COHERENCIA Y SENTIDO

Logicidad

Aunque las obras de arte ni son conceptuales ni juzgan, son lógicas. Nada sería enigmático en ellas si su logicidad inmanente no colaborara con el pensamiento discursivo, cuyos criterios empero las obras suelen incumplir. Las obras de arte están muy cerca de la forma del silogismo y de su modelo en el pensamiento objetivo. Que en las artes del tiempo esto o aquello se siga de algo no es una metáfora; que en una obra este acontecimiento este causado por otro deja clara al menos la relación causal empírica. Una cosa tiene que surgir de otra, no salo en las artes del tiempo; las artes visuales no necesitan menos la consecuencia. La obligación de las obras de arte a volverse iguales a sí mismas, la tensión con el sustrato de su contrato inmanente en la que caen de este modo, finalmente la idea tradicional de la homeostasis que hay que obtener, necesitan el principio de la lógica de la consecuencia: éste es el aspecto racional de las obras de arte. Sin su obligación inmanente, ninguna obra estaría objetivada; éste es su impulso antimimético, que está tornado de fuera y las convierte en un interior. La lógica del arte es, paradójicamente para las reglas de la otra lógica, un silogismo sin concepto ni juicio. Extrae consecuencias de fenómenos, por supuesto ya mediados espiritualmente y en cierto modo logificados. Su procedimiento lógico se mueve en un ámbito que de acuerdo con sus datos es extra-lógico. La unidad que las obras de arte obtienen de este modo las pone en analogía con la lógica de la experiencia, aunque sus procedimientos, sus elementos y las relaciones entre ellos se alejen de los de la empiria práctica. La relación con las matemáticas que el arte estableció en la era de su emancipación incipiente y que vuelve a presentarse hoy, en la era de la decadencia de sus idiomas, era la auto-consciencia del arte de su dimensión de lógica de la consecuencia. También las matemáticas son, debido a su carácter formal, no conceptuales; sus signos no son signos de algo y, al igual que el are, no emiten juicios de existencia; a menudo se les ha atribuido una esencia estética. En todo caso, el arte se engaña cuando, animado o intimidado por la ciencia, hipostasía su lógica de la consecuencia, equipara sus formas sin más a las formas matemáticas, sin tener en cuenta que la lógica del arte va en contra de las formas matemáticas. Sin embargo, la logicidad es la fuerza del arte que lo constituye de la manera más enérgica como un ser sui géneris, como naturaleza segunda. Se opone a todo intento de comprender las obras de arte a partir de su efecto: mediante la consecuencia, las obras de arte quedan determinadas objetivamente en sí mismas, al margen de su recepción. Sin embargo, no hay que tomar su logicidad à la lettre. A esto se refiere la observación de Nietzsche (que de todos modos infravalora de manera dilettante la logicidad del arte) de que en las obras de arte todo aparece como si tuviera que ser así y no pudiera ser de otra manera. La lógica de las obras se revela inauténtica al conceder a todos los acontecimientos y soluciones un espectro de variaciones mucho mayor de lo que es habitual en la lógica; no se puede evitar pensar en la lógica de los sueños, en la que también el sentimiento de la consecuencia necesaria va unido a un momento de contingencia. Al retirarse de los fines empíricos, la lógica obtiene en el arte algo sombrío, a un tiempo férreo y relajado. Parece comportarse tanto más libremente cuanto más oblicuamente los estilos causan por sí mismos la apariencia de logicidad y exoneran de su consumación a la obra individual. Aunque en las obras a las que se suele considerar clásicas la logicidad impera a sus anchas, tolera varias o incluso numerosas posibilidades, igual que dentro de una típica dada (como la del bajo continuo en la música o la de la commedia dell arte) se podía improvisar con menos riesgos que posteriormente en obras muy organizadas individualmente. Éstas son en su superficie menos lógicas, menos transparentes a esquemas y fórmulas generales, similares a conceptos, pero en el interior son más lógicas, se toman mucho más en serio la consecuencia. Al incrementarse la logicidad de las obras de arte y volverse sus pretensiones cada vez más literales (hasta la parodia en obras totalmente determinadas, deducidas de un material mínimo), queda al descubierto el como si de la logicidad. Lo que hoy parece absurdo es función negativa de la lógica íntegra. Se hace pagar al arte que no haya silogismos sin concepto ni juicio.

Lógica, causalidad, tiempo

Siendo inauténtica, esa lógica es difícil de separar respecto de la causalidad porque en el arte no existe la diferencia entre las formas puramente lógicas y las formas que tienden a algo objetual; en ella hiberna la unión arcaica de lógica y causalidad. El espacio, el tiempo y la causalidad, los principia individuationis de Schopenhauer, se presentan por segunda vez en el arte, en el ámbito de lo individuado hasta el extremo, pero fracturados, y esa fractura impuesta por el carácter de apariencia confiere al arte el aspecto de libertad. Mediante ésta se dirige el nexo y la sucesión de los acontecimientos, mediante la intervención del espíritu. En la unión de espíritu y necesidad ciega, la lógica del arte recuerda a la legalidad de la sucesión real en la historia. Schönberg pudo hablar de la música como la historia de temas. El arte no tiene en sí al espacio, al tiempo y a la causalidad de una manera cruda, no mediada, y tampoco se mantiene (de acuerdo con el filosofema idealista) como ámbito ideal más allá de esas determinaciones; ellas se introducen en el arte como desde lejos y se convierten en seguida en su otro. Así, el tiempo es innegable en la música en tanto que tal, pero está tan lejos del tiempo empírico que en una escucha concentrada los acontecimientos temporales exteriores al continuo musical permanecen exteriores a éste, apenas lo rozan; si un intérprete se detiene pata repetir o retomar un pasaje, el tiempo musical permanece indiferente durante un rato a esto, no está afectado, se queda quieto en cierto modo y sigue adelante en cuanto el transcurso musical continúa.

El tiempo empírico estorba al tiempo musical por su heterogeneidad; ambos no confluyen. Las categorías formativas del arte no son sólo diferentes cualitativamente de las de fuera, sino que introducen su cualidad en el medio cualitativamente diferente pese a la modificación. Esas formas de la existencia exterior son las determinantes del dominio de la naturaleza, y en el arte están a su vez dominadas, de ellas se dispone libremente. Mediante la dominación de lo dominador, el arte revisa interiormente el dominio de la naturaleza. Disponer de esas formas y de su relación con tos materiales hace evidente su arbitrariedad frente a la apariencia de inevitabilidad que es propia de ellas en la realidad. Si una música comprime el tiempo, si una imagen entrelaza espacios, se concreta la posibilidad de que también podría ser de otra manera. Ciertamente, esas formas se mantienen, no se niega su poder, pero se les quita su carácter vinculante. Por tanto (y paradójicamente), el arte es precisamente por cuanto respecta a sus constituyentes formales (que lo apartan de la empiria) menos aparente, está menos cegado por fa legalidad subjetiva que el conocimiento empírico. Que la lógica de las obras de arte se deriva de la lógica de la consecuencia, pero no es idéntica a ella, se muestra en que las obras de arte (y esto acerca el arte al pensamiento dialéctico) pueden suspender su propia logicidad, pueden hacer incluso de su suspensión su idea; a esto tiende el momento de lo desordenado en todo arte moderno. Las obras de arte que manifiestan una tendencia a la construcción integral desautorizan a la logicidad con la huella de la mimesis, que es heterogénea a ella e indisoluble; la construcción no puede actuar de otra manera.

La ley formal autónoma de las obras exige la objeción contra la logicidad, que empero define a la forma como principio. Si el arte no tuviera nada que ver con la logicidad y con la causalidad, marraría la relación con su otro y discurriría en vacío a priori; si las tomara al pie de la letra, cedería a su hechizo; sólo mediante su carácter doble, que genera un conflicto permanente, el arte se escapa por poco al hechizo. Las deducciones sin concepto ni juicio están desprovistas de antemano de su apodicticidad, recuerdan a una comunicación entre los objetos que el concepto y el juicio más bien ocultan, mientras que la consecuencia estética la conserva como afinidad de los momentos no identificados. La unidad de los constituyentes estéticos con los constituyentes cognitivos es la unidad del espíritu en tanto que la razón; la teoría de la finalidad estética expresó esto. Si hay algo de verdad en la tesis schopenhaueriana del arte como el mundo una vez más, este mundo está compuesto a partir de los elementos del primer mundo, en conformidad con las descripciones judías del estado mesiánico, que en todo es como el estado habitual y solo un poquito diferente. Pero el mundo una vez más tiene una tendencia negativa contra el primer mundo, es antes destrucción de lo que los sentidos habituales fingen que reunión de los rasgos dispersos de la existencia en torno al sentido. En el arte, ni siquiera en el más sublimado, no hay nada que no proceda del mundo; pero nada de eso ha quedado sin cambio. Todas las categorías estéticas hay que determinarlas canto en su relación con el mundo como en su renuncia a éste. El arte es conocimiento en ambos aspectos; no solo mediante el retorno de lo mundano y de sus categorías, mediante el vinculo del arte con el objeto del conocimiento, sino más aún tal vez mediante la crítica tendencial de la ratio dominadora de la naturaleza, cuyas determinaciones fijas el arte pone en movimiento modificándolas. El arte intenta hacer justicia a lo oprimido no en tanto que negación abstracta de la ratio, no mediante la ominosa visión inmediata de la esencia de las cosas, sino revocando la violencia de la racionalidad mediante la emancipación de la racionalidad respecto de lo que en la empiria le parece su material imprescindible. El arte no es, como quiere la convención, síntesis, sino que rompe las síntesis con la misma fuerza que las produjo. Lo que es trascendente en el arte tiene la misma tendencia que la reflexión segunda del espíritu dominador de la naturaleza.

Finalidad sin fin

Aquello mediante lo cual el comportamiento de las obras de arte refleja la violencia y el dominio de la realidad empírica es más que analogía la compacidad de las obras de arte en tanto que unidad de su multiplicidad transfiere inmediatamente el comportamiento de dominio de la naturaleza a algo apartado de su realidad; tal vez, porque el principio de autoconservación tiende más allá de la posibilidad de su realización fuera, pero se ve refutado ahí por la muerte y no es capaz de aceptar esto; el arte autónomo es inmortalidad organizada, utopía e hybris a la vez; si cayera sobre el arte una mirada desde otro planeta, todo arte le parecería egipcio. La finalidad de las obras de arte, mediante la cual se afirman, es solo la sombra de la finalidad fuera. Las obras se le parecen solo por cuanto respecta a la forma, y solo de este modo quedan protegidas de la descomposición (así lo creen al menos ellas). La formulación paradójica de Kant de que se llama bello a lo que es final sin fin expresa esto en el lenguaje de la filosofía trascendental subjetiva con esa fidelidad que una y otra vez sustrae a los teoremas kantianos del nexo metódico en que se presentan. Las obras de arte eran finales en tanto que totalidad dinámica en que todos los momentos individuales existen para su fin, para el todo, e igualmente el todo para su fin, para el cumplimiento o la negación de los momentos. Por el contrario, las obras no tienen fin porque han abandonado la relación fin-medios de la realidad empírica Lejos de ella, la finalidad de las obras de arte tiene algo quimérico. La relación de la finalidad estética con la finalidad real era histórica: la finalidad inmanente de las obras de arte les legue) desde fuera. Las formas estéticas pulidas colectivamente suelen ser formas finales que han perdido su fin, en especial los ornamentos, que no en vano recurrían a la ciencia matemático-astronómica Este camino está marcado por el origen mágico de las obras de arte: éstas formaban parte de una praxis que quería influir sobre la naturaleza, pero se alejaron de ella al comenzar la racionalidad y renunciaron al engaño de la influencia real. Lo especifico de las obras de arte, su forma, nunca puede negar (en tanto que contenido sedimentado y modificado) de donde procede. El éxito estético depende esencialmente de silo formado es capaz de despertar el contenido condensado en la forma. En general, la hermenéutica de las obras de arte es la traducción de sus aspectos formales a contenidos. Sin embargo, las obras de arte no los obtienen directamente, como si simplemente tomaran el contenido de la realidad. El contenido se constituye en un contramovimiento. El contenido se imprime en las obras que se alejan de él. El progreso artístico, si es que se puede hablar así, es el summum de ese movimiento. Este movimiento participa en el contenido mediante la negación determinada de éste. Cuanto más enérgicamente tiene lugar esa negación, tanto más se organizan las obras de arte de acuerdo con una finalidad inmanente, y de este modo se amoldan cada vez más a lo que ellas niegan. La concepción kantiana de la teleología del arte y de los organismos tenía sus raíces en la unidad de la razón, pero en última instancia en la razón divina que impera en las cosas. Tuvo que venirse abajo. Sin embargo, la definición teleológica del arte conserva su verdad más allí de la trivialidad (refutada entre tanto por el desarrollo artístico) de que la fantasía y la consciencia del artista proporcionan unidad orgánica a sus obras. Su finalidad despojada de fines prácticos es lo similar en el arte al lenguaje; el sin fin es su carencia de concepto, su diferencia respecto del lenguaje significativo. Las obras de arte se aproximan a la idea de un lenguaje de las cosas sella mediante su propio lenguaje, mediante la organización de sus momentos dispares; cuanto más se articula sintácticamente el arte, tanto más habla junto con sus momentos. El concepto estético de teleología tiene su objetividad en el lenguaje del arte. La estética tradicional marra este lenguaje porque decidió previamente la relación del todo y las partes, siguiendo a un parti pris general, en favor del todo. Pero la dialéctica no es una instrucción para tratar el arte, sino que es inherente a él. El juicio reflexionante, que no puede partir del concepto superior, de lo general (y por tanto tampoco de toda la obra de arte, que nunca está «dada»), y que tiene que seguir a los momentos individuales y superarlos en virtud de su propia indigencia, copia subjetivamente el movimiento de las obras de arte. En virtud de su dialéctica, las obras de arte se escapan del mito, del nexo natural que domina ciega y abstractamente.

Forma

Indiscutiblemente, el conjunto de todos los momentos de la logicidad o de la consecuencia en las obras de arte es lo que se puede llamar su forma. Es sorprendente que la estética haya reflexionado poco sobre esta categoría (lo que distingue al arte) y la haya considerado aproblemática. Una de las causas de la dificultad para cerciorarse de ella es el entrelazamiento de toda forma estética con el contenido; hay que pensar esta categoría no sólo contra el contenido, sino a través de él para que no sea víctima de esa abstracción mediante la cual la estética se suele aliar con el arte reaccionario. Además, el concepto de forma constituye, hasta Valéry, la mancha ciega de la estética, pues todo arte está comprometido de tal modo con él que no es posible aislarlo como un momento individual. Aunque el arte no se puede definir mediante otro momento, no es idéntico simplemente a la forma. Cada momento puede negarse en el arte, también la unidad estética, la idea de forma que hizo posible a la obra de arte como un todo y a su autonomía.

En las obras modernas más desarrolladas, la forma tiende a disociar su unidad, ya sea en beneficio de la expresión o como crítica de la afirmación. Mucho tiempo antes de la crisis omnipresente, no faltaban formas abiertas. En Mozart, la unidad se puso a prueba a veces jugando con la relajación de la unidad. Mediante la yuxtaposición de elementos relativamente inconexos o contrastantes, el compositor (al que se suele elogiar por su seguridad formal) hace malabarismos virtuosamente con el concepto de forma. Tiene tanta confianza en la fuerza de la forma que suelta las riendas y deja actuar a las fuerzas centrífugas gracias a la seguridad de la construcción. Para el heredero de una tradición antigua, la idea de unidad en tanto que forma sigue en vigor, hasta el punto de que soporta la carga extrema, mientras que Beethoven, en el que la unidad perdió su sustancialidad debido al ataque nominalista, tensa mucho más la unidad: ésta preforma lo múltiple a priori y lo somete a continuación tanto más triunfalmente. Hoy, los artistas querrían devolverle la vida a la unidad, pero con el matiz de que las obras (a las que se considera abiertas, inconclusas) recuperan inevitablemente con ese carácter de plan algo así como unidad. Por lo general, en la teoría se equipara a la forma con la simetría, con la repetición. No hay que discutir que, si se quisiera llevar el concepto de forma a invariantes, se ofrecerían (por una parte) igualdad y repetición y (como adversarios) desigualdad, contraste, desarrollo. Pero el establecimiento de esas categorías no serviría de mucho. Por ejemplo, los análisis musicales llegan a la conclusión de que hasta en las obras más hostiles a la repetición hay semejanzas, que algunas secciones se corresponden con otras en ciertos rasgos y que sólo mediante la relación con eso idéntico se realiza la no-identidad a la que se aspira; sin igualdad, el caos sería algo siempre igual. Pero la diferencia de la repetición patente, instaurada desde fuera, no mediada por lo específico, respecto de la determinación inevitable de lo desigual mediante un resto de lo igual prevalece decisivamente sobre toda invariancia. Un concepto de forma que por simpatía con ella pase por alto esto no está muy lejos de la fraseología bestial que en alemán no se asusta ni ante la palabra formvollender [acabado en cuanto a su forma]. Como la estética siempre presupone el concepto de forma (su centro), necesita un gran esfuerzo para pensarlo. Si no quiere enredarse en tautologías, tiene que recurrir a lo que no es inmanente al concepto de forma, pero éste no quiere oír hablar de lo que está fuera de él. La estética de la forma sólo es posible como brecha en la estética, en la totalidad de lo que se encuentra bajo el hechizo de la forma. De esto depende que el arte todavía sea posible. El concepto de forma marca la antítesis estricta del arte con la vida empírica en que su derecho a la vida se había vuelto incierto. El arte tiene tantas oportunidades como la forma, no más. La participación de la forma en la crisis del arte sale a la luz en afirmaciones como la de Lukács de que en el arte moderno se da demasiada importancia al significado de la forma[58]. En este pronunciamiento banal se condensa un desagrado ante la esfera del arte inconsciente al conservador cultural Lukács, igual que el concepto de forma empleado es inadecuado al arte.

Sólo quien ignora que la forma es algo esencial, mediado con el contenido del arte, puede pensar que en el arte se da demasiada importancia a la forma. La forma es la coherencia (aunque antagónica y quebrada) de los artefactos mediante la cual cada artefacto conseguido se separa de lo meramente existente. El concepto de forma irreflexivo que resuena en toda la cháchara sobre el formalismo contrapone la forma a lo poetizado, a lo compuesto, a lo pintado, como organización distinguible de eso. De este modo, la forma le parece al pensamiento algo impuesto, subjetivo, arbitrario, mientras que sólo es sustancialmente donde no ejerce violencia sobre lo formado, donde se alza desde lo formado. Pero lo formado, el contenido, no son objetos exteriores a la forma, sino los impulsos miméticos que lo atraen a ese mundo de imágenes que es la forma. Los innumerables y dañinos equívocos del concepto de forma se deben a su ubicuidad, que induce a llamar forma a todo lo artístico en el arte. En todo caso, el concepto de forma es estéril en la generalización trivial que se limita a decir que en cada obra la «materia» (ya sean objetos intencionales o materiales como el sonido o el color) está mediada y no simplemente presente. Tampoco sirve de nada la definición del concepto de forma como lo otorgado e imprimido subjetivamente. Lo que con razón se puede llamar forma en las obras de arte cumple los deseos de aquello en lo que tiene lugar la actividad subjetiva y al mismo tiempo es producto de la actividad subjetiva. Desde el punto de vista estético, la forma en las obras de arte es esencialmente una determinación objetiva. Tiene su lugar precisamente donde la obra se ha desprendido del producto. No hay que buscarla en la ordenación de los elementos dados, como correspondía a la composición de la imagen antes de que el impresionismo la pusiera fuera de circulación; que sin embargo tantas obras, incluso las aprobadas como clásicas, se revelen a la mirada insistente como esa ordenación es una objeción mortal contra el arte tradicional. El concepto de forma no se puede reducir a relaciones matemáticas, como en ocasiones intentó la estética más antigua, por ejemplo Zeising[59]. Estas relaciones desempeñan una función en los procedimientos, ya sea como principios explícitos (Renacimiento) o de manera latente y mezcladas con concepciones místicas (Bach, tal vez), pero no son forma, sino su vehículo, un medio para preformar el material que al sujeto abandonado por primera vez a sí mismo le parece caótico y sin cualidades. Que la organización matemática y todo lo emparentado con ella no coincide con la forma estética se ha vuelto audible en los últimos tiempos gracias a la técnica dodecafónica, que preforma el material mediante relaciones numéricas, mediante series en las que un sonido no puede aparecer antes de que haya aparecido el otro y que son permutadas. Rápidamente se ha visto que esta preformación no creaba forma, como esperaba el programa que formuló Erwin Stein y que no por casualidad se titulaba «Nuevos principios formales»[60]. El propio Schönberg distinguía casi mecánicamente entre la disposición dodecafónica y la composición, y esta distinción hizo que no disfrutara de la ingeniosa técnica. Sin embargo, la mayor coherencia de la siguiente generación, que anuló la distinción entre procedimiento serial y auténtica composición, paga la integración no sólo con el autoextrañamiento musical, sino con una falta de articulación que apenas se puede eliminar de la forma. Es como si el nexo de inmanencia de la obra, que sin injerencia queda abandonado a sí mismo, y el esfuerzo para extraer la totalidad formal de lo heterogéneo fueran empujados a lo rudo y romo. De hecho, casi todas las obras completamente organizadas de la fase serial han renunciado a los medios de diferenciación, a la que ellas mismas se deben. La matematización en tanto que método para la objetivación inmanente de la forma es quimérica. Su insuficiencia se podría explicar diciendo que la matematización se ha intentado en fases en que se deshace la obviedad tradicional de las formas y al artista no se le da un canon.

Entonces recurre a las matemáticas; éstas combinan el estado de razón subjetiva en que el artista se encuentra con la apariencia de objetividad de acuerdo con categorías como generalidad y necesidad; apariencia, porque la organización, la relación de los momentos entre sí que constituye la forma, no brota de la figura específica y fracasa ante los detalles. De ahí que la matematización prefiera las formas tradicionales, a las que al mismo tiempo desmiente por irracionales. En vez de encarnar (como él cree) la legalidad portante del ser, el aspecto matemático del arte se esfuerza desesperadamente por garantizar la posibilidad del arte en una situación histórica en la que se exige la objetividad del concepto de forma al mismo tiempo que el estado de la consciencia la inhibe.

Forma y contenido

El concepto de forma se revela limitado en que curiosamente a la forma en una dimensión sin tomar en consideración a la otra: musicalmente, en la sucesión temporal, como si la simultaneidad y la polifonía contribuyeran menos a la forma, o en la pintura, donde se atribuye la forma a las proporciones de espacio y superficie a costa del color. Frente a esto, la forma estética es la organización objetiva de todo lo que aparece dentro de una obra de arte como algo que habla con coherencia. La forma es la síntesis sin violencia de lo disperso, que lo conserva como lo que es, en su divergencia y en sus contradicciones, y por eso es de hecho un despliegue de la verdad. Siendo una unidad puesta, la forma siempre se suspende a sí misma en canto que puesta; le es esencial interrumpirse mediante su otro; a su coherencia le es esencial no estar en orden. En su relación con su otro, cuya extrañeza mitiga y empero mantiene, la forma es lo antibárbaro del arte; mediante la Forma, el arte participa en la civilización que él critica mediante su existencia. Ley de la transfiguración de lo existente, la forma representa frente a esto la libertad. Seculariza el modelo teológico de la semejanza con Dios; no es Creación, pero si el comportamiento objetivado de los seres humanos que imita a la Creación; por supuesto, no una creación desde la nada, sino desde lo creado. Se impone el giro metafísico de que la forma es en las obras de arte todo aquello donde la mano dejó su huella. La forma es el sello del trabajo social, completamente diferente del proceso empírico de configuración. La mejor manera de explicar lo que los artistas tienen ante sus ojos como forma es el contrario, mediante la aversión a lo no filtrado en la obra de arte, al complejo cromático que simplemente está presente sin estar articulado y animado en sí mismo; a la secuencia musical tópica; a lo precrítico. La forma converge con la crítica. La forma es en las obras de arte aquello mediante lo cual estas se revelan críticas en sí mismas; lo que en la obra se opone a los restos de lo punzante es propiamente el portador de la forma, y se reniega del arte cuando se lleva a cabo la teodicea de lo no formado en él, por ejemplo bajo el nombre de lo musicante y de lo comediante.

Mediante su implicación crítica, la forma aniquila prácticas y obras del pasado. La forma refuta la concepción de la obra de arte como algo inmediato. Si la forma es en las obras de arte aquello mediante lo cual estas llegan a ser obras de arte, equivale a la mediación de las obras, a su reflexión objetiva en sí mismas. La forma es mediación en canto que relación de las partes entre sí y con el todo y en tanto que elaboración de los detalles. Desde este punto de vista, la elogiada ingenuidad de las obras de arte resulta ser lo hostil al arte. Lo que en ellas aparece intuitiva e ingenuamente, su constitución como algo coherente, Integra y que se ofrece inmediatamente, se debe a que están mediadas. Solo de este modo se vuelven sígnicas y sus elementos se vuelven signos. En la forma se reúne todo lo que en las obras de arte es similar al lenguaje, y de este modo las obras pasan a la antítesis con la forma, al impulso mimético. La forma intenta hacer hablar lo individual mediante el todo. Esto es la melancolía de la forma en los artistas en que la forma predomina. La forma siempre limita lo que se forma; de In contrario, su concepto perdería su diferencia especifica respecto de lo formado. Esto lo confirma el trabajo artística de formar, que siempre selecciona, recorta, renuncia: no hay forma sin refus. Así, lo que domina con culpa se introduce en las obras de arte, que querrían librarse de ello; la forma es la amoralidad de las obras de arte.

Estas cometen una injusticia con lo formado al seguirle. La antítesis de forma y vida (que el vitalismo ha repetido una y otra vez desde Nietzsche) ha captado al menos algo de esto. El arte incurre en la culpa de lo vivo no sólo porque permite mediante su distancia la propia culpa de lo vivo, sino (más aún) porque hace cortes en lo vivo para hacerle hablar, porque lo mutila. En el mito de Procrustes se cuenta algo de la prehistoria filosófica del arte. Pero de aquí no se sigue un juicio de condena al arte, pues de ninguna culpa parcial en medio de la culpa total se deriva un juicio de condena. Quien denuncia el presunto formalismo (que el arte es arte) aboga por esa inhumanidad de la que acusa al formalismo: en el nombre de camarillas que, para controlar mejor a los dominados, ordenan adaptarse a éstos. Cuando se denuncia la inhumanidad del espíritu, se va contra la humanidad; solo respeta a los seres humanos el espíritu que, en vez de complacerles, se sumerge en la cosa, que es su propia cosa, aunque los seres humanos no lo sepan.

La campaña contra el formalismo ignora que la propia forma que se opone al contenido es contenido sedimentado; esto, y no la regresión a un contenido preartístico, hace justicia a la supremacía del objeto en el arte. Categorías estéticas formales como particularidad, despliegue y resolución de la contradicción, incluso la anticipación de la reconciliación mediante la homeostasis, son transparentes en su contenido, sobre todo si se apartan de los objetos empíricos. El arte adopta su posición respecto de la empiria precisamente mediante su distancia a ella; en ella, las contradicciones son inmediatas y simplemente se separan; su mediación, que en sí está contenida en la empiria, se convierte en el para-si de la consciencia mediante el acto de retirarse que el arte lleva a cabo. Se trata de un acto de conocimiento. Los rasgos del arte radical, por cuya razón ha sido condenado por formalista, proceden sin excepción de que el contenido palpita en ellos, no fue establecido de antemano por la armonía habitual. La expresión emancipada en que brotaron todas las formas del arte moderno protestaba contra la expresión romántica mediante su aspecto protocolar, que se opone a las formas. Esto les ha inscrito su sustancialidad; Kandinsky acuñó el termino acta cerebral. Desde el punto de vista de la filosofía de la historia, la emancipación de la forma tiene su momento de contenido en que rechaza mitigar el extrañamiento en la imagen y solo se apropia de lo extrañado definiéndolo como tal. Las obras herméticas critican más a lo existente que las obras que en nombre de la crítica social comprensible se dedican a la conciliación formal y reconocen implícitamente el floreciente negocio de la comunicación. En la dialéctica de forma y contenido, la balanza se inclina contra Hegel del lado de la forma porque el contenido (cuya salvación intenta acometer su estética) se ha degradado al vaciado de esa cosificación contra la que de acuerdo con la teoría hegeliana el arte protesta, al dato positivista. Cuanto más profundamente el contenido experimentado hasta su irreconocibilidad pasa a categorías formales, tanto menos conmensurables son los materiales no sublimados con el contenido de las obras de arte. Todo lo que aparece en la obra de arte es virtualmente contenido igual que forma, mientras que la forma es aquello mediante lo cual se determina lo que aparece, y el contenido es lo que se determina. En la medida en que la estética elaboró un concepto de forma más enérgico, buscó (legítimamente contra la concepción preartística del arte) lo específicamente estético solo en la forma y en sus cambios en tanto que propios del comportamiento del sujeto estético; esto era axiomático para la concepción de la historia del arte como historia del espíritu. Pero lo que promete reforzar al sujeto de forma emancipatoria lo debilita al mismo tiempo al escindirlo. Hegel tiene razón en que los procesos estéticos siempre tienen su lado de contenido, igual que en la historia de las artes plásticas y de la literatura se han ido volviendo visibles capas nuevas del mundo exterior que han sido descubiertas y asimiladas, mientras que otras se extinguían, perdían su aptitud para el arte y ni siquiera incitan al último pintor de cuadros de hotel a eternizarlas a corto plaza en el lienzo. Recordemos los trabajos del Warburg Institute, algunos de los cuales llegaron mediante el análisis de los motivos al centro del contenido artístico; en la poetología, el libro de Benjamin sobre el barroco muestra una tendencia análoga, causada tal vez por la renuncia a confundir las intenciones subjetivas con el contenido estético y, finalmente, por la renuncia a la alianza entre la estética y la filosofía idealista. Los momentos de contenido son apoyos del contenido contra la presión de la intención subjetiva.

El concepto de articulación (I)

La articulación mediante la cual la obra de arte obtiene su forma admite en cierto sentido su derrota. Si se hubiera conseguido la unidad sin fractura ni violencia de la forma y lo formado, tal como está en la idea de forma, estaría realizada esa identidad de lo idéntico y lo no-idéntico ante cuya irrealizabilidad la obra de arte se refugia en lo imaginario de la identidad que es meramente para sí.

La disposición de un todo de acuerdo con sus complejos (componente fundamental de la articulación) mantiene su insuficiencia, ya sea como distribución de una masa de lava por jardines o mediante un resto de lo exterior en la unión de lo divergente. Prototípico de esto es la contingencia en la sucesión de los movimientos de una sinfonía, como si fuera una suite. Depende del grado de articulación de una obra lo que se puede llamar (con un termino usual en la grafología desde Klages) su nivel formal. Este concepto pone limites al relativismo de la «voluntad artística» de Riegl. Hay tipos de arte, y fases de su historia, en los que se buscó la articulación o ésta fue obstaculizada por procedimientos convencionales. La adecuación de estos procedimientos a la voluntad artística, a la mentalidad formal objetivo-histórica que los porta, no cambia nada en su carácter subalterno: bajo la coacción de un a priori que los abarca, no dirimen lo que de acuerdo con su propia logicidad tendrían que dirimir.

«Eso no debe ser»; como a empleados cuyos antepasados fueron artistas de nivel formal inferior, su inconsciente les insinúa que lo extremo no corresponde al hombre de la calle que ellos son; pero lo extremo es la ley formal de aquello en lo que se liaron. Rara vez se explica (ni siquiera en la crítica) que tanto individual como colectivamente el arte no quiere su propio concepto, que se despliega en él; igual que los seres humanos suelen reír aunque no haya nada cómico. Numerosas obras de arte comienzan con una resignación implícita y son recompensadas por esto obteniendo éxito entre los historiadores de su disciplina y entre el público con la débil pretensión de sus productos; habría que analizar en qué medida este momento influyó desde antiguo en la separación de arte alto y bajo, que por supuesto tiene su razón determinante en que la cultura fracasó en la humanidad que ella produjo. En todo caso, hasta una categoría aparentemente tan formal como la de articulación tiene su aspecto material: el de la intervención en la rudis indigestaque moles de lo que se ha sedimentado en el arte, más acá de su autonomía; también sus formas tienden históricamente a convertirse en materiales de segundo grado. Los medios sin los cuales la forma no es posible socavan a la forma. Las obras que renuncian a totalidades parciales mayores para no poner en peligro su unidad sólo rehuyen a la aporía: la objeción más acertada contra la intensidad sin extensión de Webern. Por el contrario, productos medios dejan intactas bajo la fina cubierta de su forma las totalidades parciales, más bien las ocultan en vez de fundirlas. Casi se podría hacer de esto una regla, lo cual indica que la forma y el contenido están mezclados profundamente que la relación de las partes con el todo (un aspecto esencial de la forma) se produce indirectamente, por rodeos. Las obras de arte se pierden para encontrarse: la categoría formal para esto es el episodio. En una serie de aforismos de su fase expresionista publicada antes de la Primera Guerra Mundial, Schönberg llamó la atención sobre el hecho de que ningún hilo de Ariadna conduce por el interior de las obras de arte[61]. Pero esto no implica un irracionalismo estético. A las obras de arte, su forma, su todo y su logicidad le están ocultas, igual que los momentos (el contenido) desean el todo. El arte de pretensión máxima conduce más allá de la forma en tanto que totalidad a lo fragmentario. La penuria de la forma parece anunciarse con la mayor energía en la dificultad del arte del tiempo para acabar; musicalmente, en el llamado problema del final; en la poesía, en el problema de la conclusión, que se agudiza hasta Brecht. Una vez librada de la convención, ninguna obra de arte es capaz de concluir de una manera convincente, mientras que las conclusiones habituales hacen sólo como si con el punto final en el tiempo los momentos individuales también se reunieran en la totalidad de la forma. En algunas obras muy conocidas de la modernidad se mantuvo abierta artificialmente la forma porque querían mostrar que ya no les estaba concedida la unidad de la forma. La infinitud mala, el no poder concluir, se convierte en el principio libremente elegido del procedimiento y en expresión. Que Beckett no acabe una obra, sino que la repita literalmente, es una respuesta a esto; Schönberg procedió de una manera similar (hace ya casi cincuenta años) con la marcha de su Serenata: tras eliminar la repetición, vuelve por desesperación. Lo que Lukács llamó hace tiempo la descarga del sentido era la fuerza que, una vez que la obra de arte ha confirmado su determinación inmanente, consentía también el final de acuerdo con el modelo de quien muere viejo y ahíto de vida. Que esto esté negado a las obras de arte, que ellas ya no puedan morir (como el cazador Gracchus), se lo apropian inmediatamente como expresión del horror. La unidad de las obras de arte no puede ser lo que tiene que ser, unidad de algo múltiple: al sintetizar, daña a lo sintetizado y, por tanto, a la síntesis. Por su totalidad mediada sufren las obras no menos que por sus inmediateces.

El concepto de material

Contra la división banal del arte en forma y contenido, hay que insistir en su unidad; contra la concepción sentimental de su indiferencia en la obra de arte, hay que insistir en que su diferencia sobrevive en la mediación. Si la identidad perfecta de ambos es quimérica, en las obras no sería una bendición: en analogía con una frase de Kant, las obras serían vacías o ciegas, un juego que se basta así mismo o cruda empiria. Desde el punto de vista del contenido, a la distinción mediada le hace justicia el concepto de material. De acuerdo con una terminología ya casi generalizada en los géneros artísticos, se llama así a aquello a lo que se da forma. El material no es lo mismo que el contenido; Hegel cometió un error muy grave al confundir ambas cosas. Esto se puede explicar en la música. Su contenido es lo que sucede, acontecimientos parciales, motivos, temas, elaboraciones: situaciones cambiantes. El contenido no está fuera del tiempo musical, sino que ambos son esenciales el uno al otro: el contenido es todo lo que tiene lugar en el tiempo. Por el contrario, el material es aquello con lo que los artistas juegan: las palabras, los colores y los sonidos que se les ofrecen, hasta llegar a conexiones de todo tipo y a procedimientos desarrollados para el todo: por tanto, también las formas pueden ser material, todo lo que se presenta a los artistas y sobre lo que ellos tienen que decidir. La idea de los artistas irreflexivos de que el material es elegible es problemática porque ignora la coacción del material y para un material específico que impera en los procedimientos y en su progreso. La selección del material, el empleo y la limitación en su empleo, es un momento esencial de la producción. Incluso la expansión por lo desconocido, la ampliación más allá del estado de material dado, es en gran medida función de ese estado y de la crítica a él, a la que él condiciona. El concepto de material es presupuesto por alternativas como: si un compositor opera con sonidos que proceden de la tonalidad y que son reconocibles como derivados suyos o si los elimina radicalmente; análogamente, por la alternativa de lo objetual y lo no objetual, lo perspectivista y lo no perpectivista. Del concepto de material parece haberse tomado conciencia en los años veinte, si se pasa por alto la costumbre lingüística de esos cantantes que, torturados por el presentimiento de su cuestionable musicalidad, se preciaban de su material. Desde la teoría hegeliana de la obra de arte romántica, sobrevive el error de que la desaparición de las formas generales preestablecidas arrastra al carácter vinculante de los materiales con que las formas tienen que ver; la ampliación de los materiales disponibles, que echa por tierra las viejas fronteras entre los géneros artísticos, es el resultado de la emancipación histórica del concepto artístico de forma. Desde fuera se sobrevalora esa ampliación; los refus que, no sólo el gusto, sino también el estado del material mismo, imponen a los artistas la compensan. Sólo una parte extremadamente pequeña del material disponible abstractamente es utilizable de una manera concreta, sin colisionar con el estado del espíritu. El material no es un material natural ni siquiera cuando se presenta a los artistas como tal, sino que es completamente histórico. Su posición presuntamente soberana es el resultado del derrumbe de toda ontología artística, y este derrumbe afecta a su vez a los materiales. Los materiales no dependen de los cambios de la técnica menos que ésta de los materiales que elabora. Es evidente, por ejemplo, hasta qué punto el compositor que trabaja con material tonal lo recibe de la tradición. Pero si utiliza un material autónomo de una manera crítica con el material tonal, purificado completamente de conceptos como consonancia y disonancia, trítono, diatónica, en la negación está contenido lo negado. Esas obras hablan en virtud del tabú que ellas irradian; la falsedad o al menos el carácter de shock de cada trítono que se permiten saca esto a la luz, y aquí está la causa objetiva de la monotonía que se suele reprochar con tanta satisfacción al arte moderno radical. El rigorismo del desarrollo más reciente, que finalmente elimina del material emancipado (hasta en las vetas ocultas del componer o del pintar) residuos de lo heredado y negado, obedece tanto más implacablemente a la tendencia histórica, en la ilusión de que el material sin cualidades se da de una manera pura. La descualificación del material, que superficialmente es su deshistorización, es su tendencia histórica en tanto que tendencia de la razón subjetiva. Tiene su límite en que deja en el material sus determinaciones históricas.

El concepto de materia; intención y contenido

No se puede alejar apodícticamente del concepto de material lo que en la terminología antigua se llama materia, en Hegel los sujetos. Mientras que el concepto de materia sigue valiendo para el arte, es indiscutible que en su inmediatez, como algo a tomar de la realidad exterior y que a continuación hay que elaborar, está en decadencia desde Kandinsky, Proust y Joyce. En paralelo a la crítica de lo dado heterogéneo, no asimilable estéticamente, crece el malestar por las materias a las que se considera grandes, a las que Hegel igual que Kierkegaard, y recientemente también algunos teóricos y dramaturgos marxistas, han atribuido mucho peso. Que las obras que se ocupan de procesos sublimes cuya sublimidad suele ser sólo fruto de la ideología, del respeto al poder y a la grandeza adquieran de este modo dignidad está desenmascarado desde que Van Gogh pintó una silla o un por de girasoles de tal modo que las imágenes desencadenan la tormenta de todas las emociones en cuya experiencia el individuo de su época registró por primera vez la catástrofe histórica. Una vez que esto se volvió manifiesto, habría que mostrar también en el arte anterior qué poco depende su autenticidad de la relevancia fingida o incluso real de sus objetos. ¿Por qué le importa Delft a Vermeer?; ¿no vale más, en palabras de Kraus, un arroyo bien pintado que un palacio mal pintado?: «A partir de una serie inconexa de procesos [ … ] se le construye al ojo agudo un mundo de perspectivas, de estados de ánimo y conmociones, y la poesía barriobajera se convierte en la poesía de los barrios bajos que sólo puede condenar esa estupidez oficial que prefiere un palacio mal pintado a un arroyo bien pintado»[62]. La estética hegeliana del contenido, en tanto que estética de las materias, suscribe (en el mismo espíritu que muchas de sus intenciones) de manera no dialéctica la objetualización del arte mediante su relación cruda con los objetos. Propiamente, Hegel negó al momento mimético el acceso a la estética. En el idealismo alemán, el giro al objeto siempre fue unido a la banalidad; de la manera más crasa, en las frases sobre la pintura histórica del Libro Tercero de El mundo como voluntad y representación. La eternidad idealista se desenmascara en el arte como kitsch: a él se entrega quien se aferra a sus categorías inalienables. Brecht se enfrentó a esto. En Cinco dificultades al escribir la verdad, escribió: «Así, por ejemplo, no es falso que las sillas tengan superficie de asiento y que la lluvia caiga de arriba hacia abajo».

Muchos poetas escriben verdades de este tipo. Estos poemas son como pintores que cubren las paredes de los barcos que se hunden con naturalezas muertas.

Nuestra primera dificultad no existe para ellos, y sin embargo tilos tienen buena conciencia. Pintan sus cuadros sin que los confundan ni los poderosos ni los gritos de las víctimas. Lo absurdo de su modo de actuar genera en ellos mismos un pesimismo «profundo» que venden a buen precio y que propiamente estaría más justificado para otros a la vista de estos maestros y de sus ventas No es licito darse cuenta de que sus verdades son verdades sobre las sillas o la lluvia; suelen sonar de una manera completamente diferente, como verdades sobre cosas importantes.

Pues la configuración artística consiste precisamente en otorgar importancia a una cosa. Solo al mirar con más cuidado, uno se da cuenta de que solo dicen: «Una silla es una silla», y: «Nadie puede evitar que la lluvia caiga hacia abajo»[63]. Esto es una blague. Con razón provoca a la consciencia cultural oficial, que ha integrado hasta a la silla de Van Gogh como parte del mobiliario. Si se quisiera empero extraer una norma de aquí, sería meramente regresiva. No vale dar miedo. De hecho, la silla pintada puede ser algo muy importante, si es que no se rechaza la manida palabra importante. En el cómo del modo de pintar pueden sedimentarse experiencias mucho más profundas y relevantes socialmente que en retratos fieles de generales y de héroes revolucionarios. Ala mirada retrospectiva, todas las cosas de este tipo se le transforman en el salón de los espejos de Versalles en 1871, aunque los generales eternizados en poses históricas dirijan ejércitos rojos que ocupan países en los que la revolución no tuvo lugar. Ese carácter problemático de los materiales que toman prestada su relevancia de la realidad se extiende también a las intenciones que entran en las obras. Éstas pueden ser para sí algo espiritual; introducidas en la obra de arte, se vuelven materiales. Lo que un artista puede decir, solo lo dice (como sabía Hegel) mediante la configuración, no al hacer que ésta lo comunique. La más funesta de las fuentes de error en la interpretación y crítica habitual de las obras de arte es la confusión de la intención, de lo que el artista quiere decir (como lo llaman unos y otros), con el contenido. Como reacción a mm, el contenido se asienta cada vez más en lo no ocupado por las intenciones subjetivas de los artistas, mientras que las obras cuya intención (ya sea como fabula docet o como tesis filosófica) sale a la luz bloquean el contenido.

Que una obra de arte sea demasiado reflexiva no es solo ideología, sino que tiene su verdad en que es demasiado poco reflexiva: no es reflexiva frente a la insistencia de la propia intención. El procedimiento filológico que se imagina que la intención le asegura el contenido se condena inmanentemente al extraer tautológicamente de las obras de arte lo que antes había introducido en ellas; los trabajos de investigación sobre Thomas Mann son el ejemplo más repelente. Esta costumbre se ve favorecida por una tendencia auténtica de la literatura: que la intuitividad ingenua junto con su carácter ilusorio se le ha quedado gastada, que no reniega de la reflexión y se ve obligada a fortalecer la capa intencional. Esto proporciona fácilmente a la consideración alejada del espíritu sucedáneos cómodos del espíritu. Corresponde a las obras de arte incorporar el elemento reflexivo a la cosa mediante una reflexión renovada (como sucedió en las obras modernas más grandes) en vez de tolerar a la cosa como una cubierta material.

Intención y sentido

Aunque la intención de las obras de arte no es su contenido (por la sencilla razón de que ninguna intención, por más esmeradamente que haya sido preparada, tiene la garantía de que la obra la realizará), sólo un rigorismo intransigente podría descalificarla en tanto que momento. Las intenciones tienen su lugar en la dialéctica entre el polo mimético de las obras de arte y su participación en la Ilustración: no sólo en tanto que fuerza motriz y organizadora del sujeto que a continuación desaparece en la obra, sino también en la propia objetividad de la obra. Que a ésta le esté negada la indiferencia pura le da a las intenciones una independencia particular, igual que a los otros momentos; habría que pasar por alto la complexión de las obras de arte significativas en beneficio del thema probandum para negar que su significado está relacionado con la intención, aunque varíe históricamente, Si en la obra de arte el material es verdaderamente la resistencia contra su identidad reluciente, el proceso de la identidad en ellas es esencialmente el proceso entre material e intención. Sin ésta, la figura inmanente del principio identificador, no habría forma, igual que si los impulsos miméticos.

El surplus de las intenciones proclama que la objetividad de las obras no se puede reducir puramente a la mímesis. Su sentido es el portador objetivo de las intenciones en las obras, que sintetiza las intenciones de cada una. Pese a toda la problemática a la que está sometido, pese a toda la evidencia de que no tiene la última palabra en las obras de arte, el sentido es relevante. El sentido de la Ifigenia de Goethe es la humanidad. Si ésta fuera sólo una intención abstracta del sujeto poético, una «sentencia», como sucede en Schiller (según diría Hegel), sería indiferente para la obra. Pero gracias al lenguaje la humanidad se vuelve mimética, se entrega al elemento no conceptual sin sacrificar su elemento conceptual, de modo que adquiere una tensión fecunda con el contenido, con lo poetizado. El sentido de un poema como Claire de Lune de Verlaine no se puede precisar como algo significado; sin embargo, va más allá del sonido incomparablemente eufónico de los versos. La sensorialidad es ahí también intención: el contenido es la dicha y la tristeza que acompañan al sexo en cuanto se sumerge en sí mismo y niega al espíritu por ascético; el sentido es la idea (expuesta inmaculadamente) de la sensorialidad lejana al sentido. En este rasgo, que es el rasgo central de todo el arte francés de finales del siglo XIX y principios del siglo XX (incluido Debussy), se oculta el potencial de la modernidad radical; no faltan hilos de conexión histórica. Al revés, el lugar de aplicación de la crítica, pero no su te/os, es si la intención se objetiva en lo poetizado; las líneas de rotura entre la intención y lo alcanzado, que difícilmente faltan en una obra de arte moderna, apenas son menos claves de su contenido que lo alcanzado. La crítica superior, la crítica de la verdad o falsedad del contenido, se convierte en crítica inmanente mediante el conocimiento de la relación entre la intención y lo poetizado, lo pintado y lo compuesto. La intención fracasa no siempre debido a la debilidad de la configuración subjetiva. La falsedad de la intención obstaculiza al contenido objetivo de verdad. Si lo que ha de ser el contenido de verdad es falso en sí mismo, inhibe la coherencia inmanente. Esa falsedad suele estar mediada por la de la intención: en el nivel formal supremo, El caso Wagner. – En consonancia con la tradición de la estética y con el arte tradicional estaba la definición de la totalidad de la obra de arte como un nexo de sentido. La interrelación entre el todo y las partes ha de marcar de tal modo el sentido de la obra que éste coincida con el contenido metafísico. Como el nexo de sentido se constituye mediante la relación de los momentos, no atomísticamente en algún fenómeno sensorial, en él tiene que ser palpable lo que se podría llamar con razón el espíritu de las obras de arte.

Que lo espiritual de una obra de arte sea la configuración de sus momentos no simplemente convence, sino que tiene su verdad frente a toda cosificación o materialización grosera del espíritu y del contenido de las obras. A ese sentido contribuye de manera mediata o inmediata todo lo que aparece, sin que todo lo que aparece haya de tener necesariamente el mismo peso. La diferenciación de los pesos fue uno de los medios más eficaces para la articulación: por ejemplo, la distinción del acontecimiento principal y las transiciones, de lo esencial y los accidentes. Estas diferenciaciones fueron dirigidas por los esquemas en el arte tradicional. Se vuelven problemáticas al ser criticados los esquemas: el arte tiende a procedimientos en los que todo lo que sucede está igual de cerca del punto central; donde todo lo accidental resulta sospechoso de ornamental y superfluo.

Ésta es una de las dificultades más grandes de la articulación del arte moderno. La autocrítica implacable del arte, el precepto de una configuración pura, parece al mismo tiempo oponerse a ésta y fomentar el momento caótico que acecha en todo arte como su condición. La crisis de la posibilidad de diferenciación da lugar hasta en las obras de nivel formal máximo a algo no diferenciado. Casi sin excepciones, aunque a menudo de manera latente, los intentos de defenderse contra esto tienen que tomar préstamos de los tópicos a los que se oponen: también aquí, el dominio material total y el movimiento hacia lo difuso convergen.

Crisis del sentido

Que las obras de arte, de acuerdo con la grandiosa fórmula paradójica de Kant, sean «sin fin», que estén apartadas de la realidad empírica, que no tengan propósitos útiles para la autoconservación y la vida, impide considerar un fin al sentido pese a su afinidad con la teleología inmanente. Pero a las obras de arte les resulta cada vez más difícil organizarse como nexo de sentido. A esto responden finalmente con la renuncia a la idea de nexo de sentido. Cuanto más demolió la emancipación del sujeto todas las nociones de orden predeterminado y suministrador de sentido, tanto más problemático se vuelve el concepto de sentido en tan lo que refugio de la teología en decadencia. Ya antes de Auschwitz era, a la vista de las experiencias históricas, una mentira afirmativa atribuir a la existencia un sentido positivo. Esto tiene consecuencias hasta en fa forma de las obras de arte. Si ya no tienen nada fuera de sí mismas a lo que aferrarse sin ideología, lo que pierden no lo pueden recuperar mediante un acto subjetivo. Fue borrado por la tendencia de las obras de arte a la subjetivización, y ésta no es un accidente en la historia del espíritu, sino que está en conformidad con el estado de la verdad. La autorreflexión crítica inherente a toda obra de arte agudiza su susceptibilidad frente a todos los momentos en ella que habitualmente fortalecen el sentido; también frente al sentido inmanente de las obras y sus categorías fundadoras de sentido. Pues el sentido en que la obra de arte se sintetiza no puede ser algo a producir por ella, no puede ser su súmmum. La totalidad de la obra, al representarlo, al producirlo estéticamente, lo reproduce. El sentido solo es legitimo en ella en la medida en que objetivamente es más que el sentido de ella.

Las obras de arte, al derruir implacablemente el nexo fundador de sentido, se dirigen contra ese y contra el sentido en tanto que tal. El trabajo inconsciente del ingenio artístico en el sentido de la obra (en tanto que algo sustancial y resistente) suprime el sentido. La producción avanzada de las últimas décadas se ha convertido en la autoconsciencia de este estado de cosas, lo ha tematizado, lo ha trasladado a la estructura de las obras. Es fácil persuadir al neodadaísmo más reciente de su falta de referencia política y despacharlo como absurdo. Se olvida así que esos productos manifiestan lo que el sentido llegó a ser sin miramientos, ni siquiera consigo mismo en tanto que obras de arte. La obra de Beckett presupone esa experiencia como algo obvio, y al mismo tiempo la impulsa más allí de la negación abstracta del sentido porque mediante su factura introduce ese proceso en las categorías artísticas tradicionales, las anula en concreto y extrapola otras de la nada. Por supuesto, el cambio pie sucede así no es del calibre de una teología que respira en cuanto se discute su causa, al margen de como acabe el juicio, como si apareciera una luz al final del túnel de la falta metafísica de sentido, de la exposición del mundo como un infierno; con razón, Günther Anders defendió a Beckett contra quienes lo interpretan de manera afirmativa[64]. Las obras de Beckett son absurdas no por la ausencia de sentido (entonces serían irrelevantes), sino en tanto que discusión sobre el sentido. Desenrollan la historia del sentido. La obra de Beckett está dominada no solo por la obsesión de una nada positiva, sino también por una carencia de sentido que ha llegado a ser y que, por tanto, se ha merecido, sin que por esto se pueda reclamar la carencia de sentido como un sentido positivo. Sin embargo, la emancipación de las obras de arte respecto de su sentido tiene sentido estéticamente en cuanto se realiza en el material estético: precisamente porque el sentido estético no es inmediatamente lo mismo que el sentido teológico. Las obras de arte que se despojan de la apariencia de sentido no pierden de este modo lo que en ellas es similar al lenguaje. Proclaman (con la misma determinidad que las obras tradicionales su sentido positivo) la carencia de sentido como su sentido. Hoy, el arte es capaz de esto: mediante la negación consecuente del sentido, hace justicia a los postulados que constituyen el sentido de las obras. Las obras del nivel formal supremo que carecen de sentido o son ajenas al sentido son más que simplemente absurdas porque su contenido surge de la negación del sentido. La obra que niega coherentemente el sentido está obligada por esa coherencia a la misma densidad y unidad que en otros tiempos el sentido tenía que hacer presente. Las obras de arte se convierten, aun involuntariamente, en nexos de sentido si niegan el sentido. Mientras que la crisis del sentido tiene sus raíces en un aspecto problemático de todo arte, en su fracaso ante la racionalidad, la reflexión no es capaz de oprimir la pregunta de si el arte mediante la demolición del sentido, mediante lo que a la consciencia cotidiana le parece absurdo, se echa en brazos de la consciencia cosificada, del positivismo. El umbral entre el arte auténtico que carga con la crisis del sentido y on arte resignado que está formado por enunciados protocolares (literal y figuradamente) es que en las obras significativas la negación del sentido se configura como algo negativo, mientras que en las otras obras se copia de una manera torpe, positiva.

Todo depende de si el sentido es inherente a la negación del sentido en la obra de arte o si la negación del sentido se adapta al fenómeno; si la crisis del sentido está reflejada en la obra o si permanece inmediata y, por tanto, ajena al sujeto. Casos claves pueden ser ciertas obras musicales (como el concierto para piano de Cage) que se imponen como ley la contingencia implacable, con lo cual adquieren algo así como sentido, la expresión del horror. En Beckett impera la unidad paródica de lugar, tiempo y acción, con episodios insertados artísticamente y con la catástrofe, que consiste en que no se produce Verdaderamente uno de los enigmas del arte y testimonio de la fuerza de su logicidad es que toda consecuencia radical (también la «absurda») concluye en lo similar al sentido. Esto es la confirmación no de la sustancialidad metafísica del sentido, que presuntamente atrapa a toda obra elaborada, sino de su carácter de apariencia: al final, el arte es apariencia porque no es capaz de sustraerse a la sugestión de sentido en medio de lo que no tiene sentido. Sin embargo, las obras de arte que niegan el sentido tienen que estar desordenadas también en su unidad; ésta es la función del montaje, que desautoriza a la unidad poniendo de manifiesto la disparidad de las partes y al mismo tiempo produce la unidad en tanto que principio formal. Es conocida la conexión entre la técnica del montaje y la fotografía. Aquélla tiene su escenario más apropiado en el cine. La yuxtaposición discontinua de secuencias, el montaje empleado como medio artístico, quiere servir a intenciones sin vulnerar la carencia de intenciones de la mera existencia, que es de lo que se trata en el cine.

El principio de montaje no es en absoluto un truco para integrar en el arte a la fotografía y a sus derivados pese a su dependencia de la realidad empírica. Más bien, el montaje conduce de manera inmanente más allá de la fotografía sin infiltrarla con un engaño, pero también sin sancionar su coseidad como norma: autocorrección de la fotografía. El montaje surgió como antítesis de todo arte cargado con emotividad, primariamente del impresionismo. Éste disolvió a los objetos en elementos ínfimos, a su vez sintetizados, sobre todo los del entorno de la civilización técnica o de sus amalgamas con la naturaleza, para que se los apropie sin problemas el continuo dinámico. El impresionismo quería salvar estéticamente en la copia lo extrañado, lo heterogéneo. La concepción se reveló tanto menos sostenible cuanto más creció la preponderancia de lo prosaico y cósico sobre el sujeto vivo: la subjetivización de la objetualidad recayó en el romanticismo, lo cual se percibió flagrantemente no sólo en el Jugendstil, sino también en los productos tardíos del impresionismo auténtico. El montaje protesta contra esto, y fue inventado en los años heroicos del cubismo a partir de los collages de trozos de periódico. La apariencia del arte de estar reconciliado con la empiria mediante su configuración se viene abajo cuando la obra deja entrar a ruinas de la empiria literales, sin apariencia, admite la fractura y la convierte en efecto estético. El arte quiere admitir su impotencia frente a la totalidad del capitalismo tardío e inaugurar su supresión. El montaje es la capitulación intraestética del arte ante lo que es heterogéneo a él. La negación de la síntesis se convierte en principio de configuración. El montaje se deja dirigir así inconscientemente por una utopía nominalista: por la utopía de no mediar los hechos puros por la forma o el concepto y de despojarlos inevitablemente de su facticidad. Hay que presentar los hechos, mostrarlos con el método que la teoría del conocimiento llama deíctico. La obra de arte quiere hacerles hablar hablando ellos mismos ahí. De este modo, el arte comienza el proceso contra la obra de arte en tanto que nexo de sentido. Por primera vez en el despliegue del arte, los desechos montados dejan cicatrices visibles en el sentido. Esto sitúa al montaje en un nexo mucho más amplio. Desde el impresionismo, toda la modernidad (también las manifestaciones radicales del expresionismo) repudia la apariencia de un continuo que se basa en la experiencia subjetiva, en el «torrente de vivencias».

La madeja, la mezcla organicista queda cortada; queda arruinada la creencia en que un elemento se adapta vivamente a otro, a no ser que la mezcla se vuelva tan densa y liada que se oscurezca frente al sentido. El principio estético de construcción, la severa supremacía del todo planificado sobre los detalles y su conexión en la micro-estructura, es el complemento de esto; de acuerdo con la micro-estructura, todo arte moderno es montaje. Lo inconexo es comprimido por la instancia superior del todo, de tal modo que la totalidad impone el nexo ausente de las partes y se convierte de nuevo en apariencia de sentido. Esa unidad impuesta se corrige en las tendencias de los detalles en el arte moderno, en la «vida instintiva de los sonidos» o de los colores, musicalmente en el deseo armónico y melódico de que se haga uso de todos los sonidos disponibles de la escala cromática. A su vez, esta tendencia se deriva de la totalidad del material, del espectro; está condicionada por el sistema más que ser espontánea. La idea de montaje (y, profundamente ligada a ella, la idea de construcción tecnológica) se vuelve incompatible con la idea de la obra de arte elaborada radicalmente, con la que a veces se supo idéntica. En tanto que acción contra la unidad orgánica subrepticia, el principio de montaje estaba organizado para el shock. Una vez que éste se agota, lo montado se convierte en una materia indiferente; el procedimiento ya no basta para causar mediante el encendido la comunicación entre lo estético y lo extra-estético; el interés queda neutralizado en la historia de la cultura. Pero si (como sucede en el cine comercial) no se va más allí de las intenciones, éstas se convierten en un propósito que disgusta. La crítica del principio de montaje se extiende al constructivismo en que él se oculta porque la configuración constructivista sucede a costa de los impulsos individuales, del momento mimético, con lo cual amenaza con causar estrépito. La objetividad que el constructivismo representa dentro del arte no ligado a fines cae bajo la crítica de la apariencia: lo que se comporta de una manera puramente objetiva no lo es si mediante la configuración impide que lo que hay que configurar llegue a su meta; una finalidad inmanente que asegura no serlo hace que se marchite la teleología de los momentos individuales. La objetividad se revela ideología: la unidad perfecta como la que se presenta la obra de arte objetiva o técnica no está alcanzada en verdad. En los (mínimos) espacios vacíos entre todo lo individual en las obras constructivistas se separa lo unificado, igual que los intereses sociales oprimidos en la administración total. Una vez que ha fracasado la instancia superior, el proceso entre el todo y lo individual vuelve a lo inferior, a los impulsos de los detalles, en conformidad con el estado nominalista. El arte ya solo se puede seguir imaginando sin usurpación de algo general dado. Una analogía con la praxis antiorgánica del montaje la ofrecen las manchas en obras puramente expresivas, orgánicas, que no se pueden borrar. Una antinomia adquiere contorno. Las obras de arte que son conmensurables a la experiencia estética tendrían sentido si sobre ellas vigilara un imperativo estético: de esto depende todo en la obra de arte.

Contra esto va el desarrollo que ese ideal desencadeno. La determinación absoluta que dice que todo es importante y en la misma medida, que nada ha de quedar fuera del nexo, converge (tal como ha explicado György Ligeti) con la contingencia absoluta. Retrospectivamente, esto corroe la legalidad estética.

Siempre está adherido a ella un momento de convención, de regla del juego, de contingencia. Si desde el comienzo de la Edad Moderna (drásticamente en la pintura holandesa del siglo XVII y en los primeros tiempos de la novela inglesa), el arte adoptó momentos contingentes de paisaje y destino de la vida no construible a partir de la idea, no basada en ningún ordo, para infundir sentido a esos momentos dentro del continuo estético desde la libertad, la imposibilidad de la objetividad del sentido (que estuvo oculta al principio y durante el largo periodo del ascenso burgués) convence finalmente también al nexo de sentido de su contingencia, que la configuración se habría atrevido a nombrar. El desarrollo hacia la negación del sentido hace pagar a éste lo que debe. Mientras que ese desarrollo es ineludible y tiene su verdad, está acompañado por algo que no es hostil al arte en la misma medida, sino mezquinamente mecánico, algo que reprivatiza la tendencia de desarrollo; esta transición coincide con la destrucción de la objetividad estética como consecuencia de su propia lógica; tiene que pagar por la falsedad que ha generado en la apariencia estética. También la literatura «absurda» participa mediante sus representantes supremos en la dialéctica de que ella, que es un nexo de sentido organizado teleológicamente, dice que no hay sentido, con lo cual conserva la categoría de sentido mediante la negación determinada; esto es lo que hace posible y exige su interpretación.

El concepto de armonía y la ideología de la compacidad

Categorías como unidad o incluso armonía no han desaparecido sin dejar huella debido a la crítica del sentido. La antítesis determinada de cada obra de arte con la mera empiria exige la coherencia de la obra. De lo contrario, por los huecos de la estructura se introduciría torpemente (coma en el montaje) aquello contra lo que la obra se cierra. Hasta aquí llega la verdad del concepto tradicional de armonía Con la negación de lo culinario, lo que sobrevive del concepto de armonía se queda en la cumbre, en el todo, aunque ya no manda sobre los detalles. Incluso donde el arte se revuelve contra su neutralización como algo contemplativo e insiste en el máximo de incoherencia y de disonancia, esos momentos son para el arte al mismo tiempo momentos de unidad; sin ésta, ni siquiera disonarían Incluso donde el arte obedece sin reserva mental a la ocurrencia, el principio de armonía (transformado hasta ser irreconocible) está en juego porque las ocurrencias tienen que asentarse (dicho en el lenguaje de los artistas) para que cuenten; de este modo se ha pensado algo completamente organizado, coherente, al menos como punto de fuga. La experiencia estética (al igual, por lo demás, que la experiencia teórica) sabe que las ocurrencias que no se asientan se vuelven impotentes. La logicidad paratáctica del arte consiste en el equilibrio de lo coordinado, en esa homeostasis en cuyo concepto se sublima la armonía estética como algo último. Esa armonía estética es, frente a sus elementos, algo negativo, disonante con ellos: a éstos les sucede algo parecido a lo que en tiempos les sucedía a los sonidos individuales en la consonancia pura, en el trítono. De este modo, la armonía estética se cualifica como momento. La estética tradicional se equivoca porque exagera la relación del todo con las partes como un todo absoluto, como totalidad. Como consecuencia de esta confusión, la armonía se convierte en el triunfo sobre lo heterogéneo, en el estandarte de la positividad ilusoria. La ideología de la filosofía de la cultura para la que la compacidad, el sentido y la positividad son sinónimos conduce a la laudatio temporis acti, que dice: en otros tiempos, en sociedades cerradas, cada obra de arte poseyó su lugar, su función y su legitimación y obtuvo la compacidad, mientras que hoy el arte se construye en vacío y está condenado al fracaso. Así dice el tenor de esas consideraciones, que se mantienen demasiado lejos del arte y se creen injustamente superiores a las necesidades intraestéticas; es mejor reducirlas a su medida de conocimiento que despacharlas abstractamente debido a su función y conservarlas porque no se ha entrado en ellas. En ningún caso, la obra de arte necesita un orden apriórico en que esté acogida, protegida. La razón de que hoy ya no funcione nada es que el funcionamiento de otros tiempos era falso. La compacidad del sistema estético (en última instancia, extra estético) de referencias y la dignidad de la obra de arte no se corresponden. La problematicidad del ideal de una sociedad compacta se comunica también al ideal de una obra de arte compacta. Es indiscutible que las obras de arte han perdido su obligatoriedad, como repiten infatigablemente los reaccionarios. La transición a lo abierto se convierte en el horror vacui; que las obras de arte hablen anónimamente, en vacío, no es sólo una bendición para ellas: ni para su autenticidad ni para su relevancia. Lo que se considera problemático en el ámbito estético procede de ahí; el resto fue presa del aburrimiento. Cada obra de arte moderna está expuesta al peligro del fracaso total. Si Hermann Grab elogió en su momento que la preformación del estilo en la música para teclado del siglo XVII y de principios del siglo XVIII no toleraba nada claramente malo, habría que replicar que lo enfáticamente bueno tampoco era posible. Bach era tan superior a la música anterior y contemporánea a él porque quebró esa preformación. El propio Lukács de la teoría de la novela tuvo que admitir que las obras de arte han ganado muchísima riqueza y profundidad una vez que se han acabado los tiempos presuntamente repletos de sentido[65]. En favor de la supervivencia del concepto de armonía en tanto que momento está el hecho de que las obras de arte que se oponen al ideal matemático de armonía y a la exigencia de relaciones simétricas y aspiran a la asimetría absoluta no se libran de toda simetría. La asimetría sólo se puede comprender, de acuerdo con sus valores de lenguaje artístico, en relación con la simetría; una prueba reciente de esto son los fenómenos de desfiguración en Picasso que Kahnweiler ha descrito. De una manera similar, la música moderna ha mostrado su reverencia a la tonalidad suprimida desarrollando una susceptibilidad extrema contra sus rudimentos; de los primeros tiempos de la atonalidad procede la irónica frase de Schönberg de que la «mancha lunar» en Pierrot Lunaire está elaborada de acuerdo con las reglas de la composición estricta, sólo prepara las consonancias y las permite en las partes malas del compás. Cuanto más avanza el dominio real de la naturaleza, tanto más penoso es para el arte admitir un progreso necesario en él. En el ideal de armonía presiente la intimación con el mundo administrado, mientras que su oposición a ese mundo prosigue el dominio de la naturaleza con la autonomía creciente. Ese mundo es tanto su propia causa como su contrario. Hasta qué punto esas inervaciones del arte van entrelazadas con su posición en la realidad se notaba durante los primeros años de posguerra en las ciudades alemanas bombardeadas. A la vista del caos, el orden óptico volvió a atraer como beneficioso después de que el sensorio estético lo hubiera rechazado durante mucho tiempo. El rápido avance de la naturaleza, la vegetación en las ruinas, causaba el final que se merecía a todo el romanticismo vacacional de la naturaleza. Volvió por un instante histórico lo que la estética tradicional llamaba lo «satisfactorio» de las proporciones armónicas y simétricas. Cuando la estética tradicional (Hegel incluido) elogiaba la armonía de la belleza natural, estaba proyectando la autosatisfacción del dominio sobre lo dominado. El desarrollo más reciente del arte parece tener su aspecto cualitativamente nuevo en que por alergia a las armonizaciones quiere eliminarlas incluso en tanto que negadas, verdaderamente una negación de la negación con su fatalidad, con la transición satisfecha a una positividad nueva, con la falta de tensión de tantas imágenes y músicas de las décadas posteriores a la guerra. La falsa vida es el lugar tecnológico de la perdida del sentido. Lo que en los tiempos heroicos del arte moderno se percibió como su sentido conservo los momentos de orden en tanto que negados determinadamente; su liquidación conduce a una identidad sin fricciones, vacía Hasta las obras de acre liberadas de las nociones armonicistas y simétricas se caracterizan formalmente por la semejanza y el contraste, la estática y la dinámica, la posición, los campos de transición, el desarrollo, la identidad y el retorno. Estas obras no pueden borrar la diferencia entre la primera aparición de uno de sus elementos y su repetición (aunque este muy modificada). La capacidad de percibir y utilizar las relaciones de armonía y simetría en su figura más abstracta se vuelve cada vez más sutil. Donde, por ejemplo, en la música una repetición más o menos clara producía la simetría, a veces basta una semejanza vaga de timbres en diversos lugares para conseguir la simetría. La dinámica que se sustrae a toda referencia estática se transforma, al ya no ser perceptible en algo sólido contrapuesto a ella, en lo fluctuante, en lo que no avanza. Zeitmasse de Stockhausen recuerda por su manera de aparecer a una cadencia totalmente compuesta, a una dominante compuesta, pero estática. Pero hoy esas invariantes ya solo llegan a ser en el contexto del cambio; quien las extrae de la complexión dinámica de la historia y de la obra concreta las falsea.

Afirmación

Como el concepto de orden espiritual no sirve para nada, el raciocinio cultural no puede transferirlo al acre. En el ideal de compacidad de la obra de arte se mezclan contrarios: la obligatoriedad ineludible de la coherencia, la utopía siempre quebradiza de la reconciliación en la imagen y el anhelo del sujeto objetivamente debilitado por un orden heterónomo, un componente fundamental de la ideología alemana. Los instintos autoritarios que ya no se satisfacen inmediatamente se desahogan en la imago de la cultura absolutamente compacta, que garantiza el sentido. La compacidad por sí misma, independientemente del contenido de verdad y de las condiciones de In compacto, es una categoría que de hecho se merece el mismo reproche de formalismo. Por supuesto, no por esto hay que eliminar las obras de acre positivas y afirmativas (casi todo el repertorio de las obras de arte tradicionales) ni que defenderlas precipitadamente mediante el argumento demasiado abstracto de que también ellas son críticas y negativas mediante su contraste estricto con la empiria. La crítica filosófica del nominalismo irreflexivo impide que se reclame la senda de la negatividad progresiva (negación del sentido vinculante objetivamente) sin más como [a senda del progreso del arte. Aunque una canción de Webern este mucho más elaborada, la generalidad del lenguaje del Winterreise de Schubert proporciona a éste un momento de superioridad. Mientras que el nominalismo ayudó al arte a adquirir su lenguaje, ningún lenguaje es radical sin el medio de algo general más allá de la especificación pura, aunque la necesita. Esto general incluye algo de lo afirmativo: se nota en la palabra conformidad. La afirmación y la autenticidad están amalgamadas en un grado no pequeño Esto no es un argumento contra ninguna obra en concreto, pero si contra el lenguaje del arte en tanto que tal. A ninguno le falta la huella de la afirmación, pues cada uno se eleva mediante su existencia pura por encima de la penuria y de la humillación de lo meramente existente. Cuanto más vinculante el arte es para sí mismo, cuanto más rica, densa y compactamente están configuradas sus obras, tanto más tiende a la afirmación porque (da igual con que mentalidad) sugiere que sus propias cualidades son las de lo que es en sí más allá del arte. La aprioridad de lo afirmativo es el lado oscuro ideológico del arte. Proyecta el reflejo de la posibilidad sobre lo existente incluso en la negación determinada de esto. Este momento de afirmación se marcha de la inmediatez de las obras de arte y de lo que ellas dicen y pasa a que ellas lo dicen[66]. Que el espíritu del mundo no cumpliera lo que prometió confiere hoy a las obras afirmativas del pasado algo conmovedor, aunque propiamente fueran ideológicas; hoy, en las obras perfectas parece malvada más su propia perfección en tanto que monumento de la violencia que una transfiguración que es demasiado transparente para despertar resistencia. El cliché dice que las grandes obras se imponen. De este modo, tanto prosiguen la violencia como la neutralizan; su culpa es su inocencia. El arte moderno, enfermizo, manchado y falible, es la crítica del arte mucho más fuerte y conseguido de la tradición: crítica del éxito.

Tiene su base en la insuficiencia de lo que parece suficiente; no solo en su esencia afirmativa, sino también en que por sí mismo no es lo que quiere ser. Esto se refiere a los aspectos de puzzle del clasicismo musical, a la intervención de lo mecánico en el procedimiento de Bach, en la gran pintura a la organización desde arriba de lo que durante siglos dominó bajo el nombre de composición para, como anotó Valéry volverse indiferente de repente con el impresionismo.

Crítica del clasicismo

El momento afirmativo es lo mismo que el momento del dominio de la naturaleza. Lo que se hizo estuvo bien; el arte, al perpetrarlo de nuevo en el espacio de la imaginación, se lo apropia y se convierte en un himno de triunfo.

Ahí no menos que en lo estúpido, el arte sublima al circo. De este modo entra en un conflicto irresoluble con la idea de la salvación de la naturaleza oprimida.

Hasta la obra más relajada es el resultado de una tensión de dominio que se dirige contra el espíritu dominador, al que obliga a entrar en la obra. Prototipo de esto es el concepto de lo clásico. La experiencia del modelo de toda clasicidad, de la escultura griega, podría quebrantar retrospectivamente la confianza en ella igual que para épocas posteriores. Ese arte perdió la distancia con la existencia empírica en que se mantenían las obras arcaicas. La escultura clásica tendía, de acuerdo con la tesis estética tradicional, a la identidad de lo general o de la idea y de lo particular o de la individualidad: pero porque ya no podía confiar en la aparición sensorial de la idea. Si la idea tenía que aparecer sensorialmente, tenía que integrar al mundo fenoménico empíricamente individualizado en sí y en su principio formal. Al mismo tiempo, esto dificulta la individuación plena; probablemente, la época clásica griega todavía no la experimentó; esto sucedió, en concordancia con la tendencia social, en el mundo helenístico de imágenes. La unidad de lo general y lo individual que el clasicismo buscaba no estaba alcanzada en los tiempos áticos, tanto menos después. De ahí que las esculturas clásicas miren con esos ojos vacíos que antes asustan (arcaícamente) que irradian esa sencillez noble y esa grandeza serena que la era de la Empfindsamkeit proyectó sobre ellas. Lo que hoy vemos en la Antigüedad es completamente diferente de la correspondencia con el clasicismo europeo de la era de la Revolución Francesa y de Napoleón, y hasta de Baudelaire. La pretensión normativa de la Antigüedad desaparece para quien no firma como filólogo o arqueólogo ese contrato con la Antigüedad que desde el Humanismo se ha revelado una y otra vez respetable. Ya apenas se puede hablar sin el engorroso socorro de la «formación»; la propia cualidad de las obras no está por encima de toda duda. Lo que manda es el nivel formal. Casi nada vulgar, bárbaro, parece haber sido transmitido ni siquiera de la era imperial, en la que son innegables los comienzos de la producción manufacturera masiva. Los mosaicos en los suelos de las casas de Ostia, que presumiblemente eran de alquiler, son una forma. La barbarie real en la Antigüedad (la esclavitud, el asesinato, el desprecio de la vida humana) dejó pocas huellas desde la época ática en el arte; no es un honor para el arte haberse mantenido intacto hasta en las «culturas bárbaras». La inmanencia formal del arte antiguo se debe a que en él el mundo sensorial todavía no estaba humillado por el tabú sexual, que se expande mucho más allá del ámbito inmediato de ese mundo; el anhelo clasicista de Baudelaire se basaba en esto. Bajo el capitalismo, todo lo que en el arte pacta contra el arte con la vileza no es sólo función del interés comercial que explota a la sexualidad mutilada, sino igualmente el lado oscuro de la interiorización cristiana. En la fugacidad concreta de lo clásico, que Hegel y Marx todavía no habían experimentado, se manifiesta la fugacidad de su concepto y de las normas que dimanan de éste. Al dilema del insulso clasicismo y a la exigencia de coherencia de la obra parece escaparse la distinción de la clasicidad verdadera respecto del yeso. Pero esto es tan inútil como Ja distinción de la modernidad respecto de lo modernista. Lo que se excluye de lo presuntamente auténtico como una forma decadente suele estar contenido en ello como su fermento, y el corte limpio sólo lo libera de gérmenes y de peligros. En el concepto de clasicismo hay que distinguir: no sirve de nada si amortaja juntos a la Ifigenia de Goethe y al Wallenstein de Schiller. Dicho a la manera popular, el concepto de clasicismo se refiere a la autoridad social adquirida mediante mecanismos de control económico; esta manera de hablar no era ajena a Brecht.

Esta clasicismo está contra las obras, pero les es exterior de tal manera que se puede atribuir mediante todo tipo de mediaciones a las obras auténticas. Además, el concepto de lo clásico se refiere a un comportamiento estilístico, sin que se pueda distinguir tan fácilmente entre modelo, adhesión legítima y vana pseudomorfosis como quisiera el common sense, que emplea la clasicismo contra el clasicismo. Mozart no es imaginable sin el clasicismo de finales del siglo XVIII y su mentalidad antigüizante, pero la huella de las normas evocadas no autoriza una objeción contra la cualidad específica del Mozart clásico. Por último, clasicidad significa tanto como éxito inmanente, la reconciliación pacífica y quebradiza de lo uno y lo múltiple. No tiene nada que ver con el estilo y la mentalidad, sino sólo con el éxito; en ella vale la sentencia de Valéry de que toda obra de arte romántica conseguida es clásica al estar conseguida[67]. Este concepto de clasicismo es tenso al máximo; sólo él es digno de ser criticado. La crítica de la clasicismo es más que la crítica de los principios formales en que se ha solido manifestar históricamente.

El ideal de forma que se identifica con el clasicismo hay que reconvertirlo en contenido. La pureza de la forma copia a la pureza del sujeto que se forma, que roma consciencia de su identidad y que se despoja de lo no-idéntico: una relación negativa con lo no-idéntico Pero implica la distinción de forma y contenido que el ideal clasicista oculta. La forma se constituye solo como algo distinguido, como diferencia respecto de lo no idéntico; en su propio sentido prosigue el dualismo que ella borra. El contramovimiento contra los mitos que el clasicismo comparte con el acme de la filosofía griega era la antítesis inmediata con el impulso mimético. Lo sustituyó mediante la imitación objetualizada. De este modo subsumió al arte sin más bajo la Ilustración griega, que hace un tabú de aquello mediante lo cual el arte defiende a lo oprimido contra el dominio del concepto impuesto, o de lo que se escurre por las mallas del concepto. Mientras que en el clasicismo el sujeto se recupera estéticamente, se le hace violencia al sujeto, a lo particular que habla frente al mutismo de in general. En la admirada generalidad de las obras clásicas se perpetúa como norma de configuración la dañina generalidad de los mitos, la ineludibilidad del hechizo. En el clasicismo, que es el origen de la autonomía del arte, este reniega por primera vez de se mismo. No es una casualidad que todos los clasicismos hayan estado desde entonces en alianza con la ciencia. Hasta hoy, la mentalidad científica siente antipatía hacia el arte, que no complace al pensamiento del orden, a los deseos de la separación estricta.

Es antinómico lo que procede como si no hubiera antinomia alguna, y degenera sin remedio en lo que la fraseología burguesa denomina formvollendet. No por mentalidad irracionalista, movimientos cualitativamente modernos corresponden baudelaireanamente a movimientos arcaicos, preclásicos. Por supuesto, no están menos expuestos a la reacción que el clasicismo mediante la locura de que hay que recuperar la actitud que se manifiesta en las obras arcaicas y de la que el sujeto emancipado se sustrajo. La simpatía de la modernidad con lo arcaico no es represiva e ideológica sólo si se vuelve a lo que se quedó en la senda del clasicismo, si no se entrega a la grave presión de la que el clasicismo se libró.

Pero difícilmente se puede tener lo uno sin lo otro. En vez de esa identidad de lo general y lo particular, las obras clásicas dan su alcance lógico abstracto, una forma vacía que espera en vano a la especificación. La fragilidad del paradigma desmiente a su rango paradigmático y, por tanto, al ideal clasicista mismo.