Desde Schelling, cuya estética se llama filosofía del arte, el interés estético se ha concentrado en las obras de arte. La teoría ya apenas se ocupa de lo bello natural, en el que todavía se basaban las definiciones más penetrantes de la Crítica del juicio. Difícilmente porque (de acuerdo con la teoría hegeliana) lo bello natural hubiera quedado superado y conservado en algo más elevado: file reprimido. El concepto de lo bello natural hurga en una herida, y falta poco para pensarla junto con la violencia que la obra de arte (un puro artefacto) ejerce sobre lo natural. Hecha por seres humanos, la obra de arte se encuentra frente a la naturaleza, que en apariencia no está hecha. Pero ambas están remitidas la una a la otra en tanto que antítesis puras: la naturaleza, a la experiencia de un mundo mediado, objetualizado; la obra de arre, a la naturaleza, al lugarteniente mediado de la inmediatez. Por eso es indispensable para la teoría del arte la reflexión sobre lo bello natural. Mientras que (gran paradoja) las consideraciones a este respecto, casi la temática en sí misma, resultan anticuadas, insípidas, el arte grande y su interpretación se asimilan a lo que la estética antigua atribuía a la naturaleza, con lo cual impiden la reflexión sobre lo que tiene su lugar más allá de la inmanencia estética y empero es una condición de ésta. La transición a la religión ideológica del arte del siglo XIX, cuyo nombre fue inventado por Hegel, y la satisfacción en la reconciliación alcanzada simbólicamente en la obra de arte pagan por esa represión. Lo bello natural desapareció de la estética debido al dominio cada vez más amplio del concepto de libertad y dignidad humana inaugurado por Kant y trasplantado de manera coherente a la estética por Schiller y Hegel, de acuerdo con el cual en el mundo no hay que respetar nada más que lo que el sujeto autónomo se debe a sí mismo. La verdad de esa libertad para el sujeto es al mismo tiempo falsedad: falta de libertad para lo otro. Por eso, al giro contra lo bello natural no le falta, pese a haber hecho posible un progreso enorme en la concepción del arte como algo espiritual, el momento destructivo, que tampoco le falta al concepto de dignidad frente a la naturaleza. El importante ensayo de Schiller Gracia y dignidad pone ahí la cesura. Las devastaciones que el idealismo produjo en la estética se vuelven llamativamente visibles en sus víctimas, como Johann Peter Hebel, que sufren el veredicto de la dignidad estética, pero sobreviven a ella al mostrarle mediante su existencia (que a los idealistas les parecía demasiado finita) su propia finitud estúpida. Tal vez, en ningún lugar sea más espectacular que en la estética el secamiento de todo lo no dominado por el sujeto, la sombra tenebrosa del idealismo. Si se revisara el proceso contra lo bello natural, se acusaría a la dignidad en canto que auto-exaltación del animal «ser humano» por encima de la animalidad. A la vista de la experiencia de la naturaleza, la dignidad se revela la usurpación del sujeto que degrada a mero material a lo que no está sometido a él, a las cualidades, y lo elimina del arte en tanto que potencial completamente indeterminado aunque éste lo necesite de acuerdo con su propio concepto. Los seres humanos no están dotados positivamente de dignidad, sino que ella sólo sería lo que ellos todavía no son. Por eso, Kant trasladó la dignidad al carácter inteligible y no la atribuyó al carácter empírico. Bajo el signo de la dignidad adherida a los seres humanos tal como son, que rápidamente pasó a la dignidad oficial de la que Schiller desconfiaba en el espíritu del siglo XVIII, el arte se convirtió en la palestra de lo verdadero, de lo bello y de lo bueno que en la reflexión estética apartó lo solido al borde de lo que la amplia y sucia corriente principal del espíritu arrastraba consigo.
La obra de arte, que es completamente Φέσει, algo humano, suple a lo que es Φύσει, a lo que no es meramente para el sujeto, a lo que en lenguaje kantiano sera cosa en sí. Igual que la obra de arte es lo idéntico del sujeto, la naturaleza tendría que ser ella misma. La liberación respecto de la heteronomía de los materiales, sobre todo de los objetos naturales, la pretensión de que cualquier objeto podría ser capturado por el arte, ha dado a éste el dominio sobre los materiales y ha borrado en él la rudeza de lo no mediado con el espíritu. Pero la senda de este progreso, que ocultaba todo lo que no admitía esa identidad, también era una senda de devastación. De esto se ha asegurado en el siglo XX el recuerdo de las obras de arte auténticas que fueron menospreciadas bajo el terror del idealismo.
Karl Kraus buscaba la salvación de esas obras en el lenguaje, en consonancia con su apología de lo oprimido bajo el capitalismo: el animal, el paisaje, la mujer. A esto le correspondería el giro de la teoría estética a lo bello natural. Es evidente que Hegel no podía comprender que la experiencia genuina del arte no es posible sin la experiencia de esa capa tan difícil de captar cuyo nombre (lo bello natural) se iba perdiendo. Su sustancialidad llega hasta las profundidades de la modernidad: en Proust, cuya Recherche es obra de arte y metafísica del aste, la experiencia de un seto de espino es uno de los fenómenos primordiales del comportamiento estético. Las obras de arte auténticas, que se basan en la idea de la reconciliación de la naturaleza, al convertirse en una naturaleza segunda siempre han sentido (como para tomar aliento) el impulso de salir de sí mismas.
Como la identidad no es su última palabra, han buscado confortación en la naturaleza primera: el Ultimo acto del Fígaro, que tiene lugar al aire libre, no menos que El cazador furtivo cuando Agathe contempla desde la terraza la noche estrellada. Es innegable que este tomar aliento depende de lo mediado, del mundo de las convenciones. Durante largos periodos, el sentimiento de lo bello natural se incrementó con el sufrimiento que al sujeto replegado sobre sí mismo le causaba un mundo organizado; neva la huella del dolor por el mundo. El propio Kant despreciaba el arte hecho por los seres humanos, que convencionalmente se encuentra frente a la naturaleza. «Esta superioridad de la belleza natural sobre la belleza artística, aunque ésta supere a aquélla en relación con la forma, para despertar un interés inmediato concuerda con la manera de pensar más pura y rigurosa de todos los seres humanos que han cultivado su sentimiento moral»[23].
Aquí está hablando Rousseau, y no menos en la frase: «Si un hombre que tiene bastante gusto para juzgar sobre los productos de las bellas artes con la mayor exactitud y sutileza abandona de buen grado la habitación en que se encuentran las bellezas que entretienen a la vanidad y a otras alegrías sociales y se dirige a lo bello de la naturaleza para encontrar voluptuosidad (por decirlo así) para su espíritu en un razonamiento que nunca podrá desarrollar por completo, consideraremos con gran respeto esta elección suya y presupondremos en ese hombre un alma bella, cosa que no puede atribuirse ningún conocedor y amante del arte por el interés que toma en sus objetos»[24]. El gesto de salir lo comparten estas frases de la teoría con las obras de arte de su tiempo. Kant atribuía a la naturaleza lo sublime y, por tanto, todo lo bello que evita el mero juego formal.
Por el contrario, Hegel y su época elaboraron el concepto de un arte que no entretiene a la vanidad y a otras «alegrías sociales», como le parecía obvio al hijo del dix-huitième. Pero de este modo descuidaron la experiencia que en Kant todavía se expresa sin trabas en el espíritu revolucionario burgués, que considera falible lo hecho y, como no se le ha convertido en naturaleza segunda, conserva la imagen de una naturaleza primera.
Hasta qué punto cambia históricamente el concepto de lo bello natural se muestra con la mayor claridad en que durante el curso del siglo XIX se le sumó un ámbito que, siendo un ámbito de artefactos, hay que considerarlo primariamente contrapuesto a él: el ámbito del paisaje cultural. Se sienten como bellas las obras históricas, a menudo en relación con su entorno geográfico, al que por ejemplo se pueden parecer por el material pedregoso empleado. En ellas no es central, como en el arte, una ley formal; rara vez están planificadas, aunque su orden en torno a la iglesia o a la plaza del mercado tiende a veces a algo de ese tipo, igual que las condiciones económico-materiales a veces producen formas artísticas. Sin duda, no poseen el carácter de intangibilidad que la concepción habitual suele asociar a lo bello natural. A los paisajes culturales, la historia se les ha impreso como su expresión, la continuidad histórica como su forma, y los integran dinámicamente, tal como suele suceder en las obras de arte. El descubrimiento de esta capa estética y su apropiación por el sensorio colectivo se remonta al romanticismo, presumiblemente al culto de la mina. Con la decadencia del romanticismo, decayó el reino intermedio del paisaje cultural hasta convertirse en un articulo de anuncios para conciertos de órgano y para la nueva seguridad; el urbanismo predominante absorbe como complemento ideológico lo que complace a las ciudades y empero no lleva los estigmas de la sociedad de mercado. Por eso, aunque el júbilo ante cada vieja murallita, ante cada caserón medieval, esté mezclado con la mala conciencia, sobrevive al conocimiento que lo hace sospechoso. Mientras el progreso mutilado en sentido utilitarista haga violencia a la superficie de la Tierra, la percepción no se deja convencer (pese a todas las pruebas de lo contrario) de que lo que está más acá de la tendencia y ante ella es en su retraso más humano y mejor. La racionalización todavía no es racional; la universalidad de la mediación todavía no se ha convertido en vida; esto confiere a las huellas de la inmediatez antigua, aunque sea problemática y anticuada, un momento de derecho correctivo. El anhelo que se calma en ellas, que es engañado por ellas y que debido a este cumplimiento falso se convierte en algo malo, se legitima en la renuncia que lo existente comete permanentemente. El paisaje cultural parece obtener su fuerza de resistencia más profunda cuando la expresión de la historia que se manifiesta estéticamente en él está adobada con el sufrimiento real del pasado. La figura de lo limitado hace feliz porque no se debe olvidar la coacción de lo limitador; sus imágenes son un memento. Animado se lamenta desde el paisaje cultural, que ya se parece a la ruina donde las casas aún están en pie, lo que desde entonces enmudeció en un lamento silencioso. Aunque hoy la relación estética con cualquier pasado está envenenada por la tendencia reaccionaria con que esa relación pacta, ya no sirve una consciencia estética puntual que elimine como basura la dimensión de lo pasado. Sin el recuerdo histórico no habría nada bello. Una humanidad liberada, que en especial se hubiera desprendido de todos los nacionalismos, podría obtener junto con el pasado también el paisaje cultural de una manera inocente. Lo que aparece en la naturaleza como algo separado de la historia e indómito pertenece polémicamente a una fase histórica en la que la red social estaba tejida tan densamente que los vivos temían morir ahogados. En épocas en que la naturaleza se presenta todopoderosa al ser humano, no hay espacio para lo bello natural; como se sabe, las profesiones agrícolas, para las que la naturaleza es inmediatamente objeto de acción, tienen poca sensibilidad para el paisaje. Lo bello natural presuntamente ahistórico tiene su núcleo histórico; esto lo legitima, igual que relativiza su concepto. Donde la naturaleza no estaba dominada realmente, asustaba la imagen de su carácter indómito. De ahí la extraña preferencia por los órdenes simétricos de la naturaleza. La experiencia sentimental de la naturaleza ha disfrutado de lo irregular, de lo no esquemático, en simpatía con el espíritu del nominalismo. Sin embargo, el progreso civilizatorio engaña fácilmente a los seres humanos sobre hasta qué punto siguen estando desprotegidos. La dicha por la naturaleza estaba enredada con la concepción del sujeto como algo que es para sí y virtualmente infinito; el sujeto se proyecta así a la naturaleza y se siente cercano a ella en tanto que escindido; su impotencia en la sociedad petrificada como naturaleza segunda se convierte en el motor de la fuga a la naturaleza presuntamente primera. En Kant, el miedo a la fuerza de la naturaleza comenzó a ser anacrónico debido a la consciencia de libertad del sujeto; ha cedido a su miedo a la falta permanente de libertad. Ambas cosas quedan contaminadas en la experiencia de lo bello natural.
Cuanto menos puede confiar en sí mismo, tanto más se convierte el arte en su condición. La frase de Verlaine «La mer est plus belle que les cathédrales» es propia de una fase sumamente civilizatoria y produce un terror beneficioso, como cada vez que se recurre a la naturaleza para aclarar lo que los seres humanos hacen si lleva la contraria a su experiencia.
Hasta qué punto está conectado lo bello natural con lo bello artístico se ve en la experiencia del primero. Esa experiencia se refiere a la naturaleza sólo como fenómeno, nunca como material del trabajo y de la reproducción de la vida, tanto menos como sustrato de la ciencia. Igual que la experiencia artística, la experiencia estética de la naturaleza es una experiencia de imágenes. La naturaleza que aparece como algo bello no es percibida como objeto de acción. El abandono de los Fines de la autoconservación, enfático en el arte, está consumado también en la experiencia estética de la naturaleza. Desde este punto de vista, la diferencia entre esta experiencia y la experiencia artística no es tan considerable.
La mediación se desprende de la relación del arte con la naturaleza no menos que de la relación inversa. El arte no es, como quería hacer creer el idealismo, la naturaleza, pero quiere cumplir la promesa de la naturaleza. El arte sólo puede hacer esto si rompe esa promesa, si se retira a sí mismo. Hasta aquí llega la verdad del teorema hegeliano de que el arte se inspira en algo negativo, en la indigencia de lo bello natural; en verdad, en que la naturaleza no es lo que parece si sólo se define por su antítesis a la sociedad. Las obras de arte llevan a cabo lo que la naturaleza quiere en vano: abren los ojos. La misma naturaleza que aparece proporciona, si no sirve como objeto de acción, la expresión de la melancolía, o de la paz o de lo que sea. El arte reemplaza a la naturaleza eliminándola in effigie todo arte naturalista está engañosamente cerca de la naturaleza porque (igual que la industria) la relega a materia prima. La resistencia del sujeto contra la realidad empírica en la obra autónoma es también una resistencia contra la naturaleza que aparece inmediatamente. Pues lo que se muestra en ésta no coincide con la realidad empírica, igual que según la concepción grandiosamente contradictoria de Kant las cosas en sí no coinciden con el mundo de los «fenómenos», de los objetos constituidos categorialmente. El progreso histórico del arte se nutre de lo bello natural, igual que en los primeros tiempos burgueses surgió de ese movimiento; algo de eso parece estar anticipado de manera deformada en el menosprecio de lo bello natural por parte de Hegel. La racionalidad que se ha vuelto estética, el uso inmanente de los materiales que se reúnen en una figura, tiene como resultado algo similar al momento natural del comportamiento estético. Tendencias cuasi racionales del arte, como la renuncia crítica a los topoi, la elaboración de las obras hasta su extremo, productos de la subjetivación, acercan las obras (en absoluto mediante la imitación) a algo natural que está oculto por el sujeto dominador; «el origen es la meta», si acaso para el arte. Que la experiencia de lo bello natural se mantenga, al menos de acuerdo con su consciencia subjetiva, más acá del dominio de la naturaleza, como si fuera inmediata al origen, describe su fortaleza y su debilidad. Su fortaleza, porque recuerda la situación sin dominio, que probablemente nunca fue; su debilidad, porque de este modo se derrite en eso amorfo desde lo cual se elevó el genio y fue entregado a esa idea de libertad que se realizó en una situación sin dominio. La anámnesis de la libertad en lo bello natural confunde porque alberga la esperanza de encontrar libertad en lo no libre anterior. Lo bello natural es el mito transpuesto a la imaginación y de este modo tal vez agotado. Todos consideran bello el canto de los pájaros; toda persona que sienta y en la que sobreviva algo de la tradición europea se emocionará al escuchar un mirlo después de la lluvia. Sin embargo, en el canto de los pájaros acecha lo terrible, pues no es un canto, sino que obedece al hechizo que los atrapa. El terror aparece todavía en la amenaza de las bandadas de pájaros, en las que se perciben los viejos presagios, sobre todo los de la desgracia.
La ambigüedad de lo bello natural tiene su génesis, por cuanto respecta al contenido, en la ambigüedad de los mitos. Por eso, al genio que ha despertado ya no le satisface lo bello natural. En su creciente carácter de prosa, el arte se escapa por completo del mito y por tanto, del hechizo de la naturaleza, que a su vez prosigue en el dominio subjetivo de la naturaleza. Para restituir la naturaleza, haría falta lo que se le ha escapado en tanto que destino. Cuanto más arte es formado como objeto del sujeto y despojado de las meras intenciones de éste, tanto más articuladamente habla según el modelo de un lenguaje no conceptual, no firmemente significativo; sería el mismo lenguaje de lo que la era sentimental llamaba con una metáfora gastada y hermosa el libro de la naturaleza. Por la senda de su racionalidad y a través de ella, la humanidad capta en el arte lo que la racionalidad olvida y a lo que recuerda su reflexión segunda. Punto de fuga de este desarrollo, por supuesto sólo de un aspecto del arte moderno, es el conocimiento de que la naturaleza (en tanto que algo bello) no se puede copiar.
Pues lo bello natural ya es, en tanto que aparece, una imagen. Su copia es una tautología que, al objetualizar lo que aparece, al mismo tiempo lo elimina. La reacción nada esotérica que siente como kitsch un prado lila e incluso un cuadro del monte Cervino va mucho más allá de estos temas arriesgados: ahí se inerva la no copiabilidad de lo bello natural. El malestar por esto se actualiza en extremos para que la zona de la imitación de la naturaleza que se caracteriza por el buen gusto no sea molestada. El bosque verde de los impresionistas alemanes no tiene una dignidad mayor que los lagos de los cuadros de los hoteles, y los impresionistas franceses sabían muy bien por qué tan pocas veces elegían la naturaleza pura como tema, por qué, si no se dirigían a algo tan artificioso como las bailarinas y los jinetes o la naturaleza muerta del invierno de Sisley, impregnaban sus paisajes de emblemas civilizatorios que contribuían a la esqueletización constructiva de la forma, por ejemplo en Pissarro. Es difícil prever hasta qué punto el tabú cada vez más denso de la copia de la naturaleza afectará a su imagen. La tesis de Proust de que la percepción de la naturaleza cambió gracias a Renoir proporciona no sólo el consuelo que el poeta extrajo del impresionismo, sino que también implica Miedo: a que la cosificación de las relaciones entre los seres humanos infecte a toda experiencia y se convierta literalmente en algo absoluto. El rostro más hermoso de una chica se vuelve feo por su semejanza penetrante con una estrella del cine, de acuerdo con la cual está prefabricado en realidad: la experiencia de algo natural engaña tendencialmente incluso donde se da como la experiencia de algo individualizado por completo, como si estuviera protegida de la administración. Lo bello natural pasa, en la era de su mediación total, a su caricatura; la reverencia mueve a ejercer ascetismo ante su contemplación mientras este recubierto de las improntas de la mercancía. También en el pasado, lo bello natural solo era auténtico en tanto que nature morte: donde sabía leer la naturaleza como cave de algo histórico, si no de la caducidad de todo lo histórico. La prohibición de las imágenes en el Antiguo Testamento tiene, junto a su aspecto teológico, un aspecto estético. Que no se pueda hacer imágenes (es decir, imágenes de algo) significa al mismo tiempo que la imagen no es posible.
Lo que aparece en la naturaleza es privado mediante su duplicación en el arte de ese ser-en-sí del que se harta la experiencia de la naturaleza. El arte sólo es fiel a la naturaleza que aparece donde hace presente el paisaje en la expresión de su propia negatividad; los versos de Borchardt escritos al contemplar dibujos de paisajes[25] han manifestado esto de una manera insuperable y chocante. Si la pintura parece felizmente reconciliada con la naturaleza, como en Corot, esta reconciliación tiene el índice de algo instantáneo: el aroma eternizado es una paradoja.
Lo bello natural de la naturaleza que aparece está comprometido por el rousseaunismo del retournons. Hasta qué punto se equivoca la antítesis vulgar de técnica y naturaleza lo deja claro el hecho de que precisamente la naturaleza no suavizada por el cuidado humano, la naturaleza por la que no ha pasado ninguna mano humana, las morenas y escoriales alpinas, se parecen a los montones de basura industrial de los que huye la necesidad estética de naturaleza aprobada socialmente. Ya se verá si esta necesidad tiene aspecto industrial en el universo anorgánico. El concepto de naturaleza, siempre idílico, sigue siendo en su expansión telúrica, en la impronta de la técnica total, el provincianismo de una isla diminuta. La técnica que, de acuerdo con un esquema tornado en última instancia de la moral sexual burguesa, ha ultrajado a la naturaleza seria bajo otras relaciones de producción igualmente capaz de socorrer a la naturaleza y de ayudarle a llegar a ser en la pobre Tierra lo que ella tal vez quiere. La consciencia solo está a la altura de la experiencia de la naturaleza si incluye (como la pintura impresionista) las cicatrices de la naturaleza. De este modo se pone en movimiento el concepto fijo de lo bello natural, que se extiende por lo que ya no es naturaleza. De lo contrario, ésta queda degradada a un fantasma engañador. La relación de la naturaleza con lo muerto cósico es accesible a su experiencia estética. Pues en cada experiencia de la naturaleza está propiamente la sociedad entera. Ésta no solo establece los esquemas de percepción, sino que funda de antemano mediante el contraste y la semejanza lo que en cada momento se considera naturaleza. La experiencia de la naturaleza está constituida, entre otras cosas, por la facultad de la negación determinada. Con la expansión de la técnica, y más aún en verdad de la totalidad del principio de intercambio, lo bello natural se convierte cada vez más en su función contrastante y queda integrado en lo cosificado, a lo que combatía. El concepto de lo bello natural, que fue acuñado contra las convenciones del absolutismo, ha perdido su fuerza porque desde la emancipación burguesa en nombre de los derechos humanos presuntamente naturales el mundo de experiencia no está menos, sino más, cosificado que en el dix-huitième. La experiencia inmediata de la naturaleza, privada de su punta crítica y subsumida a la relación de intercambio (se emplea para esto la expresión industria turística), se ha vuelto neutral y apologética: la naturaleza se ha convertido en una reserva natural y en una coartada. Lo bello natural es ideología en canto que subrepción de la inmediatez a través de lo mediado. Incluso la experiencia adecuada de lo bello natural se acomoda a la ideología complementaria de lo inconsciente. Si se atribuye a los seres humanos como mérito, de acuerdo con la costumbre burguesa, que sean muy sensibles a la naturaleza (por lo general, esto ya se les ha convertido en una satisfacción moral-narcisista: qué bueno hay que ser para poder disfrutar y ser agradecido), ya no hay freno hasta la sensibilidad a todo lo bello de que hablan los anuncios matrimoniales, testimonios de una experiencia reducida al mínimo.
Ésta deforma lo más íntimo de la experiencia de la naturaleza. Difícilmente queda algo de ella en el turismo organizado. Sentir la naturaleza, en especial su silencio, se ha convertido en un raro privilegio que es explotable comercialmente. Pero con esto no está simplemente condenada la categoría de lo bello natural. La aversión a hablar de ella es más fuerte donde sobrevive el amor a ella. Decir las palabras «¡Qué hermoso!» en un paisaje hiere a su lenguaje mudo y reduce su belleza; la naturaleza que aparece quiere silencio, mientras que quien es capaz de experimentarla siente el impulso a una palabra que lo libere por unos instantes de la prisión metodológica. La imagen de la naturaleza sobrevive porque su negación perfecta en el artefacto, que la salva, se ciega necesariamente contra lo que estaría más allá de la sociedad burguesa, de su trabajo y de sus mercancías. Lo bello natural es una alegoría de eso que está más allá, pese a estar mediado por la inmanencia social. Si se presenta esta alegoría como el estadio alcanzado de la reconciliación, queda reducida a un recurso para ocultar y justificar el estado no reconciliado en que esa belleza es posible.
Ese «¡Oh, qué bello!» que, de acuerdo con un verso de Hebbel, estorba a «la fiesta de la naturaleza»[26] concuerda con la tensa concentración a la vista de las obras de arte, no de la naturaleza. De la belleza de la naturaleza sabe más la percepción inconsciente. En su continuidad se muestra la belleza de la naturaleza, a veces de repente. Cuanto más intensamente se contempla la naturaleza, tanto menos se percibe su belleza, a no ser que le llegue a uno involuntariamente. No suele servir de nada visitar los miradores más famosos, las bellezas naturales más importantes. A lo que habla en la naturaleza le perjudica la objetualización que la contemplación atenta causa, y al final algo de esto vale también para las obras de arte, que solo son completamente perceptibles en el temps-disrée, cuya concepción en Bergson parece derivarse de la experiencia artística. Si la naturaleza sólo se puede ver ciegamente (por decirlo así), son imprescindibles estéticamente la percepción y el recuerdo inconscientes, que al mismo tiempo son rudimentos arcaicos incompatibles con la creciente mayoría de edad racional. La pura inmediatez no basta para la experiencia estética. Esta necesita, junto a la involuntariedad, también la voluntariedad, la concentración de la consciencia; no se puede eliminar la contradicción. Todo lo bello se abre al análisis si avanza con coherencia; el análisis le aporta la involuntariedad y sería inútil si en él no estuviera oculto el momento lo involuntario. A la vista de lo bello, la reflexión analítica restablece el temps-durée mediante su antítesis. El análisis culmina en algo bello, tal como tendría que parecer a la percepción perfecta e inconsciente.
De este modo describe subjetivamente una vez más la órbita que la obra de arte describe objetivamente en sí: el conocimiento adecuado de lo estético es la realización espontánea de los procesos objetivos que tienen lugar ahí en virtud de sus tensiones. Genéticamente, el comportamiento estético parece necesitar la familiaridad con lo bello natural en la infancia, de cuyo aspecto ideológico se aparta para salvar lo bello natural en la relación con los artefactos.
Cuando se agudizó la contraposición de inmediatez y convención y el horizonte de la experiencia estética se abrió a lo que Kant llamaba sublime, aparecieron como bellos en la consciencia fenómenos naturales que subyugaban grandiosamente. Este comportamiento era efímero desde el punto de vista histórico. Así, el genio polémico de Karl Kraus (tal vez en consonancia con el modern style de Peter Altenberg) se negó a rendir culto al paisaje grandioso; es evidente que no le hacían feliz las montañas, cosa que solo le sucede al turista alpino, del que con razón desconfiaba el critico de la cultura. Ese escepticismo frente a la naturaleza grande surge sin duda en el sensorio artístico. Al incrementarse la diferenciación, el sensorio artístico se vuelve esquivo a la equiparación que la filosofía idealista hace de los grandes proyectos y categorías con el contenido de las obras. Confundir estas dos cosas se ha convertido en el índice del comportamiento carente de musa. También la grandeza abstracta de la naturaleza, que Kant todavía admiraba y a la que comparó con la ley moral, es comprendida como reflejo de la megalomanía burguesa, del sentido del récord, de la cuantificación, del culto burgués de los héroes. De este modo se pasa por alto que ese momento en la naturaleza también le procura al contemplador algo del todo diferente, algo en lo que el dominio humano tiene su limite y que recuerda la impotencia de los manejos humanos. Así, Nietzsche quería sentirse en Sils Maria «dos mil metros por encima del mar, por no decir por encima de los seres humanos». Estas fluctuaciones en la experiencia de lo bello natural impiden, igual que el arte, cualquier apriorismo de la teoría. Quien quisiera fijar lo bello natural en un concepto invariante quedaría en ridículo, como Husserl cuando dice que paseando percibe el verde fresco del césped. Quien habla de lo bello natural se aproxima a la peor poesía. Solo el pedante se atreve a distinguir en la naturaleza lo bello y lo feo, pero sin esta distinción el concepto de lo bello natural estaría vacío.
Ni categorías como la de grandeza formal (a la que contradice la percepción micrológica de lo bello en la naturaleza, tal vez la más auténtica) ni, tal como se imaginaba la estética antigua, las relaciones matemáticas de simetría proporcionan criterios de lo bello natural. De acuerdo con el canon de conceptos generales, lo bello natural es indefinible porque su propio concepto tiene su sustancia en lo que se sustrae a los conceptos generales. Su indefinibilidad esencial se manifiesta en que cada pedazo de naturaleza (igual que todo lo hecho por los seres humanos que se ha convertido en naturaleza) puede llegar a ser bello, resplandeciendo desde dentro. Esa expresión tiene poco o nada que ver con las proporciones formales.
Sin embargo, al mismo tiempo cada objeto de la naturaleza experimentado como bello se presenta como si fuera lo único bello en toda la Tierra; esto pasa en herencia a cada obra de arte. Aunque no se puede distinguir categóricamente lo bello y lo no bello en la naturaleza, la consciencia que se sumerge con amor en algo bello se ve impulsada a esa distinción. Lo cualitativamente diferenciador en lo bello de la naturaleza hay que buscarlo, si acaso, en el grado en que habla algo no hecho por seres humanos, en su expresión. Bello es en la naturaleza lo que parece más que lo que es literalmente en ese lugar. Sin receptividad no habría expresión objetiva, pero ésta no se reduce al sujeto; lo bello natural alude a la supremacía del objeto en la experiencia subjetiva. Es percibido igual como algo vinculante que como algo no incomprensible que espera a su resolución preguntando. Pocos elementos de lo bello natural se han transferido a las obras de arte tan perfectamente como este carácter doble. Desde su punto de vista, el arte no es imitación de la naturaleza, sino imitación de lo bello natural. Lo bello natural crece con la intención alegórica que proclama sin descifrarla; con significados que no se objetualizan (como en el lenguaje intencional). Suelen ser históricos, como el «rincón del Hardt» del que habla Hölderlin[27]. Un grupo de árboles resulta bello (más bello que otros) si parece una huella, por más vaga que sea, de algo pasado; una roca que por un segundo le parece a la mirada un animal prehistórico, mientras que un segundo después desaparece la semejanza. Ahí tiene su lugar una dimensión de la experiencia romántica que se afirma más allá de la filosofía romántica. En lo bello natural se mezclan, de manera musical y caleidoscópica, elementos naturales y elementos históricos. Uno puede reemplazar al otro, y lo bello natural vive en la fluctuación no en la univocidad de las relaciones. Es un espectáculo cómo las nubes representan dramas de Shakespeare, o cómo los bordes iluminados de las nubes parecen conferir duración a los rayos.
Si el arte no copia las nubes, los dramas intentan representar los dramas de las nubes; en Shakespeare, esto se roza en una escena de Hamlet con los cortesanos.
Lo bello natural es historia suspendida, devenir detenido. Siempre que se atribuye con razón a las obras de arte sentimiento natural, ellas reaccionan. Pero ese sentimiento, pese a su parentesco con la alegoría, es fugaz hasta el déjà vu y acierta si es efímero.
Humboldt ocupa una posición entre Kant y Hegel también en que mantiene lo bello natural, pero intenta concretarlo frente al formalismo kantiano. Así, en el escrito sobre los vascos (que injustamente fue eclipsado por el Viaje a Italia de Goethe) se critica la naturaleza sin que la crítica, como habría que esperar ciento cincuenta años después, resulte ridícula por su seriedad. A un grandioso paisaje rocoso Humboldt le reprueba que le faltan árboles. El verso «La ciudad está bien situada, pero le falta una montaña» se burla de esas sentencias; el mismo paisaje habría fascinado cincuenta años después. La ingenuidad que pide que no se haga uso del juicio humano en la naturaleza no humana da fe de una relación con ella que es mucho más interior que la admiración siempre satisfecha. La razón a la vista del paisaje presupone no sólo, como se podría sospechar prima facie, un gusto racionalista-armonicista que entiende lo no humano como referido al ser humano. Además, la razón está impregnada vivamente por una filosofía de la naturaleza (que Goethe compartía con Schelling) que interpreta la naturaleza como algo que tiene sentido en sí mismo. Igual que esta concepción, es irrecuperable la experiencia de la naturaleza que la anima. Pero la crítica de la naturaleza no es sólo hybris del espíritu que se cree absoluto. Tiene algo de base en el objeto. Así como es verdad que cualquier cosa de la naturaleza puede ser considerada bella, también es verdad que el paisaje de Toscana es más bello que los alrededores de Gelsenkirchen. La desaparición de lo bello natural fue acompañada por la decadencia de la filosofía de la naturaleza. Sin embargo, ésta murió no sólo como ingrediente de la historia del espíritu; la experiencia en la que se basaban tanto ella como la dicha Por la naturaleza ha cambiado profundamente.
A lo bello natural le sucede lo mismo que a la «formación»: es vaciado por la consecuencia incontestable de su ampliación. Las descripciones de la naturaleza de Humboldt resisten cualquier comparación; las del agitado Golfo de Vizcaya están a medio camino entre las poderosas frases de Kant sobre lo sublime y la exposición por Poe del Maelström; pero están ligadas irrepetiblemente a su instante histórico. Se equivocó el juicio de Solger y Hegel, que de la indeterminación crepuscular de lo bello natural derivaban su inferioridad. Goethe aún distinguía entre objetos que son dignos de la pintura y objetos que no lo son; esto le llevó a ensalzar la caza de motivos y una pintura de vistas que no complacían ni siquiera al gusto exquisito de los responsables de la edición «del jubileo» de sus obras. Sin embargo, la estrechez clasificatoria de los juicios de Goethe sobre la naturaleza es superior por su concreción a la sentencia niveladora de que todo es igual de bello. Por supuesto, bajo la presión del desarrollo pictórico se ha invertido la definición de lo bello natural. De una manera no especialmente ingeniosa se ha anotado a menudo que las imágenes kitsch han echado a perder las puestas del sol. La culpa de la desgracia de la teoría de lo bello natural no la tiene ni la corregible debilidad de las reflexiones al respecto ni la pobreza de lo que se busca. Más bien, lo bello natural se define por su indeterminación, que vale para el objeto no menos que para el concepto. En tanto que indeterminado, antitético a las determinaciones, lo bello natural es indeterminable, emparentado en esto a la música, que en Schubert derivó de esa semejanza no objetual los efectos más profundos. Igual que en la música, en la naturaleza resplandece lo que es bello para desaparecer en seguida cuando se intenta fijarlo. El arte no imita a la naturaleza, tampoco a bellezas naturales concretas, sino a lo bello natural en sí. A esto se refiere, más allá de la aporía de lo bello natural, la aporía de la estética. Su objeto se determina como indeterminable, negativo. Por eso necesita el arte a la filosofía, que lo interpreta para decir lo que él no puede decir, ya que el arte sólo lo puede decir si no lo dice. Las paradojas de la estética están dictadas por el objeto: «Lo bello tal vez exija la imitación servil de lo que es indefinible en las cosas»[28]. Aunque sea bárbaro decir de algo en la naturaleza que es más bello que otra cosa, el concepto de lo bello en la naturaleza (en tanto que algo distinguible) lleva esa barbarie teleológicamente en sí, mientras que el modelo de lo banal sigue siendo quien ciego frente a lo bello de la naturaleza. La razón de esto es lo enigmático del lenguaje de la naturaleza. Esa insuficiencia de lo bello natural que haber sido, de acuerdo con la teoría hegeliana de los grados, uno de los motivos para el arte enfático. Pues en el arte se objetiva y se da duración a lo que se escurre: en esta medida, el arte es concepto, pero no a la manera de la lógica discursiva. La debilidad del pensamiento a la vista de lo bello natural, en tanto que una debilidad del sujeto y su fortaleza objetiva exigen que su enigma se refleje en el arte y de este modo se determine en relación con el concepto, aunque no como algo conceptual. El poema de Goethe Wanderers Nachtlied es incomparable no porque en él habla el sujeto (que más bien preferiría, como en toda obra auténtica, enmudecer a través de ésta), sino porque mediante su lenguaje imita lo indecible del lenguaje de la naturaleza. No otra cosa parece querer decir la norma de que en el poema la forma y el contenido tienen que coincidir, si es que esta norma es algo más que la retórica de la indiferencia.
Lo bello natural es la huella de lo no-idéntico en las cosas bajo el hechizo de la identidad universal. Mientras este hechizo impera, nada no-idéntico existe positivamente. De ahí que lo bello natural esté tan disperso e incierto y que lo que se espera de él sobrepase todo lo intrahumano. El dolor a la vista de lo bello, que nunca es más directo que en la experiencia de la naturaleza, es tanto el anhelo por lo que lo bello promete (sin descubrirse) como el sufrimiento por la insuficiencia del fenómeno, que fracasa al intentar hacerse igual a lo bello. Esto prosigue en la relación con las obras de arte. El contemplador firma, lo sepa o no, un contrato con la obra para acomodarse a ella y que ella hable. En la ensalzada receptividad pervive la respiración de la naturaleza, el puro abandonarse. Lo bello natural comparte la debilidad de toda promesa con su inextinguibilidad. Aunque las palabras se aparten de la naturaleza y traicionen a su lenguaje por un lenguaje del que éste se diferencia cualitativamente, la crítica de la teleología natural no puede impedir que en los países meridionales haya días sin nubes que parecen esperar a ser percibidos. Al tender tan luminosa y tranquilamente a su fin, igual que comenzaron, esos días dicen que todo no está perdido, que todo puede llegar a estar bien: «Muerte, siéntate en la cama; corazones, escuchad: / un hombre viejo señala a la débil luz / bajo el borde del primer azul: / en nombre de Dios, del no nacido, / os hablo: / Mundo, por más que te duela, / todo vuelve a comenzar, todo sigue siendo tuyo»[29]. La imagen de lo más antiguo en la naturaleza se convierte de repente en la clave de lo que aún no existe, de lo posible: en tanto que aparición de esto, esa cave es más que existente; pero simplemente reflexionar sobre esto ya casi es un crimen. No se puede juzgar que está garantizado que la naturaleza hable así, pues su manera de hablar no es un juicio; sin embargo, tampoco es meramente la confortación engañosa que el anhelo quiere ver. En la incerteza pasa en herencia a lo bello natural la ambigüedad del mito, mientras que mismo tiempo su eco, el consuelo, se aleja del mito en la naturaleza que aparece. Contra el filósofo de la identidad Hegel, la belleza natural está pegada a la verdad, pero se oculta en el instante de la mayor cercanía. También esto lo ha aprendido el arte de lo bello natural. Sin embargo, el limite contra el fetichismo de la naturaleza, la escapatoria panteísta, que no sería otra cosa que la tapadera afirmativa de una fatalidad infinita, se traza cuando la naturaleza que se agita tierna y mortalmente en su belleza todavía ni siquiera existe. La vergüenza a lo bello natural procede de que se vulnera lo que aún no existe al capturarlo en lo que existe. La dignidad de la naturaleza es la dignidad de algo que todavía no existe y que rechazan la humanización intencional mediante su expresión. Ha pasado al carácter hermético del arte, a su rechazo de todo uso (tal como enseñó Hölderlin), aunque fuera el uso sublimado mediante la intervención del sentido humano. Pues la comunicación es la adaptación del espíritu a lo inútil mediante la cual el espíritu se sitúa entre las mercancías, y lo que hoy se llama sentido participa de esta monstruosidad. Lo completo, ensamblado, rebosante en sí mismo, de las obras de arte es la copia del silencio desde el que la naturaleza habla. Lo bello de la naturaleza es otra cosa que el principio dominante y que el desorden difuso; se le parece lo reconciliado.
Hegel llega a lo bello artístico desde lo bello natural, que al principio admite: «En tanto que la idea sensorialmente objetiva, la vitalidad en la naturaleza es bella en la medida en que lo verdadero, la idea, existe en su primera forma natural como vida inmediatamente en una realidad individual adecuada»[30]. Esta frase, que de antemano hace a lo bello natural más pobre de lo que es, ofrece un paradigma de la estética de la consecuencia: se sigue de la identificación de lo real con lo racional, más específicamente: de la definición de la naturaleza como la idea en su alteridad. Esta definición es aplicada desde arriba a lo bello natural. La belleza de la naturaleza mana de la teodicea hegeliana de lo real: como la idea no ha de poder ser de otra manera que como se realiza, su aparición primaria o su primera forma «natural» es «adecuada» y, por tanto, bella. Esto es limitado en seguida de manera dialéctica; no se sigue a la naturaleza en tanto que espíritu, probablemente para oponerse a Schelling, porque la naturaleza ha de ser el espíritu en su alteridad, no inmediatamente reducible a él. Es innegable el progreso de la consciencia crítica ahí. El movimiento hegeliano del concepto busca lo verdadero no expresable inmediatamente al nombrar lo particular, lo limitado: lo muerto y falso. Esto hace desaparecer a lo bello natural en cuanto aparece: «Sin embargo, debido a esta inmediatez solo sensorial lo bello natural vivo ni es bello para sí mismo ni es producido por sí mismo como bello y por mor de la aparición bella. La belleza natural solo es bella para otro, es decir, para nosotros, para la consciencia que capta la belleza»[31]. De este modo se ha pasado por alto la esencia de lo bello natural, la anámnesis de lo que no es sólo para otro. Esa crítica de lo bello natural sigue un topos de la estética hegeliana en conjunto, su giro objetivista contra la contingencia de la sensación subjetiva. Justamente lo bello que se presenta como independiente respecto del sujeto, como algo completamente no hecho, resulta sospechoso de lo débil subjetivo; Hegel lo equipara inmediatamente a la indeterminación de lo bello natural. La estética hegeliana no puede comprender lo que habla y que no es significativo; tampoco su teoría del lenguaje[32]. Contra Hegel habría que argumentar de manera inmanente que su propia definición de la naturaleza como el espíritu en su alteridad no solo distingue a ambos, sino que también los conecta sin que se pregunte por el momento conector ni en la estética ni en la filosofía de la naturaleza del sistema. En la estética, el idealismo objetivo de Hegel se convierte en una toma de partido crasa, casi irreflexiva, en favor del espíritu subjetivo. Lo verdadero en esto es que lo bello natural, la promesa repentina de algo superior, no puede permanecer en sí mismo, sino que es liberado a través de la consciencia que se le contrapone. Lo que Hegel objeta acertadamente a lo bello natural concuerda con su crítica del formalismo estético y, por tanto, del hedonismo caprichoso del siglo XVIII que repugnaba al emancipado espíritu burgués. «Por una parte, la forma de lo bello natural en tanto que abstracta está determinada, es una forma limitada, y por otra parte contiene una unidad y una relación abstracta consigo misma […1. Este tipo de forma es lo que se suele llamar regularidad, simetría, así como legalidad y armonía.»[33] Hegel habla por simpatía con el avance de la disonancia, sordo a que ésta tiene su sede en lo bello natural. Con esta intención, la teoría estética en su cumbre hegeliana fue por delante del arte; sólo en tanto que sabiduría neutralizada, se quedó después de Hegel por detrás del arte. Las relaciones meramente formales, «matemáticas», que tenían que fundamentar lo bello natural, son contrapuestas al espíritu vivo; les alcanza el veredicto de lo subalterno y trivial: la belleza de la regularidad es «una belleza del entendimiento abstracto»[34]. Sin embargo, el desprecio por la estética racionalista empaña la mirada de Hegel para lo que la naturaleza pierde en su red conceptual. Literalmente, el concepto de lo subalterno aparece en la transición de lo bello natural a lo bello artístico: «Esta carencia esencial [de lo bello natural] nos conduce a la necesidad del ideal, que no se encuentra en la naturaleza y frente al cual la belleza natural parece subordinada»[35]. Lo bello natural está subordinado para quienes lo alaban, no en sí mismo. Aunque la determinación del arte puede superar a la de la naturaleza, tiene su modelo en la expresión de la naturaleza y no en el espíritu que los seres humanos le confieren. Le es exterior al concepto de ideal, de algo puesto de acuerdo con lo cual el arte debería organizarse para quedar «purificado». La arrogancia idealista contra lo que en la naturaleza no es espíritu se venga de lo que en el arte es más que su espíritu subjetivo. El ideal atemporal se convierte en yeso; el destino del teatro de Hebbel, cuyas posiciones no estaban muy lejos de las hegelianas, es la prueba más sencilla de esto en la historia de la literatura alemana. Hegel deduce el arte (de manera muy racionalista, haciendo una abstracción peculiar de su génesis histórica real) de la insuficiencia de la naturaleza: «Así pues, la necesidad de lo bello artístico se deriva de las carencias de la realidad inmediata, y hay que asignarle como tarea que tiene la vocación de exponer la aparición de la vitalidad y en especial de la animación espiritual exteriormente en su libertad, y hacer lo exterior adecuado a su concepto. Sólo entonces sale lo verdadero de su entorno temporal, de su integración en la serie de las finitudes, y al mismo tiempo ha adquirido una aparición exterior desde la cual ya no se muestra la indigencia de la naturaleza y de la prosa, sino una existencia digna de la verdad»[36]. La médula de la filosofía hegeliana queda al descubierto en este pasaje: lo bello natural queda legitimado sólo mediante su ocaso, instalándose su carencia como raison d’étre de ser de lo bello artístico. Al mismo tiempo, lo bello artístico queda subsumido mediante su «vocación» a un fin, al fin transfigurador y afirmativo, obedeciendo a un topos burgués que se remonta por lo menos a d’Alembert y Saint-Simon. Sin embargo, lo que Hegel atribuye a lo bello natural como un defecto, como lo que se escapa al concepto firme, es la sustancia de lo bello mismo. Por el contrario, en la transición hegeliana de la naturaleza al arte no se encuentra la famosa equivocidad del verbo aufheben (superar y conservar). Lo natural se extingue sin que sea reconocido en lo bello artístico. Como no está dominado y determinado por el espíritu, Hegel lo considera preestético. Pero el espíritu dominador es un instrumento del arte, no su contenido. Hegel llama prosaico a lo bello natural. La fórmula que nombra lo asimétrico que Hegel pasa por alto en lo bello natural es ciega al mismo tiempo para el despliegue del arte más reciente, que por doquier podría ser considerado desde el punto de vista de la penetración de la prosa en la ley formal. La prosa es el reflejo imborrable del desencantamiento del mundo en el arte, no sólo su adaptación a la utilidad apocada. Lo que se asusta ante la prosa será presa de la arbitrariedad de una estilización meramente prescrita. La tendencia de desarrollo todavía no era completamente clara en tiempos de Hegel; de ninguna manera coincide con el realismo, sino que se refiere a procedimientos autónomos, liberados de la relación tanto con la objetualidad como con los topoi. Frente a esa tendencia, la estética de Hegel fue clasicista y reaccionaria. En Kant, la concepción clasicista de lo bello era compatible con la de lo bello natural; Hegel sacrifica lo bello natural al espíritu subjetivo, pero subordina éste al clasicismo incompatible con él, exterior a él, tal vez por miedo a una dialéctica que ni siquiera se detiene ante la idea de lo bello. La crítica hegeliana del formalismo kantiano tendría que hacer valer lo concreto no formal. Hegel no lo intenta; tal vez por eso confunde los momentos materiales del arte con su contenido objetual.
Al rechazar lo fugaz de lo bello natural, igual que tendencialmente todo lo no conceptual, Hegel se vuelve torpemente indiferente frente al motivo central del arte: buscar a tientas su verdad en lo que se escurre, en lo caduco. La filosofía de Hegel fracasa ante lo bello: como equipara la razón y lo real mediante el conjunto de sus mediaciones, hipostasía el equipamiento de todo lo existente mediante la subjetividad como lo absoluto, y lo no-idéntico solo le vale como cadena de la subjetividad, en vez de determinar su experiencia como telos del sujeto estético, como su emancipación. Una estética dialéctica que avance se convierte necesariamente en una crítica también de la estética hegeliana.
La transición de lo bello natural a lo bello artístico es dialéctica en tanto que transición de dominio. Bello artísticamente es lo dominado objetivamente en la imagen que en virtud de su objetividad trasciende al dominio, Las obras de arte se escapan de este dominio transformando el comportamiento estético que corresponde a lo bello natural en un trabajo productivo cuyo modelo es el trabajo material. Siendo un lenguaje de los seres humanos canto ordenador como reconciliado, el arte querría llegar a lo que se les oscurece a los seres humanos en el lenguaje de la naturaleza. Las obras de arte tienen en común con la filosofía idealista que sitúan la reconciliación en la identidad con el sujeto; ahí tiene en verdad esa filosofía (como sucede expresamente en Schelling) al arte como modelo, no al revés. Las obras de arte amplían de una manera extrema el ámbito de dominio de los seres humanos, pero no literalmente, sino en virtud del establecimiento de una esfera para sí que mediante su inmanencia puesta se aparta del dominio real y lo niega en su heteronomía. Sólo de esta manera polar, no mediante la pseudomorfosis del arte en la naturaleza, están mediados ambos.
Cuanto más estrictamente se abstienen las obras de arte de la naturalidad y de la copia de la naturaleza, tanto más se acercan a la naturaleza las obras de arte conseguidas. La objetividad estética, reflejo del ser-en-sí de la naturaleza, hace triunfar el momento de unidad subjetivamente teleológico; sólo de este modo se vuelven las obras similares a la naturaleza. Frente a esto, toda semejanza particular es accidental, por lo general ajena al arte y cósica. El sentimiento de la necesidad de una obra de arte solo es otra manera de nombrar esa objetividad. Tal como explica Benjamin, la historia del espíritu habitual abusa de este concepto. Se intenta capturar o justificar fenómenos (par lo general, históricos) con los que no hay otra manera de establecer una relación diciendo que son necesarios: por ejemplo, elogiando a una música aburrida porque fue el antecedente necesario de una música grande. La prueba de esta necesidad nunca se aporta: ni en la obra de arte individual ni en la relación histórica de las obras de arte y de los estilos entre sí hay una legalidad transparente a la manera de la de las ciencias naturales, y las cosas no están mejor en la legalidad psicológica. De la necesidad en el arte no se puede hablar more scientifico, sino sólo en la medida en que una obra adquiere importancia gracias a la fuerza de su coherencia, a la evidencia de su ser-así-y-no-de-otra-manera, como si tuviera que existir y no se pudiera eliminar. El ser-en-sí al que se entregan las obras de arte no es de algo real, sino anticipación de un ser-en-sí que todavía no existe, de algo desconocido y que se determina a naves del sujeto. Dicen que algo es en sí, pero no añaden nada más. De hecho, mediante la espiritualización que el arte ha experimentado durante los últimos doscientos años y que lo ha hecho mayor de edad, el arte no se ha alejado de la naturaleza (como querría la consciencia cosificada), sino que se ha acercado a lo bello natural por cuanto respecta a su propia figura. Una teoría del arte que identifique simplemente la tendencia del arte a la subjetivación con el desarrollo de la ciencia de acuerdo con la razón subjetiva olvidará en beneficio de la plausibilidad el contenido del movimiento artístico. El arte querría realizar con medios humanos el lenguaje de lo no humano. La expresión pura de las obras de arte libera del estorbo cósico, también del llamado material natural, y converge con la naturaleza, igual que en las obras más auténticas de Anton Webern el sonido puro (al que se reducen en virtud de la sensibilidad subjetiva) se convierte en el sonido natural; en el sonido de una naturaleza que habla, en su lenguaje, no en ta copia de una parte de él. En el estado de racionalidad, la elaboración subjetiva del arte como un lenguaje no conceptual es la única figura en la que se refleja algo así como el lenguaje de la Creación, con la paradoja de la ocultación de lo que se refleja. El arte intenta imitar una expresión que no sería una intención humana insertada. Ésta es simplemente su vehículo. Cuanto más perfecta es la obra de arte, tanto más se caen de ella las intenciones. La naturaleza, que de manera mediada es el contenido de verdad del arte, constituye inmediatamente su contrario. Si el lenguaje de la naturaleza es mudo, el arte intenta hacer hablar a lo mudo, expuesto al fracaso por la contradicción ineludible entre esta idea, que exige un esfuerzo desesperado, y la idea a la que se refiere ese esfuerzo, la idea de algo completamente involuntario.