SUJETO-OBJETO

Subjetivo y objetivo son equívocos; sobre el sentimiento estético

La estética reciente está dominada por la controversia sobre su figura subjetiva u objetiva. Estos términos son equívocos. Se contrapone el punto de partida en las reacciones subjetivas a la intentio recta, que de acuerdo con un esquema habitual en la crítica del conocimiento es precrítica. Además, ambos conceptos pueden referirse a la supremacía del momento objetivo o del momento subjetivo en las obras de arte, a la manera de la distinción de las ciencias del espíritu entre lo clásico y lo romántico. Finalmente, se pregunta por la objetividad del juicio estético del gusto. Hay que distinguir los significados. La estética de Hegel era objetiva por cuanto respecta al primero, mientras que desde el punto de vista del segundo tal vez acentuaba la subjetividad más que sus predecesores, en los que la participación del sujeto se limitaba al efecto sobre el contemplador, aunque fuera ideal o trascendental. En Hegel, la dialéctica sujeto-objeto tiene lugar en la cosa.

También hay que pensar en la relación entre sujeto y objeto en la obra de arte en la medida en que tiene que ver con objetos. Esa relación cambia históricamente, pero pervive incluso en las obras no objetuales que toman posición frente al objeto al convertirlo en un tabú. Sin embargo, el en lo que de la Critica del juicio no era solo hostil a una estética objetiva. Su fuerza se debe a que ella (como todas las teorías de Kant) no se conformaba con las posiciones marcadas por el plan general del sistema. Ya que según la teoría kantiana la estética está constituida por el juicio subjetivo del gusto, éste no sólo se convierte necesariamente en constituyente de las obras objetivas, sino que además implica una obligación objetiva, aunque ésta no se puede exponer en conceptos generales. Kant buscaba una estética mediada subjetivamente, pero objetiva. El concepto kantiano de Juicio se refiere mediante una pregunta subjetiva al centro de la estética objetiva, a la cualidad de bueno y malo, de verdadero y falso en la obra de arte. Pero la pregunta subjetiva es intentio obliqua más en la estética que en la epistemología, pues la objetividad de la obra de arte está mediada por el sujeto de una manera cualitativamente diferente, más específica, que la objetividad del conocimiento.

Es casi una tautología que la decisión de si algo es una obra de arte depende del juicio al respecto y que el mecanismo de esos juicios constituye el tema de la obra mucho más propiamente que el Juicio en tanto que «facultad». «La definición del gusto que se presupone aquí es que el gusto es la facultad de juzgar lo bello. Lo que se requiere para llamar bello a un objeto lo tiene que descubrir el análisis de los juicios del gusto»[68]. El canon de la obra es la vigencia objetiva del juicio del gusto que no está garantizada y sin embargo se impone. Se preludia la situación de todo arte nominalista. En analogía con la crítica de la razón, Kant querría fundamentar la objetividad estética desde el sujeto, no sustituir a aquélla por éste.

Implícitamente, el momento de unidad de lo objetivo y lo subjetivo es para él la razón, que es una facultad subjetiva y empero el modelo de toda objetividad gracias a sus atributos de necesidad y generalidad. También la estética se encuentra en Kant bajo la primacía de la lógica discursiva: «He buscado los momentos en los que este Juicio se fija en su reflexión guiándome por las funciones lógicas de juzgar (pues en el juicio del gusto siempre está contenida una relación con el entendimiento). Primero he tomado en consideración los momentos de la cualidad porque el juicio estético sobre lo bello presta atención primero a ésta»[69]. El apoyo más firme de la estética subjetiva, el concepto de sentimiento estético, se sigue de la objetividad, no al revés. Ese sentimiento dice que algo es así; Kant lo atribuiría como «gusto» sólo a quien sea capaz de distinguir en la cosa. No se define aristotélicamente mediante la compasión y el miedo, mediante los afectos que se suscitan en el contemplador. La contaminación del sentimiento estético con las emociones psicológicas inmediatas a través del concepto de suscitación ignora la modificación de la experiencia real por la experiencia artística. De lo contrario, sería inexplicable por qué los seres humanos se exponen a la experiencia estética. El sentimiento estético no es el sentimiento suscitado, sino el asombro ante lo contemplado, ante lo fundamental; lo que se puede llamar sentimiento en la experiencia estética es el avasallamiento por lo no conceptual y empero determinado, no el afecto subjetivo desencadenado. Se refiere a la cosa, es el sentimiento de ella, no un reflejo del contemplador. Hay que distinguir estrictamente la subjetividad contempladora respecto del momento subjetivo en el objeto, de su expresión tanto como de su forma mediada subjetivamente. Lo que una obra de arte sea y no sea no se puede separar del Juicio, de la pregunta por lo bueno o lo malo. El concepto de obra de arte mala es raro: una obra mala, que fracasa en su constitución inmanente, marra su concepto y cae bajo el a priori del arte. En el arte están fuera de lugar los juicios de valor relativos, la apelación a la equidad, la aceptación de lo semi-conseguido, todas las excusas del sentido común y de la humanidad: su indulgencia daría a la obra de arte al anular implícitamente su pretensión de verdad. Mientras no se haya borrado la frontera del arte con la realidad, comete un crimen contra el arte la tolerancia con las obras malas trasplantada desde la realidad.

Crítica del concepto kantiano de objetividad

Decir con razones por qué una obra de arte es bella, por qué es verdadera, coherente, legítima, no equivaldría a reducirla a sus conceptos generales (si esta operación fuera posible a la manera en que Kant deseaba y disputaba). En toda obra de arte, no sólo en la aporía del Juicio reflexionan te, se ata el nudo de lo general y lo particular. Kant se acerca a esto al definir lo bello como lo que «agrada de manera general sin concepto»[70]. Pese al esfuerzo desesperado de Kant, esa generalidad no se puede separar de la necesidad; que algo agrade de manera general equivale al juicio de que tiene que agradar a cada uno, pues de lo contrario sería una constatación empírica. Sin embargo, la generalidad y la necesidad implícita son conceptos, y su unidad kantiana, el agrado, es exterior a la obra de arte. La exigencia de subsumir bajo un rasgo unitario va contra esa idea de comprender desde dentro que mediante el concepto de fin ha de corregir en las dos partes de la Crítica del juicio el procedimiento clasificatorio de la razón «teórica» de fas ciencias naturales, que renuncia decididamente al conocimiento del objeto desde dentro. Por tanto, la estética kantiana es híbrida y está expuesta sin protección a la crítica de Hegel. Hay que emanciparla del idealismo absoluto; la tarea ante la que la estética se encuentra hoy. La ambivalencia de la teoría kantiana está causada por su filosofía, en la que el concepto de fin prolonga la categoría como regulativo y al mismo tiempo la limita. Kant sabe qué tiene el arte en común con el conocimiento discursivo; no, en qué diverge cualitativamente de él; la diferencia se convierte en la diferencia cuasi matemática de lo finito y lo infinito. Ninguna de las reglas bajo las que el juicio del gusto tiene que subsumir, ni siquiera su totalidad, dice algo sobre la dignidad de una obra. Mientras no se refleje al concepto de necesidad (en canto que constituyente del juicio estético) en sí mismo, repite simplemente el mecanismo de determinación de la realidad empírica, que en las obras de arte retorna como una sombra, modificado; el agrado general supone una aprobación que, sin confesárselo, está sometida a convenciones sociales. Pero si los dos momentos son estirados hacia lo inteligible, la teoría kantiana pierde su contenido. No solo desde el punto de vista de la posibilidad abstracta son pensables obras de arte que satisfacen a los momentos del juicio del gusto y empero no bastan. Otras obras de arte (el arte moderno en conjunto) se oponen a esos momentos, no agradan de manera general, pero por esto no quedan descalificadas objetivamente. Kant alcanza la objetividad de la estética, igual que la de la ética, mediante una formalización con conceptos generales. Ésta va en contra del fenómeno estético, de lo constitutivamente particular. En ninguna obra de arte es esencial lo que cada una tiene que ser de acuerdo con su concepto puro. La formalización, un acto de la razón subjetiva, arrincona al arte en ese ámbito meramente subjetivo y finalmente en la contingencia de la que Kant quería sacarlo y a la que el arte se opone. Siendo polos contrarios, la estética subjetiva y la estética objetiva son criticadas igualmente por una estética aquélla, porque es o abstracta y trascendental o contingente según el gusto de cada cual; ésta, porque ignora la mediación objetiva del arte por el sujeto. En la obra, el sujeto no es ni el contemplador, ni el creador ni el espíritu absoluto, sino el espíritu que está ligado a la cosa, preformado por ella y mediado por el objeto.

Equilibrio precario

Para la obra de arte y, por tanto, para la teoría, el sujeto y el objeto son sus propios momentos, dialécticos porque al margen de cuáles sean los componentes de la obra (material, expresión, forma) siempre son dobles. Los materiales están marcados por la mano de las personas de quienes la obra de arte los recibió; la expresión, objetivada en la obra y objetiva en sí misma, se introduce como agitación subjetiva; la forma tiene que ser creada subjetivamente de acuerdo con las necesidades del objeto Si no ha de comportarse mecánicamente con lo formado. Lo que, en analogía con la construcción de algo dado en la teoría del conocimiento, se enfrenta tan objetivamente impenetrable a los artistas como suele hacer su material es al mismo tiempo sujeto sedimentado; lo en apariencia más subjetivo, la expresión, es objetivo porque la obra de arte trabaja ahí, se lo apropia; al fin y al cabo, un comportamiento subjetivo en el que la objetividad deja su impronta. La reciprocidad de sujeto y objeto en la obra, que no puede ser identidad, se mantiene en un equilibrio precario. El proceso subjetivo de producción es indiferente por cuanto respecta a su lado privado. Pero también tiene un lado objetivo como condición de que la legalidad inmanente se realice. El sujeto obtiene en el arte lo que le corresponde como trabajo, como comunicación.

La obra de me tiene que ambicionar el equilibrio sin poseerlo por completo: un aspecto del carácter estético de apariencia. El artista individual figura como órgano de ejecución también de ese equilibrio. En el proceso de producción, se ve confrontado con una tarea de la que resulta difícil decir si el solo se planteó ésta; el bloque de mármol en el que una escultura, las teclas de un piano en las que una composición espera a que la saquen a la luz, probablemente sean para esa tarea más que metáforas. Las tareas llevan su solución objetiva en sí mismas, al menos dentro de un espectro de variaciones, aunque no posean la univocidad de las ecuaciones. La Tathandlung del artista es lo mínimo para mediar entre el problema con el que se ve confrontado (y que ya está trazado) y la solución (que está potencialmente en el material). Si se ha dicho que la herramienta es una prolongación del brazo, también se podría decir que el artista es una prolongación de la herramienta para pasar de la potencia al acto.

Carácter lingüístico y sujeto colectivo

El carácter lingüístico del arte conduce a la reflexión de qué habla desde el arte; propiamente, su sujeto es eso y no el productor ni el receptor. Esto lo oculta el yo de la poesía lírica, que durante siglos se confesó y causó la apariencia de la obviedad de la subjetividad poética. Pero ésta no es idéntica al yo que habla desde el poema. Debido no sólo al carácter ficticio de la poesía y de la música, donde la expresión subjetiva apenas coincide inmediatamente con estados del compositor.

Además, el yo gramatical del poema lo pone el yo que habla de manera latente a través de la obra, igual que el yo empírico es función del yo espiritual, no al revés.

La participación del yo empírico no es, como querría el topos de la autenticidad, el lugar de la autenticidad. Está por ver si el yo latente, el yo que habla, es en los diversos géneros artísticos el mismo o si cambia; parece variar cualitativamente con los materiales de las artes; subsumirlas bajo el problemático concepto superior de arte engaña a este respecto. En todo caso, el yo latente es inmanente a la cosa, se constituye en la obra, mediante su lenguaje; en relación con la obra, el productor real es un momento de la realidad como cualquier otro. Ni siquiera en la producción fáctica de las obras de arte decide la persona privada. Implícitamente, la obra de arte exige la división del trabajo, y el individuo funciona de antemano a la manera de la división del trabajo. La producción, al abandonarse a su materia, conduce en medio de la individuación extrema a algo general. La fuerza de esa entrega del yo privado a la cosa es la esencia colectiva de aquél, que constituye el carácter lingüístico de las obras. El trabajo en la obra de arte es social a través del individuo, pero éste no tiene que ser consciente de la sociedad; tal vez, ese trabajo sea más social cuanto menos consciente es el individuo de la sociedad. El sujeto humano individual que interviene en cada caso apenas es algo más que un valor límite, algo mínimo que la obra de arte necesita para cristalizar. La independización de la obra de arte frente al artista no es un producto de la megalomanía de l’art pour l’art, sino la expresión más sencilla de la constitución de la obra de arte como una relación social que lleva la ley de su propia objetualización: las obras de arte se convierten en la antítesis de la coseidad sólo en tanto que cosas. Con esto concuerda la circunstancia central de que desde las obras de arte (incluidas las «individuales») habla un nosotros, no un yo, y con tanta más pureza cuanto menos se adapta exteriormente la obra a un nosotros y a su idioma. También aquí, la música manifiesta ciertos caracteres de lo artístico de una manera extrema, sin que por esto le corresponda la supremacía. La música dice inmediatamente nosotros, sea cual fuere su intención. Hasta las obras de su fase expresionista similares a protocolos describen experiencias de vinculación, y su propia fuerza de configuración depende de si esas experiencias hablan realmente desde ellas. En la música occidental se podría exponer hasta qué punto su hallazgo más importante, la dimensión armónica profunda (junto con el contrapunto y la polifonía) es el nosotros que ha pasado del ritual coral a la cosa.

El nosotros admite su literalidad, se transforma en agente inmanente, y sin embargo conserva el carácter lingüístico. Los poemas están referidos a un nosotros mediante su participación inmediata en el lenguaje comunicativo, del que ningún poema se libra por completo; en beneficio de su propia lingüisticidad tienen que esforzarse por librarse del lenguaje exterior a ellos, comunicador. Pero este proceso no es, como aparece él mismo cree, un proceso de subjetivización pura. Mediante él, el sujeto se amolda tanto más íntimamente a la experiencia colectiva cuanto más esquivo se vuelve a su expresión lingüística objetualizada.

Las artes plásticas bien podrían hablar mediante el cómo de la apercepción. Su nosotros es directamente el sensorio por cuanto respecta a su estado histórico, hasta que quebranta la relación con la objetualidad (que cambió) como consecuencia de la elaboración de su lenguaje formal. Lo que las imágenes dicen es un ¡Mirad!; tienen su sujeto colectivo en aquello a lo que señalan; va hacia fuera, no (como sucede en la música) hacia dentro. Al incrementarse su carácter lingüístico, la historia del arte es la historia no sólo de la progresiva individualización del arte, sino también de su contrario. Que, sin embargo, este nosotros no sea unívoco socialmente, que apenas sea el nosotros de clases determinadas o de posiciones sociales, puede deberse a que hasta hoy el arte de pretensión enfática no ha sido más que burgués; de acuerdo con la tesis de Trotski, no se puede imaginar después de éste un arte proletario, sólo un arte socialista. El nosotros estético es de toda la sociedad en el horizonte de cierta indeterminidad, pero también está tan determinado como las fuerzas y las relaciones de producción dominantes en una época. Mientras que el arte sufre la tentación de anticipar una sociedad global que no existe, su sujeto inexistente, lo cual no es meramente ideología, lleva adherida al mismo tiempo la mácula de la no existencia de ese sujeto. Sin embargo, los antagonismos de la sociedad se mantienen en el arte. El arte es verdadero si lo que habla desde él y él mismo son dobles, irreconciliados, pero esta verdad la obtiene si sintetiza lo escindido y lo determina así en su irreconciliación. Paradójicamente, el arte tiene que dar testimonio de lo irreconciliado y reconciliarlo tendencialmente; esto sólo es posible para su lenguaje no discursivo. Sólo en ese proceso se concreta su nosotros. Lo que habla desde el arte es verdaderamente su sujeto, ya que habla desde él y no es expuesto por él. El título de la incomparable pieza final de las Escenas de niños de Schumann (uno de los modelos más tempranos de la música expresionista), «El poeta habla», anota la consciencia de esto. Probablemente, el sujeto estético no se pueda copiar porque, mediado socialmente, es tan poco empírico como el sujeto trascendental de la filosofía. «La objetivación de la obra de arte sucede a costa de la copia de lo vivo. Las obras de arte no adquieren vida hasta que no renuncian a la semejanza con el ser humano. “La expresión de un sentimiento verdadero siempre es banal. Cuanto más verdadero se es, tanto más banal. Para no serlo, hay que esforzarse.”»[71]

La dialéctica sujeto-objeto

La obra de arte llega a ser objetiva al estar hecha por completo, en virtud de la mediación subjetiva de todos sus momentos. La tesis de la crítica del conocimiento de que la participación de la subjetividad y de la cosificación son correlativas se acredita en la estética El carácter de apariencia de las obras de arte, la ilusión de su ser-en-sí recuerda que en la totalidad de su mediación subjetiva participan en el nexo universal de ofuscación de la cosificación; que ellas, dicho a la manera marxiana, reflejan necesariamente una relación de trabajo vivo como Si fuera objetual. La coherencia mediante la cual las obras de arte participan en la verdad incluye también su falsedad; en sus manifestaciones arriesgadas, el arte se ha revuelto desde antiguo contra esto, y hoy la revuelta ha pasado a su propia ley de movimiento. La antinomia de verdad y falsedad del arte parece haber movido a Hegel a pronosticar el final del arte. La estética tradicional sabía que la supremacía del todo sobre las partes necesita constitutivamente lo plural, pues fracasa ser establecida simplemente desde arriba. Pero no menos constitutivo es que ninguna obra de arte satisface a esto. Ciertamente, lo plural quiere su síntesis en el continuo estético; pero como al mismo tiempo esta determinado extraestéticamente, se suma a ella. La síntesis que se extrapola de lo plural, que potencialmente la tiene en sí, es inevitablemente también la negación de lo plural.

El ajuste mediante la figura tiene que fracasar dentro porque no existe fuera, metaestéticamente. Los antagonismos reales no resueltos no se pueden solucionar ni siquiera imaginariamente; se introducen en la imaginación y se reproducen en la propia incoherencia de esta proporcionalmente al grado en que la apremian a ser coherente. Las obras de arte tienen que presentarse como si lo imposible les fuera posible; la idea de perfectible de las obras, de la que ninguna se puede dispensar bajo pena de nihilidad, era problemática. Los artistas lo tienen difícil no solo debido a su incierto destino en el mundo, sino porque su propio esfuerzo les obliga a actuar en contra de la verdad estética, en la que se basan. En la medida en que el sujeto y el objeto se han separado en la realidad histórica, el arte solo es posible en tanto que ha pasado por el sujeto. Pues la mimesis de lo no organizado por el sujeto no sucede en otro lugar que en el sujeto en tanto que vivo. Esto continúa en la objetivación del arte mediante su consumación inmanente, que precisa del sujeto histórico Si la obra de arte tiene la esperanza de alcanzar mediante su objetivación la verdad oculta al sujeto, es porque el sujeto no es lo último. Se ha quebrado la relación de la objetividad de la obra de arte con fa supremacía del objeto. La objetividad de la obra de arte habla en favor de la supremacía del objeto en el estado de hechizo universal, que ya solo concede refugio al en-sí en el sujeto, mientras que su tipo de objetividad es la apariencia causada por el sujeto, crítica de la objetividad. De etc mundo de objetos sólo admite los membra disiecta; solo en tanto que desmontado, ese mundo es conmensurable a la ley formal.

«Genio»

La subjetividad, que es una condición necesaria de la obra de arte, no es en tanto que tal la cualidad estética. Lo llega a ser mediante la objetivación; por tanto, en la obra de arte la subjetividad esta fuera de si y oculta. Esto lo ignora el concepto de voluntad artística de Riegl. Sin embargo, da con algo esencial para la crítica inmanente: que sobre el rango de las obras de arte no decide nada exterior a ellas. Ellas, no sus autores, son su propia medida, su regla autoimpuesta (según la fórmula wagneriana). La pregunta por la legitimación de esta regla no está más allá de su cumplimiento. Ninguna obra de arte es sato lo que ella quiere, pero ninguna es más sin querer algo. Esto se acerca mucho a la espontaneidad, aunque también esta incluye algo involuntario. La espontaneidad se manifiesta ante todo en la concepción de la obra, en su disposición patente en ella misma. Tampoco la espontaneidad es una categoría conclusiva: cambia de muchas maneras la autorealización de las obras. Casi es el sello de la objetivación que bajo la presión de la lógica inmanente la concepción se desplace. Este momento ajeno al yo, contrario a la presunta voluntad artística, lo conocen bien los artistas y los teóricos, a los que a veces asusta; Nietzsche habló de esto mismo al final de Más allá del bien y del mal. El momento de lo ajeno al yo bajo la coacción de la cosa es el signo de lo que la palabra genial quería decir. Para aceptar el concepto de genio, habría que separarlo de esa torpe equiparación con el sujeto creativo que por un vano entusiasmo transforma a la obra de arte en el documento de su autor, con lo cual la empequeñece. La objetividad de las obras, que es un aguijón para los seres humanos en la sociedad del intercambio porque esperan erróneamente que el arte mitigue el extrañamiento, es transferida al ser humano que se encuentra detrás de la obra; por lo general, ese ser humano sólo es la máscara de quienes quieren vender la obra como artículo de consumo. Si no se quiere eliminar el concepto de genio simplemente como resto romántico, hay que llevarlo a su objetividad en la filosofía de la historia. La divergencia de sujeto e individuo, preformada en el antipsicologismo kantiano, constatable en Fichte, también afecta al arte. El carácter de lo auténtico, de lo obligatorio, y la libertad del individuo emancipado se alejan uno del otro. El concepto de genio es un intento de reunir ambas cosas mediante una varita mágica, de conceder al individuo en el arte la facultad de lo auténtico. El contenido de experiencia de esa mistificación es que en el arte la autenticidad, el momento universal, ya no es posible de otra manera que mediante el principium individuationis, igual que al revés la libertad burguesa general debería ser la libertad para lo particular, para la individuación. Pero la estética del genio traslada esta relación ciegamente, sin dialéctica, a ese individuo que al mismo tiempo ha de ser sujeto; el intellectus archetypus, en la teoría del conocimiento explícitamente la idea, es tratado en el concepto de genio como un hecho del arte. El genio ha de ser el individuo cuya espontaneidad coincide con la Tathandlung del sujeto absoluto. Hasta aquí llega la verdad de que la individuación de las obras de arte, mediada por la espontaneidad, es aquello en ellas mediante lo cual se objetivan. Pero el concepto de genio es falso porque las obras no son creaturas y los seres humanos no son creadores. La estética del genio es falsa porque escamotea el momento del hacer finito, de la τέχνη, en las obras de arte en beneficio de su originariedad absoluta, casi de su natura naturans, con lo cual fomenta la ideología de la obra de arte como algo orgánico e inconsciente que a continuación se difunde por el turbio torrente del irracionalismo. Desde el principio, el énfasis de la estética del genio sobre el individuo distrae de la sociedad (aunque se oponga a la generalidad mala) porque absolutiza al individuo.

Pese a su abuso, el concepto de genio recuerda que en la obra de arte el sujeto no se puede reducir a la objetivación. En la Crítica del juicio, el concepto de genio era el refugio de todo lo que el hedonismo sustrajo a la estética kantiana. Pero Kant reservó la genialidad, con consecuencias incalculables, al sujeto, indiferente a la extrañeza al yo precisamente de este momento, que posteriormente fue explotada ideológicamente en el contraste del genio con la racionalidad científica y filosófica. Con Kant comienza la fetichización del concepto de genio como la subjetividad separada abstracta (en el lenguaje de Hegel), que ya en las tablas votivas de Schiller adopta rasgos crasamente elitistas. El concepto de genio se convierte potencialmente en el enemigo de las obras de arte; mirando de reojo a Goethe, Schiller dice que el ser humano que hay tras las obras de arte es más esencial que ellas mismas. En el concepto de genio se transfiere con hybris idealista la idea de creación del sujeto trascendental al sujeto empírico, al artista productivo. Esto le agrada a la consciencia burguesa vulgar, tanto debido al ethos del trabajo en la glorificación de la creación pura del ser humano al margen de todo fin como porque le alivia al contemplador el esfuerzo por la cosa: se le alimenta con la personalidad de los artistas, al final con su biografía kitsch. Los productores de obras de arte significativas no son semidioses, sino seres humanos falibles, a menudo neuróticos y dañados. La mentalidad estética que hace tabula rasa con el genio se degrada a artesanía insípida o pedante, a copia de patrones. El momento de verdad del concepto de genio hay que buscarlo en la cosa, en lo abierto, en lo que no es presa de la repetición. Por lo demás, el concepto de genio todavía no era carismático cuando tuvo su auge a finales del siglo XVIII; de acuerdo con la idea de ese periodo, cada cual podía ser genio si se manifestaba de manera no convencional como naturaleza. El genio era una actitud, casi una convicción; más adelante se convirtió en una gracia, tal vez a la vista de la insuficiencia de la meta convicción en las obras. La experiencia de la falta de libertad real destruyó el entusiasmo por la libertad subjetiva en tanto que libertad para todos y la reservó al genio. El genio se convierte tanto más en ideología cuanto menos humano es el mundo y cuanto más neutralizado está el espíritu, la consciencia del mundo. Al genio privilegiado se le atribuye lo que la realidad niega en general a los seres humanos. Lo que se puede salvar en el genio es instrumental para la cosa. La categoría de lo genial es muy fácil de exponer donde se dice con razón de un pasaje que es genial. La fantasía no basta para definirla. Lo genial es un nudo dialéctico: lo que no tiene patrón, lo no repetido, lo libre, que al mismo tiempo lleva consigo el sentimiento de lo necesario, la paradójica maestría del arte y uno de sus criterios más fiables. Lo genial es encontrar una constelación, subjetivamente algo objetivo, el instante en que la participación de la obra de arte en el lenguaje deja detrás de sí a la convención en tanto que contingente. La signatura de lo genial en el arte es que en virtud de su novedad lo nuevo parece haber estado siempre ahí; en el romanticismo se tomó nota de esto. La prestación de la fantasía es menos la creatio ex nihilo en la que cree la religión del arte (que es ajena al arte) que la imaginación de soluciones auténticas en medio del nexo preexistente (por decirlo así) de las obras. Los artistas experimentados pueden burlarse de un pasaje diciendo: «Aquí se vuelve genial». Fustigan a una irrupción de la fantasía en la lógica de la obra que a su vez no la integra; momentos de este tipo los hay no sólo en genios de fuerza triunfal, sino incluso en el nivel formal de Schubert. Lo genial es paradójico y precario porque lo inventado libremente y lo necesario nunca se pueden fundir por completo. Sin la posibilidad presente de la caída, no hay nada genial en las obras de arte.

Originalidad

Debido al momento de lo que no había existido antes, lo genial iba acompañado por el concepto de originalidad: «genio original». Todo el mundo sabe que la categoría de originalidad no tuvo ningún tipo de autoridad antes de la era del genio. El hecho de que en el siglo XVII y a principios del siglo XVIII los compositores reutilizaran en sus obras complejos enteros de obras propias o ajenas, o que los pintores y los arquitectos confiaran la realización de sus proyectos a sus discípulos, se manipula fácilmente para justificar lo no específico y rutinario y para denunciar la libertad subjetiva. Que antes no se reflexionara críticamente sobre la originalidad no demuestra en absoluto que en las obras de arte no estuviera presente nada de este tipo; basta una mirada a la diferencia de Bach respecto de sus contemporáneos. La originalidad, la esencia específica de la obra determinada, no se opone arbitrariamente a la logicidad de las obras, que implica algo general. Se acredita de muchas maneras en una elaboración basada en la lógica de la consecuencia de la que los talentos mediocres no son capaces.

Sin embargo, la pregunta por la originalidad carece de sentido frente a las obras más antiguas e incluso arcaicas, pues la coacción de la consciencia colectiva en que el dominio se parapeta era tan grande que la originalidad, que presupone algo así como el sujeto emancipado, habría sido anacrónica. El concepto de originalidad, de lo originario, no se refiere a algo antiquísimo, sino a algo que todavía no ha sido en las obras, a la huella utópica en ellas. Lo original puede ser el nombre objetivo de cada obra. Pero si la originalidad ha surgido históricamente, también está enredada con la injusticia histórica: con la prevalencia burguesa de los bienes de consumo en el mercado, que siendo siempre iguales fingen ser siempre nuevos para conseguir clientes. Pero con la creciente autonomía del arte la originalidad se ha vuelto contra el mercado, en el que nunca debería sobrepasar un valor umbral. La originalidad se ha retirado a las obras, a la inclemencia de su elaboración. Está afectada por el destino histórico de la categoría de individuo, de la que se derivaba. La originalidad ya no obedece al llamado estilo individual, con el que se le asoció desde que se reflexionó sobre ella. Mientras que los tradicionalistas ya han comenzado a lamentar la decadencia del estilo individual, en el que defienden bienes convencionalizados, este estilo (que ha sido arrancado a las obligaciones constructivas) adopta en las obras avanzadas algo de la mancha, del déficit, al menos del compromiso. Por eso, la producción avanzada busca menos la originalidad de la obra individual que la producción de tipos nuevos. La originalidad comienza a convertirse en la invención de esos tipos. Cambia cualitativamente sin desaparecer por ello.

Fantasía y reflexión

El cambio de la originalidad, que la separa de la ocurrencia, del detalle inconfundible en que parecía poseer su sustancia, arroja luz sobre la fantasía, que es su órganon. Bajo el hechizo de la fe en el sujeto en tanto que sucesor del Creador, se entendía la fantasía como la capacidad de producir desde la nada una obra de arte determinada. Su concepto vulgar, el concepto de invención absoluta, es el correlato exacto del ideal moderno de ciencia en tanto que reproducción estricta de algo ya presente; en este lugar, la división burguesa del trabajo cayó una zanja que separa al arte de toda mediación con la realidad y al conocimiento de todo lo que trasciende a esa realidad. Ese concepto de fantasía nunca fue esencial para las obras de arte significativas; la invención (por ejemplo) de seres fantásticos en las artes plásticas modernas es subalterna; la ocurrencia musical repentina, que no se puede negar como momento, es impotente mientras no supere mediante lo que sale de ella su pura presencia. Si en las obras de arte todo, hasta lo más sublime, está atado a lo existente a lo que ellas se oponen, la fantasía no puede ser la facultad baladí de huir de lo existente al poner algo no existente como existente. Más bien, la fantasía conduce lo existente que las obras de arte absorben a constelaciones mediante las cuales las obras de arte se convierten en lo otro de la existencia, aunque sólo sea mediante su negación determinada. Si, como decía la teoría del conocimiento, se intenta representar en la ficción fantasiosa el objeto que no existe, no se conseguirá nada que en sus elementos y hasta en los momentos de su nexo no sea reducible a algo existente. Sólo bajo el hechizo de la empiria total, lo que se opone cualitativamente a ésta aparece como algo existente de segundo orden según el modelo del primer orden. Sólo a través de lo existente, el arte trasciende hacia lo no existente; de lo contrario, se convierte en la proyección inútil de lo existente. Por tanto, en las obras de arte la fantasía no se limita a la visión repentina. Igual que no se puede eliminar de ella la espontaneidad, la fantasía (lo más cercano a la creatio ex nihilo) no es la última palabra de las obras de arte. En la obra de arte, a la fantasía puede resplandecerle algo concreto, en especial entre los artistas cuyo proceso productivo conduce de abajo hacia arriba. Sin embargo, la fantasía opera en una dimensión que le parece abstracta al prejuicio, en el contorno casi vacío que a continuación es rellenado mediante el «trabajo», que de acuerdo con ese prejuicio es lo contrario de la fantasía. Tampoco la fantasía específicamente tecnológica existe desde hoy: ya está en el adagio del quinteto de cuerda de Schubert y en los torbellinos de luz de las marinas de Turner. La fantasía también es, y esencialmente, el uso ilimitado de las posibilidades de solución que cristalizan dentro de una obra de arte. No está simplemente en lo que a uno se le antoja existente y al mismo tiempo resto de algo existente, sino más aún tal vez en su cambio. La variante armónica del tema principal en la coda del primer movimiento de la Appassionata, con el efecto catastrófico del acorde de séptima disminuido, no es menos producto de la fantasía que del tema tritónico en la figura meditabunda que abre el movimiento; genéticamente no se puede excluir que esa variante que decide sobre el todo fuera la ocurrencia primaria, de la que se derivó el tema retroactivamente en su forma primaria. No es una prestación menor de la fantasía que en los últimos pasajes del amplio desarrollo del primer movimiento de la Heroica se pase a periodos armónicos lapidarios, como si no quedara tiempo para el trabajo diferenciador.

Con la creciente supremacía de la construcción, la sustancialidad de la ocurrencia individual tuvo que reducirse. Que el trabajo y la fantasía están mezclados (su divergencia siempre es señal de fracaso) lo dice la experiencia de los artistas de que se puede gobernar a la fantasía. Los artistas ven en la voluntad de involuntariedad lo que los distingue del diletantismo. También desde el punto de vista subjetivo, tanto en la estética como en el conocimiento la inmediatez y lo mediato están mediados recíprocamente. El arte es, no genéticamente, pero sí por cuanto respecta a su constitución, el argumento más drástico contra la separación epistemológica de sensibilidad y entendimiento. La reflexión es perfectamente apta para la prestación de la fantasía: lo demuestra la consciencia determinada de lo que una obra de arte necesita en un lugar. Que la consciencia mata es en el arte (que debería ser el testigo principal de esto) un cliché tan estúpido como en cualquier otro sitio. Incluso lo disolvente de la reflexión, su momento crítico, es fértil como autognosis de la obra de arte que aparta o modifica lo insuficiente, lo no formado, lo incoherente. A la inversa, la categoría de lo estéticamente tonto tiene su f undamentum in re, la falta en las obras de la reflexión inmanente, por ejemplo sobre la estupidez de las repeticiones no filtradas. En las obras de arte es mala la reflexión que las dirige desde fuera, que les hace violencia, pero la dirección que ellas quieren tomar sólo se puede seguir subjetivamente mediante la reflexión, y la fuerza para esto es espontánea. Si cada obra de arte incluye un nexo de problemas (probablemente aporético), de aquí no se sigue la peor definición de la fantasía. Siendo la facultad de inventar soluciones en la obra de arte, se puede decir de la fantasía que es el diferencial de la libertad en medio de la determinación.

Objetividad y cosificación

La objetividad de las obras de arte no es una determinación residual, como ninguna verdad. El neoclasicismo se cortocircuitó porque creyó alcanzar un ideal de objetividad (que tenía ante sí en estilos pasados que le parecían vinculantes) negando abstractamente al sujeto en la obra mediante un procedimiento planeado y ejecutado subjetivamente y elaborando la imago de un en-sí sin sujeto que sólo permite conocer en los daños al sujeto que ya ningún acto de voluntad puede eliminar. La limitación mediante una severidad que imita formas heterónomas ya hace tiempo desaparecidas obedece a la arbitrariedad subjetiva que ella ha de domar. Valéry describe el problema, pero no lo resuelve. La forma meramente elegida, puesta, que el propio Valéry defiende a veces, es tan contingente como lo caótico, lo «vivo» que él desprecia. La aporía del arte hoy no se puede curar mediante la vinculación voluntaria a la autoridad. Está por ver cómo se pueda obtener sin violencia en el estado de nominalismo completo algo así como la objetividad de la forma; lo impide la compacidad organizada. La tendencia era contemporánea del fascismo político, cuya ideología fingía que la abdicación del sujeto podía conducir a un estado eximido de la miseria y de la inseguridad de los sujetos bajo el liberalismo tardío. De hecho, esta abdicación sucedió por encargo de sujetos más fuertes. Ni siquiera el sujeto contemplador, en su falibilidad y debilidad, puede rehuir simplemente la pretensión de objetividad. Hay un argumento convincente para esto: de lo contrario, la persona ajena al arte, la persona banal que deja que la obra de arte opere sobre si como una tabula rasa, sería la persona más cualificada para comprenderla y enjuiciarla; la persona menos musical sería el mejor crítico de la música. Igual que el arte mismo, también su conocimiento se consuma de manera dialéctica. Cuanto más aporta el contemplador, tanto mayor es la energía con que penetra en la obra de arte y capta la objetividad dentro. Participa de la objetividad donde su energía, también la de su proyección extraviadamente subjetiva, se borra en la obra de arte. El extravío subjetivo marra por completo a la obra de arte, pero sin el extravío la objetividad no es visible. — Cada paso hada la perfección de las obras de arte es un paso hacia su autoextrañamiento, y esto produce dialécticamente una y otra vez esas revueltas a las que se suele caracterizar superficialmente como rebelión de la subjetividad contra el formalismo. La creciente integración de las obras de arte, su exigencia inmanente, es también su contradicción inmanente. La obra de arte que dirime su dialéctica inmanente la presenta al mismo tiempo como resuelta: esto es lo estéticamente falso en el principio estético. La antinomia de la cosificación estética también es una antinomia entre la quebrada pretensión metafísica de las obras de estar eximidas del tiempo y la fugacidad de todo lo que en el tiempo se pone como algo permanece. Las obras de arte se vuelven relativas porque tienen que afirmarse como absolutas. A esto alude una frase que Benjamin dijo una vez durante una conversación: «Las obras de arte no son redimidas. La revuelta perenne del arte contra el arte tiene su fundamentum in re. Si es esencial para las obras de arte ser cosas, no menos esencial es para ellas negar su propia coseidad, y de este modo el arte se dirige contra el arte. La obra de arte completamente objetivada se congelaría como una mera cosa; la obra que se sustrae a su objetivación retrocedería a la impotente agitación subjetiva y se hundiría en el mundo empírico.