LO BELLO ARTÍSTICO: APPARITION, ESPIRITUALIZACIÓN, INTUITIVIDAD

El «más» como apariencia

La belleza de la naturaleza consiste en que la naturaleza parece decir más de lo que es. Arrancar este más a su propia contingencia, adueñarse de su apariencia, determinarlo como apariencia, negarlo también como irreal, es la idea del arte. En sí, el más hecho por los seres humanos no garantiza el contenido metafísico del arte. Éste podría ser completamente nulo, y sin embargo las obras de arte podrían poner ese más como algo que aparece. Las obras de arte llegan a ser tales en la producción del más; producen su propia trascendencia, no son su escenario, y de este modo quedan separadas de la trascendencia. El lugar de la trascendencia en las obras de arte es el nexo de sus tos. Al avanzar hacia ese lugar y adaptarse a él, las obras de arte rebasan la aparición que ellas son, pero este rebasamiento puede ser irreal. Las obras de arte son algo espiritual en su consumación, apenas mediante significados. Su trascendencia es lo que habla en ellas o su escritura, pero una escritura sin significado o, más exactamente, con un significado recortado o velado. Mediada subjetivamente, se manifiesta objetivamente, pero de una manera tanto más intermitente. El arte cae por debajo de su concepto si no alcanza esa trascendencia, queda desartizado. Sin embargo, el arte traiciona a la trascendencia al buscarla como nexo efectual. Esto implica un criterio esencial del arte moderno. Las composiciones fracasan como música ambiente o como material meramente elaborado; los cuadros, cuando los esquemas geométricos a que se reducen siguen siendo en la reducción lo que ellos son; de ahí la relevancia de los desvíos de las formas matemáticas en todas las obras que se sirven de ellas.

El horror buscado ya no sirve: no se produce. Una de las paradojas de las obras de arte es que no deben poner lo que ellas ponen; con esto se mide su sustancialidad.

Trascendencia estética y desencantamiento

Para describir el más, no basta la definición psicológica de la figura, de acuerdo con la cual el todo es más que sus partes. Pues el más no es simplemente el nexo, sino otra cosa, mediada por él y empero separada de él. Los momentos artísticos en su nexo sugieren lo que no está en él. Aquí nos topamos con una antinomia de la filosofía de la historia. Bajo la temática del aura, cuyo concepto está muy cerca de la aparición que en virtud de su coherencia va más allá de sí, Benjamin llamó la atención sobre el hecho de que el desarrollo que comienza con Baudelaire hace del aura, de la «atmósfera», un tabú[37]; ya en Baudelaire se produce y niega a un tiempo la trascendencia de la aparición artística. Desde este punto de vista, la desartización del arte se define no sólo como un grado de su liquidación, sino como su tendencia de desarrollo. Sin embargo, en la rebelión ya socializada contra el aura y la atmósfera no desaparece simplemente ese crujir en el que el más del fenómeno se muestra. Basta comparar los buenos poemas de Brecht que se comportan como si fueran enunciados protocolares con los malos poemas de autores en los que la rebelión contra lo poetizante retrocede a lo preestético. Lo que diferencia a la poesía desencantada de Brecht de lo dicho de una manera simplista da a esa poesía su tango eminente. Erich Kahler es el primero que ha visto esto; el poema de las dos grullas es su testimonio más grande[38]. La trascendencia estética y el desencantamiento van al unísono cuando enmudecen: en la obra de Beckett. Que el lenguaje alejado del significado no es un lenguaje que diga, funda la afinidad de este lenguaje con el enmudecimiento. Tal vez, toda expresión que esté emparentada estrechamente con lo que trasciende esté pegada al enmudecimiento, igual que en la música moderna grande nada tiene tanta expresión como lo que se borra, como el sonido que emerge desnudo de la figura densa, en el cual el arte desemboca en su momento natural como consecuencia de su propio movimiento.

Ilustración y horror

El instante de la expresión en las obras de arte no es la reducción de las obras a su material en tanto que algo inmediato, sino que está completamente mediado.

Las obras de arte se convierten en apariciones en el sentido pregnante, en apariciones de otra cosa, cuando el acento cae sobre lo irreal de su propia realidad.

Su carácter inmanente de acto les confiere algo momentáneo, repentino, aunque estén realizadas en sus materiales como algo duradero. El sentimiento de ser asaltado que causa toda obra significativa registra esto. A él le deben todas las obras de arte, igual que lo bello natural, su semejanza con la música, como hace tiempo captó el nombre musa. A la contemplación paciente, las obras de arte se le ponen en movimiento. En esta medida, son verdaderamente copias del horror premundano en la era de la objetualización; su terror se repite ante los objetos objetualizados. Cuanto más profundo es el χωρισμóς entre las cosas separadas unas de otras y la esencia que va desapareciendo, tanto más vacíos miran los ojos de las obras de arte, anámnesis única de lo que tendría su lugar más allá del χωρισμóς. Como el horror ha pasado y empero sobrevive, las obras de arte lo objetivan como sus copias. Pues aunque, en su impotencia ante la naturaleza, los seres humanos hayan temido en tiempos al horror como algo real, no menor ni infundado es su miedo a que ese horror se esfume. Toda Ilustración está acompañada por el miedo a que desaparezca lo que la ha puesto en movimiento y amenaza con ser devorado por ella: la verdad. Replegada sobre sí misma, la Ilustración se aleja de eso inequívocamente objetivo que ella quisiera obtener; de ahí que la coacción de su propia verdad le dé el impulso a mantener lo condenado en nombre de la verdad. El arte es esa mnemosyne. Sin embargo, el instante de la aparición en las obras es la unidad paradójica o el equilibrio de lo que desaparece y lo conservado. Las obras de arte son tanto algo que se detiene como algo dinámico; los géneros que están por debajo de la cultura aprobada (como los tableaux en las escenas circenses y en la revista, ya los juegos mecánicos de agua del siglo XVIII) admiten lo que las obras de arte auténticas ocultan en sí como su a priori secreto. Ahí son ilustradas porque quieren volver conmensurable a los seres humanos el horror interiorizado, que en la antigüedad mágica era inconmensurable. La formulación hegeliana del arte como el intento de quitar lo extraño[39] acierta con esto. En el artefacto, el horror se libera del engaño mítico de su ser-en-sí sin quedar nivelado en el espíritu subjetivo. La independización de las obras de arte, su objetivación mediante los seres humanos, confronta a éstos con el horror en tanto que algo no mitigado y que nunca antes había sido. El acto de extrañamiento en esa objetivación que toda obra de arte lleva a cabo es correctivo.

Las obras de arte son epifanías neutralizadas y, de este modo, cambiadas cualitativamente. Así como las divinidades antiguas aparecen fugazmente (o al menos aparecieron tiempo atrás) en sus lugares de culto, esta aparición se ha convertido en la ley de la permanencia de las obras de arte a costa de la presencia física de lo que aparece. Lo que más se aproxima a la obra de arte en tanto que aparición es la apparition, el fenómeno celeste. La apparition concuerda con las obras de arte en cómo se presenta sobre los seres humanos, al margen de su intención, y sobre el mundo de las cosas. Las obras de arte a las que se les ha eliminado la apparition sin dejar huella no son nada más que cáscaras, peores que la mera existencia, porque ni siquiera sirven para algo. En nada las obras de arte recuerdan tanto al mana en su extremo contrario, en la construcción subjetiva de la ineludibilidad. El instante en que las obras de arte son se vino abajo (al menos en las obras tradicionales) donde se convirtieron en una totalidad a partir de sus momentos particulares. El momento fecundo de su objetivación es el que las concentra en una aparición, no sólo los caracteres de expresión que están esparcidos por las obras de arte. Las obras de arte aventajan al mundo de las cosas por su propia coseidad, por su objetivación artificial. Hablan en virtud de la inflamación de la cosa y la aparición. Son cosas que tienen que aparecer. Su proceso inmanente sale hacia fuera como su propia actuación, no como lo que los seres humanos han hecho en ellas y no simplemente para los seres humanos.

El arte y lo extraño al arte

Prototípico de las obras de arte es el fenómeno de los fuegos artificiales, que debido a su fugacidad y en tanto que entretenimiento vacío apenas han sido tomados en cuenta por la mirada teórica; sólo Valéry elaboró razonamientos que conducen al menos cerca de ellos. Los fuegos artificiales son apparition κατ’έξοχήν: algo que aparece empíricamente, liberado del peso de la empiria, de la duración, a un tiempo signo celeste y producido, advertencia, escritura que se enciende y desaparece, pero que no se puede leer en cuanto a su significado. El aislamiento del ámbito estético, lejos de los fines, como algo completamente efímero no es su determinación formal. Las obras de arte se separan de lo existente defectuoso no mediante una perfección superior, sino (como los fuegos artificiales) actualizándose al irradiar una aparición expresiva. No son solo lo otro de la empiria: todo en ellas se convierte en otro. A esto reacciona con la mayor fuerza la consciencia preartística en las obras de arte. Cede al reclamo que conduce al arte, mediando entre el y la empiria. Aunque la capa preartística queda envenenada por su utilización hasta que las obras de arte la eliminan, sobrevive sublimada en ellas. Las obras de arte no poseen idealidad, sino que en virtud de su espiritualización prometen algo sensorial bloqueado o rehusado. Esa cualidad se vuelve perceptible en fenómenos de los que la experiencia estética se emancipó, en los vestigios de un arte lejano al arte (por decirlo así), al que se llama inferior con razón y sin razón, como es el circo, al que en Francia prestaron atención los pintores cubistas y sus teóricos; en Alemania, Wedekind. El arte corporal (como decía Wedekind) ha quedado no solo por detrás del arte espiritualizado, ni siquiera es simplemente su complemento: careciendo de intención, es también su modelo.

Cada obra de arte conjura mediante su mera existencia, en tanto que ajena a la alineación, al circo y empero esta perdida en cuanto lo imita. El arte se convierte en una imagen no inmediatamente en la apparition, sino solo mediante la tendencia contraria a ella. La capa preartistica del arte es al mismo tiempo el memento de su rasgo anticultural, de su recelo hacia su antítesis al mundo empírico, que deja tranquilo al mundo empírico. Las obras de arte significativas intentan asimilar esa capa hostil al arte. Donde falta esa capa sospechosa de infantilidad (la última huella del violinista ambulante para el espiritual músico de cámara, la última huella de la magia del teatro para el drama sin ilusiones), el arte ha capitulado. También sobre el Fin de partida de Beckett se alza prometedoramente el telón; las obras de teatro y las practicas escénicas que lo suprimen saltan con un truco infantil por encima de su propia sombra. El instante en que el telón se alza es la expectativa de la apparition. Si las obras de Beckett, grises como después de la puesta del sol y del fin del mundo, exorcizan los colores del circo, le son fieles en tanto que tienen lugar en el escenario, y es bien sabido que sus antihéroes se inspiran en los payasos y en lo grotesco cinematográfico. Pese a toda su austeridad, no renuncian al vestuario y al atrezo: el criado Cloy, que en vano intenta escaparse, lleva el traje cómicamente anticuado del viajero ingles; la montaña de arena de Días felices se parece a formaciones del Oeste de los Estados Unidos; habría que preguntar si las obras pictóricas más abstractas no arrastran mediante su material y la organización visual de éste restos de la objetualidad que ellas ponen fuera de circulación. Ni siquiera las obras de arte que se prohíben rigurosamente la celebración y el consuelo eliminan el brillo, sino que adquieren tanto más brillo cuanto más conseguidas están. Hoy, el brillo ha pasado precisamente a las obras desconsoladas. Su lejanía a los fines simpatiza, por encima del abismo de las edades del mundo, con el goliardo superfluo que no admite la propiedad sólida y la civilización sedentaria. Entre las dificultades del arte hoy, la última no es que se avergüenza de la apparition, pero no se la puede quitar de encima; habiéndose vuelto transparente a sí mismo hasta en la apariencia constitutiva, que en su transparencia le parece falsa, el arte corroe su propia posibilidad, que en lenguaje de Hegel ya no es sustancial. Un estúpido chiste de soldados de tiempos del káiser habla del asistente de un oficial al que su superior envía un hermoso domingo al jardín zoológico. El asistente vuelve nervioso y dice: «Mi teniente, esos animales no existen». La experiencia estética necesita esta manera de reaccionar, que es ajena al concepto de arte. Con ese θαυμάξειν también están eliminadas las obras de arte; el Angelus Novus de Klee lo causa igual que las figuras humano-animales de la mitología hindú. En cada obra de arte genuina aparece algo que no existe.

No lo fantasean a partir de los elementos dispersos de lo existente. Elaboran a partir de ellos constelaciones que se convierten en claves sin poner ante los ojos lo cifrado (las fantasías) como algo que existe inmediatamente. De lo bello natural se distingue lo cifrado de las obras de arte (uno de los lados de su apparition) en que, aunque se niega a la univocidad del juicio, adquieren la mayor determinación en la propia figura, en el cómo que muestran a lo desordenado. De este modo imitan a las síntesis del pensamiento significativo, que son su enemigo irreconciliable.

Lo no existente

La pregunta por la verdad del arte surge cuando algo que no existe se presenta como si existiera. De acuerdo con su mera forma, el arte promete lo que no es, y anuncia objetiva y torpemente la pretensión de que, como eso aparece, también tiene que ser posible. El anhelo insaciable a la vista de lo bello, para el que Platón encontró las palabras con la frescura de la primera vez, es el anhelo por el cumplimiento de lo prometido. El veredicto sobre la filosofía idealista del arte es que no fue capaz de mantener la fórmula de la promesse de bonheur. Al comprometer a la obra de arte teóricamente con lo que ella simboliza, la filosofía idealista del arte pecó contra el espíritu en ella. Lo que el espíritu promete, no el agrado del contemplador, es el lugar del momento sensorial en el arte. — El romanticismo equiparaba lo que se muestra en la apparition a lo artístico en tanto que tal. De este modo captó algo esencial, pero lo limitó a algo particular, al elogio de un comportamiento del arte especial, presuntamente infinito en sí mismo, creyendo que mediante la reflexión y la temática podría atrapar lo que es el éter del arte, irresistible precisamente porque no se deja definir, ni como existente ni como concepto general. Se aferra a la especificación, suple a lo no subsumido, con lo cual desafía al principio dominante de la realidad, al principio de intercambiabilidad. Lo que aparece no es intercambiable porque no es ni una individualidad plana que puede ser sustituida por otra ni algo general vacío que en tanto que rasgo unitario iguala a lo específico incluido ahí. Si en la realidad todo se ha vuelto fungible, el arte contrapone al «todo para otro» las imágenes de lo que la realidad sería si se emancipara de los esquemas de la identificación impuesta. El arte, imago de lo no intercambiable, se convierte en ideología cuando sugiere que en el mundo no todo es intercambiable. Por el bien de lo no intercambiable, el arte tiene que poner mediante su figura lo intercambiable en relación con la autoconsciencia crítica. Las obras de arte tienen su telos en un lenguaje cuyas palabras el espectro no conoce, que no han sido capturadas por la generalidad preestablecida. Una significativa novela de tensión de Leo Perutz trata del color rojo trompeta[40]; los géneros infraartísticos, como la ciencia ficción, se dejan llevar por la fe en estos materiales, lo cual los hace impotentes. Aunque en las obras de arte se muestre de repente lo no existente, ellas se adueñan de eso no personalmente, con una varita mágica. Lo no existente se lo proporcionan los fragmentos de lo existente que ellas reúnen en la apparition. No es asunto del arte decidir mediante su existencia si eso no existente que aparece existe empero o si se queda en la apariencia. La autoridad de las obras de arte consiste en que obligan a reflexionar, por lo cual ellas, figuras de lo existente e incapaces de dar existencia a lo que no existe, podrían convertirse en la imagen abrumadora de lo no existente si esto no existiera en sí mismo. Precisamente la ontología platónica, que es más conciliadora con el positivismo que la dialéctica, se escandalizó ante el carácter de apariencia del arte, como si la promesa del arte hiciera dudar de la omnipresencia positiva del ser y de la idea, de la que Platón esperaba asegurarse en el concepto. Si sus ideas fueran lo que es en sí, no haría falta el arte; los ontólogos de la Antigüedad desconfiaban del arte, querían controlarlo de manera pragmática porque sabían que lo que lo bello promete no es el concepto general hipostasiado. La crítica de Platón al arte no es convincente porque el arte niega la realidad literal de sus contenidos materiales, que Platón considera mentiras. La elevación del concepto a idea se alía con la ceguera banal para el momento de la forma, que es central en el arte. Por supuesto, pese a todo esto no se le puede borrar al arte la mancha de mentira; nada garantiza que el arte cumpla su promesa objetiva. Por eso, toda teoría del arte ha de ser al mismo tiempo una crítica del arte. Hasta en el arte radical hay mentira porque omite producir lo posible al producirlo como apariencia. Las obras de arte le conceden un crédito a una praxis que aún no ha comenzado y de la que nadie sabría decir si pagará las letras.

Carácter de imagen

En tanto que aparición y no en tanto que copia, las obras de arte son imágenes.

Aunque la consciencia se ha liberado del viejo horror mediante el desencantamiento del mundo, ese horror se reproduce permanentemente en el antagonismo histórico de sujeto y objeto. El objeto• se volvió inconmensurable, ajeno, aterrador, para la experiencia, como en tiempos lo fue el mana. Esto afecta al carácter de imagen. Éste manifiesta esa extrañeza y al mismo tiempo intenta hacer experimentable lo cósico extrañado. A las obras de arte les corresponde captar en lo particular lo general que dicta el nexo de lo existente y es ocultado por lo existente, pero no esconder mediante la especificación de lo existente la generalidad dominante del mundo administrado. La totalidad es el sucesor caricaturesco del mana. El carácter de imagen de las obras de arte pasó a la totalidad, que en lo individual aparece de una manera más fiel que en las síntesis de las individualidades. Mediante su relación con lo que en la constitución de la realidad no es accesible directamente a la conceptualización discursiva y empero es objetivo, el arte se mantiene fiel a la Ilustración en la era ilustrada a la que provoca. Lo que aparece en el arte ya no es el ideal y la armonía; lo disolvente en él ya solo tiene su sede en lo contradictorio y disonante. La Ilustración siempre fue también consciencia de la desaparición de lo que ella quería capturar sin velos; al conocer lo que desaparece, el horror, la Ilustración no solo lo critica, sino que lo redime de acuerdo con la medida de lo que en la realidad causa horror. Las obras de arte se apropian esta paradoja. Aunque la racionalidad fin-medios subjetiva, siendo particular e irracional en su interior, necesita enclaves de irracionalidad mala y establece como tal al arte, el arte es la verdad sobre la sociedad en la medida en que en sus productos auténticos sale fuera la irracionalidad de la constitución racional del mundo. La denuncia y la anticipación están sincopadas en él. Si la apparition es lo resplandeciente, lo que nos estremece, la imagen es el intento paradójico de conjurar esto fugacisimo. En las obras de arte trasciende algo momentáneo; la objetivación hace de la obra de arte un instante. Hay que pensar en la formulación de Benjamin de la dialéctica detenida, que él elaboró en el contexto de su concepción de la imagen dialéctica. Si las obras de arte son, en tanto que imágenes, la duración de lo efímero, se concentran en la aparición en tanto que algo momentáneo. Experimentar el arte significa captar su proceso inmanente en el instante de su detención; tal vez se nutra de esto el concepto central de la estética de Lessing, el concepto del momento fecundo.

«Explosión»

Las obras de arte no solo elaboran imágenes como algo duradero. Se convierten en obras de arte igualmente mediante la destrucción de su propia imaginería; por eso, ésta está profundamente emparentada con la explosión. En El despertar de la primavera de Wedekind, Moritz Stiefel se dispara con una pistola de agua, y en el instante en que cae el telón («Ahora ya no me voy a casa»[41]) aparece hacia fuera lo que expresa el luto indecible del paisaje fluvial ante la ciudad que se oscurece al atardecer. Las obras de arte no son solo alegorías, sino su cumplimiento catastrófico. Los shocks que causan las obras de arte mis recientes son la explosión de su aparición. En ellos se deshace su aparición, que antes era un a priori obvio, con una catástrofe que deja al descubierto la esencia del aparecer; de una manera que tal vez en ningún lugar sea menos equivoca que en las imágenes de Wols. Hasta la evaporación de la trascendencia estética se vuelve estética; tan míticamente están unidas las obras de arte a su antítesis. En el incendio de la aparición se apartan decididamente de la empiria, contrainstancia de lo que vive ahí; el arte apenas se puede pensar hoy de otra manera que como la forma de reacción que anticipa el Apocalipsis. Miradas de cerca, también las obras de gestos tranquilos son descargas, no tanto de las emociones atascadas de su autor como de las fuerzas que se pelean en ellas. Su resultado, el equilibrio, va unido a la imposibilidad de equilibrarlas; sus antinomias son, como las del conocimiento, irresolubles en el mundo no reconciliado. El instante en que se convierten en imagen, en que su interior se convierte en exterior, hace saltar a la cubierta de lo exterior que rodea a lo interior; su apparition, que hace de ellas una imagen, destruye al mismo tiempo su carácter de imagen. La fábula de Baudelaire interpretada por Benjamin[42] sobre un hombre que pierde su aureola describe no tanto el final del aura, como el aura misma; si las obras de arte resplandecen, su objetivación se va a pique a través de sí misma. Mediante su definición como aparición, el arte lleva insertada teleológicamente su propia negación; lo que se muestra de repente en el fenómeno desmiente a la apariencia estética. Pero la aparición y su explosión en la obra de arte son esencialmente históricas. En sí misma (y no gracias a su situación en la historia real, como dice el historicismo), la obra de arte no está eximida del devenir, sino que es algo en devenir. Lo que aparece en ella es su tiempo interior, y la explosión de la aparición hace saltar a su continuidad. Con la historia real está mediada a través de su núcleo metodológico.

Se puede llamar historia al contenido de las obras de arte. Analizar las obras de arte significa captar la historia inmanente almacenada en ellas.

Los contenidos colectivos de la imagen

Probablemente, el carácter de imagen de las obras sea, al menos en el arte tradicional, función del momento fecundo; esto se podría exponer en las sinfonías de Beethoven, sobre todo en sus movimientos en forma de sonata. Se eterniza el movimiento detenido en el instante, y lo eternizado es aniquilado al ser reducido al instante. Esto marca la aguda diferencia del carácter de imagen del arte respecto de las teorías de la imagen de Klages y de Jung. Si el pensamiento, tras la escisión del conocimiento en imagen y signo, equipara el momento de imagen escindido a la verdad, no se corrige la falsedad de la escisión, sino que se aumenta, pues la imagen está afectada por ella no menos que el concepto. Así como las imágenes estéticas no se pueden traducir en conceptos, tampoco son «reales»; no hay imagen sin lo imaginario; su realidad la tienen en su contenido histórico; no hay que hipostasiar a las imágenes, ni siquiera a las históricas. — Las imágenes estéticas no son algo inmóvil, no son invariantes arcaicas: las obras de arte se convierten en imágenes cuando hablan los procesos que en ellas se han objetivado. La imaginería del arte es confundida con su contrario por la religión burguesa del arte procedente de Dilthey: con el tesoro psicológico de representaciones de los artistas. Éste es un elemento del material bruto, fundido en la obra de arte. Más bien, los procesos latentes en las obras de arte y que irrumpen en el instante son su historicidad interior, la historia exterior sedimentada. El carácter vinculante de su objetivación y las experiencias de las que viven son colectivos. El lenguaje de las obras de arte está constituido, como cualquier otro lenguaje, por la corriente subterránea colectiva, en especial el lenguaje de las obras que el cliché cultural subsume como solitarias, encerradas en una torre de marfil; su sustancia colectiva habla desde su carácter de imagen, no desde el mensaje (como dicen los grandilocuentes) que querrían emitir directamente a lo colectivo. La prestación específicamente artística no es conseguir un carácter vinculante mediante la temática o el nexo efectual, sino representar mediante la inmersión en sus experiencias fundamentales, monadológicamente, lo que está más allá de la mónada. El resultado de la obra es tanto la senda que recorre hasta su imago como ésta, su meta; es a la vez estático y dinámico. La experiencia subjetiva produce imágenes que no son imágenes de algo, y precisamente ellas son de tipo colectivo; así y no de otra manera entran en contacto el arte y la experiencia. En virtud de ese contenido de experiencia, no mediante la fijación o formación en el sentido habitual, las obras de arte se apartan de la realidad empírica; empiria a través de la deformación empírica. Ésta es su afinidad con el sueño, en la medida en que el arte sustrae a los sueños su legalidad formal. Esto significa que el momento subjetivo de las obras de arte está mediado por su ser-en-sí. Su colectividad latente libera a la obra de arte monadológica de la contingencia de su individuación. La sociedad, el determinante de la experiencia, constituye a las obras como su verdadero sujeto; hay que responder así al reproche habitual de subjetivismo. En cada nivel estético se renueva el antagonismo entre la irrealidad de la imago y la realidad del contenido histórico que aparece. Las imágenes estéticas se emancipan de las imágenes míticas subordinándose a su propia irrealidad; no otra cosa significa ley formal. Ésta es su participación en la Ilustración. Por detrás queda la tesis de la obra de arte comprometida o didáctica.

Sin preocuparse por la realidad de las imágenes estéticas, integra a la antítesis del arte con la realidad en la realidad que él combate. Son ilustradas las obras de arte que muestran una consciencia correcta en una distancia obstinada respecto de la empiria.

El arte como algo espiritual

Aquello mediante lo cual las obras de arte, al volverse aparición, son más de lo que son es su espíritu. La definición de las obras de arte por el espíritu es hermana de la definición de las obras de arte como fenómenos, como algo que aparece, no como una aparición ciega. Lo que aparece en las obras de arte, que no se puede separar de la aparición pero tampoco es idéntico a ella, lo no fáctico en su facticidad, es su espíritu. Éste hace de las obras de arte, que en principio son una cosa más, algo diferente de una cosa, si bien sólo en tanto que cosas son capaces de llegar a ser obras de arte, no mediante su localización en el espacio y en el tiempo, sino mediante el proceso de cosificación inmanente a ellas que hace de ellas algo igual a sí mismo, idéntico a sí mismo. De lo contrario, apenas se podría hablar de su espíritu, de lo que no es en absoluto una cosa. El espíritu de las obras de arte no es simplemente el spiritus, el hálito que les da vida y las convierte en un fenómeno, sino que es igualmente la fuerza o lo interior de las obras, la fuerza de su objetivación: participa en ésta no menos que en la fenomenalidad contraria a ella. El espíritu de las obras de arte es la mediación inmanente de éstas. Tal mediación le sucede a sus instantes sensoriales y a su configuración objetiva; mediación en el sentido estricto de que cada uno de estos momentos de la obra de arte se convierte de manera evidente en su propio otro. El concepto estético de espíritu está gravemente comprometido no sólo mediante el idealismo, sino también mediante los escritos de los primeros tiempos de la modernidad radical, como los de Kandinsky. En la justificada revuelta contra un sensualismo que todavía en el Jugendstil hacía prevalecer en el arte a lo agradable sensorialmente, Kandinsky aisló de manera abstracta lo contrapuesto a ese principio y lo cosificó, de tal manera que se volvió difícil distinguir el «Creerás en el espíritu» respecto de la superstición y del entusiasmo de las artes aplicadas por lo superior. En las obras de arte, el espíritu trasciende tanto el aspecto cósico de ellas como el fenómeno sensible, y sin embargo solo existe en la medida en que esos momentos existen. Negativamente, esto significa que en las obras de arte no hay nada literal, menos que nada sus palabras; el espíritu es su éter, lo que habla a través de ellas o, más rigurosamente, lo que las convierte en escritura. Así como en las obras de arte lo espiritual no cuenta Si no surge de la configuración de sus momentos sensoriales (todo otro espíritu en las obras de arte, en especial el que la filosofía les inserta y que presuntamente se expresa en ellas, todos los ingredientes de pensamiento, son en ellas materiales, como los colores y los sonidos), tampoco lo sensorial es artístico en las obras de arte si no está mediado por el espíritu. Hasta las obras francesas más deslumbrantes sensorialmente alcanzan su rango transformando de manera involuntaria sus momentos sensuales en portadores de un espíritu cuyo contenido de experiencia es la resignación dolorosa a la existencia sensible y mortal; esas obras nunca saborean su suavidad, que siempre es recortada por el sentimiento de forma. Al margen de toda filosofía del espíritu objetivo o del espíritu subjetivo, el espíritu de las obras de arte es objetivo, es su propio contenido, y el decide sobre ellas: el espíritu de la cosa que aparece mediante la aparición. Su objetividad tiene su medida en la violencia con que el espíritu infiltra la aparición. Que no se trata del espíritu de los productores (como mucho, de un momento de él) se ve en que ese espíritu es evocado por el artefacto, por sus problemas, por su material. Ni siquiera la aparición de la obra de arte en conjunto es su espíritu, menos que nada la idea que ella presuntamente encarna o simboliza; su espíritu no se puede atrapar en identidad inmediata con su aparición. Pero tampoco es una capa por debajo o por encima de la aparición; suponer esa capa no sería menos cósico. Su lugar es la configuración de lo que aparece. El espíritu da forma a la aparición, igual que ésta le da forma a él; es una fuente de luz mediante la cual el fenómeno se enciende y se vuelve fenómeno en el sentido pregnante de la palabra. Al arte, su sensorialidad le esta espiritualizada, quebrada. Expliquemos esto mediante la categoría del caso serio en obras de arte significativas del pasado, sin cuyo conocimiento el análisis sería estéril. Antes de que empiece la reexposición del primer movimiento de la Sonata a Kreutzer, que Tolstoi rechazaba por sensual, un acorde de la segunda subdominante causa un efecto enorme. Si nos lo encontráramos en algún lugar fuera de esta obra, sería más o menos irrelevante. Ese pasaje adquiere su significado del movimiento en el que se encuentra, de su lugar y su función en él. Se vuelve serio porque mediante su hic et nunc va más allá de sí mismo y esparce el sentimiento del caso serio por lo que va antes y después de él. Este sentimiento no se puede captar como una cualidad sensorial singular, pero mediante la constelación sensorial de un por de acordes en el lugar crítico se vuelve irrefutable, como solo lo es lo sensorial. El espíritu que se manifiesta estéticamente está atado a su lugar en el fenómeno, igual que los espíritus al lugar donde se presentan; Si el espíritu no aparece, las obras de arte no existen. El espíritu se mantiene al margen de la diferencia entre el arte de tendencia sensorial y el arte idealista (de acuerdo con el esquema de la historia del espíritu). En la medida en que el arte sensorial existe, encarna al espíritu de la sensorialidad, no es solo sensorial; la concepción por Wedekind del espíritu carnal registró esto. El espíritu, que es un elemento de la vida del arte, esta ligado al contenido de verdad del arte, sin coincidir con él. El espíritu de las obras puede ser la falsedad. Pues el contenido de verdad postula como su sustancia algo real, y ningún espíritu es inmediatamente algo real. Implacable, el espíritu determina a las obras de arte y arrastra a su ámbito a todo lo que en ellas es meramente sensorial, fáctico. De este modo, las obras se vuelven más seculares, más hostiles a la mitología, a la ilusión de una realidad del espíritu, incluido el propio. De este modo, las obras de arte mediadas radicalmente por el espíritu se consumen a sí mismas. Sin embargo, en la negación determinada de la realidad del espíritu permanecen referidas a sí mismas: no fingen ser el espíritu, pero la fuerza que movilizan contra él es su omnipresencia. Hoy no se puede imaginar otra figura del espíritu; el arte ofrece su prototipo. Siendo la tensión entre los elementos de la obra de arte y no una existencia sencilla sui generis, el espíritu de la obra de arte es proceso, y por tanto también lo es la obra de arte.

Conocer esto significa adueñarse de ese proceso. El espíritu de las obras de arte no es concepto, pero mediante él las obras se vuelven conmensurables al concepto.

Al extraer de las configuraciones de las obras de arte el espíritu de éstas y confrontar a los momentos entre sí y con el espíritu que aparece en ellas, la crítica pasa a la verdad del espíritu más allá de la configuración estética. Por eso es necesaria la crítica para las obras. La crítica conoce en el espíritu de las obras su contenido de verdad o lo separa de ellas. El arte y la filosofía convergen solo en este acto, no mediante una filosofía del arte que le dicte al arte qué tiene que ser su espíritu.

La inmanencia de las obras y lo heterogéneo

A la estricta inmanencia del espíritu de las obras de arte le contradice una contratendencia no menos inmanente: la tendencia a escaparse de la propia estructura compacta poniendo cesuras en uno mismo que ya no toleran la totalidad de la aparición. Como el espíritu de las obras no se agota en ellas, rompe la figura objetiva a través de la cual se constituye; esta brecha es el instante de la apparition. Si el espíritu de las obras de arte fuera idéntico literalmente a sus momentos sensoriales y a la organización de los mismos, no sería nada más que el compendio de la aparición: renunciar a esto es el umbral al idealismo estético. Si el espíritu de las obras de arte destella en su aparición sensorial, sólo resplandece como la negación de la aparición, siendo en la unidad con el fenómeno al mismo tiempo su otro. El espíritu de las obras de arte se pega a su figura, pero sólo es espíritu en la medida en que va más allá de ella. Que ya no haya diferencia alguna entre la articulación y lo articulado, entre la figura inmanente y el contenido, persuade en especial como apología del arte moderno, pero apenas se puede sostener. Esto lo hace plausible el hecho de que el análisis tecnológico, aunque ya no sea una reducción tosca a los elementos, sino que resalte el contexto y su legalidad igual que los componentes de partida reales o presuntos, no atrapa ya el espíritu de una obra; a éste lo nombrará una reflexión ulterior. El arte es sólo en tanto que espíritu la contradicción a la realidad empírica que se mueve hacia la negación determinada del orden existente del mundo. El arte se puede construir de manera dialéctica en la medida en que en él haya espíritu, pero sin que lo posea como algo absoluto ni que el espíritu le garantice algo absoluto. Las obras de arte, aunque parezcan algo existente, cristalizan entre ese espíritu y su otro. En la estética hegeliana, la objetividad de la obra de arte era la verdad del espíritu que había pasado a su propia alteridad y que era idéntica a ella. El espíritu era para él lo mismo que la totalidad, incluida la totalidad estética. En las obras de arte, el espíritu no es un componente intencional, pero sí un momento, como todos los componentes que hay en ellas; es el momento que hace de los artefactos arte, pero en ningún lugar sin lo contrapuesto a él. De hecho, la historia apenas conoce obras de arte que obtengan la identidad pura del espíritu y de lo no espiritual. De acuerdo con su propio concepto, el espíritu no está puro en las obras, sino que es función de aquello en lo que se muestra. Las obras que parecen encarnar esa identidad y darse por satisfechas con ella son difícilmente las más significativas.

Por supuesto, lo que se contrapone al espíritu en las obras de arte no es lo natural en sus materiales y objetos; más bien, en las obras de arte es un valor límite. Los materiales y los objetos están preformados histórica y socialmente, igual que sus procedimientos, y se transforman decisivamente mediante lo que les sucede en las obras. Lo heterogéneo de las obras es inmanente: lo que en ellas se opone a su unidad y lo que la unidad necesita para ser algo más que una victoria pírrica sobre lo que no opone resistencia. Que no hay que equiparar simplemente al espíritu de las obras de arte con su nexo inmanente, con la complexión de sus momentos sensoriales, lo confirma el hecho de que las obras de arte no conforman esa unidad perfecta, ese tipo de figura en que las convirtió la reflexión estética. De acuerdo con su propia estructura, las obras de arte no son organismos; los productos supremos son refractarios a su aspecto orgánico en tanto que ilusorio y afirmativo.

En todos sus géneros, el arte está impregnado de momentos intelectivos. Baste decir que grandes formas musicales no se constituirían sin esos momentos, sin la escucha previa y posterior, sin la expectativa y el recuerdo, sin la síntesis de lo separado. Mientras que esas funciones son propias en cierta medida de la inmediatez sensorial, por lo que complejos parciales presentes llevan consigo las cualidades de figura de lo pasado y futuro, las obras de arte alcanzan valores umbrales donde esa inmediatez acaba, donde hay que «pensarlas», no en una reflexión exterior a ellas, sino desde ellas mismas: de su propia complexión sensorial forma parte la mediación intelectual, que condiciona su percepción. Si hay algo así como una característica general de las grandes obras tardías, habría que buscarla en la irrupción del espíritu a través de la figura. Esa irrupción no es una aberración del arte, sino su correctivo mortal. Los productos supremos del arte están condenados a lo fragmentario, a la confesión de que tampoco ellos tienen lo que la inmanencia de su figura asegura tener.

La estética del espíritu de Hegel

El idealismo objetivo fue el primero en acentuar con toda energía el momento espiritual del arte frente al momento sensorial. Vinculó así la objetividad del arte con el espíritu: lo sensual era para él, que seguía sin reparos a la tradición, igual a lo contingente. La generalidad y la necesidad, que para Kant prescriben al juicio estético su canon, pero restan problemáticas, son construibles para Hegel mediante el espíritu, la categoría que en él lo domina todo. Es evidente el progreso de esa estética sobre todas las precedentes; así como la concepción del arte se libera de las últimas huellas del divertimento feudal, su contenido espiritual (que es su determinación esencial) es arrancado desde el principio a la esfera del mero significar, de las intenciones. Ya que Hegel entiende el espíritu como lo que es en sí y para sí, lo conoce en el arte como su sustancia, no como algo sutil y abstracto que flota sobre él. Esto esta contenido en la definición de lo bello como la aparición sensorial de la idea. Pero el idealismo filosófico no era tan partidario de la espiritualización estética como la construcción haría pensar. Más bien, se presentaba como el defensor de lo sensorial que era consumido por la espiritualización; esa teoría de lo bello como la aparición sensorial de la idea era, en palabras del propio Hegel, afirmativa en tanto que apología de lo inmediato como algo que tiene sentido; la espiritualización radical es lo contrario de esto.

Sin embargo, ese progreso se paga caro; pues el momento espiritual del arte no es lo que la estética idealista llama espíritu, sino el impulso mimético paralizado como totalidad. El sacrificio del arte por esa mayoría de edad cuyo postulado era consciente desde la problemática frase de Kant «nada sensorial es sublime»[43] se notaria ya en la modernidad. Con la eliminación del principio de copia en la pintura y en la escultura, de las muletillas en la música, fue casi inevitable que los elementos puestos en libertad (los colores, los sonidos, las configuraciones absolutas de palabras) se presentaran como si expresaran algo en sí mismos. Pero eso es una ilusión: esos elementos solo hablan mediante el contexto en que se encuentran. A la fe supersticiosa en lo elemental, en lo no mediado, que el expresionismo compartía y que desde ahí hay) a las artes aplicadas y a la filosofía, le corresponde constitutivamente la arbitrariedad y la contingencia en la relación entre material y expresión. Que el color rojo posea en sí mismo valores expresivos era una ilusión, y en los valores de los sonidos complejos, polifónicos, vive como condición suya la negación permanente de los valores tradicionales. Reducido a «material natural», todo eso esta vacío, y los teoremas que lo mistifican no tienen más sustancia que la charlatanería de los experimentos de tonalidades. Y el fisicalismo de los últimos tiempos, en la música por ejemplo, reduce literalmente a elementos: una espiritualización que conduce a la expulsión del espíritu. Ahí se manifiesta el aspecto autodestructivo de la espiritualización. Mientras que su metafísica se volvió dudosa en la filosofía, la espiritualización es una determinación demasiado general como para que pueda hacer justicia al espíritu en el arte. De hecho, la obra de arte se afirma como algo esencialmente espiritual incluso cuando ya no se presupone el espíritu como la sustancia por antonomasia.

La estética hegeliana deja abierto el problema de cómo hablar del espíritu en tanto que determinación de la obra de arte sin hipostasiar su objetividad como identidad absoluta. De este modo se devuelve la controversia en cierto sentido a su instancia kantiana. En Hegel, el espíritu en el arte (en tanto que un grado de sus modos de aparición) era deducible del sistema y era univoco en cada genero artístico, potencialmente en cada obra de arte, a costa del atributo estético de la plurivocidad. Pero la estética no es filosofía aplicada, sino que es filosófica en sí misma. La tesis de Hegel de que «necesitamos más la ciencia del arte que el arte mismo»[44] es la emanación (sin duda, problemática de su concepción jerárquica de la relación de los ámbitos estéticos entre Si; por otra parte, esta Erase tiene (a la vista del creciente interés teórico por el arte) su verdad profética en que el arte necesita a la filosofía para desplegar su propio contenido. Paradójicamente, la metafísica hegeliana del espíritu causa algo así como la cosificación del espíritu en la obra de arte como su idea fijable, mientras que la duplicidad kantiana entre el sentimiento de lo necesario y su simultanea ausencia o apertura sigue más fielmente la experiencia estética que la ambición mucho más moderna de Hegel de pensar el arte desde su interior, no desde fuera mediante su constitución subjetiva. Este giro, aunque Hegel tenga razón al darlo, no se sigue de un concepto sistemático superior, sino de la esfera especifica del arte. No todo lo que existe es espíritu; sin embargo, el arte es algo existente que mediante sus configuraciones se convierte en algo espiritual. Si el idealismo era capaz sin más (por decirlo así) de apropiarse del arte, esto se debe a que el arte corresponde por su constitución a la concepción del idealismo, que sin el modelo schellinguiano del arte nunca se habría desarrollado hasta su figura objetiva. Este momento idealista inmanente, la mediación objetiva de todo arte por el espíritu, no se puede eliminar del arte y pone coto a la estúpida doctrina del realismo estético, igual que los momentos reunidos bajo el nombre de realismo recuerdan que el arte no es el hermano gemelo del idealismo.

Dialéctica de la espiritualización

El momento del espíritu no es en ninguna obra de arte algo existente; en todas es algo en devenir, que se forma. De este modo (como Hegel comprendió por primera vez), el espíritu de las obras de arte se inserta en un proceso global de espiritualización, en el proceso del progreso de la consciencia. Precisamente mediante su espiritualización progresiva, mediante la separación de la naturaleza, el arte querría revocar esta separación que le hace sufrir y que le inspira. La espiritualización devolvió al arte lo que desde la Grecia antigua estaba excluido de la práctica artística por no agradable sensorialmente o repelente; Baudelaire hizo de este movimiento un programa. Hegel trató la irresistibilidad de la espiritualización desde la filosofía de la historia en la teoría de lo que él llamaba la obra de arte romántica [45]. Desde entonces, todo lo agradable sensorialmente y todo estímulo material ha caído a lo preartístico. La espiritualización, la propagación constante del tabú mimético por el arte, el reino propio de la mímesis, trabaja en su autodisolución, pero también como fuerza mimética, la cual opera en la dirección de la igualdad de la obra consigo misma que aparta lo heterogéneo a ella y de este modo fortalece su carácter de imagen. El arte no es infiltrado con el espíritu, el cual sigue a sus obras donde ellas quieran, desata su lenguaje inmanente. Sin embargo, la espiritualización no se libra de una sombra que hacía falta para su crítica; cuanto más sustancial se volvió la espiritualización en el arte, tanto más enérgicamente renunció (en la teoría de Benjamin igual que en la praxis poética de Beckett) al espíritu, a la idea. Al ir unida a la exigencia de que todo se convierta en forma, la espiritualización se convierte en cómplice de esa tendencia que anula la tensión entre el arte y su otro. Ya sólo es posible el arte espiritualizado radicalmente; todo otro arte es pueril; sin embargo, el aspecto de lo pueril parece contagiar de manera inevitable a la mera existencia del arte. — Lo agradable sensorialmente es atacado por dos flancos. Por una parte, la espiritualización de la obra de arte convierte cada vez más a lo exterior en la aparición de algo interior; lo exterior tiene que pasar por el espíritu. Por otra, la absorción de materiales esquivos estorba al consumo culinario, aunque éste, en medio de la tendencia ideológica global a integrar lo oponente, se dispone a tragar hasta lo que le espanta. En los primeros tiempos del impresionismo, en Manet, la punta polémica de la espiritualización no era menos aguda que en Baudelaire.

Cuanto más se alejan las obras de arte del infantilismo del simple disfrute, tanto más predomina lo que ellas son en sí mismas, lo que le presentan hasta al contemplador ideal; tanto más indiferentes se vuelven los reflejos del contemplador. La teoría de lo sublime de Kant anticipa en lo bello natural la espiritualización que el arte llevará a cabo. Para Kant, lo que en la naturaleza es sublime no es otra cosa que la autonomía del espíritu frente a la preponderancia de la existencia sensorial, y la autonomía no triunfa hasta llegar a la obra de arte espiritualizada. Por supuesto, la espiritualización del arte está mezclada con un poso turbio. Si la espiritualización no se dirime en la concreción de la estructura estética, lo espiritual desatado se establece como capa material de segundo grado.

Contraria al momento sensual, la espiritualización se dirige ciegamente contra la diferenciación de ese momento, que es algo espiritual, y se vuelve abstracta. En sus primeros tiempos, la espiritualización está acompañada por una tendencia a lo primitivo y se inclina (frente a la cultura sensorial) a lo bárbaro; los fauvistas hicieron de esto su programa. La regresión es la sombra de la resistencia contra la cultura afirmativa. La espiritualización en el arte tiene que superar la prueba de elevarse por encima de esto, de recuperar la diferenciación oprimida; de lo contrario, degenera en la violencia del espíritu. Sin embargo, la espiritualización es legítima como crítica de la cultura mediante el arte, el cual forma parte de la cultura y no se queda satisfecho con la que fracasa. El valor de los rasgos bárbaros en el arte moderno cambia históricamente. El refinado que se santigua ante las reducciones de Las señoritas de Aviñón o de las primeras piezas para piano de Schönberg es más bárbaro que la barbarie a la que teme. En cuanto aparecen en el arte capas nuevas, éstas rechazan las capas anteriores y quieren de momento el empobrecimiento, la renuncia a la riqueza falsa, incluso a las formas desarrolladas de reacción. El proceso de espiritualización del arte no es un progreso lineal.

Tiene su medida en cómo el arte es capaz de apropiarse en su lenguaje de formas lo que la sociedad burguesa proscribe, con lo cual saca a la luz en lo estigmatizado esa naturaleza cuya opresión es lo verdaderamente vado. La indignación ante la fealdad del arte moderno, que es permanente pese a todo el negocio cultural, es hostil al espíritu aunque vaya acompañada de ideales altisonantes: comprende esa fealdad, en especial los temas repelentes, literalmente, no como piedra de toque del poder de la espiritualización ni como cave de la resistencia en que ella se acredita. El postulado de lo radicalmente moderno de Rimbaud es un postulado del arte que se mueve por lo más alejado del espíritu en la tensión de spleen et idéal, de espiritualización y obsesión. La primacía del espíritu en el arte y la invasión de lo que antes era un tabú son dos lados del mismo estado de cosas. Éste se refiere a lo no aprobado y preformado socialmente, con lo cual se convierte en una relación social de negación determinada. La espiritualización no se consume mediante ideas que el arte proclama, sino mediante la fuerza con que el arte impregna capas carentes de intención y hostiles a las ideas. Por eso, lo proscrito y prohibido atrae al ingenio artístico. El arte nuevo de la espiritualización impide, como quiere la cultura banal, seguir manchándose con lo verdadero, lo bello y lo bueno. Hasta en sus células más interiores, lo que en el arte se suele llamar crítica social o compromiso, su aspecto critico o negativo, esta mezclado con el espíritu, con su ley formal. Que hoy se enfrente entre sí a esos momentos es un síntoma de un retroceso de la consciencia.

La espiritualización y lo caótico

Los teoremas de acuerdo con los cuales el arte ha de traer orden (un orden sensorialmente concreto, no clasificatoriamente abstracto) a la pluralidad caótica de lo que aparece o de la naturaleza escamotean de manera idealista el telos de la espiritualización estética: hacer justicia a las figuras históricas de lo natural y a su subordinación. Por tanto, la posición del proceso de espiritualización respecto de lo caótico tiene su índice histórico. Muchas veces (primero, tal vez, por Karl Kraus) se ha dicho que en la sociedad total el arte ha de traer antes caos al orden que lo contrario. Los rasgos caóticos del arte cualitativamente nuevo se oponen al orden, a su espíritu, solo a primera vista. Son las claves de la crítica a la naturaleza segunda mala: tan caótico es en verdad el orden. El momento caótico y la espiritualización radical convergen en el rechazo a la planura de las representaciones pulidas de la existencia; el arte extremadamente espiritualizado, como el que comienza con Mallarmé, y el embrollo onírico del surrealismo están mucho más emparentados de lo que cree la consciencia de las escuelas; por lo demás, hay conexiones transversales entre el joven Breton y el simbolismo, o entre los primeros expresionistas alemanes y George, que desafiaban. La espiritualización es antinómica en su relación con lo indómito. Como al mismo tiempo limita los momentos sensoriales, el espíritu se le convierte fatalmente en un ser sui generis que se opone a la tendencia inmanente del arte. La crisis del arte es acelerada por la espiritualización, que se resiste a que las obras de arte sean explotadas como estímulos. Se convierte en una contrafuerza del carromato de los actores y músicos ambulantes, de los proscritos de la sociedad. Por más profundamente que el arte necesite librarse de los rasgos de espectáculo, socialmente de su vieja deshonestidad, el arte ya no existe donde ese elemento ha sido expulsado por completo y no puede crear para el zonas reservadas. Ninguna sublimación sale bien si no conserva en silo que ella sublima. De que la espiritualización del arte sea capaz de esto depende que el arte siga existiendo o se cumpla la profecía de Hegel sobre su final; una profecía que, tal como ha llegado a ser el mundo, conduciría a la confirmación y duplicación irreflexiva y realista (en el sentido repugnante) de lo existente. Desde este punto de vista, la salvación del arte es eminentemente política, pero es incierta en sí misma y está amenazada por el curso del mundo.

Carácter aporético de la intuitividad del arte

El conocimiento de la espiritualización creciente del arte en virtud tanto del despliegue de su concepto como de su posición respecto de la sociedad choca con un dogma que atraviesa toda la estética burguesa: el dogma del carácter intuitivo del arte; estas dos cosas ya no se podían combinar en Hegel, y las primeras profecías sombrías sobre el futuro del arte fueron la consecuencia. Kant formula la norma de la intuitividad ya en el parágrafo 9 de la Critica del juicio: «Bello es lo que agrada universalmente sin concepto»[46]. Se puede poner el «sin concepto» en relación con lo agradable en tanto que dispensa de ese trabajo y de ese esfuerzo que el concepto impuso ya desde antes de la filosofía hegeliana. Mientras que el arte abandonó hace ya tiempo al ideal del agrado, su teoría no ha podido renunciar al concepto de intuitividad, recuerdo del antiquísimo hedonismo estético, pero hace tiempo que cada obra de arte (entre tanto, también las más antiguas) reclama el trabajo de la contemplación, del que quería dispensar la doctrina de la intuitividad. El avance de la mediación intelectiva en la estructura de las obras de arte, donde esa mediación tiene que encargarse de lo que en otros tiempos hacían las formas dadas, reduce lo sensorial inmediato cuyo compendio era la pura intuitividad de las obras de arte. Pero la consciencia burguesa se parapeta en lo sensorial inmediato porque sabe que sólo esa intuitividad refleja lo íntegro y redondo de las obras que por uno u otro rodeo se atribuye a la realidad a la que las obras responden. Sin embargo, sin el momento intuitivo el arte sería simplemente lo mismo que la teoría, mientras que es evidente que se vuelve impotente donde (por ejemplo, como pseudomorfosis de la ciencia) ignora su diferencia cualitativa respecto del concepto discursivo; precisamente su espiritualización, en tanto que primacía de sus procedimientos, lo aleja de la conceptualidad ingenua, de la noción vulgar de entendimiento. Mientras que la norma de la intuitividad apremia al contraste con el pensamiento discursivo, escamotea la mediación no conceptual, lo no sensorial en la estructura sensorial, que, al mismo tiempo que constituye la estructura, la rompe y la sustrae a la intuitividad en que aparece. La norma de la intuitividad, que reniega de la categorialidad implícita de las obras, cosifica la intuitividad como algo opaco, impermeable, hace de ella (por cuanto respecta a la forma pura) una copia del mundo endurecido. En verdad, la concreción de las obras en la apparition que las sacude dolorosamente supera ampliamente a esa intuitividad que se suele contraponer a la generalidad del concepto y que se lleva bien con lo siempre igual. Cuanto más implacablemente es dominado el mundo por lo general y siempre igual, tanto más fácilmente se confunden los rudimentos de lo particular (de lo inmediato) con la concreción, mientras que su contingencia es el molde de la necesidad abstracta. Sin embargo, la concreción artística no es (como tampoco la existencia pura, el aislamiento sin concepto) esa mediación a través de lo general a la que se refiere la idea de tipo. De acuerdo con su propia definición, ninguna obra de arte auténtica es típica. Lukács piensa de una manera extraña al arte cuando contrapone las obras típicas, “normales”, a las obras atípicas, aberrantes. De lo contrario, la obra de arte no sería más que una especie de anticipo de una ciencia pendiente. Completamente dogmática es la aseveración, copiada del idealismo, de que la obra de arte es la unidad presente de lo general y lo particular. Tomada turbiamente de la teoría teológica del símbolo, es desmentida por la fractura apriórica entre lo mediato y lo inmediato, a la que hasta hoy no ha podido escaparse ninguna obra de arte mayor de edad; si se oculta esa fractura en vez de que la obra se sumerja en ella, la obra está perdida.

Precisamente el arte radical se encuentra, al mismo tiempo que se niega a los deseos del realismo, en tensión con el símbolo. Habría que demostrar que en el arte moderno los símbolos o, lingüísticamente, las metáforas se independizan tendencialmente de su función de símbolo, con lo cual contribuyen a la constitución de un ámbito antitético a la empiria y a sus significados. El arte absorbe los símbolos cuando ya no simbolizan nada más; los artistas avanzados han consumado la crítica del carácter de simbólico. Las claves y los caracteres de la modernidad se han convertido en signos absolutos, olvidados de sí mismos. Su penetración en el medio estético y su esquivez hacia las intenciones son dos aspectos de lo mismo. Hay que interpretar de una manera análoga la transición de la disonancia a un «material» compositivo. La transición tuvo lugar relativamente pronto en la literatura, en la relación de Strindberg con Ibsen, en cuya última fase ya se va abriendo camino. Que se vuelva literal lo que antes era simbólico confiere de golpe al momento espiritual que se independiza en la reflexión segunda esa autonomía que se manifiesta funestamente en la capa ocultista de la obra de Strindberg y que se vuelve productiva en la ruptura con todo tipo de copia. Que ninguna obra sea un símbolo se debe a que en ninguna lo absoluto se manifiesta de una manera inmediata; de lo contrario, el arte no sería ni apariencia ni juego, sino algo real. No se puede atribuir intuitividad pura a las obras de arte debido a su fractura constitutiva. Su intuitividad está mediada de antemano por el carácter del como si. Si fuera completamente intuitivo, el arte se convertiría en esa empiria de la que se aparta. Su carácter mediado no es un a priori abstracto, sino que concierne a cada momento estético concreto; hasta los más sensoriales son no-intuitivos debido a su relación con el espíritu de las obras. Ningún análisis de obras significativas podría demostrar su intuitividad pura; todas ellas están mezcladas con lo conceptual; literalmente en el lenguaje, indirectamente hasta en la música más lejana a lo conceptual, en la cual (al margen de su génesis psicológica) lo inteligente se puede distinguir fácilmente de lo tonto. El desiderátum de la intuitividad querría conservar el momento mimético del arte, pero no ve que ese momento sólo sobrevive mediante su antítesis, mediante el uso racional que las obras hacen de todo lo heterogéneo a ellas. De lo contrario, la intuitividad se convierte en un fetiche. Más bien, el impulso mimético afecta en el ámbito estético también a la mediación, al concepto, a lo no presente. Lo conceptual es imprescindible tanto para el lenguaje como para el arte, con lo cual se convierte en algo cualitativamente diferente a los conceptos en tanto que rasgos unitarios de los objetos empíricos. La presencia de conceptos no es idéntica a la conceptualidad del arte; el arte no es concepto, como tampoco es intuición, y de este modo protesta contra la separación. Su intuitividad difiere de la percepción sensorial porque siempre se refiere a su espíritu. Es intuición de algo no intuible, es similar al concepto sin concepto. Y en los conceptos el arte deja libre su capa mimética, no conceptual. El arte moderno ha perforado, reflexiva o inconscientemente, el dogma de la intuitividad. Lo verdadero en la doctrina de la intuitividad es que subraya el momento de lo que en el arte es inconmensurable, de lo que no se agota en la lógica discursiva: de hecho, la clausula general de todas sus manifestaciones. El arte se opone al concepto y al dominio, pero para esa oposición necesita (igual que la filosofía) a los conceptos. Su presunta intuitividad es una construcción aporética: con un golpe de varita mágica intenta convertir en identidad los elementos dispares que se pelean entre sí en las obras de arte, y por eso le repelen las obras de arte, ninguna de las cuales conduce a esa identidad. La palabra intuitividad, tomada de la teoría del conocimiento discursivo (en la cual define el contenido que hay que formar), da testimonio del momento racional del arte al mismo tiempo que lo oculta al separar de el al momento fenoménico e hipostasiarlo a continuación. La Critica del juicio contiene un indicio de que la intuición estética es un concepto aporético. La analítica de lo bello habla de los «momentos del juicio del gusto». En una nota a pie de pagina en el parágrafo 1, Kant escribe: «He buscado los momentos en los que este Juicio se fija en su reflexión guiándome por las funciones lógicas de juzgar (pues en el juicio del gusto siempre esta contenida una relación con el entendimiento)»[47]. Esto contradice flagrantemente a la tesis del agrado universal sin concepto; es admirable que la estética kantiana haya dejado en pie esta contradicción y haya reflexionado expresamente sobre ella sin eliminarla. Por una parte, Kant trata el juicio del gusto como función lógica, y de este modo atribuye ésta también al objeto estético, al que tendría que ser adecuado el juicio; por otra, la obra de arte ha de darse «sin concepto», como mera intuición, como si fuera extralógica. Sin embargo, esta contradicción es inherente al arte mismo como la contradicción de su esencia espiritual y su esencia mimética. Pero la pretensión de verdad, que incluye algo general y es planteada por toda obra de arte, es incompatible con la intuitividad pura. Hasta que punto es catastrófica la insistencia en el carácter exclusivamente intuitivo del arte se nota en las consecuencias. Esa insistencia sirve a la separación abstracta (en sentido hegeliano) de intuición y espíritu.

Cuanto más puramente la obra ha de aparecer en su intuitividad, tanto más se cosifica a su espíritu como «idea», como lo inmutable por detrás de la aparición.

Los momentos espirituales que se sustraen a la estructura del fenómeno son hipostasiados como su idea. Por lo general, esto conduce a elevar las intenciones a contenido, mientras que correlativamente la intuición queda degradada a lo que satisface sensorialmente. La afirmación oficial de la unidad sin diferencias se podría refutar en cada una de las obras clasicistas a que apela: precisamente en ellas, la apariencia de unidad es lo mediado conceptualmente. El modelo dominante es filisteo: la aparición ha de ser puramente intuitiva, el contenido ha de ser puramente conceptual, de acuerdo con la dicotomía estricta de tiempo libre y trabajo. No se tolera ni ninguna ambivalencia. Éste es el punto flaco del abandono del ideal de intuitividad. Como lo que aparece estéticamente no se agota en la intuición, tampoco el contenido de las obras se agota en el concepto. En la falsa síntesis de espíritu y sensibilidad en la intuición estética acecha su polaridad estricta, no menos falsa; es cósica la representación, que subyace a la estética de la intuición, de que en la síntesis del artefacto la tensión (su esencia) ha dejado su lugar a una paz esencial.

Intuitividad y conceptualidad; carácter de cosa

La intuitividad no es una characteristica universalis del arte. Es intermitente.

Los estéticos apenas se han dado cuenta de esto; una de las pocas excepciones es el prácticamente olvidado Theodor Meyer, que demostró que a los poemas no les corresponde una intuición sensible de lo que dicen y que la concreción de los poemas consiste en su figura lingüística, no en la problemática representación óptica que ellos han de causar[48]. Los poemas no necesitan ser realizados mediante la representación sensible; están infiltrados con lo no sensorial concretamente en el lenguaje y mediante el lenguaje, en conformidad con la contradictio in adjecto de la intuición no sensible. También en el arte lejano a los conceptos opera un momento no sensorial. La teoría que reniega de este momento en beneficio de su thema probandum toma partido por la banalidad que aplica a la música que le gusta la expresión un regalo para los oídos. La música incluye precisamente en sus formas grandes y vigorosas complejos que sólo se pueden entender mediante lo sensorialmente no presente, mediante el recuerdo o la expectativa, y que en su propia composición contienen esas determinaciones categoriales. Es imposible interpretar, por ejemplo, como «figura de sucesión» las relaciones parcialmente remotas del desarrollo del primer movimiento de la Heroica con la exposición y el contraste extremo del nuevo tema con ésta: la obra es intelectiva en sí misma, sin que se avergüence de eso y sin que la integración perjudicara de este modo a su ley. Entre tanto, las artes parecen haberse acercado mucho a su unidad en el arte, y con las obras visuales no sucede otra cosa. La mediación espiritual de la obra de arte, que le hace contrastar con la empiria, no es realizable sin que la obra incluya la dimensión discursiva. Si la obra de arte fuera estrictamente intuitiva, quedaría atada a la contingencia de lo dado inmediatamente por los sentidos, a la que la obra de arte le contrapone su tipo de logicidad. El rango de una obra de arte depende de si su concreción se desprende de su contingencia en virtud de su elaboración. La separación purista y, por tanto, racionalista de intuición y concepto se debe a la dicotomía de racionalidad y sensibilidad que la sociedad ejerce y prescribe ideológicamente. El arte tendría más bien que oponerse in effigie a esa separación mediante la crítica contenida objetivamente en él; su confinamiento al polo sensorial confirma esa separación. Lo falso a lo que ataca el arte no es la racionalidad, sino su contraposición rígida a lo particular; si selecciona el momento de lo particular como intuitividad, transfiere esa rigidez, explota el desecho de lo que la racionalidad social deja para apartarse de ésta.

Cuanto más intuitiva sea la obra, de acuerdo con el precepto estético, tanto más queda cosificado su aspecto espiritual, χωρίς de la aparición, más allá de la formación de lo que aparece. Tras el culto a la intuitividad acecha la convención filistea del cuerpo que se queda en el canapé mientras el alma se eleva a las alturas: la aparición ha de ser relajación sin esfuerzo, reproducción de la fuerza de trabajo; el espíritu se vuelve sólido en el mensaje (como dicen) que la obra emite conceptualmente. Objeción constitutiva contra la pretensión de totalidad de lo discursivo, las obras de arte esperan precisamente por eso a una respuesta y solución y emplean ineludiblemente los conceptos. Ninguna obra ha alcanzado jamás la indiferencia de la intuitividad pura y de la generalidad vinculante que la estética tradicional supone como su a priori. La teoría de la intuición es falsa porque atribuye fenomenológicamente al arte lo que el arte no cumple. El criterio de las obras de arte no es la pureza de la intuición, sino la profundidad con que dirimen su tensión con los momentos intelectuales que son inherentes a ellas. Con todo, el tabú sobre los elementos no intuitivos de las obras de arte no carece de fundamento. Lo conceptual de las obras incluye nexos de juicio, y juzgar es contrario a la obra de arte. Los juicios pueden estar presentes en ella, pero la obra no juzga, tal vez porque ella es negociación desde la tragedia ática. Si el momento discursivo usurpa la primacía, la relación de la obra de arte con lo que está fuera de ella se vuelve demasiado inmediata y se acomoda incluso donde (como en Brecht) se enorgullece de lo contrario: se vuelve positivista. La obra de arte tiene que integrar sus componentes discursivos en su nexo de inmanencia, en un movimiento contrario al dirigido hacia fuera, apofántico, que el momento discursivo desencadena. El lenguaje de la poesía avanzada lleva esto a cabo, y así desvela su propia dialéctica. Es evidente que las obras de arte sólo pueden curar la herida que la abstracción les causa mediante el incremento de la abstracción que impide la contaminación de los fermentos conceptuales con la realidad empírica: el concepto se convierte en «parámetro». Pero siendo esencialmente espiritual, el arte no puede ser puramente intuitivo. También hay que pensarlo: el arte mismo piensa. La prevalencia de la teoría de la intuición, que contradice a toda experiencia de las obras de arte, es un reflejo de la cosificación social. Conduce al establecimiento de un sector especial de inmediatez, ciego para las capas cósicas de las obras de arte, que son constitutivas para lo que en ellas es más que cósico.

Las obras de arte no sólo tienen a las cosas como portadores (Heidegger ha llamado la atención sobre esto contra el idealismo)[49]. Su propia objetivación hace de ellas cosas de segundo grado. La intuición pura no alcanza a su estructura interior, que obedece a una lógica inmanente, a lo que las obras de arte han llegado a ser en sí mismas, y lo que en ellas se puede intuir está mediado por la estructura; frente a ésta, su intuitividad no es esencial, y toda experiencia de las obras de arte tiene que sobrepasar su intuitividad. Si no fueran más que intuitivas, las obras de arte serían un efecto subalterno, en palabras de Richard Wagner: un efecto sin causa. La cosificación es esencial a las obras y contradice a su esencia de algo que aparece; su carácter de cosa no es menos dialéctico que su intuitividad. Pero la objetivación de la obra de arte no es (como decía Vischer, que ya no estaba seguro de Hegel) lo mismo que su material, sino resultado del juego de fuerzas en la obra, emparentado con el carácter de cosa en tanto que síntesis.

Hay alguna analogía con el carácter doble de la cosa kantiana en tanto que un en-sí trascendente y un objeto constituido subjetivamente, la ley de sus apariciones.

Las obras de arte son cosas en el espacio y en el tiempo; es difícil decidir si también hay que considerar así a formas musicales limítrofes, como la desaparecida y renacida improvisación; una y otra vez, el momento precósico de las obras de arte atraviesa al momento cósico Sin embargo, mucho en la practica de la improvisación hace pensar que su aparición en el tiempo empírico; más aún, que contiene modelos objetivados, por lo general convencionales. Pues en la medida en que las obras de arte son obras, son cosas, objetualizadas en virtud de su propia ley formal. Que en el drama la cosa misma sea la interpretación, no el texto impreso; en la música, lo que suena y no las notas, da testimonio de lo precario del carácter de cosa en el arte, sin que por eso la obra de arte se libre de su participación en el mundo de las cosas. Las partituras no solo son casi siempre mejores que las interpretaciones, sino que son más que indicaciones para éstas; son la cosa misma. Por lo demás, ambos conceptos de cosa de la obra de arte no están separados necesariamente. Al menos hasta hace poco, realizar la música era la versión interlineal del texto de notas. La fijación mediante la escritura o las notas no es exterior a la cosa; así se independiza la obra de arte respecto de su génesis: de allí la supremacía de los textos sobre su reproducción. Ciertamente, lo no fijado en el arte está (por lo general, lo finge) más cerca del impulso mimético, pero por lo general no está por encima, sino por debajo de lo fijado, un resto de una praxis superada, a menudo regresivo. La rebelión más reciente contra la fijación de las obras en tanto que cosificación, por ejemplo la sustitución virtual de sistemas mensurables de signos por imitaciones néumicográficas de las acciones musicales, son, comparadas con éstas, significativas, cosificaciones de un grado más antiguo. Esa rebelión difícilmente estaría tan difundida si la obra de arte no sufriera por su coseidad inmanente. Solo a una fe de artista enmohecida podría ocultarse la complicidad del carácter de cosa del arte con el carácter de cosa de la sociedad, su falsedad, la fetichización de lo que en sí es proceso, relación entre momentos. La obra de arte es proceso e instante a la vez. Su objetivación, condición de la autonomía estética, también es entumecimiento.

Cuanto más se objetualiza y organiza el trabajo social presente en la obra, tanto más suena vacía y ajena a sí misma.