Sin duda, antes de la emancipación del sujeto el arte era algo social de una manera en cierto sentido más inmediata que después. Su autonomía, su independización respecto de la sociedad, fue función de la consciencia burguesa de libertad, que por su parte iba unida a la estructura social. Antes de que esa consciencia se formara, el arte estaba en sí en contradicción con el dominio social y con su prolongación en las mores, pero no para sí. Hubo conflictos ocasionalmente desde el veredicto en La república de Platón, pero nadie tuvo la idea de un arte completamente opositor, y los controles sociales eran mucho más directos que en la era burguesa hasta el umbral de los Estados totales. Por otra parte, la burguesía integró al arte de una manera mucho más completa que cualquier sociedad anterior. La presión del nominalismo ascendente sacó a la luz el carácter social del arte, que siempre estuvo presente de una manera latente; esto es mucho más evidente en las novelas que en las estilizadas y distanciadas epopeyas caballerescas. La afluencia de experiencias que ya no fueron moldeadas por géneros aprióricos y la obligación de constituir la forma a partir de esas experiencias, desde abajo, ya son «realistas» por cuanto respecta al puro estado estético, antes de todo contenido. Ya no estando sublimada de antemano por el principio de estilización, la relación del contenido con la sociedad de la que procede se vuelve mucho más sólida, y no solo en la literatura. Incluso los géneros a los que se suele considerar inferiores se habían distanciado de la sociedad aunque, como en el caso de la comedia ática, tematizaran situaciones y acontecimientos de la vida cotidiana; la huida a la tierra de nadie no es una cabriola de Aristófanes, sino un momento esencial de su forma. Que el arte sea, por una parte, un producto del trabajo social del espíritu, un fait social, se vuelve explícito cuando el arte se aburguesa. El arte trata la relación del artefacto con la sociedad empírica como objeto; al principio de este desarrollo se encuentra Don Quijote. Pero el arte no es social ni solo por el modo de su producción en el que se concentre en cada caso la dialéctica de las fuerzas y de las relaciones productivas ni por el origen social de su contenido. Más bien, el arte se vuelve social por su contraposición a la sociedad, y esa posición no la adopta hasta que es autónomo al cristalizar como algo propio en vez de complacer a las normas sociales existentes y de acreditarse como «socialmente útil», el arte critica a la sociedad mediante su mera existencia, que los puritanos de todas las tendencias reprueban. No hay nada puro, completamente elaborado de acuerdo con su ley inmanente, que no critique implícitamente, que no denuncie la humillación de una situación que tiende a la sociedad del intercambio total: en ella, todo es solo para otro. Lo asocial del arte es la negación determinada de la sociedad determinada. Por supuesto, el arte autónomo se ofrece mediante su repudio de la sociedad, que equivale a la sublimación mediante la ley formal, también como vehículo de la ideología: en la distancia deja intacta a la sociedad que le horroriza. Pero esto es algo más que solo ideología: la sociedad no es sólo la negatividad que la ley estética formal condena, sino que hasta en su figura más problemática es el compendio de la vida de los seres humanos que se produce y reproduce. El arte no se pudo dispensar ni de este momento ni de la crítica mientras el proceso social no se manifestó como un proceso de autodestrucción; y no está en manos del arte, que carece de juicio, separar esas dos cosas mediante intenciones. Tanto la fuerza productiva pura como la fuerza productiva estética, una vez liberadas del dictado heterónomo, son objetivamente lo contrario de la fuerza encadenada, pero también el paradigma de la actuación desastrosa por sí misma. El arte solo se mantiene vivo gracias a su fuerza de resistencia social; si no se cosifica, se convierte en mercancía. Lo que el arte aporta a la sociedad no es comunicación con ella, sino algo muy mediato, la resistencia en la cual el desarrollo social se reproduce gracias al desarrollo intraestético sin ser imitado. La modernidad radical preserva la inmanencia del arte, so pena de su autodestrucción, de tal modo que la sociedad solo puede entrar en el oscurecida, como en los sueños, con los que siempre se ha comparado a las obras de arte. Nada social en el arte lo es de una manera inmediata, ni siquiera donde el arte lo ambiciona. Hace poco, el socialmente comprometido Brecht tuvo que alejarse de la realidad social a la que se refieren sus obras de teatro para dar expresión artística a su actitud. Tuvo que recurrir a manejos jesuíticos para camuflar como realismo socialista lo que él escribía y eludir así a la inquisición.
La música revela un secreto de todo el arte. En la musica, la sociedad, su movimiento y sus contradicciones solo aparecen en sombras, hablan desde ella, pero hay que identificarlas; esto mismo le sucede a la sociedad en todo ante.
Donde el arte parece copiar a la sociedad, se convierte en un como si. La China de Brecht no está menos estilizada, por motivos contrarios, que la Messina de Schiller. Los juicios morales sobre los personajes de las novelas y del teatro no eran nada, aunque sus modelos se los hubieran merecido; las discusiones sobre si el héroe positivo puede tener rasgos negativos son tan estúpidas como cree quien las percibe fuera de su ámbito. La forma opera como un imán que ordena los elementos de la empiria sacándolos del nexo de su existencia extraestética; solo de este modo se apoderan de la esencia extraestética Al revés, en la praxis de la industria cultural el respeto esclavo por los detalles empíricos, la apariencia completa de fidelidad fotográfica, se une tanto más exitosamente a la manipulación ideológica mediante el aprovechamiento de esos elementos. Lo social en el arte es su movimiento inmanente contra la sociedad, no su toma de posición manifiesta. Su gesto histórico expele a la realidad empírica, a la que las obras de arte pertenecen en tanto que cosas. Si se puede atribuir a las obras de arte una función social, es su falta de función. Las obras de arte encarnan negativamente mediante su diferencia respecto de la realidad embrujada un estado en el que lo existente ocupa el lugar correcto, su propio lugar. Su encantamiento es desencantamiento. La esencia social de las obras de arte necesita la reflexión doble sobre su ser-para-sí y sus relaciones con la sociedad. Su carácter doble es manifiesto en todas sus apariciones, pues cambian y se contradicen a sí mismas.
Los críticos sociales progresivos reprocharon plausiblemente al programa de l’art pour l’art, que estaba vinculado a la reacción política, el fetichismo en el concepto de obra de arte pura, que se basta a sí misma. Lo acertado de este reproche es que las obras de arte, que son productos del trabajo social y están sometidas a la ley formal o generan una, se cierran a lo que ellas mismas son. Por tanto, cada obra de arte podría estar afectada por el veredicto de la falsa consciencia y ser atribuida a la ideología. Formalmente, con independencia de lo que digan, son ideología en tanto que ponen a priori lo espiritual como algo independiente y superior respecto de las condiciones de su producción material, y se engañan sobre la antiquísima culpa en la separación entre trabajo corporal y trabajo espiritual. Lo que esa culpa elevó es rebajado por ella. Por eso, las obras de arte con contenido de verdad no se agotan en el concepto de arte; los teóricos del arte por el arte, como Valéry, llamaron la atención sobre esto. Pero su fetichismo culpable no basta para despachar a las obras de arte (no basta para despachar a nada culpable); pues nada en el mundo mediado socialmente se encuentra fuera de su nexo de culpa. Sin embargo, el contenido de verdad de las obras de arte (que también es su verdad social) tiene como condición su carácter fetichista. El principio del ser-para-otro, que en apariencia es el adversario del fetichismo, es el principio del intercambio, y en él se camufla el dominio. Por lo carente de dominio sólo responde lo que no se acomoda a él; por el valor de uso marchito, lo inútil. Las obras de arte son los lugartenientes de las cosas ya no desfiguradas por el intercambio, de lo que no está estropeado por el beneficio y por la falsa necesidad de la humanidad humillada. En la apariencia total, la apariencia del ser-en-sí de las obras de arre es la máscara de la verdad. La burla de Marx sobre el honorario vergonzoso que Milton recibió por El Paraíso perdido, que no se acredita en el mercado como un trabajo socialmente útil[87], es en tanto que denuncia del arte la mejor defensa del arte frente a su funcionalización burguesa, que continúa en su condena social adialéctica. Una sociedad liberada estaría más allá de la irracionalidad de sus faux frais y más allá de la racionalidad fin-medios del provecho. Esto se codifica en el arte y es su bomba social. Como los fetiches mágicos son una de las raíces históricas del arte, las obras de arte tienen algo fetichista que se aparta del fetichismo de las mercancías. Esto no pueden ni eliminarlo ni negarlo; también desde el punto de vista social, el momento enfático de la apariencia en las obras de arte es, en tanto que correctivo, el órganon de la verdad. Las obras de arte que no insisten de una manera tan fetichista en su coherencia, como si fueran lo absoluto que no pueden ser, carecen de valor de antemano; pero la subsistencia del arte se vuelve precaria en cuanto toma consciencia de su fetichismo y (como ha sucedido desde mediados del siglo XIX) se aferra a él. El arte no puede denunciar a su propia ofuscación; no sería nada sin ella. Esto lo conduce a la aporía. Lo único que lleva un poco más allá de ésta es el conocimiento de la racionalidad de su irracionalidad. Las obras de arte que quieren despojarse del fetichismo mediante intervenciones políticas muy dudosas suelen enredarse socialmente en la falsa consciencia debido a la inevitable y en vano ensalzada simplificación. En la praxis de cortas miras a la que se entregan se prolonga su propia ceguera.
La objetivación del arte, que desde fuera (desde la sociedad) es su fetichismo, es social en tanto que producto de la división del trabajo. Por eso, la relación del arte con la sociedad no hay que buscarla ante todo en la esfera de la recepción.
Precede a ésta: hay que buscarla en la producción. El interés por la descodificación social del arte tiene que dirigirse a la producción en vez de contentarse con la investigación y clasificación de los efectos, que por diversas razones sociales divergen por completo de las obras de arte y de su contenido social objetivo. Las reacciones humanas ante las obras de arte están mediadas al extremo desde tiempos inmemoriales, no se refieren inmediatamente a la cosa; hoy, están mediadas por el conjunto de la sociedad. La investigación de los efectos ni llega al arte en tanto que algo social ni puede dictar normas al arte, una función que usurpa bajo el espíritu positivista. La heteronomía que mediante el giro normativo de los fenómenos de la recepción se impondría al arte superaría en tanto que atadura ideológica a todo lo ideológico que pueda ser inherente a su fetichización. El arte y la sociedad convergen en el contenido, no en algo exterior a la obra de arte. Esto se refiere también a la historia del arte. La colectivización del individuo sucede a costa de la fuerza productiva social. En la historia del arte vuelve la historia real en virtud de la vida propia de las fuerzas productivas que proceden de ella y a continuación se separan de ella. En esto se basa el recuerdo de lo perecedero mediante el arte. El arte lo conserva y lo presenta cambiándolo: ésta es la explicación social de su núcleo temporal. Absteniéndose de la praxis, el arte se convierte en el esquema de la praxis social: cada obra de arte auténtica cambia en sí misma. Mientras que la sociedad se interna en el arte en virtud de la identidad de las fuerzas y de las relaciones para desaparecer en él, el arte (incluso el más avanzado) tiene en sí la tendencia a su socialización, a su integración social. Pero esta tendencia no le proporciona, como dice un cliché amigo del progreso, la bendición de la justicia mediante la confirmación ulterior. Por lo general, la recepción desgasta lo que en el arte era la negación determinada de la sociedad. Las obras suelen actuar críticamente en el momento de su aparición; más tarde quedan neutralizadas debido al cambio de la situación. La neutralización es el precio social de la autonomía estética Una vez que las obras de arte están sepultadas en el panteón de los bienes culturales, están dañadas ellas mismas, su contenido de verdad. La neutralización es universal en el mundo administrado. El surrealismo se opuso a la fetichización del arte como una esfera aparte, pero en tanto que arte fue conducido más allá de la figura pura de la protesta. Los pintores, como Andre Masson, en los que decidía la calidad de la peinture establecieron una especie de equilibrio entre el escandalo y la recepción social. Finalmente, Salvador Dalí se convirtió en un pintor de la society de segunda potencia, el Laszlo o el Van Dongen de una generación que en el vago sentimiento de una crisis estabilizada durante décadas creía ser sophisticated. Esto hizo posible la falsa pervivencia del surrealismo. Las corrientes modernas en las que contenidos que irrumpen como un shock socavaron la ley formal están predestinadas a pactar con el mundo, que recuerda en secreto la materialidad no sublimada en cuanto le quitan el aguijón Por supuesto, en la era de la neutralización total también se abre camino la reconciliación falsa en el ámbito de la pintura abstracta radical: lo no objetual queda bien como decoración de las paredes del nuevo bienestar. Está por ver si de este modo también se reduce la cualidad inmanente; el entusiasmo con que los reaccionarios subrayan el peligro habla contra ella. Seria idealista localizar la relación entre el arte y la sociedad solo en los problemas estructurales sociales, como mediada socialmente. El carácter doble del arte, como autonomía y como fait social, se manifiesta una y otra vez en dependencias y conflictos fuertes de ambas esferas. A menudo se interviene inmediatamente de una manera social y económica en la producción artística; hoy, por ejemplo, mediante contratos a largo plazo de los pintores con marchantes que favorecen lo que las artes aplicadas llaman una nota propia y la impertinencia una malla. El hecho de que el expresionismo alemán desapareciera tan rápidamente puede tener razones artísticas en el conflicto entre la idea de la obra y la idea especifica del grito absoluto. Las obras expresionistas nunca han salido bien sin algo de traición. A esto hay que añadir que el genero envejeció políticamente cuando su ímpetu revolucionario no se realizó y la Unión Soviética empezó a perseguir al arte radical. Sin embargo, no hay que olvidar que los autores de aquel movimiento no fueron tomados en cuenta en aquel momento (hubo que esperar cuarenta o cincuenta años), pero estaban obligados a vivir y (como dicen en América) to go comercial; habría que demostrar esto en la mayor parte de los escritores expresionistas alemanes que sobrevivieron a la Primera Guerra Mundial.
Sociológicamente, se puede conocer en el destino de los expresionistas la primacía del concepto burgués de profesión sobre la pura necesidad de expresión que inspiraba (aunque suavizada) a los expresionistas. En la sociedad burguesa, los artistas (al igual que todos los productores espirituales) están obligados a seguir adelante en cuanto se presentan como artistas. Los expresionistas agotados buscaron temas prometedores desde el punto de vista del mercado. La falta de una obligación inmanente a producir al mismo tiempo que existe la coacción económica de seguir produciendo se comunica al producto como su indiferencia objetiva.
De las mediaciones del arte y la sociedad, la material, el tratamiento de objetos abierta o encubiertamente sociales, es la más superficial y engañosa. Que socialmente la escultura de un minero diga más a priori que una escultura sin héroes proletarios solo se sigue creyendo donde (como sucede en las democracias populares) el arte es incluido en la realidad en tanto que factor operante para «formar opinión» y es subsumido bajo los fines de la realidad para incrementar la producción. El minero idealizado de Meunier se adaptaba junto con su realismo a esa ideología burguesa que despachaba al proletariado (que todavía era visible por entonces) certificando que también él tenía una humanidad bella y una physis noble. También el naturalismo crudo suele ir de la mano del placer oprimido (anal, en lenguaje psicoanalítico), del carácter burgués deformado. Con facilidad se deleita en la miseria y la depravación que él fustiga; al igual que los autores nacionalistas, Zola glorificó la fertilidad y empleó clichés antisemitas. En la capa del material no se puede trazar una frontera entre la agresividad y el conformismo de la acusación. La indicación que figuraba en la partitura de un coro de parados:
«Hay que cantarlo feo» podía funcionar hacia 1930 como salvoconducto de mentalidad, pero no daba testimonio de una consciencia avanzada; nunca estuvo claro si la actitud artística de chillar y de la rudeza denuncia a ésta en la realidad o si se identifica con ella. La denuncia sólo sería posible para lo que la estética social deja de lado: la configuración. Socialmente decide en las obras de arte el contenido que habla desde sus estructuras formales. Kafka, en cuya obra el capitalismo monopolista sólo aparece a lo lejos, codifica en la escoria del mundo administrado de una manera más fiel y poderosa lo que les sucede a los seres humanos bajo el hechizo social total que las novelas sobre los trusts industriales corruptos. Que la forma sea el lugar del contenido social se puede concretar en el lenguaje de Kafka. Se ha llamado a menudo la atención sobre la objetividad del lenguaje de Kafka, que recuerda a Kleist, y sus lectores de igual rango han captado la contradicción con los procesos que por su carácter imaginario se apartan de una exposición tan sobria. Pero ese contraste no se vuelve productivo sólo manteniendo amenazadoramente cerca lo imposible mediante una descripción cuasi realista. Sin embargo, la crítica de los rasgos realistas de la forma kafkiana (una crítica demasiado artística para oídos comprometidos) tiene su aspecto social. Gracias a algunos de estos rasgos, Kafka es soportable para un ideal de orden (la vida sencilla y la actividad modesta en el lugar asignado) que era la tapadera de la represión social. El hábito lingüístico del ser-así-y-no-de-otra-manera es el medio en virtud del cual el hechizo social aparece. Sabiamente, Kafka se cuida de nombrarlo, como si de lo contrario se rompiera el hechizo cuya omnipresencia insuperable define el espacio de la obra de Kafka y que, siendo su a priori, no se puede tematizar. El lenguaje de Kafka es el órganon de esa configuración de positivismo y mito que socialmente se puede empezar a comprender ahora. La consciencia cosificada, que presupone y confirma la ineludibilidad e inalterabilidad de lo existente, es la herencia del viejo hechizo, la nueva figura del mito de lo siempre igual. En su arcaísmo, el estilo épico de Kafka es mímesis de la cosificación. Mientras que su obra tiene que renunciar a trascender el mito, da a conocer en él al nexo de ofuscación de la sociedad mediante el cómo, mediante el lenguaje. El disparate es tan obvio en el relato de Kafka como propio de la sociedad. Son socialmente mudos los productos que cumplen su deber al exponer tal cual lo social de que tratan y consideran un gran mérito este metabolismo con la naturaleza segunda en tanto que reflejo. En sí, el sujeto artístico es social, no privado. En ningún caso se vuelve social mediante la colectivización forzosa o mediante la selección de la materia. En la era del colectivismo represivo, el arte tiene la fuerza de la oposición a la mayoría compacta (que se ha convertido en un criterio de la cosa y de su verdad social) en el productor solitario y descubierto, sin que esto excluya las formas colectivas de producción, como los talleres de composición proyectados por Schönberg El artista, al comportarse en su producción de una manera negativa respecto de su propia inmediatez, obedece inconscientemente a algo social general: en cada corrección conseguida, el sujeto global (que todavía no está conseguido) le mira por encima de los hombros. Las categorías de la objetividad artística van con la emancipación social donde la cosa se libera por su propio impulso de la convención y del control sociales. Las obras de arte no pueden conformarse con una generalidad vaga y abstracta, como el clasicismo. La escisión y, por tanto, el estado histórico concreto de lo heterogéneo a ellas es su condición. Su verdad social depende de que se abran a ese contenido. Éste se convierte en su materia, que ellas asimilan, y su ley formal no suaviza la escisión, sino que exige configurarla y hace de ella su propio asunto. — La participación de la ciencia en el despliegue de las fuerzas productivas artísticas es profunda, y casi por completo desconocida; aunque la sociedad se introduce en el arte mediante métodos tomados de la ciencia, la producción artística no es científica, ni siquiera la de un constructivismo integral. Todos los hallazgos científicos pierden en el arte el carácter de literalidad: esto se conoce en la modificación de las leyes óptico-perspectívicas en la pintura, de las relaciones tonales naturales en la música. Si el arte asustado ante la técnica intenta mantener su sitio proclamando su paso a la ciencia, malinterpreta el valor de las ciencias en la realidad empírica. Por otra parte, no hay que emplear al principio estético como sacrosanto contra las ciencias, que es lo que quería el irracionalismo. El arte no es un complemento cultural más de la ciencia, sino que es crítico con ella. La falta de espíritu que se puede reprochar a las ciencias del espíritu de hoy como su insuficiencia inmanente casi siempre es al mismo tiempo falta de sentido estético No es casualidad que la ciencia aprobada se enfurezca cuando en su ámbito se agita lo que ella atribuye al arte para permanecer tranquila en su propio negocio; que alguien sepa escribir lo vuelve sospechoso para la ciencia. La grosería del pensamiento es la incapacidad de diferenciar en la cosa, y la diferenciación es una categoría tanto estética como cognoscitiva. No se puede fundir a la ciencia con el arte, pero las categorías que rigen en una y en otro no son completamente diferentes. La consciencia conformista quiere que sea al revés: por una parte, no tiene la fuerza para distinguir estas dos esferas; por otra parte, no acepta que en esferas no idénticas operen fuerzas idénticas Esto vale no menos desde el punto de vista moral. La brutalidad contra las cosas es potencialmente brutalidad contra las personas. Lo rudo, el núcleo subjetivo de lo malvado, es negado a priori por el arte, para el que es imprescindible el ideal de lo completamente formado: esto, y no la proclamación de tesis morales o la obtención del efecto moral, es la participación del arte en la moral y lo vincula con una sociedad más digna de los seres humanos.
Las luchas sociales, las relaciones de clase, dejan su huella en la estructura de las obras de arte; frente a esto, las posiciones políticas que las obras de arte adoptan son epifenómenos que por lo general perjudican a la elaboración de las obras de arte y a su propio contenido de verdad social. La convicción sirve de poco. Habrá que discutir hasta que punto la tragedia ática (incluido Eurípides) tomó partido en los virulentos conflictos sociales de la época; sin embargo, la tendencia de dirección de la forma trágica frente a los materiales míticos, la disolución del hechizo del destino y el nacimiento de la subjetividad dan testimonio de la emancipación social respecto de los nexos feudales y familiares, así como (en la colisión entre la norma mítica y la subjetividad) del antagonismo entre el dominio aliado con el destino) y la humanidad que despierta a la mayoría de edad. El hecho de que la tendencia histórica y el antagonismo se hayan convertido en un a priori formal en vez de ser tratados de una manera meramente material confiere a la tragedia su sustancialidad social: la sociedad aparece en ella tanto más auténtica cuanto menos se refiere la tragedia a ella. El partidismo, que es una virtud de las obras de arte no menos que de los seres humanos, vive en la profundidad en que las antinomias sociales se convierten en la dialéctica de las formas: los artistas cumplen su función social al ayudar a hablar a las antinomias sociales mediante la síntesis de la obra; en sus últimos tiempos, el propio Lukács se sintió obligado a hacer consideraciones de este tipo. De este modo, la configuración que articula las contradicciones mudas e implícitas tiene rasgos de una praxis que huye no solo de la praxis real; satisface al concepto de arte en tanto que modo de comportamiento. El arte es una figura de la praxis y no tiene que pedir perdón por no actuar directamente: no podría aunque quisiera; el efecto político de las obras «comprometidas» es muy incierto. Los puntos de vista sociales de los artistas pueden tener su función en la irrupción en la consciencia conformista, pero pasan a segundo plano con el despliegue de las obras. No significa nada para el contenido de verdad de Mozart que dijera unas cosas horribles cuando murió Voltaire. Por supuesto, en el momento de su aparición no se puede abstraer de lo que las obras de arte quieren; quien valora a Brecht solo por sus méritos artísticos no se equivoca menos que quien juzga su significado a partir de sus tesis. La inmanencia de la sociedad en la obra es la relación social esencial del arte, no la inmanencia del arte en la sociedad. Como el contenido social del arte no se encuentra fuera de su principium individuationis, sino en la individuación, que es algo social, la esencia social del arte le esta oculta al arte mismo y tiene que ser recuperada por la interpretación.
Sin embargo, el contenido de verdad es capaz de afirmarse incluso en las obras de arte que están impregnadas de ideología hasta en su interior. La ideología, en tanto que apariencia socialmente necesaria, siempre es en esa necesidad al mismo tiempo la figura deformada de lo verdadero. Un umbral de la consciencia social de la estética frente a la banalidad es que la estética refleja la crítica social de lo ideológico de las obras de arte en vez de repetirla. Un modelo del contenido de verdad de una obra completamente ideológica en sus intenciones es Stifter.
Ideológicos son no sólo los materiales conservador-restaurativos que él elige y el fabula docet, sino también la forma objetivista, que sugiere micrológicamente una empiria delicada, una vida correcta y con sentido de la que se pueden contar historias. Por eso se convirtió Stifter en el ídolo de una burguesía noble-retrospectiva. Las capas que le procuraron su popularidad semi-esotérica se deshojan. Pero con esto no está dicha la última palabra sobre él; la reconciliación está exagerada en su fase tardía. La objetividad se convierte en una máscara; la evocación de la vida, en un ritual fracasado. A través de la excentricidad de lo mediano se trasluce el sufrimiento silenciado y negado del sujeto alienado y la irreconciliabilidad de la situación. Pálida es la luz que cae sobre la prosa madura de Stifter, como si fuera alérgica a la dicha del color; queda reducida a un esquema por la exclusión de lo molesto y de lo reacio de una realidad social que es tan incompatible con la convicción del poeta como con el a priori épico que heredó convulsivamente de Goethe. Lo que sucede contra la voluntad de esta prosa mediante la discrepancia de su forma y de la sociedad ya capitalista pasa a su expresión. La sobretensión ideológica confiere a la obra de manera mediata su contenido de verdad no ideológico, su superioridad sobre toda la literatura de consuelo y confortación, y le proporciona la auténtica calidad que Nietzsche admiraba. Por lo demás, Nietzsche es el paradigma de qué poco la intención poética, incluso el sentido encarnado o representado inmediatamente por una obra de arte, es lo mismo que su contenido objetivo; en él, el contenido es verdaderamente la negación del sentido, pero no sería posible sin que la obra se refiriera al sentido y a continuación lo suprimiera mediante su propia complexión.
La afirmación se convierte en la clave de la desesperación, y la negatividad más pura del contenido contiene (como en Stifter) algo de afirmación. El resplandor que hoy emiten las obras de arte que prohíben la afirmación es la aparición de lo inefable afirmativo, de la presentación de algo que no existe como si existiera. Su pretensión de ser se extingue en la apariencia estética; lo que no existe queda prometido al aparecer. La constelación de lo existente y lo no existente es la figura utópica del arte. Aunque se ve forzado a la negatividad absoluta, el arte no es absolutamente negativo gracias precisamente a esa negatividad. La esencia antinómica del resto afirmativo se comunica a las obras de arte no en su posición respecto de lo existente, de la sociedad, sino de manera inmanente, y arroja una luz siniestra sobre ella. Ninguna belleza puede eludir hoy la cuestión de si es bella y si no se ha infiltrado mediante la afirmación sin proceso. La aversión a las artes aplicadas es, desplazada, la mala conciencia del arte que se agita al sonar cualquier acorde, al encontrarse ante cualquier color. La crítica social del arte no tiene por qué acercarse al arte desde fuera: está causada por las formaciones intraestéticas. La susceptibilidad incrementada del sentido estético se aproxima asintóticamente a la susceptibilidad contra el arte motivada socialmente. — La ideología y la verdad del arte no están separadas estrictamente. El arte no tiene a una sin la otra; esta reciprocidad induce al abuso ideológico y a la tabula rasa. No hay más que un paso desde la utopía de la igualdad consigo mismo de las obras de arte al hedor de las rosas celestiales que el arte (como las mujeres, según Schiller) esparce por la vida terrenal. Cuanto más desvergonzadamente la sociedad pasa a esa totalidad en que señala su lugar a todo, incluido el arte, tanto más completamente se polariza en ideología y en protesta; es difícil que esta polarización le haga bien. La protesta absoluta angosta al arte y daña a su razón de ser; la ideología se reduce a la copia paupérrima y autoritaria de la realidad.
En la cultura resucitada tras la catástrofe, el arte adopta algo ideológico mediante su existencia pura, antes de todo contenido. Su desproporción con el horror sucedido y amenazante lo condena al cinismo incluso ahí; se aparta del horror en cuanto lo ve. Su objetivación implica frialdad frente a la realidad. El arte queda degradado así a compinche de la barbarie a cuya merced él mismo queda cuando renuncia a la objetivación y de repente colabora, aunque sea mediante el compromiso polémico. Hoy, todas las obras de arte (incluidas las radicales) tienen un aspecto conservador; su existencia ayuda a consolidar las esferas del espíritu y de la cultura, cuya impotencia real y cuya complicidad con el principio de la desgracia salen sin tapujos a la luz. Pero esto conservador, que contra la tendencia a la integración social es más fuerte en las obras avanzadas que en las obras moderadas, no sólo es digno de desaparecer. Sólo en la medida en que el espíritu sobrevive y sigue actuando en su figura más avanzada, es posible la oposición al dominio omnímodo de la totalidad social. Una humanidad a la que el espíritu progresante no le hubiera entregado lo que ella se dispone a liquidar se hundiría en esa barbarie que una organización racional de la sociedad tiene que impedir.
Aun tolerado, el arte encarna en el mundo administrado lo que no se deja organizar y lo que la organización total oprime. Los tiranos de la nueva Grecia sabían muy bien por qué prohibían las obras de Beckett, en las que no se habla de política. La asocialidad se convierte en la legitimación social del arte. En nombre de la reconciliación, las obras auténticas tienen que borrar toda huella del recuerdo de la reconciliación Sin embargo, la unidad (a la que no se escapa ni lo disociativo) no sería posible sin la vieja reconciliación. Las obras de arte son culpables socialmente a priori, mientras que cada una que se merece su nombre intenta expiar su culpa. Su posibilidad de sobrevivir reside en que su esfuerzo para la síntesis también es irreconciliabilidad. Sin la síntesis que confronta a la obra de arte autónoma con la realidad, nada estaría fuera del hechizo de la realidad; el principio de separación del espíritu que difunde al hechizo en su rededor es también quien lo quebranta al determinarlo.
Que la tendencia nominalista del arte tiene implicaciones sociales en el extremo de la supresión de las categorías de orden dadas es evidente en los enemigos del arte moderno, hasta llegar a Emil Staiger. Su simpatía por lo que ellos llaman imagen directriz es inmediatamente una simpatía por la represión social, en especial por la represión sexual. La conexión de una actitud social reaccionaria con el odio a la modernidad artística, que el análisis del carácter obediente a la autoridad deja clara, queda documentada por la propaganda fascista vieja y nueva y confirmada por la investigación social empírica. La ira contra la presunta destrucción de bienes culturales sacrosantos y, por tanto, ya no experimentados es la tapadera de los deseos destructivos de los airados. Para la consciencia dominante, una consciencia que quisiera que las cosas fueran diferentes es caótica porque se desvía de lo endurecido. Los ataques más virulentos contra la anarquía del arte moderno (que no es gran cosa) suelen proceder de personas cuyos burdos errores en el nivel de información más simple delatan su desconocimiento de lo que odian; esas personas son inabordables porque no quieren experimentar lo que están decididas a rechazar de antemano. Es indiscutible la parte de culpa de la división del trabajo en todo esto. Igual que la persona no especializada no comprende sin más los desarrollos más recientes de la física nuclear, quien no sea especialista tampoco comprenderá la música o la pintura modernas, que son muy complejas. Pero mientras que en la física se acepta la incomprensibilidad porque se confía en la racionalidad que conduce a los teoremas físicos más recientes y que por principio cualquiera puede comprender, la incomprensibilidad es estigmatizada en el arte moderno como arbitrariedad esquizoide aunque lo estéticamente incomprensible no puede ser eliminado de la experiencia, como tampoco el esoterismo científico. El arte ya solo puede realizar su generalidad humana mediante la división consecuente del trabajo: todo otro arte es falsa consciencia. Objetivamente, las obras de calidad (en tanto que formadas por completo en sí mismas) son menos caóticas que innumerables obras con una fachada reluciente cuya propia figura se desmorona por debajo. Esto molesta a pocos. El carácter burgués tiende a aferrarse a lo malo frente al conocimiento mejor; un componente fundamental de la ideología es que nunca se cree por completo en ella, que avanza desde el autodesprecio a la autodestrucción. La consciencia semiformada persevera en él «Me gusta», riéndose con cinismo y desconcierto de que se fabriquen despojos culturales para engatusar a los consumidores: en tanto que ocupación del tiempo libre, el arte tiene que ser cómodo y no vinculante; los consumidores aceptan el engaño porque presienten en secreto que el principio de su propio realismo sano es el engaño de pagar con la misma moneda. En esa consciencia falsa y al mismo tiempo hostil al arte se despliega el momento de ficción del arte, su carácter de apariencia en la sociedad burguesa: mundus vult decipi es su imperativo categórico para el consumo artístico. De ahí que toda experiencia artística presuntamente ingenua quede recubierta de podredumbre; en esta medida, no es ingenua. Objetivamente, la consciencia predominante es movida a ese comportamiento obstinado porque los socializados tienen que fallar ante el concepto de la mayoría de edad (también de la mayoría de edad estética) que postula el orden que ellos reclaman como su propio orden y al que se aferran a cualquier precio. El concepto critico de sociedad, que es inherente a las obras de arte auténticas sin su intervención, es incompatible con lo que la sociedad tiene que pensar de sí misma para seguir siendo lo que es; la consciencia dominante no puede librarse de su propia ideología sin perjudicar a la autoconservación social. Esto confiere su relevancia social a las controversias estéticas aparentemente excéntricas.
Que la sociedad «aparezca» en las obras de arte, tanto con verdad polémica como ideológicamente, induce a la mistificación desde la filosofía de la historia.
La especulación podría ir a parar fácilmente a una armonía entre la sociedad y las obras de arte preestablecida por el espíritu del mundo. Pero la teoría no tiene que capitular ante su relación. El proceso que se consuma en las obras de arte y que en ellas es detenido hay que pensarlo como un proceso de igual sentido que el proceso social del que las obras de arte forman parte; de acuerdo con la fórmula de Leibniz, las obras de arte lo representan sin ventanas. La configuración de los elementos de la obra de arte en el conjunto de ésta obedece de manera inmanente a leyes que están emparentadas con las de la sociedad fuera. Tanto las fuerzas como las relaciones sociales de producción retornan por cuanto respecta a la forma (desprovistas de su facticidad) en las obras de arte porque el trabajo artístico es trabajo social; sus productos también lo son. Las fuerzas productivas en las obras de arte no son diferentes en sí de las fuerzas sociales, sino sólo al ausentarse constitutivamente de la sociedad real. Apenas se puede hacer algo en las obras de arte que no tenga un modelo más o menos latente en la producción social. La fuerza vinculante de las obras de arte más allá del hechizo de su inmanencia se basa en esa afinidad. Si las obras de arte son efectivamente mercancía absoluta, un producto social que se ha quitado toda apariencia de ser para la sociedad (que en los demás casos las mercancías mantienen convulsivamente), la relación determinante de producción, la forma mercancía, pasa a las obras de arte igual que la fuerza productiva social y el antagonismo entre ambas. La mercancía absoluta estaría libre de la ideología que es inherente a la forma mercancía, la cual pretende ser algo para-otro, mientras que irónicamente es para-sí, para los usuarios. Por supuesto, esa transformación de la ideología en verdad es una transformación del contenido estético, no de la posición del arte ante la sociedad inmediatamente. La mercancía absoluta sigue siendo vendible y se ha convertido en un «monopolio natural». Que las obras de arte, igual que en tiempos las ánforas y las estatuillas, sean ofrecidas en el mercado no es un uso impropio de ellas, sino la consecuencia sencilla de su participación en las relaciones de producción. Un arte carente por completo de ideología no es posible.
Mediante su mera antítesis con la realidad empírica no llega a serlo; Sartre[88] ha subrayado con razón que el principio del arte por el arte (que en Francia prevalece desde Baudelaire igual que en Alemania prevalece el ideal estético del arte como correccional moral) fue aceptado por la burguesía como medio de neutralización del arte con el mismo agrado que en Alemania se integró el arte en el orden como aliado enmascarado del control social. Lo que en el principio del arte por el arte es ideología tiene su lugar no en la antítesis enérgica del arte con la empiria, sino en la abstracción y facilidad de esa antítesis. Ciertamente, la idea de belleza que el principio del arte por el arte establece no ha de ser (al menos, en el desarrollo posbaudelaireano) formal-clasicista, pero elimina como una molestia todo contenido que más acá de la ley formal (antiartísticamente) no se doblegue a un canon dogmático de lo bello: en este espíritu, George reprende en una carta a Hofmannsthal porque en una nota sobre la muerte de Tiziano hizo morir de peste al pintor[89]. El concepto de belleza del arte por el arte se vuelve al mismo tiempo vacío y cargado de materia, una organización del Jugendstil, como se delata en las fórmulas de Ibsen de los pámpanos en el pelo y del morir en belleza. La belleza, incapaz de determinarse a sí misma, cosa que sólo puede obtener en su otro, como si fuera una raíz aérea, se queda enredada en el destino del ornamento inventado.
Esta idea de lo bello es limitada porque está en antítesis inmediata con la sociedad, a la que se rechaza por fea, en vez de (como hicieron Baudelaire y Rimbaud) extraer su antítesis del contenido (en Baudelaire, de la imagerie de París) y ponerla a prueba: sólo así, la distancia se convertiría en la intervención de la negación determinada. Precisamente la autarquía de la belleza neorromántica y simbolista, su afectación frente a esos momentos sociales que son los únicos en los que la forma llega a ser forma, la ha hecho tan rápidamente consumible. Esta belleza engaña sobre el mundo de mercancías al dejarlo de lado; esto la cualifica como mercancía. Su forma latente de mercancía ha condenado intra-artísticamente al kitsch a las obras del arte por el arte. Habría que mostrar en Rimbaud cómo en su concepción del arte conviven inconexos la antítesis cortante con la sociedad y la complacencia: el embeleso rilkeano ante el aroma del viejo baúl, canciones de cabaret; al final triunfó la conciliabilidad, y no se pudo salvar al principio del arte por el arte. Por eso, también socialmente la situación del arte hoy es aporética. Si hace concesiones en su autonomía, se entrega al negocio de la sociedad existente; si permanece estrictamente para si, se deja integrar como un sector inofensivo más. En la aporía aparece la totalidad de la sociedad, que se traga todo lo que suceda. Que las obras renuncien a la comunicación es una condición necesaria, pero no suficiente, de su esencia no ideológica El criterio central es la fuerza de la expresión mediante cuya tensión las obras de arte hablan con un gesto sin palabras. En la expresión se revelan como cicatriz social; la expresión es el fermento social de su figura autónoma El testigo principal de esto sería el Guernica de Picasso, que con su estricta incompatibilidad con el realismo prescrito, mediante su construcción inhumana, adquiere esa expresión que lo agudiza como protesta social más allá de todo malentendido contemplativo. Las zonas sociales críticas de las obras de arte son aquellas en que duele, aquellas en que en la expresión sale históricamente a la luz la falsedad del estado social. A esto reacciona la ira.
Las obras de arte son capaces de apropiarse lo heterogéneo a ellas, su enredamiento en la sociedad, porque ellas mismas son al mismo tiempo algo social. Sin embargo, su autonomía (laboriosamente arrebatada a la sociedad y surgida socialmente) tiene la posibilidad de recaer en la heteronomía; todo lo nuevo es más débil que lo siempre igual acumulado y esta listo a regresar al lugar de donde vino. El nosotros encapsulado en la objetivación de las obras no es radicalmente diferente del nosotros exterior, si bien a menudo es un residuo de un nosotros real pasado. Por eso, la apelación colectiva no es simplemente el pecado original de las obras, sino que algo en su ley formal la implica. No es por pura obsesión con la política que la filosofía griega grande concede al efecto estético mucho más peso de lo que su tenor objetivo hace esperar. Desde que el arte quedo incluido en la reflexión teórica, esta padece la tentación de elevarse por encima del arte y caer así por debajo de el y entregarlo a las relaciones de poder. Lo que hoy se llama determinación local tiene que salir del hechizo estético; la soberanía barata que le asigna al arte su situación social lo trata a la ligera una vez que ha despachado su inmanencia formal como un autoengaño ingenuo y vano, como si esa inmanencia no fuera otra cosa que aquello a lo que condena al arte su lugar en la sociedad. La valoración que Platón hace del arte según corresponda o no a las virtudes militares de la comunidad popular que el confunde con la utopía, su rencor totalitario contra la decadencia real o inventada por odio, su aversión a las mentiras de los poetas, que no son otra cosa que el carácter de apariencia del arte, al que el llama al orden existente: todo esto mancha el concepto de arte en el mismo instante en que se reflexiona sobre el por primera vez. Ciertamente, la purificación de los afectos en la Poética de Aristóteles ya no se adhiere sin tapujos a los intereses de dominio, pero los salvaguarda cuando su ideal de sublimación encarga al arte, en vez de la satisfacción física de los instintos y las necesidades del público, instaurar la apariencia estética como sustituto de la satisfacción: la catarsis es una acción de purificación contra los afectos en connivencia con la opresión. La catarsis aristotélica esta anticuada porque forma parte de la mitología del arte y es inadecuada a los efectos reales. A cambio, las obras de arte han consumado en sí mismas mediante la espiritualización lo que los griegos proyectaban a su efecto exterior: las obras de arte son, en el proceso entre la ley formal y el contenido material, su propia catarsis. Sin duda, la sublimación (incluida la sublimación estética) forma parte del progreso civilizatorio y del progreso intra-artístico, pero también tiene un aspecto ideológico: debido a su falsedad, el sustituto «arte» priva a la sublimación de la dignidad que reclama para el todo el clasicismo que sobrevivió durante más de dos mil años bajo la protección de la autoridad de Aristóteles. La teoría de la catarsis imputa propiamente al arte el principio que al final la industria cultural toma en sus manos y administra. El índice de esa falsedad es la duda razonable en que el beneficioso efecto aristotélico tuviera lugar alguna vez; el sustituto bien pueden haberlo proporcionado siempre unos instintos atrofiados. — Incluso la categoría de lo nuevo, que en la obra de arte representa lo que todavía no existe y aquello mediante lo cual ella trasciende, lleva la marca de lo siempre igual bajo una cubierta que va cambiando. La consciencia encadenada hasta hoy ni siquiera es dueña de lo nuevo en la imagen: suena de nuevo, pero no es capaz de sonar lo nuevo. Si la emancipación del arte solo fue posible mediante la recepción del carácter de mercancía en tanto que apariencia de su ser-en-sí, con el desarrollo posterior el carácter de mercancía vuelve a salir de las obras de arte; a esto contribuya no poco el Jugendstil, con la ideología de la introducción del arte en la vida y con las sensaciones de Wilde, d’Annunzio y Maeterlinck, que son preludios de la industria cultural. El avance de la diferenciación subjetiva, el incremento y la difusión del ámbito de los estímulos estéticos, hizo disponibles a éstos, que pudieron ser producidos para el mercado cultural. La adhesión del arte a las reacciones individuales más fugaces se alió con su cosificación; su semejanza creciente con lo subjetivamente físico lo alejó en la mayor parte de la producción de su objetividad y se puso al servicio del público; por tanto, el lema l’art pour l’art era la tapadera de su contrario. El griterío sobre la decadencia es verdadera en tanto que la diferenciación subjetiva tiene un aspecto de debilidad del yo, el mismo que la mentalidad de los clientes de la industria cultural; ésta supo sacarle partido. Lo kitsch no es, como quisiera la fe en la cultura, un mero producto de desecho del arte, surgido mediante una acomodación desleal, sino que espera en el arte a que llegue la ocasión de emerger desde el arte. Mientras que lo kitsch se escapa de toda definición, también de la histórica, una de sus características más tenaces es la ficción y, por tanto, la neutralización de sentimientos no presentes.
Lo kitsch parodia a la catarsis. Pero la misma ficción la hace el arte de calidad, y ella era esencial para él, pues al arte de calidad le es ajena la documentación de sentimientos presentes realmente, el volver a exponer la materia prima psíquica.
Es inútil intentar trazar de una manera abstracta las fronteras entre la ficción estética y las baratijas sentimentales de lo kitsch. Lo kitsch es un veneno que está mezclado con todo arte; segregarlo es uno de los esfuerzos desesperados del arte de hoy. Complementaria al sentimiento producido y malvendido es la categoría de lo vulgar, que afecta a todo sentimiento vendible. Qué sea vulgar en las obras de arte es tan difícil de precisar como responder a la pregunta que planteó Erwin Ratz: ¿cómo se puede integrar en la vulgaridad al arte, que de acuerdo con su gesto apriórico es protesta contra la vulgaridad? Sólo mutilado, lo vulgar representa lo plebeyo que el arte llamado elevado deja fuera. Donde el arte elevado se inspira en esos momentos plebeyos sin guiños de complicidad adquiere una gravedad que es lo contrario de lo vulgar. El arte se volvió vulgar por condescendencia: donde, mediante el humor, apela a la consciencia deformada y la confirma. Al dominio le vendría bien que lo que él ha hecho de las masas y para lo que él instruye a las masas figurase en el debe de las masas. El arte respeta a las masas al presentarse ante ellas como lo que ellas podrían ser en vez de adaptarse a ellas en su figura degradada. Socialmente, lo vulgar en el arte es la identificación subjetiva con la humillación reproducida objetivamente. En vez de lo negado a las masas, ellas disfrutan reactivamente, por rencor, de lo que la negación causa y usurpa el lugar de lo negado. Que el arte inferior, el entretenimiento, sea obvio y socialmente legítimo es ideología; esa obviedad sólo es expresión de la omnipresencia de la represión. El modelo de lo vulgar estético es el niño que en el anuncio guiña un ojo mientras prueba un pedazo de chocolate, como si eso fuera pecado. En lo vulgar retorna lo reprimido con las marcas de la represión; subjetivamente, es expresión del fracaso de esa sublimación que ensalza al arte como catarsis y se atribuye el mérito porque se da cuenta de que hasta hoy el arte (como toda la cultura) apenas ha salido bien. En la era de la administración total, la cultura ya no necesita primariamente humillar a los bárbaros que ella crea; basta que fortalezca mediante sus rituales a la barbarie, que desde tiempos inmemoriales se venía sedimentando subjetivamente en ella. – El hecho de que aquello a lo que el arte siempre recuerda no exista desencadena la ira; ésta es transferida a la imagen de eso otro, que queda manchado. Los arquetipos de lo vulgar que a veces el arte de la burguesía emancipadora domeñó de manera genial en sus payasos, criados y papagenos son hoy las sonrientes bellezas de los anuncios en cuyo elogio se unen en beneficio de las marcas de crema dentífrica los carteles de todos los países, a los cuales quienes se saben engañados por tanto resplandor femenino les pintan de negro los deslumbrantes dientes y hacen visible con santa inocencia la verdad sobre el resplandor de la cultura. Al menos este interés es atendido por lo vulgar. Como la vulgaridad estética imita de manera adialéctica la invariante de la humillación social, no tiene historia; los graffiti celebran su eterno retorno.
Ninguna materia ha sido prohibida jamás por el arte en tanto que vulgar; la vulgaridad es una relación con las materias y con aquellos a los que se apela.
Entre tanto, su expansión a lo total se ha tragado lo que decía ser noble y sublime: una de las razones para la liquidación de lo trágico, que se ha consumado en los finales de las operetas de Budapest. Hoy hay que rechazar todo lo que se presenta como arte ligero; pero no menos lo noble, que es la antítesis abstracta de la cosificación y al mismo tiempo su presa. Desde los tiempos de Baudelaire, a lo noble le gusta aliarse con la reacción política, como si la democracia en tanto que tal (la categoría cuantitativa de la masa) fuera la causa de lo vulgar y no la opresión permanente en medio de la democracia. Hay que mantenerse fiel a lo noble en el arte, que al mismo tiempo tiene que reflejar su propia culpabilidad, su complicidad con el privilegio. Su refugio ya sólo es la firmeza y la resistencia del dar forma. Lo noble se convierte en lo malo, en lo vulgar, mediante su autoposición, pues hasta hoy no hay nada noble. Mientras que, desde el verso de Hölderlin[90], ya nada santo vale para el uso, lo noble se nutre de una contradicción, como podía notar el joven que Ida con simpatía un periódico socialista y al mismo tiempo sentía repugnancia hacia su lenguaje y su mentalidad, el fondo subalterno de la ideología de una cultura para todos. En todo caso, aquello por lo que ese periódico tomaba partido no era el potencial de un pueblo liberado, sino el pueblo como complemento de la sociedad de clases, el universo estético de votantes con el que hay que contar.
El concepto contrario al comportamiento estético es el concepto de lo banal, que pasa de muchas maneras a lo vulgar, pero se diferencia de ello por la indiferencia o el odio donde la vulgaridad masculla con ansiedad. Corresponsable socialmente de lo noble estético, la prohibición de lo banal atribuye inmediatamente al trabajo espiritual un rango superior que al trabajo corporal.
Que el arte viva mejor se convierte para su autoconsciencia y para quienes reaccionan estéticamente en lo mejor en sí mismo. El arte necesita la autocorrección permanente de este momento ideológico. Es apto para ella porque el arte, siendo la negación de la esencia practica, es empero praxis (y no solo por su génesis), la actuación que cada artefacto necesita. Si su contenido está en movimiento, si no sigue siendo el mismo, las obras de arte objetivadas se convierten durante su historia en modos prácticos de comportarse y se dirigen a la realidad. En esto, el arte coincide con la teoría. Repite la praxis, modificada y (si se quiere) neutralizada, y toma de este modo posición. El sinfonismo de Beethoven, que hasta en su quinismo secreto es el proceso burgués de producción y la expresión de la desgracia permanente que ese proceso trae consigo, se convierte al mismo tiempo mediante su gesto de afirmación trágica en el fait social: las cosas tienen que seguir siendo tal como son, por lo que están bien. Esa musica pertenece al proceso emancipador y revolucionario de la burguesía y anticipa su apologética. Cuanto más profundamente se descifra a las obras de arte, tanto menos absoluto es su contraste con la praxis; ellas son otra cosa que su fundamento: son ese contraste, y exponen su mediación. Las obras de arte son menos y más que praxis. Menos, porque (como quedo codificado de una vez para siempre en La sonata a Kreutzer de Tolstoi) retroceden ante lo que hay que hacer, tal vez lo obstaculizan, aunque son menos capaces de hacerlo de lo que suponía el renegado y asceta Tolstoi. El contenido de verdad de las obras de arte no se puede separar del concepto de humanidad. A través de todas las mediaciones, de toda la negatividad, son imágenes de una humanidad transformada; no pueden tranquilizarse haciendo abstracción de esa transformación. El arte es más que praxis porque, al apartarse de ella, denuncia la torpe falsedad de la praxis. La praxis inmediata no se entera de esto mientras la organización practica del mundo no sea completa. La crítica que el arte ejerce a priori es la crítica de la actividad en tanto que criptograma del dominio. De acuerdo con su forma pura, la praxis tiende a aquello que debería eliminar; la violencia es inmanente a ella y se mantiene en sus sublimaciones, mientras que las obras de arte (incluso las más agresivas) defienden la ausencia de violencia. Hacen una advertencia contra ese conjunto de la empresa practica y del ser humano practico tras el cual se oculta el apetito bárbaro de la especie, la cual no es humanidad mientras se deje dominar por el y se fusione con el dominio. La relación dialéctica del arte con la praxis es la relación de su efecto social. Hay que poner en duda que las obras de arte intervengan políticamente; si eso sucede, suele ser periférico para ellas; si aspiran a eso, las obras de arte suelen quedar por debajo de su concepto. Su verdadero efecto social esta muy mediado, es la participación en el espíritu que contribuye a la transformación de la sociedad a través de procesos subterráneos y se concentra en las obras de arte; esa participación solo la ganan mediante su objetivación. El efecto de las obras de arte es el del recuerdo que producen mediante su existencia, apenas el de que una praxis manifiesta responda a su praxis latente; su autonomía se ha alejado demasiado de la inmediatez de la praxis. Si la génesis histórica de las obras de arte remite a nexos de efectos, éstos no desaparecen sin dejar rastro en ellas; el proceso que cada obra de arte consuma en sí misma repercute en la sociedad como modelo de la praxis posible en que se constituye algo así como un sujeto global. Aunque lo fundamental en el arte no es el efecto, sino su propia figura, esta tiene empero efectos. Por eso, el análisis critico del efecto dice algo sobre lo que las obras de arte encierran en su coseidad; esto se podría exponer en el efecto ideológico de Wagner. Falsa no es la reflexión social sobre las obras de arte y su quinismo, sino la ordenación social abstracta desde arriba, que es indiferente a la tensión entre el nexo de efecto y el contenido. Por lo demás, hasta qué punto las obras de arte intervengan en la práctica no lo determinan sólo ellas, sino más aún la hora histórica. Sin duda, las comedias de Beaumarchais no estaban comprometidas a la manera de Brecht o de Sartre, pero tuvieron algún efecto político porque su contenido estaba en armonía con un rasgo histórico que disfrutaba adulado al reencontrarse ahí. Paradójicamente, el efecto social del arte es de segunda mano; lo que en él se atribuye a la espontaneidad depende de la tendencia social global. A la inversa, la obra de Brecht, que quería transformar como muy tarde desde Santa Juana de los mataderos, probablemente era impotente desde el punto de vista social, y Brecht era demasiado inteligente como para engañarse al respecto. A su efecto se le puede aplicar la fórmula anglosajona de preaching to the saved. Su programa de distanciamiento era hacer pensar al espectador. El postulado de Brecht del comportamiento pensante converge curiosamente con el postulado de una actitud cognoscitiva objetiva que algunas obras de arte autónomas significativas esperan como actitud adecuada por parte del contemplador, del oyente, del lector. Pero el gesto didáctico de Brecht es intolerante frente a la plurivocidad en la que el pensamiento se inflama: es autoritario. Ésta puede haber sido la reacción de Brecht a la ineficacia de sus obras didácticas: mediante la técnica de dominio, de la que era un virtuoso, quiso forzar el efecto, igual que en otros tiempos planeó cómo organizar su fama. Sin embargo, la autoconsciencia de la obra de arte como un componente de la praxis política se ha adherido a la obra de arte (en parte gracias a Brecht) como una fuerza contra su ofuscación ideológica. El practicismo de Brecht se convirtió en el formador estético de sus obras y no se puede eliminar de su contenido de verdad, de algo sustraído a un nexo efectual inmediato. La razón aguda de la ineficacia social de las obras de arte de hoy que no se entregan a la propaganda cruda es que, para oponerse al sistema de comunicación que lo domina todo, tienen que renunciar a los medios comunicativos que tal vez las acercarían a las poblaciones.
En todo caso, las obras de arte ejercen un efecto práctico en un cambio de la consciencia que apenas se puede atrapar, no arengando; además, los efectos agitadores se agotan muy rápidamente, presumiblemente porque incluso las obras de arte de ese tipo se perciben bajo la cláusula general de la irracionalidad: su principio, del que no se libran, interrumpe la inflamación práctica directa. La educación estética saca de la contaminación preestética de arte y realidad. La distanciación, su resultado, pone de manifiesto no sólo el carácter objetivo de la obra de arte. Afecta también al comportamiento subjetivo, secciona las identificaciones primitivas, pone fuera de acción al receptor (en tanto que persona empírico-psicológica) en beneficio de su relación con la cosa. El arte necesita subjetivamente la exteriorización; a ella se refería también la crítica de Brecht a la estética de la empatía. Pero la exteriorización es práctica en la medida en que define a quien experimenta el arte y sale de sí mismo como ξώον πολιτικόν, igual que el arte es objetivamente praxis en tanto que formación de la consciencia; el arte sólo llega a ser esto si no engaña a nadie. Quien aborde la obra de arte de una manera objetiva no se dejará entusiasmar por ella como sugiere el concepto de apelación directa. Eso sería incompatible con la actitud cognoscitiva que está en conformidad con el carácter cognoscitivo de las obras. A la necesidad objetiva de un cambio de la consciencia que pudiera pasar a un cambio de la realidad le corresponden las obras de arte mediante la afrenta a las necesidades dominantes, alterando la iluminación de lo familiar a la que ellas mismas tienden. En cuanto tienen la esperanza de obtener el efecto cuya ausencia les hace sufrir adaptándose a las necesidades presentes, las obras de arte hacen perder a los seres humanos lo que ellas podrían darles (dicho sea tomando en serio la fraseología de la necesidad y dirigiéndola contra ella misma). Las necesidades estéticas son hasta cierto punto vagas e inarticuladas; las prácticas de la industria cultural parecen no haber cambiado esto tanto como ellas quieren hacer creer y como se suele suponer. Que la cultura saliera mal implica que propiamente no hay necesidades culturales subjetivas separadas de la oferta y de los mecanismos de distribución. La necesidad de arte es ideología; se podría vivir sin arte, no sólo objetivamente, sino también en el alma de los consumidores, que al cambiar las condiciones de su existencia se ven movidos sin esfuerzo a cambiar su gusto, que sigue la línea de la menor resistencia. En una sociedad que desacostumbra a los seres humanos a pensar más allá de sí mismos, es superfluo lo que excede a la reproducción de su vida, aunque se les diga que no podrían vivir sin eso. Hasta ahí es verdad la rebelión más reciente contra el arte: a la vista de la carencia absurdamente persistente, de la barbarie que sigue reproduciéndose, de la amenaza omnipresente de la catástrofe total, los fenómenos que se desinteresan por la conservación de la vida tienen un aire bobalicón. Mientras que los artistas pueden ser indiferentes frente a un negocio cultural que se traga todo y no excluye nada (ni siquiera lo mejor), ese negocio comunica a todo lo que se desarrolla en el algo de su indiferencia objetiva. Lo que Marx todavía podía suponer tranquilamente como necesidades culturales en el concepto de estándar cultural global tiene su dialéctica en que ahora hace más honor a la cultura quien renuncia a ella y no participa en sus festivales que quien se contenta con sus fastos. Contra las necesidades culturales hablan motivos estéticos no menos que motivos reales. La idea de las obras de arte quiere interrumpir el intercambio eterno de necesidad y satisfacción, no pecar mediante satisfacciones sustitutivas contra la necesidad insatisfecha. Toda teoría estética y sociológica de las necesidades se sirve de lo que una expresión característicamente anticuada llama vivencia estética. La insuficiencia de ésta se nota hasta en la constitución de las vivencias artísticas, si es que hay algo así. Suponerlas reposa en la tesis de una equivalencia entre el contenido de la vivencia (dicho de una manera grosera: la expresión emocional) de las obras y la vivencia subjetiva del receptor. El receptor tiene que alterarse cuando la musica se comporta como si estuviera alterada, mientras que, si entiende algo, participara emocionalmente tanto menos cuanto más llamativamente gesticule la cosa. Difícilmente podría inventarse la ciencia algo más ajeno al arte que esos experimentos en los que se intenta medir el efecto estético y la vivencia estética mediante el pulso. La fuente de esa equivalencia es turbia. Lo que ahí presuntamente hay que vivir o revivir (dicho popularmente: los sentimientos del autor) solo es un momento parcial en las obras, y seguro que no el decisivo. Las obras no son protocolos de agitaciones (esos protocolos son muy poco queridos por los oyentes y son lo que menos se puede «revivir»), sino que están modificadas radicalmente por el nexo autónomo. La interrelación de los elementos constructivo y miméticamente expresivo en el arte es simplemente escamoteada o falseada por la teoría de la vivencia: la equivalencia que se presupone no es tal, sino que se selecciona algo particular. De nuevo alejado del nexo estético, retraducido a la empiria, se convierte por segunda vez en algo diferente de lo que es en la obra. La conmoción por las obras significativas no emplea a estas como desencadenantes de emociones propias, reprimidas.
Pertenece al instante en que el receptor se olvida de sí mismo y desaparece en la obra: al instante del estremecimiento. El receptor pierde el suelo bajo sus pies; la posibilidad de la verdad que se encarna en la imagen estética se le hace presente.
Esa inmediatez en la relación con las obras es función de la mediación, de la experiencia penetrante y amplia; ésta se condensa en el instante, y para eso necesita toda la consciencia, no estímulos y reacciones puntuales. La experiencia del arte, de su verdad o falsedad, es más que una vivencia subjetiva: es la irrupción de la objetividad en la consciencia subjetiva. Mediante esa experiencia, la objetividad es mediada donde la reacción subjetiva es más intensa. En Beethoven, algunas situaciones son la scène à faire, tal vez incluso con la macula de lo organizado. La aparición de la repetición de la Novena sinfonía celebra como resultado del proceso sinfónico su establecimiento originario. Retumba como un así es avasallador. A esto puede responder el estremecimiento, matizado por el miedo al avasallamiento; al afirmar, la musica dice también la verdad sobre la falsedad. Las obras de arte aluden sin juicio, como con el dedo, a su contenido, sin que este sea discursivo. La reacción espontánea del receptor es mimesis de la inmediatez de este gesto. Pero las obras no se agotan en él. La posición que ese pasaje adopta mediante su gesto esta sometida, una vez integrada, a la crítica, que intenta averiguar si la fuerza del ser-así-y-no-de-otra-manera en cuya epifanía se basan esos instantes del arte es índice de su propia verdad. La experiencia plena, que culmina en el juicio sobre la obra sin juicio, exige una decisión al respecto y, por tanto, un concepto. La vivencia solo es un momento de esa experiencia, y además un momento falible, con la cualidad de lo persuadido. Las obras del tipo de la Novena sinfonía ejercen sugestión: la fuerza que obtienen mediante su propia estructura pasa al efecto. En el desarrollo que sigue a Beethoven, la fuerza de sugestión de las obras, que originalmente esta tomada de la sociedad, rebota sobre la sociedad, se vuelve agitadora e ideológica. El estremecimiento, que esta contrapuesto rotundamente al concepto habitual de vivencia, no es una satisfacción particular del yo, no se parece al placer. Más bien, es una advertencia de la liquidación del yo, que estremecido comprende su propia limitación y finitud. Esta experiencia es contraria al debilitamiento del yo que la industria cultural lleva a cabo. Para ella, la idea de estremecimiento sería una estupidez fútil; esta parece ser la motivación más interna de la desartización del arte. Para ver un poco más allá de la prisión que el yo es, el yo no necesita la dispersión, sino la tensión máxima; esto preserva de la regresión al estremecimiento, que por lo demás es un comportamiento involuntario. Kant expuso en la estética de lo sublime la fuerza del sujeto como su condición. Ciertamente, la aniquilación del yo a la vista del arte no hay que tomarla al pie de la letra. Pero como lo que se llama vivencias estéticas es real psicológicamente en tanto que vivencia, sería difícil entenderlas si se transfiriera a ellas el carácter de apariencia del arte. Las vivencias no son un como si. Ciertamente, el yo no desaparece realmente en el instante del estremecimiento; la embriaguez que se mueve hacia ahí es incompatible con la experiencia artística. Durante algunos momentos, el yo capta de manera real la posibilidad de dejar bajo sí a su autoconservación, sin que esto baste para realizar esa posibilidad. Una apariencia no es el estremecimiento estético, sino su posición ante la objetividad: en su inmediatez siente el potencial como si estuviera actualizado. El yo es capturado por la consciencia no metafórica, que rompe la apariencia estética: que no es lo último, sino aparente.
Esto transforma el arte para el sujeto en lo que el arte es en sí mismo, en el portavoz histórico de la naturaleza oprimida, que es crítico con el principio de yo, el agente interior de la opresión. La experiencia subjetiva contra el yo es un momento de la verdad objetiva del arte. Por el contrario, quien experimenta las obras de arte refiriéndolas a sí mismo no las experimenta; lo que en este caso se considera vivencia es un sucedáneo cultural. Incluso de él se hacen ideas demasiado simples. Los productos de la industria cultural, más planos y estandarizados de lo que jamás serán sus aficionados, siempre obstaculizarán esa identificación a la que tienden. La pregunta de qué les hace la industria cultural a los seres humanos probablemente sea demasiado ingenua; el efecto de la industria cultural es mucho menos específico de lo que sugiere la forma de la pregunta. El tiempo vacío es llenado con lo vacío, ni siquiera produce una falsa consciencia, sólo deja con esfuerzo tal cual a lo que ya existía.
El momento de praxis objetiva que es inherente al arte se convierte en intención subjetiva donde su antítesis con la sociedad se vuelve irreconciliable debido a la tendencia objetiva de ésta y a la reflexión crítica del arte. El nombre habitual para esto es compromiso. El compromiso es un grado de reflexión superior que la tendencia; no quiere simplemente mejorar situaciones impopulares, aunque los comprometidos simpatizan demasiado fácilmente con las medidas; el compromiso pretende la transformación de las condiciones de las situaciones, no sólo hacer propuestas; por tanto, el compromiso tiende a la categoría estética de esencia. La autoconsciencia polémica del arte presupone su espiritualización; cuanto más susceptible se vuelve frente a la inmediatez sensorial, con la que en otros tiempos se le equiparó, tanto más crítica es la actitud del arte hacia la realidad cruda, que siendo prolongación de la situación natural se reproduce ampliada por la sociedad.
El rasgo reflexivo y crítico de la espiritualización agudiza no sólo formalmente la relación del arte con su contenido. El alejamiento de Hegel respecto de la estética sensualista del gusto convergía con la espiritualización de la obra de arte y con la acentuación de su contenido. Mediante la espiritualización, la obra de arte se convierte en lo que en tiempos se le atribuyó como efecto sobre otro espíritu. — El concepto de compromiso no hay que tomarlo demasiado literalmente. Si se convierte en norma de una valoración, se repite en la posición ante las obras de arte ese momento de control al que ellas se oponen antes que todo compromiso controlable. Pero esto no pone fuera de acción, a voluntad de la estética del gusto, a categorías como la de tendencia e incluso sus derivados burdos. Lo que ellas anuncian se convierte en su contenido legítimo en una fase en la que no se inflaman en otra cosa que en el anhelo y la voluntad de que las cosas sean de otra manera. Pero esto no las dispensa de la ley formal; incluso el contenido espiritual es materia y es devorado por las obras de arte aunque a su autoconsciencia le parezca lo esencial. Brecht no dijo nada que no se pudiera conocer con independencia de sus obras y más contundentemente en la teoría o que no fuera familiar a sus espectadores habituales: que los ricos viven mejor que los pobres, que el mundo es injusto, que pese a la igualdad formal pervive la opresión, que la bondad privada es convertida en su contrario por la maldad objetiva; que (una sabiduría dudosa) la bondad necesita la máscara de la maldad. Pero la drasticidad sentenciosa con que Brecht tradujo en gestos escénicos esas tesis nada novedosas dio su tono a sus obras; la didáctica lo condujo a sus innovaciones dramáticas, que derribaron al enmohecido teatro psicológico y de intriga. En sus obras, las tesis adquirieron una función completamente diferente a la que se refería su contenido.
Las tesis se volvieron constitutivas, hicieron del drama algo antiilusorio, contribuyeron a la ruina de la unidad del nexo de sentido. En esto consiste su calidad, no en el compromiso, pero la calidad está adherida al compromiso, que se convierte en su elemento mimético. El compromiso de Brecht arrastra a la obra de arte a donde ella tiende históricamente por sí misma: la desordena. En el compromiso, algo encerrado en el arte sale fuera mediante el uso creciente. Lo que las obras fueron en sí llegan a serlo para si. La inmanencia de las obras, su distancia cuasi apriórica respecto de la empiria, no sería posible sin la perspectiva de una situación a transformar de una manera real, mediante una praxis consciente de sí misma. Shakespeare no defendió en Romeo y Julieta el amor sin tutela familiar; pero sin el anhelo de una situación en la que el amor ya no este mutilado y condenado ni por el poder patriarcal ni por ningún otro poder, la presencia de los dos enamorados no tendría la dulzura con la que el paso del tiempo no ha acabado, la utopía sin palabras y sin imágenes; el tabú del conocimiento sobre toda utopía positiva vale también para las obras de arte. La praxis no es el efecto de las obras, pero está encapsulada en su contenido de verdad. Por eso, el compromiso puede convertirse en la fuerza productiva estética. El griterío contra la tendencia y el compromiso es subalterno. La preocupación ideológica de mantener pura a la cultura obedece al deseo de que en la cultura fetichizada todo siga como antes. Ese enfado no se lleva mal con el enfado habitual en el polo contrario, estandarizado en la imagen de la torre de marfil de la que se dice que el arte tiene que salir en una época que se entiende como la época de la comunicación de masas. El denominador común es el mensaje; el gusto de Brecht evitó esta palabra, pero la cosa no era ajena al positivista en él. Ambas actitudes se refutan drásticamente. Don Quijote puede haber servido a una tendencia particular e irrelevante, a la tendencia de suprimir la novela de caballerías que se había arrastrado de los tiempos feudales a la época burguesa; siendo el vehículo de esta modesta tendencia, se convirtió en una obra de arte ejemplar. El antagonismo de los géneros literarios del que Cervantes participó se le convirtió sin darse cuenta en un antagonismo de las épocas, y al final fue metafísicamente la expresión auténtica de la crisis del sentido inmanente en el mundo desencantado. Obras sin tendencia como el Werther han contribuido considerablemente a la emancipación de la consciencia burguesa en Alemania. Al exponer la colisión de la sociedad con el sentimiento de la persona que se sabe no amada, Goethe protestó eficazmente contra la pequeña burguesía endurecida sin nombrarla. Sin embargo, lo común de las dos posiciones censoras fundamentales de la consciencia burguesa (que la obra de arte no debe querer transformar y que tiene que existir para todos) es el alegato en favor del statu quo; aquella defiende la paz de las obras de arte con el mundo; esta vigila que se basen en las formas sancionadas de la consciencia pública. En el repudio del statu quo convergen hoy el compromiso y el hermetismo. La intervención es mal vista por la consciencia cosificada porque cosifica por segunda vez la obra de arte ya cosificada; su objetivación contra la sociedad se convierte para la obra de arte en su neutralización social. El lado girado hacia fuera de las obras de arte es falseado como su esencia sin tomar en consideración su formación y su contenido de verdad. Ninguna obra de arte puede ser verdadera socialmente si no es verdadera también en sí misma; y la consciencia falsa socialmente no puede convertirse en algo auténtico estéticamente. Los aspectos social e inmanente de las obras de arte no coinciden, pero tampoco divergen tanto como quisieran por igual el fetichismo cultural y el practicismo. El contenido de verdad de las obras de arte tiene su valor social en aquello mediante lo cual va más allá de su complexión estética en virtud de esta misma. Esa duplicidad no es una clausula general prescrita de manera abstracta a la esfera del arte. Está grabada en cada obra, es el elemento vital del arte. Llega a ser algo social mediante su en sí, que es un en-sí mediante la fuerza productiva social operante en ella. La dialéctica de lo social y del en-sí de las obras de arte es una dialéctica de su propia constitución en la medida en que ellas no toleran nada interior que no se exteriorice, nada exterior que no sea portador de lo interior, del contenido de verdad.
La duplicidad de las obras de arte en tanto que figuras autónomas y fenómenos sociales hace oscilar ligeramente a los criterios: las obras autónomas incitan al veredicto de lo socialmente indiferente, incluso de lo reaccionario y criminal; a la inversa, las obras que juzgan a la sociedad de una manera univoca y discursiva niegan al arte y a sí mismas. La crítica inmanente podría romper esta alternativa.
Ciertamente, Stefan George se merecía el reproche de socialmente reaccionario mucho antes de las máximas de su Alemania secreta; la poesía de las pobres gentes de finales de los años ochenta y comienzos de los años noventa (Arno Holz, por ejemplo) no se merecía menos el reproche de lo grosero infraestético.
Sin embargo, habría que confrontar a ambos tipos con su propio concepto. Los modales aristocráticos con que George se exhibe a sí mismo contradicen la superioridad que postulan, de modo que fracasan artísticamente; el verso «Y que no nos falte un ramo de mirto»[91] hace reír igual que el verso sobre el emperador romano que, después de hacer matar a su hermano, alza con delicadeza la cola de su vestido púrpura[92]. Lo violento de la actitud social de George (una identificación malograda) se comunica a su poesía en los actos de violencia del lenguaje que manchan la pureza de la obra abandonada a sí misma que George busca. En el esteticismo programático, la consciencia social falsa se convierte en el tono chillón que lo desmiente. Sin que se ignore la diferencia de rango entre él (pese a todo) gran poeta y los naturalistas menores, hay que constatar en éstos algo complementario: el contenido social, crítico, de sus obras de teatro y de sus poemas casi siempre es superficial, rezagado frente a la teoría de la sociedad ya completamente elaborada en su tiempo y que ellos apenas tomaron en cuenta. Un título como aristócratas sociales basta como prueba. Como trataban artísticamente a la sociedad, se sintieron obligados al idealismo vulgar, por ejemplo en la imago del trabajador que quiere algo superior pero no puede alcanzarlo por culpa del destino de pertenecer a una clase social determinada. La pregunta por la legitimación de su ideal burgués de ascender no se plantea. El naturalismo era más avanzado que su concepto gracias a innovaciones como la renuncia a las categorías formales tradicionales (por ejemplo, la acción cerrada en sí misma, en Zola a veces incluso el transcurso temporal empírico). La exposición sin tapujos ni conceptos de los detalles empíricos, como en Le ventre de Paris, destruye los nexos superficiales habituales de la novela, de una manera parecida a su forma posterior, monadológico-asociativa. A cambio, el naturalismo retrocede si no se arriesga al extremo. Perseguir intenciones contradice a su principio. Las obras naturalistas están llenas de pasajes en los que se nota la intención: las personas tienen que hablar a su manera, pero por indicación del poeta hablan como no hablarían jamás. En el teatro realista ya es incoherente que las personas sepan antes de abrir la boca lo que van a decir. De lo contrario, tal vez no se podría organizar una obra realista de acuerdo con su concepción y sería dadaísta contre coeur, pero mediante el mínimo inevitable de estilización el realismo confiesa su imposibilidad y se elimina virtualmente. Bajo la industria cultural surgió de aquí el engaño masivo. El rechazo unánime de Sudermann podría deberse a que sus exitosas obras teatrales sacaban a la luz lo que los naturalistas más dotados ocultaban, lo forzado y ficticio de ese gesto que sugiere que ninguna palabra es ficción, mientras que en el escenario la ficción recubre cada una de las palabras pese a que se resistan. Siendo a priori bienes culturales, esos productos se dejan llevar a una imagen ingenua y afirmativa de la cultura. Tampoco estéticamente hay verdades de dos tipos. En el teatro de Beckett se puede aprender que los deseos contradictorios son capaces de compenetrarse sin el punto medio malo entre la configuración presuntamente buena y el contenido social adecuado. La lógica asociativa del teatro de Beckett, en la que una frase trae consigo la siguiente o la réplica, igual que en la música un tema su prosecución o su contraste, se burla de toda imitación de la aparición empírica. Por tanto, lo empíricamente esencial, recortado, es acogido de acuerdo con su valor histórico exacto e integrado en el carácter de juego. Éste expresa tanto el estado objetivo de la consciencia como el de la realidad que marca al estado de la consciencia. La negatividad del sujeto en tanto que figura verdadera de la objetividad sólo puede exponerse en una configuración radicalmente subjetiva, no en la suposición de una objetividad presuntamente superior. Las caricaturas pueril-mordaces de payasos en las que el sujeto se desintegra en Beckett son la verdad histórica sobre el sujeto; pueril es el realismo socialista. En Godot, la relación de señor y siervo se tematiza junto con su figura senil en una fase en la que persiste el dominio sobre el trabajo ajeno aunque la humanidad ya no lo necesitaría para mantenerse.
Este motivo, verdaderamente un motivo de la legalidad esencial de la sociedad actual, es desarrollado ulteriormente en Fin de partida. Ambas veces, la técnica de Beckett lo lanza a la periferia: el capítulo de Hegel se convierte en una anécdota, con función de crítica social no menos que con función dramática. En Fin de partida, el presupuesto tanto material como formal es la catástrofe telúrica parcial, el más mordaz de los chistes de payasos de Beckett; le ha destrozado al arte su constituyente, su génesis. La catástrofe emigra a un punto de vista que ya no es tal, pues ya no hay ningún punto de vista desde el cual se pudiera nombrar la catástrofe o (dicho con una palabra que en ese contexto se convence definitivamente de su ridiculez) configurarla. Fin de partida no es ni una obra atómica ni una obra sin contenido: la negación determinada de su contenido se convierte en el principio formal y en la negación del contenido. La obra de Beckett da una respuesta terrible al arte que mediante su planteamiento, su distancia respecto de la praxis, a la vista de la amenaza mortal, mediante su inofensividad, se convirtió en ideología por cuanto respecta a la forma, antes de todo contenido. El influjo de lo cómico en las obras enfáticas se explica de este modo. Tiene su aspecto social. Al salir de sí mismas como con los ojos cerrados, el movimiento se les detiene a esas obras y se declara no serio, un juego. El arte solo puede reconciliarse con su propia existencia girando hacia fuera su propia apariencia, su hueco interior. Su criterio más vinculante hoy es que, no reconciliado con el engaño realista, ya no tolera nada inofensivo por cuanto respecta a su propia complexión. En el arte todavía posible, la crítica social tiene que elevarse a forma, borrando todo contenido social manifiesto.
Con el avance en la organización de todos los ámbitos culturales crece el apetito a señalarle al arte su lugar en la sociedad tanto teórica como prácticamente; de esto se encargan innumerables mesas redondas y simposios. Una vez que se ha comprendido que el arte es un hecho social, la localización sociológica se siente superior a el y manda sobre él. Se presupone la objetividad del conocimiento positivista sin valores por encima de los puntos de vista estéticos presuntamente solo subjetivos. Esos esfuerzos reclaman la crítica social. Quieren la primacía de la administración, del mundo administrado, implícitamente también frente a lo que no quiere (o al menos se opone a) ser atrapado por la socialización total. La soberanía de la mirada topográfica que localiza los fenómenos para poner a prueba su función y su derecho a la vida es usurpatoria. Ignora la dialéctica de la calidad estética y de la sociedad funcional. El acento queda desplazado a priori Si no al efecto ideológico, Si al menos a la consumibilidad del arte, y queda dispensado de todo aquello en lo que la reflexión social del arte tendría hoy su objeto: se predecide de manera conformista. Como la expansión de la técnica de administración esta fusionada con el aparato científico de las encuestas y cosas similares, habla a ese tipo de intelectuales que notan algo de las nuevas necesidades sociales, pero nada de las necesidades del arte moderno. Su mentalidad es la de esa conferencia imaginaria que se titulaba así: «La función de la televisión para la adaptación de Europa a los países subdesarrollados». La reflexión social del arte no tiene que trabajar con ese espíritu, sino que tiene que tematizarlo y oponerse así a él. Sigue valiendo la frase de Steuermann de que cuanto más se hace por la cultura, tanto peor para ella.
Las dificultades inmanentes del arte, no menos que su aislamiento social, se han convertido para la consciencia de hoy (sobre todo para la juventud de las acciones de protesta) en un veredicto. Esto tiene su índice histórico, y quienes quieren eliminar el arte serían los últimos en admitirlo. Los trastornos vanguardistas de las organizaciones estéticas vanguardistas son tan ilusorios como la fe en que son revolucionarios y en que la misma revolución es una figura de lo bello: la falta de musa no está por encima de la cultura, sino por debajo de ella; a menudo, el compromiso no es más que falta de talento o de tensión, decaimiento de la fuerza.
Con su truco más reciente, que el fascismo ya práctico, la debilidad del yo, la incapacidad de sublimar, se reconvierte en algo superior, recompensa a la linea de la menor resistencia con un premio moral. Dicen que el tiempo del arte ha pasado, que ahora lo importante es realizar su contenido de verdad, que identifican sin más con el contenido de verdad social: el veredicto es totalitario. Lo que hoy asegura estar tornado puramente del material proporciona mediante su embotamiento el mejor motivo para el veredicto sobre el arte, y en verdad le hace violencia al material. En el instante en que se avanza hasta la prohibición y se decreta que ya no puede ser, el arte recupera en medio del mundo administrado ese derecho a la vida cuya negación parece un acto administrativo. Quien quiere eliminar el arte alberga la ilusión de que el cambio decisivo no esta obstruido. El realismo impuesto es irrealista. El surgimiento de cada obra auténtica refuta el pronunciamiento de que el arte ya no puede surgir. La eliminación del arte en una sociedad semibárbara y que se mueve hacia la barbarie total se convierte en el compañero social de la barbarie. Aunque dicen concreto, juzgan en abstracto y sumariamente, ciegos para las tareas y posibilidades muy precisas, incumplidas, que el accionismo estético más reciente reprime, como la de una musica verdaderamente liberada, que atraviesa la libertad del sujeto y no se entrega a la contingencia de las cosas. Pero no hay que argumentar con la necesidad del arte.
La pregunta por la necesidad del arte está planteada falsamente porque la necesidad del arte, si es que hay necesidad donde se trata de la libertad, es su no-necesidad. Medir al arte con la necesidad prolonga en secreto el principio de intercambio, la preocupación filistea de que se recibirá a cambio. El veredicto de que ya no puede haber arte respeta contemplativamente una situación presunta, pero es una bancarrota burguesa, la pregunta desabrida de adónde va a conducir todo eso. Si el arte vela por el en-sí que aún no es, quiere salir de este tipo de teleología. Desde el punto de vista de la filosofía de la historia, las obras pesan más cuanto menos se agotan en el concepto de su grado de desarrollo. El adónde es una forma de control social encubierto. A no pocos productos actuales les cuadra la caracterización de una anarquía que implica que hay que acabar con ella.
El juicio que despacha al arte, que está inscrito en los productos que quieren sustituir al arte, se parece al de la Reina Roja de Lewis Carroll: Head off Tras estas decapitaciones, tras un pop en el que se prolonga la popular music, la cabeza vuelve a crecer. El arte tiene que temer a todo, pero no al nihilismo de la impotencia. Mediante su prohibición social, el arte queda degradado al fait social cuya función se niega a volver a asumir. La teoría marxiana de la ideología, que es doble en sí misma, es falseada en la teoría total de la ideología al estilo de Mannheim y transferida sin más al arte. Si la ideología es socialmente la consciencia falsa, de acuerdo con una lógica simple no toda consciencia es ideológica. Los últimos cuartetos de Beethoven sólo los arrojará al orco de la apariencia obsoleta quien no los conozca ni comprenda. Si hoy el arte es posible, no se puede decidir desde arriba, según la medida de las relaciones sociales de producción. La decisión depende del estado de las fuerzas productivas. Éste incluye lo que es posible, pero no está realizado, un arte que no se deja aterrorizar por la ideología positivista. Aun siendo legítima la crítica de Herbert Marcuse al carácter afirmativo de la cultura, obliga a abordar el producto individual: de lo contrario, de ahí surge una alianza anticultural, que es algo tan malo como los bienes culturales. La crítica cultural rabiosa no es radical. Si la afirmación es efectivamente un momento del arte, nunca fue completamente falsa, como tampoco lo fue la cultura porque fracasara. El arte pone un dique a la barbarie, a lo peor; no sólo oprime a la naturaleza, sino que la preserva mediante su opresión; esto resuena en el concepto de cultura, que está tomado de la agricultura. La vida se ha perpetuado, con la perspectiva de una vida correcta, mediante la cultura; en las obras de arte auténticas se oye el eco de esto. La afirmación no recubre lo existente con guirnaldas; se defiende de la muerte, que es el telos de todo dominio, en simpatía con lo que existe. Si se duda de esto, es al precio de que la propia muerte sea esperanza.
El carácter doble del arte como algo que se separa de la realidad empírica y, por tanto, del nexo efectual social y que empero forma parte de la realidad empírica y de los nexos efectuales sociales sale inmediatamente a la luz en los fenómenos estéticos. Éstos son las dos cosas, estéticos y faits sociaux. Necesitan una consideración doble, que no se puede reducir a una, como tampoco la autonomía estética y el arte a lo social. El carácter doble se vuelve legible fisonómicamente cada vez que el arte (con independencia de que estuviera planeado así o no) se escucha o se mira desde fuera, y en todo caso el arte necesita siempre ese desde fuera para protegerse de la fetichización de su autonomía. La música, al ser tocada en un café o (como sucede en América) al ser transmitida por la instalación telefónica para los clientes de un restaurante, puede convertirse en algo completamente diferente, a cuya expresión se añade el murmullo de quienes hablan y el ruido de los platos. La música espera la desatención de los oyentes para cumplir su función, apenas menos que espera su atención cuando es autónoma. Un popurrí se forma a veces a partir de los componentes de las obras de arte, pero el montaje los transforma por completo. Fines como el de caldear, el de ensordecer al silencio, convierten al arte en lo que se llama animación, en la negación mercantilizada del aburrimiento que causa lo gris del mundo de las mercancías. La esfera del entretenimiento, que ya hace tiempo está incluida en la producción, es el dominio de este momento del arte sobre sus fenómenos. Ambos momentos son antagónicos. La subordinación de las obras de arte autónomas al momento final social, que está sepultado en cada una y desde el cual el arte resurgió en un proceso trabajoso, las hiere en el lugar más sensible. Pero quien, atrapado de repente por la seriedad de una música, escucha muy intensamente en el café puede comportarse virtualmente de una manera ajena a la realidad, para los otros ridícula. En ese antagonismo se manifiesta en el arte la relación fundamental del arte y la sociedad. Experimentar el arte desde fuera destruye su continuo, igual que los popurrís lo destruyen intencionadamente en la cosa. De un movimiento orquestal de Beethoven queda en los pasillos del auditorio poco más que los golpes de timbal imperiales; ya en la partitura representan un gesto autoritario que la obra tomó prestado de la sociedad para a continuación sublimarlo elaborándolo.
Pues los dos caracteres del arte no son completamente indiferentes entre sí. Si una obra de música auténtica se extravía en la esfera social del trasfondo, puede trascenderla inesperadamente mediante la pureza que el uso mancha. Por otra parte, a las obras auténticas (como los golpes de timbal de Beethoven) no se les puede lavar su origen social en fines heterónomos; lo que irritaba a Richard Wagner en Mozart como un resto de divertimento se ha agudizado desde entonces como un soupçon contra esas obras que se han alejado por sí mismas del divertimento. La situación de los artistas en la sociedad, en la medida en que es interesante para la recepción masiva, vuelve tras la era de la autonomía tendencialmente a lo heterónomo. Si antes de la Revolución Francesa los artistas eran lacayos, hoy son entertainers. La industria cultural llama a sus cracks por su nombre de pila, igual que a los camareros y a los peluqueros de la jet set. La eliminación de la diferencia entre el artista en tanto que sujeto estético y el artista en tanto que persona empírica da testimonio al mismo tiempo de que la distancia de la obra de arte respecto de la empiria se ha reducido sin que el arte haya vuelto a la vida libre, que no existe. Su cercanía incrementa el beneficio; la inmediatez está organizada de manera fraudulenta. Visto desde el arte, su carácter doble esta adherido a todas sus obras como la macula de su origen deshonroso, igual que socialmente los artistas fueron tratados en tiempos como personas deshonrosas.
Pero ese origen es también el lugar de la esencia mimética del arte. Visto desde fuera, lo deshonroso que desmiente a la dignidad de su autonomía, la cual se hincha por la mala conciencia sobre su participación en lo social, le hace honor como escarnio sobre la honorabilidad del trabajo socialmente.
La relación entre la praxis social y el arte, siempre variable, parece haber cambiado profundamente una vez más durante los últimos cuarenta o cincuenta años. Durante la Primera Guerra Mundial y antes de Stalin, las mentalidades avanzadas en el arte y en la política iban juntas; quien comenzó a existir despierto por entonces piensa que el arte es a priori lo que históricamente no era en absoluto: políticamente de izquierdas. Desde entonces, los Zdanov y los Ulbricht han no solo encadenado, sino quebrado la fuerza productiva artística con el dictado del realismo socialista; la regresión estética que ellos causaron es transparente socialmente como fijación pequeñoburguesa. Por el contrario, al producirse la escisión en los dos bloques, quienes mandan en Occidente han firmado una paz revocable con el arte radical en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial; la pintura abstracta es fomentada por la gran industria alemana; en Francia, el ministro de cultura del general es Andre Malraux. A veces, las doctrinas vanguardistas pueden ser reinterpretadas en sentido elitista si se entiende su contraste con la communis opinio de una manera abstracta y ellas se moderan; los nombres Pound y Eliot son la prueba. Benjamin ya captó en el futurismo la tendencia fascista[93], que se remonta a rasgos periféricos de la modernidad baudelaireana. En todo caso, el distanciamiento del Benjamin tardío respecto de la vanguardia estética donde ésta no se adhiere al partido comunista parece deberse a la influencia de Brecht. Que el arte avanzado se aparte de manera elitista se debe menos a él que a la sociedad; los estándares inconscientes de las masas son los mismos que necesitan para mantenerse las relaciones en que las masas están integradas, y la presión de la vida heterónoma las obliga a dispersarse, impide la concentración de un yo fuerte que evita los patrones. Esto causa rencor: en las masas, contra lo que el privilegio educativo les niega; en la actitud de personas no menos avanzadas estéticamente desde Strindberg y Schönberg contra las masas. La escisión abierta entre sus hallazgos estéticos y una mentalidad que se manifiesta en el contenido y en la intención daría sensiblemente a la coherencia artística. La interpretación social del contenido de la literatura de otros tiempos es de valor oscilante. Fue genial la interpretación de los mitos griegos, como el de Cadmo, por Vico. Por el contrario, reducir la acción de las obras de Shakespeare a la idea de luchas de clases, como intento Brecht, no lleva muy lejos y pasa de largo por lo esencial de los dramas (al margen de aquellos en que las luchas de clases son tematizadas de manera inmediata). No es que esto esencial sea socialmente indiferente, puramente humano, atemporal: todo eso son cuentos. Pero el rasgo social esta mediado por la forma objetiva de los dramas, por la «perspectiva», según la expresión de Lukács. Lo social en Shakespeare son categorías como individuo o pasión, rasgos como el concretismo burgués de Caliban, los fanfarrones mercaderes de Venecia, la concepción de un mundo arcaico semimatriarcal en Macbeth y Lear, el asco al poder en Antonio y Cleopatra, el gesto del Próspero abdicante. Frente a esto, los conflictos entre patricios y plebeyos tomados de la historia de Roma son bienes culturales. En Shakespeare parece mostrarse nada menos que la problematicidad de la tesis marxiana de que toda la historia es la historia de luchas de clases. La lucha de clases presupone objetivamente un grado alto de integración y diferenciación social, subjetivamente una consciencia de clase que sólo se empezó a desarrollar rudimentariamente en la sociedad burguesa. No es nuevo que la clase misma, la subsunción social de los átomos bajo un concepto general que expresa tanto las relaciones constitutivas como las heterónomas, sea estructuralmente algo burgués.
Los antagonismos sociales son antiquísimos; antes, sólo ocasionalmente llegaron a ser luchas de clases: donde se había formado una economía de mercado afín a la sociedad civil. Por eso, la interpretación de todo lo histórico como luchas de clases tiene un aire ligeramente anacrónico, igual que el modelo desde el que Marx construyó y extrapoló era el modelo del capitalismo empresarial liberal.
Ciertamente, los antagonismos sociales se traslucen por todas partes en Shakespeare, pero se manifiestan a través de los individuos, colectivamente sólo en escenas de masas, que siguen a topoi como el de la demagogia. Por supuesto, la mirada social sobre Shakespeare sabe que él no pudo ser Bacon. El autor dialéctico de los primeros tiempos burgueses miraba al theatrum mundi menos desde la perspectiva del progreso que desde la de sus víctimas. Cortar estos lazos mediante la mayoría de edad tanto social como estética es dificultado prohibitivamente por la estructura social. Aunque en el arte las características formales no se pueden interpretar políticamente sin más, en él no hay nada formal sin implicaciones de contenido, y éstas llegan hasta la política. En la liberación de la forma que todo arte genuinamente nuevo quiere se codifica ante todo la liberación de la sociedad, pues la forma, el nexo estético de todo lo individual, representa en la obra de arte a la relación social; por eso, la forma liberada repugna a lo existente. Esto lo apoya el psicoanálisis. De acuerdo con él, todo arte (negación del principio de realidad) se opone a la imago del padre y es revolucionario. Esto implica objetivamente la participación política de lo apolítico. Mientras la estructura social no estuvo tan aglutinada que la forma pura ya operaba subversivamente como objeción, fue más floja la relación de las obras de arte con la realidad social dada. Sin entregarse a ésta, las obras de arte querían apropiarse sus elementos sin más, ser claramente similar a ella, comunicar con ella. Hoy, el momento de crítica social de las obras de arte se ha convertido en oposición a la realidad empírica en tanto que tal porque ésta se ha convertido en ideología duplicadora de sí misma, en el súmmum del dominio. Que de este modo el arte no se vuelva indiferente desde el punto de vista social, un juego vacío, la decoración del negocio, depende de en qué medida sus construcciones y sus montajes sean al mismo tiempo desmontajes, destruyan los elementos de la realidad al acogerlos y reunirlos por libertad como algo diferente. La cuestión de si el arte, al superar la realidad empírica, concreta la relación con la realidad superada conforma la unidad de sus criterios estético y social, por lo que tiene una especie de prerrogativa. Entonces no se puede dudar qué quiere el arte, aunque no admita que los prácticos de la política le impongan el mensaje que ellos desean.
Picasso y Sartre optaron sin miedo a la contradicción por una política que rechazaba lo que ellos defendían en la estética y que sólo los toleraba a ellos mismos mientras sus nombres sirvieran de propaganda. Su actitud es imponente porque ellos no resuelven la contradicción, que tiene un fundamento objetivo, de una manera subjetiva, mediante el apoyo unívoco a una u otra tesis. La crítica de su actitud es acertada sólo como una crítica de la política que ellos propugnaron; la alusión vanidosa a que Picasso y Sartre arrojaban piedras contra su propio tejado no convence. De las aporías de la época, la menor no es que ya no es verdadero ningún pensamiento que no lesione los intereses (aunque sean objetivos) de quien lo defiende.
Hoy se distingue con una notable coherencia entre la esencia autónoma y la esencia social del arte mediante la nomenclatura «formalismo» y «realismo socialista». Con esta nomenclatura, el mundo administrado explota para sus fines la dialéctica objetiva que acecha en el carácter doble de cada obra de arte: éste se convierte en una disyunción estricta. La dicotomía es falsa porque presenta los dos elementos en tensión como una alternativa sencilla. Se dice que el artista individual tiene que elegir. Así, la luz suele caer (gracias a la soberanía del mapa del Estado Mayor social) sobre las corrientes antiformalistas; se dice que las otras están limitadas por la división del trabajo y que acogen ingenuamente las ilusiones burguesas. El cuidado amoroso con que los apparatchiks sacan del aislamiento a los artistas refractarios concuerda con el asesinato de Meyerhold. En verdad, la contraposición de arte formalista y arte antiformalista es insostenible en su abstracción si el arte quiere ser algo más que un pep talk abierto o encubierto.
Durante la Primera Guerra Mundial o un poco después, la pintura moderna se polarizó en cubismo y surrealismo. Pero el cubismo se rebelaba por su contenido contra la idea burguesa de la inmanencia pura de las obras de arte. A la inversa, surrealistas significativos no dispuestos a la connivencia con el mercado, como Max Ernst y André Masson, que al principio protestaban contra la esfera del arte, se aproximaron a los principios formales (Masson incluso a la desobjetualización) cuando la idea del shock, que se consume rápidamente en los materiales, empezó a convertirse en una manera de pintar. Si hay que desenmascarar mediante un relámpago al mundo habitual como apariencia e ilusión, teleológicamente ya se ha pasado a lo no objetual. El constructivismo, que es el adversario oficial del realismo, tiene mediante el lenguaje del desengaño un parentesco más profundo con los cambios históricos de la realidad que un realismo que hace tiempo que esta recubierto de barniz romántico porque su principio, la reconciliación simulada con el objeto, se ha acabado convirtiendo en romanticismo. Los impulsos del constructivismo eran contenido, la adecuación (siempre problemática) del arte al mundo desencantado, que estéticamente ya no se podía establecer con los medios realistas tradicionales sin academicismo. Lo que hoy se puede considerar informal no llega a ser para la estética hasta que se articule como forma; de lo contrario, no sería nada más que un documento. En artistas ejemplares de la época, como Schönberg, Klee o Picasso, el momento mimético expresivo y el momento constructivo se encuentran con la misma intensidad, pero no en el punto medio malo de la transición, sino hacia los extremos. Ambas cosas son al mismo tiempo contenido: la expresión es la negatividad del sufrimiento; la construcción es el intento de hacer frente al sufrimiento del extrañamiento sobrepasándolo en el horizonte de la racionalidad completa y, por tanto, ya no violenta. Igual que en el pensamiento, en el cual la forma y el contenido están diferenciados y al mismo tiempo están mediados recíprocamente, lo mismo sucede en el arte. Por tanto, los conceptos «progresista» y «reaccionario» apenas se pueden aplicar al arte si se admite la dicotomía abstracta de forma y contenido.
Ésta se repite en afirmación y contraafirmación. Unos consideran reaccionarios a los artistas porque defienden tesis socialmente reaccionarias o porque mediante la figura de sus obras apoyan a la reacción política, pero de una manera incomprensible, decretada; otros, porque se han quedado por detrás del estado de las fuerzas productivas artísticas Pero el contenido de las obras de arte significativas puede divergir de la mentalidad de los autores. Es evidente que Strindberg puso patas arriba represivamente a las intenciones burgués-emancipadoras de Ibsen. Por otra parte, sus innovaciones formales (la disolución del realismo dramático y la reconstrucción de la experiencia onírica) son objetivamente críticas. Dan testimonio de la transición de la sociedad al horror de una manera más auténtica de las acusaciones más valientes de Gorki. Por tanto, también son más avanzadas socialmente, la autoconsciencia incipiente de la catástrofe a la que se prepara la sociedad individualista burguesa: en ella, el individuo absoluto se convierte en un fantasma. El contrapunto a esto lo ponen los productos supremos del naturalismo: el horror de la primera parte de La ascensión de Hannele de Hauptmann convierte la copia fiel en la expresión más salvaje. Sin embargo, la crítica social del realismo renacido por decreto solo cuenta si no capitula ante el arte por el arte. Lo falso socialmente en esa protesta contra la sociedad se ha mostrado históricamente. Lo selecto ha palidecido, por ejemplo en Barbey d’Aurevilly, como una ingenuidad pasada de moda que no incumbe a los paraísos artificiales; el satanismo se ha vuelto cómico, como ya notó Huxley. Lo malvado, que Baudelaire y Nietzsche echaban en falta en el liberal siglo XIX y que para ellos no era otra cosa que la mascara del impulso ya no oprimido victorianamente, irrumpió (como producto del impulso oprimido en el siglo XX) en los rediles civilizatorios con una bestialidad frente a la cual las blasfemias de Baudelaire adquirieron una inofensividad que contrasta grotescamente con su pathos. Pese a toda la superioridad de su rango, Baudelaire es el preludio del Jugendstil Su pseudos fue embellecer la vida sin cambiarla; la belleza se convirtió en algo vacío y se dejó integrar en lo negado, como toda negación abstracta. La fantasmagoría de un mundo estético no estorbado por los fines sirve de coartada al mundo infraestetico.
De la filosofía, del pensamiento teórico, se puede decir que adolece de una predecisión idealista en tanto que solo tiene conceptos a su disposición; la filosofía habla solo mediante ellos de lo que ellos tratan, pero nunca lo tiene. Su trabajo de Sísifo es reflejar la falsedad y la culpa con que carga y corregirla en la medida de lo posible. La filosofía no puede pegar a los textos su sustrato óntico; al hablar de él, lo convierte en aquello de lo que ella lo quiere separar. La insatisfacción con esto la registra el arte moderno desde que Picasso perturbara a sus cuadros con los primeros trozos de periódico; todo montaje se deriva de ahí.
Al momento social se le hace justicia estéticamente no imitándolo, no haciéndolo apto para el arte, sino inyectándolo en el arte al sabotearlo. El arte tanto hace explotar al engaño de su inmanencia pura como somete las ruinas empíricas, despojadas de su propio nexo, a los principios de construcción inmanentes. El arte quisiera, mediante la cesión visible a materias crudas que él consuma, reparar algo de lo que el espíritu (el pensamiento igual que el arte) le hace a lo otro a lo que se refiere y a lo que quiere hacer hablar. Éste es el sentido determinable del momento sin sentido, hostil a la intención, del arte moderno, hasta llegar a la confusión de las artes y a los happenings. Así no se somete al arte tradicional a un juicio fariseo-arribista, sino que se intenta absorber la negación del arte con su propia fuerza. Lo que ya no es posible socialmente en el arte tradicional no pierde por eso toda la verdad. Se hunde en una capa histórica que la consciencia viva ya no puede alcanzar de otra manera que mediante la negación y sin la cual no habría arte: la capa de la alusión muda a lo que es bello, sin distinguir estrictamente entre naturaleza y obra. Este momento es contrario al momento desorganizador al que la verdad del arte pasó, pero ahí pervive reconociendo como fuerza formadora al poder con que se mide. El arte está emparentado en esta idea con la paz. Sin la perspectiva a ella, el arte sería tan falso como mediante la reconciliación anticipada. Lo bello en el arte es la apariencia de lo pacífico real. A esto tiende incluso la violencia opresora de la forma en la unión de lo hostil y lo divergente.
Derivar del materialismo filosófico el realismo estético es falso. Ciertamente, el arte (en tanto que figura del conocimiento) implica el conocimiento de la realidad, y no hay ninguna realidad que no sea social. Así, el contenido de verdad y el contenido social están mediados, aunque el carácter cognoscitivo del arte, su contenido de verdad, trasciende al conocimiento de la realidad, de lo existente. El arte llega a ser conocimiento social al capturar la esencia; no hace hablar a la esencia ni la imita. Mediante su propia complexión la hace aparecer contra la aparición. La crítica epistemológica del idealismo, que le proporciona al objeto un momento de preponderancia, no se puede transferir simplemente al arte. El objeto en el arte y el objeto en la realidad empírica son completamente diferentes. El objeto del arte es la obra que él produce, la cual tanto contiene los elementos de la realidad empírica como los trastoca, los disuelve, los reconstruye de acuerdo con su propia ley. Sólo mediante esa transformación, no mediante la falseadora fotografía, el arte da a la realidad empírica lo suyo, la epifanía de su esencia oculta y el merecido escalofrío ante su degeneración. La supremacía del objeto sólo se afirma estéticamente en el carácter del arte como historiografía inconsciente, anámnesis de lo derrotado y reprimido, tal vez posible. La supremacía del objeto, en tanto que libertad potencial de lo existente respecto del dominio, se manifiesta en el arte como su libertad respecto de los objetos. Si el arte puede tomar su contenido de su otro, al mismo tiempo esto otro sólo se le entrega en su nexo de inmanencia; no se le puede imputar. El arte niega la negatividad en la supremacía del objeto, lo irreconciliado en él, lo heterónomo en él, que el arte hace aparecer mediante la apariencia de reconciliación de sus obras.
A primera vista, un argumento del materialismo dialéctico resulta convincente.
Dice que el punto de vista de la modernidad radical es el del solipsismo, el de una mónada que se cierra torpemente a la intersubjetividad; que la división cosificada del trabajo es una locura y que esto se burla de la humanidad que había que realizar. También dice que el solipsismo es, como ha demostrado la crítica materialista (y mucho antes ya la filosofía grande), ilusorio, la ofuscación de la inmediatez del para-sí, que ideológicamente desmiente a las propias mediaciones.
Es verdad que con el conocimiento de la mediación social universal la teoría deja bajo sí al solipsismo. Pero el arte, la mímesis impulsada a la consciencia de sí misma, está vinculada a la agitación, a la inmediatez de la experiencia; de lo contrario, no se podría distinguir de la ciencia: en el mejor de los casos sería un pago a cuenta de la ciencia, por lo general un reportaje social. Las formas colectivas de producción de los grupos más pequeños ya son pensables hoy, en algunos medios están exigidas; el lugar de la experiencia en todas las sociedades existentes son las mónadas. Como la individuación, junto con el sufrimiento que ella implica, es una ley social, la sociedad sólo se puede experimentar individualmente. La suposición de un sujeto colectivo inmediato sería subrepticia y condenaría a la obra de arte a la falsedad porque le quitaría la única posibilidad de experiencia que hoy está abierta. Si, gracias al conocimiento teórico, el arte se corrige a través de su propia mediación e intenta saltar del carácter de mónada (conocido como apariencia social), la verdad teórica permanece exterior a él y se convierte en falsedad: la obra de arte sacrifica heterónomamente su determinidad inmanente. De acuerdo con la teoría crítica, la mera consciencia de la sociedad no conduce más allá de la estructura establecida socialmente, objetiva, y tanto menos la obra de arte, que de acuerdo con sus condiciones forma parte de la realidad social. La obra de arte obtiene la capacidad que el materialismo dialéctico le atribuye antimaterialistamente donde en su propia situación cerrada monadológicamente impulsa la situación que le esta impuesta objetivamente hasta que la obra de arte se convierte en la crítica de la situación. El verdadero umbral entre el arte y el otro conocimiento puede ser que éste es capaz de pensar más allá de sí mismo sin abdicar, mientras que el arte rellena por sí mismo, en el lugar histórico en que se encuentra, todo lo que produce. La inervación de lo posible históricamente para el arte es esencial para la forma artística de reaccionar. La expresión sustancialidad tiene ese sentido en el arte. Si el arte, en nombre de la verdad social teóricamente superior, quiere más que la experiencia que el puede alcanzar y configurar, sera menos, y la verdad objetiva que él se pone como medida se echa a perder como ficción. El arte tapa de cualquier manera la fractura de sujeto y objeto. Hasta tal punto el realismo impuesto es su reconciliación falsa, que las fantasías más utópicas del arte futuro no podrían inventar un arte que fuera realista sin caer de nuevo en la falta de libertad. El arte tiene su otro en su inmanencia porque ésta (igual que el sujeto) está mediada socialmente. El arte tiene que hacer hablar a su contenido social latente: tiene que entrar en sí mismo para ir más allá de sí mismo. El arte critica el solipsismo mediante la fuerza para salir de si en su propio procedimiento, en el procedimiento de objetivación. En virtud de su forma, el arte trasciende al sujeto confuso; lo que quisiera ensordecer a la confusión resulta infantil y hace de la heteronomía un mérito ético-social. Se podría replicar a todo esto que también las democracias populares de los tipos más diversos son antagónicas, por lo que tampoco en ellas se puede adoptar otra posición que la alienada, mientras que habría que poner las esperanzas en el humanismo realizado, el cual no necesita al arte moderno y se queda en el arte tradicional. Pero esta concesión no es muy diferente de la doctrina del individualismo superado. A la base está, dicho de una manera grosera, el cliché filisteo de que el arte moderno es tan feo como el mundo en que ha surgido, que el mundo se lo ha merecido, que las cosas no pueden ir de otra manera, pero que no irán siempre así En verdad, ahí no hay nada que superar; esa palabra es un index falsi. Es indiscutible que el estado antagonista (lo que en el joven Marx se llamaba alienación y autoalienación) no es uno de los agentes más débiles en la formación del arte moderno. Pero el arte moderno no es una copia, no es la reproducción de ese estado. Al denunciarlo, al trasladarlo a la imago, el arte se ha convertido en el otro de ese estado, tan libre como el estado prohíbe ser a los vivos. Es posible que una sociedad pacificada recupere el arte del pasado, que hoy se ha convertido en el complemento ideológico de la sociedad no pacificada; pero que el arte que surja entonces vuelva a la paz y al orden, a la copia afirmativa y a la armonía, sería el sacrificio de su libertad. No hay que imaginarse la figura del arte en una sociedad transformada. Probablemente sea diferente tanto del arte del pasado como del arte del presente, pero sería mejor que algún dia el arte desaparezca a que el arte olvide el sufrimiento que es su expresión y en el cual la forma tiene su sustancia.
Es el contenido humano lo que la falta de libertad falsea como positividad. Si el arte del futuro volviera a ser positivo, como se desea, sería aguda la sospecha de persistencia real de la negatividad; la sospecha existe siempre, la recaída es una amenaza constante, y la libertad (que sería la libertad respecto del principio de posesión) no se puede poseer. Y que sería el arte como historiografía si se quitara de encima la memoria del sufrimiento acumulado. La estética le presenta a la filosofía la cuenta por haber sido degradada por el negocio académico a un sector.
Reclama de la filosofía lo que ella no hace: extraer a los fenómenos de su existencia pura y conducirlos a la autognosis, a la reflexión de lo petrificado en las ciencias, no a una ciencia propia más allá de las ciencias. De este modo, la estética se doblega a lo que su objeto (como cualquier otro) quiere inmediatamente. Para poder ser experimentada por completo, toda obra de arte necesita el pensamiento, la filosofía, que no es otra cosa que el pensamiento que no se deja frenar. La comprensión es lo mismo que la crítica; la capacidad de comprender, de captar lo comprendido como algo espiritual, no es otra cosa que la capacidad de distinguir ahí lo verdadero y lo falso, aunque esta distinción tiene que divergir del procedimiento de la lógica habitual. Enfáticamente, el arte es conocimiento, pero no de objetos. Sólo comprende una obra de arte quien la comprende como complexión de la verdad. Esa complexión afecta inevitablemente a la relación de la obra con la falsedad, tanto con la propia como con la exterior; cualquier otro juicio sobre las obras de arte sería contingente. De este modo, las obras de arte reclaman una relación adecuada consigo mismas. Por eso postulan lo que en tiempos la filosofía del arte se propuso hacer y lo que en su figura heredada ya no hace ni ante la consciencia del presente ni ante las obras del presente.