PARA UNA TEORÍA DE LA OBRA DE ARTE

La experiencia estética es procesual; carácter procesual de las obras

Decir que la experiencia de las obras de arte solo sea adecuada en tanto que experiencia viva es más que una simple observación sobre la relación entre el contemplador y lo contemplado, sobre la káthexis psicológica en cuanto que condición de la percepción estética. La experiencia estética del objeto es viva en el momento en que bajo su mirada las obras de arte adquieren vida. Así lo explicó George de manera simbolista en el poema «Der Teppich»[72], un art poétique que da título a un volumen. La inmersión contempladora saca a la luz el carácter procesual inmanente de la obra. Al hablar, la obra se convierte en algo movido en sí mismo. Lo que en el artefacto se pueda considerar la unidad de su sentido no es estático, sino procesual, resolución de los antagonismos que cada obra tiene necesariamente en sí misma. Por eso, el análisis sólo alcanza a la obra de arte si comprende de manera procesual la relación de los momentos entre sí en vez de descomponerla en sus elementos presuntamente primordiales. Que las obras de arte no son un ser, sino un devenir, se puede comprender tecnológicamente. Su continuidad la exigen teleológicamente los momentos individuales. Éstos la necesitan y son aptos para ella gracias a que no son completos, a menudo gracias a que son irrelevantes. Mediante su propia constitución, los momentos individuales son capaces de pasar a su otro, continúan ahí, quieren desaparecer ahí y determinar mediante su desaparición lo que les sucederá. Esa dinámica inmanente es, por decirlo así, un elemento de orden superior de lo que las obras de arte son.

Si la experiencia estética se parece en algún lugar a la experiencia sexual (a su culminación), esto es aquí. Como en la experiencia sexual, la imagen amada cambia y el entumecimiento se une con lo más vivo, es por así decirlo el modelo vivo de la experiencia estética. No solo las obras individuales son dinámicas de manera inmanente; también su relación entre sí. La relación del arte es histórica sólo a través de las obras individuales, en sí mismas detenidas, no a través de su relación exterior, mediante la influencia que unas ejercen sobre otras. De ahí que el arte no pueda ser definido verbalmente. Aquello mediante lo cual el arte se constituye como ser es dinámico en tanto que relación con la objetividad que tanto se aparta de ella como toma posición ante ella y la mantiene así cambiada. Las obras de arte sintetizan momentos incompatibles, no idénticos, en fricción; son ellas quienes buscan verdaderamente la identidad de lo idéntico y lo no idéntico procesualmente, pues incluso su unidad es momento y no la fórmula mágica del todo. El carácter procesual de las obras de arte se debe a que ellas en tanto que artefactos, en tanto que algo hecho por los seres humanos, tienen de antemano su lugar en el «reino propio del espíritu», pero para llegar a ser idénticas consigo mismas necesitan lo que no es idéntico a ellas, lo que es heterogéneo a ellas, lo que no está todavía formado. La resistencia de la alteridad contra ellas, a la que empero están vinculadas, las mueve a articular su propio lenguaje formal, a no dejar nada sin forma. Esta reciprocidad conforma su dinámica; lo irresoluble de la antítesis de que esa dinámica no se apacigua con ningún ser. Las obras de arte sólo son tales in actu porque su tensión no conduce a la identidad pura con este o ese polo. Por otra parte, sólo en tanto que objetos acabados se convierten en el campo de fuerzas de sus antagonismos; de lo contrario, las fuerzas encapsuladas irían yuxtapuestas, o se separarían. Su esencia paradójica, el equilibrio, se niega a sí misma. Su movimiento tiene que detenerse y volverse así visible.

Objetivamente, el carácter procesual inmanente de las obras de arte es, ya antes de que ellas tomen partido, el proceso que llevan a cabo contra lo exterior a ellas, contra lo meramente existente. Todas las obras de arte, incluso las afirmativas, son polémicas a priori. La idea de una obra de arte conservadora tiene algo de disparatado. Al separarse enfáticamente del mundo empírico, de su otro, las obras de arte proclaman que el mundo empírico tiene que cambiar: son esquemas inconscientes del cambio del mundo empírico. Incluso en artistas en apariencia no polémicos, que se mueven en una esfera del espíritu pura (según la convención), como Mozart, al margen de los temas literarios que eligió para sus obras escénicas más grandes, el momento polémico es central, la fuerza del distanciamiento que condena sin palabras lo mezquino y falso de aquello de lo que se distancia. La forma adquiere su fuerza en él en tanto que negación determinada; la reconciliación que ella presenta tiene su dulzura dolorosa porque la realidad la ha negado hasta hoy. La rotundidad de la distancia, igual que presumiblemente la de cada clasicismo que no juegue en vacío consigo mismo, concreta la crítica de lo que se rechaza. Lo que cruje en las obras de arte es el sonido de la fricción de los momentos antagónicos que la obra de arte intenta reunir; las obras de arte son escritura porque, como en los signos del lenguaje, su aspecto procesual se codifica en su objetivación. El carácter procesual de las obras de arte no es otra cosa que su núcleo temporal. Si la duración se convierte en su intención (de tal modo que alejan de sí lo presuntamente efímero y se eternizan mediante formas puras, intocables, o incluso mediante lo ominoso humano general), acortan su vida, llevan a cabo una pseudomorfosis del concepto, que en tanto que extensión constante de realizaciones cambiantes ambiciona desde el punto de vista de su forma ese estatismo atemporal contra el que se defiende el carácter de tensión de la obra de arte. Las obras de arte, que son productos humanos y mortales, desaparecen tanto más rápidamente cuanto más encarnizadamente se oponen a eso. Su permanencia no se puede separar del concepto de su forma; eso no es su esencia. Las obras arriesgadas, que parecen precipitarse a su ocaso, suelen tener mejores oportunidades de sobrevivir que las obras que en honor al ídolo de la seguridad dejan vacío su núcleo temporal y, vacías en su interior, como venganza se convierten en víctimas del tiempo: la maldición del clasicismo. La especulación de durar añadiendo algo caduco apenas sirve de algo. Hoy son pensables, tal vez necesarias, las obras que mediante su núcleo temporal se queman a sí mismas, entregan su vida al instante de aparición de la verdad y desaparecen sin dejar huella, lo cual no las empequeñece lo más mínimo. La nobleza de ese comportamiento no sería indigna del arte una vez que lo más noble de él degeneró en pose y en ideología. La idea de la duración de las obras está copiada de categorías de posesión, es efímera y burguesa; fue ajena a varios periodos y a varias grandes producciones. Según la tradición, Beethoven dijo al acabar la Appassionata que esa sonata se seguiría tocando diez años después. La concepción de Stockhausen de que las obras electrónicas que no están escritas en el sentido habitual, sino que son «realizadas» de inmediato en su material, podrían extinguirse con éste es grandiosa porque es propia de un arte de pretensión enfática que está dispuesto a degradarse. Igual que otros constituyentes mediante los cuales el arte llegó a ser lo que es, también su núcleo temporal sale fuera y revienta su concepto. Las declamaciones habituales contra la moda, que dicen que lo pasajero no es nada, van asociadas a una interioridad que se comprometió política y estéticamente en tanto que incapacidad para salir fuera y obstinación en la individualidad. Aunque sea manipulable comercialmente, la moda se adentra en las profundidades de las obras de arte, no sólo las explota. Invenciones como La pintura de luz de Picasso son como transposiciones de los experimentos de la alta costura para prender con alfileres trajes para una noche en vez de coserlos a la manera habitual. La moda es una de las figuras mediante las cuales el movimiento histórico afecta al sensorio y, a través de él, a las obras de arte, en rasgos mínimos, que por lo general están ocultos.

Transitoriedad

La obra de arte es esencialmente proceso por lo que hace a la relación del todo y las partes. Si no queremos suprimir uno u otro momento de esta relación, entonces ésta es un devenir. Lo que puede llamarse la totalidad en la obra de arte no es una estructura que integre todas sus partes. En su objetivación también permanece, debido a las tendencias que en ella actúan, un seguir siendo. Al revés, las partes no son realidades ya dadas, eso que inevitablemente cree el análisis: antes son centros de fuerza que tienden hacia el todo, necesariamente y preformadas por él. El torbellino de esta dialéctica termina por engullir el concepto de sentido. Donde, según el veredicto de la historia, la unidad entre proceso y resultado no tiene éxito, cuando los momentos individuales se niegan a acomodarse a esa totalidad que, en la forma que sea, fue pensada previamente, entonces la creciente divergencia desgarra el sentido. Al no ser la obra de arte en sí misma nada firme ni definitivo, sino algo móvil, su inmanente temporalidad se comunica a las partes y al todo de forma que su relación se despliega en el tiempo de tal forma que puede verse desechada por ellos. Las obras de arte viven en la historia, debido a su propio carácter procesual, de ahí que puedan desaparecer en ella. La inalienabilidad de lo que ha sido registrado en el papel, en colores en el lienzo o como figura en la piedra, no garantiza la inalienabilidad de la obra de arte en su esencia, el espíritu, en sí mismo algo móvil. Las obras de arte de ningún modo cambian solamente con lo que la conciencia cosificada llama la variable actitud de los hombres ante las obras según la situación histórica. Tal variación es exterior a lo que sucede en las obras en cuanto tales: el desprendimiento de uno de sus aspectos de los otros, imprevisible en el momento de su aparición; la determinación de tal variación por su misma ley de la forma, que va saliendo al exterior y así va disociándose; el endurecimiento de las obras que habían llegado a ser transparentes, su envejecimiento; su mudez. Al final su desarrollo es uno con su desmoronamiento.

Artefacto y génesis

El concepto de artefacto, que traduce el término «obra de arte», no alcanza totalmente a lo que es una obra de arte. Quien sabe que una obra de arte es algo hecho, no sabe de ningún modo lo que es una obra de arte. El énfasis excesivo sobre el carácter de estar hecho simpatiza bastante con la banalidad, ya denigre el arte como maniobra de engaño, ya contraponga su aspecto artificial supuestamente malo a la ilusión del arte como naturaleza inmediata. Definir [simplemente] el arte podían atreverse sólo los sistemas filosóficos, que reservaban un nicho para cada fenómeno. Hegel definió lo bello, no el arte, posiblemente porque lo reconoce en su unidad con la naturaleza y en su diferencia con ella. En el arte, la diferencia entre la cosa hecha y su génesis, el hacer, es enfática: las obras de arte son lo hecho que es más que lo solo hecho. De esto se ha empezado a dudar cuando el arte se ha experimentado como efímero. La confusión de la obra de arte con su génesis, como si el devenir fuera la cave general de lo devenido, causa esencialmente la extrañeza al arte de las ciencias del arte: pues las obras de arte siguen su ley formal al consumir su génesis. La experiencia específicamente estética, el perderse en las obras de arte, no se preocupa por la génesis de las obras. Su conocimiento es tan exterior para esa experiencia como la historia de la dedicatoria de la Heroica para lo que sucede ahí musicalmente. La posición de las obras de arte auténticas respecto de la objetividad extraestética hay que buscarla menos en la influencia de ésta sobre el proceso productivo. La obra de arte es en sí misma un modo de comportarse que reacciona ante esa objetividad incluso cuando se aparta de ella. Recuérdense los ruiseñores reales e imitados de la Critica del juicio [73], el motivo del célebre cuento de Andersen. El comentario que Kant hace al respecto substituye el conocimiento del surgimiento del fenómeno en vez de la experiencia de lo que el fenómeno es.

Suponiendo que la imitación del ruiseñor fuera tan buena que no se notara la diferencia, esto haría indiferente el recurso a la autenticidad o no-autenticidad del fenómeno, aunque habría que conceder a Kant que ese saber tiñe la experiencia estética: se mira un cuadro de otra manera cuando se conoce el nombre del pintor.

Ningún arte carece de presupuestos, y sus presupuestos no se pueden eliminar de él, igual que tampoco se siguen de él necesariamente. Andersen acertó al poner como imitador a un juguete, no a una persona, como Kant; en la ópera de Stravinsky es una gaita mecánica lo que produce el sonido. La diferencia respecto del canto natural se nota en el fenómeno: el artefacto fracasa en cuanto quiere despertar la ilusión de lo natural.

La obra de arte como mónada y el análisis inmanente

El resultado del proceso y el proceso mismo detenido es la obra de arte. La obra de arte es lo que la metafísica racionalista proclamó en su cumbre como principio del mundo, una mónada: centro de fuerza y cosa a la vez. Las obras están cerradas unas frente a otras, son ciegas entre sí, y sin embargo representan lo que está fuera. Así se ofrecen al menos a la tradición, como eso autárquico vivo que a Goethe le gustaba llamar con el sinónimo de mónada: entelequia. Es posible que el concepto de fin, cuanto más problemático se vuelve en la naturaleza orgánica, tanto más intensamente se retire a las obras de arte. Ya que son un momento de un nexo superior del espíritu de una época que está entrelazado con la historia y con la sociedad, las obras de arte van más allá de su carácter de mónada sin que por ello tengan ventanas. La interpretación de la obra de arte como un proceso detenido en sí mismo, cristalizado, inmanente, se acerca al concepto de mónada.

La tesis del carácter monadológico de las obras es tan verdadera como problemática. El rigor y la estructuración interna de las obras es un préstamo del dominio espiritual sobre la realidad. Por tanto, el carácter monadológico es trascendente a ellas, les llega desde fuera, con lo cual se convierten en un nexo de inmanencia. Esas categorías sufren ahí una modificación tan profunda que sólo queda la sombra de precisión. La estética presupone ineludiblemente la inmersión en la obra individual. No se puede negar el progreso incluso de la ciencia académica del arte en el análisis inmanente, el abandono de un procedimiento que se preocupaba por cualquier cosa menos por el arte. Sin embargo, el análisis inmanente se engaña. No hay ninguna determinación de lo particular de una obra de arte que por cuanto respecta a su forma, a lo general, no se salga de la mónada.

Serían obcecadas las pretensiones del concepto (que ha de ser aportado a la mónada desde fuera para abrirla desde dentro y reventarla) de estar tomado de la cosa. La constitución monadológica de las obras de arte remite más allá de sí misma. Si es absolutizado, el análisis inmanente acaba siendo la presa de la ideología a la que se oponía cuando quería introducirse en las obras en vez de extraer de ellas una cosmovisión. Hoy ya se ve que el análisis inmanente, que en tiempos fue un arma de la experiencia artística contra la banalidad, es manipulado como eslogan para mantener la reflexión social lejos del arte absolutizado. Pero sin él no se puede comprender la obra de arte en relación con aquello de lo que ella misma es un momento ni descifrar su contenido. La ceguera de la obra de arte es no sólo un correctivo de lo general que domina la naturaleza, sino su correlato; pues lo ciego y lo vacío siempre van juntos. Nada particular es legítimo en la obra de arte si su especificación no lo vuelve general. El contenido estético no se puede subsumir, pero sin medios subsumidores no se podría pensar el contenido estético; la estética tendría que capitular ante la obra de arte como arte un factum brutum.

Sin embargo, lo determinado estéticamente sólo se puede poner en relación con el momento de su generalidad a través de su clausura monadológica. Con una regularidad que es signo de algo estructural, los análisis inmanentes conducen (si su empatía con lo configurado es suficientemente estrecha) a determinaciones generales en el extremo de la especificación. Sin duda, esto también está condicionado por el método analítico: explicar significa reducir a algo ya conocido, y la síntesis de esto con lo que hay que explicar incluye inevitablemente algo general. Pero la transformación de lo particular en lo general no está determinada menos por la cosa. Donde ésta se recoge al máximo en sí misma, ejecuta coacciones que proceden del género. La obra musical de Anton Webern, en la que los movimientos en forma de sonata se atrofian en aforismos, es ejemplar para esto. La estética no tiene que escamotear los conceptos, como bajo el hechizo de su objeto. Su tarea es liberar a los conceptos de su exterioridad a la cosa e introducirlos en ésta. Si la formulación hegeliana del movimiento del concepto tiene su lugar en algún sitio, es en la estética. La interrelación entre lo general y lo particular, que en las obras de arte sucede inconscientemente y que la estética tiene que alzar a la consciencia, es la verdadera obligación de una concepción dialéctica del arte. Se podría objetar que ahí opera un resto de confianza dogmática; que fuera del sistema hegeliano el movimiento del concepto no tiene derecho a la vida en ninguna esfera, pues la cosa sólo se puede captar como la vida del concepto donde la totalidad de lo objetivo coincide con el espíritu. Hay que responder que las mónadas que las obras de arte son conducen por su propio principio de especificación a lo general. Las determinaciones generales del arte no son simplemente la obligación de su reflexión conceptual.

Manifiestan el limite del principio de individuación, que no se puede ontologizar, como tampoco su contrario. Las obras de arte se acercan tanto más al limite cuanto más rigurosamente siguen el principium individuationis; la obra de arte que se presenta como algo general lleva adherido el carácter contingente del ejemplo de su género: es malamente individual. Incluso el dadaísmo era, en tanto que gesto que señala al puro esto, tan general como el pronombre demostrativo; que el expresionismo fuera más poderoso como idea que en sus productos tal vez se deba a que su utopía del puro τόδε τι formaba parte de la consciencia falsa. Sin embargo, lo general solo llega a ser sustancial en las obras de arte al cambiar. Así, en Webern la forma musical general del desarrollo se convierte en el «nudo» y pierde su función desarrolladora. Su lugar lo ocupa una serie de secciones de diversos grados de intensidad. Esas secciones se convierten así en algo completamente diferente, más presente, menos relacional que los desarrollos. La dialéctica de lo general y lo particular desciende no solo al pozo de lo general en medio de lo particular. También rompe la invariancia de las categorías generales.

El arte y las obras de arte

Que un concepto general del arte no alcanza a las obras de arte lo demuestran las obras de arte en el hecho de que, como decía Valéry, solo unas pocas satisfacen el concepto estricto. La culpa no es sólo de la debilidad de los artistas frente al gran concepto de su cosa; más bien, del propio concepto. Cuanto más puramente se basan las obras de arte en la idea del arte tanto más precaria se vuelve la relación de las obras de arte con su otro, que viene exigida por su concepto. Sólo es conservable al precio de la consciencia precrítica, de la ingenuidad convulsiva: una de las aporías del arte hay. Es evidente que las obras supremas no son las más puras, sino que suelen contener un excedente extraartístico, algo material no transformado, por cuenta de la composición inmanente; no menos evidente es que, una vez que la elaboración completa de las obras de arte sin el apoyo de lo irreflexivo más allá del arte se convirtió en su norma, no se pudo reintroducir intencionadamente eso impuro. La crisis de la obra de arte pura tras las catástrofes europeas no se puede solucionar lanzándose a una materialidad extraartística que oculta mediante el pathos moral que le han dado muchas facilidades; la linea de la menor resistencia es la peor norma posible. La antinomia de lo puro y lo impuro en el arte se integra en lo general de que el arte no es el concepto superior de sus géneros. Estos tanto difieren específicamente como se entrecruzan[74]. La pregunta tan querida por los apologistas tradicionalistas de todos los grados «¿esto es música?» es estéril; lo que hay que analizar en concreto es que es la desartifización del arte, la praxis que aproxima irreflexivamente el arte (más acá de su propia dialéctica) a la praxis extraestética.

Frente a esto, esa pregunta estándar quiere obstaculizar el movimiento de los momentos claramente separados entre sí en que consiste el arte con ayuda de su abstracto concepto superior. Sin embargo, hoy el arte se muestra más vivo donde disuelve su concepto superior. En esa disolución permanece fiel a sí mismo, vulneración del tabú mimético sobre lo impuro en tanto que híbrido. La inadecuación del concepto de arte al arte la registra lingüísticamente el sensorio en la expresión obra de arte lingüística. La eligió un historiador de la literatura, no sin lógica, para los poemas. Pero también hace violencia a los poemas, que son obras de arte y sin embargo, debido a su elemento discursivo relativamente independiente, no son sólo obras de arte y no por completo. El arte no se reduce a las obras de arte porque los artistas siempre trabajan a la vez en el arte, no solo en las obras. Que sea arte no depende ni siquiera de la consciencia de las obras de arte. Las formas finales, los objetos de culto, pueden convertirse en arte mediante la historia; si no se admite esto, se depende de la manera en que el arte se entienda a sí mismo, cuyo devenir vive en su propio concepto. La distinción reclamada por Benjamin entre la obra de arte y el documento[75] es acertada en la medida en que rechaza las obras que no están determinadas en sí mismas por la ley formal; algunas lo están objetivamente, pero no se presentan como arte. El nombre de las exposiciones Documenta, que tienen grandes méritos, pasa por alto la dificultad y favorece esa teorización de la consciencia estética a la que ellas, museos de lo contemporáneo, quieren oponerse. Conceptos de ese tipo, en especial el de los llamados clásicos de la modernidad, cuadran demasiado bien con la perdida de tensión del arte después de la Segunda Guerra Mundial, que muchas veces se relaja en cuanto aparece. Estos conceptos se acomodan al modelo de una época que se da el nombre de era atómica.

La historia es constitutiva; «comprensibilidad»

El momento histórico es constitutivo en las obras de arte; son auténticas las obras que se abandonan al material histórico de su tiempo sin reservas y sin jactarse de estar por encima de él. Estas obras Son la historiografía inconsciente de su época; esto las conecta con el conocimiento. Esto mismo las hace inconmensurables con el historicismo, que en vez de rastrear su propio contenido histórico las reduce a la historia exterior a ellas. Las obras de arte se pueden experimentar tanto más verdaderamente cuanto más sea su instancia histórica la del experimentador. La economía burguesa del arte está ofuscada ideológicamente también en la suposición de que las obras de arte antiguas se pueden comprender mejor que las del propio tiempo. Las capas de experiencia que cargan con las obras de arte importantes del presente, lo que en ellas quiere hablar, son en tanto que espíritu objetivo mucho más conmensurables a los contemporáneos que las obras cuyos presupuestos en la filosofía de la historia se han vuelto ajenos a la consciencia actual. Cuanto más intensamente se quiere comprender a Bach, tanto más enigmáticamente nos devuelve la mirada con toda su fuerza. Además, a un compositor vivo que no esté corrompido por la voluntad de estilo no se le ocurrirá una fuga que sea mejor que un ejercicio en el conservatorio, una parodia o una copia paupérrima de El clave bien temperado. Los shocks extremos del arte contemporáneo, sismógrafos de una forma de reaccionar general e ineludible, están más cerca que lo que parece cercano sólo en virtud de su cosificación histórica. Lo que todos consideran comprensible es lo que ha llegado a ser incomprensible; lo que los manipulados apartaron de sí y que en secreto comprendían demasiado bien; en analogía con la tesis de Freud de que lo inquietante es inquietante en tanto que muy familiar en secreto. Por eso es rechazado. Lo que más allá del telón de acero se llama herencia cultural, más acá tradición occidental, es aceptado, experiencias simplemente disponibles y activadas. La convención las conoce demasiado bien; lo demasiado familiar apenas se puede actualizar. Esas experiencias mueren en el mismo instante en que deberían ser accesibles inmediatamente; su accesibilidad sin tensión es su final.

Esto habría que demostrarlo tanto en el hecho de que obras oscuras y no comprendidas son sepultadas en el panteón de la clasicidad y repetidas tenazmente[76] como en el hecho de que con poquísimas excepciones, reservadas a la vanguardia arriesgada, las interpretaciones de las obras tradicionales resultan falsas, disparatadas: objetivamente incomprensibles. Para conocer esto, hay que oponerse a la apariencia de comprensibilidad que recubre como pátina esas obras e interpretaciones. El consumidor estético es alérgico a esto: siente, con algo de razón, que le están robando lo que guarda como su propiedad, pero no sabe que ya se lo han robado en cuanto lo reclama como propiedad. La extrañeza respecto del mundo es un momento del arte; quien lo percibe de otra manera que como extraño no lo percibe en absoluto.

Obligatoriedad de la objetivación y de la disociación

En las obras de arte, el espíritu no es algo añadido, sino que está puesto por su estructura. Esto es responsable en un grado no pequeño del carácter fetichista de las obras de arte: al seguirse de su constitución, su espíritu aparece necesariamente como algo que es en sí, y las obras de arte sólo son tales en tanto que el espíritu aparece así. Sin embargo, las obras de arte son, junto con la objetividad de su espíritu, algo hecho. La reflexión tiene que comprender el carácter fetichista, sancionarlo como expresión de su objetividad, pero también disolverlo críticamente. Por tanto, la estética está mezclada con un elemento hostil al arte del que el arte sospecha. Las obras de arte organizan lo que no está organizado.

Hablan por ello y le hacen violencia; al seguir a su constitución de artefacto, colisionan con ella. La dinámica que cada obra de arte encierra en sí misma es lo que habla en ella. Una de las paradojas de las obras es que, siendo dinámicas en sí mismas, están fijadas, mientras que sólo mediante la fijación se objetivan como obras de arte. Cuanto más insistentemente las contemplamos, tanto más paradójicas se vuelven: cada obra de arte es un sistema de incompatibilidad. Sin la fijación, su devenir mismo no sería capaz de exponerse; las improvisaciones suelen limitarse a yuxtaponer, no avanzan. Vistas desde fuera, la escritura y la notación musical extrañan por la paradoja de algo existente que de acuerdo con su sentido es devenir. Los impulsos miméticos que mueven a la obra de arte, se integran en ella y la desintegran son una expresión sin lenguaje. Llegan a ser lenguaje al ser objetivados como arte. Salvación de la naturaleza, el arte protesta contra su carácter perecedero. La obra de arte se vuelve similar al lenguaje en el devenir de la conexión de sus elementos, una sintaxis sin palabras hasta en las obras lingüísticas. Lo que éstas dicen no es lo que sus palabras dicen. En el lenguaje sin intención, los impulsos miméticos se transmiten al todo que los sintetiza. En la música, un acontecimiento o una situación es capaz de convertir en colosal un desarrollo precedente aunque éste no lo fuera en sí mismo. Esa transformación retrospectiva es ejemplarmente una transformación mediante el espíritu de las obras. Las obras de arte se distinguen de las figuras que están a la base de la teoría psicológica en que en ellas los elementos no se mantienen solo con algo de independencia, lo cual también es posible en esas figuras. Al aparecer, las obras de arte no están dadas inmediatamente, como las figuras psíquicas. En tanto que mediadas espiritualmente, entran en una relación contradictoria entre sí que se expone en ellas mismas tal como ellas intentan resolverla. Los elementos no están yuxtapuestos, sino que se rozan o se empujan; uno quiere a otro, o uno repele a otro. Esto es el nexo de las obras de ambición superior. La dinámica de las obras de arte es lo que habla en ellas; mediante la espiritualización obtienen los rasgos miméticos que primariamente su espíritu somete. El arte romántico tiene la esperanza de conservar el momento mimético al no mediarlo por la forma; dice mediante el todo lo que lo individual ya apenas puede decir. Sin embargo, no puede ignorar la obligación de objetivarse. Esa obligación degrada a inconexo a lo que se niega objetivamente a la síntesis. Si se disocia en detalles, se inclina (al contrario que sus cualidades superficiales) a lo abstractamente formal. En uno de los compositores más grandes, en Robert Schumann, esta cualidad se alía esencialmente con la tendencia a la decadencia. La pureza con que su obra manifiesta el antagonismo no reconciliado le confiere la fuerza de su expresión y su tango. Precisamente debido al ser-para-sí abstracto de la forma, la obra de arte romántica queda por detrás del ideal clasicista que ella rechaza por formalista. Ahí se buscaba mucho más decididamente la mediación del todo y las partes, aunque con rasgos resignados tanto del todo, que se orienta por los tipos, como de lo individual, que está pensado para el todo. En todas partes, las formas decadentes del romanticismo se inclinan al academicismo. Desde este punto de vista, se impone una tipología sólida de las obras de arte. Un tipo se mueve desde arriba, desde el todo, hacia lo inferior; el otro tipo se mueve en la dirección contraria.

Que ambos tipos se mantengan diferenciados hasta cierto punto da testimonio de la antinomia que los genera y que ningún tipo puede resolver, de la irreconciliabilidad de unidad y especificación. Beethoven se enfrentó a la antinomia cuando en vez de borrar esquemáticamente lo individual (según la praxis dominante en la época precedente), lo descalificó en sintonía con el espíritu burgués maduro de las ciencias de la naturaleza. De este modo no integre) simplemente a la música en el continuo de algo en devenir y protegió a la forma de la atenaza de la abstracción vacía. Al decaer, los momentos individuales se mezclan y determinan a la forma. En tanto que impulse al todo, lo individual es (y no es) en Beethoven algo que solo llega a ser lo que es en el todo y que en sí mismo tiende a la indeterminación relativa de las meras relaciones fundamentales de la tonalidad, hasta llegar a lo amorfo. Si se escucha o se lee con atención su música (que está articulada al máxima), parece un continuo de la nada. El tour de force de cada una de sus obras grandes es que (de una manera literalmente hegeliana) la totalidad de la nada se determina como totalidad del ser, pero en tanto que apariencia, no con la pretensión de verdad absoluta. Pero esta pretensión es al menos sugerida como contenido supremo por el rigor inmanente. Lo latentemente difuso, inasible, no menos que la fuerza cautivadora que lo reúne como algo, representan de manera polar el momento natural. El demonio, el sujeto compositor que forja los bloques, se encuentra frente a lo no diferenciado de las unidades ínfimas en que se disocia cada una de sus frases; al final, ya no es un material, sino el desnudo sistema de referencias de las relaciones tonales fundamentales. — Sin embargo, las obras de arte también son paradójicas en tanto que ni siquiera su dialéctica es literal, no tiene lugar como la historia, que es su modelo secreto. Al concepto de artefacto, esa dialéctica se le reproduce en obras existentes, en lo contrario del proceso que al mismo tiempo ellas son: paradigma del momento ilusorio del arte. De Beethoven habría que extrapolar ahí que todas las obras auténticas son tours de force por cuanto respecta a su praxis técnica: algunos artistas de la era burguesa tardía, como Ravel o Valéry, vieron en esto su propia tarea. Así se rehabilita el concepto vulgar de artista. El tour de force no es una forma previa del arte ni una aberración o degeneración, sino su secrete, que el oculta para desvelarlo al final. A esto aludía la provocadora frase de Thomas Mann sobre el arte como una farsa superior. Los análisis tecnológico y estético son fértiles porque captan el tour de force de las obras. En el nivel formal supremo se repite el despreciado ejercicio circense: derrotar a la fuerza de gravedad; y la patente absurdidad del circo (¿para qué todo ese esfuerzo?) es el carácter enigmático estético. Todo esto se actualiza en las preguntas de la interpretación artística. Interpretar correctamente un drama o una obra musical significa formularlo correctamente como problema, de modo que se capten las exigencias incompatibles que la obra plantea a los intérpretes. La tarea de una reproducción que haga justicia a la obra es infinita por principio.

La unidad y lo plural

Mediante su contraste con la empiria, cada obra de arte pone programáticamente (por decirlo así) su unidad. Lo que ha pasado por el espíritu se determina como uno frente a la naturalidad mala de lo contingente y caótico. La unidad es más que meramente formal: gracias a ella, las obras de arte evitan la separación mortal. La unidad de las obras de arte es su cesura con el mito.

Obtienen en sí mismas, de acuerdo con su determinación inmanente, esa unidad que está impresa en los objetos empíricos del conocimiento racional: la unidad asciende desde sus propios elementos, desde lo plural, no extirpan el mito, sino que lo apaciguan. Giros como el de que un pintor ha sabido dar unidad armónica a las figuras de una escena, o que en un preludio de Bach el calderón introducido en el momento oportuno y en el lugar oportuno queda muy bien (el propio Goethe recurría a veces a formulaciones de este tipo), tienen algo de anticuado y provinciano porque no están a la altura del concepto de unidad inmanente, si bien admiten el excedente de arbitrariedad en cada obra. Alaban la mácula de innumerables obras, si no una mácula constitutiva. La unidad material de las obras de arte es tanto más aparente cuanto más alto es el grado en que sus formas y momentos son topoi y no proceden inmediatamente de la complexión de la obra individual. La resistencia del arte moderno contra la apariencia inmanente, su insistencia en la unidad real de lo no real, tiene el aspecto de que no admite lo general en tanto que inmediatez irreflexiva. Pero que la unidad no brote en los impulsos individuales de las obras se debe no sólo a su organización. La apariencia también está causada por esos impulsos. Al mismo tiempo que miran anhelantes y necesitados a la unidad que ellos podrían realizar y reconciliar, quieren apartarse de ella. El prejuicio de la tradición idealista en favor de la unidad y de la síntesis ha pasado esto por alto. Uno de los motivos de la unidad es que los momentos individuales se te escapan debido a su tendencia de dirección.

La multiplicidad dispersa no se ofrece neutralmente a la síntesis estética, como tampoco el material caótico de la teoría del conocimiento, que sin cualidades ni anticipa su formación ni cae por sus mallas. Si la unidad de las obras de arte es inevitablemente también la violencia que se hace a lo plural (es sintomático el retorno en la crítica estética de expresiones como dominio del material), lo plural ha de temer a la unidad igual que a las imágenes efímeras y seductoras de la naturaleza en los mitos antiguos. Al ser cortante, la unidad del logos está enredada en el nexo de su culpa. El relato homérico de Penélope, que por la noche deshace lo que ha tejido durante el día, es una alegoría inconsciente del arte: lo que la astuta comete en sus artefactos, lo comete propiamente en sí misma. Desde el poema homérico, el episodio no es (aunque sea fácil malentenderlo así) un ingrediente o un rudimento, sino una categoría constitutiva del arte: el arte acoge mediante esa categoría la imposibilidad de la identidad de lo uno y lo plural como momento de su unidad. Las obras de arte tienen astucia, no menos que la razón. Si lo difuso de las obras de arte, sus impulsos individuales, quedara abandonado a su inmediatez, a sí mismo, desaparecería sin dejar huella. En las obras de arte queda impreso lo que de lo contrario se evaporaría. Mediante la unidad, los impulsos son degradados a algo dependiente; espontáneos ya sólo lo son metafóricamente. Esto obliga a criticar incluso a obras de arte muy grandes. La noción de grandeza suele acompañar al momento de unidad en tanto que tal, a veces a costa de su relación con lo no-idéntico; a cambio, el concepto de grandeza es problemático en el arte.

El efecto autoritario de las obras de arte grandes, en especial de las de la arquitectura, las legitima y las acusa. La forma integral se enreda con el dominio aunque lo sublima; el instinto contra esto es específicamente francés. La grandeza es la culpa de las obras; sin esa culpa, no llegan muy lejos. Tal vez se deba a esto la supremacía de los fragmentos significativos y del carácter fragmentario de ciertas obras acabadas sobre las obras redondas. Algunos tipos de forma a los que no se suele considerar los mejores han registrado algo así desde antiguo. El quadlibet y el popurrí en la música, en la literatura la relajación épica (aparentemente cómoda) del ideal de unidad dinámica, dan testimonio de esa necesidad. La renuncia a la unidad es aquí el principio formal por más bajo que sea el nivel, es una unidad sui generis. Pero esa unidad no es vinculante, y un momento de esa carencia de vinculación es probablemente vinculante para las obras de arte. En cuanto esa unidad se estabiliza, está perdida.

La categoría de intensidad

Hasta qué punto lo uno y lo múltiple están mezclados en las obras de arte se puede entender a partir de la pregunta por su intensidad. La intensidad es la mímesis efectuada mediante la unidad, cedida por lo plural a la totalidad aunque ésta no este presente de un modo inmediato como para que pudiera ser percibida como magnitud intensiva; la totalidad restituye al detalle (por decirlo así) la fuerza retenida en ella. Que en algunos de sus momentos la obra de arte se intensifique, se descargue, opera en buena medida como su propio fin; las grandes unidades de composición y construcción parecen existir salo por mor de esa intensidad. De acuerdo con esto y en contra de la concepción estética habitual, el todo solo existiría debido a las partes, a su Kairoı, al instante, no al revés; lo que se opone a la mimesis quiere finalmente servirle. Quien reacciona de manera preartística, quien ama pasajes de una música sin prestar atención a la forma, tal vez sin percatarse de ella, percibe algo que se expulsa con razón de la educación estética y que empero es esencial para ella. Quien no tiene sensibilidad para los pasajes bellos (también en la pintura, como el Bergotte de Proust, que segundos antes de morir queda fascinado por un trocito de pared en un cuadro de Vermeer) es tan ajeno a las obras de arte como la persona incapaz de experimentar la unidad. Sin embargo, esos detalles reciben su luminosidad sólo gracias al todo. Algunos compases de Beethoven suenan como la frase de Las afinidades electivas «La esperanza cayó del cielo como una estrella»; así, en el movimiento lento de la Sonata en re menor, op. 31, no 2. No hay más que tocar el pasaje en el contexto del movimiento y luego solo, para escuchar hasta qué punto debe a la estructura lo que en él es inconmensurable, lo que eclipsa a la estructura. Ese pasaje se vuelve colosal porque su expresión se eleva por encima de lo precedente mediante la concentración de una melodía cantable, en sí humanizada, se individualiza en relación con la totalidad, a través de ella; es su producto tanto como su suspensión. Tampoco la totalidad, la estructuración completa de las obras de arte, es una categoría conclusiva. Imprescindible frente a la percepción regresiva y atomística, se relativiza porque su fuerza solo se acredita en lo individual a lo que ilumina.

«Por qué se llama con razón bella a una obra»

El concepto de obra de arte implica el concepto de éxito. No hay obras de arte malogradas; los valores de aproximación son ajenos al arte; lo mediano ya es lo malo. Es incompatible con el media de la especificación. Las obras de arte medianas, el suelo sano de los maestros pequeños que los historiadores del espíritu igualmente pequeños aprecian, suponen un ideal similar a la «obra de arte normal» que Lukács no tuvo reparos en defender. Pero en tan lo que negación de la generalidad mala de la norma, el arte no consiente obras normales ni obras medianas que correspondan a la norma o encuentren su lugar según su distancia respecto de la norma. No se puede hacer una escala de las obras de arte; la igualdad de cada obra consigo misma impide la dimensión de un más a menos. La coherencia es un momento esencial para el éxito, pero no el único. Que la obra de arte de con algo; la riqueza de lo individual en la unidad; el gesto de generosidad hasta en las obras más esquivas: todo esto son modelos de exigencias que están presentes en el arte sin que se puedan trasladar a las coordenadas de la coherencia; su plenitud no se puede conseguir en el medio de la generalidad teórica. Sin embargo, bastan para hacer sospechoso con el concepto de coherencia también al de éxito, al que desfigura la asociación con el alumna modelo. Sin embargo, no se puede prescindir de este concepto si el arte no ha de ser presa del relativismo vulgar, y está presente en la autocrítica inherente a cada obra de arte que hace de ella una obra de arte. Es inmanente a la coherencia no ser la última palabra; esto distingue a su concepto enfático del concepto académico. Lo que es completamente coherente y sólo coherente no es coherente. Lo que no es más que coherente y carece de algo a formar deja de ser algo en sí mismo y degenera en el para-otro: esto es la tersura académica. Las obras de arte académicas no sirven para nada porque los momentos que su logicidad tendría que sintetizar no proporcionan contraimpulsos, ni siquiera están presentes. El trabajo de su unidad es superfluo, tautológico y (al presentarse como unidad de algo) incoherente.

Obras de este tipo son secas; en general, la sequedad es el estado de la mimesis muerta; un mimético por excelencia como Schubert sería, de acuerdo con la teoría de los temperamentos, sanguíneo, húmedo. Lo miméticamente difuso puede ser arte porque el arte simpatiza con lo difuso; no la unidad que estrangula a lo difuso en honor del arte en vez de acogerlo. Una obra de arte está conseguida decididamente si su forma dimana de su contenido de verdad. No tiene por qué borrar las huellas de su historia, de lo artificial; lo fantasmagórico es su adversario al presentarse mediante su aparición como conseguido en vez de esforzarse por salir bien; solo esto es la moral de las obras de arte. Para seguirla, se aproximan a eso natural que se exige del arte no sin algo de razón; se alejan de esto en cuanto toman el mando sobre la imagen de lo natural. La idea de éxito es intolerante con la organización. Postula objetivamente la verdad estética. Ciertamente, no hay verdad estética sin la logicidad de la obra. Pero para captarla hace falta la consciencia de todo el proceso, que se agrava en el problema de cada obra.

Mediante este proceso, la cualidad objetiva está mediada. Las obras de arte tienen defectos y pueden ser aniquiladas por ellos, pero todo error individual puede legitimarse en algo correcto que, siendo verdaderamente la consciencia del proceso, anula el juicio. No hace falta ser un pedante para hacer objeciones por experiencia compositiva al primer movimiento del Cuarteto en fa sostenido menor de Schönberg. La continuación inmediata del primer tema principal en la viola anticipa el motivo del segundo tema y vulnera de este modo la economía, que exige del dualismo temático un contraste contundente. Pero si se toma en consideración el movimiento entero, como si fuera un instante, la semejanza adquiere sentido en tanto que anticipación alusiva. O: desde el punto de vista de la lógica de la instrumentación, habría que objetar al último movimiento de la Novena sinfonía de Mahler que al reaparecer la estrofa principal expone dos veces seguidas su melodía en el mismo color característico, en el solo de trompa, en vez de someterla al principio de la variación tímbrica. Pero la primera vez este sonido es tan eficaz, tan ejemplar, que la música no se puede librar de él, cede a él: así se vuelve correcto. La respuesta a la pregunta estética concreta de por qué se llama con razón bella a una obra consiste en la elaboración casuística de esa lógica que reflexiona sobre sí misma. Lo inacabable empíricamente de esas reflexiones no cambia nada en la objetividad de lo que se encuentra ante sus ojos. La objeción del sentido común de que la severidad monadológica de la crítica inmanente y la pretensión categórica del juicio estético son incompatibles porque toda norma sobrepasa la inmanencia de la estructura, mientras que sin norma la estructura sería contingente, perpetúa esa división abstracta de lo general y lo particular que se va a pique en las obras de arte. Aquello en lo que se capta lo correcto o lo falso de una obra de acuerdo con su propia medida son los momentos en que la generalidad se impone de manera concreta en la mónada. En lo estructurado en sí mismo o en lo incompatible entre sí hay algo general, sin que haya que arrancarlo a la figura específica e hipostasiarlo.

«Profundidad»

Lo ideológico, afirmativo, en el concepto de obra de arte conseguida tiene su correctivo en que no hay obras perfectas. Si las hubiera, la reconciliación sería posible en medio de lo no reconciliado a cuyo estado el arte pertenece. En ellas, el arte superaría su propio concepto; el giro a lo quebradizo y fragmentario es en verdad el intento ele salvar el arte mediante el desmontaje de la pretensión de que las obras de arte son lo que no pueden ser y empero tienen que querer ser; el fragmento tiene ambos momentos. El rango de una obra de arte lo define esencialmente si aborda lo incompatible o lo rehuye. Incluso en los momentos a los que se considera formales retorna como consecuencia de su relación con lo incompatible el contenido que su ley ha roto. Esa dialéctica en la forma constituye su profundidad; sin ella, la forma sería un juego vacío, como dicen los banales. La profundidad no equivale aquí al abismo de la interioridad subjetiva que se abre en las obras de arte; más bien, es una categoría objetiva de las obras; la elegante cháchara sobre la superficialidad por profundidad es tan subalterna como los panegíricos dedicados a ésta. En las obras superficiales, la síntesis no llega a los momentos heterogéneos a los que se refiere; ambas cosas transcurren en paralelo e inconexas. Son profundas las obras de arte que ni ocultan lo divergente o contradictorio ni lo dejan sin resolver. Al obligarle a aparecer y extraerlo de la irresolución, las obras de arte profundas encarnan la posibilidad de una solución.

La configuración de los antagonismos no los elimina, no los reconcilia. Al aparecer y determinar todo el trabajo en ellos, los antagonismos se convierten en algo esencial; al ser tematizados en la imagen estética, su sustancialidad sale a la luz de una manera tanto más plástica. Algunas fases históricas proporcionaron más posibilidades de reconciliación que la de hoy, que la niega radicalmente. Pero en tanto que integración sin violencia de lo divergente, la obra de arre trasciende al mismo tiempo los antagonismos de la existencia sin el engaño de que ya no existen. La contradicción más íntima de las obras de arte, la más amenazante y terrible, es que la reconciliación no las puede reconciliar, mientras que su irreconciliabilidad constitutiva impide que se reconcilien. Con el conocimiento coinciden en su función sintética, en la conexión de lo inconexo.

El concepto de articulación (II)

No se puede eliminar del rango o de la cualidad de una obra de arte la medida de su articulación. En general, las obras de arte parecen ser tanto mejores cuanto más articuladas están: donde no queda nada muerto, nada sin forma, ningún campo que no haya pasado por la configuración. Cuanto más profundamente es capturada por ésta, tanto más conseguida está la obra. La articulación es la salvación de lo plural en lo uno. En tanto que indicación para la praxis artística, el deseo de articulación significa que hay que llevar si extremo cada idea formal especifica. También la idea de lo vago, que por su contenido es contraria a la claridad, necesita para realizarse en la obra de arte la claridad extrema de su formación, por ejemplo en Debussy. No hay que confundirla con la gesticulación exaltada, aunque la animadversión hacia ella brota más del miedo que de la consciencia crítica. Lo que sigue desacreditado como style flamboyant puede ser muy adecuado de acuerdo con la medida de la cosa que hay que exponer. Incluso donde se busca lo moderado, lo inexpresivo, lo refrenado, lo mediano, hay que realizarlo con la mayor energía; el punto medio indeciso y mediocre es tan malo como la arlequinada y la agitación que se exagera mediante la elección de medios inapropiados. Cuanto más articulada está la obra, tanto más habla su concepción desde ella; la mimesis recibe apoyo desde polo contrario. Aunque hasta la Edad Moderna no se reparó en la categoría de articulación, correlativamente al principio de individuación, tiene una fuerza objetiva retroactiva sobre las obras más antiguas: su rango no se puede aislar del transcurso histórico posterior. Muchas cosas antiguas tienen que desaparecer porque el patrón las dispense de la articulación. Prima facie se podría poner el principio de articulación, en tanto que principio de procedimiento, en analogía con la razón subjetiva progresante y verbo desde el punto de vista formal que el tratamiento dialéctico del arte relega a memento. Ese concepto de articulación sera demasiado sencillo. Pues la articulación no consiste sólo en la distinción en tanto que medio de la unidad, sino en la realización de eso diferenciado que, en palabras de Hölderlin, es bueno[77]. La unidad estética recibe su dignidad mediante lo múltiple. Hace justicia a lo heterogéneo. Lo generoso de las obras de arte, antítesis de su esencia inmanente-disciplinaria, está adherido a su riqueza, aunque ésta se esconda ascéticamente; la abundancia las protege de la deshonra de repetirse. La abundancia promete lo que la realidad niega, pero come uno de los mementos bajo la ley formal, no come algo con que la obra nos agasaja. Hasta que punto la unidad estética es función de lo múltiple se muestra en que las obras que por hostilidad abstracta a la unidad intentan disolverse en la multiplicidad pierden aquello mediante lo cual lo diferenciado se convierte en lo diferenciado. Las obras del cambio absoluto, de la pluralidad sin relación con la unidad, se vuelven así indiferentes, monótonas, uniformes.

Diferenciación del concepto de progreso

El contenido de verdad de las obras de arte, del que su tango depende a] fin y al cabo, es completamente histórico. Su relación con la historia no es simplemente relativa, de modo que el (y por tanto el rango de las obras de arte) variara simplemente con el tiempo. Ciertamente, esa variación tiene Lugar: y las obras de arte de calidad pueden marchitarse mediante la historia. Pero esto no hace que el contenido de verdad y la calidad caigan en manes del historicismo. La historia es inmanente a las obras, no es on destino exterior ni una valoración cambiante. El contenido de verdad se vuelve histórico cuando una consciencia correcta se objetiva en la obra. Esta consciencia no es un vago ser-hora-de, no es un καιρός; esto dada razón al curso del mundo, que no es el despliegue de la verdad. Más bien, la consciencia correcta es, desde que surgió el potencial de libertad, la consciencia más avanzada de las contradicciones en el horizonte de su reconciliación posible. El criterio de la consciencia más avanzada es el estado de las fuerzas productivas en la obra, al que en la era de su reflexión constitutiva también pertenece la posición que ella ocupa en la sociedad. En tanto que materialización de la consciencia más avanzada, que incluye la crítica productiva del estado estético y extraestético dado en cada caso, el contenido de verdad de las obras de arte es historiografía inconsciente, aliado con lo que hasta hoy siempre ha sido derrotado. Por supuesto, qué sea be avanzado no siempre está tan claro como la inervación de la moda quisiera dictarlo; también ella precisa de la reflexión. Para decidir sobre lo avanzado hace falta todo el estado de la teoría; no basta con momentos aislados. Gracias a su dimensión artesanal, todo arte tiene algo de un hacer ciego. Ese fragmento de espíritu de la época es sospechoso permanentemente de reaccionario. También en el arte, lo operacional pierde su punta crítica; aquí encuentra su limite la autoconfianza de las fuerzas técnicas de producción en su identidad con la consciencia más avanzada. Ninguna obra moderna de rango, aunque sea subjetiva y estilísticamente retrospectiva, puede sustraerse a esto. Da igual cuánta restauración teológica pretendan las obras de Anton Bruckner: son más que esta intención presunta. Las obras de Bruckner participan en el contenido de verdad porque se han apropiado los hallazgos armónicos e instrumentales de su periodo; lo que ellas creen eterno se vuelve sustancial meramente como moderno y en su contradicción con la modernidad. La frase de Rimbaud «Il faut étre absolument moderne», que a su vez es moderna, es normativa. Pero come el arte tiene su núcleo temporal no en la actualidad material, sino en su elaboración inmanente, esa norma se dirige (pese a su reflexividad) a algo en cierto sentido inconsciente, a la inervación, al asco ante lo debilitado. La sensibilidad para esto está muy cerca de lo que es un anatema para el conservadurismo cultural: la moda. La moda tiene su verdad como consciencia inconsciente del núcleo temporal del arte, y tiene derecho normativo en la medida en que no está manipulada por la administración y por la industria cultural y no es arrancada del espíritu objetivo. Desde Baudelaire, grandes artistas han estado conchabados con la moda; si la denunciaban, fueron desmentidos por los impulsos de su propio trabajo. Mientras que el arte se opone a la moda donde ella intenta nivelarlo heterónomamente, están unidos en el instinto para la fecha, en la aversión al provincianismo, a eso subalterno que la dignidad del concepto de nivel artístico exige mantener lejos de sí. Hasta artistas como Richard Strauss y tal vez Monet perdieron calidad cuando, satisfechos en apariencia consigo mismos y con lo que habían conquistado, perdieron la fuerza para la inervación histórica y para la apropiación del material avanzado.

Despliegue de las fuerzas productivas

Sin embargo, la agitación subjetiva que registra lo oportuno es la aparición de algo objetivo que sucede detrás, del despliegue de las fuerzas productivas que el arte tiene en común con la sociedad, a la que al mismo tiempo se opone mediante su propio despliegue. Éste tiene en el arte un sentido múltiple. El despliegue es uno de los medios que cristalizan en su autarquía; además, la absorción de técnicas que surgen fuera del arte, en la sociedad, y que a veces le aportan al arte, en tanto que ajenas y antagonistas, no sólo progresos; al fin y al cabo, en el arte se despliegan las fuerzas productivas humanas, la diferenciación subjetiva, aunque ese progreso está acompañado por la sombra de la involución en otras dimensiones. La consciencia avanzada se asegura del estado del material en que la historia se sedimenta hasta el instante al que la obra responde; ahí también es una crítica transformadora del procedimiento; llega a lo abierto, más allá del statu quo.

Irreducible en esa consciencia es el momento de la espontaneidad; en ella se especifica el espíritu del tiempo; su mera reproducción es rebasada. Lo que no repite meramente los procedimientos presentes está a su vez producido históricamente, en conformidad con la frase de Marx de que cada época soluciona las tareas que se le plantean[78]; en cada época parecen crecer las fuerzas productivas y los talentos estéticos que responden desde la naturaleza segunda al estado de la técnica y lo fomentan en una especie de mímesis secundaria; hasta tal punto están mediadas temporalmente las categorías a las que se considera extratemporales, disposiciones naturales: la mirada cinematográfica como algo innato. La espontaneidad estética la proporciona la relación con lo real extraestético: resistencia determinada contra esto, mediante la adaptación. Así como la espontaneidad, que la estética tradicional quería eximir del tiempo en tanto que lo creativo, es temporal en sí misma, participa también en el tiempo que se individualiza; esto le da la posibilidad de lo objetivo en las obras. Hay que conceder al concepto de lo artístico la irrupción de lo temporal en las obras, aunque éstas no se pueden llevar así a un denominador subjetivo, como el que hay en la noción de voluntad. Igual que en Parsifal, en las obras de arte (incluidas las llamadas artes del tiempo) el tiempo se convierte en espacio.

Transformación de las obras

El sujeto espontáneo es algo general en virtud de lo que almacena no menos que mediante su propio carácter racional, que se transfiere a la logicidad de las obras de arte; en tanto que produce aquí y ahora, es particular en el tiempo. Esto estaba registrado en la vieja teoría del genio, pero se atribuía injustamente a un carisma.

Esta coincidencia entra en las obras de arte. Con ella, el sujeto se convierte en algo estéticamente objetivo. Objetivamente, no sólo por cuanto respecta a la recepción, cambian por eso las obras: la fuerza arada en ellas pervive. Aquí no hay que pasar por alto esquemáticamente a la recepción; Benjamin habló una vez de las huellas que los incontables ojos de los contempladores han dejado en algunos cuadros[79], y la frase de Goethe de que es difícil enjuiciar lo que en otros tiempos causó una gran impresión designa algo más que el respeto a la opinión establecida. El cambio de las obras no es impedido por su fijación en la piedra o en el lienzo, en los textos literarios o musicales; aunque en esa fijación participa la voluntad mítica de sacar del tiempo a las obras. Lo fijado es signo, función, no es en sí; el proceso entre lo Lijado y el espíritu es la historia de las obras. Si cada obra es equilibrio, cada una puede ponerse de nuevo en movimiento. Los momentos del empate son irreconciliables entre sí. El despliegue de las obras es la pervivencia de su dinámica inmanente. Lo que las obras dicen mediante la configuración de sus elementos significa en épocas diferentes algo objetivamente diferente, y esto afecta finalmente a su contenido de verdad. Las obras pueden volverse ininterpretables, enmudecer; mochas veces se vuelven malas; el cambio interior de las obras bien podría ser por lo general un declive, la caída en la ideología. Hay cada vez menos cosas buenas del pasado. Las provisiones de la cultura se reducen: la neutralización como provisión es el aspecto exterior de la decadencia interior de las obras. Su cambio histórico se extiende también al nivel formal. Aunque hoy ya no es pensable un arte enfático que no eleve la pretensión al máximo, esto no es una garantía de supervivencia. A la inversa, en obras que no tienen ambiciones grandes se vuelven visibles a veces cualidades que en su lugar y en su tiempo difícilmente tenían. Claudius o Hebel son más resistentes que autores pretenciosos como Hebbel o el Flaubert de Salambô; la forma de la parodia, que no se desarrolla mal en el nivel formal inferior frente al superior, codifica la relación. Los niveles hay que mantenerlos y relativizarlos.

Interpretación, comentario, crítica

Si las obras de arte acabadas llegan a ser lo que son porque su ser es un devenir, a su vez están remitidas a formas en las que ese proceso cristaliza: interpretación, comentario, crítica. Estas formas no son aportadas simplemente a las obras por quienes se ocupan de ellas, sino que son en sí mismas el escenario del movimiento histórico de las obras y, por tanto, son formas de pleno derecho. Sirven al contenido de verdad de las obras en tanto que va más allá de ellas y lo separan (la tarea de la crítica) de los momentos de su falsedad. Para que en ellas suceda el despliegue de las obras, esas formas tienen que agudizarse hasta la filosofía.

Desde dentro, en el movimiento de la figura inmanente de las obras de arte y de la dinámica de su relación con el concepto de arte, al final se manifiesta hasta qué punto el arte, pese y debido a su esencia monadológica, es un momento en el movimiento del espíritu y del movimiento social real. La relación con el arte del pasado y los limites de su aperceptibilidad tienen su lugar en el estado presente de la consciencia en tanto que superación positiva o negativa; todo lo demás no es más que educación. Toda consciencia que haga el inventario del pasado artístico es falsa. Solo a una humanidad liberada, reconciliada, tal vez se le de alguna vez el arte del pasado sin infamia, sin rencor alevoso contra el arte contemporáneo, como reparación para los muertos. Lo contrario de una relación genuina con lo histórico de las obras, con su propio contenido, es subsumirlas a toda prisa bajo la historia, asignarlas a lugares históricos. En el valle de Zermatt, el monte Cervino (la imagen infantil de la montaña absoluta) se presenta como si fuera la única montaña en todo el mundo; en el Gorner Grat, como un eslabón de la enorme cadena. Pero sólo desde Zermatt se puede llegar al Gorner Grat. Lo mismo sucede con la perspectiva de las obras.

El contenido de verdad es histórico

No se debe representar la interdependencia de rango e historia según el obstinado cliché de la ciencia vulgar del espíritu de que la historia es Is instancia que decide sobre el rango. Así solo se racionaliza en términos de filosofía de la historia la propia incapacidad, como si aquí y ahora no se pudiera juzgar con razones. Esa humildad no aventaja en nada al juez artístico arrogante. La neutralidad prudente y fingida está lista para ocultarse bajo las opiniones dominantes. Su conformismo también se extiende al futuro. Confía en el curso del espíritu del mundo, en esa posteridad que no perderá lo auténtico, mientras que el espíritu del mundo confirma y transmite lo falso viejo bajo el hechizo incesante.

Los grandes redescubrimientos, como El Greco, Büchner, Lautreamont, tienen su fuerza precisamente en que el curso de la historia en tanto que tal no apoya a lo bueno. También en consideración alas obras de arte significativas hay que cepillarlo a contrapelo, en palabras de Benjamin[80], y nadie puede decir que cosas significativas se han destruido en la historia del arte, o cuales se han olvidado tan profundamente que no se pueden reencontrar, o cuales han sido difamadas hasta el punto de que ni siquiera pueden volver a ser convocadas: rara vez, la violencia de la realidad histórica tolera revisiones espirituales. Sin embargo, la concepción del juicio de la historia no es simplemente nula. Desde siglos abundan ejemplos de la incomprensión de los contemporáneos; la exigencia de lo nuevo y original desde el final del tradicionalismo feudal colisiona necesariamente con las ideas vigentes en cada momento; tendencialmente, la recepción simultánea se vuelve cada vez más difícil. Llama la atención que pocas obras de arte de rango supremo salieron a la luz incluso en la época del historicismo, que rebuscó todo lo alcanzable. Con repugnancia habría que admitir además que las obras más famosas de los maestros más famosos, fetiches en la sociedad de las mercancías, suelen ser superiores (aunque no siempre) a las obras abandonadas por cuanto respecta a la calidad. En el juicio de la historia, el dominio (en tanto que concepción dominante) se mezcla con el despliegue de la verdad de las obras. Como antítesis a la sociedad, esa verdad existente no se agota en las leyes de movimiento de la sociedad, sino que tiene su propia ley, contraria a ellas; y en la historia real crece no sólo la represión, sino también el potencial de libertad, que es solidario con el contenido de verdad del arte. Los méritos de una obra, su nivel formal, su estructuración interior, no suelen volverse reconocibles hasta que el material haya envejecido o el sensorio se haya embotado frente a los rasgos más llamativos de la fachada.

Probablemente, Beethoven sólo pudo ser escuchado como compositor una vez que el gesto de lo titánico (su efecto primario) fue superado por los efectos más contundentes de los jóvenes, como Berlioz. La superioridad de los grandes impresionistas sobre Gauguin queda clara una vez que las innovaciones de Gauguin se desvanecen a la vista de las innovaciones posteriores. Pero para que la calidad se despliegue históricamente, no hace falta sólo ella, en sí misma, sino también lo que le sigue y da relieve a lo antiguo; tal vez haya incluso una relación entre la calidad y un proceso de extinción. Algunas obras de arte tienen la fuerza para derribar la barrera social que han alcanzado. Aunque los escritos de Kafka dificultaron la aprobación de los lectores de novelas debido a la flagrante imposibilidad empírica dejo narrado, se volvieron comprensibles a todo el mundo en virtud de ese hecho. La tesis de la incomprensibilidad del arte moderno proclamada al unísono por los occidentales y por Stalin es correcta descriptivamente; es falsa porque trata la recepción como una magnitud fija y escamotea las intromisiones en la consciencia de las que son capaces las obras incompatibles. En el mundo administrado, la figura adecuada en que se acoge a las obras de arte (la figura de la comunicación de lo incomunicable) es la brecha de la consciencia cosificada. Las obras en que la figura estética se trasciende bajo la presión del contenido de verdad ocupan el lugar al que en tiempos se refería el concepto de lo sublime. En ellas, el espíritu y el material se alejan el uno del otro al esforzarse por unirse. Su espíritu se experimenta como no representable sensorialmente; su material, aquello a lo que están atadas fuera de su confín, como irreconciliable con su unidad de la obra. El concepto de obra de arte ya no es apropiado a Kafka, igual que el de lo religioso nunca lo fue. El material (en especial el lenguaje, de acuerdo con la formulación de Benjamin) se queda calvo, visible al desnudo; el espíritu recibe de él la calidad de una abstracción segunda.

La teoría de Kant sobre el sentimiento de lo sublime describe un arte que tiembla al suspenderse en beneficio del contenido de verdad sin apariencia, pero sin borrar su carácter de apariencia en tanto que arte. El concepto de naturaleza de la Ilustración contribuyó en tiempos a la invasión de lo sublime en el arte. Con la crítica del mundo absolutista de formas, que hace de la naturaleza un tabú por impetuosa, tosca, plebeya, se introdujo en la praxis artística durante el movimiento global europeo de finales del siglo XVIII lo que Kant había reservado en tanto que sublime a la naturaleza, que a continuación entró cada vez más en conflicto con el gusto. El desencadenamiento de lo elemental era lo mismo que la emancipación del sujeto y, por tanto, que la autoconsciencia del espíritu. Esta espiritualiza como naturaleza al arte. El espíritu del arte es autognosis de su propia naturalidad. Cuanto más acoge el arte algo no-idéntico, contrapuesto inmediatamente al espíritu, tanto más tiene que espiritualizarse. A la inversa, la espiritualización aporta al arte lo que, no siendo agradable sensorialmente, era un tabú para él; lo sensorialmente no agradable tiene afinidad con el espíritu. La emancipación del sujeto en el arte es la emancipación respecto de la propia autonomía del arte; si el arte está liberado de la consideración a los receptores, su fachada sensorial se le vuelve más indiferente. Ésta se transforma en una función del Contenido. El contenido se refuerza en lo todavía no aprobado y preformado socialmente. El arte no se espiritualiza mediante las ideas que proclama, sino mediante lo elemental. Lo elemental es eso carente de intención que es capaz de acoger al espíritu; la dialéctica de ambos es el contenido de verdad. La espiritualidad estética siempre se ha llevado mejor con lo fauve, con lo salvaje, que con lo ocupado culturalmente. La obra de arte espiritualizada se vuelve en sí misma lo que se le suele atribuir como efecto sobre otro espíritu, como catarsis: la sublimación de la naturaleza. Lo sublime, que Kant reservaba a la naturaleza, se convirtió después de él en el constituyente histórico del arte. Lo sublime traza la línea de demarcación con lo que más tarde se llamó artes aplicadas. La noción kantiana de arte era en secreto la noción de algo sirviente. El arte se vuelve humano en el instante en que renuncia a servir. Su humanidad es incompatible con toda ideología del servicio al ser humano. Le es fiel al ser humano sólo mediante la inhumanidad contra esa ideología.

Lo sublime y el juego

Al ser trasplantada al arte, la definición kantiana de lo sublime es impulsada más allá de sí misma. De acuerdo con ella, el espíritu experimenta en su impotencia empírica frente a la naturaleza su aspecto inteligible como apartado de la naturaleza. Pero como hay que poder sentir lo sublime a la vista de la naturaleza, también la naturaleza es sublime en conformidad con la teoría de la constitución subjetiva; la autognosis a la vista de su aspecto sublime anticipa algo de la reconciliación con ella. La naturaleza, ya no oprimida por el espíritu, se libera de la ominosa conexión de la naturalidad con la soberanía subjetiva. Esa emancipación sería el retorno de la naturaleza, y ella (lo contrario de la mera existencia) es lo sublime. En los rasgos del dominio que están inscritos en su poder y grandeza, lo sublime habla contra el dominio. A esto se aproxima la frase de Schiller de que el ser humano solo es por completo un ser humano cuando juega; al completar su soberanía, el ser humano deja bajo sí al hechizo de la finalidad de ésta. Cuanto más se opone la realidad empírica a esto, tanto más se retira el arte al momento de lo sublime; comprendida tiernamente, tras la caída de la belleza formal la idea de lo sublime era la única de las ideas estéticas tradicionales que quedaba en la modernidad. Incluso la hybris de la religión artística, de la autorevelación del arte a lo absoluto, tiene su momento de verdad en la alergia a lo no sublime en el arte, a ese juego que se conforma con la soberanía del espíritu. Lo que Kierkegaard llama, de manera subjetivista, seriedad estética, la herencia de lo sublime, es la transformación de las obras en algo verdadero gracias a su contenido. La ascendencia de lo sublime es lo mismo que la obligación del arte de no pasar por alto las contradicciones básicas, sino hacerles luchar hasta el fin; para ellas, el resultado del conflicto no es la reconciliación, sino que el conflicto encuentre un lenguaje. De cite modo, lo sublime se vuelve latente. El arte que exige un contenido de verdad que incluya lo irresuelto de las contradicciones no es dueño de esa positividad de la negación que animaba al concepto tradicional de lo sublime como algo infinito presente. A esto corresponde la decadencia de las categorías del juego. Todavía en el siglo XIX, una célebre teoría clasicista define la música, contra Wagner, como el juego de formas movidas por el sonido; se ha resaltado la semejanza de los transcursos musicales con los transcursos ópticos del caleidoscopio, un agudo invento de la Restauración. No hay que negar esta semejanza por fe en la cultura: los campus de desmoronamiento en música sinfónica como la de Mahler tienen su analogía fiel en las situaciones del caleidoscopio cuando una serie de imágenes que varían ligeramente desaparece y se vuelve visible una constelación cualitativamente diferente. Pero en la música su aspecto indeterminado conceptualmente, su cambia, su articulación está muy determinada por sus propios medios, y en la totalidad de determinaciones que se da a sí misma la música adquiere el contenido que el concepto de juego formal ignora. Lo que se presenta como sublime suena hueco; lo que juega sin cesar retrocede a la tontería de la que procede. Por supuesto, con la dinamización del arte, con su determinación inmanente como un hacer, crece en secreto también su carácter de juego; la obra orquestal más significativa de Debussy se titulaba, medio siglo antes de Beckett, feux. La crítica de la profundidad y de la seriedad, que en (tempos se dirigía contra la arrogancia de la interioridad provinciana, ya no es menos ideológica que ésta, justificación de la colaboración inconsciente, de la actividad por sí misma. Por supuesto, al final lo sublime se convierte en su contrario. Frente a las obras de arte concretas ya no se puede hablar de lo sublime sin la cháchara de la religión artística, y esto se debe a la dinámica de la categoría misma. La historia ha dado alcance a la frase de que de lo sublime a lo ridículo solo hay un paso, la ha cumplido en todos sus horrores, tal como la dijo Napoleón cuando cambia su suerte. La frase se refería ahí al estilo grandioso, a la declamación patética que resultaba cómica debido a la desproporción entre su pretensión y su posible cumplimiento, por lo general mediante la infiltración de algo pedestre. Pero lo que tiende a descarrilar sucede en el concepto mismo de lo sublime. Sublime debería ser la grandeza del ser humano en tan lo que algo espiritual y sojuzgador de la naturaleza. Pero si la experiencia de lo sublime se revela como la autoconsciencia del ser humano de su naturalidad, cambia la composición de la categoría de lo sublime. Incluso en su versión kantiana, esta categoría estaba teñida por la nihilidad del ser humano; en ella, en la caducidad del individuo empírico, debería presentarse la eternidad de su destinación general, del espíritu. Pero si se lleva al espíritu mismo a su medida natural, ya no esta garantizada en él la aniquilación del individuo. Mediante el triunfo de lo inteligible en el individuo que hace frente espiritualmente a la muerte, el individuo se hincha como si él, el portador del espíritu, fuera pese a todo absoluto. Esto la vuelve cómico. El arte avanzado escribe la comedia de lo trágico; lo sublime y el juego convergen. Lo sublime marca la ocupación inmediata de la obra de arte por la teología; reivindica el sentido de la existencia, por última vez, en virtud de su ocaso. Contra el veredicto a este respecto, el arte no puede nada por sí mismo. Algo en la construcción kantiana de lo sublime se opone a la objeción de que Kant lo reserva a lo bello natural porque todavía no conocía el gran arte subjetivo. Inconscientemente, su teoría expresa que lo sublime no es compatible con el carácter de apariencia del arte; tal vez de una manera similar a como Haydn reaccionó ante Beethoven, al que llamaba el gran mogol. Cuando el arte burgués extendió la mano hacia lo sublime y llegó de este modo a sí mismo, ya llevaba inscrito el movimiento de lo sublime hacia su negación. Por su parte, la teología es esquiva a su integración estética. En tanto que apariencia, lo sublime también tiene su contrasentido y contribuye a la neutralización de la verdad; La sonata a Kreutzer de Tolstoi acusó de esto al arte.

Por lo demás, un testimonio contra la estética subjetiva del sentimiento es que los sentimientos en que se basa son apariencia. Ellos no son apariencia, ellos son reales; la apariencia está adherida a las obras estéticas. El ascetismo de Kant frente a lo sublime estético anticipa objetivamente la crítica del clasicismo heroico y del arte enfático que se deriva de ahí. Pero al situar lo sublime en lo avasalladoramente grande, al establecer la antítesis de poder e impotencia, Kant afirmó la complicidad indudable de lo sublime con el dominio. El arte tiene que avergonzarse de ella e invertir lo persistente que la idea de lo sublime quería. A Kant no se le escapó que sublime no era lo cuantitativamente grande en tanto que tal: con buenas razones definió el concepto de lo sublime mediante la resistencia del espíritu al predominio. El sentimiento de lo sublime no se refiere inmediatamente a lo que aparece; las altas montañas hablan como imágenes de un espacio liberado de las cadenas, de las angosturas, y de la posible participación en eso, no al sofocar. La herencia de lo sublime es la negatividad completa, desnuda y sin apariencia tal como prometía la apariencia de lo sublime. Esto es al mismo tiempo la herencia de lo cómico, que antiguamente se alimentaba del sentimiento de lo pequeño, de lo pomposo e insignificativo y solía hablar en favor del dominio establecido. Lo que no es nada es cómico mediante la pretensión de relevancia que proclama al existir y mediante la cual se alía con el oponente; pero bien mirado, también el oponente (el poder y la grandeza) no es nada. Lo trágico y lo cómico desaparecen en el arte moderno y se mantienen en él de esta manera.