APARIENCIA Y EXPRESIÓN

Crisis de la apariencia

La emancipación respecto del concepto de armonía se revela como rebelión contra la apariencia: la construcción es inherente tautológicamente a la expresión, a la que esta contrapuesta polarmente. Pero la rebelión contra la apariencia no tiene lugar, como Benjamin pensaba, en beneficio del juego, aunque no se puede pasar por alto el carácter cíclico de, por ejemplo, las permutaciones en vez de los desarrollos ficticios. En conjunto, la crisis de la apariencia parece arrastrar al juego: lo que es justo para la armonía que la apariencia funda también lo es para la inofensividad del juego. El arte que busca en el juego su salvación de la apariencia se pasa al deporte. La fuerza de la crisis de la apariencia se muestra en el hecho de que también la sufre la música, que a primera vista está al margen de lo ilusorio.

En la música se extinguen momentos de ficción hasta en su figura más sublimada, no solo la expresión de sentimientos inexistentes, sino también momentos estructurales, como la ficción de una totalidad cuya irrealizabilidad se conoce. En la musica grande, como la de Beethoven, pero probablemente mucho más allá del arte del tiempo, los llamados elementos primordiales con que da el análisis no suelen ser nada. Solo en la medida en que se acercan asintóticamente a la nada, se funden como puro devenir en el todo. En tanto que figuras parciales diferenciadas, siempre quieren ser algo: motivo o tema. La nihilidad inmanente de sus determinaciones elementales degrada el arte integral a lo amorfo; esta tendencia crece cuanto más organizado está el arte. Solo lo amorfo hace a la obra de arte apta para su integración. Mediante el acabamiento, el alejamiento respecto de la naturaleza no formada, vuelve el momento natural, lo todavía no formado, no articulado. A quien mira las obras de arte desde muy cerca, las obras más objetivadas se le transforman en un hormiguero; los textos, en sus palabras. Si se cree tener en las manos inmediatamente los detalles de las obras de arte, se deshacen en lo indeterminado e indiferenciado: hasta tal punto están mediadas.

Ésa es la manifestación de la apariencia estética en la estructura de las obras de arte. Lo particular, que es el elemento vital de las obras, se volatiliza; su concreción se evapora bajo la mirada micrológica. El proceso, que en cada obra de arte se convierte en algo objetual, se resiste a ser fijado en el eso de ahí y se deshace hacia el lugar de donde vino. La pretensión de objetivación de las obras de arte fracasa en ellas mismas. Tan profundamente está inmersa la ilusión en las obras de arte, incluso en las no figurativas. La verdad de las obras de arte depende de si consiguen absorber en su necesidad inmanente a lo no-idéntico al concepto, a lo que de acuerdo con la medida del concepto es lo contingente. Su finalidad necesita lo que no sirve al fin. De este modo se introduce en su propia coherencia algo ilusorio; su lógica todavía es apariencia. Su finalidad tiene que suspenderse mediante su otro para subsistir. Nietzsche rozó esto con la frase, sin duda problemática, de que en la obra de arte todo puede cambiar; esta frase sólo vale dentro de un idioma establecido, de un «estilo» que garantiza el espectro de variaciones. Si no hay que tomar estrictamente la compacidad inmanente de las obras, la apariencia las alcanza incluso donde ellas se creen más protegidas frente a ella. Las obras la desmienten al desmentir la objetividad que ellas producen.

Ellas mismas, no la ilusión que ellas despiertan, son la apariencia estética. Lo ilusorio de las obras de arte se ha contraído en la pretensión de ser un todo. El nominalismo estético condujo a la crisis de la apariencia porque el arte quiere ser enfáticamente esencial. La susceptibilidad hacia la apariencia tiene su sede en la cosa. Hoy, cada momento de la apariencia estética trae consigo la incoherencia estética, contradicciones entre lo que la obra de arte parece y lo que la obra de arte es. Su presentación plantea la pretensión de esencialidad; sólo cumple esta pretensión de una manera negativa, pero en la positividad de su propia presentación siempre está también el gesto de un más, de un pathos del que no se puede desprender ni la obra menos patética. Si la pregunta por el futuro del arte no fuera estéril y sospechosa de tecnocracia, se agudizaría en la pregunta de si el arte puede sobrevivir a la apariencia. Un caso ejemplar de la crisis de la apariencia fue la rebelión trivial hace cuarenta años contra el vestuario en el teatro: Hamlet en frac, Lohengrin sin cisne. Tal vez no se atacaba así tanto a las infracciones de las obras de arte contra la mentalidad realista imperante como a su imaginería inmanente, con la que ellas ya no eran capaces de cargar. Hay que interpretar el comienzo de la Recherche de Proust como el intento de engañar al carácter de apariencia: de introducirse imperceptiblemente en la mónada de la obra de arte, sin establecer violentamente su inmanencia formal y sin recurrir a un narrador omnipresente y omnisciente. El problema de cómo empezar, de cómo acabar, alude a la posibilidad de una teoría de las formas estéticas que sea al mismo tiempo completa y material, la cual también tendría que tratar las categorías de prosecución, de contraste, de transición, de desarrollo y de «nudo», así como si hoy todo tiene que estar igualmente cerca del punto central o ser de proximidad diversa. La apariencia estética se incrementó en el siglo XIX a la fantasmagoría.

Las obras de arte borraron las huellas de su producción; presumiblemente, porque el avance del espíritu positivista se comunicó al arte, que tenía que ser un hecho y se avergonzaba de lo que revelaba que su inmediatez estaba mediada[50]. Las obras obedecieron a esto hasta bien entrada la modernidad. Su carácter de apariencia se incrementó hasta su carácter de absoluto; esto se esconde detrás del término hegeliano religión artística, que la obra del schopenhaueriano Wagner tomó al pie de la letra. La modernidad acabó rebelándose contra la apariencia de la apariencia de no ser apariencia. Ahí convergen todos los esfuerzos para perforar el hermético nexo de inmanencia de las obras mediante intromisiones francas, dejar libre a la producción en el producto y poner hasta cierto punto el proceso de producción en vez de su resultado; una intención, por lo demás, que no era extraña a los grandes representantes de la época idealista. El aspecto fantasmagórico de las obras de arte, que las hacía irresistibles, se volvió sospechoso antes incluso de la Nueva Objetividad y del funcionalismo, en formas habituales (como la novela) en que la omnipresencia ficticia del narrador va acompañada por la pretensión de algo fingido en tanto que real e irreal en tanto que ficción. Los antípodas George y Karl Kraus rechazaron la novela, pero también la quiebra de su pura inmanencia formal que llevaron a cabo novelistas como Proust y Gide da testimonio del mismo malaise, no simplemente de una mentalidad general y antirromántica de la época.

Más bien, se podría considerar al aspecto fantasmagórico que refuerza tecnológicamente la ilusión del ser-en-sí de las obras como el adversario de la obra de arte romántica que mediante la ironía sabotea de antemano al aspecto fantasmagórico. Este aspecto se volvió penoso porque el ser-en-sí integro en el que se basa la obra de arte pura es incompatible con su definición como algo hecho por seres humanos y, por tanto, mezclado a priori con el mundo de las cosas. La dialéctica del arte moderno consiste en buena medida en que el arte moderno quiere quitarse de encima el carácter de apariencia, como los animales un cuerno que les ha salido. Las aporías en el movimiento histórico del arte arrojan su sombra sobre la posibilidad misma del arte. También corrientes antirrealistas como el expresionismo participaron en la rebelión contra la apariencia. Mientras el expresionismo se oponía a la copia de lo exterior, intento exponer sin tapujos estados anímicos reales y se acerco al psicograma. Pero como consecuencia de esa rebelión, las obras de arte acaban recayendo en la mera coseidad, como castigo a su hybris de ser más que arte. La pseudomorfosis de la ciencia en los mismos tiempos (por lo general, pueril e ignorante) es el síntoma más patente de ese retroceso. Habría que subsumir bajo el concepto de un segundo naturalismo a no pocos productos de la música y de la pintura de hoy, pese a su no-objetualidad y a su lejanía de la expresión. Los procedimientos crudamente fisicalistas en el material, las relaciones calculables entre los parámetros, reprimen inútilmente a la apariencia estética, a la verdad de que esos procedimientos y esas relaciones han sido puestos. Al desaparecer este hecho en el nexo autónomo de esas obras, quedo el aura como el reflejo de lo humano que se objetiva en ellas. La alergia al aura, a la que hoy no se puede sustraer ningún arte, va unida a la irrupción de la inhumanidad. Esa cosificación reciente, la regresión de las obras de arte a la literalidad barbara de lo que sucede estéticamente, y la culpa fantasmagórica están entrelazadas de manera inextricable. En cuanto la obra de arte siente un temor tan fanático por su pureza que ella misma se desconcierta y saca fuera lo que ya no puede llegar a ser arte (el lienzo y el mero material sonoro), se convierte en su propio enemigo, en la continuación directa y falsa de la racionalidad instrumental. Esta tendencia condujo al happening. Lo legítimo en la rebelión contra la apariencia en tanto que ilusión y lo ilusorio en esa rebelión (la esperanza en que la apariencia estética salga del lodazal tirando de su propia coleta) van unidos. Esta claro que no se puede liberar al carácter de apariencia de las obras de una porción de imitación de lo real más o menos latente y, por tanto, de la ilusión. Pues todo lo que las obras de arte contienen de forma y materiales, de espíritu y tema, ha emigrado de la realidad a las obras de arte y se ha despojado en ellas de su realidad: así se convierte en la copia de esa realidad. Hasta la determinación estética más pura, el aparecer, esta mediada con la realidad en tanto que su negación determinada. La diferencia de las obras de arte respecto de la empiria, su carácter de apariencia, se constituye en la empiria y en la tendencia contra ella. Si las obras de arte quisieran, en nombre de su propio concepto, anular absolutamente esa relación, anularían su propio presupuesto. El arte es infinitamente difícil también en cuanto que tiene que trascender su concepto para cumplirlo, y sin embargo se adapta a la cosificación (contra la que protesta) donde él se vuelve parecido a lo real: hoy, el compromiso se convierte inevitablemente en una concesión estética. Lo ineffabile de la ilusión impide resolver en un concepto de aparición absoluta la antinomia de la apariencia estética Mediante la apariencia que lo proclama, las obras de arte no se convierten literalmente en epifanías, por más difícil que le resulte a la experiencia estética genuina no confiar en que en las obras de arte auténticas está presente lo absoluto. Es inherente a la grandeza de las obras de arte despertar esta confianza. Aquello mediante lo cual se convierten en un despliegue de la verdad es al mismo tiempo su pecado capital, y el arte no puede absolverse a sí mismo de este pecado. Lo arrastra consigo porque se comporta como si se le hubiera concedido la absolución — Que pese a esto haya que cargar con un resto de apariencia, no se puede separar del hecho de que también las obras que renuncian a la apariencia están amputadas del efecto político real que inspiraba originalmente (en el dadaísmo) esa concepción El mismo comportamiento mimético mediante el cual las obras herméticas atacan al ser-para-otro burgués se vuelve culpable mediante la apariencia del puro en-sí, a la que no se escapa lo que a continuación la destruye. Si no hubiera que temer un malentendido idealista, se podría considerar a esto la ley de cada obra, y de este modo se llegaría muy cerca de la legalidad estética: que la obra se asemeje a su propio ideal objetivo, no al del artista. La mimesis de las obras de arte es la semejanza consigo mismo. Esa ley es fundada, univoca o plurívocamente, por el enfoque de cada obra; cada obra esta comprometida con ella en virtud de su constitución Esto diferencia a las imágenes estéticas de las imágenes cultuales.

Las obras de arte se prohíben mediante la autonomía de su figura acoger en sí a lo absoluto, como si fueran símbolos. Las imágenes estéticas se encuentran bajo la prohibición de las imágenes. Por tanto, precisamente la apariencia estética e incluso su coherencia máxima en la obra hermética es la verdad. Las obras herméticas no afirman lo que las trasciende como ser en un ámbito superior, sino que subrayan mediante su impotencia y superfluidad en el mundo empírico el momento de caducidad de su contenido. La torre de marfil, en cuya proscripción los gobernados de los países democráticos están de acuerdo con los dirigentes de los países totalitarios, tiene algo de eminentemente ilustrado en la firmeza del impulso mimético en tanto que impulso a la igualdad consigo mismo; su spleen es una consciencia más correcta que las doctrinas de la obra de arte comprometida o didáctica, cuyo carácter regresivo casi se vuelve flagrante en la estupidez y trivialidad de las sabidurías presuntamente comunicadas por ellas. Por eso, el arte moderno radical, pese a los veredictos sumarísimos que dictan sobre él por doquier los interesados en política, se puede considerar avanzado por cuanto respecta no sólo a las técnicas desarrolladas en él, sino también al contenido de verdad. Lo que convierte a las obras de arte existentes en algo más que existencia no es algo existente, sino su lenguaje. Las obras auténticas hablan aunque renuncien a la apariencia, desde la ilusión fantasmagórica hasta el último hálito del aura. El esfuerzo de expurgarlas de lo que la subjetividad casual dice a través de ellas confiere involuntariamente a su propio lenguaje un relieve tanto más plástico. A ese esfuerzo se refiere el término expresión en las obras de arte. Con razón, este término no reclama allí donde ha sido empleado durante más tiempo y con más energía, técnicamente (como designación del discurso musical), nada expresado específicamente, ningún contenido anímico especial. De lo contrario, expresivo sería sustituible por los nombres de lo que hay que expresar en cada ocasión. El compositor Arthur Schnabel lo intentó, pero no era posible realizarlo.

Apariencia, sentido, tour de force

Ninguna obra de arte tiene unidad perfecta; cada una ha de fingirla, por lo que colisiona consigo misma. Confrontada con la realidad antagónica, la unidad estética (que se contrapone a ella) se convierte en apariencia también inmanentemente. La elaboración de las obras de arte conduce a la apariencia de que su vida sería lo mismo que la vida de sus momentos, pero los momentos introducen en ellas lo heterogéneo, y la apariencia se convierte en lo falso. De hecho, todo análisis serio descubre ficciones en la unidad estética, ya sea que las partes no se someten voluntariamente a la unidad que se les dicta, ya sea que los momentos están pensados de antemano para la unidad, por lo que no son verdaderos momentos. Lo plural en las obras de arte ya no es lo que era, sino que queda preparado en cuanto pasa al espacio de las obras; la reconciliación estética queda condenada así a lo estéticamente desacertado. La obra de arte es apariencia no sólo como antítesis de la existencia, sino también frente a lo que quiere por sí misma. Está herida de incoherencia. Las obras de arte se presentan como existentes en sí mismas gracias a su nexo de sentido. Este nexo es el órganon de la apariencia en ellas. Al integrarlas, el sentido mismo, lo que funda la unidad, se afirma como presente mediante la obra de arte, sin que lo estuviera realmente. El sentido que produce la apariencia participa al máximo en el carácter de apariencia.

Sin embargo, la apariencia de sentido no es su determinación completa. Pues el sentido de una obra de arte es al mismo tiempo la esencia que se oculta en lo fáctico; introduce en la aparición lo que ésta suele obstruir. La organización de la obra de arte, que agrupa sus momentos de manera que hablen, tiene esta meta, y resulta difícil separarla mediante la sonda crítica de lo afirmativo, de la apariencia de la realidad del sentido, tan limpiamente como le gustaría a la construcción conceptual filosófica. Incluso cuando el arte denuncia a la esencia oculta que él convierte en aparición, con esta negación también está puesta como su medida una esencia no presente, la de la posibilidad; el sentido es inherente a la negación del sentido. Que éste vaya acompañado de la apariencia cuando se manifiesta en una obra de arte confiere a todo arte su tristeza; el arte se aflige más cuanto más perfectamente el nexo conseguido sugiere sentido; se ve fortalecida la tristeza del «¡Si fuera así!». Esa tristeza es la sombra de lo heterogéneo a toda forma, de la mera existencia. En las obras de arte dichosas, la tristeza anticipa la negación del sentido en las obras trastornadas, el reverso del anhelo. Las obras de arte dicen sin palabras que eso existe, sobre el trasfondo de que eso no existe en tanto que sujeto gramatical incobrable; eso no se puede poner en relación de manera demostrativa con nada presente en el mundo. En la utopía de su forma, el arte se doblega ante el peso de la empiria, de la que se aparta en tanto que arte. De lo contrario, su perfección no es nada. La apariencia en las obras de arte es hermana del progreso de la integración, que tienen que exigir de sí mismas y mediante el cual su contenido parece presente inmediatamente. La herencia teológica del arte es la secularización de la revelación, ideal y límite de cada obra. Contaminar el arte con la revelación significaría repetir irreflexivamente en la teoría su ineludible carácter de fetiche. Extirpar del arte la huella de la revelación lo degradaría a una repetición sin diferencias de lo que es. Las obras de arte organizan el nexo de sentido, la unidad, porque la unidad no existe, y en tanto que organizada niega el ser-en-sí por razón del cual se acometió la organización, y al final niega el arte mismo. Todo artefacto se opone a sí mismo. Las obras que están dispuestas como tour de force, como acto equilibrista, sacan a la luz algo sobre todo arte: la realización de lo imposible. En verdad, la imposibilidad de cada obra de arte determina hasta a la más sencilla como tour de force. La difamación del elemento virtuoso por Hegel[51], al que sin embargo Rossini le gustaba muchísimo, pervive en el rencor contra Picasso y complace de tapadillo a la ideología afirmativa, que encubre el carácter antinómico del arte y de todos sus productos: las obras que le gustan a la ideología afirmativa se orientan por el topos (al que desafía el tour de force) de que el arte grande tiene que ser sencillo. No es uno de los peores criterios de la fertilidad del análisis estético-técnico que descubra como una obra se convierte en un tour de force. La idea de tour de force solo se atreve a manifestarse sin tapujos en niveles de la practica artística que se encuentran fuera del territorio de su concepto de cultura; de aquí parece proceder la simpatía entre la vanguardia y el music hall o las variedades; los extremos se tocan contra el ámbito medio de interioridad de un arte que mediante su adhesión a la cultura traiciona a lo que el arte debe ser. En la irresolubilidad total de sus problemas técnicos se le vuelve perceptible dolorosamente al arte la apariencia estética; de la manera más rotunda, en las cuestiones de la exposición artística: de la interpretación de la música o de los dramas. Interpretarlos correctamente significa formularlos como problema: conocer las exigencias incompatibles con que las obras confrontan a sus interpretes en la relación del contenido con su aparición. La reproducción de las obras de arte tiene que sacar a la luz su tour de force, encontrar el punto de indiferencia en que se esconde la posibilidad de lo imposible. Debido al carácter antinómico de las obras, su reproducción completamente adecuada no es posible; cada reproducción tendría que oprimir a un momento contradictorio. El criterio supremo de la exposición es si sin esa opresión se convierte en escenario de los conflictos que se han agudizado en el tour de force. — Las obras concebidas como tour de force son apariencia porque se hacen pasar esencialmente por lo que no pueden ser esencialmente; se corrigen al subrayar su propia imposibilidad; ésta es la legitimación del elemento virtuoso en el arte, que impide una estética estrecha de la interioridad. Habría que elaborar en relación con las obras más auténticas la prueba del tour de force, de la realización de algo irrealizable. Bach, del que quiere apropiarse la interioridad vulgar, era virtuoso en la unificación de lo incompatible. Lo que él componía era una síntesis del bajo continuo y de la polifonía Su música se adapta sin dificultades a la lógica del progreso de los acordes, pero la libra de su gravedad heterogénea gracias a que es un resultado puro del contrapunto; esto confiere a la obra de Bach su suspensión singular. La paradoja de un tour de force se podría exponer con no menos contundencia en Beethoven: que de la nada surja algo es la prueba estético-real de los primeros pasos de la lógica hegeliana.

Salvación de la apariencia; armonía y disonancia

El carácter de apariencia de las obras de arte es mediado de manera inmanente, por su propia objetividad. Al fijar un texto, una pintura, una música, la obra esta presente de hecho y simplemente finge el devenir que ella incluye, su contenido; hasta las tensiones más extremas de un transcurso en el tiempo estético son ficticias en la medida en que están predecididas de una vez para siempre en la obra; de hecho, el tiempo estético es hasta cierto punto indiferente frente al tiempo empírico, al que neutraliza. En la paradoja del tour de force de hacer posible lo imposible se enmascara la paradoja estética por antonomasia: como puede conseguir el hacer que aparezca algo no hecho; como puede ser verdadero lo que de acuerdo con su propio concepto no es verdadero. Esto solo es pensable del contenido en tanto que diferente de la apariencia, pero ninguna obra de arte tiene al contenido de otra manera que mediante la apariencia, en la propia figura de la apariencia. Por eso, el centro de la estética sería la salvación de la apariencia, y el derecho enfático del arte, la legitimación de su verdad, depende de esa salvación.

La apariencia estética quiere salvar lo que el espíritu activo, que también produjo a los portadores de la apariencia, a los artefactos, sustrajo a aquello que degrado a material suyo, a para-otro. Pero así aquello que tiene que salvar se le convierte en algo dominado, o incluso producido por ella; la salvación mediante la apariencia es aparente, y la obra de arte carga mediante su carácter de apariencia con la impotencia de esa salvación. La apariencia no es la característica formalis de las obras de arte, sino material, la huella del dardo que ellas querrían revocar. Solo en la medida en que su contenido es verdadero sin metáforas, el arte se desprende de la apariencia que su estar-hecho produce. Si el arte se comporta como si mediante la tendencia a la copia fuera lo que parece, se convierte en el vértigo del trompe l’oeil, víctima precisamente de ese momento suyo que querría encubrir; en esto se basa lo que se ha llamado objetividad. El ideal de ésta sería que la obra de arte, sin querer parecer otra cosa que lo que es, estuviera elaborada de tal manera que potencialmente coincidieran lo que ella parece y lo que ella quiere ser. Gracias a que la obra de arte está formada, no a la ilusión ni a que la obra de arte sacuda en vano la verja de su carácter de apariencia, éste tal vez no tenga la última palabra.

Sin embargo, ni siquiera la objetivación de las obras de arte se libra de la cubierta de su apariencia. En la medida en que su forma no es simplemente idéntica a su adecuación a los fines prácticos, las obras de arte siguen siendo (aunque su factura no quiera parecer nada) apariencia frente a la realidad de la que difieren mediante su mera determinación como obras de arte. Al anular los momentos de la apariencia que están adheridos a ellas, se fortalece la apariencia que emana de su propia existencia; mediante su integración, ésta se condensa en un en-sí, lo cual ellas no son en tanto que algo puesto. Ya no se debe partir de ninguna forma predeterminada; hay que renunciar a las muletillas, al ornamento, a los restos de las formas generales; la obra de arte ha de organizarse desde abajo. Nada le garantiza de antemano a la obra de arte, una vez que su movimiento inmanente ha hecho saltar por los aires a lo general, que se vaya a cerrar, que sus membra disiecta se vayan a reunir. Esto movió a los procedimientos artísticos a preformar entre bastidores (la expresión teatral es procedente) todos los momentos individuales para que se vuelvan aptos para esa transición al todo que la contingencia de los detalles (tomada de manera absoluta) impedía tras la liquidación de lo predeterminado. De este modo, la apariencia se adueña de sus enemigos jurados. Se despierta la ilusión de que no se trata de una ilusión; que lo difuso, lo extraño al yo aquí, y la totalidad puesta armonizan a priori, mientras se organiza la armonía; que se presenta el proceso como si sucediera desde abajo hacia arriba, mientras que en él persiste la vieja determinación desde arriba, que apenas se puede eliminar de la determinación espiritual de las obras de arte.

Habitualmente se pone el carácter de apariencia de las obras de arte en relación con su momento sensorial, en especial en la formulación hegeliana de la aparición sensorial de la idea. Esta concepción de la apariencia se encuentra bajo el hechizo de la concepción tradicional, platónico-aristotélica, que distingue la apariencia del mundo sensible respecto de la esencia o el espíritu puro, el ser verdadero. Sin embargo, la apariencia de las obras de arte surge en su esencia espiritual. Algo aparente es propio del espíritu mismo en tanto que separado de su otro, en tanto que se independiza de él y es inasible en su ser-para-sí; todo espíritu, χωρίς de lo corporal, tiene en sí el aspecto de hacer que sea algo que no es, algo abstracto; éste es el momento de verdad del nominalismo. El arte pone a prueba el carácter de apariencia del espíritu en tanto que un ser sui generis al tomar al pie de la letra la pretensión del espíritu de ser algo existente y ponerlo ante los ojos como algo existente. Esto obliga al arte a la apariencia mucho más que la imitación del mundo sensible mediante lo estético y sensorial a la que el arte aprendió a renunciar. El espíritu no es sólo apariencia, sino también verdad; no es sólo el engaño de algo que es en sí, sino también la negación de todo ser-en-sí falso. El momento de su no-ser y de su negatividad se introduce en las obras de arte, que no vuelven sensible inmediatamente al espíritu, que no lo atrapan, sino que sólo se vuelven espíritu mediante la relación de sus elementos sensoriales entre sí. Por eso, el carácter de apariencia del arte es al mismo tiempo su participación en la verdad. La fuga de algunas manifestaciones artísticas de hoy a la contingencia se podría interpretar como la respuesta desesperada a la ubicuidad de la apariencia: lo contingente ha de pasar al todo sin el pseudos de la armonía preestablecida. De este modo, por una parte la obra de arte es puesta a merced de una legalidad ciega que ya no se puede distinguir de su determinación total desde arriba, y por otra parte el todo es entregado a la contingencia y la dialéctica de individuo y todo es degradado a la apariencia: porque no se obtiene un todo. La falta completa de apariencia retrocede a la ley del caos, en la que la contingencia y la necesidad renuevan su desdichada conjura. El arte no tiene poder sobre la apariencia mediante su eliminación. El carácter de apariencia de las obras de arte tiene como consecuencia el conocimiento de las obras se enfrenta al concepto de conocimiento de la razón pura kantiana. Las obras de arte son apariencia porque sacan fuera su interior, su espíritu, y sólo se conocen en la medida en que (contra la prohibición del capítulo sobre las anfibologías) se conoce su interior. En la crítica kantiana del Juicio estético, que es tan subjetiva que no habla de un interior del objeto estético, esto esta pre-pensado virtualmente en el concepto de teleología.

Kant somete las obras de arte a la idea de algo que tiene en sí mismo un fin, en vez de entregar su unidad solo a la síntesis del sujeto cognoscente. La experiencia artística, en tanto que experiencia de algo con fin, se distingue de la mera formación categorial de algo caótico mediante el sujeto. El método hegeliano de abandonarse a la constitución de los objetos estéticos y dejar de lado sus efectos subjetivos por contingentes pone a prueba la tesis kantiana: la teleología objetiva se convierte en el canon de la experiencia estética. La supremacía del objeto en el arte y el conocimiento de sus obras desde dentro son dos aspectos del mismo estado de cosas. De acuerdo con la distinción tradicional de cosa y fenómeno, las obras de arte tienen en virtud de su contratendencia contra la propia coseidad, contra la cosificación en tanto que tal, su lugar de lado de los fenómenos Pero en ellas la aparición es aparición de la esencia, frente a la que no es indiferente; en ellas, la propia aparición se encuentra de lado de la esencia. Las obras de arte están caracterizadas verdaderamente por la tesis con que Hegel concilia realismo y nominalismo: su esencia tiene que aparecer, su aparición es esencial, no es para otro, sino su determinación inmanente. De acuerdo con esto, ninguna obra de arte esta pensada para un contemplador, ni siquiera para un sujeto trascendental aperceptor (al margen de lo que el productor piense a este respecto); ninguna obra de arte se puede describir y explicar con las categorías de la comunicación. Las obras de arte son apariencia porque procuran a lo que ellas no pueden ser una especie de existencia segunda, modificada; son aparición porque eso no existente en ellas en razón de lo cual ellas existen adquiere una existencia quebrada gracias a la realización estética Sin embargo, el arte no puede alcanzar la identidad de esencia y aparición, que también se escapa al conocimiento de lo real. La esencia que pasa a la aparición y la acuña también la hace saltar por los aires; lo que aparece es, debido a su determinación como algo que aparece, al mismo tiempo una envoltura ante lo que aparece. El concepto estético de armonía y todas las categorías que están reunidas en torno a él querían negar esto. Tenían la esperanza de llegar a un equilibrio de esencia y aparición mediante actuaciones del tacto (por decirlo así); a esto se refieren términos de la vieja manera de hablar como la «habilidad del artista». La armonía estética nunca está consumada, sino que es pulimento y balance; en el interior de todo lo que en el arte se puede considerar con razón armónico sobrevive lo desesperado y contradictorio[52]. De acuerdo con su constitución, en las obras de arte tiene que disolverse todo lo que es heterogéneo a su forma, mientras que ellas solo son forma en relación con lo que les gustaría hacer desaparecer. Las obras de arte impiden mediante su propio a priori que aparezca lo que quiere aparecer en ellas. Tienen que ocultarlo, y a esto se opone la idea de su verdad hasta que ellas renuncien a la armonía Sin el memento de contradicción y no-identidad, la armonía sena irrelevante desde el punto de vista estético, igual que Hegel dice en Diferencia entre los sistemas filosóficos de Fichte y Schelling que la identidad solo se puede pensar conjuntamente con algo no idéntico. Cuanto más profundamente se sumergen las obras de arte en la idea de armonía, de la esencia que aparece, tanto menos pueden darse por satisfechas con ella. Apenas es incorrecto que se generalicen cosas que son demasiado divergentes desde el punto de vista de la filosofía de la historia cuando se derivan los gestos anti-armónicos de Miguel Ángel, del Rembrandt tardío o del ultimo Beethoven, no de un desarrollo lleno de sufrimientos subjetivos, sino de la dinámica del concepto de armonía, de su insuficiencia. La disonancia es la verdad sobre la armonía Si se toma esta estrictamente, se revela inalcanzable de acuerdo con su propio criterio. Sus deseos se cumplen cuando esa inalcanzabilidad aparece como parte de su esencia, como en el llamado estilo tardío de los artistas significativos. Este estilo tiene, más allá de la obra individual, una fuerza ejemplar, la fuerza de la suspensión histórica de la armonía estética. La renuncia al ideal clasicista no es un cambio de estilo ni del ominoso sentimiento de vida, sino que su causa es el coeficiente de fricción de la armonía, que presenta reconciliado lo que no lo está, y de este modo peca contra el propio postulado de la esencia que aparece, en el que se basa precisamente el ideal de armonía. La emancipación respecto de él es un despliegue del contenido de verdad del arte.

Expresión y disonancia

La rebelión contra la apariencia, la insatisfacción del arte consigo mismo, está contenida en él de manera intermitente en tanto que momento de su pretensión de verdad desde tiempos inmemoriales. Es decir: el arte de todos los materiales deseó desde siempre la disonancia, pero este deseo fue sofocado por la presión afirmativa de la sociedad con que la apariencia estética se alió. La disonancia es tanto como la expresión; lo consonante, lo armónico quiere dejarla de lado apaciguándola. La expresión y la apariencia están primariamente en antítesis. Si la expresión apenas se puede pensar de otra manera que como la expresión del sufrimiento (la alegría se ha mostrado esquiva a toda expresión, tal vez porque aún no hay alegría y la beatitud carecería de expresión), el arte tiene de manera inmanente en la expresión el momento mediante el cual se defiende contra su inmanencia bajo la ley formal. La expresión del arte se comporta miméticamente, igual que la expresión de lo vivo es la expresión del dolor. Los rasgos de la expresión que están grabados en las obras de arte, si no han de ser romos, son líneas de demarcación contra la apariencia. Pero como las obras de arte son apariencia, el conflicto entre ésta (la forma en el sentido más amplio) y la expresión no está dirimido y fluctúa históricamente. El comportamiento mimético (una posición ante la realidad más acá de la contraposición fija de sujeto y objeto) es adoptado por la apariencia mediante el arte, el órgano de la mímesis desde el tabú mimético, y se convierte (de manera complementaria a la autonomía de la forma) en el portador de la apariencia. El despliegue del arte es el de un quid pro quo: la expresión, mediante la cual la experiencia no estética se introduce a fondo en las obras, se convierte en prototipo de todo lo ficticio en el arte, como si en el lugar en que el arte es más permeable a la experiencia real la cultura vigilara con todo rigor que no se vulnere la frontera. Los valores expresivos de las obras de arte ya no son inmediatamente los valores de lo vivo. Quebradas y transformadas, las obras de arte se convierten en expresión de la cosa: el término musica ficta parece ser el testimonio más antiguo de esto. Ese quid pro quo neutraliza no simplemente a la mímesis, también se sigue de ella. Si el comportamiento mimético no imita a nada, sino que se hace igual a sí mismo, las obras de arte se encargan de consumar esto. En la expresión, no imitan emociones humanas individuales, mucho menos las de sus autores; donde se determinan esencialmente de este modo, incurren (en tanto que copias) en la objetualización a la que se opone el impulso mimético. Al mismo tiempo, en la expresión artística se ejecuta el juicio histórico sobre la mimesis en tanto que comportamiento arcaico: que ella, practicada inmediatamente, no es conocimiento; que lo que se hace igual a sí mismo no se vuelve igual; que la intervención de la mimesis fracasó (esto destierra a la mímesis al arte que se comporta miméticamente, el cual absorbe en la objetivación de ese impulso la crítica a él).

Sujeto-objeto y expresión

Aunque se ha dudado pocas veces de que la expresión sea un momento esencial del arte (el recelo de hoy ante la expresión confirma su relevancia y se refiere propiamente a todo el arte), su concepto se rebela, al igual que la mayor parte de los conceptos estéticos centrales, contra la teoría que quiere nombrarlo: lo que es contrario cualitativamente al concepto difícilmente se puede llevar a su concepto; la forma en que algo se puede pensar no es indiferente a lo pensado. Desde la filosofía de la historia, habrá que interpretar la expresión como un compromiso.

La expresión busca lo transubjetivo, es la figura del conocimiento que, habiendo precedido en tiempos a la polaridad de sujeto y objeto, no la reconoce como algo definitivo. Sin embargo, esta figura es secular en tanto que intenta consumar ese conocimiento en el estado de polaridad como un acto del espíritu que es para sí.

La expresión estética es objetualización de lo no objetual, que al ser objetualizado se convierte en lo no-objetual segundo, en lo que habla desde el artefacto, no como imitación del sujeto. Por otra parte, la objetivación de la expresión, que coincide con el arte, necesita del sujeto que la produce y explota (dicho a la manera burguesa) sus propias emociones miméticas. El arte es expresivo donde desde él habla, mediado subjetivamente, algo objetivo: la tristeza, la energía, el anhelo. La expresión es el rostro lamentoso de las obras. Las obras muestran este rostro a quien responde a su mirada incluso aunque estén compuestas en tono alegre o glorifiquen la vie opportune del rococó. Si la expresión fuera la simple duplicación de lo sentido subjetivamente, no sería nada; bien lo sabe la burla de los artistas sobre un producto que hay que sentir, no que inventar. Más que esos sentimientos, su modelo es la expresión de cosas y situaciones extra-artísticas. En ellas ya se han sedimentado y hablan los procesos y las funciones históricas.

Kafka es ejemplar aquí para el gesto del arte y deriva su irresistibilidad del hecho de que vuelve a transformar esa expresión en el acontecimiento que fue cifrado en ella. La expresión se vuelve así doblemente enigmática, pues lo sedimentado, el sentido expresado, carece de sentido, es historia natural más allá de la cual solo conduce lo que, siendo impotente, es capaz de expresarse. El arte es imitación sólo en tanto que imitación de una expresión objetiva, desprendida de toda psicología, que el sensorio tal vez captó alguna vez en el mundo y que no sobrevive más que en las obras. Mediante la expresión, el arte se cierra al ser-para-otro que la devora ansiosamente y habla en si: ésta es su consumación mimética. Su expresión es lo contrario del expresar algo.

La expresión como carácter lingüístico

Esa mimesis es el ideal del arte, no su procedimiento practico, tampoco una actitud dirigida a los caracteres expresivos. Del artista pasa a la expresión la mímica que desata en él lo expresado; si lo expresado se convierte en contenido anímico tangible del artista, y la obra de arte en su copia, la obra degenera en una fotografía borrosa. La resignación de Schubert tiene su lugar no en el presunto estado de ánimo de su música, no en cómo se sentía él (como si la obra delatara algo al respecto), si no en él «casi es» que ella proclama con el gesto del dejarse caer: ese gesto es su expresión. El compendio de esa expresión es el carácter lingüístico del arte, que es completamente diferente del lenguaje en tanto que medio del arte. Se podría especular sobre si aquél es incompatible con éste; el esfuerzo de la prosa desde Joyce para poner fuera de acción al lenguaje discursivo o al menos subordinario a las categorías formales hasta que la construcción se vuelva irreconocible encontraría de este modo una explicación: el arte moderno se esfuerza por transformar el lenguaje comunicativo en un lenguaje mimético. En virtud de su carácter doble, el lenguaje es un constituyente del arte y su enemigo mortal. Las ánforas etruscas de Villa Giulia hablan muchísimo y son inconmensurables con todo lenguaje comunicador. El verdadero lenguaje del arte es mudo; su momento mudo tiene la primacía sobre el momento significativo de la poesía, que tampoco está ausente por completo de la música. Lo que en los jarrones es similar al lenguaje es como un «Aquí esto yo» o un «Esto soy yo», una mismidad que se extrajo de la interdependencia de lo existente ya antes del pensamiento identificador. Así, un rinoceronte, el animal mudo, parece decir: «Soy un rinoceronte». El verso de Rilke «pues ahí no hay ningún lugar / que no te mire»[53], del que Benjamin tenía una gran opinión, codifica de una manera apenas superada ese lenguaje no significativo de las obras de arte: la expresión es la mirada de las obras de arte. En comparación con el lenguaje significativo, el lenguaje de las obras de arte es más antiguo, pero todavía no se ha realizado: como si las obras de arte, al amoldarse al sujeto, repitieran cómo surgió y se desarrolló. Las obras de arte tienen expresión no donde comunican al sujeto, sino donde vibran con la prehistoria de la subjetividad, con la historia de la animación; el tremolo de una figura es insoportable como sucedáneo de eso. Esto circunscribe la afinidad de la obra de arte con el sujeto. Esa afinidad sobrevive porque en el sujeto sobrevive esa prehistoria. El sujeto vuelve a comenzar desde cero en cada historia. Como instrumento de la expresión sólo vale el sujeto, por más que, aunque se crea inmediato, sea algo mediado. Incluso donde lo expresado se parece al sujeto, donde las emociones son subjetivas, son at mismo tiempo impersonales, pasan a la integración del yo, no se agotan en ella. La expresión de las obras de arte es lo no subjetivo en el sujeto, su propia expresión menos que su impronta; nada es tan expresivo como los ojos de los animales (antropoides) que parecen objetivamente lamentarse de no ser humanos. La transposición de las emociones a las obras, que hacen suyas en virtud de su integración, convierte a las emociones dentro del continuo estético en lugartenientes de la naturaleza extra-estética, pero ya no eminentes físicamente como sus copias. Esta ambivalencia es registrada por toda experiencia genuinamente estética, incomparablemente en la descripción kantiana del sentimiento de lo sublime como algo que vibra entre la naturaleza y la libertad. Esa modificación es, sin ninguna reflexión sobre lo espiritual, el acto constitutivo de la espiritualización en todo arte. El arte posterior solo despliega este acto, pero ya está puesto en la modificación de la mimesis mediante la obra, si es que no sucede mediante la mimesis misma como la preforma fisiológica del espíritu. La modificación tiene parte de la culpa en la esencia afirmativa del arte porque ella mitiga el dolor mediante la imaginación y lo hace dominable y lo deja sin cambiar realmente mediante la totalidad espiritual en que él desaparece.

Dominio y conocimiento conceptual

Aunque el arte se caracteriza por el extrañamiento universal y fue incrementado por él, no está extrañado por el hecho de que todo en él haya pasado por el espíritu, haya sido humanizado sin violencia. El arte oscila entre la ideología y la que Hegel atribuye al reino propio del espíritu, la verdad de la certeza de sí mismo. Aunque el espíritu domine ampliamente en el arte, al ser objetivado se libera de sus fines de dominio. Al crear las obras estéticas un continuo que es completamente espíritu, se convierten en la apariencia del en-sí bloqueado en cuya realidad las intenciones del sujeto se cumplirían y borrarían. El arte corrige el conocimiento conceptual porque, escindido, consigue lo que el conocimiento conceptual espera en vano de la relación sujeto-objeto no figurativa: que mediante una prestación subjetiva se desvele algo objetivo. El arte no aplaza esa prestación sin fecha. La extrae de su propia finitud al precio de su propio carácter de apariencia. Mediante la espiritualización, mediante el dominio radical de la naturaleza y de sí mismo, el arte corrige el dominio de la naturaleza en tanto que dominio de lo otro. Lo que se instaura en la obra de arte desde fuera del sujeto como algo permanente, como un fetiche rudimentario, figura por lo no extrañado; pero lo que se comporta en el mundo como si sobreviviera en tanto que naturaleza no idéntica se convierte en material del dominio de la naturaleza y en vehículo del dominio social, completamente extrañado. La expresión, con la cual la naturaleza se cuela en el arte, es al mismo tiempo su aspecto no literal, el memento de lo que la expresión misma no es y de lo que no se concreta de otra manera que mediante su cómo.

Expresión y mímesis

La mediación de la expresión de las obras de arte por su espiritualización, que en los primeros tiempos del expresionismo estaba presente a sus exponentes significativos, implica la crítica de ese dualismo burdo de forma y expresión por el que se orientan tanto la estética tradicional como la consciencia de algunos artistas genuino[54]. No es que esa dicotomía carezca de fundamento. Ni la preponderancia de la expresión aquí ni el aspecto formal allí se pueden eliminar, especialmente en el arte más antiguo, que ofrecía un hogar a las emociones. Pero ambos momentos están mediados mutuamente de una manera muy estrecha.

Donde las obras no están elaboradas, formadas, pierden esa expresividad por razón de la cual se dispensan del trabajo y del esfuerzo de la forma; y la forma presuntamente pura que reniega de la expresión chirría. La expresión es un fenómeno de interferencia, función del procedimiento no menos que mimética.

Por su parte, la mímesis es exigida por la densidad del procedimiento técnico, cuya racionalidad inmanente parece oponerse empero a la expresión. La coacción que ejercen las obras integrales es equivalente a lo que habla en ellas, O es un mero efecto sugestivo; por lo demás, la sugestión está emparentada con procesos miméticos. Esto conduce a una paradoja subjetiva del arte: producir lo ciego (la expresión) desde la reflexión (mediante la forma); no racionalizar lo ciego, sino producirlo estéticamente; «hacer cosas que no sabemos qué son». Esta situación, que hoy se ha agudizado como conflicto, tiene una historia muy larga. Al hablar del poso de lo absurdo, de lo inconmensurable en toda producción artística, Goethe alcanzó la constelación moderna de lo consciente y lo inconsciente, así como la perspectiva de que la esfera del arte cultivada por la consciencia en tanto que inconsciente se convierte en ese spleen como el cual esa esfera se entendió en el segundo romanticismo desde Baudelaire, en esa reserva insertada en la racionalidad y que se suprime virtualmente. La referencia a esto no despacha al arte; quien argumenta de este modo contra la modernidad que se basa mecánicamente en el dualismo de forma y expresión. Lo que para los teóricos no es más que una contradicción lógica, para los artistas es familiar y se despliega en su trabajo: usar el momento mimético que exige, destruye y redime su involuntariedad. La voluntariedad en lo involuntario es el elemento vital del arte; la fuerza para esto es un criterio fiable de la capacidad artística, sin que la fatalidad de ese movimiento quede velada. Los artistas conocen esa capacidad como su sentimiento de forma. Éste es la categoría de mediación con el problema kantiano de cómo el arte, que para él no es conceptual, lleva consigo empero subjetivamente ese momento de lo general y necesario que la crítica de la razón reserva para el conocimiento discursivo. El sentimiento de forma es la reflexión a la vez ciega y vinculante de la cosa en que ésta tiene que confiar; la objetividad cerrada a sí misma que cae en suerte a la facultad mimética subjetiva, la cual por su parte se fortalece en su contrario, en la construcción racional. La ceguera del sentimiento de forma está en correspondencia con la necesidad en la cosa. El arte tiene en la irracionalidad del momento expresivo el fin de toda racionalidad estética. Al arte le incumbe despojarse (contra todo orden dispuesto) tanto de la necesidad natural como de la contingencia caótica. A la contingencia, en la que la necesidad del arte capta su momento ficticio, el arte no le da lo suyo al apropiarse ficticiamente de lo contingente para despotenciar de este modo sus propias mediaciones subjetivas. Más bien, el arte le hace justicia a la contingencia cuando busca a tientas en la oscuridad del camino de su necesidad. Cuanto ms fielmente sigue el arte a su necesidad, tanto menos es transparente a sí mismo. Se oscurece.

Su proceso inmanente tiene algo de zahorí. Seguirle es mimesis, ejecución de la objetividad; las escrituras auromáticas, incluso el Erwartung de Schönberg, se dejaron inspirar por su utopía, pero rápidamente se encontraron con que la tensión de expresión y objetivación no se disuelve en identidad. No basta un termino medio entre la autocensura de la necesidad de expresión y la clemencia de la construcción. La objetivación pasa por los extremos. La necesidad de expresión que no ha sido domada ni por el gusto ni por el entendimiento artístico converge con la desnudez de la objetividad racional. Por otra parte, el pensarse a sí misma de la obra de arte, su noésis noéseos, no se puede tutelar mediante una irracionalidad prescrita. Con los ojos cerrados, la racionalidad estética tiene que lanzarse a la configuración en vez de dirigirla desde fuera, como reflexión sobre la obra de arte. Las obras de arte son inteligentes o estúpidas de acuerdo con su manera de proceder, pero no lo son los pensamientos que un autor elabora sobre ellas. De esta racionalidad objetiva inmanente es en todo instante el arte de Beckett, aislado férreamente contra la racionalidad superficial, pero esa racionalidad no es una prerrogativa de la modernidad, sino que también se encuentra (por ejemplo) en las abreviaciones del Beethoven tardío, en la renuncia a aditamentos superfluos y, por tanto, irracionales. Al revés, obras de arte menores, en especial la música ruidosa, son de una estupidez inmanente contra la que reaccionó polémicamente en la modernidad el ideal de mayoría de edad. La aporía de mimesis y construcción se convierte para las obras de arte en la obligación de combinar el radicalismo con la sensatez, sin hipótesis auxiliares añadidas de manera apócrifa.

Dialéctica de la interioridad

Pero la sensatez no saca de la aporía. Históricamente, una de las raíces de la rebelión contra la apariencia es la alergia a la expresión; si la relación generacional tiene algo que ver con el arte, es aquí. El expresionismo se ha convertido en la imagen del padre. Se ha podido demostrar empíricamente que los seres humanos que no son libres, sino convencionalistas y agresivo-reaccionarios, tienden a rechazar la intraception, la autorreflexión, y por tanto también la expresión en tanto que demasiado humana. Sobre el trasfondo de la lejanía general al arte, se oponen con un rencor especial a la modernidad. Psicológicamente, obedecen a los mecanismos de defensa con que un yo débilmente formado expulsa de silo que podría quebrantar su arduo funcionamiento y sobre todo podría dañar a su narcisismo. Se trata de la actitud de la intolerance of ambiguity, la intolerancia hacia lo ambivalente, hacia lo que no es subsumible limpiamente; al final, hada lo abierto, hacia lo que ninguna instancia ha predeterminado, hacia la experiencia misma. Tras el tabú mimético se encuentra un tabú sexual: nada ha de ser húmedo, el arte se vuelve a ser higiénico. Algunas de sus corrientes se identifican con ego y con la caza de brujas contra la expresión. El antipsicologismo de la modernidad cambia su función. Al principio, era prerrogativa de una vanguardia que combatía tanto al Jugendstil como al realismo prolongado en lo interior, pero fue socializado y puesto al servicio de lo existente. De acuerdo con la tesis de Max Weber, la categoría de interioridad procede del protestantismo, que situó la fe por encima de las obras. Mientras que todavía en Kant la interioridad también se refería a la protesta contra el orden impuesto heterónomamente a los sujetos, desde el principio le acompañaba la indiferencia hacia ese orden, la predisposición a dejarlo en paz y a obedecerle.

Esto estaba en consonancia con el hecho de que la interioridad procede del proceso de trabajo: tenía que criar un tipo antropológico que por deber, casi voluntariamente, lleve a cabo el trabajo asalariado que el nuevo modo de producción necesita y al que lo obligan las nuevas relaciones sociales de producción. Con la creciente impotencia del sujeto que es para si, la interioridad se ha convertido en ideología, en el espejismo de un reino interior cuyos habitantes se resarcen de lo que se les niega socialmente; de este modo, la interioridad se vuelve cada vez más sombría, carente de contenido. El arte no quiere acomodarse a esto por más tiempo. Pero apenas se puede eliminar del momento de la interiorización. Benjamin dijo una vez: «La interioridad, que se vaya al diablo». Esto se dirigía contra Kierkegaard y la «filosofía de la interioridad» que se basa en él, cuyo nombre habría sido tan contrario al teólogo como la palabra ontología. Benjamin se refería a la subjetividad abstracta, que inútilmente se presenta como sustancia. Pero su frase no es toda la verdad, como tampoco lo es el sujeto abstracto. El espíritu (también el del propio Benjamin) tiene que recogerse en sí para poder negar el en-sí. Desde el punto de vista de la estética, esto se podría demostrar en la con transposición entre Beethoven y el jazz, al que los oídos de algunos músicos ya empiezan a ser sordos. Beethoven es, modificado pero determinable, la experiencia plena de la vida exterior que retorna interiormente, igual que el tiempo, el medio de la música, es el sentido interior; la popular music en todas sus versiones está más acá de esa sublimación, es un estimulante somático y, por tanto, regresiva frente a la autonomía estética.

También la interioridad participa de la dialéctica, pero de otra manera que en Kierkegaard. Con su liquidación, no ascendió un tipo humano curado de la ideología, sino un tipo humano que ni siquiera llegaba al yo; el tipo para el que David Riesman acuñó la fórmula outer-directed. De acuerdo con esto, en el arte cae un destello reconciliador sobre la categoría de interioridad. De hecho, la difamación de las obras expresivas radicales en tanto que propias del romanticismo tardío se ha vuelto una cháchara de todos los que desean la repristinación. Abandonarse estéticamente a la cosa, a la obra de arte, no exige un sujeto débil, acomodaticio, sino un yo fuerte. Sólo el yo autónomo es capaz de dirigirse críticamente contra sí mismo y de romper con las ilusiones. Esto no es imaginable mientras el momento mimético sea oprimido desde fuera, por un súper-yo enajenado, estético, en vez de desaparecer en su tensión con lo contrapuesto a él en la objetivación y mantenerse. Sin embargo, la apariencia se vuelve flagrante en la expresión porque ésta se presenta como carente de apariencia y empero se subsume a la apariencia estética; mucho se ha criticado a la expresión por teatrera. El tabú mimético, un componente fundamental de la ontología burguesa, se ha extendido en el mundo administrado a la zona que estaba reservada tolerantemente a la mímesis, y en ella ha buscado curativamente la mentira de la inmediatez humana. Sin embargo, esa alergia sirve al odio al sujeto, sin el cual no tendría sentido la crítica al mundo de las mercancías. El sujeto es negado abstractamente. Es verdad que en la expresión el sujeto, que para compensar presume tanto más cuanto más impotente y funcional se ha vuelto, ya es consciencia falsa al atribuirse en tanto que expresador una relevancia que le había sido sustraída. Pero la emancipación de la sociedad respecto del predominio de sus relaciones de producción tiene como meta la producción real del sujeto que hasta ahora las relaciones han impedido, y la expresión no es simplemente hybris del sujeto, sino lamento por su propio fracaso como clave de su posibilidad.

Ciertamente, la alergia a la expresión tiene su legitimidad más profunda en que algo en ella (antes que todo equipamiento estético) tiende a la mentira. La expresión es a priori limitación. Es ilusoria la confianza latente en ella en que lo que se dice o se grita mejora: un rudimento mágico, fe en lo que Freud llamaba polémicamente «la omnipotencia del pensamiento». Pero la expresión no permanece por completo en el hechizo mágico. Que se diga el sufrimiento, que así se adquiera distancia respecto de la cautiva inmediatez del sufrimiento, lo cambia igual que gritar mitiga el dolor insoportable. La expresión objetivada en el lenguaje persiste; lo dicho no se extingue por completo, ni lo malo ni lo bueno, ni el lema de la solución final ni la esperanza en la reconciliación. Lo que adquiere lenguaje entra en el movimiento de algo humano que todavía no es y que se agita en virtud de su propio desamparo que le obliga a hablar. El sujeto, andando a tientas detrás de su cosificación, la limita mediante el rudimento mimético, lugarteniente de la vida no dañada en medio de la vida dañada que hizo del sujeto ideología. La inextricabilidad de ambos momentos circunscribe la aporía de la expresión artística. A este respecto no se puede juzgar de manera general si alguien que hace rábula rasa con toda expresión es el portavoz de la consciencia cosificada o la expresión sin lenguaje ni expresión que denuncia a la consciencia cosificada. El arte auténtico conoce la expresión de lo que no tiene expresión, el llanto al que le faltan las lágrimas. Por el contrario, la extirpación limpia, neo-objetivista de la expresión se acomoda a la adaptación universal y somete el arte antifuncional a un principio que sólo se podría fundamentar mediante la funcionalidad. Esta manera de reaccionar pasa por alto lo no metafórico, lo no ornamental en la expresión; cuanto más francamente se le abren las obras de arte, tanto más se convierten en protocolos de expresión, giran la objetividad hacia dentro. En las obras de arte matematizadas (como Mondrian) que al mismo tiempo son hostiles a la expresión y se explican positivamente, es evidente al menos que no han decidido el litigio sobre la expresión. Si el sujeto ya no puede hablar inmediatamente, al menos ha de hablar (de acuerdo con la idea de la modernidad no obsesionada con la construcción absoluta) mediante las cosas, mediante su figura extrañada y lesionada.