La estética no ha de comprender las obras de arte como objetos hermenéuticos; tendría que comprender, en la situación actual, su incomprensibilidad. Lo que se dejó vender a la propaganda como cliché, absurdamente y sin resistencia, habría que recuperarlo mediante una teoría que pensara su verdad. No es el contrapunto a la espiritualización de las obras de arte, sino que es, en palabras de Hegel, su éter, el espíritu mismo en su omnipresencia, no hay intención de enigma. Pues como negación del espíritu dominador de la naturaleza, el espíritu de las obras de arte no se aparece como espíritu. Se inflama en lo contrapuesto a él, en la materialidad.
De ninguna manera está presente al máximo en las obras de arte espirituales. El arte tiene su salvación en el acto en que el espíritu se rebaja a él. Se mantiene fiel al escalofrío no mediante la reversión. Más bien, el arte es su herencia. El espíritu de las obras de arte produce el escalofrío mediante su extrañamiento en las cosas.
De este modo, el arte participa en la corriente histórica real, en conformidad con la ley de la Ilustración de que lo que alguna vez se creyó realidad emigra a la imaginación gracias a la autorreflexión del genio y sobrevive en ella al tomar consciencia de su propia irrealidad. El transcurso histórico del arte como espiritualización es un transcurrir tanto de crítica al mito como de su salvación: lo que la imaginación tiene en cuenta es reforzado en su posibilidad por ésta. Ese movimiento doble del espíritu en el arte describe más la historia que hay en su concepto que la historia empírica. El movimiento irrefrenable del espíritu hacia lo que está sustraído a él habla en el arte en favor de lo que se perdió al principio.
En el arte, la mímesis es lo pre-espiritual, lo contrario al espíritu y aquello en lo que éste se inflama. En las obras de arte, el espíritu se ha convertido en su principio constructivo, pero sólo satisface a su telos donde se alza desde lo que hay que construir, desde los impulsos miméticos, donde se amolda a ellos en vez de imponerse a ellos. La forma sólo objetiva los impulsos individuales cuando les sigue adonde quieren ir por sí mismos. Sólo esto es la participación de la obra de arte en la reconciliación. La racionalidad de las obras de arte se convierte en espíritu sólo en la medida en que desaparece en lo contrapuesto polarmente a ella.
La divergencia entre lo constructivo y lo mimético, que ninguna obra de arte puede solucionar y es algo así como el pecado original del espíritu estético, tiene su correlato en el elemento de lo estúpido y payaso que incluso las obras más significativas llevan en sí (forma parte de su significado que no maquillen ese elemento). La insatisfacción con cualquier variante del clasicismo se debe a que el clasicismo reprime ese momento; el arte tiene que desconfiar de esto. Con la espiritualización del arte en nombre de la mayoría de edad, esto estúpido queda acentuado tanto más bruscamente; cuanto más se parece su propia estructura (debido a su coherencia) a una estructura lógica, tanto más claramente la diferencia de esta logicidad respecto de la que impera fuera se convierte en la parodia de ésta; cuanto más racional es la obra de acuerdo con su constitución formal, tanto más estúpida de acuerdo con la medida de la razón en la realidad.
Sin embargo, su estupidez es una parte del juicio sobre esa racionalidad; sobre el hecho de que en la praxis social esa racionalidad se ha convertido en un fin en sí mismo, en lo irracional y erróneo, en los medios para los fines. Lo estúpido en el arte, que las personas sin musa captan mejor que quienes viven ingenuamente en él, y el disparate de la racionalidad absolutizada se acusan recíprocamente; por lo demás, la felicidad, el sexo, visto desde el reino de la praxis autoconservadora, también tiene eso estúpido a lo que puede aludir maliciosamente quien no es impulsado por él. La estupidez es el residuo mimético en el arte, el precio por su impermeabilidad. Contra ella, el filisteo siempre tiene de su lado un poquito de razón. Al mismo tiempo, ese momento (que es un residuo, algo no impregnado por la forma, algo bárbaro) se convierte en el arte en algo malo mientras el arte no lo configure. Si ese momento se queda en lo pueril y se deja cultivar en tanto que tal, ya no hay freno hasta el calculado por la industria cultural. El arte implica en su concepto lo kitsch, con el aspecto social de que, obligado a sublimar ese momento, el arte presupone un privilegio educativo y una situación clasista; a cambio, recibe el castigo del fun. Sin embargo, los momentos estúpidos de las obras de arte son los más cercanos a sus capas no intencionales y, por tanto, también a su misterio en las obras grandes. Temas disparatados como el de La flauta mágica y el de El cazador furtivo obtienen a través del medio de la música más contenido de verdad que El anillo del Nibelungo, que con consciencia seria va a por todas. En el elemento payaso, el arte se acuerda de modo consolador de la prehistoria en el mundo animal. Los antropoides en el zoo hacen juntos algo que se parece a los actos de los payasos. El acuerdo de los niños con los payasos es un acuerdo con el arte que los adultos les expulsan, igual que el acuerdo con los animales. El género humano no ha tenido tanto éxito en la represión de su semejanza con los animales como para no poder reconocerla de repente y verse inundado por la dicha; el lenguaje de los niños pequeños y de los animales parece el mismo. En la semejanza de los payasos con los animales se mama la semejanza de los monos con los seres humanos; la constelación animal/loco/payaso es una de las capas fundamentales del arte.
Toda obra de arte, al ser una cosa que niega el mundo de las cosas, está a priori desamparada cuando debe legitimarse ante el mundo; pero no puede rechazarse simplemente esa legitimación debido a tal apriorismo. Puesto que toda obra de arte, al ser una cosa que niega el mundo de las cosas, debe legitimarse a priori ante este mundo, no puede rechazarse simplemente esa legitimación debido a ese apriorismo. Asombrarse ante el carácter enigmático le resulta difícil a quien, como a los ajenos al arte, no es un placer o, como a los conocedores del arte, un estado de excepción, sino la sustancia de la propia experiencia; pero esa sustancia le exige que se adecue de los momentos del arte y no desfallezca donde a la experiencia del arte los quebranta. Una idea de esto la recibe quien experimenta las obras de arte en milieux o en «nexos culturales» a los que ellas son extrañas o inconmensurables. Entonces, las obras se encuentran destruidas ante el examen de su cui bono, del que sólo las protege el techo agujereado de la cultura local. En esas situaciones, la pregunta irrespetuosa que ignora el tabú sobre la zona estética se convierte en una fatalidad para la cualidad de las obras; consideradas desde fuera, su problematicidad queda al descubierto igual que desde dentro. El carácter enigmático de las obras de arte está mezclado con la historia. Mediante ella, las obras de arte se convirtieron hace tiempo en enigmas, y mediante ella vuelven a convertirse en enigmas una y otra vez; al revés, sólo la historia (que les confirió la autoridad) mantiene lejos de ellas la penosa pregunta por su razón de ser. Una condición del carácter enigmático de las obras de arte es menos su irracionalidad que su racionalidad; cuanto más de forma planificada son dominadas, tanto más relieve adquiere ese carácter. Mediante la forma, las obras se vuelven lingüísticas, parecen anunciar en cada uno de sus momentos sólo una cosa, y ésta se escapa.
Todas las obras de arte, y el arte en conjunto, son enigmas; esto ha irritado desde antiguo a la teoría del arte. Que las obras de arte digan algo y al mismo tiempo lo oculten es el carácter enigmático desde el punto de vista del lenguaje.
Ese carácter parece un payaso; se vuelve invisible cuando uno está en las obras de arte y participa en ellas; si uno se sale de ellas, si rompe el contrato con su nexo de inmanencia, ese carácter vuelve como un espíritu. Ésta es otra razón por la que vale la pena estudiar a las personas que no tienen musa: el carácter enigmático del arte se vuelve flagrante en ellas hasta la negación total del arte, sin saber que es el extremo de la crítica a él y (en unto que comportamiento defectuoso) el sostén de su verdad. Es imposible explicar a esas personas que es el arte; no podrían integrar el conocimiento intelectual en su experiencia viva. El principio de realidad predomina tanto en ellas que el comportamiento estético se convierte en un tabú; aguijoneada por la aprobación cultural del arte, la falta de musa se convierte a menudo en agresión, la cual conduce hoy a la consciencia general a la desartización del arte. La persona que no entiende el «lenguaje de la música», que solo percibe galimatías y se pregunta qué son esos ruidos, puede asegurarse elementalmente del carácter enigmático del arte; la diferencia entre lo que esta persona oye y lo que oye la persona iniciada circunscribe el carácter enigmático.
Pero el enigma no afecta solo a la música, cuyo carácter no conceptual lo hace casi demasiado patente. A todo el que no respeta la disciplina de la obra, un cuadro o un poema le mira con los mismos ojos vacíos que la música a la persona sin musa, y precisamente la mirada vacía e interrogante tiene que ser acogida por la experiencia y la interpretación de las obras si no quiere resbalar; no ver el abismo es una mala protección; el modo en que la consciencia intenta evitar extraviarse es un potencial de su fatalidad. Para las preguntas: ¿Por qué se imita algo?, ¿por qué se cuenta como si fuera real algo que no es verdad y simplemente deforma la realidad?, no hay una respuesta que convenza a quien las plantea. Las obras de arte enmudecen ante él ¿Para qué todo esto?, ante el reproche de su inutilidad real. Si se replicara que la narración ficticia dice más sobre la sociedad que un protocolo fiel, se podría responder que esto es asunto de la teoría y que para ésta no hace falta ficción. En todo caso, esa manifestación del carácter enigmático, del desconcierto ante algunas preguntas falsamente fundamentales, pertenece a un contexto más amplio: también desconcierta la pregunta por el sentido de la vida[55]. Fácilmente se confunde el embarazo que esas preguntas causan con la irresistibilidad; su nivel de abstracción se aleja tanto de lo subsumido sin resistencia que se olvida qué se estaba preguntando. El carácter enigmático del arte no es lo mismo que comprender sus obras, es decir, que volver a producirlas objetivamente, en la experiencia desde dentro, tal como muestra la terminología musical, para la cual interpretar una obra es tocarla de acuerdo con su sentido. A la vista del carácter enigmático, el propio comprender es una categoría problemática. Quien comprende las obras de arte mediante la inmanencia de la consciencia en ellas no las comprende, y cuanta más comprensión hay, tanto más intenso es el sentimiento de su insuficiencia, de su ceguera en el hechizo del arte, al que se opone el contenido de verdad del arte. Si quien se sale de la obra de arte o ni siquiera ha estado en ella registra hostilmente el carácter enigmático, éste desaparece engañosamente en la experiencia artística.
Cuanto mejor se comprende una obra de arte, tanto más deja de ser un enigma en una dimensión, pero tanto menos se esclarece su enigma constitutivo. Este vuelve a relucir en la experiencia artística más penetrante. Si una obra se abre por completo, alcanza su figura interrogativa y hace necesaria la reflexión; entonces se aleja y al final vuelve a asaltar con la pregunta ¿Qué es? a quien ya se siente seguro. El carácter enigmático se conoce como constitutivo donde falta: ninguna obra de arte se revela a la consideración y al pensamiento sin restos. Enigma no es aquí una muletilla, como por lo general la palabra problema, que en la estética sólo se podría emplear en el sentido estricto de la tarea planteada por la composición inmanente de las obras. No menos estrictamente son las obras de arte enigmas. Contienen la solución potencialmente, no está puesta objetivamente.
Cada obra de arte es una imagen enigmática, pero se queda ahí, en la derrota preestablecida de su contemplador. La imagen enigmática repite de broma lo que las obras de arte hacen en serio. Específicamente se parecen al enigma en que lo que ellas ocultan (como la carta de Poe) aparece y se oculta mediante su aparición.
El lenguaje, que describe prefilosóficamente la experiencia estética, acierta al decir que alguien entiende algo de arte, no que entiende el arte. Conocer es a un tiempo la comprensión adecuada de la cosa y la incomprensión torpe del enigma, neutral respecto de lo escondido. Quien se mueve en el arte simplemente con comprensión hace de él algo que se entiende por sí mismo, cosa que el arte no es de ninguna manera. Si alguien intenta acercarse mucho al arco iris, éste desaparece. Prototípica a este respecto es, antes que las otras artes, la música, que es al mismo tiempo enigmática y evidente. Ese enigma no se puede resolver; sólo hay que descifrar su figura, y esto compete a la filosofía del arte. La música la entendería quien la escuchara tan extrañamente como alguien no musical, y tan familiarmente como Sigfrido el lenguaje de los pájaros. Sin embargo, la comprensión no borra el carácter enigmático. Hasta la obra mejor interpretada quiere seguir siendo comprendida, como si esperara la palabra definitiva que destruirá su oscurecimiento constitutivo. La imaginación de las obras de arte es el sucedáneo más perfecto y engañoso de la comprensión, pero también un paso hacia ésta. Quien se imagina la música adecuadamente sin oírla tiene esa empatía con ella que crea el clima de la comprensión. Comprender en el sentido supremo, la resolución del carácter enigmático que al mismo tiempo lo mantiene, coincide con la espiritualización del arte y de la experiencia artística, cuyo primer medio es la imaginación. Pero la espiritualización del arte se aproxima a su carácter enigmático no inmediatamente a través de la explicación conceptual, sino al concretar el carácter enigmático. Resolver el enigma es tanto como indicar la razón de su irresolubilidad: la mirada con que las obras de arte miran al contemplador. La exigencia de las obras de arte de ser entendidas mediante la captación de su contenido va unida a su experiencia específica, pero hay que cumplirla a través de la teoría que refleja la experiencia. Aquello a lo que remite el carácter enigmático de las obras de arte sólo se puede pensar mediado. La objeción contra la fenomenología del arte y contra toda fenomenología que crea tener inmediatamente la esencia no es tanto que sea anti-empírica como que suspende la experiencia pensante.
La denostada incomprensibilidad de las obras de arte herméticas es la confesión del carácter enigmático de todo arte. De la ira a este respecto forma parte que esas obras quebrantan la comprensibilidad también de las obras tradicionales. En general se puede decir que las obras aprobadas en tanto que comprendidas por la tradición y por la opinión pública se resguardan a sí mismas bajo su propia capa galvánica y se vuelven incomprensibles; las obras manifiestamente incomprensibles, que subrayan su carácter enigmático, son potencialmente las más comprensibles. Stricto sensu, el concepto le falta al arte incluso donde emplea conceptos y se adapta superficialmente a la comprensión. Ningún concepto entra en la obra de arte como lo que es, sino que es transformado hasta el punto de que su propio alcance se ve afectado y su significado cambia. La palabra sonata adquiere en ciertos poemas de Trakl un valor que sólo tiene ahí, con su sonido y con las asociaciones que el poema establece; si uno quisiera imaginarse a partir de los sonidos difusos que se sugieren, una sonata en concreto, se marraría lo que la palabra quiere en el poema, y la imagen evocada sería inadecuada a esa sonata y a la forma sonata en canto que tal. Sin embargo, esta imagen es legitima, pues se forma a partir de fragmentos, jirones de sonatas, y su propio nombre recuerda el sonido que la obra despierta. El término sonata se refiere a obras muy articuladas, elaboradas motívico-temáticamente, dinámicas en sí mismas, cuya unidad es la unidad de algo plural claramente diferenciado, con desarrollo y reexposición y repetición. El verso «Hay habitaciones llenas de acordes y sonatas»[56] contiene poco de esto, pero si el sentimiento infanta de decir el nombre; tiene más que ver con el falso titulo de la sonata Clara de Luna que con la composición, pero no es algo contingente; sin las sonatas que la hermana de Trakl tocaba, no existían los sonidos apartados en que la melancolía del poeta busca refugio. Algo así tienen en el poema las palabras más sencillas, que lo toman del habla comunicativa; de ahí que Brecht se equivoque al criticar al arte autónomo porque éste simplemente repite lo que una cosa ya es por sí misma. La copula «es», omnipresente en Trakl, pierde en la obra de arte su sentido conceptual: no expresa un juicio de existencia, sino su pálida copia, cambiada cualitativamente hasta su negación; que algo sea, sea menos o más, lleva consigo que no sea. Donde Brecht o Carlos Williams sabotean en el poema lo poético y aproximan al poema al informe sobre la mera empiria, el poema no se convierte en eso: al rechazar el tono único, las frases empíricas se convierten en algo diferente al ser transportadas a la mónada estética mediante el contraste con ésta. El tono hostil al canto y la explotación de los hechos son dos lados del mismo estado de cosas. En la obra de arte se transforma hasta el juicio. Las obras de arte son análogas a éste en tanto que síntesis; sin embargo, en las obras de arte la síntesis carece de juicio; no se podría decir de ninguna qué juzga, ninguna es un mensaje. Esto pone en cuestión que las obras de arte puedan comprometerse, incluso donde resaltan su compromiso. Para que se conectan, en que reside su unidad, no se puede llevar a un juicio, tampoco al juicio que ellas mismas presentan en palabras y frases. Mörike escribió una pequeña fábula sobre una ratonera. Si nos conformamos con su contenido discursivo, no obtenemos nada más que la identificación sádica con lo que las costumbres civilizadas les hacen a los animales a los que desprecian por parásitos:
Fábula de la ratonera
Un niño da tres vueltas a una trampa y dice:
Huéspedes pequeños, casa pequeña.
Querida rata, o ratón,
preséntate alegremente
esta noche, a la luz de la Luna.
Pero cierra la puerta al salir,
¿me oyes?,
y ten cuidado con tu cola.
Después de comer, cantamos;
después de comer, saltamos
y hacemos un baile:
¡venga, venga!
Probablemente, mi viejo gato también bailará[57].
La burla del niño «Probablemente, mi viejo gato también bailará» (Si es que es una burla y no la imagen involuntariamente amistosa de un baile común del niño, el gato y el ratón, con los dos animales levantados sobre sus patas traseras) deja de ser, una vez que se la apropia el poema, la última palabra. Entender el poema como una burla marra no solo lo poetizado, sino también el contenido social.
Reflejo sin juicio del lenguaje sobre un repelente rito ejercido socialmente, el poema lo supera al integrarse en él. El gesto que alude a esto como si no fuera posible de otra manera lo acusa mediante la obviedad; la inmanencia total del rito lleva a juicio a éste. El arte solo juzga absteniéndose del juicio; ésta es la defensa frente al gran naturalismo. La forma que encaja a los versos en el eco de una fábula mítica suprime su mentalidad. El eco reconcilia. Estos procesos en el interior de las obras de arte hacen de ellas algo verdaderamente infinito. Lo que las diferencia del lenguaje significativo no es que carezcan de significados, sino que estos cambian mediante la absorción y se degradan a algo accidental. Los movimientos mediante los cuales esto sucede están dibujados de una manera concreta por cada obra estética.
Las obras de arte comparten con los enigmas la duplicidad de lo determinado y lo indeterminado. Son signos de interrogación, que no son unívocos ni siquiera mediante la síntesis. Sin embargo, su figura es tan exacta que prescribe la transición hacia donde la obra de arte se interrumpe. Igual que en los enigmas, la respuesta se oculta y se impone mediante la estructura. A esto sirve la lógica inmanente, lo legal en la obra, y esto es la teodicea del concepto de fin en el arte.
El fin de la obra de arte es la determinación de lo indeterminado. Las obras son finales en sí mismas, sin fin positivo más allá de su complexión; su finalidad se legitima como figura de la respuesta al enigma. Mediante la organización, las obras llegan a ser más de lo que son. En debates recientes sobre las artes plásticas se ha vuelto relevante el concepto de écriture, inspirado por las hojas de Klee que se aproximan a una escritura garabateada. Esa categoría de la modernidad arroja luz sobre el pasado; todas las obras de arte son escrituras, no sólo las que se presentan como tales, son escrituras jeroglíficas cuyo código se ha perdido y a cuyo contenido contribuye precisamente la falta de código. Las obras de arte son lenguaje sólo en tanto que escritura. Aunque ninguna sea un juicio, cada una contiene momentos que proceden del juicio, verdaderos o falsos. Pero la respuesta oculta y determinada de las obras de arte no se manifiesta a la interpretación de golpe, como una nueva inmediatez, sino a través de todas las mediaciones, tanto las de la disciplina de las obras como las del pensamiento, de la Filosofía. El carácter enigmático sobrevive a la interpretación que obtiene la respuesta. Si el carácter enigmático de las obras de arte no está localizado en lo que se experimenta en ellas, en la comprensión estética, sino que sólo se manifiesta a distancia, la experiencia que se sumerge en las obras de arte y que es recompensada con la evidencia forma parte de lo enigmático: que algo entrelazado plurívocamente se pueda entender empero de una manera unívoca. Pues la experiencia inmanente de las obras de arte, donde quiera que comience, es de hecho (como la describió Kant) necesaria, transparente hasta en las ramificaciones más sublimes. El músico que comprende una partitura sigue sus movimientos mis pequeños y, sin embargo, en cierto sentido no sabe qué está tocando; al actor no le pasa otra cosa, pues la facultad mimética se manifiesta de la manera más drástica en la praxis de la exposición artística, como imitación de la curva de movimiento de lo expuesto; esa imitación es el summum de la comprensión más acá del carácter enigmático. Sin embargo, en cuanto la experiencia de las obras de arte se relaja lo más mínimo, éstas presentan su enigma como una caricatura. La experiencia de las obras de arte es amenazada incesantemente por el carácter enigmático. Si éste ha desaparecido por completo en la experiencia, si la experiencia cree haber captado por completo la cosa, el enigma vuelve a abrir de repente los ojos; aquí se mantiene la seriedad de las obras de arte, que mira desde las esculturas arcaicas y es ocultada en el arte tradicional por su lenguaje habitual para fortalecerse hasta el extrañamiento total.
Si el proceso inmanente a las obras de arte constituye algo que va más allá del sentido de todos los momentos individuales, el enigma, al mismo tiempo lo mitiga en cuanto la obra de arte no se percibe como algo fijado y a continuación es interpretada en vano, sino que vuelve a ser producida en su propia constitución objetiva. En interpretaciones que no hacen esto, que no interpretan, el en-sí de las obras al que ese ascetismo asegura servir es presa de su enmudecimiento; toda interpretación que no interpreta carece de sentido. Si algunos tipos de arte (el drama y hasta cierto punto la música) exigen ser interpretados para llegar a ser lo que son (una norma a la que no renunciará quien sepa lo que es el teatro, el concierto, y conozca la diferencia cualitativa de lo que ahí se exige respecto de los textos y de las partituras), propiamente sólo sacan a la luz el comportamiento de cada obra de arte, incluso si no quiere ser interpretada: la repetición de su propio comportamiento. Las obras de arte son la igualdad consigo mismo liberada de la obligación de la identidad. La frase peripatética de que sólo lo igual puede conocer a lo igual, que el avance de la racionalidad ha liquidado hasta un valor límite, distingue al conocimiento artístico respecto del conocimiento conceptual: lo esencialmente mimético espera un comportamiento mimético. Si las obras de arte no imitan a nada más que a sí mismas, no las entiende nadie más que quien las imita. Sólo así, no como conjunto de indicaciones para los intérpretes, hay que considerar a los textos dramáticos o a los textos musicales: imitación escurrida de las obras, de sí mismas, y por tanto constitutiva, aunque siempre impregnada de elementos con significado. Ser interpretados les resulta indiferente, pero no que su experiencia (que de acuerdo con el ideal es muda e interior) los imite. Esa imitación extrae de los signos de las obras de arte su nexo de sentido y le sigue, igual que sigue las curvas en que la obra de arte aparece. En tanto que leyes de su imitación, los medios divergentes encuentran su unidad, que es la del arte. Si en Kant el conocimiento discursivo ha de renunciar a lo interior de las cosas, las obras de arte son los objetos cuya verdad no se puede imaginar de otra manera que como la verdad de su interior. La imitación es la senda que conduce a esto interior.
Las obras hablan como las hadas en los cuentos: «Quieres lo incondicionado; lo tendrás, pero irreconocible». El conocimiento discursivo tiene lo verdadero a la vista, pero no lo posee; el conocimiento artístico lo posee, pero como algo inconmensurable a él. Mediante la libertad del sujeto en ellas, las obras de arte son menos subjetivas que el conocimiento discursivo. Con una brújula certera, Kant las sometió al concepto de teleología, cuyo uso positivo negaba ta entendimiento.
El bloqueo que de acuerdo con la doctrina kantiana obstruye a los seres humanos el en-sí lo graba como figuras enigmáticas en las obras de arte, en su reino propio, en el que ya no hay diferencia entre en-sí y para-nosotros: en tanto que bloqueadas, las obras de arte son imágenes del ser-en-sí. Al final, en el carácter enigmático mediante el cual el arte se contrapone con la mayor claridad a la existencia indudable de los objetos de acción pervive su propio enigma. El arte se convierte en un enigma porque aparece como si hubiera resuelto lo que en la existencia es un enigma, mientras que en lo meramente existente el enigma está olvidado debido a su propio endurecimiento abrumador. Cuanto más densamente los seres humanos (que no son lo mismo que el espíritu subjetivo) tejen la red categorial, canto más pierden la costumbre del asombro por lo otro; la familiaridad hace que se engañen sobre lo extraño. El arte intenta subsanar esto débilmente, como si se cansara pronto. A priori, el arte asombra a los seres humanos, igual que hace tiempo Platón lo exigía a la filosofía, que se decidió por lo contrario.
La enigmático de las obras de arte es su quebramiento. Si la transcendencia estuviera presente en ellas, serían misterios, no enigmas; esto lo son porque en tanto que quebradas desmienten lo que quieren ser. Esto se le ha vuelto temático al arte solo en el pasado más reciente, las parábolas dañadas de Kafka.
Retrospectivamente, todas las obras de arte se parecen a esas pobres alegorías en los cementerios, a las columnas de la vida quebradas. Las obras de arte, por más completas que se presenten, están cortadas; que lo que ellas significan no sea su aspecto esencial hace que su significado parezca bloqueado. La analogía con la superstición astrológica, que reposa en un presunto nexo y lo vuelve opaco, es demasiado clara como para quitársela de encima sin más: la macula del arte es su conexión con la superstición. Por eso la reinterpreta de manera irracionalista como su propio merito. Que se hable de muchas capas es el nombre falsamente positivo para el carácter enigmático. Este tiene en el arte ese aspecto anti-estético que Kafka desató de manera irrevocable. Debido a su fracaso ante su propio momento de racionalidad, las obras de arte amenazan con recaer en el mito del que se escaparon precariamente. Pero el arte está mediado con el espíritu, con ese momento de racionalidad, gracias a que produce miméticamente sus enigmas (igual que el espíritu se inventa enigmas), pero sin conocer la solución; el espíritu opera en el carácter enigmático, no en las intenciones. De hecho, la praxis de los artistas significativos tiene afinidad con el enigma; que los compositores se recrearan durante siglos en cánones enigmáticos lo demuestra. El enigma del arte es la configuración de mimesis y racionalidad. El carácter enigmático es algo que ha surgido. El arte queda tras la perdida de todo lo que en él debía ejercer una función primero mágica, luego cultual. Pierde su para qué (dicho paradójicamente: su racionalidad arcaica) y lo modifica como un momento de su en-sí De este modo se vuelve enigmático; si el arte ya no existe para lo que infiltró con sentido como su fin, ¿qué podrá ser? Su carácter enigmático lo incita a articularse inmanentemente de tal modo que mediante la configuración de su sinsentido enfático adquiera sentido. Por tanto, el carácter enigmático de las obras no es su última palabra, sino que cada obra auténtica propone también la solución de su enigma irresoluble.
En instancia máxima, las obras de arte son enigmáticas por cuanto respecta no a su composición, sino a su contenido de verdad. La pregunta con que cada obra deja a quien la atraviesa: ¿Qué es todo esto? retorna infatigablemente y pasa a la pregunta ¿Es verdad?, que es la pregunta por lo absoluto a la que cada obra de arte reacciona quitándose la forma de la respuesta discursiva. La última palabra del pensamiento discursivo es el tabú sobre la respuesta. En tan lo que oposición mimética al tabú, el arte intenta dar la respuesta, pero no la da porque no juzga; de este modo, se vuelve enigmático como la época más antigua del mundo, que se transforma, pero no desaparece: todo arte es su sismógrafo. La clave de su enigma falta, igual que la clave de la escritura de algunos pueblos desaparecidos. La figura extrema en que se puede pensar el carácter enigmático es si el sentido mismo es o no. Pues ninguna obra de arte es sin su nexo, variado de algún modo en su contrario. Este nexo plantea, mediante la objetividad de la obra, también la pretensión de la objetividad del sentido. Esta pretensión no es sólo irrealizable, sino que la experiencia la contradice. El carácter enigmático mira de una manera diferente desde cada obra de arte, pero como si la respuesta fuera siempre la misma (como la de la esfinge), si bien sólo a través de lo diferente, no en la unidad que el enigma promete, tal vez engañando. El enigma es si la promesa será un engaño.
El contenido de verdad de las obras de arte es la resolución objetiva del enigma de cada una. Al reclamar una solución, el enigma remite al contenido de verdad.
Éste sólo se puede obtener mediante la reflexión filosófica. Esto y no otra cosa justifica a la estética. Aunque ninguna obra de arte se agota en determinaciones racionalistas ni en lo juzgado por ella, cada una se dirige mediante la indigencia de su carácter enigmático a la razón interpretadora. No se puede extraer ningún mensaje de Hamlet, su contenido de verdad no es menor por eso. El hecho de que grandes artistas, el Goethe de la fábula igual que Beckett, no quieran saber nada de interpretaciones pone de manifiesto la diferencia del contenido de verdad respecto de la consciencia y de la voluntad del autor, y lo hace con la fuerza de su propia a u toco nesciencia. Las obras, sobre todo las de mayor dignidad, esperan a ser interpretadas. Que en ellas no hubiera nada que interpretar, que simplemente existieran, borraría la línea de demarcación del arte. Al final, hasta las alfombras, los ornamentos, todo lo no figurativo espera con ansiedad a ser descifrado. La crítica postula que se comprenda el contenido de verdad. No se ha comprendido aquello cuya verdad o falsedad no se ha comprendido, y éste es el negocio crítico.
El despliegue histórico de las obras a través de la crítica y el despliegue filosófico de su contenido de verdad están interrelacionados. La teoría del arte no puede estar más allá del arte, sino que tiene que abandonarse a sus leyes de movimiento, contra la consciencia de las cuales las obras de arte se cierran herméticamente.
Las obras de arte son enigmáticas en tanto que fisionomía de un espíritu objetivo que nunca es transparente a sí mismo el instante de su aparición. La categoría de lo absurdo, que es la más reacia a la interpretación, radica en el espíritu desde el que hay que interpretarla. Al mismo tiempo, la necesidad de interpretación de obras, su necesidad de producir su contenido de verdad, es el estigma de su insuficiencia constitutiva. Las obras de arte no alcanzan lo que se ha querido objetivamente en ellas. La zona de indeterminación entre lo inalcanzable y lo realizado conforma su enigma. Las obras de arte tienen el contenido de verdad y no lo tienen. La ciencia positiva y la filosofía extraída de ella no llegan a él. El contenido de verdad en el arte no es ni lo que es el caso en las obras ni su logicidad frágil que ellas mismas pueden suspender. Tampoco es, como decía la gran filosofía tradicional, la idea, aunque tenga tanta envergadura como la idea de lo trágico, del conflicto entre finitud e infinitud. Ciertamente, esa idea va más allá en su construcción filosófica de la mera intención subjetiva. Pero no por eso deja de ser exterior y abstracta a las obras de arte. Hasta el concepto enfático de idea del idealismo relega las obras de arte a ejemplos de la idea, de lo siempre igual.
Esto lo condena en el arte, igual que ya no resiste la crítica filosófica. El contenido no es soluble en la idea, sino que es una extrapolación de lo irresoluble; Friedrich Theodor Vischer parece haber sido el único estético académico que se dio cuenta de esto. Que el contenido de verdad no coincide con la idea subjetiva, con la intención del artista, lo muestra la reflexión más sencilla. Hay obras de arte en las que el artista produjo puramente lo que quería, por lo que el resultado no es más que un signo de lo que el artista quería decir, con lo cual se degradó a una alegoría cifrada. Ésta se consume en cuanto los filólogos han sacado de la obra lo que el artista había metido en ella, un juego tautológico a cuyo esquema también obedecen muchos análisis musicales. La diferencia entre verdad e intención en las obras de arte se vuelve conmensurable a la consciencia crítica donde la intención se dirige a lo falso, por lo general a esas verdades eternas en que simplemente se repite el mito. Su ineludibilidad usurpa a la verdad. Innumerables obras de arte adolecen de que se exponen como algo en devenir, que cambia y avanza incesantemente, y no pasan de ser la serie atemporal de lo siempre igual. En estas fracturas, la crítica tecnológica pasa a la crítica de algo falso y apoya así al contenido de verdad. Mucho hace pensar que en las obras de arte lo metafísicamente falso se conoce porque está técnicamente malogrado. No hay verdad de las obras de arte sin negación determinada; hoy, la estética tiene que exponerla. El contenido de verdad de las obras de arte no se puede identificar inmediatamente. Igual que solo se conoce mediado, está mediado en sí mismo. Lo que trasciende a lo fáctico en la obra de arte, su contenido espiritual, no se puede atribuir a un fenómeno sensorial concreto, sino que se constituye a través de éste.
En esto consiste el carácter mediado del contenido de verdad. El contenido espiritual no flota más allá de la factura, sino que las obras de arte trascienden su facticidad mediante su factura, mediante la coherencia de su elaboración. El hálito sobre ellas, lo más cercano a su contenido de verdad, fáctico y no fáctico a la vez, es completamente diferente del estado de ánimo que se supone que las obras de arte expresan; el proceso formador consume ese estado de ánimo en nombre de ese hálito. La objetividad y la verdad están mezcladas en las obras de arte.
Mediante su hálito en sí mismas (los compositores conocen la respiración de una música), las obras de arte se aproximan a la naturaleza, pero no mediante su imitación, de la que forma parte el estado de ánimo Cuanto más profundamente están formadas, tanto más esquivas se vuelven a la apariencia organizada, y esta esquivez es la aparición negativa de su verdad. Está contrapuesta al momento fantasmagórico de las obras; las obras completamente formadas, a las que se acusa de formalismo, son las más realistas porque están realizadas en sí mismas y en virtud de esta realización realizan su contenido de verdad, su aspecto espiritual, en vez de darlo simplemente a entender. Pero que las obras de arte se trasciendan mediante su realización no garantiza su verdad. Algunas de rango muy alto son verdaderas en tanto que expresión de una consciencia en sí falsa. Con esto solo puede acertar la crítica trascendente, como la de Nietzsche a Wagner. La mácula de esta crítica es no solo que decreta sobre la cosa en vez de medirse en ella. Del contenido de verdad tiene una idea torpe; por lo general, una idea propia de la filosofía de la cultura, sin consideración del momento histórico que es inmanente a la verdad estética. No se puede sostener la separación entre algo en sí verdadero y la expresión meramente adecuada de la consciencia falsa, pues la consciencia correcta sigue sin existir, sobre todo si consiente esa separación a vista de pájaro.
Esto no es más que una exposición perfecta de la consciencia falsa, y es el contenido de verdad. Por eso, las obras se despliegan no solo mediante la interpretación y la crítica, sino también mediante la salvación: esta apunta a la verdad de la consciencia falsa en la aparición estética. Las obras de arte grandes no pueden mentir. Incluso donde su contenido es apariencia, tiene en tanto que necesario una verdad en favor de la cual las obras de arte hablan; sólo son falsas las obras de arte que no han salido bien. Al repetir el hechizo de la realidad y sublimarlo como imago, al mismo tiempo el arte se libera tendencialmente de ese hechizo; la sublimación y la libertad están de acuerdo. El hechizo que el arte deposita mediante la unidad sobre los membra disiecta de la realidad esta tornado de ésta y la transforma en la aparición negativa de la utopía que en virtud de su organización las obras de arte sean más no solo que lo organizado, sino también que el principio de organización (pues en tanto que organizadas obtienen la apariencia de lo no hecho), es su determinación espiritual. Al ser conocida, ésta se convierte en contenido. La obra de arte lo manifiesta no solo mediante su organización: también mediante el desorden que la organización presupone. Esto arroja luz sobre la reciente preferencia por lo deslucido, sucio, y sobre la alergia al brillo y a la suavidad. A la base está la consciencia de lo sucio de la cultura bajo la mascara de su autosuficiencia. El arte que se prohíbe la dicha de ese colorido que la realidad niega a los seres humanos y toda huella sensible del sentido es el arte espiritualizado; en esa renuncia inflexible a la dicha infantil es, sin embargo, una alegoría de la dicha presente sin apariencia, con la clausula mortal de lo quimérico: que esa dicha no existe.
La filosofía y el arte convergen en el contenido de verdad del arte: la verdad de la obra de arte que se despliega progresivamente no es otra que la verdad del concepto filosófico. Históricamente, en Schelling, el idealismo derive) del arte su propio concepto de verdad, y con razón. La totalidad en sí movida y cerrada de los sistemas idealistas está extraída de las obras de arte. Pero como la filosofía se dirige a lo real y en sus obras no se organiza anárquicamente en el mismo grado, el ideal encubiertamente estético de los sistemas se resquebrajó. Les paga el elogio vergonzoso de que son obras de arte del pensamiento. La falsedad del idealismo compromete retrospectivamente a las obras de arte. Que pese a su autarquía y a través de ésta se refieran a su otro, fuera de su hechizo, conduce más allá de esa identidad de la obra de arte consigo misma en la que la obra de arte tiene su determinación especifica. La descomposición de su autonomía no es una decadencia impuesta por el destino. Se convierte en una obligación tras el veredicto sobre la semejanza excesiva entre la filosofía y el arte. El contenido de verdad de las obras no es lo que ellas significan, sino lo que decide si la obra es en sí verdadera o falsa; esta verdad de las obras es conmensurable con la interpretación filosófica y coincide (al menos, de acuerdo con la idea) con la verdad filosófica. A la consciencia presente, que tiene fijación por lo sólido y no mediado, le resulta muy difícil adquirir esta relación con el arte, mientras que sin ella no se ofrece el contenido de verdad del arte: la experiencia estética genuina tiene que convenirse en filosofía o no es en absoluto. – La condición de posibilidad de la convergencia de filosofía y arte hay que buscarla en el momento de generalidad que el arte posee en su especificación (como lenguaje sui géneris).
Esta generalidad es colectiva, igual que la generalidad filosófica (cuyo signo fue en tiempos el sujeto trascendental) remite a una generalidad colectiva. Lo colectivo de las imágenes estéticas es precisamente lo que se sustrae al yo: de este modo, la sociedad es inherente al contenido de verdad. Aquello que aparece y a través de lo cual la obra de arte sobresale por encima del mero sujeto es la irrupción de su esencia colectiva. La huella de recuerdo de la mímesis que cada obra de arte busca es también la anticipación de un estado más allá de la escisión entre el individuo y los demás. Ese recuerdo colectivo en las obras de arte es χωρíς no del sujeto, sino a través de él; en su movimiento idiosincrático se muestra la forma colectiva de reacción. Por eso, la interpretación filosófica del contenido de verdad tiene que construirlo inquebrantablemente en lo particular.
En virtud de su momento mimético y expresivo subjetivo, las obras de arte desembocan en su objetividad; no son ni la agitación pura ni su forma, sino el proceso escurrido entre ambas, y éste es social.
Hoy, la metafísica del arte se organiza en torno a la cuestión de cómo algo espiritual que está hecho, que (de acuerdo con el lenguaje de la filosofía) está «meramente puesto», puede ser verdadero. En discusión no está inmediatamente la obra de arte presente, sino su contenido. La pregunta por la verdad de algo hecho no es otra que la pregunta por la apariencia y por su salvación en tanto que apariencia de lo verdadero. El contenido de verdad no puede ser algo hecho. Todo el hacer del arte es un esfuerzo único para decir qué no sería lo hecho mismo y qué no sabe el arte: esto es el espíritu del arte. Aquí tiene su lugar la idea del arte en tanto que restablecimiento de la naturaleza oprimida y enredada en la dinámica histórica. La naturaleza en cuya imago el arte se basa no existe todavía; lo verdadero en el arte es algo que no existe. Lo que el arte busca es eso otro para lo que la razón que pone la identidad (y que lo redujo a material) emplea la palabra naturaleza. Eso otro no es unidad y concepto, sino algo plural. Así, el concepto de verdad se presenta en el arte como algo plural, no como el concepto abstracto superior de las obras de arte. La sujeción del contenido de verdad del arte a sus obras y la multiplicidad de lo que se escapa a la identificación están coordinadas.
De todas las paradojas del arte, la más interior es que el arte sólo da con lo no hecho, con la verdad, mediante el hacer, mediante la producción de obras especiales elaboradas por completo de manera específica, nunca mirándolo de manera inmediata. Las obras de arte están en tensión extrema con su contenido de verdad. Aunque ese contenido, que no es conceptual, sólo aparece en lo hecho, niega lo hecho. Cada obra de arte desaparece en su contenido de verdad; mediante éste, la obra de arte se degrada a la irrelevancia, y esto sólo está concedido a las obras de arte más grandes. La perspectiva histórica de un ocaso del arte es la idea de cada obra. No hay ninguna obra de arte que no prometa que su contenido de verdad, en la medida en que simplemente aparece en ella como existente, se realiza y deja la obra de arte, el envoltorio puro, como profetizan los enormes versos de Mignon. El sello de las obras de arte auténticas es que lo que ellas parecen aparece de tal modo que no puede estar fingido sin que el juicio discursivo alcance a su verdad. Pero si es la verdad, ésta suprime con la apariencia a la obra de arte. La definición del arte mediante la apariencia estética es incompleta: el arte tiene la verdad como apariencia de lo que no tiene apariencia.
La experiencia de las obras de arte tiene como punto de fuga que su contenido de verdad no es nulo; cada obra de arte, y en especial la de la negatividad sin reservas, dice sin palabras: non confundar. Las obras de arte serían impotentes por su mero anhelo, aunque ninguna obra importante carece de anhelo. Sin embargo, aquello mediante lo cual trascienden al anhelo es la indigencia que está inscrita como figura en lo que existe históricamente. Al dibujar esta figura, las obras de arte ya no existen sólo como lo que meramente existe, sino que tienen tanta verdad objetiva como lo indigente reclama su completud y cambio. No para sí, de acuerdo con la consciencia, pero sí en sí, lo que es quiere lo otro, y la obra de arte es el lenguaje de esa voluntad y su contenido es tan sustancial como la voluntad.
Los elementos de eso otro están reunidos en la realidad, solo tendrían que aparecer (ligeramente desplazados) en una constelación nueva para encontrar su lugar correcto. Las obras de arte no imitan a la realidad, sino que le enseñan ese desplazamiento. Al final, habría que invertir la teoría de la imitación; en un sentido sublimado, la realidad ha de imitar a las obras de arte. Que las obras de arte existan indica que le no existente podría existir. La realidad de las obras de arte habla en favor de la posibilidad de lo posible. Aquello a lo que se refiere el anhelo de las obras de arte (la realidad de lo que no existe) se le transforma en recuerdo. En éste, lo que es en tanto que sido se une con lo que no es porque lo sido ya no es. Desde la anamnesis platónica, se ha soñado con lo que todavía no existe en el recuerdo que concreta la utopía sin traicionarla a la existencia. A esto va unida la apariencia, pues tampoco entonces existid. El carácter de imagen del arte, su imago, es lo que de acuerdo con la tests de Bergson y Proust el recuerdo involuntario intenta despertar en la empiria, y ahí estos autores se revelan como idealistas genuinos. Atribuyen a la realidad le que quieren salvar y lo que solo está en el arte al precio de su realidad. Intentan escapar a la maldición de la apariencia estética transfiriendo su cualidad a la realidad. — El non confundar de las obras de arte es el límite de su negatividad, comparable al que se traza en las novelas del marques de Sade donde no puede más que decir que los más belles gitons du tableau son beaux comme des anges. En esta cumbre del arte, donde su verdad trasciende a la apariencia, el arte se expone de la manera más mortal. Al expresar como ninguna otra cosa humana que no puede ser mentira, el arte tiene que mentir. No tiene poder sobre la posibilidad de que al final todo no sea nada, y su aspecto ficticio consiste en que mediante su existencia establece que el límite está superado. El contenido de verdad de las obras de arte, en tanto que negación de su existencia, está mediado por ellas, pero ellas no lo comunican Aquello a través de le cual ese contenido es más que lo que ellas ponen es su participación en la historia y la crítica determinada que hacen de ella mediante su figura. Lo que es historia en las obras no esta hecho, y la historia lo libera de la mera posición o producción: el contenido de verdad no está fuera de la historia, sino que es su cristalización en las obras. Su contenido de verdad no puesto puede ser su nombre.
Ese contenido es en las obras algo solo negativo. Las obras de arte dicen lo que es más que lo existente solo al llevar a constelación cómo es, comment c’est. La metafísica del arte exige la separación estricta del arte respecto de la religión, en la que surgió Ni las obras de arte son algo absoluta, ni lo absoluta está presente en ellas inmediatamente. Son castigadas por su participación en lo absoluta con una ceguera que oscurece su lenguaje, que es un lenguaje de la verdad: tienen lo absoluta y no le tienen. En su movimiento hacia la verdad, las obras de arte necesitan el concepto, al que mantienen lejos de sí por el bien de su verdad. El arte no puede decidir si la negatividad es la barrera del arte o la verdad. Las obras de arte son negativas a priori mediante la ley de su objetivación: matan lo que objetivan al arrancarlo a la inmediatez de su vida. Su propia vida se nutre de la muerte. Esto define el umbral cualitativo a la modernidad. Sus obras se abandonan miméticamente a la cosificación, a su principio de muerte. Escaparse de él es el momento ilusorio del arte que este intenta quitarse de encima desde Baudelaire sin convertirse resignadamente en una cosa más. Los precursores de la modernidad (Baudelaire, Poe) eran en tanto que artistas los primeros tecnócratas del arte. Sin mezcla de veneno, virtualmente la negación de lo vivo, la objeción del arte contra la opresión de la civilización sería un consuelo inútil. Si el arte absorbió desde el comienzo de la modernidad objetos ajenos al arte que no entran completamente transformados en su ley formal, la mimesis del arte se entrega a su contrario hasta llegar al montaje. El arte se ve obligado a esto por la realidad social. Al oponerse a la sociedad, el arte no es capaz de adoptar una posición más allá de ella; para oponerse, ha de identificarse con aquello a lo que se opone. Esto era el contenido ya del satanismo de Baudelaire, mucho más allá de la crítica a la moral burguesa de su entorno, que superada por la realidad se volvió pueril y estúpida El arte quedaría completamente enredado en la densa red si intentara oponerse inmediatamente a ella: por eso tiene que eliminar o atacar a la naturaleza que hay en él, tal como sucede de manera ejemplar en Fin de partida de Beckett.
Su único parti pris todavía posible es en favor de la muerte, y es critico y metafísico a la vez. Las obras de arte proceden del mundo de las cosas mediante su material preformado y mediante sus procedimientos; en ellas no hay nada que al mismo tiempo no pertenezca al mundo de las cosas y que no le haya sido arrancado a éste al precio de su muerte. Participan en la reconciliación solo gracias a su aspecto mortal. Pero al mismo tiempo permanecen obedientes al mito.
Esto es lo egipcio en las obras de arte. Al convertir lo efímero (la vida) en algo duradero, al intentar salvarlo de la muerte, las obras lo matan. Con razón se busca lo reconciliador de las obras de arte en su unidad; en que (de acuerdo con un topos de la Antigüedad) curan la herida con la lanza que la causó. La razón, al crear unidad e las obras de arte incluso cuando busca la destrucción y al renunciar a intervenir en la realidad, al dominio real, adquiere algo inocente, aunque hasta en los productos más grandes de la unidad estética se percibe el eco de la violencia social; pero la renuncia hace culpable al espíritu. El acto que ata y detiene a lo mimético y difuso en la obra de arte no le hace sólo mal a la naturaleza amorfa. La imagen estética es una objeción contra su miedo a deshacerse en lo caótico. La unidad estética de lo múltiple aparece como si no hubiera hecho violencia a lo múltiple, sino que hubiera sido conjeturada a partir de ello. De este modo, la unidad (que hoy como siempre es lo que escinde) pasa a la reconciliación. En las obras de arte remite la violencia destructiva del mito, y en su particularidad la de esa repetición que el mito comete en la realidad y que llama a la obra de arte a especificarse mediante la mirada de lo más cercano. En las obras de arte, el espíritu ya no es el viejo enemigo de la naturaleza. Se calma hasta convertirse en lo reconciliador. El arte no significa, de acuerdo con la receta clasicista, reconciliación: ésta es su propio comportamiento, que capta lo no-idéntico. El espíritu no lo identifica: se identifica con ello. Al seguir a su identidad consigo mismo, el arte se vuelve igual a lo no-idéntico: éste es el nivel presente de su esencia mimética. La reconciliación en tanto que comportamiento de la obra de arte es ejercida hoy precisamente donde el arte renuncia a la idea de reconciliación, en obras cuya forma les dieta inclemencia. Sin embargo, incluso esta reconciliación irreconciliable en la forma tiene como condición la irrealidad del arre. Ésta le amenaza permanentemente con la ideología. Ni el arte se degrada a ideología ni ésta es el veredicto que expulsa al arte de toda verdad. En su verdad misma, en la reconciliación que la realidad empírica niega, el arte es cómplice de la ideología al hacer creer que la reconciliación ya existe. Las obras de arte se vuelven culpables debido a su a priori, a su idea (si se quiere). Mientras que cada obra conseguida trasciende a la culpa, todas han de pagar por esto, y por eso su lenguaje querría volver al silencio: en palabras de Beckett, es a desecration of silence.
El arte quiere lo que aún no ha sido, pero todo lo que el arte es va ha sido. El arte no puede saltar por encima de la sombra de lo que fue. Lo que aún no ha sido es lo concreto. El nominalismo parece tener u lazo más profundo con la ideología en que trata la concreción como algo dado, sin duda presente, y se engaña a sí mismo y a la humanidad sobre el hecho de que el curso del mundo impide esa determinación pacífica de lo existente que el concepto de lo dado usurpa, por lo que es castigada con la abstracción. Lo concreto, ni siquiera las obras de arte lo pueden llamar de otra manera que negativamente. Sólo mediante la inintercambiabilidad de su propia existencia, mediante nada especial como contenido, la obra de arte suspende la realidad empírica como nexo funcional abstracto y universal. Utopía es cada obra de arte en la medida en que anticipa mediante su forma lo que finalmente ella misma sería, y esto coincide con la exigencia de anular el hechizo de la mismidad que el sujeto difunde. Ninguna obra de arte se puede ceder a otra. Esto justifica el imprescindible momento sensorial de las obras de arte: él porta su aquí y ahora, en él se conserva pese a toda mediación algo de independencia; la consciencia ingenua que una y otra vez se aferra a ese momento no es en absoluto la consciencia falsa. La inintercambiabilidad se encarga de la función de reforzar la creencia en que la inintercambiabilidad no es universal. La obra de arte tiene que absorber, incluso a su enemigo más mortal, la intercambiabilidad; en vez de escapar a la concreción, exponer mediante la propia concreción el nexo total de abstracción y resistirse de este modo a él. Las repeticiones en las obras de arte modernas auténticas no se acomodan siempre a la coacción arcaica de repetición. Algunas la denuncian y toman partido por lo que Haag llama lo irrepetible; la obra de Beckett Play, con la infinitud mala de su repetición, ofrece el modelo más perfecto para esto. Lo negro y lo gris del arte moderno, su ascetismo frente al color, es negativamente su apoteosis. Cuando en los extraordinarios capítulos biográficos de Selma Lagerlöf (Morbacka) un ave del Paraíso disecada (lo nunca visto) le trae al niño paralítico la curación, el efecto de esa utopía que aparece es imperecedero; pero ya nada igual sería posible, su lugarteniente es lo tenebroso. Pero como la utopía del arte, lo que aún no existe, está teñida de negro, es a través de toda su mediación recuerdo, el recuerdo de lo posible frente a lo real que lo reprimió, algo así como la rehabilitación imaginaria de la catástrofe de la historia, la libertad que no ha caído en manos de la necesidad y que no se sabe si llegará a ser. En su tensión con la catástrofe permanente está puesta la negatividad del arte, su participación en lo tenebroso. Ninguna obra de arte existente, apareciente, es dueña positivamente de lo no existente. Esto separa a las obras de arte de los símbolos de las religiones, que afirman tener en la aparición lo que trasciende al presente inmediato. Lo no existente en las obras de arte es una constelación de lo existente. Las obras de arte son promesas a través de su negatividad, hasta la negación total, igual que el gesto con que en otros tiempos comenzaba una narración, el primer sonido que se tocaba en una citara, prometía algo nunca oído, nunca visto, aunque fuera lo más terrible; y las tapas de cada libro, entre las cuales el ojo se pierde en el texto, están emparentadas con la promesa de la camera obscura. La paradoja de todo arte moderno es adquirir eso al rechazarlo, igual que el comienzo de la Recherche de Proust introduce artificiosamente en el libro sin el zumbido de la camera obscura, sin la mirilla del narrador omnisciente, renuncia al encantamiento y de este modo lo realiza. La experiencia estética es la experiencia de algo que el espíritu no tendría ni por parte del mundo ni por sí mismo, posibilidad que su imposibilidad promete. El arte es la promesa de felicidad que se rompe.