Lo que les sucedió a las categorías de tragedia y de comedia da testimonio de la decadencia de los géneros estéticos en tanto que géneros. El arte está incluido en el proceso global del avance del nominalismo desde que el ordo medieval saltó por los aires. Al arte ya no se le consiente nada general en tipos, y los tipos antiguos son arrastrados por el torbellino. La experiencia de Croce en la crítica del arte de que hay que juzgar a cada obra on its own merits, como se dice en inglés, trasladó esa tendencia histórica a la estética teórica. Ciertamente, nunca ha habido una obra de arte importante que haya correspondido por completo a su género.
Bach, del que están tomadas las reglas escolares de la fuga, no escribió ningún movimiento intermedio según el modelo de la secuenciación en el contrapunto doble, y la obligación de desviarse del modelo mecánico fue incorporada finalmente a las reglas del conservatorio. El nominalismo estético fue la consecuencia de la teoría hegeliana (que el propio Hegel pasó por alto) de la supremacía de los grados dialécticos sobre la totalidad abstracta. Pero la consecuencia tardía de Croce arruina la dialéctica porque, al anular tos géneros, también anula el momento de generalidad en vez de «superarlo». Esto forma parte de la tendencia general de Croce de adaptar el Hegel redescubierto al espíritu de aquella época mediante una teoría del desarrollo más o menos positivista. Igual que las artes no desaparecen en el arte sin dejar huellas, tampoco los géneros y las formas desaparecen en cada arte individual. Sin duda, la tragedia ática también era el sedimento de algo tan general como la reconciliación del mito. El gran arte autónomo surgió en connivencia con la emancipación del espíritu y con la misma participación que se da en éste del elemento de lo general. El principium mdiniduationis, que incluye la exigencia de lo particular, no es sólo general en tanto que principio, sino inherente al sujeto que se libera. Lo general en él, el espíritu, no está (por cuanto respecta a su sentido propio) más allá de los individuos particulares que lo portan. El χωρισμός de sujeto e individuo pertenece a un nivel muy posterior de la reflexión filosófica y fue ideado para elevar al sujeto a lo absoluto. El momento sustancial de los géneros y las formas tiene su lugar en las necesidades históricas de sus materiales. Así, la figura está ligada a relaciones tonales, y en la praxis imitatoria viene exigida (por decirlo así) como su telos por la tonalidad, que ha alcanzado el poder absoluto tras la supresión de la modalidad. Los procedimientos específicos, como la contestación real o tonal de un tema fugado, solo tienen sentido musicalmente cuando la polifonía tradicional„se ve confrontada con la nueva tarea de suprimir la fuerza homofónica de gravedad de la tonalidad, integrar la tonalidad en el ámbito polifónico y admitir el pensamiento gradual contrapuntístico y armónico. Todas las peculiaridades de la fuga se podrían derivar de esa necesidad, de la que los compositores no eran conscientes. La fuga es la forma de organización de la polifonía tonal y racionalizada; por tanto, va más allá de sus realizaciones individuales, pero no es posible sin ellas. Por eso, también la emancipación respecto del esquema está prevista en éste. Si la tonalidad ya no es vinculante, pierden su función y se vuelven falsas desde el punto de vista técnico las categorías fundamentales de la fuga, como la diferencia entre dux y comes, la estructura normada de la respuesta, el elemento repetitivo de la fuga que conduce al retorno de la tonalidad principal.
La necesidad diferenciada y dinamizada de expresión de los compositores individuales ya no desea la fuga, que por lo demás estaba mucho más diferenciada de lo que cree la consciencia de libertad, y al mismo tiempo la fuga se ha vuelto imposible objetivamente, como forma. Quien pese a todo emplea esta forma arcaizante tiene que construirla por completo, tiene que presentar su idea desnuda en vías de su concreción; algo análogo vale para otras formas. La construcción de la forma dada se convierte en un como si y con tribuye a su destrucción. Par su parte, la tendencia histórica tiene el momento de lo general. Las fugas se convirtieron en cadenas con la historia. A veces, las formas inspiran. El trabajo motívico total, y con él la elaboración concreta de la música, presuponía lo general de la forma fuga. El Figaro nunca habría llegado a ser lo que es si su música no hubiera buscado a tientas lo que la ópera exige, y esto implica la cuestión de que es ópera. Y el hecho de que Schönberg prosiguiera (intencionadamente o no) la reflexión de Beethoven sobre la manera correcta de escribir cuartetos condujo a esa expansión del contrapunto que a continuación puso patas arriba a todo el material musical. El elogio del artista como creador es injusto, pues relega a invención involuntaria a lo que no lo es. Quien crea formas auténticas las cumple. — Las obras siguieron a la tesis de Croce, que eliminó un resto de escolástica y de racionalismo rancio; el clasicista no lo habría aprobado, como tampoco su maestro Hegel. La obligatoriedad del nominalismo no parte de la reflexión, sino de la tendencia de las obras, de algo general en el arte. Desde tiempos inmemoriales, el arte ha intentado salvar lo particular; el avance en la especificación era inmanente a él. Desde antiguo, las obras conseguidas han sido aquellas en que la especificación ha llegado más lejos. Los conceptos estéticos de géneros, que una y otra vez se han establecido normativamente, siempre han estado manchados por la reflexión didáctica, que tenía la esperanza de disponer de la calidad mediada por la especificación al reducir las obras significativas a rasgos que a continuación sirvieron de medida aunque no fueran necesariamente lo esencial de las obras. él genera almacena la autenticidad de las obras individuales.
Sin embargo, la tendencia al nominalismo no es simplemente idéntica al despliegue del arte en su concepto hostil al concepto. La dialéctica de lo general y lo particular no elimina su diferencia, como el lúgubre concepto de símbolo. El principium individuationis en el arte, su nominalismo inmanente, es una indicación, no un hecho presente ante nosotros. No fomenta simplemente la especificación ni, por tanto, la elaboración radical de las obras individuales. Al enfilar las generalidades por las que las obras se orientan, horra la linea de demarcación contra la empiria no formada, y amenaza a la elaboración completa de las obras no menos que la pone en marcha. De esto es prototípico el auge en la era burguesa de la novela, la forma nominalista y paradójica por excelencia; toda perdida de autenticidad por parte del arte moderno procede de ahi. La relación de lo general y lo particular no es tan simple como sugiere el nominalismo ni tan trivial como sugiere la tesis de la estética tradicional de que lo general tiene que especificarse. No vale la lacónica disyunción de nominalismo y universalismo. Es verdad lo que August Halm (vergonzosamente olvidado) acentuó en la música: la existencia y la teleología de géneros y tipos objetivos; pero también es verdad que no podemos fiarnos de ellos, que hay que atacarlos para acreditar su momento substancial. En la historia de las formas, la subjetividad que las creó cambia cualitativamente y desaparece en ellas. Aunque Bach produjo la forma de la fuga a partir de las obras de sus predecesores, aunque la fuga es el producto subjetivo de Bach y propiamente enmudeció como forma después de él, el proceso en que él la produjo también estaba determinado objetivamente, era la eliminación de lo rudimentario, de lo no elaborado. Lo que Bach llevó a cabo tomó nota de lo que era incoherente en las viejas canzone y ricercari. Los géneros no son menos dialécticos que lo particular. Aunque han surgido y son perecederos, tienen algo en común con las ideas de Platón. Cuanto más auténticas son las obras, tanto más siguen a una exigencia objetiva, a la coherencia de la cosa, y ésta siempre es general. La fuerza del sujeto consiste en participar en eso, no simplemente en proclamarlo. Las formas prevalecen sobre el sujeto hasta que la coherencia de las obras ya no coincida con ellas. El sujeto las hace saltar por los aires en nombre de la coherencia, de la objetividad. La obra individual no hacía justicia a los géneros subsumiéndose a ellos, sino mediante el conflicto en que los justificó durante mucho tiempo, luego los creó desde sí misma y finalmente los destruyó. Cuanto más específica es la obra, tanto más fielmente cumple su tipo: la frase dialéctica de que lo particular es lo general tiene su modelo en el arte. Kant fue el primero en comprender esto, pero lo suavizó. Desde el punto de vista de la teleología, la razón aparece en la estética kantiana como total, creadora de identidad. Puramente generada, la obra de arte no conoce para Kant lo no-idéntico. Su finalidad, que para la filosofía trascendental es un tabú en el conocimiento discursivo porque el sujeto no la puede alcanzar, se le vuelve manejable (por decirlo así) en el arte. La generalidad en lo particular está descrita como algo preestablecido; el concepto de genio tiene que encargarse de garantizarla; pero apenas llega a ser explícita. De acuerdo con el sentido sencillo de la palabra, la individuación aleja al arte primariamente de lo general. Que el arte se tenga que individualizar a fondo perdido hace problemática la generalidad; Kant lo sabía. Si se supone que la generalidad es posible sin fracturas, fracasa de antemano; si es rechazada para ganarla, no tiene por qué volver; está perdida si lo individualizado no pasa a lo general por sí mismo, sin deus ex machina. El único camino que las obras de arte tienen abierto es el de una imposibilidad progresiva. Si ya no sirve el recurso a lo general dado de los géneros, lo radicalmente particular se aproxima al borde de la contingencia y de la indiferencia absoluta, y ningún término medio procura el equilibrio.
En la Antigüedad, la concepción ontológica del arte (a la que se remonta la concepción de la estética de los géneros) va unida al pragmatismo estético de una manera ya apenas comprensible. Como se sabe, en Platón el arte es valorado con una mirada bizca según su utilidad política. La estética de Aristóteles fue una estética del efecto, pero más ilustrada y humanizada porque busca el efecto del arte en los afectos de los individuos, en consonancia con las tendencias helenísticas de privatización. Los efectos postulados por ambos tal vez ya fueran ficticios por entonces. Sin embargo, la alianza de estética de los género y pragmatismo no es tan absurda como parece a primera vista. El convencionalismo que acecha en toda ontología pudo arreglárselas muy pronto con el pragmatismo en tanto que fin general; el principium individuatonis en contra no sólo de los géneros, sino también de la subsunción bajo la praxis dominante. La inmersión en la obra individual, que es contraria a los géneros, conduce a la legalidad inmanente de la obra. Las obras se convierten en mónadas; esto las aparta del efecto disciplinario dirigido hacia fuera. Si la disciplina de las obras que ellas ejercían o apoyaban se convierte en su propia legalidad, las obras pierden sus rasgos crudamente autoritarios frente a los seres humanos. La mentalidad autoritaria y la insistencia en géneros lo más puros posibles se llevan bien; la concreción no reglamentada le parece al pensamiento autoritario sucia, impura; la teoría de la authoritarian personality ha entendido esto como intolerance of ambiguity, la cual es evidente en todo arte y en toda sociedad jerárquicos. Está por ver si el concepto de pragmatismo se puede aplicar sin desfiguraciones a la Antigüedad. En tanto que doctrina de la mensurabilidad de las obras espirituales con su efecto real, el concepto de pragmatismo presupone esa fractura de fuera y dentro, de individuo y colectividad, que surcó poco a poco a la Antigüedad, pero nunca de una manera tan perfecta como al mundo burgués; las normas colectivas no tenían por entonces el mismo valor que en la modernidad. Pero hoy parece que vuelve a ser fuerte la tentación de exagerar las divergencias entre teoremas muy alejados cronológicamente, sin preocuparse por la invariancia de sus rasgos de dominio. La complicidad de los juicios de Platón sobre el arte con esos rasgos es tan patente que hace falta un entêtement ontológico para eliminarla diciendo que todo eso quería decir otra cosa.
El avance del nominalismo filosófico liquidó los universales mucho antes de que el arte viera los géneros y su pretensión como convenciones establecidas y caducas, como fórmulas muertas. La estética de los géneros se afirmó no sólo gracias a la autoridad de Aristóteles en la era nominalista, a través del idealismo alemán. La idea del arte como una esfera irracional a la que se relega todo lo que no cabe en el cientifismo puede tener algo que ver con ese anacronismo; más probable es que sólo con ayuda de los conceptos de género la reflexión irónica creyera poder evitar un relativismo estético que se acopla a la concepción no dialéctica con individuación radical. Las propias convenciones atraen (prix du progrès) en tanto que destituidas. Parecen copias de la autenticidad de la que el arte desespera, pero no lo conquistan; que no se pueda tomar en serio a las convenciones se convierte en un sucedáneo de la alegría inalcanzable; a ella, evocada intencionadamente, huye el momento estéticamente declinante del juego.
Habiendo perdido su función, las convenciones funcionan como mascaras. Las mascaras son antepasados del arte; cada obra las recuerda en el entumecimiento que hace de ella una obra. Las convenciones citadas y desfiguradas forman parte de la Ilustración porque redimen a las mascaras mágicas repitiéndolas como un juego; por supuesto, casi siempre tienden a establecerse positivamente y a integrar al arte en la tendencia represiva. Por lo demás, las convenciones y los géneros no obedecían solo a la sociedad; algunos, como el topos de la sirvienta-señora, ya eran una rebelión suavizada. En conjunto, la distancia del arte respecto de la cruda empiria en la que surgió su autonomía no se habría podido obtener sin las convenciones; nadie podía malentender la commedia dell’arte en sentido naturalista. Si el arte sólo podía desarrollarse en una sociedad cerrada, ésta ponía las condiciones mediante las cuales el arte establecía esa oposición a la existencia en la que se disfraza su oposición social. El pseudos de la defensa nietzscheana de las convenciones, surgido en oposición inquebrantable a la senda del nominalismo y por resentimiento contra el progreso del dominio estético del material, fue que malinterpretó las convenciones literalmente, de acuerdo con el sentido simple de la palabra, como un acuerdo, como algo que ha sido hecho arbitrariamente y que está en manos de la arbitrariedad. Como Nietzsche pasó por alto la coacción histórica sedimentada en las convenciones y vio en ellas un puro juego, pudo tanto bagatelizarlas como defenderlas con el gesto del justement. De este modo, su ingenio (que aventajaba al de sus contemporáneos por su capacidad de diferenciar) fue atrapado por la reacción estética, y finalmente Nietzsche ya no pudo mantener separados los niveles formales. El postulado de lo particular tiene el momento negativo de que está al servicio de la disminución de la distancia estética, de modo que pacta con lo existente; lo que ahí escandalizaba por vulgar hiere no sólo la jerarquía social, sino que además conviene al compromiso del arte con lo bárbaro ajeno al arte. Las convenciones, al convertirse en leyes formales de las obras, las afianzaron y las hicieron esquivas a la imitación de la vida exterior.
Las convenciones contienen algo exterior y heterogéneo al sujeto, pero le recuerdan sus propios limites, lo inefable de su contingencia. Cuanto más se fortalece el sujeto y, complementariamente, las categorías sociales de orden (y las categorías espirituales de orden derivadas de ellas) pierden su carácter vinculante, tanto menos se puede lunar un equilibrio entre el sujeto y las convenciones. A la caída de las convenciones conduce la creciente fractura entre interior y exterior. Si entonces el sujeto escindido suprime desde su libertad las convenciones, la contradicción las degrada a una mera organización: estando elegidas o decretadas, las convenciones rehúsan lo que el sujeto espera de alas. Lo que más tarde se manifestó en las obras de arte como cualidad especifica, como lo inconfundible e inintercambiable de la obra individual, y llegó a ser relevante era una desviación del genera hasta que se convirtió en la nueva cualidad; ésta está mediada por el genero. Que los momentos universales sean imprescindibles para el arte y al mismo tiempo el arte se oponga a ellos, hay que comprenderlo desde la semejanza del arte con el lenguaje. Pues el lenguaje es hostil a lo particular y empero se dirige a su salvación. Tiene lo particular mediado por lo general y en la constelación de lo general, pero solo hace justicia a sus propios universales cuando no se emplean de una manera rígida, con la apariencia de su ser-en-sí, sino concentrados al máximo en lo que hay que expresar específicamente. Los universales del lenguaje reciben su verdad mediante un proceso que circula en dirección contraria a ellos. «Toda actuación beneficiosa, no destructiva, de la escritura reposa en su misterio, en el misterio de la palabra, del lenguaje. Por muchas que sean las figuras en que el lenguaje se revele eficaz, no llega a serlo a través de la transmisión de contenidos, sino a través del aprovechamiento purísimo de su dignidad y de su esencia. Y si paso por alto las formas de la actividad diferentes de la poesía y la profecía, me parece que la eliminación pura de lo indecible en el lenguaje es para nosotros la forma dada y más cercana para actuar dentro del lenguaje y a través de él. Esta eliminación de lo indecible me parece que coincide precisamente con la manera de escribir objetiva, sobria, y que alude a la relación entre conocimiento y acción dentro de la magia lingüística. Mi concepto del estilo y de la escritura objetivos y al mismo tiempo muy políticos es: conducir lo negado a la palabra; sólo donde esta esfera de lo que no tiene palabra se manifiesta con una fuerza indeciblemente pura, este estilo puede lanzar chispas mágicas entre la palabra y la acción motriz, donde se da la unidad de estas dos igualmente reales. Sólo la dirección intensa de las palabras al núcleo del enmudecimiento surte efecto. No creo que la palabra esté más lejos de lo divino que la actuación “real”: tampoco ella es capaz de conducir a lo divino de otra manera que mediante sí misma y mediante su propia pureza. Tomada como medio, se multiplica.»[81]. Lo que Benjamin llama eliminación de lo indecible no es otra cosa que la concentración del lenguaje en lo particular, la renuncia a poner sus universales inmediatamente como verdad metafísica. La tensión dialéctica entre la metafísica del lenguaje de Benjamin, extremadamente objetivista y por tanto universalista, y una formulación que concuerda casi literalmente con la célebre formulación de Wittgenstein, que por lo demás se publicó cinco años después y que Benjamin no conocía, es trasladable al arte, pero con el añadido decisivo de que el ascetismo ontológico del lenguaje es el único camino para decir lo indecible. En el arte, los universales tienen la mayor fuerza donde el arte está más cerca del lenguaje, donde dice algo que al ser dicho va más allá de su aquí y ahora; el arte sólo consigue esa trascendencia en virtud de su tendencia a la especificación radical, no diciendo nada más que lo que puede decir en virtud de su propia elaboración, en el proceso inmanente. El momento del arte similar al lenguaje es lo mimético en él; el arte habla de una manera general sólo en la agitación específica, lejos de lo general. La paradoja de que el arte lo dice y no lo dice se debe a que eso mimético mediante lo cual lo dice es opaco y particular, por lo que al mismo tiempo se opone a decirlo.
Se llama estilo a las convenciones en el estado de su equilibrio (aun inestable) con el sujeto. Su concepto se refiere tanto al momento amplio mediante el cual el arte se vuelve lenguaje (el estilo es el compendio de todo lenguaje en el arte) como a lo cautivador que se llevaba bien con la especificación. Los estilos se merecieron su lamentada decadencia en cuanto esa paz se reveló una ilusión. No hay que lamentar que el arte renunciara a los estilos, sino que fingiera estilos bajo el hechizo de su autoridad; toda la falta de estilo del siglo XIX conduce a eso.
Objetivamente, el dolor por la pérdida del estilo (que no suele ser más que debilidad para individualizarse) se debe a que, tras la decadencia de la vinculación colectiva del arte o la decadencia de su apariencia (pues la generalidad del arte siempre tuvo carácter clasista y era particular), las obras se elaboraron de una manera muy poco radical, igual que los primeros automóviles no se libraban del modelo de los carruajes ni las primeras fotografías del modelo de los retratos. El canon tradicional está desmontado; las obras de arte libres no pueden prosperar bajo la falta de libertad permanente en la sociedad, y las marcas de esta falta de libertad les están grabadas incluso donde se arriesgan. En la copia de estilos, uno de los fenómenos estéticos primordiales del siglo XIX, habrá que buscar eso específicamente burgués que al mismo tiempo promete e impide la libertad. Todo ha de estar disponible para la intervención, pero ésta retrocede a la repetición de lo disponible, que no lo es en absoluto. En verdad, el arte burgués, el arte consecuentemente autónomo, no sería compatible con la idea preburguesa de estilo; que se negara tan tenazmente esta consecuencia expresa la antinomia de la libertad burguesa. Esta conduce a la falta de estilo: ya no hay nada a lo que uno pueda aferrarse, según la frase de Brecht, pero bajo la coacción del mercado y de la adaptación tampoco se da la posibilidad de realizar lo auténtico libremente por uno mismo; por eso se recupera lo que ya había sido condenado. Las series victorianas de viviendas que afean a Baden son parodias de la villa hasta en los barrios bajos. Las devastaciones que se atribuyen a la era sin estilo y se critican estéticamente no son expresión de un espíritu kitsch de la época, sino productos de algo extraartístico, de la racionalidad falsa de la industria dirigida por el beneficio. El capital, al movilizar para sus fines lo que le parecen momentos irracionales del arte, destruye al arte. La racionalidad y la irracionalidad estéticas son igualmente mutiladas por la maldición de la sociedad. La crítica del estilo está reprimida por el ideal polémico-romántico del estilo; si continuara, afectaría a todo el arte tradicional. Artistas auténticos como Schönberg se opusieron de manera vehemente al concepto de estilo; es un criterio de la modernidad radical renunciar a él. El concepto de estilo nunca alcanzó inmediatamente a la calidad de las obras; las que parecen representar con más exactitud su estilo siempre han dirimido el conflicto con él; el estilo mismo era la unidad del estilo y de su suspensión. Cada obra es un campo de fuerza también en su relación con el estilo, incluso en la modernidad, a cuyas espaldas se constituyó algo así como estilo (debido a la obligación de elaborar) precisamente donde la modernidad renunciaba a la voluntad de estilo. Cuanto más ambicionan las obras de arte, tanto más enérgicamente dirimen el conflicto, aunque sea renunciando a ese éxito en el que se barruntan afirmación. Después solo se pudo transfigurar al estilo porque, pese a sus rasgos represivos, no fue simplemente grabado en las obras de arte desde fuera, sino que era sustancial para ellas hasta cierto punto (como le gustaba decir a Hegel en relación con la Antigüedad). El estilo infiltra a la obra de arte con algo así como espíritu objetivo; él es quien ha sacado a la luz los momentos de especificación, ya que para su propia realización exige algo especifico. En periodos en que ese espíritu objetivo no estaba dirigido, en que no administraba totalmente a las espontaneidades de otros tiempos, en el estilo también había dicha. Para el arte subjetivo de Beethoven era constitutiva la forma completamente dinámica de la sonata y, por tanto, el estilo tardo-absolutista del clasicismo vienes, que mediante Beethoven tomó conciencia de si. Algo así ya no es posible; el estilo está liquidado. Contra esto se apela de manera uniforme al concepto de lo caótico. Este proyecta sin más a la cosa la incapacidad de seguir la lógica de la cosa; las invectivas contra el arte moderno van unidas de una manera sorprendentemente regular a una falta determinable de comprensión, a menudo del conocimiento más sencillo. Está claro de manera irrevocable que lo vinculante de los estilos es un reflejo del carácter coactivo de la sociedad, que la humanidad intenta quitarse de encima de manera intermitente y con la amenaza constante de una recaída; el estilo obligatorio es inimaginable sin la estructura objetiva de una sociedad cerrada y, por tanto, represiva. En todo caso, el concepto de estilo se puede aplicar a las obras de arte individuales como el conjunto de sus momentos lingüísticos: la obra que no se subsume a ningún estilo ha de tener su estilo, su «tono», como decía Berg. Es innegable que en el desarrollo más reciente las obras de arte elaboradas se aproximan unas a otras. Lo que la historiografía académica llama estilo personal retrocede. Si el estilo personal quiere mantenerse vivo protestando, choca inevitablemente con la legalidad inmanente de la obra individual. La negación perfecta del estilo parece transformarse en estilo. Sin embargo, el descubrimiento de rasgos conformistas en el inconformismo[82] ha acabado convirtiéndose en una verdad de Perogrullo, que solo sirve para que la mala conciencia del conformismo obtenga una coartada en lo que quiere que las cosas sean de otra manera. Esto no minimiza la dialéctica de lo particular con lo general. Que en las obras de arte nominalistas avanzadas retorne algo general, a veces convencional, no es un pecado original, sino que está causado pot el carácter lingüístico de esas obras, el cual genera un vocabulario en cada grado y en la mónada sin ventanas. Así, la poesía del expresionismo emplea, según ha explicado Mautz[83], ciertas convenciones sobre los valores cromáticos, que también se pueden identificar en el libro de Kandinsky. La expresión, que es la antítesis más virulenta a la generalidad abstracta, puede necesitar estas convenciones para poder hablar como exige su concepto. Si permaneciera en el punto la agitación absoluta, la expresión no podría determinarla hasta el punto de que hablara desde la obra de arte. Si en todos los medios estéticos el expresionismo produjo (contra su propia idea) algo similar al estilo, esto fue acomodación al mercado sólo en el caso de sus representantes subalternos: en los demás casos se seguía de esa idea. Para realizarse, la idea tiene que adoptar aspectos de algo que va más allá del τόδε τι, con lo cual impide su realización.
La ingenua fe en el estilo va de la mano con el rencor contra el concepto de progreso del arte. Los razonamientos de la filosofía de la cultura, endurecidos contra las tendencias inmanentes que empujan al radicalismo artístico, se refugian en la idea de que el concepto de progreso está superado, de que es una mala reliquia del siglo XIX. Esto les da la apariencia de elevación espiritual sobre las implicaciones tecnológicas de los artistas de vanguardia y un cierto efecto demagógico; así conceden su bendición intelectual a ese antiintelectualismo tan extendido, sometido a la industria de la cultura y defendido por ella. El carácter ideológico de tales esfuerzos no dispensa, sin embargo, de la reflexión sobre la relación entre arte y progreso. Este concepto, como ya advirtieron Hegel y Marx, no se puede aplicar a la cultura tan limpiamente como a las fuerzas productivas.
Hasta en lo más íntimo la cultura está entrelazada con el movimiento histórico de crecientes antagonismos. Hay tanto o tan poco progreso en el arte como en la sociedad. La estética de Hegel cojea, y no en último término, porque, lo mismo que todo su sistema vacila entre un pensar lo invariable y una dialéctica desbordante, aun comprendiendo de forma única el momento histórico del arte como el «despliegue de la verdad» conservó, sin embargo, el canon de la Antigüedad. En lugar de introducir la dialéctica en el progreso artístico frenó ese mismo progreso; el arte era para él más pasajero que sus figuras prototípicas.
Imprevisibles eran las consecuencias que, cien años después, se darían en los países comunistas: su reaccionaria teoría artística se alimenta, aunque no sin algún consuelo de Marx, de clasicismo hegeliano. El hecho de que según Hegel el arte hubiera sido el estadio adecuado del espíritu pero ya no lo fuera, manifiesta su confianza en un real progreso de la conciencia de libertad que se vio amargamente desengañada. Si la tesis de Hegel sobre el arte como conciencia de la necesidad es importante, es que no está anticuada. Realmente el fin del arte profetizado por él no ha ocurrido en los ciento cincuenta años posteriores. No se ha seguido cultivando el arte como se continúa algo ya condenado; el rango de las obras más importantes de la época, de esa época que se condena como decadente, no debe discutirse con aquellos que quisieran aniquilarlo desde fuera y, por ello, desde abajo. Aun el extremo reduccionismo en la conciencia de la necesidad del arte mismo, aun el gesto de su enmudecimiento y de su desaparición, sigue moviéndose como en un diferencial. Aunque en el mundo no hay aún progreso alguno, sí que lo hay en arte; il faut continuer. El arte se halla implicado en lo que Hegel llamó el espíritu del mundo y por ello es culpable con él, sólo puede sustraerse a esa culpa destruyéndose a sí mismo. Pero así apoyaría a ese dominio sin palabras y cedería a la barbarie. Las obras de arte que quieren lavar su culpa se debilitan como obras de arte. Si al espíritu del mundo se le adscribiese sin reflexionar, y demasiado fielmente su univocidad, se le reduciría sin más al concepto de dominio. Las obras de arte que han estado en algunas fases de liberación que apunta más allá del momento histórico, se hermanan bien con el espíritu del mundo al que deben su aliento, su frescor, su posibilidad de superar su monotonía y su inercia. El sujeto que abre sus ojos ante tales obras hace que en él se despierte la naturaleza a sí misma y el espíritu histórico tiene una parte en tal despertar. Aunque todo progreso tiene que confrontarse con su contenido de verdad y ninguno debe convertirse en fetiche, sería lamentable hacer la diferenciación entre un progreso bueno como normativo y uno malo como salvaje.
La naturaleza oprimida suele aparecer con más pureza en esas obras, tachadas de artificiales, que avanzan hasta el máximo que permite el estado de las fuerzas de producción, que en esas otras, tan sospechosas, cuyo parti pris en favor de la naturaleza está tan cerca del dominio de la misma como el amigo de los bosques lo está de la caza. El proceso del arte no hay ni que anunciarlo ni que negarlo.
Ninguna obra posterior podría competir con la verdad que poseen los últimos cuartetos de Beethoven, sin que la situación de esa obra, en sus materiales, espíritu y forma de proceder, se viera de nuevo afectada aun cuando hubiese procedido del mejor talento.
La dificultad de juzgar en general sobre el progreso del arte es una dificultad de la estructura de su historia. La historia del arte no es homogénea. En todo caso, se forman series sucesivo-continuas que a continuación se interrumpen bajo la presión social, que también puede ser una presión para la adaptación; los desarrollos artísticos continuos han necesitado hasta hoy condiciones sociales relativamente constantes. Las continuidades del género transcurren en paralelo a la continuidad y a la homogeneidad de la sociedad; se puede conjeturar que el modo de comportarse del público italiano respecto de la ópera no ha cambiado mucho desde los napolitanos hasta Verdi, tal vez hasta Puccini; y una continuidad similar del género, caracterizada por un desarrollo hasta cierto punto consecuente de los medios y de las prohibiciones, se podría constatar en la polifonía de finales de la Edad Media. La correspondencia entre transcursos históricos compactos en el arte y estructuras sociales estáticas es un indicio de la limitación de la historia de los géneros; cuando se producen cambios abruptos en la estructura social, como el fortalecimiento del público burgués, cambian de manera abrupta los géneros y los tipos estilísticos. La música del bajo continuo, que al principio era primitiva hasta la regresión, eliminó a la sofisticada polifonía holandesa e italiana, y el poderoso retorno de ésta en Bach no dejó huellas tras sus muerte. Sólo ocasionalmente se puede hablar de transición de una obra a otra. De lo contrario, la espontaneidad, el impulso a lo inaudito que no se puede eliminar del arte, no tendría espacio; su historia estaría determinada mecánicamente. Esto llega hasta la producción de ciertos artistas significativos; su línea a menudo se quiebra, no sólo en el caso de naturalezas presuntamente proteicas que buscan apoyo en modelos cambiantes, sino también en el caso de las naturalezas más exigentes. En ocasiones, establecen antítesis estrictas con lo que ya ha creado, ya sea porque consideran agotadas las posibilidades de un tipo en su producción, ya sea para prevenir el peligro del entumecimiento y de la repetición. En algunos casos, la producción transcurre como si lo nuevo quisiera recuperar lo que lo anterior no consiguió al concretarse y limitarse. Al contrario de lo que dice la estética idealista tradicional, ninguna obra es totalidad. Cada una es insuficiente e incompleta, una porción de su propio potencial, y esto obstaculiza la prosecución directa (con la excepción de ciertas series en las que en especial los pintores ponen a prueba las posibilidades de despliegue de una concepción). Esta estructura discontinua no es necesaria desde el punto causal, pero tampoco contingente y dispar. Aunque no se pasa de una obra a otra, su sucesión se encuentra bajo la unidad del problema. El progreso, la negación de lo presente mediante nuevos puntos de vista, tiene lugar dentro de esa unidad. Las preguntas que las obras precedentes o no han resuelto o han planteado mediante sus propias soluciones esperan ser tratadas, para lo cual a veces hace falta una ruptura. Pero la unidad del problema no es una estructura completa de la historia del arte. Los problemas se pueden olvidar, y pueden surgir antítesis históricas en las que la tesis ya no está superada. Que desde el punto de vista filogenético en el arte no tiene lugar un progreso sin rupturas se puede comprender mediante la ontogenia. Los innovadores apenas dominan lo antiguo mejor que sus antecesores; a menudo, lo dominan menos. No hay progreso estético sin olvido ni, por tanto, sin algo de regresión. Brecht hizo del olvido un programa debido a una crítica de la cultura que con razón sospecha de la tradición del espíritu como cadena dorada de la ideología. Las fases de olvido y, complementariamente, las de reaparición de lo que durante mucho tiempo fue un tabú (como en Brecht la poesía didáctica) se extienden menos por obras individuales que por géneros; también tabúes como el que afecta hoy a la poesía subjetiva, en especial a la poesía erótica, que en otros tiempos fue expresión de la emancipación. La continuidad solo se puede construir desde mucha distancia. La historia del arte tiene más bien nudosidades. Aunque se pueda hablar de una historia parcial de los géneros (de la pintura de paisajes, de los retratos, de la ópera), no hay que esperar demasiado de ella. Esto lo muestra de una manera drástica la praxis de las parodias y de las contrafacturas en la música antigua. En la obra de Bach, su manera de proceder, la complexión y densidad de lo compuesto, es verdaderamente un progreso, más esencial que si Bach escribía música profana o religiosa, vocal o instrumental; por tanto, el nominalismo repercute sobre el conocimiento del arte del pasado. La imposibilidad de una construcción univoca de la historia del arte y lo desastroso de la noción de progreso, el cual existe y no existe, se debe al carácter doble del arte como algo autónomo (que en su autonomía está determinado socialmente) y algo social.
Donde el carácter social del arte se impone al carácter autónomo, donde su estructura inmanente contradice claramente a las relaciones sociales, la autonomía es la víctima, y con ella la continuidad; una de las debilidades de la historia del espíritu es ignorar esto por idealismo. Cuando la continuidad se resquebraja, las relaciones de producción suelen ganar a las fuerzas productivas; no hay razón para aprobar ese triunfo social. El arte está mediado por el todo social, es decir, por la estructura social dominante. Su historia no está formada por causalidades individuales, por necesidades univocas que conduzcan de un fenómeno a otro. La historia del arte se puede considerar necesaria solo en relación con la tendencia social global; no en sus manifestaciones singulares. Igualmente falsas son su construcción rotunda desde arriba y la fe en la inconmensurabilidad genial de las obras individuales que ella arrebata al reino de la necesidad. No se puede elaborar una teoría de la historia del arte sin contradicciones: la esencia de su historia es contradictoria en sí misma.
Sin duda, los materiales históricos y su dominación (la técnica) progresan; inventos como el de la perspectiva en la pintura, la polifonía en la música, son los ejemplos más claros de esto. Además, el progreso es innegable dentro de los procedimientos establecidos, su elaboración consecuente; así, la diferenciación de la consciencia armónica desde la era del bajo continuo hasta el umbral de la música moderna, o la transición del impresionismo al puntillismo. Sin embargo, ese progreso innegable no es sin más un progreso de calidad. Lo que la pintura ganó en medios desde Giotto y Cimabue hasta Piero della Francesca sólo lo puede discutir la ceguera; sería pedante deducir de ahí que los cuadros de Piero son mejores que los frescos de Asis. Mientras que frente a la obra individual es posible y decidible la pregunta por la calidad, de modo que las relaciones están implícitas en el juicio sobre obras diversas, esos juicios pasan a la pedantería ajena al arte en cuanto comparan mediante la forma «mejor que»: estas controversias no se libran de la cháchara de los cultos. Aunque las obras se diferencian por su calidad, al mismo tiempo son inconmensurables. Sólo se comunican antitéticamente entre sí: «una obra es el enemigo mortal de otra». Sólo son comparables cuando se aniquilan, cuando realizan mediante su vida su mortalidad. Apenas se puede averiguar (y si acaso, en concreto) qué rasgos arcaicos y primitivos son propios del procedimiento, cuáles se siguen de la idea objetiva de la cosa; estos dos factores sólo se pueden separar arbitrariamente. Los propios defectos pueden hablar, y los méritos pueden perjudicar en el despliegue histórico al contenido de verdad. Tan antinómica es la historia del arte. Sin duda, la estructura subcutánea de las obras instrumentales más significativas de Bach sólo puede salir a la luz mediante una paleta orquestal que él no tenía a su disposición; sin embargo, sería estúpido desear que las imágenes medievales tuvieran habilidades perspectívicas que les privarían de su expresión específica. – Los progresos son superables mediante el progreso. La disminución y finalmente anulación de la perspectiva en la pintura moderna genera correspondencias con la pintura perspectívica que elevan a lo más antiguo por encima de lo intermedio; pero si se quieren para el presente procedimientos más primitivos, superados, si se difama y revoca al progreso del dominio del material en la producción contemporánea, esas correspondencias se convierten en banalidad. Incluso el avance en el dominio del material hay que pagarlo a veces mediante pérdidas en el dominio del material. El conocimiento más exacto de las músicas exóticas a las que antes se despachaba por primitivas indica que la polifonía y la racionalización de la música occidental, que son inseparables e hicieron posible toda su riqueza y profundidad, embotaron la facultad de diferenciar, que vive en las desviaciones rítmicas y melódicas mínimas respecto de la monodia; lo rígido y monótono para oídos europeos de las músicas exóticas era la condición de esa diferenciación. La presión ritual fortaleció la facultad de diferenciación en el angosto ámbito en que estaba tolerada, mientras que la música europea, bajo una presión menor, necesitaba menos esos correctivos. A cambio, sólo la música europea ha alcanzado la autonomía plena, el arte, y la consciencia que es inmanente a ella no puede salir de ella a su voluntad y ampliarse. Innegablemente, una facultad de diferenciación más sutil forma parte del dominio estético del material y está acoplada a la espiritualización; el correlato subjetivo del uso objetivo, la capacidad de rastrear lo que se ha vuelto posible, y de este modo el arte se vuelve más libre para lo suyo, para la protesta contra el dominio del material. La voluntariedad en lo involuntario es una fórmula paradójica para la posible resolución de la antinomia del dominio estético. El dominio del material implica espiritualización, que en tanto que independización del espíritu frente a su otro en seguida se pone en peligro. El espíritu estético soberano tiende más a comunicarse que a hacer hablar a la cosa, que es lo único que satisfaría a la idea plena de espiritualización. El prix du progres es inherente al propio progreso. El síntoma más craso de ese precio, la disminución de la autenticidad y de la vinculación, el sentimiento creciente de lo contingente, es idéntico al progreso del dominio del material, a la elaboración creciente de lo individual. No está claro si esa pérdida es real o una apariencia. A la consciencia ingenua, pero también a la del músico, un lied del Winterreise le puede parecer más auténtico que un lied de Webern, como si allí se hubiera dado con algo objetivo y aquí el contenido hubiera quedado limitado a la experiencia meramente individual. Pero esta distinción es cuestionable. En obras tan dignas como las piezas de Webern, la diferenciación que para el oído no educado perjudica a la objetividad del contenido es lo mismo que la facultad de dar forma con más exactitud a la cosa, de liberarla del resto de esquematismo, y en esto consiste la objetivación. A la experiencia íntima del arte moderno auténtico se le deshace el sentimiento de contingencia que ella causa mientras se considere necesario un lenguaje que no haya sido demolido simplemente por la necesidad subjetiva de expresarse, sino a través de ella, en el proceso de objetivación. Por supuesto, las obras de arte no son indiferentes a la transformación en la mónada de lo vinculante en ellas. Que parezcan volverse más indiferentes no se explica meramente por el descenso de su repercusión social.
Algo indica que el giro a su inmanencia pura hace perder a las obras su coeficiente de fricción, un momento de su esencia; que las obras se vuelven más indiferentes también en sí mismas. Sin embargo, el hecho de que los cuadros abstractos radicales se puedan colgar en cualquier sitio sin causar escándalo no justifica una restauración de la objetualidad que agrada a priori, ni siquiera aunque para reconciliarse con el objeto se elija a Che Guevara. Al fin y al cabo, el progreso no es sólo un progreso del dominio del material y de la espiritualización, sino del espíritu, en el sentido hegeliano de la consciencia de su libertad. Si en Beethoven el dominio del material avanza más allá de Bach, es una cuestión sobre la que se puede discutir sin fin; cada uno domina el material de una manera más perfecta por cuanto respecta a dimensiones diferentes. Preguntar cuál de los dos ocupa un rango más elevado es ocioso; pero no el conocimiento de que la voz de la mayoría de edad del sujeto, la emancipación respecto del mito y la reconciliación con éste, el contenido de verdad, prosperó más en Beethoven que en Bach. Este criterio supera a cualquier otro.
La técnica, que es el nombre estético del dominio del material, tornado del uso antiguo, que incluía a las artes en las actividades artesanales, es reciente en su significado actual. Tiene los rasgos de una fase en la que, en analogía a la ciencia, el método parecía algo independiente frente a la cosa. Todos los procedimientos artísticos que dan forma al material y se dejan dirigir por él se retinen retrospectivamente desde el punto de vista tecnológico, también los que todavía no se han separado de la praxis artesanal de la producción medieval de bienes, la conexión con la cual el arte nunca rompió por completo (para oponerse a la integración capitalista). El umbral entre la artesanía y la técnica en el arte no es, como en la producción material, la cuantificación estricta de los procedimientos, que es incompatible con el telos cualitativo; tampoco la introducción de máquinas; más bien, la preponderancia del uso libre de los medios por la consciencia, al contrario del tradicionalismo, bajo cuya cubierta maduró ese uso. A la vista del contenido, el aspecto técnico solo es uno más; ninguna obra de arte se reduce al conjunto de sus momentos técnicos. Que la mirada que no percibe en las obras nada más que cómo fueron hechas se queda más acá de la experiencia artística es ciertamente un topos apologético constante de la ideología cultural, pero es verdad frente a la sobriedad donde se abandona a la propia sobriedad. Sin embargo, la técnica es constitutiva para el arte porque ella muestra que toda obra de arte ha sido hecha por seres humanos, que lo artístico en ella es un producto de los seres humanos. Hay que distinguir la técnica y el contenido; la abstracción es ideológica si separa a lo sobretécnico de la mera técnica, como si ésta y el contenido no se generaran recíprocamente en las obras significativas. El paso nominalista de Shakespeare a la individualidad mortal e infinitamente rica en sí misma en tanto que contenido es función de la colocación arquitectónica, cuasi Oka, de escenas breves, y al mismo tiempo esta técnica episódica viene exigida por el contenido, por una experiencia metafísica que hace saltar por los aires el orden donador de sentido de las viejas unidades. En la ridícula palabra mensaje, la relación dialéctica entre contenido y técnica se ha cosificado como una dicotomía simple. La técnica tiene carácter cave para el conocimiento del arte; sólo ella lleva a la reflexión al interior de las obras; por supuesto, solo a quien hable su idioma.
Como el contenido no es algo hecho, la técnica no es todo el arte, pero solo desde su concreción se puede extrapolar el contenido. La técnica es la figura determinable del enigma en las obras de arte, racional y no conceptual a la vez. La técnica permite el juicio en la zona de lo que no tiene juicio. Ciertamente, las cuestiones técnicas de las obras de arte se complican infinitamente y no se pueden resolver con una sentencia. Pero son decidibles de manera inmanente. Con la medida de la lógica de las obras, la técnica proporciona además la medida de su suspensión. Extirparla agradaría a la costumbre vulgar, pero sería falso. Pues la técnica de una obra esta constituida por sus problemas, por la tarea aporética que la obra se plantea objetivamente. Solo en ella se puede comprender que es la técnica de una obra, si basta o no, igual que a la inversa el problema objetivo de la obra solo se puede inferir de su complexión técnica. Así como una obra no se puede comprender sin comprender su técnica, ésta tampoco se puede comprender sin comprender la obra. Hasta que punto una técnica más allá de la especificación de la obra es general o monadológica varia en la historia, pero también en los idolatrados periodos de estilos vinculantes la técnica se encargó de que los estilos no gobernaran la obra de manera abstracta, sino que se introdujeran en la dialéctica de su individuación. Que la técnica pesa mucho más de lo que el irracionalismo ajeno al arte quisiera se nota en algo tan sencillo como que a la consciencia, una vez presupuesta su aptitud para la experiencia del arte, éste se le despliega con tanta más riqueza cuanto más profundamente ella penetra en su complexión. La comprensión crece con la comprensión de la factura técnica. Que la consciencia mata es un cuento; mortal solo es la consciencia falsa. El oficio hace conmensurable el arte a la consciencia porque se puede aprender. Los reparos que un maestro pone a los trabajos de sus discípulos son el primer modelo de una falta de oficio; las correcciones son el primer modelo del oficio. Estos modelos son preartísticos en tanto que repiten modelos y reglas dados; impulsan porque comparan los medios técnicos empleados con la cosa a la que se aspira. En un nivel primitivo, más allí del cual rara vez va la enseñanza habitual de la composición, el profesor critica los paralelos de quintas y propondrá en su lugar contrapuntos mejores; pero si no es un pedante, le explicará al alumno que los paralelos de quintas son legítimos como medio artístico preciso para ciertos efectos, como en Debussy, que la prohibición pierde su sentido fuera del sistema tonal de referencias. El oficio deja por debajo a su figura separable y limitada. La mirada experimentada que recorre una partitura, un grabado, se asegura casi miméticamente antes del análisis de si el objet d’art tiene oficio e inerva su nivel formal. Pero no basta con esto. Hay que dar cuenta del oficio, que primariamente se presenta como un hálito, como un aura de las obras, en peculiar contradicción con las ideas de los dilettantes sobre el talento artístico. El momento aurático que va unido al oficio de una manera en apariencia paradójica es la memoria de la mano que pasó con delicadeza y amor por los contornos de la obra y, al articularlos, los suavizó. El análisis da esa cuenta, y también él forma parte del oficio. Frente a la función sintetizante de las obras de arte, que todo el mundo conoce, es sorprendente que se deje de lado el momento analítico. Este tiene su lugar en el polo contrario a la síntesis, en la economía de los elementos a partir de los cuales la obra se compone; y es inherente objetivamente a la obra de arte no menos que la síntesis. El director de orquesta que analiza una obra para interpretarla adecuadamente repite una condición de posibilidad de la obra misma.
Los indicios de un concepto superior de oficio hay que obtenerlos mediante el análisis; musicalmente, el «fluir» de una pieza: que no está pensada en compases individuales, sino en unidades más amplias; o que los impulsos continúan en vez de quedar simplemente yuxtapuestos. Ese movimiento del concepto de técnica es el verdadero gradus ad Parnassum. Esto no queda evidente más que en la casuística estética. Cuando Alban Berg contestó negativamente a la pregunta ingenua de si en Strauss no habría que admirar al menos su técnica, se refería a lo inconexo del procedimiento de Strauss, que calcula una serie de efectos sin que de una manera puramente musical uno salga del otro o sea exigido por él. Esa crítica técnica de obras muy técnicas la ignora una concepción que declara permanente al principio de sorpresa y traslada su unidad a la suspensión irracionalista de lo que para la tradición del estilo obligatorio era la lógica, la unidad. Es fácil objetar que ese concepto de técnica abandona la inmanencia de la obra, que procede de fuera, del ideal de una escuela que (como la de Schönberg) se aferra anacrónicamente (en el postulado de la variación con desarrollo) a la lógica musical tradicional para movilizarla contra la tradición. Pero esta objeción no da con el estado de cosas artístico. La crítica de Berg al oficio de Strauss es acertada porque quien rechaza la lógica no es apto para esa elaboración a la que sirve ese oficio con el que Strauss estaba comprometido. Ciertamente, las fracturas y los saltos del imprévu, que ya era propio de Berlioz, surgen de lo querido; pero al mismo tiempo lo trastornan, trastornan al brío del transcurso musical, que es sustituido por un gesto brioso. Una música tan temporal-dinámica como la de Strauss es incompatible con un procedimiento que no organiza coherentemente la sucesión temporal. El fin y los medios se contradicen. La contradicción no se calma con el conjunto de los medios, sino que se extiende al fin, a la glorificación de la contingencia, que celebra como vida libre lo que no es otra cosa que la anarquía de la producción de mercancías y la brutalidad de quienes la dominan. Con un concepto falso de continuidad operaba todavía la concepción de un progreso lineal de la técnica artística, al margen del contenido; los movimientos de liberación técnica pueden ser afectados por la falsedad del contenido. Que, en contra de la convención, la técnica y el contenido están mezclados lo manifestó Beethoven en la frase de que muchos de los efectos que se suele atribuir al genio natural del compositor sólo se deben en verdad al uso certero del acorde de séptima disminuida; la dignidad de esa sobriedad condena a toda la cháchara de la creatividad; por el contrario, la objetividad de Beethoven le hace justicia a la apariencia estética y a lo que no tiene apariencia. La experiencia de la incoherencia entre la técnica, lo que la obra de arte quiere, su capa expresivo-mimética, y su contenido de verdad causa a veces revueltas contra la técnica. Es endógeno al concepto de técnica independizarse a costa de su fin, convertirse en un fin en sí mismo como una habilidad que funciona en vacío. Contra esto reaccionó el fauvismo de la pintura; de una manera análoga, el Schönberg de la atonalidad libre en relación con el brillo orquestal de la escuela neoalemana. Schönberg, que era el compositor de su época que más insistía en el oficio, atacó explícitamente en el artículo Problemas de la enseñanza artística a la fe en la técnica salvadora[84]. La técnica cosificada provoca a veces correctivos que se aproximan a lo salvaje, a lo bárbaro, a la técnica primitiva, a lo hostil al arte. Lo que se llama de una manera pregnante arte moderno fue lanzado por este impulso; éste no podía acomodarse en sí mismo y se convirtió por doquier en técnica. Pero no era retrógrado. La técnica no es abundancia de medios, sino la facultad atesorada de ajustarse a lo que la cosa reclama objetivamente. Esta idea de técnica a veces es fomentada más por su reducción de los medios que por su acumulación, que la consume. Las exiguas Piezas para piano, op. 11 de Schönberg, con la extraordinaria torpeza de su fresco planteamiento, son superiores técnicamente a la orquesta de Una vida de héroe, de cuya partitura solo se oye una parte, de modo que los medios no bastan ni siquiera para su fin más inmediato, para la aparición acústica de lo imaginado. Hay que preguntarse si la segunda técnica del Schönberg maduro no quedó por detrás del acto de suspensión de la primera. Pero también la independización de la técnica que la enreda en su dialéctica no es meramente el pecado original de la rutina, como cree la necesidad pura de expresión. Debido a su hermanamiento con el contenido, la técnica tiene una vida propia legitima. El arte suele precisar de esos momentos a los que tendría que renunciar. El hecho de que hasta hoy las revoluciones artísticas hayan sido reaccionarias no está explicado ni disculpado así, pero si que tiene que ver con esto. Las prohibiciones tienen un momento regresivo, también la prohibición de la abundancia y de la complejidad; por eso, ese momento se relaja, aunque este impregnado de refus. Ésta es una de las dimensiones del proceso de objetivación. Cuando unos diez años después de la Segunda Guerra Mundial los compositores se hartaron de la puntualidad posweberniana, como se ve en Le marteau sans maître de Boulez, se repitió el proceso, esta vez como crítica de la ideología del nuevo comienzo absoluto, de la tabula rasa. Cuatro décadas antes, la transición de Picasso desde Las señoritas de Avignon al cubismo sintético debió de tener un sentido similar. En el surgimiento y la desaparición de las alergias técnicas se manifiestan las mismas experiencias históricas que en el contenido; éste se comunica ahí con la técnica. — La idea kantiana de finalidad, que establece la conexión entre el arte y lo interior de la naturaleza, está emparentada estrechamente con la técnica. La técnica de las obras de arte es aquello mediante lo cual se organizan como adecuadas a un fin de una manera que está negada a la mera existencia; solo mediante la técnica, las obras de arte llegan a ser adecuadas a un fin. La insistencia sobre la técnica en el arte extraña a los banales debido su sobriedad: a la técnica se le flora demasiado que procede de la praxis prosaica, que horroriza al arte. El arte no se hace más ilusiones en ningún otro lugar que en el imprescindible aspecto técnico de su magia, pues sólo mediante la técnica, el medio de su cristalización, el arte se aleja de eso prosaico. La técnica se encarga de que la obra de arte sea más que un aglomerado de lo que está presente fácticamente, y esté más es su contenido.
En el lenguaje del arte, palabras como técnica y oficio son sinónimos. Esto alude a ese aspecto anacrónicamente artesanal que no se escape) a la melancolía de Valéry. Este aspecto da a la existencia del arte algo idílico en una época en la que ya nada verdadero puede ser inofensivo. Sin embargo, donde el arte autónomo absorbió los procedimientos industriales en serio, éstos fueron exteriores a él. La reproductibilidad masiva no se ha convertido para el arte en una ley formal inmanente, como cree la identificación con el agresor. Incluso en el cine, los momentos industriales y estético-artesanales se separan bajo la presión social y económica. La industrialización radical del arte, su adaptación total a los estándares técnicos alcanzados, colisiona con lo que en el arte se opone a la integración. Si la técnica tiende al punto de fuga de la industrialización, estéticamente esto sigue sucediendo a costa de la elaboración inmanente y por tanto de la técnica misma. Esto le infunde al arte un momento arcaico que lo compromete. La preferencia fanática de generaciones de jóvenes por el jazz protesta inconscientemente contra esto y proclama al mismo tiempo la contradicción porque la producción que se ha adaptado a la industria (o que al menos se comporta como si lo hubiera hecho) va cojeando desamparada, por cuanto respecta a su complexión, tras las fuerzas productivas artísticas, compositivas. Presumiblemente, la tendencia constatada hoy en los medios mis diversos a manipular la contingencia es, entre otras cosas, el intento de evitar lo inoportuno, lo superfluo de los procedimientos artesanales en el arte sin entregarlo a la racionalidad instrumental de la producción masiva. Solo mediante la reflexión sobre la relación de las obras de arte con la finalidad es posible aproximarse a la pregunta tan apremiante como molesta (debido a su celo y a que es un eslogan social ingenuo para la época) sobre el arte en la era técnica. Ciertamente, las obras de arte son determinadas por la técnica como algo adecuado a un fin en sí mismo.
Pero su terminus ad quem tiene su lugar solo en ellas mismas, no fuera de ellas.
Por eso, también la técnica de su finalidad inmanente es «sin fin», mientras que la técnica tiene constantemente como modelo la técnica extraestética. La paradójica formulación de Kant expresa una relación antinómica sin que el antinomista la explicite: mediante su tecnificación, que las liga ineludiblemente a formas finales, las obras de arte entran en contradicción con su ausencia de fin. En las artes aplicadas, los productos son ajustados a fines, como la forma aerodinámica tendente a reducir la resistencia del aire, aunque las sillas no tengan que esperar esa resistencia. Pero las artes aplicadas son una advertencia para el arte. El momento racional imprescindible del arte, que se reúne en su técnica, trabaja contra él. No es que la racionalidad mate a lo inconsciente, a la sustancia o a cualquier otra cosa; la técnica ha hecho capaz al arte de recibir lo inconsciente.
Pero la obra de arte elaborada de una manera puramente racional anuló en virtud de su autonomía absoluta la diferencia respecto de la existencia empírica; se ajustó, sin imitarlo, a su adversario, a las mercancías. Ya no se podría distinguir de las obras perfectas desde el punto de vista de la racionalidad instrumental más que en que no tiene fin alguno, y esto la desmentiría. La totalidad de la finalidad intraestética desemboca en el problema de la finalidad del arte más allá de su ámbito, y ante él fracasa. Ahora igual que antes, sigue en vigor el juicio de que la obra de arte estrictamente técnica ha fracasado y que las obras que ponen coto a su propia técnica son inconsecuentes. La técnica, aunque sea el conjunto del lenguaje del arte, lo liquida; no puede escaparse a esto. El concepto de fuerza productiva técnica no hay que fetichizarlo en ningún lugar, tampoco en el arte. De lo contrario, se convierte en un reflejo de esa tecnocracia que socialmente es una forma de dominio enmascarada bajo la apariencia de racionalidad. Las fuerzas productivas técnicas no son nada para sí. Reciben su valor sólo en la relación con su fin en la obra, finalmente con el contenido de verdad de lo poetizado, de lo compuesto, de lo pintado. En todo caso, esa finalidad de los medios no es transparente en el arte. El fin se oculta no pocas veces en la tecnología sin que ella se mida inmediatamente con él. Si a principios del siglo XIX se descubrió e impulsó la técnica de la instrumentación, esto tenía sin duda rasgos tecnocráticos saint-simonianos. La relación con el fin de una integración de las obras en todas sus dimensiones no se manifestó hasta un nivel posterior, y cambió cualitativamente la técnica orquestal. El entrelazamiento de fin y medios en el arte exige prudencia con los juicios categóricos sobre su quid pro quo. Sin embargo, está por ver si la adaptación a la técnica extraestética es intraestéticamente sin más un progreso. Difícilmente lo fue la Sinfonía fantástica (un efecto colateral de las primeras exposiciones universales) en comparación con la coetánea obra tardía de Beethoven. Desde esos años, el vaciamiento de la mediación subjetiva (en Berlioz: la falta de elaboración propiamente compositiva) que acompaña casi regularmente a la tecnificación también ha tenido efectos dañinos sobre la cosa; en ningún caso, la obra de arte tecnológica es a priori más coherente que la obra que se recoge en sí misma como respuesta a la industrialización, a menudo encaprichada con el efecto en tanto que «consecuencia sin causa». Lo acertado en las consideraciones sobre el arte en la era a la que los periódicos llaman técnica (la cual se caracteriza tanto por las relaciones sociales de producción como por el estado de las fuerzas productivas, a las que ellas abrazan) no es la adecuación del arte al desarrollo técnico, sino la transformación de formas constitutivas de experiencia que se plasman en las obras de arte. La pregunta se refiere al mundo de imágenes estéticas: el preindustrial tuvo que desaparecer irremediablemente.
La frase con que comenzaron las reflexiones de Benjamin sobre el surrealismo:
«Ya no conseguimos soñar con la flor azul»[85] es clave. El arte es la mímesis del mundo de imágenes y al mismo tiempo su Ilustración mediante formas del uso.
Pero el mundo de imágenes, que es completamente histórico, es marrado por la ficción de un mundo de imágenes que extingue las relaciones bajo las cuales viven los seres humanos. Del dilema de si y cómo es posible un arte que (como dice la inofensividad incorregible) cuadre con el presente no nos saca el empleo de medios técnicos, que están listos y pueden ser utilizados por el arte de acuerdo con su consciencia crítica, sino la autenticidad de un modo de experiencia que no se aferra a ninguna inmediatez perdida. La inmediatez del comportamiento estético ya sólo es una inmediatez con lo mediado universalmente. El hecho de que al pasear por el bosque escuchemos el estruendo de los aviones (a no ser que hayamos buscado los paisajes más apartados) no hace simplemente inactual a la naturaleza en tanto que objeto a celebrar por la poesía lírica. El impulso mimético también está afectado. La poesía de la naturaleza es anacrónica no sólo debido a su tema: su contenido de verdad ha desaparecido. Esto puede ayudar a explicar el aspecto anorgánico de la poesía de Beckett y Celan. Ésta no se basa ni en la naturaleza ni en la industria; precisamente la integración de la industria induce a la poetización, que ya fue un aspecto del impresionismo, y contribuye a hacer la paz con la falta de paz. En tanto que forma anticipada de reacción, el arte ya no puede (si es que pudo alguna vez) asimilarse, ni la naturaleza intacta ni la industria que la abrasó; la imposibilidad de ambas cosas es la ley secreta de la no-objetualidad estética. Las imágenes de lo postindustrial son las imágenes de un muerto; como anticipación, pueden impedir la guerra atómica de una manera similar a como hace cuarenta años el surrealismo salvó a París en la imago al representarlo como si las vacas pacieran ahí (precisamente en las vacas [Kuh] se basó la población del Berlín bombardeado para rebautizar al Kurfürstendamm). Sobre toda la técnica artística planea, en relación con su telos, una sombra de irracionalidad, el contrario de aquello por lo cual el irracionalismo estético la reprende; y esta sombra es un anatema para la técnica. En todo caso, de las técnicas no se puede eliminar un momento de generalidad, igual que tampoco de la tendencia nominalista de desarrollo en conjunto. El cubismo o la composición con doce sonidos interrelacionados son, por cuanto respecta a la idea, procedimientos generales en la era de la negación de la generalidad estética. La tensión entre la técnica objetivante y la esencia mimética de las obras de arte es dirimida en el esfuerzo de salvar lo fugaz, lo perecedero, como algo inmune a la cosificación y compañero de ella. Probablemente, el concepto de técnica artística se haya especificado sólo en ese esfuerzo de Sísifo; está emparentado con el tour de force.
La teoría de Valéry, que es una teoría racional de la irracionalidad estética, gira en torno a esto. Por lo demás, el impulso del arte a objetivar lo fugaz, no lo permanente, atraviesa toda su historia. En medio de la dialéctica, Hegel no se dio cuenta de esto ni, por tanto, del núcleo temporal del contenido de verdad del arte.
La subjetivización del arte a lo largo del siglo XIX, que al mismo tiempo desencadenó sus fuerzas productivas técnicas, no sacrificó la idea objetiva del arte, sino que la temporalizó y la moldeó más puramente que la pureza clasicista.
Por supuesto, la justicia suprema que se hace así al impulso mimético se convierte en una injusticia suprema porque la permanencia, la objetivación, acaba negando al impulso mimético. Pero la culpa hay que buscarla en la idea de arte, no en su presunta decadencia.
El nominalismo estético es un proceso en la forma, y a su vez se convierte en forma: también ahí se median lo general y lo particular. Las prohibiciones nominalistas de las formas dadas son canónicas en tanto que indicaciones. La crítica de las formas está entrelazada con la crítica de su suficiencia formal. Es prototípica la diferencia, relevante para toda teoría de las formas, entre lo cerrado y lo abierto. Formas abiertas son las de las categorías de los géneros que buscan el equilibrio con la crítica nominalista de lo general. Ésta se basa en la experiencia de que la unidad de lo general y lo particular que las obras de arte buscan fracasa por principio. Nada general dado acoge sin conflicto a algo particular que no fluye del género. La generalidad perpetuada de las formas es incompatible con su propio sentido; no se cumple la promesa de lo redondo, de lo superior, de lo que reposa en sí mismo. Pues esa promesa se refiere a lo heterogéneo a las formas que probablemente nunca toleró la identidad con ellas. Las formas que crujen una vez que su instante ha pasado cometen una injusticia con la forma. La forma objetualizada frente a su otro ya no es una forma. El sentimiento de forma de Bach, que en algunos aspectos se oponía al nominalismo burgués, no consistía en el respeto, sino en mantener fluidas las formas tradicionales o, mejor dicho, en no dejar que se solidificaran: nominalismo por sentimiento de forma. Lo correcto en el cliché rencoroso que alaba a las novelas su talento para la forma es la facultad de mantener las formas en labilidad respecto de lo formado y ceder ante lo formado por simpatía sensorial en vez de domarlo; no en la manipulación más o menos feliz de las formas en tanto que tales. El sentimiento para las formas explica la problemática de las formas: que el comienzo y el final de una frase musical, que la composición equilibrada de un cuadro, que rituales de la escena como la muerte o la boda de los héroes son vanos debido a la arbitrariedad: lo configurado no hace honor a la forma de la configuración. Pero si la renuncia a los rituales en la idea del género abierto (a menudo esta idea es muy convencional, como él rondó) se libra de la mentira de lo necesario, esa idea queda desprotegida al ser confrontada con la contingencia. La obra de arte nominalista ha de llegar a ser tal organizándose puramente desde abajo en vez de que se le impongan los principios de organización. Pero ninguna obra de arte que se abandone ciegamente a sí misma tiene esa fuerza de organización que le marque los límites vinculantes: investirla con esa fuerza sería fetichista. El nominalismo estético desencadenado liquida, como la crítica filosófica de Aristóteles, toda forma como resto de un ser-en-sí espiritual. Acaba en la facticidad literal, que es irreconciliable con el arte.
Habría que mostrar en un artista de un nivel formal único como Mozart que cerca están de la ruina nominalista sus formas más atrevidas y, por tanto, auténticas. El carácter de la obra de arte en tanto que artefacto es incompatible con el postulado del abandonarse puramente a la cosa. Al ser hechas, las obras de arte acogen ese momento de organización, de dirección, que le resulta insoportable a la susceptibilidad nominalista. En la insuficiencia de las formas abiertas (un ejemplo magnifico son las dificultades de Brecht para escribir finales convincentes en sus obras de teatro) culmina la aporía histórica del nominalismo del arte. Por lo demás, no se puede olvidar un salto cualitativo en la tendencia global hacia la forma abierta. Las formas abiertas más antiguas se formaron en las formas tradicionales, a las que modificaron, pero de las cuales conservaron algo más que el contorno. La forma sonata del clasicismo vieries era una forma dinámica, pero cerrada, y su clausura era precaria; el rondo, con la ligereza intencionada de la alternancia entre estribillo y estrofas, es una forma decididamente abierta. Sin embargo, en el interior de lo compuesto la diferencia no era tan relevante. De Beethoven a Mahler fue usual el «rondó-sonata» que trasplantaba el desarrollo de la sonata al rondo, equilibrando el juego de la forma abierta con la vinculación de la forma cerrada. Esto pudo suceder porque la forma rondo no se entregó literalmente a la contingencia, sino que solo se adaptó como forma establecida en el espíritu de la era nominalista y en recuerdo del espíritu mucho más antiguo de los cantos de ronda, de la alternancia entre coro y solista, a la exigencia de lo no vinculante. El rondo se prestaba mejor a la simple estandarización que la sonata que se desarrolla dinámicamente, cuya dinámica no permitía tipificación pese a su compacidad. El sentimiento de forma, que en el rondo había provocado la contingencia al menos en apariencia, exigía garantías para no reventar el genero.
Formas previas en Bach, como el presto del Concierto italiano, eran más flexibles, menos rígidas, más mezcladas, que los rondós de Mozart, que pertenecen a un estadio posterior del nominalismo. El cambio cualitativo sucedió cuando, en vez de la contradictio in adiecto de la forma abierta, apareció un procedimiento que sin mirar a los géneros se amoldaba al mandato nominalista; paradójicamente, los resultados eran más cerrados que sus conciliadores antecedentes; el impulso nominalista a lo auténtico se opone a las formas de juego en tanto que descendientes del divertimento feudal. El caso serio en Beethoven es burgués. La contingencia se extendió al carácter formal. Al final, la contingencia es una función de la configuración creciente. Así se pueden explicar cosas aparentemente periféricas como la disminución temporal de la longitud de las composiciones musicales, o los formatos pequeños de los mejores cuadros de Klee. La resignación ante el tiempo y el espacio retrocedieron ante la crisis de la forma nominalista al punto en tanto que algo indiferente. La action painting, la pintura informal, el aleatorismo, llevan al extremo el momento de resignación: el sujeto estético se dispensa de la carga de la formación de lo que frente a él es contingente, desespera de tener que seguir soportándola; endosa la responsabilidad de la organización a lo contingente mismo. La ganancia vuelve a estar mal calculada. Por su parte, la legalidad formal presuntamente destilada de lo contingente y heterogéneo es heterogénea, no vinculante para la obra de arte; es ajena al arte en tanto que literal. La estadística se convierte en un consuelo para la ausencia de las formas tradicionales. Esta situación incluye la figura de su propia crítica. Las obras de arte nominalistas necesitan siempre la intervención de la mano directriz, a la que ocultan debido a su principio. Algo aparente se infiltra en la crítica extremadamente objetiva de la apariencia, tal vez tan imprescindible como la apariencia estética de todas las obras de arte. Se nota de muchas maneras en los productos artísticos de la contingencia la necesidad de someter estos procesos estilizadores a la selección. Corriger la fortune es la advertencia de la obra de arte nominalista. Su fortuna no es tal, sino ese hechizo del destino del que las obras de arte intentan salir tirándose de la coleta desde que iniciaron en la Antigüedad el proceso contra el mito. En Beethoven, cuya musica no estaba menos afectada por el motivo nominalista que la filosofía hegeliana, es incomparable que impregnara la intervención que la problemática formal postula con la autonomía, con la libertad del sujeto que ha tornado consciencia de sí mismo. Beethoven legitimó por su contenido lo que desde el punto de vista de la obra de arte abandonada a sí misma tenía que aparecer como violencia. Ninguna obra de arte merece su nombre si mantiene lejos de si lo que de acuerdo con su propia ley es contingente. Pues de acuerdo con su propio concepto la forma es sólo forma de algo, y este algo no puede convertirse en una mera tautología de la forma. Pero la necesidad de esta relación de la forma con su otro socava la forma; ésta no puede prosperar como lo puro frente a lo heterogéneo, pues quiere tanto lo puro como necesita lo heterogéneo. La inmanencia de la forma en lo heterogéneo tiene limites. Sin embargo, durante toda la historia del arte burgués no ha sido posible nada más que el esfuerzo de, si no resolver la antinomia del nominalismo, al configurarla de tal modo que la forma se adquiera de su negación. Ahí, la historia del arte reciente está no en simple analogía con la historia de la filosofía, sino que es lo mismo. Lo que Hegel llamaba el despliegue de la verdad era en ese movimiento lo mismo.
La obligación de objetivar el momento nominalista, que se resiste a ello, causa el principio de construcción. La construcción es la forma de las obras que no les es impuesta ya acabada, pero que tampoco asciende desde ellas, sino que brota de su reflexión mediante la razón subjetiva. Históricamente, el concepto de construcción procede de las matemáticas; en la filosofía especulativa de Schelling fue transferido por primera vez a las cosas: tenía que encontrar el denominador general de lo difusamente contingente y la necesidad de forma. A esto se acerca mucho el concepto de construcción en el arte. Como el arte ya no puede confiar en una objetividad de los universales y empero es objetivación de los impulsos de acuerdo con su propio concepto, la objetivación es funcionalizada. Al romper la cubierta de las formas, el nominalismo sacó el arte al aire libre mucho antes de que esto se convirtiera en un programa no metafórico Tanto el pensamiento como el arte fueron dinamizados. Apenas es una generalización injusta que el arte nominalista perciba la oportunidad de objetivarse solo en el devenir inmanente, en el carácter procesual de cada obra. La objetivación dinámica, la determinación de la obra de arte como ser en sí mismo, incluye un momento estático En la construcción, la dinámica se transforma en estática: la obra construida se mantiene. De este modo, el progreso del nominalismo choca con su propia cubierta. En la literatura, el prototipo de la dinamización era la intriga; en la música, el desarrollo. En los desarrollos de Haydn, la acción incesante y opaca en cuanto a su fin se convirtió en el fundamento objetivo de determinación de lo que se apercibe como expresión del humor subjetivo. La actividad particular de los motivos, que persiguen sus intereses y se flan de la aseveración (un residuo ontológico, por decirlo así) de que de este modo sirven a la armonía del todo, recuerda claramente el comportamiento celoso, astuto y tozudo de los intrigantes, los sucesores del diablo estúpido; su estupidez se sigue transmitiendo a las obras enfáticas del clasicismo dinámico, igual que pervive en el capitalismo. La función estética de esos medios era confirmar dinámicamente, mediante un devenir, el proceso desencadenado por algo singular, lo que la obra de arte pone inmediatamente, sus premisas, como resultado. Hay una especie de astucia de la sinrazón que despoja a los intrigantes de su torpeza; el individuo dominador se convierte en la afirmación del intrigante. En la música, la inevitable repetición encarna la confirmación e igualmente, como repetición de algo propiamente irrepetible, la limitación. La intriga, el desarrollo, son no solo actividad subjetiva, devenir temporal para si. También representan en las obras una vida desatada, ciega, y que se consume. Las obras de arte ya no son un baluarte contra ella. Cada intriga, en los sentidos literal y figurado, dice: «Así están las cosas fuera». En la exposición de esos Comment c’est, las desprevenidas obras de arte son penetradas por su otro; lo propio de ellas, el movimiento a la objetivación, es motivado por eso heterogéneo Esto es posible porque la intriga y el desarrollo, que son unos recursos subjetivos, al ser trasplantados a las obras de arte adoptan ese carácter de la objetivación subjetiva que ellas poseen en la realidad; reprochan al trabajo social su superfluidad potencial. Esa superfluidad es verdaderamente el punto de coincidencia del arte con la empresa social real. Cuando un drama o una sonata de la era burguesa es «trabajado», es decir, descompuesto en sus motivos más pequeños y objetualizado mediante la síntesis dinámica de ellos, ahí resuena, hasta en lo más sublime, la producción de mercancías. La conexión de esos procedimientos técnicos con procedimientos materiales, desarrollados desde el periodo manufacturero, está por aclarar, pero es evidente. Con la intriga y el desarrollo, la empresa se introduce no solo como vida heterogénea en las obras, sino también como su propia ley: las obras de arte nominalistas eran tableaux économiques ignorantes de sí mismos. Éste es el origen del humor moderno desde el punto de vista de la filosofía de la historia. Ciertamente, la empresa de fuera reproduce la vida. Es un medio para un fin. Pero sojuzga a todos los fines hasta acabar convirtiéndose en un fin, algo verdaderamente absurdo. En el arte, esto se repite en el hecho de que las intrigas, los desarrollos, las acciones (en la depravación: los crímenes de las novelas policiacas) absorben todo el interés. Por el contrario, las soluciones que se proponen se degradan a un patrón. Así, la empresa real, que de acuerdo con su propia definición sólo es para algo, contradice a esa definición, se vuelve estúpida en sí misma y ridícula para el ingenio estético. Haydn, uno de los compositores más grandes, atribuyó paradigmáticamente a la obra de arte mediante la configuración de sus finali la nihilidad de la dinámica mediante la cual ellos se objetivan; en la misma capa tiene su lugar lo que se puede considerar humor en Beethoven. Cuanto más la intriga y la dinámica se convierten en fines en sí mismas (la intriga ya fue un material disparatado en Les liaisons dangereuses), tanto más cómicas se vuelven también en el arte; tanto más se convierte el afecto que subjetivamente estaba integrado en esa dinámica en la ira por la moneda perdida, en el momento de indiferencia en la individuación. Se viene abajo el principio dinámico, del que el arte esperó durante más tiempo y con más decisión la homeostasis entre lo general y lo particular. También este principio es desencantado por el sentimiento de forma, es sentido como algo estúpido. Esta experiencia se remonta a mediados del siglo XIX. Baudelaire, apologeta de la forma no menos que poeta lírico de la vida moderna, la expresó en la dedicatoria de Le spleen de Paris diciendo que él podía cortar donde quisiera, o donde el lector quisiera en el curso de su lectura: «Pues no suspendo su voluntad reacia al hilo interminable de una intriga superflua»[86]. Lo que el arte nominalista organizó mediante el devenir es estigmatizado ahora como superfluo porque se percibe la intención de la función, la cual desagrada. El testigo principal de toda la estética de l’art pour l’art rinde las armas en su frase: su dégoût se extiende al principio dinámico que genera a la obra como algo que es en sí. Desde entonces, la ley de todo arte es su anti ley. Igual que a la obra de arte nominalista burguesa se le quedó vieja la aprioridad formal estática, ahora envejece la dinámica estética, en consonancia con la experiencia de que ya no hay vida, que Kürnberger formuló por primera vez, pero que sacude cada verso de Baudelaire. Esto no ha cambiado en la situación del arte de hoy. El carácter procesual queda afectado por la crítica de la apariencia, no simplemente de la apariencia estética general, sino de la apariencia de progreso en medio de la realidad siempre igual. El proceso es desenmascarado como repetición; el arte tiene que avergonzarse de él. En la modernidad está cifrado el postulado de un arte que ya no se doblega a la disyunción de estática y dinámica. Indiferente frente al cliché dominante del desarrollo, Beckett ve su tarea en moverse en un espacio infinitamente pequeño, en el punto sin dimensión. En tanto que principio del II faut continuer, este principio estético de construcción estaría más allá de la estática; más allá de la dinámica, en tanto que quedarse quieto, confesión de su inutilidad. En concordancia con esto, todas las técnicas constructivistas del arte se mueven hacia la estática. El telos de la dinámica de lo siempre igual ya sólo es la desgracia; la poesía de Beckett mira a esto a la cara. La consciencia comprende lo limitado del progreso que se basta ilimitadamente a sí mismo como ilusión del sujeto absoluto; el trabajo social impide estéticamente el pathos burgués una vez que quedó clara la superfluidad del trabajo. La dinámica de las obras de arte está obstaculizada tanto por la esperanza en eliminar el trabajo como por la amenaza de morir de frío; ambas cosas se anuncian objetivamente en ella, que no puede elegir. El potencial de libertad que se hace visible en ella está al mismo tiempo inhibido por el orden social, por lo que no es sustancial al arte. De ahí la ambivalencia de la construcción estética. Ésta es capaz tanto de codificar la abdicación del sujeto debilitado y de convertir al extrañamiento absoluto en asunto del arte, que quería lo contrario, como de anticipar la imago de un estado reconciliado que estaría por encima de la estática y de la dinámica. Algunas conexiones transversales con la tecnocracia hacen sospechar que en la estética el principio de construcción obedece al mundo administrado, pero puede conducir a una forma estética todavía desconocida cuya organización racional alude a la eliminación de todas las categorías de administración junto con sus reflejos en el arte.