretación, al comentario, a la crítica. No se debe inmediatamente a la communis opinio, y menos que a nada a la dirigida por la industria cultural, a un juicio público cuya relación con la cosa es problemática. Que el juicio de un periodista hostil a los intelectuales o de un musicólogo anticuado sea más importante tras quince años que lo que la comprensión percibe en la obra recién publicada es una superstición ignominiosa.
La pervivencia de las obras, su recepción en tanto que aspecto de su propia historia, tiene lugar entre el no-hacerse-comprender y el querer-ser-comprendido; esta tensión es el clima del arte.
Algunos de los primeros productos de la música moderna, del Schönberg medio y de Webern, tienen el carácter de lo intocable, de lo hostil al oyente debido a su objetivación, que adquiere vida propia; la apercepción de su prioridad casi ya comete una injusticia con esas obras.
La construcción filosófica de la supremacía univoca del todo sobre la parte es tan ajena al arte como insostenible para la teoría del conocimiento. No es verdad que en las obras significativas los detalles desaparezcan sin dejar huellas en la totalidad. Ciertamente, la independización de los detalles esta acompañada por la regresión a lo pre-artístico en cuanto, indiferente frente al nexo, degrada a éste a un esquema subsumidor. Pero las obras de arte se distinguen productivamente de lo esquemático solo mediante un momento de independencia de sus detalles; toda obra auténtica es el resultante de fuerzas centrípetas y centrifugas. Quien en la música busca con los oídos pasajes hermosos es un diletante; pero quien no es capaz de escuchar los pasajes hermosos, la cambiante densidad de invención y factura en una obra, esta sordo. La diferenciación dentro de un todo de lo intenso y lo secundario fue un medio artístico hasta el desarrollo más reciente; la negación del todo mediante el todo parcial esta exigida por el todo. Si hoy desaparece esta posibilidad, esto no es solo el triunfo de una configuración que en cada instante quisiera estar igual de cerca del centro sin debilitarse; ahí también se muestra el potencial mortal del encogimiento de los medios de articulación No se puede separar radicalmente el arte del estremecimiento, del instante de encantamiento, de elevación: de lo contrario, el arte se perdería en lo indiferente. Ese momento, aunque sea función del todo, es esencialmente particular: el todo nunca se ofrece a la experiencia estética en esa inmediatez sin la cual esa experiencia no se constituye. El ascetismo estético contra el detalle y contra el comportamiento atomista del receptor tiene también algo de fracaso, amenaza con quitarle al arte uno de sus fermentos.
Que para el todo sean esenciales detalles independientes lo confirma lo repelente de los detalles estéticos concretos que llevan adherida la huella de lo establecido desde arriba siguiendo un plan, que en verdad es dependiente. Cuando Schiller rima en Wallensteins Lager las palabras «Potz Blitz» con «Gustel von Blasewitz», supera en abstracción al clasicismo más pálido; este aspecto hace insoportables obras como el Willenstein.
Hoy, los detalles tienden en las obras en conjunto a desaparecer mediante la integración: no bajo la presión de la planificación, sino porque se sienten atraídos a su desaparición A los detalles les confiere cachet, significado, y los distingue de lo indiferente aquello en que quieren ir más allá de sí mismos, la condición de su síntesis inmanente en ellos. Lo que consiente su integración es el impulso mortal de los detalles. Lo disociativo en ellos y su predisposición a unirse, en tanto que su potencial dinámico, no están contrapuestos radicalmente. Tanto aquí como allí, el detalle se relativiza como algo meramente puesto y, por tanto, insuficiente. La desintegración reside en el interior de la integración y aparece a través de ésta.
Pero cuantos más detalles absorbe el todo, tanto más se convierte en un detalle, en un momento más, en una individualidad. El deseo de los detalles de desaparecer se transfiere al todo, y justamente porque este extingue los detalles. Si éstos han desaparecido verdaderamente en el todo, si el todo se convierte en algo estéticamente individual, su racionalidad pierde la racionalidad de los detalles, que no era otra cosa que la relación de las individualidades con el todo, con el fin que las determinaba como medios. Si la síntesis ya no es una síntesis de algo, se vuelve nula. El vacío de la obra técnicamente integral es un síntoma de su desintegración mediante la indiferencia tautológica En lo opaco de lo que carece por completo de ocurrencias, de lo que funciona sin función, ese momento de lo opaco se convierte en la fatalidad que el arte siempre Hew) en sí como su herencia mimética Hay que exponer esto en la categoría de ocurrencia en la música. No la sacrificaron Schönberg ni Berg, ni siquiera Webern; Krenek y Steuermann la criticaron. Propiamente, el constructivismo no deja ningún lugar para la ocurrencia, para algo arbitrario y sin plan. Las ocurrencias de Schönberg, que (como él mismo confirmó) también estaban en la base de sus trabajos dodecafónicos, solo se deben a los limites que su procedimiento de construcción respetaba y que se le podrían reprochar por inconsecuentes. Pero si se suprime por completo el momento de ocurrencia, Si los compositores ya ni siquiera pueden inventarse formas enteras y tienen que estar predestinados por el material, el resultado perderá su interés objetivo y enmudecerá. La exigencia, plausible frente a esto, de restituir la ocurrencia tiene algo de impotente: difícilmente se puede postular en el arte la contrafuerza de lo programado y programarla. Las composiciones que por hastío ante la abstracción de lo integral buscan ocurrencias, figuras plásticas parciales, caracterizaciones, se arriesgan a la objeción de lo retrospectivo; como si en ellas una reflexión estética segunda hubiera pasado por alto las coacciones de la racionalización por miedo a su fatalidad mediante la decisión subjetiva. La situación variada obsesivamente por Kafka de que, hagas lo que hagas, estará mal se ha convertido en la situación del arte. Un arte que prohíba rigurosamente la ocurrencia está condenado a la indiferencia; si se recupera la ocurrencia, palidece como una sombra, casi como una ficción. Ya en obras auténticas de Schönberg, como el Pierrot lunaire, las ocurrencias eran impropias, quebradas, se reducían a una especie de mínimo existencial. La pregunta por el peso de los detalles en las obras de arte modernas es tan relevante porque no menos que en su totalidad, en la sublimación de la sociedad organizada, ésta también se encarna en los detalles: la sociedad es el sustrato que la forma estética sublima. Igual que en la sociedad los individuos contrapuestos a ésta en sus intereses no son sólo faits sociaux, sino la sociedad misma, reproducidos por ella y que la reproducen, por lo que también se afirman contra ella, lo mismo sucede con las individualidades en las obras de arte. El arte es la aparición de la dialéctica social de lo general y lo individual a través del espíritu subjetivo. El arte mira más allá de esa dialéctica en la medida en que no sólo la lleva a cabo, sino que la refleja mediante la forma. Figuradamente, su especificación repara la injusticia perpetua de la sociedad con los individuos. Pero esa reparación impide que el arte no sea capaz de hacer sustancialmente nada que él no pueda extraer como posibilidad concreta de la sociedad en que tiene su lugar. La sociedad de hoy está lejos del cambio estructural que daría a los individuos lo suyo y haría derretirse al hechizo de la individuación.
Sobre la dialéctica de construcción y expresión. Que ambos momentos se conviertan el uno en el otro acaba siendo un lema del arte moderno: sus obras ya no pueden esforzarse por un término medio entre ambos, sino que han de ir a esos extremos para buscar en ellos, a través de ellos, un equivalente de lo que la estética antigua llamaba síntesis. Esto contribuye no poco a la determinación cualitativa de la modernidad. En vez de la pluralidad de posibilidades que hubo hasta el umbral del arte moderno y que creció de una manera extraordinaria durante el siglo XIX, se produjo la polarización. En la polarización artística se manifiesta qué necesitaba la sociedad[110]. Donde haría falta la organización, en la configuración de las relaciones materiales de vida y de las relaciones entre las personas que reposan en ellas, hay menos organización de la que debiera y demasiado está cedido a un ámbito privado malamente anárquico. El arte tiene suficiente espacio para desarrollar modelos de una planificación que las relaciones sociales de producción no tolerarían. Por otra parte, la administración irracional del mundo se ha incrementado hasta la liquidación de la existencia siempre precaria de lo particular. Donde queda, lo particular es reconvertido en la ideología complementaria del predominio de lo general. El interés individual que se niega a esto converge con el interés general de la racionalidad realizada. Ésta estaría realizada en cuanto ya no oprimiera a lo individualizado, en cuyo despliegue la racionalidad tiene su derecho a la vida. Sin embargo, la emancipación de lo individual sólo se conseguiría si capturara lo general de lo que todos los individuos dependen. También socialmente, sólo se podría establecer un orden racional de lo público si en el otro extremo, en la consciencia individual, se impusiera la oposición a la organización tanto sobredimensionada como insuficiente. Si la esfera individual está en cierto sentido retrasada frente a la esfera organizada, la organización debería existir en beneficio de los individuos. La irracionalidad de la organización los deja libres hasta cierto punto. Su retraso se convierte en refugio para lo que estaría más avanzado que el progreso en el dominio. Esa dinámica de lo intempestivo confiere estéticamente a la expresión tabuizada el derecho de una resistencia que afecta al todo donde éste es falso. La separación de lo público y lo privado es, pese a su carácter ideológico, algo dado también en el arte, de modo que no puede cambiarla nada que no enlace con ella.
Lo que en la realidad social sería una confortación impotente tiene estéticamente oportunidades mucho más concretas, interinas.
Las obras de arte no pueden evitar proseguir la razón dominadora de la naturaleza en virtud de su momento de unidad que organiza el todo. Pero mediante su repudio del dominio real, este principio retorna de una manera que, siendo metafórica, difícilmente se puede nombrar de otra manera que mediante metáforas: borrosa o recortada. La razón en las obras de arte es la razón en tanto que gesto: sintetizan igual que la razón, pero no con conceptos, juicio y conclusión (estas formas son, donde aparecen en el arte, solo medios subordinados), sino mediante lo que sucede en las obras de arte. La función sintética de la razón es inmanente, la unidad de sí misma, pero no la relación inmediata con algo exterior dado y determinado; esta relacionada con el material disperso, sin conceptos, cuasi fragmentario, con el que las obras de arte tienen que tratar en su espacio interior. Mediante esta recepción y modificación de la razón sintetizante, las obras de arte dirimen la dialéctica de la Ilustración. Pero esa razón tiene incluso en su figura neutralizada estéticamente algo de la dinámica que fuera le era inherente. Aunque separada de ésta, la identidad del principio racional fuera y dentro causa un despliegue similar al exterior: las obras de arte participan sin ventanas en la civilización Aquello mediante lo cual las obras de arte se diferencian de lo difuso concuerda con las prestaciones de la razón en tanto que principio de realidad. En las obras de arte vive tanto este principio de realidad como su adversario. La corrección que el arte lleva a cabo en el principio de la razón autoconservadora no lo contrapone simplemente a ésta, sino que la corrección de la razón es sostenida por la corrección inmanente de las obras de arte. La unidad de las obras de arte, que procede de la violencia que la razón les hace a las cosas, funda al mismo tiempo en las obras de arte la reconciliación de sus momentos.
Es difícil discutir que Mozart es el prototipo del equilibrio entre la forma y lo formado en tanto que algo fugaz, centrifugo. Este equilibrio solo es tan auténtico en Mozart porque las células temáticas y motívicas de su musica, las mónadas desde las que esta compuesta, aunque estén concebidas desde el punto de vista del contraste, de la diferencia precisa, quieren separarse incluso donde el movimiento de la mano las ata. La falta de violencia en Mozart procede de que el no deja marchitarse ni siquiera en el equilibrio al ser-así cualitativo de los detalles, y lo que con razón se puede considerar su genio formal no es la maestría obvia para el en el trato con las formas, sino su capacidad de emplear las formas sin un momento de dominio, de conectar relajadamente lo difuso mediante ellas. Su forma es la proporción de lo que se separa, no su integración Esto se presenta con la mayor perfección en las grandes formas de las óperas, como el final del segundo acto del Figaro, cuya forma no es una forma compuesta, no es una síntesis (no necesita referirse, como en la música instrumental, a esquemas que se justifiquen mediante la síntesis de lo ahí incluido), sino la configuración pura de los pasajes yuxtapuestos, cuyo carácter se obtiene de la situación dramática cambiante. Esas obras, no menos que algunos de sus movimientos instrumentales más atrevidos, como algunos conciertos para violín, tienden de una manera tan profunda (aunque no visible) a la desintegración como los últimos cuartetos de Beethoven. Su clasicidad solo es inmune al reproche de clasicismo porque se encuentra en el borde de una desintegración que a continuación la obra tardía de Beethoven, siendo mucho más la obra de una síntesis subjetiva, supera mediante la crítica de ésta. La desintegración es la verdad del arte integral.
Aquello mediante lo cual Mozart, al que al parecer puede apelar plausiblemente la estética armonicista, se escapa de sus normas es algo formal, dicho a la manera habitual: su capacidad de unir lo incompatible al dar cuenta de lo que los caracteres musicales divergentes tienen como presupuesto sin evaporarse en un continuo prescrito. Desde este punto de vista, Mozart es el compositor del clasicismo vienes que más se aleja del ideal de clasicidad establecido, con lo cual alcanza un ideal de orden superior al que se puede llamar autenticidad. Este momento() es aquello mediante lo cual en la musica, pese a su no objetualidad, es aplicable la distinción del formalismo como un juego vacío y como aquello para lo que no hay disponible un termino mejor que el desacreditado de profundidad.
La ley formal de una obra de arte es que todos sus momentos y su unidad tienen que estar organizados en conformidad con su propia constitución especifica.
Que las obras de arte no sean la unidad de algo múltiple, sino la unidad de lo uno y de lo plural, hace que no coincidan con lo que aparece.
La unidad es apariencia, igual que la apariencia de las obras de arte está constituida por su unidad.
El carácter monadológico de las obras de arte se ha formado no sin culpa del carácter monadológico malo de la sociedad, pero sólo mediante él las obras de arte obtienen esa objetividad que trasciende al solipsismo.
El arte no tiene leyes generales, pero en cada una de sus fases hay prohibiciones vinculantes. Irradian desde obras canónicas. Su existencia ordena lo que a partir de ahora ya no es posible.
Mientras las formas estuvieron dadas en alguna inmediatez, las obras pudieron concretarse en ellas; su concreción habría que denominarla en terminología hegeliana sustancialidad de las formas. Cuanto más se vació a ésta (y con derecho crítico) en el curso del movimiento nominalista global, tanto más se convirtió (porque seguía existiendo) en una traba para las obras concretas. Lo que alguna vez fue fuerza productiva objetivada se transformó en relaciones estéticas de producción y colisionó con las fuerzas productivas. Aquello mediante lo cual las obras de arte intentan llegar a serlo, las formas, necesita una producción autónoma. Esto las amenaza en seguida: la concentración en las formas en tanto que medios de la objetividad estética las aleja de lo que hay que objetivar. Por eso recientemente la concepción de la posibilidad de las obras (modelos) reprime en una medida muy alta a las obras. En la sustitución de los fines por los medios se expresa tanto algo social como la crisis de la obra. La reflexión imprescindible tiende a la supresión de lo que se refleja. Hay complicidad entre la reflexión, si no se refleja una vez más, y la forma meramente puesta, indiferente frente a lo formado. Los principios formales más coherentes no sirven de nada si no se consiguen las obras auténticas en nombre de las cuales se buscan esos principios; a esta simple antinomia ha conducido hoy el nominalismo del arte.
Mientras los géneros estuvieron dados, lo nuevo prosperó en los géneros. Lo nuevo se traslada cada vez más a los géneros mismos porque hay falta de ellos.
Los artistas significativos responden a la situación nominalista menos mediante obras nuevas que mediante modelos de su posibilidad, mediante tipos; también esto socava a la categoría tradicional de obra de arte.
La problemática del estilo se vuelve flagrante en un ámbito muy estilizado de la modernidad más reciente, como el Pelleas de Debussy. Sin concesiones, con una pureza ejemplar, este drama lírico sigue su principium stilisationis. Las incoherencias que resultan de ahí no son culpa de eso anémico que censura quien ya no es capaz de consumar el principio de estilización llama la atención y es bien conocida la monotonía. La severidad de los refus impide, por simple y banal, la formación de contrastes o la reduce a una alusión Esto daría a la articulación de la forma mediante las totalidades parciales que necesita una obra cuyo criterio supremo es la unidad formal; al estilizar, se olvida que la unidad estilística solo puede ser la unidad de lo múltiple. La salmodia permanente de la voz reclama lo que la terminología musical antigua llamaba canto del cisne: el cumplimiento, la finalización Sacrificar esto al sentimiento de algo pasado y recordado causa una fractura en la cosa, como silo prometido no se hubiera mantenido. El gusto, en tanto que totalidad, se opone al gesto dramático de la música, mientras que la obra no puede renunciar al escenario. Su perfección se convierte en empobrecimiento también de los medios técnicos: el movimiento homofónico continuo es pobre, y la orquesta acumula grises al mismo tiempo que insiste en valores cromáticos.
Estas dificultades de la estilización aluden a dificultades en la relación entre el arte y la cultura. Es insuficiente el esquema clasificatorio que subsume el arte en la cultura como un sector. Pelleas es cultura sin duda, sin anhelo de renunciar a ella. Esto cuadra con el hermetismo mítico y mudo del sujet, y de este modo descuida lo que el sujet busca a tientas. Las obras de arte necesitan la trascendencia a la cultura para satisfacer a ésta; una motivación fuerte de la modernidad radical.
Sobre la dialéctica de lo general y lo particular arroja luz una anotación de Gehlen. Enlazando con Konrad Lorenz, Gehlen interpreta las formas específicamente estéticas, las de lo bello natural y también las del ornamento como «cualidades desencadenantes» que sirven para descargar a los seres humanos agobiados por los estímulos De acuerdo con Lorenz, la propiedad general de todos los desencadenantes es su inverosimilitud, acompañada por la sencillez. Gehlen transfiere esto al arte mediante la conjetura de que «nuestra alegría por los sonidos puros o “espectrales” y sus acordes […] es una analogía exacta del “inverosímil” efecto desencadenante en el ámbito acústico»[111]. «La fantasía de los artistas es inagotable para “estilizar” formas naturales, es decir, para extraer de una manera óptima mediante la simetría y la simplificación la inverosimilitud de las cualidades desencadenantes generales».[112] Si esa simplificación constituye lo que se puede considerar específicamente forma, el momento abstractivo se convierte ahí al mismo tiempo mediante el acoplamiento con lo inverosímil en lo contrario de la generalidad, en el momento de especificación En la idea de lo particular en que el arte se basa (elementalmente el relato que se presenta como informe de un acontecimiento particular, no cotidiano) está contenida la misma inverosimilitud que corresponde a lo aparentemente general, a las formas geométricas puras del ornamento y de la estilización. Lo inverosímil, la secularización estética del mana, sería a la vez general y particular, la regularidad estética vuelta en tanto que inverosímil a la mera existencia; el arte no es meramente el adversario de la especificación, sino en virtud de lo inverosímil su condición En todo el arte, el espíritu era concreción, no abstracto, tal como entendió posteriormente la reflexión dialéctica.
Su destino social no le llega al arte simplemente desde fuera, sino que también es el despliegue de su concepto.
El arte no es indiferente a su carácter doble. Su inmanencia pura se le convierte en una carga inmanente. El arte reclama autarquía, que le amenaza con esterilidad.
Wedekind anoto esto contra Maeterlinck y se burla de los artistas del arte; Wagner tematizó esta controversia en los maestros cantores; el mismo motivo estaba presente claramente, y con matices antiintelectuales, en la actitud de Brecht. El abandono del ámbito de inmanencia se convierte fácilmente en demagogia en nombre del pueblo; la burla de los artistas del arte coquetea con lo bárbaro Sin embargo, por el bien de su autoconservación el arte desea desesperadamente abandonar su ámbito Pues el arte no es social debido solo a su movimiento propio, como una oposición apriórica a la sociedad heterónoma. La sociedad se introduce en el arte incluso por cuanto respecta a su figura concreta.
La cuestión de lo posible en cada caso, de las formas sostenibles, es planteada inmediatamente por la situación social. En la medida en que el arte se constituye mediante la experiencia subjetiva, el contenido social se adentra esencialmente en él; pero de una manera no literal, sino modificada, recortada, borrosa. Esto, y no lo psicológico, es la verdadera afinidad de las obras de arte con el sueño.
La cultura es basura, pero el arte (uno de sus sectores) es serio en tanto que aparición de la verdad. Esto se debe al carácter doble del fetichismo.
El arte está embrujado porque el criterio dominante de su ser-para-otro es apariencia, la relación de intercambio instalada como medida de todas las cosas, y porque lo otro, el en-sí de la cosa, se convierte en ideología en cuanto se establece. Es repugnante la alternativa: What do I get out of it?, o: «Ser alemán significa hacer una cosa por ella misma». La falsedad del para-otro se ha vuelto patente en que las cosas que presuntamente se hacen para el set humano lo engañan a fondo; la tesis del ser-en-sí está fusionada con el narcisismo elitista, por lo que sirve también a lo malo.
Como las obras de arte registran y objetivan capas de la experiencia que, ciertamente, están en la base de la relación con la realidad, pero en ella están ocultas como cosas, la experiencia estética es acertada como experiencia social y metafísica.
La distancia del ámbito estético respecto de los fines prácticos aparece intraestéticamente como lejanía de los objetos estéticos respecto del sujeto contemplador; así como las obras de arte no intervienen, el sujeto no puede intervenir en ellas y la distancia es la primera condición de la cercanía al contenido de las obras. Esto esta anotado en el concepto kantiano de desinterés, que exige del comportamiento estético que no eche mano al objeto, que no lo devore. La definición de Benjamin del aura[113] dio con este momento intraestetico, pero lo atribuyó a un estadio pasado y lo declara inválido para el estadio presente de la reproductibilidad técnica. Pero Benjamin, identificándose con el agresor, se precipitó al apropiarse la tendencia histórica que devuelve el arte al ámbito empírico de fines. En tanto que fenómeno, la lejanía es lo que en las obras de arte trasciende a su mera existencia; su cercanía absoluta sería su integración absoluta.
Frente al arte auténtico, el arte degradado, humillado y administrado de manera dirigista no carece de aura: el contraste de las esferas antagonistas hay que pensarlo permanentemente como mediación de una por la otra. En la situación actual, hacen honor al momento aurático las obras que se abstienen de él; su conservación destructiva, su movilización para nexos efectuales en nombre de la animación, esta localizada en la esfera del arte de entretenimiento. Este falsea las dos cosas: la capa fáctica de lo estético, despojada de su mediación, se convierte en el en mera facticidad, en información y reportaje; el momento aurático es arrancado del nexo de la obra, cultivado en tanto que tal y hecho consumible.
Todo primer plano en el cine comercial se burla del aura porque explota mediante la organización la cercanía organizada de lo lejano, separada de la configuración de la obra. El aura es devorada igual que los estímulos sensoriales, como la salsa unitaria con que la industria cultural los riega a ellos y a sus productos.
La frase de Stendhal sobre la promesse de bonheur dice que el arte da las gracias a la existencia al acentuar lo que en ella alude a la utopía. Pero esto es cada vez menos, y la existencia se parece cada vez más sólo a sí misma. Por eso, el arte se le puede parecer cada vez menos. Como toda la felicidad por lo existente es sucedánea y falsa, el arte tiene que romper la promesa para serle fiel. Pero la consciencia de los seres humanos (y en especial la de las masas, que debido al privilegio educativo están separadas en la sociedad antagónica de la consciencia de esa dialéctica) se aferra a la promesa de felicidad, con razón, pero en su figura inmediata, material. La industria cultural enlaza con esto, planifica la necesidad de felicidad y la explota. La industria cultural tiene su momento de verdad en que satisface una necesidad sustancial que brota de la renuncia que avanza en la sociedad; pero su modo de satisfacer esa necesidad la convierte en algo absolutamente falso.
En medio de la utilidad dominante, el arte tiene realmente algo de utopía porque es lo otro, lo excluido del proceso de producción y reproducción de la sociedad, lo no sometido al principio de realidad: el mismo sentimiento que cuando en La novia vendida el carro de Tespis entra en el pueblo. Pero ver a los equilibristas ya cuesta algo. Lo otro es devorado por lo siempre igual y empero se mantiene ahí como apariencia: ésta lo es también en sentido materialista. El arte tiene que destilar todos sus elementos (incluido el espíritu) de lo uniforme y transformarlos.
Mediante la diferencia pura respecto de lo uniforme, el arte es a priori su crítica, incluso donde se acomoda, y se mueve empero en el presupuesto de lo criticado.
Cada obra de arte tiene que preguntarse inconscientemente si y cómo es posible como utopía: siempre sólo mediante la constelación de sus elementos. La obra trasciende no mediante la diferencia mera y abstracta respecto de lo uniforme, sino recibiendo lo uniforme, desmontándolo y recomponiéndolo; lo que se suele llamar creación estética es esa composición. Hay que juzgar el contenido de verdad de las obras de arte de acuerdo con esto: hasta qué punto son capaces de configurar lo otro a partir de lo siempre igual.
Se desconfía del espíritu en la obra de arte y en la reflexión sobre ella porque puede afectar al carácter de mercancía de la obra y poner en peligro a su utilizabilidad en el mercado; lo inconsciente colectivo es ahí muy sensible. Por supuesto, este afecto tan extendido parece estar alimentado por la duda profunda en la cultura oficial, en sus bienes y en la aseveración propagandística de que se participa en ellos mediante el disfrute. Cuanto más exactamente sabe el interior ambivalente que la cultura oficial le engaña sobre su promesa humillante, tanto más tenazmente se aferra ideológicamente a algo que presumiblemente ni siquiera está presente en la experiencia masiva del arte. Todo esto resuena en los restos de la sabiduría de la filosofía de la vida de que la consciencia mata.
La costumbre burguesa que se aferra con un cinismo cobarde a lo que se ha conocido como falso se comporta con el arte siguiendo el esquema: «cuando algo me gusta, da igual que sea malo o que esté fabricado para tomarme el pelo, y no quiero que me lo recuerden, no quiero esforzarme y enojarme en mi tiempo libre».
El momento de apariencia en el arte se despliega históricamente hasta esa obstinación subjetiva que en la era de la industria cultural integra al arte como sueño sintético en la realidad empírica y recorta, igual que la reflexión sobre el arte, también la reflexión inmanente al arte. Tras esto se encuentra al final que la pervivencia de la sociedad existente es incompatible con su consciencia de sí misma, y toda huella de esa consciencia es castigada en el arte. También desde este punto de vista la ideología, la falsa consciencia, es necesaria socialmente. La obra de arte auténtica gana así incluso en la reflexión del contemplador en vez de perder. Si se tomara en serio al consumidor del arte, habría que demostrarle que mediante el conocimiento pleno de la obra, que no se conforma con la primera impresión sensible, tendría más de la obra. La experiencia de la obra se vuelve mucho más rica con su conocimiento perseverante. Lo que se conoce intelectualmente en la obra se refleja en su percepción sensorial. Esa reflexión subjetiva se legitima en que vuelve a ejecutar el proceso inmanente de reflexión que tiene lugar objetivamente en el objeto estético y que no debería ser consciente al artista.
De hecho, el arte no tolera valores aproximativos. La idea de que haya maestros menores y medianos forma parte de las ideas de la historia del arte, sobre todo de la historia de la música; es una proyección de una consciencia que es insensible a la vida de las obras. No hay un continuo que conduzca de lo malo a lo bueno pasando por lo mediano; lo que no esta conseguido es malo, pues la idea de salir bien es inherente al arte; esto motiva las disputas permanentes sobre la calidad de las obras de arte, aunque a menudo sean estériles. El arte, que en palabras de Hegel es la aparición de la verdad, es intolerante objetivamente incluso contra el pluralismo dictado socialmente de las esferas que conviven en paz al que suelen apelar los ideólogos. En especial, es insoportable ese entretenimiento bueno del que suelen parlotear quienes quieren justificar el carácter de mercancía del arte ante su débil conciencia. En un periódico se podía leer que en Alemania se ve en Colette a una escritora de entretenimiento, mientras que en Francia disfruta del mayor prestigio porque allí no se establece la diferencia entre entretenimiento y arte serio, sino solo entre arte bueno y arte malo. De hecho, Colette desempeña más allá del Rhin la función de una vaca sagrada. A la inversa, tras la dicotomía estricta de arte alto y arte bajo en Alemania se parapeta la fe pedante en la cultura.
Los artistas que siguen los criterios oficiales pertenecen a la esfera inferior, pero muestran ahí más talento que muchos artistas que satisfacen el concepto de nivel (ya hace tiempo desorganizado), son privados de lo que les corresponde. De acuerdo con la bonita formulación de Willy Haas, hay buena literatura mala y mala literatura buena; en la música sucede lo mismo. Sin embargo, la diferencia entre el entretenimiento y el arte autónomo tiene su sustancia en las cualidades de la cosa si no se cierra ni contra lo gastado del concepto de nivel ni contra lo que se agita por debajo sin reglamentación Por supuesto, esta diferencia necesita de la mayor diferenciación; además, en el siglo XIX las esferas todavía no estaban separadas de una manera tan irreconciliable como en la era del monopolio cultural. No faltan obras que mediante formulaciones no vinculantes (que pueden coincidir por una parte con los esbozos y por otra parte con los patrones) o mediante la falta de elaboración en beneficio del calculo de su efecto tienen su lugar en la esfera subalterna de la circulación estética, pero la sobrepasan mediante cualidades sutiles. Si se evapora su valor de entretenimiento, pueden llegar a ser más de lo que fueron en su lugar. También la relación del arte inferior con el arte superior tiene su dinámica histórica A la vista del consumo posterior, racionalizado desde arriba, lo que alguna vez estuvo preparado para el consumo parece a veces una copia de la humanidad. Ni siquiera lo no elaborado, lo no ejecutado, es un criterio invariante, sino que se legitima donde las obras se corrigen llevándose a su propio nivel formal, no presentándose como más que lo que son. Así, el talento extraordinario de Puccini se manifiesta en las modestas obras iniciales, como Manon Lescaut y La Boheme, de una manera mucho más convincente que en las obras posteriores, más ambiciosas, que degeneran en el kitsch debido a la desproporción entre la sustancia y la presentación Ninguna de las categorías de la estética teórica puede ser empleada rígidamente, como patrón inmóvil Si la objetividad estética solo permite intervenir en la obra individual mediante la crítica inmanente, la abstracción necesaria de las categorías se convierte en una fuente de errores. Compete a la teoría estética, que no puede avanzar a la crítica inmanente, diseñar mediante la reflexión segunda de sus determinaciones al menos modelos de su correccionalista Piénsese en Offenbach o en Johann Strauss; la repugnancia a la cultura oficial de los clásicos de yeso movió a Karl Kraus a insistir especialmente en esos fenómenos, así como en fenómenos literarios como Nestroy. Por supuesto, hace falta una desconfianza constante contra la ideología de quienes, no estando a la altura de la disciplina de las obras auténticas, proporcionan excusas a las obras vendibles. Pero la separación de las esferas, objetivamente como un sedimento histórico, no es algo absoluto. Incluso la obra suprema contiene (sublimado en su autonomía) el momento del para-otro, un resto terrenal de quienes buscan el aplauso. Lo perfecto, la belleza misma, dice: ¿no soy bella?, y de este modo peca contra sí misma. A la inversa, lo kitsch más lamentable, que se presenta necesariamente como arte, no puede impedir lo que el odia, el momento del en-sí, la pretensión de verdad a la que traiciona. La señora Colette tenía talento. Ella consiguió algo tan elegante como la pequeña novela Mitsou y algo tan enigmático como el intento de fuga de la heroína en Eingenue libertine. En conjunto, Colette era una Vicky Baum elevada, cultivada lingüísticamente. Ofreció una naturaleza insufriblemente reconfortante y pseudoconcreta y no se asustó ante cosas tan insoportables como el final de esa novela en que la heroína frígida obtiene lo que le corresponde en brazos de su marido en medio del aplauso general. El público fue agraciado por Colette con novelas familiares de la prostitución de lujo. El reproche más acertado contra el arte francés, que ha alimentado a todo el arte moderno, es que en francés no hay una palabra para kitsch, y precisamente esto se elogia en Alemania. La tregua entre las esferas estéticas de lo serio y del entretenimiento da testimonio de la neutralización de la cultura: como para su espíritu ya ningún espíritu es vinculante, distribuye sus sectores entre high-, middle- y low-brows. La necesidad social de entretenimiento y de lo que se llama relajación es aprovechada por una sociedad cuyos miembros forzosos difícilmente podrían soportar de otra manera la carga y la monotonía de su existencia y que en el tiempo libre que se les concede y administra apenas acogen otra cosa que lo que la industria cultural les impone, de la cual forma parte en verdad también la pseudoindividuación de novelas como las de Colette. Pero la necesidad no hace mejor al entretenimiento; el entretenimiento vende a bajo precio y desactiva lo que queda del arte serio y resulta por su propia composición pobre, estandarizado abstractamente e incoherente. El entretenimiento, incluido el elevado y sobre todo el que se las da de noble, se volvió vulgar una vez que la sociedad del intercambio capturó a la producción artística y la preparó como mercancía. Es vulgar el arte que humilla a los seres humanos al reducir la distancia y complace a los seres humanos ya humillados; el arte vulgar confirma lo que el mundo ha hecho con los seres humanos en vez de que su gesto se rebele contra eso. Las mercancías culturales son vulgares en tanto que identificación de los seres humanos con su propia humillación; su ademán es la risa satisfecha. No hay relación directa entre la necesidad social y la calidad estética, ni siquiera en el ámbito del arte llamado final. La construcción de edificios nunca parece haber sido más urgente en Alemania que después de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, la arquitectura alemana de posguerra es miserable. La equiparación por Voltaire de vrai besoin y vrai plaisir no vale en la estética; el rango de las obras de arte sólo se puede poner en relación con la necesidad social mediante una teoría de la sociedad, no de acuerdo con lo que las poblaciones necesitan ahora y que por tanto es fácil imponerles.
Uno de los momentos de lo kitsch que se ofrecen como definición sería la simulación de sentimientos no existentes y, por tanto, su neutralización y la del fenómeno estético. Sería kitsch el arte que no puede o no quiere ser tomado en serio y que empero postula seriedad estética mediante su aparición. Pero aunque esto salte a la vista, no basta, y no hay que pensar sólo en lo kitsch desdeñoso, no sentimental. Se simula un sentimiento, pero ¿de quién?, ¿del autor? Este sentimiento no se puede reconstruir, y la adecuación a él no es un criterio. Toda objetivación estética se desvía de la agitación inmediata. ¿El sentimiento de aquellos a los que el autor se lo atribuye? Esto es tan ficticio como las personae dramatis. Para que esa definición tuviera sentido, habría que considerar la expresión de la obra de arte como un index veri et falsi; pero discutir sobre su autenticidad conduce a complicaciones sin fin (el cambio histórico del contenido de verdad de los medios expresivos es una de ellas), por lo que sólo se podría decidir mediante la casuística y no sin dudas. Lo kitsch es diferente cualitativamente del arte y también es su propagación, preformada en la contradicción de que el arte autónomo ha de usar los impulsos miméticos que van en contra de ese uso. Mediante la obra de arte les sucede ya la injusticia que se consuma en la supresión del arte y en su sustitución por esquemas de ficción. No hay que cejar en la crítica de lo kitsch, pero se extiende al arte en tanto que tal. La rebelión contra la afinidad apriórica del arte con lo kitsch fue una de sus leyes de desarrollo esenciales en su historia más reciente. Esta ley participa en la decadencia de las obras. Lo que fue arte puede llegar a ser kitsch. Tal vez, esta historia de decadencia, una historia de corrección del arte, sea el verdadero progreso del arte.
A la vista de la evidente dependencia de la moda respecto del interés económico y de su implicación con el negocio capitalista, que llega hasta las llamadas modas artísticas (en el comercio artístico que financia a pintores, pero a cambio reclama de manera abierta o disimulada que hagan lo que el mercado espera de ellos) y quiebra inmediatamente la autonomía, la moda es tan impugnable en el arte como el celo de los agentes ideológicos que convierten la apología en anuncios. Sin embargo, la salvación de la moda la defiende el hecho de que ella no niega su complicidad con el sistema de beneficio y es denigrada por él. Al suspender tabúes estéticos como los de interioridad, atemporalidad y profundidad, la moda muestra cómo se rebajó a un pretexto la relación del arte con esos bienes, que no están libres de duda. La moda es la confesión permanente del arte de que no es lo que dice set y lo que debe ser de acuerdo con su idea. Como traidor indiscreto, la moda es tanto odiada como poderosa en su negocio; su carácter doble es un síntoma craso de su antinomia. No se puede separar a la moda tan claramente del arte como quisiera la religión burguesa del arte. Desde que el sujeto estético se aparto polémicamente de la sociedad y de su espíritu predominante, el arte comunica mediante la moda con ese espíritu objetivo falso. A la moda ya no le corresponden la involuntariedad y la inconsciencia que se atribuye (seguramente sin razón) a las modas anteriores: está completamente manipulada, no es una adaptación inmediata a la demanda, que por supuesto se sedimento en ella y sin cuyo consenso la moda no podría imponerse. Pero como en la era de los grandes monopolios la manipulación es un prototipo de las relaciones sociales de producción dominantes, la imposición de la moda representa algo socialmente objetivo. Si Hegel definió en uno de los lugares mis extraordinarios de la estética como tarea del arte apropiarse lo ajeno, la moda acoge el extrañamiento mismo, pues esta confundida sobre la posibilidad de esa reconciliación en el espíritu. Se convierte en el modelo visible de un ser-así-y-no-de-otra-manera social al que ella se entrega como embriagada. Si el arte no quiere venderse a bajo precio, tiene que oponerse a la moda, pero también tiene que inervarla para no volverse ciego frente al curso del mundo, frente a su propio estado de cosas. Baudelaire fue el primero en practicar esta relación doble con la moda, tanto en su producción lírica como en la reflexión. Su elogio de Constantin Guys[114] es el mejor testimonio de esto. El artista de la vida moderna es para el quien es dueño de sí mismo al perderse en lo efímero. Ni siquiera el primer artista de tango supremo que rechazó la comunicación se cerró a la moda: más de un poema de Rimbaud está escrito en el tono del cabaret literario parisino. El arte radicalmente opositor, que abandono sin piedad lo heterogéneo a él, ataco sin piedad también a la ficción del sujeto que es puramente para sí, a la ilusión funesta de una sinceridad que solo está comprometida consigo misma y que por lo general esconde un fariseísmo provinciano. En la era de la impotencia creciente del espíritu subjetivo frente a la objetividad social, la moda proclama su excedente en el espíritu subjetivo, dolorosamente ajena a éste, pero corrección de la ilusión de que el espíritu subjetivo existe puramente en sí mismo. Lo mis fuerte que la moda puede decir contra quienes la desprecian es que participa en la agitación individual acertada, ahíta de historia; de manera paradigmática en el Jugendstil, en la paradójica generalidad de un estilo de la soledad. El desprecio de la moda se debe a su momento erótico, en el cual recuerda al arte lo que este nunca ha conseguido sublimar por completo. Mediante la moda, el arte duerme con lo que el tiene que negarse y saca de ahí fuerzas que se marchitan bajo la renuncia, sin la cual empero el arte no sería. En tanto que apariencia, el arte es el traje de un cuerpo invisible.
Así, la moda es el traje en tanto que algo absoluto. Ahí se entienden ambos. Es funesto el concepto de corriente de moda (lingüísticamente, la moda y la modernidad van juntas); lo que se difama con ese nombre en el arte contenía por lo general mis verdad que lo que dice ser puro, con lo cual manifiesta una falta de nervios que lo descalifica artísticamente.
En él. concepto de arte, el juego es el momento mediante el cual el arte se eleva inmediatamente por encima de la inmediatez de la praxis y de sus fines. Al mismo tiempo está ligado hacia detrás a la infancia, si no a la animalidad. En el juego, el arte retrocede mediante su renuncia a la racionalidad instrumental por detrás de ésta. La obligación histórica de que el arte alcance la mayoría de edad va en contra de su carácter de juego sin librarse por completo de él; el puro recurso a las formas Iddicas suele estar al servicio de tendencias sociales restauradoras o arcaizantes. Las formas de juego son, sin excepción, formas de repetición Donde se recurre a ellas positivamente, están acompañadas por la obligación de repetir, a la que se adaptan y sancionan como norma. En el carácter especifico de juego, el arte se alía (en contradicción flagrante con la ideología de Schiller) con la falta de libertad. De este modo, algo hostil al arte se introduce en el arte; la desartización más reciente del arte se sirve a escondidas del momento lúdico a costa de todos los demás. Debido a su falta de fin, Schiller celebra el impulso de juego como lo propiamente humano, y así declara, como buen burgués, que lo contrario de la libertad es la libertad, acorde con la filosofía de su época. La relación del juego con la praxis es más compleja que en la educación estética de Schiller. Mientras que todo el arte sublimó momentos que habían sido prácticos, lo que en él es juego se adhiere mediante la neutralización de la praxis a su hechizo, a la obligatoriedad de lo siempre igual, y reinterpreta la obediencia como dicha basándose psicológicamente en el impulso de muerte. Desde el principio, el juego es disciplinario en el arte, ejecuta el tabú sobre la expresión en el ritual de la imitación; donde el arte juega, no queda nada de la expresión. En secreto, el juego es cómplice del destino, representante del peso mítico que el arte quisiera quitarse de encima; el aspecto represivo es patente en fórmulas como «tener el ritmo en la sangre», que se solía emplear para el baile en tanto que forma de juego. Aunque los juegos de azar son lo contrario del arte, llegan como formas de juego hasta dentro del arte. El presunto impulso de juego está fusionado desde siempre con el predominio de la colectividad ciega. Sólo donde el juego capta su propio horror, como en Beckett, participa de la reconciliación en el arte. El arte no es pensable sin el juego, igual que sin la repetición, pero puede determinar como negativo al resto terrible en él.
El célebre libro de Huizinga Horno ludens ha situado recientemente la categoría de juego en el centro de la estética, y no sólo de ella: la cultura surge como juego.
«Con la expresión “elemento lúdico de la cultura” no queremos decir que entre las diversas ocupaciones de la vida cultural esté reservado un lugar importante a los juegos, ni que la cultura brote del juego mediante un proceso de desarrollo, de modo que algo que al principio era un juego se convirtió más tarde en algo que ya no era un juego y a lo que se puede llamar cultura. Más bien, hay que mostrar […] que al principio la cultura se juega.»[115]. La tesis de Huizinga es criticable porque define el arte a partir de su origen. Sin embargo, su teorema tiene algo verdadero y algo falso. Si se toma el concepto de juego de una manera tan abstracta como Huizinga, se refiere a algo muy poco específico: los modos de comportarse que se alejan de la praxis de la autoconservación. A Huizinga se le escapa que precisamente el momento lúdico del arte es una copia de la praxis, en un grado mucho mayor que el momento de apariencia. En todo juego, la actuación es una praxis que está despojada de relación con los fines por cuanto respecta al contenido, pero no por cuanto respecta a la forma, a la propia consumación. El momento de repetición en el juego es la copia del trabajo no libre, igual que la figura del juego que domina fuera del arte, el deporte, recuerda a ocupaciones prácticas y cumple la función de acostumbrar a los seres humanos a las exigencias de la praxis, sobre todo mediante la reconversión reactiva del desagrado físico en un placer secundario, sin que noten el contrabando de la praxis. La tesis de Huizinga de que el ser humano no sólo juega con el lenguaje, sino que el mismo lenguaje surge como un juego, ignora las obligaciones prácticas que el lenguaje contiene y de las que se libra muy tarde (si es que se libra de ellas). Por lo demás, la teoría del lenguaje de Huizinga converge curiosamente con la de Wittgenstein; también éste ignora la relación constitutiva del lenguaje con lo extralingüístico.
Sin embargo, la teoría del juego conduce a Huizinga a conocimientos que están ocultos a las reducciones del arte mágico-practicistas y religioso-metafísicas.
Desde los sujetos, Huizinga conoce los modos estéticos de comportarse que resume bajo el nombre de juego al mismo tiempo como verdaderos y falsos. Esto le lleva a una teoría del humor insólitamente penetrante: «Habría que preguntarse si para el salvaje su fe en sus mitos más santos no estuvo acompañada desde el principio por cierto elemento de humor». «Un elemento medio bromista no se puede separar del mito auténtico.»[116] Las fiestas religiosas de los salvajes no son las fiestas de «un embeleso e ilusión perfectas […]. No falta una consciencia enigmática de la “no-autenticidad”»[117]. «Ya sea uno el hechicero o el hechizado, al mismo tiempo uno sabe y es engañado. Pero quiere ser el engañado». Desde este punto de vista de la consciencia de la falsedad de lo verdadero, todo arte participa en el humor, tanto más la tenebrosa modernidad; Thomas Mann ha subrayado esto en Kafka; en Beckett es evidente. Huizinga formula: «En el concepto de juego es donde mejor se comprende la unidad e inseparabilidad de creer y no creer, la conexión de la seriedad santa con el embuste y la broma»[118].
Lo que se predica así del juego vale para todo arte. Por el contrario, no es sostenible la interpretación de Huizinga del «hermetismo del juego», que además colisiona con su propia definición dialéctica del juego como unidad de «creer y no creer». Su insistencia en una unidad en la que los juegos de los animales, los niños, los salvajes y los artistas solo se diferencian gradual, no cualitativamente, oculta a la consciencia la contradictoriedad de la teoría y queda por detrás del propio conocimiento de Huizinga sobre la esencia estéticamente constitutiva de la contradicción.
Sobre el shock surrealista y el montaje. — La paradoja de que lo que sucede en el mundo racionalizado tenga empero historia choca porque como consecuencia de su historicidad la ratio capitalista se revela irracional. Con horror, el sensorio capta la irracionalidad de lo racional.
La praxis sería el conjunto de medios para reducir las necesidades vitales, lo mismo que el disfrute, la dicha y la autonomía en que ésos se subliman. Esto lo estorba el practicismo, que (como se suele decir) no deja disfrutar, en analogía a la voluntad de una sociedad en la que el ideal del pleno empleo sustituye al de la eliminación del trabajo. El racionalismo de una mentalidad que se prohíbe mirar más allá de la praxis en tanto que relación fines-medios y confrontarla con su fin es irracional. También la praxis participa en el carácter fetichista. Esto contradice a su concepto, que necesariamente es el concepto de un para-otro que se le queda en cuanto es absolutizada. Esto otro es el centro de fuerza del arte y de la teoría. La irracionalidad que el practicismo reprocha al arte es el correctivo de su propia irracionalidad.
La relación entre el arte y la sociedad tiene su lugar en el enfoque del arte y en su despliegue, no en la participación inmediata, en lo que hoy se llama compromiso. Es inútil también el intento de captar teóricamente esa relación de tal manera que se construyan tomas de posición no conformistas del arte invariantes a lo largo de la historia y se contrapongan a las tomas de posición afirmativas. No son pocas las obras de arte que solo violentamente se podrían integrar en esa tradición inconformista y cuya objetividad es empero profundamente crítica respecto de la sociedad.
La decadencia del arte de la que hoy es tan habitual como resentido hablar sería falsa, formaría parte de la adaptación. La desublimación, la ganancia inmediata y momentánea de placer que dicen que el arte tiene que proporcionar, queda intraestéticamente por debajo del arte, pero realmente esa ganancia de placer no puede ofrecer lo que se espera de ella. La reciente posición de la incultura por cultura, el entusiasmo por la belleza de las refriegas callejeras, es una repetición de las acciones futuristas y dadaístas. El esteticismo malo de la política asmática es el complemento del agotamiento de la fuerza estética. Al recomendar el jazz y el rock and roll en vez de Beethoven, no se desmonta la mentira afirmativa de la cultura, sino que se proporciona un pretexto a la barbarie y al interés económico de la industria cultural. Las cualidades presuntamente vitales e inmaculadas de esos productos son elaboradas sintéticamente por esas fuerzas a las que presuntamente se refiere la gran negación: ahora esas cualidades si que son manchadas.
La tesis del final inminente o ya producido del arte se repite a lo largo de la historia, en especial desde la modernidad; Hegel refleja esa tesis filosóficamente, no la inventa. Mientras que hoy se las da de antiideológica, hasta hace poco ha sido la ideología de los grupos históricamente decadentes, que veían en su propio final el final de todas las cosas. El punto de inflexión lo marca la condena comunista de la modernidad, que detuvo el movimiento estético inmanente en nombre del progreso social; la consciencia de los apparatchiks que incurrieron en esto era la vieja consciencia pequeñoburguesa Con regularidad se oye hablar del final del arte en los nudos dialécticos, cuando aparece de repente una figura nueva, polémica con la anterior. Desde Hegel, la profecía de la decadencia ha sido un componente más de la filosofía de la cultura condenadora desde arriba que de la experiencia artística; en lo decretante se preparaba la medida totalitaria. Dentro del arte, las cosas siempre están de otra manera. El punto de Beckett, el non plus ultra para el griterío de la filosofía de la cultura, contiene (igual que el átomo) una abundancia infinita. No es impensable que la humanidad ya no necesite la cultura cerrada, inmanente, una vez que esté realizada; hoy la amenaza es una eliminación falsa de la cultura, un vehículo de la barbarie. El «II faut continuer» del final de L’innommable da con la fórmula para la antinomia: el arte parece imposible desde fuera, pero hay que proseguirlo inmanentemente. Nueva es la cualidad de que el arte se apropie su decadencia; en tanto que crítica del espíritu del dominio, el arte es el espíritu capaz de volverse contra sí mismo. La autorreflexión del arte alcanza su enfoque y se concreta en él. Pero se ha esfumado el valor político que la tesis del final del arte poseía hace treinta años, indirectamente en la teoría de la reproducción de Benjamin[119]; por lo demás, Benjamin se negó en una conversación a rechazar la pintura pese a su alegato desesperado en favor de la reproducción mecánica: dijo que había que mantener su tradición para tiempos menos tenebrosos. Sin embargo, a la vista de la amenaza de la barbarie siempre será preferible que el arte enmudezca a que se pase al enemigo y contribuya a un desarrollo que equivale a la integración en lo existente debido a su preponderancia. El pseudos del final del arte proclamado por los intelectuales radica en la pregunta del para qué del arte, de su legitimación ante la praxis aquí y ahora. Pero la función del arte en el mundo completamente funcional es su carencia de función; es una pura superstición que el arte sea capaz de intervenir directamente o de conducir a la intervención. La instrumentalización del arte sabotea su objeción contra la instrumentalización; sólo donde el arte respeta su inmanencia, convence a la razón práctica de su irracionalidad. El arte se opone al principio irremediablemente anticuado de l’art pour l’art no haciendo cesiones a los fines exteriores, sino abandonando la ilusión de un reino puro de la belleza que rápidamente se revela como kitsch. En la negación determinada, el arte acoge los membra disiecta de la empiria en que tiene su sede y los reúne mediante su transformación en un ser que no es; así interpretó Baudelaire el lema de l’art pour l’art cuando lo proclamó. Que no ha llegado la hora de eliminar el arte se muestra en sus posibilidades abiertas, evitadas muchas veces como por culpa de un hechizo. El arte no es libre ni siquiera donde se las da de libre porque protesta; hoy se canaliza hasta la protesta. Por supuesto, sería apologética la aseveración de que el arte no tendrá final. La actitud adecuada del arte sería cerrar los ojos y apretar los dientes.
El alejamiento de la obra de arte respecto de la realidad empírica se ha convertido en un programa explícito en la poesía hermética. A la vista de sus obras de calidad (piénsese en Celan), se podría preguntar hasta qué punto son de hecho herméticas; aislamiento no significa incomprensibilidad, según anotó Peter Szondi. En vez de esto, habría que suponer una conexión de la poesía hermética con momentos sociales. La consciencia cosificada que con la integración de la sociedad industrial se integra en sus miembros es incapaz de recibir lo esencial de los poemas en beneficio de sus contenidos y de sus presuntos valores informativos. Los seres humanos ya sólo son alcanzables artísticamente mediante el shock que le da una patada a lo que la ideología seudocientífica llama comunicación; el arte sólo es íntegro donde no participa en la comunicación. Por supuesto, el procedimiento hermético es motivado inmediatamente por la coacción creciente a separar lo poetizado del contenido y de las intenciones. Esta coacción se ha extendido de la reflexión a la poesía: la poesía intenta tomar en su poder aquello por lo que existe, y al mismo tiempo esto está de acuerdo con su ley inmanente de movimiento. Se puede ver la poesía hermética, cuya concepción tuvo lugar en el periodo del Jugendstil y que comparte algo con el concepto de voluntad estilística allí vigente, como la poesía que se dispone a establecer por sí misma lo que en otros casos brota históricamente desde ella como lo poetizado, con un momento de quimera, de transformación del contenido enfático en intención. La poesía hermética tematiza lo que ya había sucedido mucho antes en el arte sin que éste se diera cuenta: por tanto, la interrelación de Valéry entre la producción artística y la autorreflexión del proceso productivo ya está preformada en Mallarmé. En nombre de la utopía de un arte que se despoja de todo lo ajeno al arte, Mallarmé era apolítico y, por tanto, extremadamente conservador. Pero en el rechazo del mensaje que hoy predican todos los conservadores coincidió con el polo político contrario, con el dadaísmo; no faltan autores intermedios en la historia de la literatura. Desde Mallarmé, la poesía hermética ha cambiado en sus más de ochenta años de historia, también como reflejo de la tendencia social: la imagen de la torre de marfil no alcanza a las * obras sin ventanas. Los comienzos no estuvieron libres del entusiasmo torpe y desesperado de esa religión artística que cree que el mundo fue creado para conseguir un verso hermoso o una frase perfecta. En el representante más significativo de la poesía hermética en la literatura alemana contemporánea, Paul Celan, el contenido de experiencia de lo hermético se ha invertido. Esta poesía esta penetrada por la vergüenza del arte frente al sufrimiento, el cual se sustrae tanto a la experiencia como a la sublimación. Los poemas de Celan quieren decir el horror extremo sin nombrarlo.
Su contenido de verdad se convierte en algo negativo. Imitan un lenguaje por debajo del lenguaje desamparado de los seres humanos, por debajo de todo lenguaje orgánico, el de lo muerto de las piedras y las estrellas. Se dejan de lado los últimos rudimentos de lo orgánico; llega a sí mismo lo que Benjamin decía sobre Baudelaire: que su poesía no tiene aura. La discreción infinita con que procede el radicalismo de Celan se añade a su fuerza. El lenguaje de lo inanimado se convierte en el Ultimo consuelo sobre la muerte despojada de todo sentido. No solo hay que perseguir la transición a lo anorgánico en los motivos materiales, sino que hay que reconstruir en las obras cerradas la senda del horror al enmudecimiento. En analogía lejana a como Kafka procedió con la pintura expresionista, Celan transpone a procesos lingüísticos la desobjetualización del paisaje que lo aproxima a lo anorgánico.
Lo que se presenta como arte realista inyecta sentido de este modo a la realidad que ese arte se propone copiar sin ilusiones. Esto es ideológico de antemano a la vista de la realidad. La imposibilidad del realismo hoy no es solo intraestética, sino que se deduce igualmente de la constelación histórica del arte y la realidad.
La supremacía del objeto y el realismo estético hoy casi están contrapuestos de manera contradictoria, yen concreto de acuerdo con la medida realista: Beckett es más realista que los realistas socialistas, que mediante su principio falsean la realidad. Si tomaran la realidad con el suficiente rigor, se aproximarían a lo que Luckács condena, que durante los días de su prisión en Rumania dijo (al parecer) que ahora sabía que Kafka era un escritor realista.
La supremacía del objeto no se puede confundir con los intentos de sacar al arte de su mediación subjetiva e infiltrarle la objetividad desde fuera. El arte pone a prueba la prohibición de la negación positiva: que la negación de lo negativo no es lo positivo, no es la reconciliación con un objeto irreconciliado.
Que el conjunto de prohibiciones implique un canon de lo correcto parece incompatible con la crítica filosófica del concepto de negación de la negación como algo positivo[120], pero este concepto significa en la teoría filosófica y en la praxis social correspondiente el sabotaje del trabajo negativo del entendimiento.
En el esquema idealista de la dialéctica, el trabajo negativo del entendimiento se reduce a la antítesis mediante cuya propia crítica la tesis ha de legitimarse en un nivel superior. Tampoco de acuerdo con esta dimensión se puede distinguir absolutamente al arte y a la teoría. En cuanto las idiosincrasias, los lugartenientes estéticos de la negación, son elevadas a reglas positivas, se congelan frente a la obra de arte determinada y a la experiencia artística en algo abstracto, subsumen mecánicamente los momentos de la obra de arte a costa de su mezcla. Los medios avanzados adoptan fácilmente mediante la canonización algo restaurativo y se ligan a momentos estructurales a los cuales se oponen las mismas idiosincrasias, que ahora se han convertido en reglas. Si en el arte todo depende del matiz, también del matiz entre la prohibición y el mandato. El idealismo especulativo, que condujo a la doctrina hegeliana de la negación positiva, parece haber tomado de las obras de arte la idea de identidad absoluta. De acuerdo con su principio de economía y en tanto que establecidas, las obras de arte pueden ser mucho más coherentes y mucho más positivas en el sentido lógico que la teoría que tiende inmediatamente a lo real. Solo en el curso de la reflexión el principio de identidad se revela ilusorio también en la obra de arte porque lo otro es un constituyente de su autonomía; por tanto, tampoco las obras de arte conocen la negación positiva.
La supremacía del objeto es en la obra estética la supremacía de la cosa misma, de la obra de arte, sobre el productor y el receptor. «Yo pinto un cuadro, no una silla», dijo Schönberg Por esta supremacía inmanente esta mediada estéticamente la supremacía exterior; inmediatamente, en tanto que supremacía de lo representado en cada caso, eludiría el carácter doble del arte. En la obra de arte, también el concepto de negación positiva adquiere otro sentido que fuera; estéticamente se puede hablar de esa positividad en la medida en que el canon de prohibiciones históricamente ejecutadas esté al servicio de la supremacía del objeto en tanto que coherencia de la obra.
Las obras de arte exponen las contradicciones como un todo, el estado antagónico como totalidad. Sólo mediante su mediación, no mediante el partí pris directo, son capaces de trascender al estado antagónico mediante la expresión. Las contradicciones objetivas abren surcos en el sujeto; no están puestas por éste, no están producidas desde su consciencia. Ésta es la verdadera supremacía del objeto en la Composición interior de las obras de arte. El sujeto sólo es capaz de desaparecer fecundamente en el objeto estético porque está mediado por el objeto y al mismo tiempo es inmediato en tanto que sujeto que sufre en la expresión. Los antagonismos son articulados técnicamente: en la composición inmanente de la obra, que en la interpretación es permeable a las relaciones de tensión fuera. Las tensiones no son copiadas, sino que forman la cosa; esto constituye el concepto estético de forma.
Incluso en un legendario futuro mejor, el arte no podría negar el recuerdo del horror acumulado; de lo contrario, su forma no sería nada.